En ninguna literatura, religiosa o no, hay absolutamente nada comparable al relato de esa noche del jueves santo, en los cuatro evangelios y especialmente en Juan. Tal vez suene a hipérbole esta frase de Burckberger. Y, sin embargo, es cierto que estamos ante unas páginas inigualables por su tensión humana, por su densidad interior, por su belleza.
Siempre es impresionante la descripción de un hombre que camina sereno hacia su muerte; que domina sus inevitables terrores; que controla con su razón sus miedos; que avanza impávido; que ve, incluso, en su muerte una liberación.
Así describió Platón la muerte de Sócrates en el Fedón. El filósofo moría rodeado de sus amigos fieles, charlaba con ellos sobre el sentido de la vida y la muerte, proclamaba su fe en la inmortalidad, abandonaba su cuerpo como quien deja caer una túnica para entrar en el baño.
Pero, en la despedida de Sócrates, tenemos aún la impresión de estar en un mundo de ideas. Sócrates y los suyos son una piña de bondad, aparecen como sombras chinescas, sin suficiente «espesor» humano.
En la muerte de Cristo todo tiene un realismo más crudo, la tragedia aparece más descarnada, todas las figuras tienen más contra-luz. Hay, además, dos datos que dan a la escena un extraordinario dramatismo: si Sócrates tiene a su lado a todos sus fieles discípulos, en el caso de Cristo es uno de los discípulos quien traiciona. Y la institución de la eucaristía aparecerá como enmarcada por dos profecías crueles: la de esa traición y el anuncio de la negación de Pedro, el discípulo más importante.
La lucha, en Jesús, adquiere, además, dimensiones trascendentes. En su muerte se juega algo decisivo toda la humanidad; su sangre será salvación para todos; el mismo infierno interviene en la jugada. Angustia y lucidez se mezclan en la escena a partes iguales.
El cedazo de Satanás
Los once, tras la institución de la eucaristía, han quedado impresionados y silenciosos. Observan el rostro sombrío de su Maestro que, en este momento, cita al profeta Zacarías: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas (13, 7). Pasa sus ojos por los de los suyos. Ahora mide realmente lo que es la raza humana: de sus doce elegidos uno será el traidor, otro le negará tres veces, los otros diez huirán aterrados. Se da cuenta de que, además del de la muerte, ha de atravesar otro desierto: el de la soledad. Todos —les dice— os escandalizaréis de mí esta noche (Mt 26, 31). Y su voz tiembla al decirlo.
Todos protestan ante estas palabras. Y la voz chillona de Pedro destaca sobre las demás: ¿Qué locuras está diciendo? ¿Cómo van ellos a escandalizarse de él? ¿Acaso no le han seguido durante tres años, expuestos a todo? Luego se crece y en sus palabras aparece el orgullo: Aunque todos se escandalizasen de ti, yo no me escandalizaría (Mt 26, 33).
Una vez más, el descaro provoca la sinceridad de Jesús: Simón, Simón, dice—
mira que Satanás ha logrado cribaros como el trigo. Y yo he pedido por ti, para que tu fe no desfallezca. La frase, que encierra un especial cariño hacia él, hiere en realidad a Pedro: ¿Es que Jesús le considera más débil que los demás, para que tenga que pedir especialmente por él? Surge por eso, de nuevo, su protesta: Señor, estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel. Y aun a la muerte. (Le 22, 33). El rostro de Jesús es ahora aún más sombrío. Duro, incluso. En verdad te digo, Pedro, que antes de que hoy cante el gallo, tú me habrás negado tres veces (Mt 26, 34).Todos los ojos se volvieron hacia él, acusadores, y ahora Pedro multiplicó sus protestas, sus manoteos. Pero ya no sabía si sus gritos salían de la cólera, de la vergüenza, del miedo a sí mismo, del desconcierto. ¿Por qué Jesús era tan duro con él? ¿Por qué le dedicaba las mayores confianzas y las palabras más recriminatorias? Gritaba: Aunque tenga que morir contigo, no te negaré (Mt 26, 35). Pero ya no estaba seguro de lo que decía. Y dentro de su cabeza giraban las misteriosas palabras que Jesús había dicho un momento antés:
Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos (Le 22, 32). ¿Si era él quien iba a negar, cómo podía confirmar a los demás? ¿Y de qué tenía que convertirse? Decididamente esta noche no entendería nada.
Dos espadas
De lo único de lo que estaban ciertos es de que la muerte se acercaba. ¿Y Jesús no se defendería? Sabían que, si el Maestro faltaba, todo habría concluido para ellos. En sus vidas había pasado algo demasiado grande como para regresar sin más a las redes y al lago. Pero ¿qué hacer, si no? Recordaban el día en que Jesús les invitó por primera vez a predicar. ¡Qué bien habían empezado las cosas y cómo se torcían ahora! Alguien debió de expresar en voz alta este contraste. Y también los ojos de Jesús se poblaron de recuerdos felices: Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin sandalias ¿acaso os faltó algo? (Lc 22, 35). Dijeron que no con sus cabezas. Ahora, prosiguió él, todo será diferente. El que tenga bolsa, que la tome. Y lo mismo el que tenga alforja. Y el que no tenga espada, que venda su manto y la compre. Estas palabras les desconcertaron, pero las entendieron. Eran algo inédito en la boca de Jesús. Por fin pensaba en defenderse. Iban a mostrar su acuerdo, cuando él siguió hablando: Os aseguro que debe cumplirse en mí lo que está escrito: Y fue contado entre los malhechores. Porque todo lo mío está llegando a su fin (Lc 22, 37). De nuevo les desconcertaba: ¿Si hablaba de defenderse, por qué se daba por perdido? Reconocían las palabras de Isaías que acababa de citar y eran palabras sombrías que poco tenían que ver con la gloria que ellos soñaban. Por eso hicieron como si no hubieran oído y respondieron a las palabras anteriores de Jesús: Señor, mira, aquí hay dos espadas. Jesús no debió de saber si reír o encolerizarse. ¿Qué eran dos espadas para la tormenta que se avecinaba? Además él no hablaba de espadas materiales, nunca había hablado de ellas. ¿Tendría que explicarles una vez más que sus armas eran otras? Sintió un enorme cansancio al comprender que nada habían entendido de su mensaje. Pero no quiso entrar en largas explicaciones. Basta, dijo, cortando en seco la conversación. Y quienes habían mostrado las espadas, las escondieron rápidamente, avergonzados.
El discurso de despedida
San Juan coloca aquí un largo discurso de Jesús que es, en su evangelio, lo que el sermón de la montaña en el de san Mateo. Y tenemos que volver a preguntarnos: ¿Pronunció realmente Jesús este discurso en esta ocasión o el evangelista ha agrupado aquí una buena parte de sus recuerdos de palabras de Jesús que realmente fueron dichas en diversas ocasiones, anteriores a la cena o, incluso, posteriores a su resurrección? La respuesta más probable es la segunda,aunque es evidente que, cuando Juan coloca aquí tan largo discurso, es porque al menos parte de él se pronunció en este momento. En todo caso, Juan ha conseguido reflejar perfectamente lo que hubiera podido decirse en esta hora. Todo el discurso está transido literariamente de el clima anímico que tuvieron que tener Jesús y los apóstoles esta noche. Sus repeticiones, el ir y venir de las ideas, el avanzar y retroceder del pensamiento, como hacen las olas en el mar, es típico de un corazón angustiado. Sería imposible tratar de ordenar las ideas de este discurso: su orden es musical, con temas que van y vienen, que regresan, en parte idénticos y en parte transformados, con bruscos giros, con ampliaciones de ideas que aparecen primero a medias y, por fin, en toda su plenitud. Es el discurso de un intuitivo. Es la emoción quien lo guía, la atmósfera quien crea su unidad. El lenguaje es extraordinariamente sencillo, su vocabulario es, incluso, pobre y limitado. Pero, con tan pocos elementos, consigue una de las páginas de mayor intensidad de todos los evangelios. En ellas el corazón de Cristo se nos muestra desnudo y sangrante, enteramente abierto y fraternal. Es la hora de las grandes confidencias.
Amaos
¡Hijitos! El sermón comienza con una palabra que sólo esta vez aparece en los evangelios. Ese diminutivo de ternura es inédito en los labios de Jesús. San Juan lo usará muchas veces en su primera carta pero sólo esta vez lo pone en boca de Jesús. ¿Atribuyó Juan a Jesús una palabra tan querida para él o, por el contrario, la aprendió en esta noche sagrada? Ciertamente, Jesús no era amigo de sentimentalismos. Pero esta noche todo es diferente, esta noche todo es posible.
Hijitos: ya no estaré con vosotros más que un poco. Me buscaréis, mas lo que dije a los judíos: «Donde yo voy, vosotros no podéis venir», os lo digo también a vosotros ahora (Jn 13, 33).
El Maestro se va. Todo está a punto de cambiar en la vida de los apóstoles. Ahora tiene que enseñarles cómo deberá ser su vida cuando él ya no esté. Pero Jesús no hablará ahora de leyes, no señalará el estatuto jurídico de la Iglesia, tampoco les inundará de recetas prácticas para su apostolado. Todo eso ha sido ya dicho o apuntado a lo largo de su vida. Ahora trata de modelar sus almas, trata de incendiarles el corazón.
Este es el nuevo mandamiento que os doy: ¡Amaos los unos a los otros como yo os he amado a fin de que vosotros también os améis unos a otros! (Jn 13, 34).
El Jefe dicta un mandamiento que es, a la vez, su testamento. Resume en pocas palabras todo cuanto les ha dicho en tres años de vivir y caminar juntos. Y esa palabra es la palabra «amor». Un solo mandamiento. La tora señalaba seiscientos trece. Jesús impone uno solo.
¿Un mandamiento nuevo? Figuraba ya, en realidad, en el Pentateuco (Lev 19, 18; 19, 34; Dt 10, 19). Pero la regla de oro quedaba allí enterrada en la ganga de los comentarios restrictivos. En la interpretación de los rabinos era un amor encajonado, es decir un no-amor.
Ahora es un amor desnudo, sin adjetivos, sin condiciones, sin límites. Un verdadero amor.
Un amor que, además, se funda en otro motivo y se regula por otra medida. El amor del antiguo testamento se fundaba en el mandato de Dios, en la esperanza de la recompensa, en la igualdad de la sangre, en la necesidad de la convivencia. El amor cristiano se basa simplemente en que Jesús nos ha amado y no deberá tener otra medida que el modo en que Jesús nos ha amado; es decir, será sin medida.
Este amor no puede brotar sólo del hombre. Un hombre no es capaz de amar así. Un amor tan intenso y de tal calidad sólo puede venir de lo alto. No es un instinto sublimado, no es una pasión depurada, no es fruto de un largo esfuerzo de espiritualización, no es la consecuencia de una larga batalla contra el egoísmo. Es mucho más, es algo que sólo puede venir de Dios. Es un amor que nos ha sido dado. Es Dios entrando en el hombre, amando en el hombre. Es el hombre amando como el Padre ama al Hijo, como el Hijo ha amado a los hombres (Jn 15, 9). Es, simplemente, «otro» amor. Algo que sin Jesús no sería posible y ni siquiera conocido.
En esto conocerán todos que sois mis discípulos (Jn 13, 35). Ese amor es la contraseña, la única contraseña de los servidores de Jesús. San Agustín lo comentará así sin vacilaciones:
Es la caridad la que distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Podrán todos signarse con el signo de la cruz de Cristo, responder todos «Amén», cantar todos «alleluia», hacerse bautizar todos, entrar en las iglesias, edificar basílicas: los hijos de Dios no se distinguen de los hijos del diablo más que por la caridad. Los que tienen caridad, han nacido de Dios; los que no la tienen, no han nacido de Dios. Si te falta esto, todo el resto no te sirve para nada; pero si te falta todo lo demás y no tienes más que esto, tú has cumplido la ley.
La Iglesia, pues, constituye en el mundo un comunidad de miembros ligados entre sí orgánicamente por el amor. Una Iglesia de los que no se aman, no es, evidentemente, una Iglesia de Cristo. Jesús vino a crear una comunidad «nueva», con un modelo de hombre «nuevo», que sigue una regla «nueva», porque es en rigor una«nueva» criatura. Y esa novedad es el amor. No otra cosa. Un cristiano sin amor es un usurpador; una Iglesia sin amor sería simplemente la gran apostasía, la gran mentira, la gran farsa.
Creed en mí
No se turbe vuestro corazón; creed en Dios, creed también en mí. (Jn 14, 1). Jesús lee en los corazones de los suyos. Y ve en ellos un mar de turbación y de tristeza. Al fin han comprendido que el Maestro se va, emprende un viaje en el que no podrán acompañarle. Frente a esta angustia Jesús no tiene otra respuesta que la fe, el segundo elemento de su espiritualidad, lo único que puede exorcizar los temores del corazón humano.
Es esa fe la que impide al cristiano pensar que la vida es absurda, que todo carece de sentido, la que le inmuniza de los muchos escándalos que encierra la condición humana. La fe da al cristiano la clave de la interpretación del mundo, la clarificación de los enigmas de la historia.
Esta fe no sustituye su vida con una ilusión consoladora. Al contrario: hace tensa esa vida, puesto que enseña que estamos en camino hacia un Dios que es el futuro absoluto.
Pero esta fe en Dios es también fe en Cristo. Decir a un grupo de judíos que crean en Dios era pedirles algo tan elemental como invitarles a respirar si quieren seguir vivos. Pero decirle a un judío que ame a Dios y a otra persona con idéndico amor, es, evidentemente, o una blasfemia horrible o una afirmación de que esa persona es verdaderamente Dios.
Jesús se iguala a Dios en esa frase. Porque el Dios de los cristianos se hace presente en Jesucristo, es Jesucristo. El cristianismo nada tiene que ver con un vago deísmo. Un cristiano no puede amar a Dios sin amar a Cristo, no puede amar a Cristo de otra manera que con el mismo amor con que ama a Dios.
El camino
Sigue a estos dos mandatos de Jesús un breve diálogo en el que ascendemos a alturas vertiginosas:
—Y allá donde yo voy, ya sabéis el camino. Tomás le dice: —Señor no sabemos a dónde vas ¿cómo podemos saber el camino? Jesús le dijo: —Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí. Si me conocéis, mi Padre os conocerá también. Desde ahora le conocéis y le habéis visto. Felipe le dice: —Señor, muéstranos al Padre y esto nos basta. Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me has conocido, Felipe? ¡Quién me ha visto a mí ha visto al Padre! ¿No crees tú que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? (Jn 14, 4-10).
¡Otra vez esa especie de diálogo de sordos al que parece que Jesús está condenado! Habla de su camino hacia la muerte y ellos se preguntan todavía qué nueva aventura va a emprender. ¿Tal vez ahora va a comenzar a evangelizar a los gentiles? Se ven ya cruzando con él los caminos del mundo a través de las grandes rutas que los romanos han extendido hasta Palestina. Pero él habla de otros caminos y de otro caminar.
En el antiguo testamento se hablaba repetidamente de los caminos de Dios. Señor —decía un salmo—
enséñame tu camino; condúceme por el sendero de la verdad (27, 11), Dichosos —decía otro— los que caminan por la ley de Yahvé (119, 1). Yo corro —proclamaba en otro el justo— por el sendero de tus mandatos (119, 32).Pero he aquí que, de pronto, Jesús va mucho más allá. El camino ya no es una ley, no son unos mandatos. El camino es una persona. Jesús se proclama a sí mismo como única puerta de acceso al Padre, como único mediador hacia él.
Gemela a esta afirmación es la que sigue: él es la verdad. También en el antiguo testamento se repetían las afirmaciones de que la ley de Dios es la verdad, sus mandamientos son la verdad.
Mas ahora, de nuevo, Jesús se presenta como la verdad en persona. Juan en el prólogo de su evangelio le había presentado como lleno de verdad (1, 14), como fuente de verdad (1, 17). Ahora la verdad es él mismo.
Comentará con justicia Huby:
Al oír a Jesús predicar la verdad o apropiársela estaríamos tentados a creer que la verdad le estaba unida, sin identificarse a él, como un texto de ley subsiste distinto del legislador que lo promulga. Jesús corta por lo sano esta ilusión. La verdad no es una abstracción, la verdad no es de ningún modo una regla a la que se someta Cristo como algo que le está por encima. La verdad es una persona, la verdad es Dios y, puesto que Jesús es Dios personal y substancialmente, todo lo que aquí abajo lleva un reflejo de verdad, lleva un reflejo de Cristo y quienquiera que persiga con amor humilde una parcela de verdad, no es ya, en adelante, un extraño a Cristo.
Y esta verdad no es algo teórico. Para un judío la verdad y la vida son dos nombres de una misma realidad. La verdad vivifica. El Dios verdadero es un Dios de vivos, es un Dios vivo.
Así Jesús se proclama a sí mismo como el gran vivificador. El es fuente de vida, ha venido a salvar y no a condenar, el que cree en él vivirá. Dios es su nombre, fecundidad es su apellido, como dijo un poeta.
Esta triple realidad —camino, verdad, vida— Jesús no la posee por su sabiduría ni su genio humano, sino por su unidad con el Padre. Por eso pasa inmediatamente a hablar de él: Nadie viene al Padre sino por mí. Desde ahora ya le conocéis y le habéis visto.
Esta nueva afirmación desconcierta a los apóstoles. Y es Felipe, el intelectual, el teólogo del grupo, quien interviene. Conoce bien la Biblia. Recuerda cómo Moisés vio a Dios en el Sinaí (Ex 33, 18), cómo Isaías le vio en el templo (Is 6, 1). Y piensa en la alegría de que también ellos pudieran ver a Dios en carne viva. Nada han deseado más, nada más grande sueñan. Si ellos lograran ver a Dios ya no temerían en absoluto quedarse solos, ya no les preocuparía la separación: Señor —dice— muéstranos al Padre, y eso nos basta. En la frase hay una curiosa mezcla de fe e ignorancia. Cree que Jesús es capaz de enseñarles al Padre. Y no se da cuenta de que ver a Jesús es, en rigor, tanto como ver al Padre. Por eso Jesús le reprende sin aspereza, pero con una cierta pena, al comprobar su ceguera:
¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y aún no me has conocido, Felipe? ¡Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre!Esta noche Jesús ya no teme llegar a los más hondos misterios. Proclama que es distinto del Padre, pero tan grande como él, e inseparable de él. Los dos están unidos, el uno en el otro, el otro en el uno, existen el uno para el otro. Por eso quien ha visto a Cristo no necesita éxtasis ni visiones. Quien ha visto a Cristo ha visto a Dios. El consolador
Son ya casi las once de la noche. Los braseros han sido ya avivados por segunda vez y la atmósfera está cargada y densa. Pero aún más la atmósfera de las almas. Cada palabra de Jesús es una puerta abierta hacia el misterio. Las ideas se encabalgan, van y vienen, se enlazan sin lógica, en un puro llamear de la emoción.
En verdad, en verdad os digo que el que cree en mí éste hará también las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas, porque yo voy al Padre; y lo que pidiereis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo; si me pidiereis alguna cosa en mi nombre, yo la haré. Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros (Jn 14, 12-18).
Jesús comienza por invitar a los suyos a una intimidad mayor que la de la simple fe. No basta que crean en él, es preciso que compartan su vida, que cumplan lo que les ha mandado, que sean verdaderamente sus amigos, unos con él.
Si lo hacen así, les enviará el más fabuloso de los regalos: un consolador. No es esta la primera vez que Jesús habla a los suyos de este Paráclito. Pero ahora es ya más que una promesa. Los verbos están todos en presente, porque ese Paráclito está ya obrando en los suyos.
«Paráclito» en griego designa a lo que nosotros llamaríamos un «apoderado», alguien que está al corriente de los asuntos de una .persona, consagrada por entero a sus intereses, ayudándole en todo cuanto necesita. Un paráclito es alguien a quien puede recurrirse en cualquier momento. Es el tutor, el protector, el guía, el abogado, el defensor, el consolador. Su ayuda puede ser muy diversa: facilita las gestiones, resuelve los problemas, sugiere lo que hay que hacer o decir, alienta moralmente, da coraje, ilumina la inteligencia del dirigido, ofrece los consejos oportunos.
Este es el Paráclito que Jesús promete a los suyos. Pero no es un abogado meramente humano. Si puede dirigir tan íntimamente a los apóstoles, es porque está íntimamente unido a Dios. Por eso Jesús le llama «el espíritu de verdad», frase que, para un judío, sólo a Dios podía referirse.
Es alguien, además, semejante a él. Por eso habla de «otro» Paráclito. Jesús lo ha sido para los suyos mientras vivió. Sólo ahora que se marcha es necesario otro consejero.
Este nuevo Paráclito no se encarnará como Jesús. Por eso el mundo no le verá ni le conocerá. Sólo quienes participan de la fe de Jesús podrán experimentarlo:
7
No os dejaré huérfanos
Tal vez Jesús percibió en los ojos de los suyos una cierta forma de reproche: nada ni nadie sería capaz de reemplazarle, nadie llenaría el hueco que su marcha iba a producir en ellos. Por eso sale al paso de sus temores:
No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros. Todavía un poco y el mundo ya no me verá; pero vosotros me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis. En aquel dia vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mi, y yo en vosotros. El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama a mí será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él (Jn 14, 18-24).
Otra vez conocen los apóstoles lo que es el desconcierto. ¿Se va y, sin embargo, no les deja huérfanos? Se sienten en verdad hijos suyos; lo que ahora comienzan a experimentar es una verdadera horfandad; ha sido para ellos más que un padre y una madre. ¿Y dice que se irá sin irse? Quieren creerlo, cierran los ojos para aceptar que su ausencia no será real, seguirá estando con ellos, aunque tendrán que aprender el nuevo modo de estar con un invisible.
Pero esta presencia interior de Jesús desmonta todos sus sueños de gloria humana. Ellos quieren, claro, que Jesús siga a su lado, pero también quieren que se quede para triunfar junto a él. Y es Judas Tadeo (el evangelista tiene buen cuidado de precisar que no era el Iscariote) quien interviene para mostrar su asombro: ¿Por qué va a manifestarse a ellos y no al mundo? ¿Por qué renuncia al triunfo que todo el pueblo espera?
Y Jesús vuelve a destrozar sus esperanzas falsamente mesiánicas: su reino será sólo de amor, y sólo se realizará en el interior de las almas. Allí es donde el Padre y él harán morada.
No en tronos, no en dominaciones, no en imperios.
La paz de Cristo
Y regresa la idea de la despedida. Es como si Jesús y los suyos estuvieran encerrados en la jaula de la angustia y rebotasen continuamente en sus barrotes. Pero esa angustia no es turbadora para Jesús:
La paz os dejo, mi paz os doy; no es como la del mundo la que yo os doy. No se turbe vuestro corazón, ni se intimide. Habéis oído lo que os dije: Me voy y vengo a vosotros. Si me amarais, os alegraríais, pues voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis. Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque viene el príncipe de este mundo, que en mí no tiene nada; pero conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que él me dió, así hago (Jn 14, 25-31).
La paz. Su paz. El mundo ha comerciado tanto con la palabra «paz» que tiene que aclarar que se trata de una paz distinta. No es una simple fórmula de educación lo que Jesús pronuncia. Ni ofrece la paz como una suma de todos los egoísmos que prefieren pactar una tranquilidad. No es la paz del que nada desea porque lo tiene todo. No es una paz que se venga abajo con las dificultades o desaparezca con las persecuciones. Es la paz de un gran corazón; el equilibrio de un espíritu que conoce su meta y sabe su camino; la paz de quien nada desea porque todo lo ha dado; el gozo de quien sabe que nunca se romperá su amistad con Dios, de quien está seguro de la herencia celeste que le espera.
Los apóstoles conocen ya, por experiencia, esta paz que han disfrutado durante tres años. ¿La perderán ahora, al irse Jesús? ¿Desaparecerá ante el ataque de la gran amargura que se acerca? No se turbe vuestro corazón, les dice. Mantened vuestra paz como yo la mantengo. Haced ahora más interior vuestra paz, más profunda. Porque mi paz no la destruye ni la muerte.
Luego su voz se hace levemente irónica, jovial: deberíais alegraros. Si de veras me amáis, debéis alegraros de que yo regrese a la casa de mi Padre. Voy a prepararos un sitio. Esta no es una mala noticia.
Ahora habla ya francamente de su próxima muerte. Quiere que quede claro que la acepta voluntariamente. Que va él hacia la muerte y que nadie se la impone. Le parece imprescindible que no haya dudas en esto, para que sus apóstoles no se escadalicen cuando llegue la hora. El príncipe de este mundo, el demonio, se está acercando. Pero, aunque parecerá que vence, la victoria verdadera es del que va a morir. Si acepta esa muerte es sólo para que aparezca claramente cuánto ama a su Padre, cómo cumple con absoluta fidelidad sus órdenes.
Es ésta la primera vez —la única vez que Jesús habla de su amor al Padre. Ha hablado muchas veces del amor de su Padre hacia él. Ahora abre su corazón y hace esta inédita declaración de amor. Más tarde lo demostrará con hechos sobre la cruz.
La vid y los sarmientos
Al llegar aquí, el evangelista nos ofrece un brusco giro en la conversación. Jesús dice: Levantaos, vámonos de aquí. Sin embargo la narración prosigue con un segundo coloquio que se cierra con la oración sacerdotal. ¿Se levantaron realmente y la conversión prosiguió en otra sala o quizá de camino hacia el huerto de los olivos? ¿Fue simplemente una de tantas veces como cuando hacemos intención de concluir una visita y anunciamos incluso que ya nos vamos, para seguir conversando aún después largo rato? ¿O este segundo coloquio fue pronunciado realmente en otra ocasión —quizá después de la elección de los apóstoles o de los discípulos— y colocado aquí por el evangelista por una simple coincidencia de los temas?
Son preguntas a las que nunca podremos responder. En cierto modo se trata de un fragmento más sereno que el anterior. Pero tiene también el temblor de algo dicho en una despedida. Realmente si se produjo en otra ocasión, el evangelista al colocarlo aquí le ha trasmitido la emoción del momento.
Se abre el segundo coloquio con una parábola. El tema no puede ser más bíblico. La viña era el cultivo preferido en Palestina. En los años de abundancia era el viñedo el que daba al país su peculiar fisonomía verdeante. Era lógico que profetas y salmistas tomaran de la naturaleza circundante la imagen de la viña para dibujar a través de ella la historia de su pueblo. La viña era Israel, Dios era su viñador. Isaías, Ezequiel, Jeremías, los salmos, contaron la aventura de este viñedo cultivado por Yahvé.
También Jesús recurrirá tres veces a los viñedos para sus parábolas. Pero esta vez la alegoría toma todo su sentido. Jesús es la vid, la «verdadera» vid. Los que creen en él son los sarmientos. El Padre es el viñador de esta gran cepa.
La imagen del antiguo testamento ha crecido en anchura y en profundidad. Ahora simboliza al gran árbol de la humanidad entera, su gran ramaje no son ya sólo los judíos, sino todos los que aceptan ser hijos de Dios. Pero no se es parte de esta viña por el hecho de pertenecer a un pueblo, a una iglesia, por estar inscrito en un censo. Se forma parte de esa viña en la medida en que se está unido a ella, en la medida en que se comparte su vida íntima. Sólo cuando los sarmientos permanecen unidos al tronco, sólo cuando se alimentan de la misma savia que el tronco, forman parte de esta viña de Dios. El que se aleja del tronco, muere. Y va al fuego eterno.
Es otra vez la idea del amor, que será el centro de todo este segundo coloquio, el eje de esta noche misteriosa.
Los cinco amores
Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor. Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor como yo guardé los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido. Este es mi precepto: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que éste de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros (Jn 15, 8-17).
De cinco amores se habla en este entrañable párrafo: del amor que el Padre tiene al Hijo; del amor del Hijo al Padre; del amor de Jesús hacia sus discípulos; del amor de los discípulos a Jesús; del amor de los discípulos entre sí. Cinco amores distintos y un solo amor verdadero. Cinco manifestaciones de un mismo y único amor.
Jesús habla aquí de un amor que poco o nada tiene que ver con nuestros manoseados amores. Un amor que es generosidad y no egoísmo. Un amor que mide lo que se da y no lo que se recibe. Un amor que se resume en dar la vida por el amigo.
Pero un amor que, al mismo tiempo, nada tiene de platónico o sentimental. Sólo se ama cumpliendo los preceptos del amado. Mas,
a la vez, el único precepto del amado es que se ame más.Y es un amor que es forzosamente fecundo. No es que el amor se mida por su eficacia. Es que el amor es siempre eficaz. Por eso el destino de los cristianos como el de la vid o los árboles es dar fruto y fruto permanente.
Un fruto que comienza en el mismo que ama: porque el discípulo de Cristo está llamado al gozo. Mas no a un gozo cualquiera —y menos al placer— sino al gozo de Cristo: el de quien va a morir feliz por nuestros pecados; el que va a sentirse gozoso de ser perseguido por la justicia; el gozo del pobre, del manso, del limpio; el gozo de las bienaventuranzas; el gozo de amar y ser amado.
El odio del mundo
Para que quede bien clara la naturaleza de este gozo, Jesús hace girar su conversación. Y ahora anuncia abiertamente a sus apóstoles que, así como él les da su amor, el mundo les dará su odio. Si le han aborrecido a él, también aborrecerán a quienes le sigan. Porque no es el siervo más que el Señor.
Así descorre ante los ojos atónitos de sus discípulos lo que será un resumen de la historia de la Iglesia: persecuciones, odios. Y esa otra persecución peor del amor aparente de quienes abrazarán a la Iglesia para inmovilizarla. En el futuro deberán desconfiar los cristianos cuando no les persigan: tal vez es que ya no anuncian entero el evangelio; tal vez es que se han hecho del mundo y por eso el mundo ha dejado de odiarles. La situación «normal» de una Iglesia fiel a Cristo será la persecución, la dificultad: el evangelio siempre tendrá que navegar contra corriente. Un cristiano auténtico no deberá escandalizarse de ser perseguido y deberá desconfiar cuando no lo sea. Cristo lo advirtió con toda claridad en esta hora decisiva.
Pero él dará a los suyos la fuerza para sostenerse en la persecución. De nuevo recuerda el envío de ese abogado, del Espíritu, que vencerá al mundo y le acusará de pecado, de justicia, de juicio. Este Espíritu enseñará a los cristianos que todos esos dolores son fecundos como los de la mujer que va a dar a luz.
Ese odio va a estallar con especial crueldad en los próximos días. El Maestro se va. Y los discípulos se entristecerán. Pero esta tristeza durará poco y se tornará en gozo. Un gozo que, en la resurrección, ya nadie podrá arrebatar a los creyentes.
Esto os lo he dicho
—concluye— para que tengáis paz en mí; en el mundo habéis de tener tribulaciones; pero confiad en mí: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
La triple oración
Al llegar aquí, la conversación de Jesús se torna oración. Hasta ahora ha hablado con sus discípulos, ahora va a conversar con Dios. Nada cambia en su tono. Para él muchas veces conversar y orar eran dos ocasiones para pensar en voz alta. La palabra surgía espontáneamente desde su corazón hasta sus labios y era tan familiar hablando con los suyos como con el Padre. Nada hay en su oración de rito preestablecido, nada que huela a fórmulas retóricas. Algunas almas sencillas alcanzan esta suprema naturalidad que Jesús llevó a su cima.
Tampoco sabemos si esta oración se dijo aún en el cenáculo o si la dijo Jesús en un alto del camino hacia el huerto de los olivos. El clima solemne y sereno hace pensar que ocurrió en un lugar cerrado, pero el mundo era templo para un alma tan profunda como la de Jesús. Es, en todo caso, uno de los momentos más intensos de la vida del Maestro, transmitido con asombrosa fidelidad por Juan que, sin duda, no ha podido inventar página tan alta.
Padre: llegó la hora. Glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste, les dé él la vida eterna. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo.
Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora tu, Padre, glorificame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese (Jn 17, 1-5).
Jesús --que más tarde rezará por sus discípulos y, después, por todos cuantos crearán en él— no vacila en comenzar rezando por sí mismo. Y lo hace con palabras que son, al mismo tiempo, humildes y grandiosas.
Se presenta al Padre con toda su dignidad de Hijo, de Dios hecho carne. Y pide a su Padre la glorificación de esta carne que ha hecho suya. Como Dios, nada tiene en que pueda crecer, ser glorificado. Su naturaleza divina ha participado siempre de esa gloria. Pero no así su naturaleza y su carne humanas.
Pero, en rigor, no está pidiendo para sí: la glorificación de su naturaleza humana es la glorificación de la humanidad entera. Pide que esta humanidad, que ha hecho suya, se reuna también con el Padre en la gloria eterna, para que todo su ser de hombre goce de lo que como Dios ha gozado desde la eternidad.
En ninguna otra página del evangelio ha proclamado Jesús con tanta claridad su preexistencia eterna. Ahora ya nada debe ser ocultado. Es la hora de descubrir las últimas verdades.
Y la meta de esa glorificación que Jesús pide, es la glorificación del Padre. Lo que pide no es para sí, no acaba en él. Pide que el objetivo de su vida se logre: y ese objetivo es la gloria de su Padre. Se presenta ante él como un buen obrero que pide su soldada. Pero su sueldo se invertirá en la gloria de quien le está pagando.
Porque, en realidad, esa es la verdadera gloria: que todos conozcan a Dios tal y como él ya le conoce. Esa, y no otra, es la vida eterna.
La oración sacerdotal
Jesús no se detiene en la oración por sí mismo. Esta petición no es, en definitiva, sino el prólogo de lo que sigue. Su oración desciende de las alturas para inundarse de una inédita ternura. Nunca dijo Cristo palabras tan conmovedoras. Nunca con mayor sencillez se expresaron realidades tan altas.
Estamos, sin duda, ante una oración de Jesús. Es posible que Juan le diera su forma literaria. Pero, evidentemente, en todo el tono de las palabras que siguen está la huella del propio Jesús de Nazaret.
Comienza por presentárselos a su Padre, como un jefe presenta sus hombres al jefe supremo:
He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran y tú me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de ti: porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos ahora las recibieron, y conocieron verdaderamente que yo salí de ti, y creyeron que tú me has enviado. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste; porque son tuyos, y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo mío, y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo; pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti (Jn 17, 6-11).
Jesús presenta a sus apóstoles con un elogio que es, sin duda, excesivo. Eran ya de Dios antes de conocer a Jesús. No sólo eran criaturas de Dios, eran buenos israelitas, gentes ansiosas de la llegada del reino de Dios.
Pero Jesús ha robustecido sus almas. Vino para descubrirles que Dios era su Padre, para instruir sus mentes y fortalecer sus almas. Para que en ellos el nombre de Dios fuera glorificado, clarificado. ¡Así se ha hecho!, concluye Jesús emocionado.
¿No exagera? ¿No son aún almas torpes y lentas, pobres en su fe? Jesús lo sabe, lo experimenta. Pero, por un momento, anticipa los tiempos. Sabe que, tras la resurrección, todas las vendas que aún ahora entorpecen sus almas, caerán y que la fe, que ya tienen en semilla, crecerá como un fruto maduro. Se diría que esta oración de Jesús hubiera sido pronunciada el día de la ascensión o el de pentecostés. Jesús ve ya la fe de esa hora, mejor que la vacilante de esta noche, y se siente orgulloso de su obra en ellos.
Mas, aún así, tiene mucho que pedir por ellos a Dios. Y lo hace apoyándose en tres razones: En primer lugar, dice, porque son tanto tuyos como míos. En segundo lugar porque ellos son mi gloria y tu no puedes permanecer indiferente ante lo que me glorifica. En tercer lugar, porque ahora yo los dejo solos para irme hacia ti.
Jesús habla como si ya se hubiera ido de este mundo, como si él ya no estuviera entre los suyos. Pero esto le hace descubrir mejor cuán sagrados son para él. Son parte suya, en ellos triunfa o fracasa su obra. El no será glorificado plenamente si no lo son ellos. Ora, pues, por ellos, como si lo hiciera por sí mismo.
Padre santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado, para que sean uno como nosotros. Mientras yo estaba con ellos, yo conservaba en tu nombre a estos que me has dado, y los guardé, y ninguno se perdió, sino es el hijo de la perdición, para que la Escritura se cumpliese. Pero ahora yo vengo a ti, y hablo estas cosas en el mundo para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos (Jn 17, 11-14).
Ahora quiere aclarar que la unión entre él y los apóstoles no es una simple amistad, una camaradería, algo que termina en el sentimiento. Pide para ellos una unidad tan íntima como la unidad divina; pide que, aunque sigan en el mundo, estén separados de él como Cristo lo está; pide que, como él, estén totalmente consagrados a Dios y sean sus enviados en el mundo. En esta triple demanda —señala Bernard— quedan definidos la razón de ser de la Iglesia y todo el nuevo orden de la Iglesia.
Y aparece aquí, en este altísimo momento, la sombra trágica de Judas. Se perdió porque estaba perdido, era el hijo de la perdición. La siembra de Cristo tropezó con un alma de piedra en la que no pudo calar la semilla.
En los demás habrá ese gozo cumplido que hay en quien recibe la palabra.
Yo les he dado tu palabra, y el mundo los aborreció porque no eran del mundo, como yo no soy del mundo. No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como no soy del mundo yo (Jn 17, 14-16).
No pide que sean sacados de su ambiente, no pide que se les preserve con guetos especiales, con una campana neumática de aislante protección divina: hacen falta en el mundo, ahí está su misión. La levadura debe estar en medio de la masa. Pero sí necesitan ayuda de Dios para ser preservados del mal. Porque el mundo les aborrecerá y no es fácil soportar el odio de lo que viene de la propia carne.
Santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo, y yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados de verdad (Jn 17, 17-19).
Santificar equivale a consagrar. Lo que pide Jesús no es una simple ayuda para los suyos. Pide una auténtica transformación interior. No pide que se dediquen al servicio de la verdad, pide que sean transformados por la Verdad, con mayúscula. Pide que Dios los haga suyos, pide que sean consagrados por Dios.
Estamos ante un pasaje teológicamente fundamental. La oración de Jesús es siempre eficaz. Obra lo que dice. A la luz de estas palabras entendemos mejor esa ordenación sacerdotal que se realizó en esta cena del jueves.
Así lo señala Bernard:
Todo el ministerio de Jesús fue, en favor de los discípulos especialmente elegidos, como una prolongada ordenación. Esta oración, añadida a la sagrada cena, es el punto culminante de esta ordenación: señala la extensión y la realidad de los poderes, la santidad de los lazos y la unidad que resulta de ella. Jesús se presenta, hoy más que nunca, como el gran sacerdote que consagra a otros sacerdotes.
Así fue. Ellos apenas se enteraron. El miedo y lo corto de sus inteligencias, sus ambiciones personales y sus rencillas egoístas, todo les impedía descubrir lo que estaba ocurriendo en sus almas. Pero la resurrección iluminó lo que apenas habían atisbado. Entonces recordaron, reconstruyeron lo que esta noche había ocurrido. Por eso se lanzaron a los caminos del mundo; por eso tomaban temblando el pan entre las manos; por eso lo repartían a los nuevos creyentes, seguros de que la fuerza de Jesús actuaba en ellos. Miles y miles de sacerdotes repetirían a lo largo de la historia ese mismo gesto, con la misma torpeza, con el mismo poder.
El gran sueño de la unidad
Y ahora los ojos de Jesús se alzan, atraviesan el presente, entran en la historia. Ante sí tiene a los once elegidos, pero ve, a través de ellos, a todas esas legiones de los que les seguirán, de cuantos creerán en su palabra. Contempla a la pequeña comunidad naciente, la ve cruzar los caminos del mundo, avanzar por los siglos, crecer.
Ve su gloria y sus manchas, su corona de santos y su agria fila de herejes; ve su siembra de pobreza y sus ambiciones de poder; ve sus luchas con el mundo y sus contiendas intestinas; ve sus divisiones, el nombre de Cristo usado como arma y como bandera para agredir a otros que igualmente enarbolan su nombre. Y su oración al Padre se hace más tierna, más dramática aún:
Pero ya no ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra. Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti. Para que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.
Yo los he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí (Jn 17, 20-24).
Toda la oración está volcada hacia el futuro. La partícula final (ese reiterativo «para») se multiplica como un arco en tensión. Hay casi en la frase algo de sueño imposible y, sin embargo, necesario.
¡La unidad! Esa es la gran obsesión de Jesús en esta hora. Ese es
para él— el gran argumento que convencerá al mundo de la verdad
de su misión de enviado de Dios. ¿Es que presiente ya los desgarrones o que
piensa que la unidad es algo tan dificil que necesita una especialísima ayuda de
Dios? El, subraya, ha hecho todo lo necesario para que esa unidad se logre. Pero
ahora él se va y teme que los problemas se multipliquen. Hay, por todo ello, un
tinte de angustia en su voz.
Padre, quiero que allí donde yo esté, estén también los que tú me has dado, para que vean la gloria que tú me diste porque me has amado desde antes de la creación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo sí te conocí y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les di a conocer tu nombre y seguiré enseñándoselo, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17, 24-26).
Ahora la oración ha alcanzado su cima de ternura. El capitán se va y quiere llevarse consigo toda su tropa. ¿Cómo podría salvarse él, dejando a sus «hijitos» en la estacada? El debe irse por delante para prepararles el sitio. Pero necesita la seguridad de que ellos le seguirán. Por eso usa ahora ese exigente «quiero». Lo dice con respeto, pero también con atrevimiento. Esa es su voluntad, esa es su decisión. Es como si asegurara que su gloria no será completa si los suyos faltaran en ella. Ellos tienen que ver toda la gloria que el Padre tiene preparada para el Hijo. Le han visto aquí en la tierra sufrir, cansarse, morir. Tendrán que ver también la luz de la que conocieron un vislumbre en la transfiguración. Entonces, la muerte y el dolor quedarán lejos, la angustia de esta hora será sólo un recuerdo. Dios Padre y el Hijo estarán juntos. El Hijo y los suyos también.
Todo ha concluido ya. Se hace un largo silencio. Jesús no mira a los suyos y ellos casi no se atreven a mirarle, ni a mirarse los unos a los otros. ¡Tienen tanto en qué pensar! Giran y giran en sus almas todas estas palabras que apenas entienden y que tardarán años en entender. Sólo saben que se sienten felices. Debajo de su terror hay un remanso
de paz que traspasará la barrera del viernes sangriento. Se sienten unidos a Jesús con una unión que ni sospechaban que pudiera existir. Saben que «le han conocido» y que, al conocerle, han conocido a Dios. Levantan ahora sus ojos y, en la sala mal iluminada por lámparas que ya se estinguen, contemplan los ojos de ese Dios. Y en ellos sólo ven amor.