11 Sudor de sangre

La pasión de Cristo que ahora comienza— no es, como suele pensarse, una subida heroica al monte del dolor y Cristo un titán asombroso que carga sobre sus hombros el peso del llanto, sino una caída, un derrumbamiento, un agachar la cabeza y penetrar por el pestilente túnel de la angustia, del desamparo y de la muerte. Por eso sólo de rodillas y temblando puede uno acercarse a ella. ¿Cómo entendería algo quien la leyera sin saber que se juega su vida personal en cada uno de los escalones? Muchas páginas de la vida de Jesús pueden entenderse sin fe: basta la honradez humana para sentirse cerca de su magisterio. Pero aquí, no. Aquí no basta el corazón humano. Menos aún el sentimentalismo. Con ellos, se podría, cuando más, seguir su rastro de dolor, pero no entender las entrañas de lo que ocurre. Aquí sólo se profundiza amando, compartiendo esa pasión y haciéndolo aun a riesgo de permanecer, ya para siempre, como le ocurrió a Bernanos prisionero de la santa agonía. Todos nos jugamos algo en el sudor de sangre. Aquello no fue una página más de la historia. Allí estuvimos todos. ¡Y quiera Dios —como reza Guardini— que esa hora no haya sido inútil para nosotros! ¡Quiera Dios que viviéndola, descubramos como Tomás Moro, en el bellísimo libro que, sobre la agonía de Cristo, escribió mientras él mismo esperaba el patíbulo— qué poco nos parecemos nosotros a Cristo, aunque llevemos su nombre y nos llamemos cristianos! Algo podría enseñarnos santa Teresa que nos cuenta en el Libro de su vida lo que esta escena significó para ella:

Muchos años, las más de las noches antes que me durmiese, siempre pensaba un poco en la oración del huerto, aun desde que no era monja, porque me dijeron que se ganaban muchos perdones; y tengo para mí que por ahí mucho ganó mi alma, porque comencé a tener oración sin saber lo que era y ya la costumbre tan ordinaria me hacía no dejar esto como el no dejar de santiguarme para dormir.

Entremos así, asombrados, avergonzados, dispuestos al desconcierto e, incluso, al escándalo.

Porque la escena del huerto de los olivos es la más desconcertante y, probablemente, la más dramática de todo el nuevo testamento. Es el punto culminante de los sufrimientos espirituales de Cristo. Aquí estamos en frase de Ralph Gorman ante uno de los más profundos misterios de nuestra fe; ante --como afirma Lanza del Vasto— una página nueva y única en todos los libros sagrados de la humanidad. Efectivamente: jamás escritor alguno hizo descender tan hondo a su campeón y menos si veía en él a un Dios. Esta imagen de un Dios temblando, empavorecido, tratando de huir de la muerte, mendigando ayuda, es algo que ni la imaginación más calenturienta hubiera podido soñar.

F. Prat comienza, aterrado, la narración de esta escena:

La agonía del huerto es, quizá, el misterio de la vida de Jesús que más turba y desorienta. Que Jesús haya sufrido el hambre, la sed, la fatiga, el calor y el frío no es algo que nos maravilla desde el momento en que él quiso tomar una naturaleza semejante, en todo y para todo, a la nuestra, excepto el pecado. Pero ¿cómo es posible que el sufrimiento moral haya podido abrir una tal grieta en un alma como la suya, abierta, desde el primer momento de su concepción, a la visión beatífica? Es cierto que a este dolor se entrega Jesús voluntariamente y es justísimo el pensamiento de Pascal: «Jesús sufre en su pasión los tormentos que le infligen los hombres, mientras que en su agonía sufre los tormentos que él mismo se da: es un suplicio de mano no humana, sino de una mano omnipotente, porque hace falta ser omnipotente para soportar tal suplicio». Sí, todo esto es cierto. De acuerdo. Pero ni siquiera todo eso suprime el misterio.

Pero lo más asombroso no es siquiera lo que los evangelistas narran, sino el que los cuatro lo describan con una naturalidad que aún es más desconcertante que lo que narran. Con objetividad fría, casi sin mostrar simpatías hacia el perseguido o antipatías hacia los perseguidores, sin aportar explicaciones que evitaran el escándalo que esta página pudiera causar a los seguidores de Jesús, sin preocuparse de las objeciones que de esta humillación se atrevieran a deducir sus enemigos, los evangelistas narran la escena con un candor que no puede menos de darnos vértigo.

Sí, vértigo: eso es lo que produce, a cualquiera que tome la situación en serio, esta imagen de un Dios acorralado por el miedo, de un redentor que trata de esquivar su tarea, la figura de alguien que, poco antes de hacer girar la historia del mundo, tiembla como un chiquillo asustado en la noche.

Pero déjeseme subrayar que no estoy hablando de un vértigo sentimental, de un corazón impresionado. Hablo de un vértigo mucho más hondo. Porque, si esta escena es verdadera, si un Dios puede gemir, temer, temblar, es la idea de Dios la que gira, la que, literalmente, se invierte, y, consiguientemente, es la misma conciencia religiosa del hombre la que debe girar.

Del huerto de los olivos surge «otro» Dios, otra imagen de Dios, bien distinta, contraria incluso, de lo que los antiguos entendían por un Dios o por un sabio, lo contrario de lo que los modernos presentamos como un genio o un superhombre.

Para un griego o un romano, un sabio es la imagen del desapego perfecto, de la impasibilidad ante el dolor. Un sabio no se conmueve por nada, no vacila ante una muerte que tiene previamente aceptada y digerida. Pero este Jesús del huerto que grita pidiendo misericordia, que no oculta que su corazón está aterrado, es algo muy diferente.

Para un griego o un romano (¡y también para muchos cristianos!) un dios es alguien inalcanzable, alguien que vive en el éter de la luz inextinguible, alguien a quien jamás rozan nuestras miserias y que, incluso, apenas logra enterarse de que en el mundo hay dolor. Pero este Jesús del huerto, si es un Dios, es un Dios caído, bajado, rebajado, venido a menos, a nada, hundido hasta tal punto en la realidad humana que parece sumergido en la misma miseria, vuelto él mismo miseria. El Jesús de los evangelios no es, como algunos piensan, un asceta que va progresivamente purificándose, desprendiéndose de la tierra que pisa, alejándose paso a paso de la condición humana. Es, por el contrario, alguien que va hundiéndose en la realidad del hombre, hasta asumirla en toda su plenitud —o hasta mostrarla en toda su hondura en esta agonía del huerto y en la muerte que llega.

La escena es tan dramática que algunos enemigos del cristianismo han visto en ella la prueba de que Jesús no es Dios. Ya en el siglo II lo decía Celso:

Si las cosas sucedieron como él quería, si él fue herido por obediencia a su Padre, es claro que nada podía serle duro o penoso, porque era Dios quien quería aquello. ¿Por qué entonces se lamenta? ¿por qué gime? ¿por qué busca apartar de sí la muerte que le espanta?

Se explica que algunos de los Padres de la Iglesia se sintieran empujados a poner atenuantes a esta escena. Porque, hasta el momento, todas las páginas evangélicas nos habían mostrado un Cristo sereno, de alma transparente, seguro de sí mismo, unido estrechamente con un Padre que siempre oía su oración, obrando y hablando con la majestad de quien tiene poder para realizar cuanto quiere, desconocedor de la vacilación, de la duda o del miedo. Pero ahora nos encontramos, de repente, con un Cristo poseído por la tristeza, turbado en su mente, angustiado en su corazón, tímido y vacilante, repitiendo tercamente su oración como quien teme no ser oído, alejado, al menos aparentemente, de su Padre, necesitado de consuelo, mendigando compañía, débil y en apariencia cobarde ante la muerte.

Algunos antiguos copistas del evangelio llegaban incluso a omitir algunos de los detalles más humillantes: el sudor de sangre, la necesidad del ángel consolador. Y, sin embargo, los evangelistas nada de esto ahorran. Al contrario: lo narran los cuatro sin vacilaciones. Afortunadamente. Sin ello no habríamos entendido ninguno de los tres misterios cardinales de la vida de Jesús: hasta qué profundidad asumió nuestra humanidad; qué tipo de Dios fraterno es el de los cristianos; hasta qué hondura le hizo descender nuestro pecado. ¡Bendito sea! ¡Benditos evangelistas que supieron no escamotearnos ni un solo pedazo de la verdadera realidad de Cristo!


La gloria es la cruz

Y nos encontramos enseguida con el primer asombro: el momento en que la agonía se sitúa. Venimos del clima exaltante del cenáculo. Acabamos de oír a Cristo pedir a su Padre que le glorifique. E, inmediatamente, sin transición alguna... este derrumbamiento. ¿Cómo es posible? ¿Cómo enlazar ese Cristo luminoso y radiante de la última cena con este otro que, media hora después, confiesa que tiene miedo y que mendiga un poco de compañía humana?

Guardini apunta que, en este caso, las explicaciones de la ciencia psicológica son insuficientes:

Descartemos la psicología, ciencia excelente si es manejada con un corazón bondadoso y cuando el respeto guía su mano. Permite a un hombre comprender a sus semejantes, porque ambos son hombres. Si empleáramos aquí los métodos de la psicología, diríamos, por ejemplo, que cuando en la vida religiosa se nota una ascensión espiritual, en el dominio de la contemplación, del amor, de la inmolación, esta va seguida de una depresión, de un agotamiento de fuerzas, de una extinción de los sentidos. Para convencerse de ello basta observar la vida de los profetas. Aquí sucedería algo parecido. La tensión espiritual producida por la oposición de los dirigentes y el pueblo, el viaje a Jerusalén con sus incidentes emocionantes, la entrada en la ciudad santa, la terrible espera de los últimos días, la traición de los individuos y la última cena, desembocan en un derrumbamiento espiritual... Eso sería normal en un hombre que combatiera por una gran causa en condiciones dificiles; también sería normal para un profeta, aunque en este caso sería necesario ahondar mucho más de lo que suele hacer la psicología religiosa corriente, que nada sabe del Dios real ni del alma verdadera. En nuestro caso, toda tentativa humana está condenada al fracaso. En este dominio sólo podremos avanzar con la ayuda de la fe, iluminada por la revelación.

Sí, a la luz de esa fe y de la revelación empezamos a descubrir como lógico lo que la psicología no nos aclara. Y empezamos por entender, asombrados, que aquella glorificación que Cristo pedía y anunciaba en la cena es precisamente esto: esta agonía. Descubrimos que la gloria es la cruz y la cruz es la gloria. Empezamos a comprender que el manto triunfal del glorificado es precisamente esta sangre que empieza a cubrir su cuerpo y su alma. Estamos hablando, ya lo hemos dicho, de un «Dios al revés»; al revés, al menos, de nuestros sueños e ideas humanas.

Atrevámonos a acompañarle.


El camino

Debían de ser cerca de las once de la noche cuando Jesús y los suyos abandonaron el cenáculo. Si levantaron los ojos al cielo lo encontraron lleno de cientos de brillantes estrellas. La luna estaba llena y fulgente, tanto que las enormes losas de la calzada romana brillaban como un espejo y los árboles proyectaban sombras sobre ellas.

Pasaron cerca de la casa de Caifás y se dirigieron hacia la puerta de la fuente. Torcieron luego hacia la izquierda y tomaron el camino blancuzco que abraza los cimientos de la muralla por la parte oriental.

Dejaron a la izquierda el barrio del Gihon que se apretaba contra la muralla. Pasaron luego el barrio de Siloán al lado opuesto del torrente. Todas las ventanas estaban encendidas y las luces de quienes aún celebraban la cena pascual temblaban tras las celosías. Desde allí veían también a los millares de peregrinos que celebraban la cena al aire libre, en torno al rescoldo, junto a sus tiendas de campaña. Era una extraña feria nocturna en la que jolgorio y religiosidad se mezclaban a partes iguales.

Ahora estaban ya en lo hondo del torrente y tenían que comenzar a ascender para alcanzar el huerto al que se dirigían. Desde allí veían la masa imponente del templo. En el pórtico de Salomón oscilaban las lámparas encendidas. Las murallas y sus gigantescas piedras de doce metros se alzaban majestuosas y pardas.

Cruzaban ahora la zona de cementerios mal cuidados cuyas lápidas se mostraban en la noche como dientes rotos. Dejaron a su derecha los tres grandes famosos mausoleos —el de Absalón que aún hoy puede contemplar el peregrino, entre ellos y recordaron sin duda las duras palabras que tantas veces dijera Jesús sobre los sepulcros blanqueados.

Y, al cabo de media hora de camino, estuvieron ya en Getsemaní. Afortunadamente podemos conocer hoy con suficiente precisión el lugar de este huerto. Los apóstoles hablan simplemente de una granja llamada Getsemaní (Mt 26, 36; Mc 14, 32), de un lugar en el monte de los olivos (Lc 22, 39), de un huerto a la otra parte del torrente Cedrón (Jn 18, 1). Sabemos también que éste era un lugar en el que Jesús tenía costumbre de recogerse a orar, puesto que Judas lo conocía perfectamente (Jn 18, 2).

Con estos datos podemos reconstruir suficientemente el aspecto de este molino de aceite que es lo que la palabra Getsemaní significa. Era un bosque de olivos, cercado por una pared baja de piedras o por un seto. Que había alguna clase de cerca lo prueba el que se nos diga que Jesús y los suyos entraron y luego salieron de él. Que hubiera en el lugar un molino de aceite era algo muy normal en este tipo de heredades de campo. Jerusalén estaba rodeada de una faja de vegetación verde, la mayor parte de la cual estaba formada por bosquecillos de olivos. Es probable que junto al molino hubiera alguna gruta para refugio de los guardianes, o tal vez alguna casa rústica.

Nada nos dicen los evangelistas sobre quién pudiera ser el propietario de este huerto. Pero el hecho de que Jesús lo frecuentase muestra que era de algún buen amigo. La hipótesis más probable señala al mismo dueño del cenáculo donde acababan de celebrar la pascua. En ambos lugares se movía Jesús como en casa propia.

¿Es éste el lugár que hoy veneran los devotos peregrinos? La tradición que lo señala es muy antigua. Ya en los primeros años del siglo IV hay testimonios que lo aseguran. En el año 380 se construyó allí una primera iglesia en el mismo lugar de la basílica actual.

Junto a esta iglesia, hay un huertecillo con ocho gigantescos y viejísimos olivos, retoños medievales de los que existían en este mismo lugar hace dos mil años. ¿Es aquí? Hay también una gruta excavada en la roca y convertida hoy en capilla de oración. ¿Fue aquí?

La noche era fresca. Pero aquí, en esta hondonada entre la ciudad y el monte, siempre se conserva un calorcillo húmedo y pegajoso.

Quedaos aquí —dijo señalando, probablemente, la gruta— mientras yo voy allá a hacer oración (Mt 26, 36). Sólo a tres —Pedro, Santiago y Juan— les pidió que le acompañasen en esta hora, la más dramática de su vida. Eran los tres que habían estado junto a él en la transfiguración (Mc 9, 2), los tres que habían presenciado la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 37): estaban mejor preparados que los demás para soportar sin escándalo cuanto iba a suceder.


Llega la tristeza

Porque entonces —señalan los evangelistas— comenzó a ponerse triste y a sentir abatimiento (Mt 26, 37; Mc 14, 33). Los dos evangelistas lo subrayan: comenzó. La ola de la tristeza no cesaría desde entonces de crecer. Jesús comenzó a sentir sobre su frente la mano de la muerte. Y confió su tristeza a sus amigos: Triste está mi alma hasta la muerte (Mt 26, 38; Mc 14, 34).

No era ésta la primera vez que Jesús manifestaba una angustia interior. Pocos días antes, en el templo, había dicho: Ahora mi alma se ha turbado. Y había añadido la oración que sería el estribillo de esta noche: Padre, sálvame de esta hora (Jn 12, 27).

Pero ahora la angustia no era un temor lejano; era algo que conmovía los cimientos de su vida, una angustia de muerte, como él mismo decía.

Pedro, Santiago y Juan hubieran querido hacer algo para aliviar esa angustia. Pero, entre los arabescos que el follaje formaba bajo la luz de la luna, vieron que su tristeza no era de este mundo, que nada podían hacer ellos para remediarla.

Se equivocaban: algo podían hacer, lo que él más necesitaba en este momento, acompañarle. Quedaos aquí, les dijo, y velad conmigo (Mt 26, 38). Mendigaba su compañía con la desvalida ternura de cualquier ser humano condenado a muerte.

Luego, se alejó de ellos unos treinta pasos, como un tiro de piedra, dice san Lucas con frase muy de la época. A la luz de la luna llena de pascua los tres apóstoles podían verle claramente. Y hasta oírle, si su oración fue, como era costumbre oriental, en voz alta.


El miedo rescatado

Pero, antes de proseguir, tenemos que preguntarnos por la realidad y el sentido de ese miedo que Jesús experimenta. En este momento como dice Prat el Maestro no se avergüenza de darnos el
espectáculo de su turbación moral.

Santo Tomás Moro —que vivía una situación semejante— ha descrito así la escena:

Avanzó Cristo unos pasos y, de repente, sintió en su cuerpo un ataque tan amargo y agudo de tristeza y dolor, de miedo y de pesadumbre, que, aunque estuvieran otros junto a él, le llevó a exclamar inmediatamente palabras que indican bien la angustia que oprimía su corazón: «Triste está mi alma hasta la muerte». Una mole abrumadora de pesares empezó a ocupar el cuerpo bendito y joven del Salvador. Sentía que la prueba era ahora ya algo inminente y que estaba a punto de volcarse sobre él: el infiel y alevoso traidor, los enemigos enconados, las cuerdas y las cadenas, las calumnias, las blasfemias, las falsas acusaciones, las espinas y los golpes, los clavos y la cruz, las torturas horribles prolongadas durante horas. Sobre todo le abrumaba y dolía el espanto de los discípulos, la perdición de los judíos, e incluso el fin desgraciado del hombre que pérfidamente le traicionaba. Añadía además el inefable dolor de su madre queridísima. Pesares y sufrimientos se revolvían como un torbellino tempestuoso en su corazón amabilísimo y lo inundaban como las aguas del océano rompen sin piedad a través de los diques destrozados.

¿Es todo esto retórica y literatura? El evangelio lo describe con menos adjetivos, pero con no menor intensidad. Definen lo que Jesús siente con seis palabras terribles: tristeza (Mt 26, 36), miedo y angustia (Mc 14, 33), turbación y tedio, incluso agonía (Lc 14, 33).

Bossuet y Gorman comentan con precisión el sentido de estas palabras:

El tedio arroja al hombre en una melancolía que vuelve la vida insoportable y muestra todos sus momentos cargados de un peso que oprime. El miedo agita el alma, sacudiéndola desde sus cimientos, con la imagen de mil daños de todo género que la amenazan. La tristeza la cubre de un fúnebre velo que la arranca todas las energías del espíritu y la misma fuerza corporal. «Turbado en extremo». La palabra usada por el evangelista en el original griego se refiere comúnmente a un estado de ánimo confuso, inquieto, en el cual uno se siente completamente perdido al tener que afrontar algo que no se puede menos de hacer.

Pero ¿no son escadalosos todos estos sentimientos en Jesús? ¿De qué puede tener miedo? Tomás Moro se lo pregunta:

El mismo enseñó a los discípulos a no tener miedo a los que pueden matar el cuerpo y ya no pueden hacer nada más. ¿Cómo es posible que ahora tenga tanto miedo de esos hombres y especialmente si se tiene en cuenta que nada sufriría su cuerpo si él no lo permitiera? Consta, además, que sus mártires corrían hacia la muerte prestos y alegres, mostrándose superiores a tiranos y torturadores y casi insultándolos. Si esto fue así con los mártires de Cristo ¿cómo no ha de parecer extraño que el mismo Cristo se llenara de terror y pavor, y se entristeciera a medida que se acercaba el sufrimiento? ¿No es acaso Cristo el primero y el modelo ejemplar de los mártires todos?

Es cierto: ese miedo de Jesús nos desconcierta y casi escandaliza. Y mucho más debió de escandalizar a los antiguos que, habiendo aceptado la filosofía de los estoicos, cultivaban la indiferencia, el desprecio al dolor. Incluso un san Agustín pedía perdón por haber llorado en la muerte de su madre. ¿Este miedo de Jesús no será una debilidad? ¿No fue más heroica y serena la muerte de Sócrates y no digamos las de los mártires?

Recordemos a un san Andrés, que saluda a la cruz con entusiasmo y desde lo alto de esta cátedra predica a Cristo durante dos días. O a san Lorenzo, que, medio tostado ya en su parrilla, da a sus carniceros consejos irónicos. O a san Policarpo, que da la bienvenida a los soldados que vienen a arrestarle y les invita a comer para agradecérselo. O al mismo Tomás Moro, que bromea al subir al cadalso y pide a su verdugo: «Ayúdame a subir, que para bajar ya me las ingeniaré yo». ¿Cómo es que Cristo no parece tener esta entereza de ánimo?

La solución ciertamente no puede ser la de algunos Padres de la Iglesia que, para evitar el escándalo de sus fieles, rebajaban las frases evangélicas o aportaban explicaciones tranquilizadoras. Mejor será reconocer sin rodeos que en esta escena lo que se nos demuestra es que el miedo no es malo. Como escribe Cabodevilla:

En lugar de hacer esta ilación: «Puesto que el miedo es una pasión indecorosa, Cristo no tuvo miedo», hay que plantear otra premisa y sacar una conclusión muy diferente: «Puesto que Cristo tuvo miedo, el miedo no es una pasión indecorosa».

Es cierto: el miedo fue redimido, rescatado en esta noche sacratísima, como proclamará Bernanos:

Ved cómo, en cierto sentido, el miedo es, en definitiva, hijo de Dios, rescatado en la noche del jueves santo. ¡No es hermoso de ver! Unas veces ridiculizado, maldecido otras, renegado por todos... Y no obstante, no os engañéis: el miedo está a la cabecera de cada agonizante y el miedo intercede por el hombre.

Efectivamente, un cristiano no debe tener miedo al miedo. Tomás Moro reivindicaba sus derechos:

Cristo quería que los cristianos fuesen fuertes y prudentes, no tontos e insensatos. El hombre fuerte aguanta y resiste los golpes, el insensato ni los siente siquiera. Sólo un loco no teme las heridas, mientras que el prudente no permite que el miedo al sufrimiento le separe jamás de una conducta noble y santa.

Cuando un médico se ve obligado a amputar un miembro o cauterizar una parte del cuerpo, anima al enfermo a que soporte el dolor, pero nunca trata de persuadirle de que no sentirá ninguna angustia y miedo ante el dolor que el corte o la quemadura le causarán.

La clave de arco del problema está en distinguir adecuadamente miedo y cobardía. Tomás Moro precisa bien esta distinción:

El miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena. Es una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios. Por lo demás, no importa cuán perturbado y estremecido por el miedo esté el ánimo de un soldado; si, a pesar de todo avanza cuando lo manda el capitán, y marcha y lucha y vence al enemigo, ningún motivo tiene para temer que aquel su primer miedo pueda disminuir el premio. De hecho debería recibir incluso mayor alabanza, puesto que hubo de superar no sólo al ejército enemigo, sino también su propio temor; y esto último, con frecuencia, es más dificil de vencer que el mismo enemigo.

A la luz de Getsemaní giran, efectivamente, muchos conceptos. Giran también los de valentía y miedo. Y debemos decirlo sin rodeos: es necesario rescatar a nuestro pobre hermano, el calumniado miedo. Proclamar que no es más santo el que lucha sin miedo que el que sigue luchando con él. Recordar que la santidad tiene poco que ver con el heroísmo estoico de los superhombres. Que puede haber santos débiles como hay santos fuertes. Que ciertos«heroísmos» son fantasías baratas y no muy cristianas. Bernanos lo dijo perfectamente:

La valentía puede ser también una fantasmagoría del demonio. Una distinta. Cada uno de nosotros corre así el riesgo de debatirse con su valentía o con su miedo, como un loco juega con su sombra. Una sola cosa importa y es que, miedosos o valientes, nos hallemos siempre donde Dios quiere, fiándonos de él para el resto. Sí, no hay otro remedio para el miedo que arrojarse ciegamente en la voluntad de Dios, lo mismo que un ciervo perseguido por los perros se arroja en la noche al agua fría y negra.

Esto es, sí, lo que cuenta: que Jesús, con miedo o sin él, entró en la oración, que, en lugar de huir, rezó y esperó. Porque, realmente, frente al miedo no hay otra respuesta que la oración.


La oración de Jesús

Los apóstoles debieron de asombrarse ante la oración de Jesús en esta noche. Le habían visto orar cientos de veces en su vida. Pero en ningún caso con la angustia de esta ocasión. Empezando, incluso, por la postura del Maestro a quien veían a la luz de la luna llena. No rezaba —como era tradicional entre los judíos de pie y con los brazos extendidos, sino que según san Marcos se postró en tierra (14, 15), según san Lucas se puso de rodillas (22, 41) y según san Mateo, cayó sobre su rostro (26, 39). Los judíos —escribe Ibáñez Langlois— no oraban sino de pie, mas este judío es Dios y prefiere la postura de los gusanos.

Padre —decía-- si es posible, pase de mí.este cáliz; mas no se haga mi voluntad, sino la tuya (Mt 26, 39). Estamos ante una oración al mismo tiempo habitual y desconcertante. Habitual por la ternura de ese «Abba» (Padre) con que solía iniciar todas sus plegarias y del que no se olvidará ni en medio del océano de dolor. Le llama «Padre mío» —comenta emocionado san Jerónimo-- y lo dice acariciando.

Pero, por otro lado, no es éste el tono sereno con que él solía dirigirse a su Padre. Hay en su voz angustia y miedo. Pero hay, sobre todo, en sus palabras una distinción que nunca habíamos encontrado: mi voluntad, la tuya. ¿No eran acaso la misma? ¿No había él repetido mil veces que su alimento era hacer la voluntad de su Padre (Jn 4, 34)? ¿No había proclamado que él y su Padre eran la misma cosa? ¿No guiaba la voluntad de su Padre cada una de sus palabras y de sus acciones? ¿No estaba la voluntad de Jesús como sumergida en la del Padre? ¿Por qué las distingue ahora?

Ninguna página evangélica nos había explicado con tanta claridad la distinción de las dos naturalezas que en Jesús convivían. Era enteramente hombre, la naturaleza humana actuaba en él plenamente y, como hombre, experimentaba todo lo que los humanos experimentan, menos el pecado. Por eso ahora su naturaleza de hombre se encabritaba ante la idea de la muerte. El dolor le repugnaba, la soledad le espantaba, la idea de la cruz y los látigos provocaban náuseas en él.

Pero el misterio permanece: ¿Cómo su unión con la divinidad no impedía que experimentara esos terrores? ¿Es que en ese momento la divinidad le abandona? ¿Es que la unión hipostática, como dicen los teólogos, la visión de Dios cara a cara, tal y como es, no resulta suficiente para secar todas las lágrimas?

Los teólogos han buscado mil explicaciones para este misterio. Han comentado que los santos y los místicos sintieron al mismo tiempo el desgarramiento y el gozo de estar con Dios. Han recordado las llagas embriagadoras de las que habla san Juan de la Cruz o el martirio de dolores y delicias que describe santa Teresa. Pero ¿qué es todo esto sino aproximaciones? El alma de Cristo, han dicho, era como una montaña en cuya cima brilla esplendente el sol, mientras en la ladera de la misma todo es tempestad, amargura y miedo. Pero ¿qué sabemos, en definitiva, de cómo era el alma de Cristo?

Mejor será que no intentemos explicar lo inexplicable y que nos atengamos a los hechos. Cristo aquí en Getsemaní (como en un prólogo de lo que sentiría en la cruz) es abandonado por su Padre. Conoce su ausencia, ese silencio de Dios que tanto nos aterra a los hombres. En su oración siente aquello que Bernanos ponía en boca de su cura rural:

Sé perfectamente que el deseo de la oración es ya una oración y que Dios no nos pide nada más. Pero no me limitaba a cumplir un deber. La oración me era, en aquel momento, tan indispensable como el aire a mis pulmones, como el oxígeno ami sangre. Detrás de mí no había nada. Y delante de mí, un muro, un muro negro.

Un muro, un muro negro. Ni la realidad de este mundo, ni la del otro parecen responder. Dios se calla. El Hijo está gritando. Y el cielo permanece cerrado. Es aquella angustia que describía Mauriac:

Todo hombre, en determinadas horas de su destino, en el silencio de la noche, ha conocido la indiferencia de la materia ciega y sorda. La materia aplasta a Cristo. Experimenta entonces en su carne esa ausencia infinita. El Creador se ha retirado y la creación no es más que un fondo de mar estéril; los astros muertos jalonan los espacios infinitos.

Y todo esto ¿por qué? ¿para qué? Sólo el autor de la carta a los hebreos se atrevió a responder:

Era necesario que Jesús, aunque Hijo de Dios, aprendiese la obediencia en la escuela del dolor y se convirtiese, así, para cuantos desobedecen en autor de la eterna salvación (Heb 2, 10.17-18; 5, 7-10).

Es fácil, ciertamente, hablar de la obediencia cuando Dios contesta. Pero obedecer iba a ser, para Jesús entonces y después para todos, este entrar a ciegas en el silencio de Dios, en la noche oscura. Seguir a Cristo es aceptar este desamparo de Dios que como escribe Cabodevilla sería sacrílego imaginar si no fuera obligatorio creer.

¿Pero no hemos dicho mil veces que la oración es infalible? ¿No había proclamado Jesús que su Padre le concedía todo cuanto pedía? Aquí no cabe más que una respuesta: en realidad el Padre contestó a su Hijo, pero le contestó como Dios hace tantas veces con tres días de retraso, el domingo. No le libró de la muerte, pero le resucitó haciéndole vencer a la muerte... después de morir. La oración de Jesús fue realmente escuchada. Pero en la hora marcada por la voluntad del Padre.

Por lo demás, este Padre, que parece callarse, está sosteniendo a su Hijo para que espere contra toda esperanza. La derrota de Cristo habría sido la de hundirse en el silencio de Dios. Su victoria fue seguir, esperar contra toda esperanza, esperar contra el mismo desamparo del Padre. Y así, como comenta Moeller, aunque el Padre negó a Cristo el consuelo de esa respuesta que niega a sus mejores amigos, el Hijo de Dios, Jesucristo, acabó bebiendo, libremente, por amor, ese cáliz que pedía se alejara. Así venció este nuestro pobre-querido-pequeño-aterrado Dios. Así venció, aceptando la derrota, en la hora del poder de las tinieblas.


Los dormidos

Pero a este viacrucis del huerto le quedan aún varias estaciones. Es necesario, por de pronto, que aún descubra Jesús qué infinita es su soledad. Porque, en el medio del escalofrío de la oración, con lo que aún le queda de humano, Jesús experimenta la necesidad de una compañía. Tal vez hablar con sus discípulos alivie su angustia. Y se levanta. Y camina esos treinta pasos para buscar una palabra humana que desgarre esa soledad en la que el Padre y las cosas le acorralan.

Pero ellos dormían. Probablemente habían luchado con el sueño durante la primera parte de la oración de Jesús. No acababan de entender esta angustia del Maestro. Pensaban, tal vez, que exageraba. Le habían visto vencer tantas veces que estaban seguros de que también en esta ocasión saldría a flote. Y esta confianza, mezclada con su cansancio —¡habían pasado tantas cosas en pocas horas! terminó por resultar más fuerte que su buena voluntad. Y uno tras otro fueron vencidos por el sueño. Por ese sueño que como dice
Mauriac— es más fuerte que todo amor. Jesús, entonces, choca en sus apóstoles contra esa ley de la semimuerte, del aniquilamiento y del sueño y el Hijo del hombre se ve reducido a ese movimiento pendular que va de la ausencia de Dios al amodorramiento del hombre, del Padre ausente al amigo dormido.

Sí, ese parece ser el destino de la humanidad: dormir a la orilla de todos los volcanes, jugar a los dados al pie de la cruz, roncar mientras el alma del Hijo-Dios se desgarra. ¿No seguimos, acaso, durmiendo nosotros?

Cuando Jesús se acercó, ellos se despertaron sobresaltados. Se frotaban los ojos tratando de farfullar una disculpa que no acudía a sus labios. En los de Jesús hubo una mezcla de ternura e ironía al dirigirse a Pedro: Simón ¿duermes? ¿No has podido velar ni una hora conmigo? (Mc 14, 37). Poco antes había hecho mil protestas asegurando que estaba dispuesto a morir, a ir a la cárcel por su Maestro y, ahora, ni velar con él un rato podía. Velad y orad, les dijo, para que no entréis en tentación. Y, como queriendo añadir él mismo un atenuante a su abandono, prosiguió: Sí, sé que el espíritu está pronto, pero la carne es débil (Mc 14, 38).

Había en sus palabras una triste ternura y los apóstoles no sabían qué contestar. Le miraban y casi les costaba reconocerlo: había envejecido en aquella hora. Su cuerpo se mostraba encorvado. Su cabello estaba sucio y cubierto de barro. Sus ojos no tenían la luz de las grandes horas. Intentaban aún balbucir una disculpa cuando él se alejó de nuevo.

¿Y cómo condenar a los apóstoles? ¿Cómo condenarnos a nosotros mismos en todas nuestras siestas? Guardini ha sugerido y Cabodevilla desarrollado una explicación: ellos y nosotros somos niños cansados:

¿Qué sabían ellos? Eran como niños que asisten a una de esas tragedias que exceden sin tasa su capacidad de entendimiento. ¿No habéis visto qué es lo que hacen los niños cuando su madre agoniza? Si una mano piadosa no se ha ocupado de alejarlos, ellos se distraen con los frascos y las cajas, preguntan a la moribunda si el sábado les llevará al cine; al final acaban durmiéndose, acunados por las oraciones de la recomendación del alma.

Y, sin embargo, ¡qué soledad la de este Cristo cuyos amigos, todos, duermen, mientras Judas, sólo Judas, vela! Siempre los hijos de las tinieblas están más despiertos que los de la luz.

Pero el coraje de Jesús es más fuerte que el desaliento. Y regresa a la oración, ahora menos angustiada, aunque, tal vez, más triste. Ahora ya sabe que no hay otro camino para regresar al Padre que el que pasa por la muerte» Toda su naturaleza de hombre se rebelaba. Sus treinta y cuatro años se ponían en pie. Le gustaba vivir. Pero ahora llegaba la hora señalada. No lucharía contra la voluntad de su Padre, por mucho que ese final le repugnara.

Por eso ahora ya no pedía ser salvado de la muerte. Se limitaba a inclinarse ante la decisión tomada: Padre mío, si no es posible que pase este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt 26, 42). Sus labios temblaban. Pero no los apartaría de este cáliz.

Y nuevamente sintió la necesidad de los suyos. Tal vez ahora, tras la primera reprensión, habrían sabido acompañarle. Pero nuevamente la carne había sido más fuerte que el espíritu. Sus ojos estaban cargados dicen al unísono Marcos y Mateo.


Angel y sangre

¿Qué ocurrió en la tercera oración que parece la más dramática de las tres? Fue en ella cuando se le apareció un ángel. Se le negaba la compañía de los hombres y el Padre le envió la de un ángel. ¿Qué estaba sucediendo en su alma para necesitar tanto un consuelo? ¿Y qué podía, en realidad, ayudar un ángel allí donde la misma divinidad unida a su humanidad era inútil?

Los padres de la Iglesia han imaginado los consuelos que el ángel aportó: tal vez le explicó qué frutos se derivarían de su pasión, quizá le hizo ver la hermosura de la humanidad redimida. No lo sabemos. Tal vez ni siquiera habló. Quizá fue sólo la prueba visible de que el Padre no le abandonaba.

Pero poco pudo ayudar, ante la magnitud de lo que ocurría. Es precisamente tras esta aparición, cuando los evangelistas señalan que entró en agonía y comenzó a orar más intensamente (Le 22, 43). La palabra agonía habla de una lucha suprema, de las convulsiones que preceden a la muerte, de la hora culminante en un conflicto.

Por eso añaden en este momento que se hizo un sudor, como de grumos de sangre, que caían hasta el suelo (Le 22, 44). La violencia del conflicto interior que desgarraba su alma se manifestó así, visiblemente, en este rojo sudor que resbalaba desde su frente. ¿Era verdadera sangre? No es necesario buscar una explicación milagrosa al fenómeno. Ya los antiguos conocían casos semejantes —hematidrosis, le llaman los científicos— causados por un dolor enorme y repentino. Y es tan típico de los casos de un miedo excepcional como los encanecimientos súbitos del cabello. Se conocen casos de hombres a quienes en una sola noche se les volvió blanco todo el pelo. Y casos de un sudor rojizo que cubre todo el cuerpo. Los capilares subcutáneos se dilatan de tal modo que revientan al ponerse en contacto con las glándulas sudoríparas, con los que gotas de sangre salen mezcladas con las de sudor. Es normal que en casos como éste la víctima sufra desmayos y aun pérdida completa del conocimiento. Tal vez Jesús lo conoció también. No en vano quien nos habla de este extraño sudor es Lucas, el evangelista médico.


El último «por qué»

Ahora tenemos que preguntarnos por qué este miedo terrible, por qué este espanto inédito, ¿Simple temor a la muerte? ¿Pánico ante la cruz y los azotes? ¿Terror a la soledad?

Evidentemente tiene que haber algo más allá, más horrible y profundo.

La muerte, el dolor físico, son evidentemente muy poco para quien tiene la fe que Jesús tenía. Tuvo que haber más, mucho más. Tuvo que haber razones infinitamente más graves que el puro miedo al dolor.

Sólo una explicación teológica puede ayudarnos a entender esta escena. Y esa explicación es que en este momento Jesús penetra, vive en toda su profundidad la hondura de lo que la redención va a ser para él. En este instante Jesús asume en plenitud todos los pecados por los que va a morir. En este momento en que comienza su pasión, Cristo «se hace pecado» como se atrevería a decir con frase espeluznante san Pablo.

¡Morir! ¡Eso no es una gran cosa! ¡Eso es cosa de hombres, parte de la aventura humana! Pero aquí no se trataba de morir, sino de redimir, es decir de incorporar, de hacer suyos, todos los pecados de todos los hombres, para morir en nombre y en lugar de todos los pecadores.

Solemos pensar que Jesús «cargó» con los pecados del mundo, como quien toma un saco y lo lleva sobre sus espaldas. Pero eso no hubiera sido una redención. Para que exista una verdadera redención, debe haber una verdadera sustitución de víctimas y la que muere debe hacer suyas todas esas culpas por las que los demás estaban castigados a la muerte eterna.

Hacerlas suyas, incorporarlas, es casi tanto como cometerlas. Jesús no pudo «cometer» los pecados por los que moría. Pero si de alguna manera no los hubiera hecho parte verdadera de su ser, no habría muerto por esos pecados. Y no se trata de uno, de dos, de cien pecados. Se trata de todos los pecados cometidos desde que el mundo es mundo hasta el final de los tiempos. Un solo pecado que él no hubiera hecho suyo habría quedado sin redimir, sin posibilidad de verdadero perdón.

Así pues, él no estaba haciéndose autor de los pecados del mundo, pero sí los tomaba por delegación, sí los incorporaba a sí. Se hacía «pecador», se hacía «pecado».

Todo esto para nosotros no significa nada. El hombre sabe muy bien vivir con su pecado, sin que esto le desgarre. El hombre no sabe lo que es el pecado; o, si lo sabe, lo olvida; o, si lo recuerda, no lo mide en su profundidad.

Pero Jesús sabía en todas sus dimensiones lo que es un pecado: lo contrario de Dios, la rebeldía total contra el creador.

Estaba, pues, haciendo suyo lo que era lo contrario de sí mismo. Estaba incorporando lo radicalmente opuesto a la naturaleza de su alma de hombre-Dios. Estaba convirtiéndose, por delegación, en enemigo de su Padre, en «el» enemigo de su Padre, puesto que recogía en sí todos los gestos hostiles a él. Hacerse pecado era para Jesús volver del revés su naturaleza, dirigir todas sus energías contra lo que con todas sus energías era y vivía.

¿Quién no sentiría vértigo al creer todas estas cosas, si verdaderamente creyéramos en ellas? Ahora sí, ahora se explica todo el desgarramiento. Nunca jamás en toda la historia del mundo y en la de todos los mundos posibles ha existido nada, ni podrá existir nada, más horrible que este hecho de un Dios haciéndose pecado. Cualquier sudor de sangre, cualquier agonía humana, no será más que un pálido reflejo de este espanto.


La túnica del mal

Quiero citar aquí aunque sea muy largo— un texto justamente famoso de alguien que se ha atrevido a mirar cara a cara esta tragedia. Es una meditación del cardenal Newman sobre los «dolores mentales» de Cristo:

En esta hora tremenda —dice— el Salvador del mundo se echó de rodillas, desnudándose de las defensas de su divinidad, apartando casi por la fuerza a los ángeles dispuestos a responder por millares a su llamada, abriendo los brazos y descubriendo su pecho para exponerlo, en su inocencia, al ataque del enemigo, de un enemigo cuyo aliento era de una pestilencia mortal, cuyo abrazo era una agonía. Y así permaneció, de rodillas, inmóvil y silencioso, mientras el impuro enemigo envolvía su espíritu con una túnica empapada en todo lo que el crimen humano tiene de más odioso y atroz, y la apretaba en torno a su corazón. Y, mientras tanto, invadía su conciencia, penetraba en todos sus sentidos, en todos los poros de su espíritu y extendía sobre él su lepra moral, hasta que él se sintió convertido casi en lo que nunca podía llegar a ser, en lo que su enemigo hubiera querido convertirlo. ¡Cuál fue su horror cuando, al mirarse, no se reconoció; cuando se sintió semejante a un impuro, a un detestable pecador, en su percepción aguda de ese montón de corrupciones que llovía sobre su cabeza y chorreaba hasta el borde de su túnica! ¡Cuál no fue su extravío cuando vio que sus ojos, sus manos, sus pies, sus labios, su corazón eran como los del maligno y no como los de Dios! ¿Son éstas las manos del cordero inmaculado de Dios, hasta ese instante inocentes, pero rojas ahora por mil actos bárbaros y sanguinarios? ¿Son éstos los labios del cordero, los labios que ya no pronuncian plegarias, ni alabanzas, ni acciones de gracias, sino que están inmundos de juramentos, de blasfemias y doctrinas demoníacas? ¿Son éstos los ojos del cordero, ojos profanados por las visiones inmundas y las fascinaciones idólatras por las cuales abandonaron los hombres a su adorable Creador? En sus oídos resuena el fragor de las fiestas y los combates; su corazón está congelado por la avaricia, la crueldad, la incredulidad; su misma memoria está oprimida por todos y cada uno de los pecados cometidos desde la primera caída del hombre en todas las regiones de la tierra. Vienen todos estos adversarios sobre ti a millones, vienen en escuadrillas más numerosas que las pestes de las langostas, que los látigos del granizo, que las moscas y las ranas enviadas contra el Faraón. Los pecados de los vivos y los muertos los pecados de los no nacidos todavía, los de los condenados y de los salvados, los pecados de tu pueblo y de todos los extranjeros, los de los santos y los pecadores, todos los pecados están aquí. ¡Verdaderamente sólo Dios es capaz de soportar tanto peso!

¿Qué es la muerte, qué son las espinas, qué los látigos y el vinagre junto a este horror? ¿Qué es el dolor humano frente a esta atroz realidad?


El Maligno

¿Hace literatura Newman al situar en el huerto una lucha entre Jesús y Satanás? Sabemos que este combate duró en realidad toda la vida de Cristo. Y que en algún momento se hizo visible y dramático. El desierto conoció ese frontal encuentro. Mas el evangelista, al concluirse las tres tentaciones, apostilla: «Se retiró hasta otra ocasión» (Lc 4, 13). Pero, luego, nunca nos contará qué ocasión fue ésta. ¿Acaso el huerto de los olivos?

En varios momentos de este jueves y viernes los evangelistas aluden a una presencia de Satanás. San Juan consigna que entró dentro de Judas después de que Cristo le dio el bocado de la última cena (Jn 13, 27). Momentos después es el propio Cristo quien declara: Viene el príncipe de este mundo; mas contra mí no puede nada (Jn 14, 30). En la misma cena Jesús asegura a los apóstoles que esa noche Satanás les cribará como criba el campesino el trigo y la paja (Lc 22, 31). En el mismo huerto habla a los suyos de la necesidad de orar para no caer en la tentación.

Evidentemente, Satanás estuvo allí, no sabemos cómo ni en qué forma, pero allí comenzaba la gran batalla que concluiría horas más tarde en la cruz. ¿Estuvo para intentar convencer a Cristo de la «inutilidad» de su pasión? ¿Le mostró para cuántos moriría en vano? ¿Le hizo ver cómo el mundo seguiría rodando por la mediocridad y el pecado después de su muerte? ¿Le obligó a escuchar anticipadamente los gritos de los que a la mañana siguiente aullarían pidiendo su crucifixión? En el desierto puso ante su imaginación los reinos de la tierra. ¿Colocó ahora ante ella la mediocridad de los elegidos, los pecados de sus sacerdotes, las mixtificaciones de sus hombres de Iglesia, la traición a su evangelio, la dulcificación de sus enseñanzas, las divisiones entre cristianos, su cruz confundida con la espada, la utilización de su nombre para fines violentos? ¿Fue realmente Satanás quien hizo dormir a sus tres elegidos para resumir en ese dramático abandono la postura habitual y secular de su Iglesia?

Sí, ahora entendemos su sudor de sangre. Morir para construir un ejército de purísimos, asumir el pecado para destruirlo no sólo en su raíz, sino también en su futura existencia, son tareas que pueden sobrellevarse. Pero... morir para que el reino del pecado siga extendiéndose, para que sus tentáculos sigan llegando hasta los últimos y más elegidos rincones; redimir para que buena parte de los redimidos no se entere siquiera de esa redención; caer bajo el pecado para que esa caída no impida que sigan cayendo cientos de millones... ¡En verdad que todo esto sólo podía asumirlo un Dios! ¡En verdad que estamos como escribió Pascal ante un suplicio de mano no humana sino todopoderosa y hay que ser todopoderoso para resistirlo!

Es dificil entender de qué se asustaban aquellos padres de la Iglesia que veían en esta escena un peligro de dudas sobre la divinidad de Cristo. En ninguna otra escena de toda la vida de Jesús es más claro hasta qué hondura fue hombre, hasta qué altura fue Dios, hasta qué radicalidad fue redentor.

El problema no es para la fe en Cristo, sino para la fe en el hombre, capaz de volver estéril esa noche sagrada. El problema es para quienes nos obstinamos en llamarnos cristianos cuando olvidamos la terrible verdad de Pascal: Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo: no hay que dormirse durante ese tiempo.