12 El beso de Judas

Si en el capítulo anterior conocimos un abismo —el de la entrega de Dios— nos falta ahora conocer otro no menos hondo: el de la indignidad humana. Cristo ha pasado al lado de los hombres sin que le conozcan; y nos hemos dormido mientras él sufre. Nos falta dar un paso más: venderle. Y venderle con un beso. Al hacerlo, batiremos el récord de la miseria.

Y, para mayor contraste, Jesús caminará hacia ese beso con una entereza que su hundimiento de la escena anterior vuelve casi inverosímil. En verdad que de poco nos sirve la psicología humana cuando de él hablamos. El Jesús esplendente de la hora de la cena, se derrumba, una hora después, en el huerto. Y el Jesús derrumbado de su oración al Padre, retoma, de pronto, las riendas de su alma y se levanta y va hacia la muerte con una serenidad que no descubrimos de dónde ha sacado.

Ahora ya no hay dos voluntades. La de Jesús y la del Padre son la misma. Como siempre lo fueron. Había venido a servir y serviría. El miedo podía sacudir su naturaleza, pero no torcer su voluntad. Podía golpear sus sentidos, no desviar su alma. Todos los pecados del mundo, cayendo sobre él, no lograrían que cometiera uno solo. Por eso tomó el cáliz de su muerte con las dos manos y se atrevió a beberlo. Para eso había venido al mundo. La infinidad del pecado era menor que su poderío de Dios.

Se levantó. Ahora debía quedar claro que iba hacia la muerte y la redención porque quería. Libremente. Con plena conciencia. Sin ingenuidades: medida hasta el último céntimo la hondura del barranco hacia el que se precipitaba, habiendo experimentado el vértigo de todos los horrores, pero sin vacilar. La hora, tan esperada, había sonado.

Y, nuevamente, se sobresaltaron sus tres «acompañantes» al oírle acercarse. Pero, en sus labios, ya sólo había piedad. Y una entristecida ironía: Ahora ya podéis dormir y descansar. Ellos le miran con infinita vergüenza. ¡Sólo son hombres! ¡Han cumplido a conciencia su papel de representantes de la humanidad ante lo enorme del misterio!

Pero no es tiempo de dormir. Por eso Jesús prosigue: Ya está. Llegó la hora: he aquí que el Hijo del hombre es entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos. Mirad que el que me va a entregar está llegando (Mc 14, 41-42).

Llegaba, efectivamente. Hacía pocos minutos, las pocas personas que a esas horas circulaban por las calles, habían visto salir por las puertas de la ciudad a un extraño grupo. En él se juntaban gentes que habitualmente eran mortales enemigos y a quienes ahora unía solamente un odio común. El núcleo principal del grupo lo formaban los guardias del templo: sacerdotes y levitas encargados de mantener el orden en el área sagrada y que más de una vez habían tenido enfrentamientos con Jesús. Junto a ellos algunos fariseos, saduceos y herodianos que no querían perderse el espectáculo. Y tras ellos sus mortales enemigos: tropas de ocupación. Es sólo san Juan quien señala su presencia al hablar de una cohorte y su oficial comandante, un tribuno (Jn 18, 3 y 12). Probablemente debe entenderse que no se trataba de la cohorte entera (seiscientos soldados) sino sólo de uno de sus destacamentos, lo que los romanos llamaban un manípulo.

¿Se habían puesto ya de acuerdo los sacerdotes con Pilato para que éste les concediera la compañía protectora de los soldados? Todo hace pensar que al menos no claramente. A la mañana siguiente el procurador se hará de nuevas ante el preso. Es posible que simplemente le hablaran en general de una operación de limpieza necesaria, o que se entendieran directamente con el oficial comandante.

Lo cierto es que el grupo romano, que habitualmente vigilaba en la torre Antonia y que en estos días de la pascua tenía que intervenir con bastante frecuencia porque eran abundantes los altercados, acompaña al grupo religioso. Temían tal vez que los doce se resistirían. Es probable que el propio Judas les hubiera alertado señalándoles que Jesús sospechaba ya algo sobre su posible detención y quizá ofreciera alguna resistencia. Judas sabía bien que Jesús era pacífico, pero no ocurría lo mismo con sus acompañantes. El conocía mejor que nadie quiénes, entre los apóstoles, llevaban bajo el manto puñales ocultos y quiénes manejaban con rapidez y habilidad la espada. Tendrían, pues, que ser prudentes. Mejor era cogerlo por sorpresa, presentarse amistosamente, sin alarmar a los acompañantes. El iría delante.


El beso

Y, para que todo fuera más sencillo, él mismo les mostraría quién era Jesús. Los soldados romanos no le conocían en absoluto y en cuanto a los fariseos y guardianes del templo muchos le habían visto simplemente de refilón y no bajo la oscuridad de la noche. Había que evitar toda posibilidad de error. Para eso estaba Judas. No se limitaría a señalar los movimientos de Jesús, él mismo conduciría a los soldados.

Elegiría, además, una señal amistosa. Jesús no podía desconfiar de un grupo capitaneado por unó de sus íntimos. Se adelantaría sonriente. Y le saludaría con la habitual señal de saludo y respeto: un beso. Cuando él hubiera hecho esto, ya podrían actuar sus acompañantes. Sujetadle y llevadle bien asegurado: la frase de Judas demuestra el fondo de admiración que seguía teniendo hacia su Maestro. Aún temía que pudiera escapárseles. Entonces él habría perdido su dinero y toda su vida. No podía fallar a última hora.

Jesús había salido mientras tanto a la entrada del huerto, que se llenó de repente de antorchas, de vocerío, de gente. El ruido despertó a los ocho que sin duda estaban profundamente dormidos en la cueva. Salieron cautelosos y se acercaron un tanto. Y vieron algo que no entendían: a la luz oscilante de los fuegos Judas se acercaba a Jesús con los brazos abiertos para el abrazo y le besaba en ambas mejillas. Intuyeron sus palabras: Salve, Maestro. ¿Pero qué hacían allí todos aquellos soldados? ¿Y cómo venía Judas con ellos? Se acercaron aún más, cautelosos, precedidos por los tres que habían permanecido al lado de Jesús.

Ahora pudieron percibir en los ojos de su Maestro una tristeza infinita y oyeron claramente sus palabras: Judas ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? (Lc 22, 48) y entendieron todo: esta era la traición que les había anunciado durante la cena. Y Judas era el traidor aludido. Sintieron que el miedo, la cólera y la vergüenza se mezclaban en sus almas.


Los soldados indecisos

¿Qué fue lo que hizo que los soldados, fríos y profesionales, vacilasen aún y no se precipitaran encima de Jesús? Si iban delante, como parece, los guardianes del templo puede pensarse que no las tuvieran todas consigo: en alguna ocasión se les había escapado de entre las manos como el humo, en otras les había pulverizado con una mirada. Vacilaron, pues, unos segundos. Los suficientes para que Jesús se les quedara mirando y les preguntara: ¿A quién buscáis? Alguien, entre temeroso y decidido, respondió: A Jesús Nazareno. ¿No les bastaba con la clara señal que Judas les había dado? Jesús respondió: Yo soy. Y hubo en su voz una dignidad tal, un tan enorme poderío, que todos se sintieron sacudidos. El evangelista dice que retrocedieron y cayeron por tierra. Parece que no hay que interpretarlo como un milagro espectacular. Simplemente, la fuerza de su voz hizo que los de la fila primera retrocedieran y tropezaran con los que se agolpaban tras ellos. Ahora la voz de Jesús se hizo más mansa: Si me buscáis a mí, dejad marcharse a éstos (Jn 18, 8). En sus palabras se unía la aceptación —no se resistiría— y la ternura hacia los suyos, que podían caer envueltos con él en la redada.

Su súplica no era, en rigor, necesaria. Ellos sabían que hiriendo al pastor se dispersarían las ovejas, conocían la pobreza de aquel rebaño de pescadores que seguía a Jesús. Era él, y sólo él quien les preocupaba. Por eso se precipitaron todos sobre el Maestro que aún tuvo serenidad suficiente para decirles que no era necesario tanto esfuerzo, que él no era un asesino para que se necesitara deternerle con tal despliegue militar. Pudieron hacerlo mil veces pacíficamente en el templo, mientras predicaba.

No pensaba lo mismo Pedro. De pronto, se diría que había olvidado todos sus miedos. Vio cómo los soldados ponían mano sobre Jesús y no pudo detener el gesto de su brazo que corrió hacia la espada que llevaba oculta bajo el manto. Brilló ésta como un relámpago al resplandor de las antorchas y fue a caer sobre la cabeza de uno de los que sujetaban a Jesús. El casco le protegió del golpe, y la espada, al resbalar sobre él, le seccionó una oreja. Se llamaba Malco y era sirviente del sumo sacerdote.

Los compañeros del herido estaban ya a punto de echarse encima de Pedro, que había vuelto a levantar su espada, cuando la voz de Jesús tronó de nuevo: Basta, no más violencias, dijo. Y todos se detuvieron. Vuelve la espada a su vaina, añadió Jesús, porque todo el que usa la espada, a espada morirá (Mt 26, 52). Todos reconocieron el adagio, popular en aquellos tiempos, aunque no muy apreciado por aquel pueblo levantisco. ¿Piensas —añadió— que yo no puedo rogar a mi Padre y me enviaría ahora mismo para defenderme a doce legiones de ángeles? (Mt 26, 53). Los romanos apenas le entendían. Pedro comprendió muy bien que no eran aquellos doce pobres hombres quienes podrían defenderle. Se entregaba por su voluntad y no a la fuerza. Recordó quizá aquel día en que Pedro quiso oponerse al anuncio de lo que ahora sucedía. Entonces le había dicho: ¿El cáliz que me ha dado mi Padre, no lo he de beber? (Jn 18, 11). Ahora lo bebía, ahora descendía a cuanto había anunciado. Bajó la espada conmovido y dio unos pasos atrás.

Jesús callaba ahora y los que le sujetaban comprendieron que toda resistencia había terminado. Apretaron sus cuerdas. Alguien dijo: Vamos ya. Y hubo sonrisas en los rostros de los fariseos que acompañaban a la tropa. Alguien dio un tirón y la marcha empezó.

Y Jesús tuvo aún tiempo para ver cómo en este momento el terror se hacía dueño de los suyos, cómo todos comenzaban a retroceder escondiéndose, primero cautelosamente, después en vergonzosa carrera. Ahora estaba verdadera y totalmente solo.


La orden de detención

Antes de concluir este capítulo debemos preguntarnos de quién provino la iniciativa del arresto de Jesús. Hasta hace pocos años, esta pregunta habría recibido una respuesta inequívoca: de los sumos sacerdotes. Pero, en las últimas décadas, una corriente investigadora, de la que ya hemos hablado en páginas anteriores, trata de buscar, a toda costa, otros culpables: los romanos. Después de siglos de absurdo antisemitismo, hoy la tendencia es exculpar no sólo al conjunto del pueblo de Israel (cosa evidentísima) sino hasta a cualquiera que llevase una sola gota de sangre judía.

Partiendo de los estudios de Maurice Gogel, una serie de escritores e investigadores, mayoritariamente de origen judío (Klausner, Burkill, Geza Vermes, Etan Levine, perfectamente sistematizados todos ellos por Paul Winter) han desarrollado un minuciosísimo trabajo exegético para desviar hacia Pilato todas las responsabilidades en la muerte de Jesús. Un trabajo científico admirable, pero también construido, las más de las veces, con alfileres y con unas tesis tan preconcebidas que obligan a dudar de ellas desde el punto de vista científico.

En esta escena de la detención de Cristo todo se construye en torno a la alusión de Juan a una cohorte y un centurión, en el momento de la detención de Cristo. ¿Qué hacían allí? Para Winter es evidente que la iniciativa de la detención partió de Pilato. El habría forzado a los sumos sacerdotes a tomar cartas en el asunto, por miedo a que el «movimiento de Jesús» terminara en una alteración del orden público. Por eso los soldados habrían acompañado a los guardias del templo. Y, para mejor construir su tesis, Winter reducirá todos los procesos de esa noche ante Anás y Caifás, a un «interrogatorio previo» en el que algún innominado «funcionario» judío habría preparado el único y verdadero juicio, que habría sido el del día siguiente ante Pilato.

¿Y el testimonio de los sinópticos? Este partiría todo él del celo de Marcos, que, al escribir su evangelio en Roma, tratando de hacer más aceptable el cristianismo para los que en Roma mandaban, habría cargado todas las responsabilidades sobre los judíos y concretamente sobre los sumos sacerdotes.

Esta tesis, que convenía fuertemente a los judíos, encantaba también a cierta progresía de nuestro tiempo, obstinada en ver a Jesús como pura víctima de los «opresores políticos» de su tiempo. Cristo, así, habría sido juzgado y condenado únicamente por delitos políticos: sedición, subversión, agitación, rebeldía, zelotismo. Excluido el juicio de la noche del jueves, los motivos religiosos el haberse hecho Hijo de Dios— quedarían excluidos. Y Cristo habría sino uno más entre los oprimidos de la historia.

La teoría es demasiado peligrosa para que no señalemos desde ahora mismo (aunque volveremos sobre ella) su debilidad científica. No se puede desmochar el evangelio a gusto del teorizador y menos basándose en datos tan accidentales: ¿No era perfectamente normal la presencia de algunos soldados romanos en esa detención cuando los que trabajaban en el templo estaban a las órdenes de las autoridades judías? ¿Y, de haber sido dada por Pilato la orden de la detención, por qué no lo habrían llevado directamente al pretorio, sin esa larga noche en las dependencias del sanedrín o del sumo sacerdote?

Todos, en verdad, pusimos en él nuestras manos. Todos conseguimos la libertad gracias a estas manos que van ahora, atadas, cruzando el Cedrón.