6 Los últimos combates

Los judíos del tiempo de Jesús subían a Jerusalén como va hacia el mar un hombre de tierra adentro: con la misma impaciencia de verlo aparecer tras el recodo de un montículo o a espaldas de las últimas casas. En la infancia de un niño judío, Jerusalén era el fondo de la más hermosa esperanza. En las veladas familiares el abuelo, el padre, hablaban de la ciudad como de un mundo mágico. Y todo muchacho palestino había invertido muchos de sus sueños en imaginar esa ciudad que un día vería. Caminaban, por eso, anhelantes hacia ella, dispuestos a comparar la realidad con sus sueños, ávidos los ojos y tembloroso el corazón.

La pascua era la fecha ideal para estas peregrinaciones. Era primavera. En los alrededores de la ciudad, las colinas verdeaban y en el aire había esa calma chicha de las vísperas de los grandes calores.

Llegaban desde todos los rincones, no sólo del país, sino del mundo. De toda la cuenca mediterránea, Egipto, Fenicia, Siria, Asia Menor, Grecia, hasta de la lejana Roma. En aquel tiempo había de siete a ocho millones de judíos esparcidos por todo el mundo grecolatino, dispersados por las persecuciones o por los negocios. Y todos, al menos una vez en su vida, «subían» a Jerusalén. Llegaban con sus variados vestidos, con sus diversas lenguas, medio olvidado por muchos su hebreo nativo.

¿Cuántos eran? Flavio Josefo nos ofrece cifras verdaderamente fantásticas: habla de dos millones y, en algún caso, hasta de seis. El talmud eleva la cifra hasta doce. Pero Jerusalén no hubiera podido albergar a tanta gente. La ciudad tenía entonces entre treinta y cien mil habitantes. Ya es mucho que recibiera, según los historiadores más prudentes, otros cien mil en los días de la pascua. Son, pues, cinco o seis jerusalenes lo que sube a Jerusalén. Las casas se superpoblaban, muchos vivían y dormían en las calles. Los alrededores de la ciudad se convertían en un inmenso campamento, donde, en millares de tiendas, se hacinaban hombres, mujeres, niños y animales.

Pero todos iban iluminados por su fe. Ya antes de llegar habían llegado, pues sus espíritus caminaban delante de ellos. Cantaban, gritaban salmos. Sus ojos ardían transfigurados, sus imaginaciones estaban pobladas de recuerdos históricos, leídos en tantas noches invernales en los libros sagrados con el recuerdo de la patria lejana.

Ya en los alrededores de Jerusalén, se sentían en su casa. Los venidos de lejanos países y los que simplemente llegaban de las otras provincias palestinas encontraban una inexplicable fraternidad. Si alguien tenía hambre o sed entraba en cualquier casa a pedirlo, como si fuera la de sus hermanos.

Por los caminos se oían exclamaciones: Mi alma languidece; desfallece de deseo por los santos lugares. Mi carne y mi corazón se estremecen de júbilo cuando pienso en el Dios de mi vida.

Cuando, por fin, llegaban a ver la ciudad, ésta aparecía multiplicada en su belleza por el entusiasmo que ardía en todos los corazones. La más bella, la perfecta, gozo de toda la tierra había dicho Jeremías. Y todos la sentían así. Sus calles, sus murallas quedaban transfiguradas por todo lo que ellos veían simbolizado en esas puertas y ese recinto.

Al cruzar las murallas construidas por Herodes, se veían envueltos en una marea humana que les empujaba, conducía, arrastraba. Con las gentes se mezclaban asnos, caballos, algunos camellos llegados del desierto. Era una multitud ruidosa, excitada, maloliente. Con ella se mezclaban los mercachifles que ofrecían todo género de productos, deseosos de aprovechar la fiesta engañando a los ingenuos para hacer su agosto.

El centro de la ciudad aunque quedase en uno de sus extremos era la explanada del templo. A él iban o de él venían todos. Y del templo llegaban los mugidos de los bueyes preparados para el sacrificio, los balidos de centenares de corderos, el picante olor de las comidas o del incienso. Lejana, se escuchaba, entre tanto bullicio, la música de trompetas de los levitas.


La higuera maldita

En este ambiente se movió Jesús durante los últimos días de su vida, aquel lunes y martes que fueron testigos de los últimos combates de su existencia terrena.

Era uno de los primeros días del mes de abril del año 30, según los cálculos de los mejores cronólogos, cuando Jesús salió nuevamente de Betania a Jerusalén, la mañana siguiente a su triunfo del domingo. Debía de ser una amanecida fresca. En este tiempo, como decía un refrán de la época, el buey tirita en la aurora, pero, a medio día, busca la sombra de las higueras para proteger su piel. El cielo amanecía rojo (Mateo diría que era presagio de lluvia) y luego, según caminaba el día, se iba volviendo rosado, con una mezcla de tintas violetas, amarillas y anaranjadas.

¿Habían dormido en casa de Lázaro? Parece que sí, aunque un dato posterior nos haga dudar de ello: Marcos y Mateo nos dicen que Jesús «sintió hambre» y no es verosímil que un ama de casa tan atenta como Marta les hubiera dejado partir sin desayunar. ¿Acaso no estaba escrito: Levántate pronto y come. Sesenta mensajeros podrían ir deprisa pero no rebasarán al que ha comido temprano? Tal vez Jesús, al ir con sus doce, no quiso cargar a sus amigos con trece huéspedes y durmieron en cualquier cobertizo en las tierras de la familia. O quizá el hambre de Jesús es más metafórica que real.

Lo cierto es que al borde del camino había una opulenta, frondosa higuera. Había muchas por los alrededores. Recordemos que el nombre de Betfagé, el pueblecito a medio camino, quería decir «casa de los higos verdes». Jesús se acerca al arbusto. Marcos se asombrará: No era tiempo de higos. Quiere decir que no era tiempo de que estuviesen del todo maduros. Pero ya en aquellos días se comían algunos primerizos. Incluso era costumbre, el talmud lo testifica, comer en la mañana después de la pascua el higo temprano, enorme, de delicioso sabor. Tal vez eran éstos los higos que Jesús buscaba. Con su mano tantea entre las abundantes hojas.

Se aleja de pronto de ella con un gesto que es inédito para los apóstoles: habla a la higuera, la maldice: Que nunca jamás coma nadie fruto de ti (Mc 11, 14). Los apóstoles le miran sorprendidos: no entienden el por qué de ese gesto violento. Por otro lado saben que su Maestro no es un romántico: nunca le han oído dirigirse a un ser inanimado y hablarle. Había una vez dado una orden a los vientos y al mar. Pero ¡esa manera de desfogarse contra una higuera que, además, no estaba en tiempo de higos!

Hace días que entienden menos que nunca a su Maestro. Si sabe que en la ciudad le buscan para matarle ¿por qué regresa a ella? Si ayer mismo aceptó los aplausos y el triunfo ¿por qué luego no sacó partido de esos miles de adeptos? Muchos les vitorearon en Jerusalén, pero pocas horas después nadie les dió hospedaje en la ciudad; tuvieron que regresar a Betania como unos vencidos. Y ahora ¿por qué este gesto que les desconcierta? Por un momento, piensan que está diciendo una de esas parábolas plásticas que tanto le gustan: esta higuera estéril es el triunfo inútil de la tarde anterior. Aquellas palmas, aquellos gritos, aquel delirio de la multitud, no dejó fruto alguno. ¿Está hablando de Jerusalén como un árbol engañoso del que ni Dios, ni él esperan nada? Por eso ni se atreven a preguntar a su Maestro que, maldecida la higuera, ha seguido andando hacia la ciudad.

A la mañana siguiente —el martes— volverán a pasar ante el arbusto. Y, ya desde lejos, verán que se ha secado. Las hojas, llenas ayer de savia, están lacias y muertas. La higuera está casi desnuda, desecada hasta las raíces (Mc 11, 20). En medio de la montaña verdeante, el esqueleto seco es como un alarido. Ahora sienten casi miedo. Es la cólera de Dios. Han visto cosas así en los libros de los profetas. Pero no conocían este rostro terrible de Jesús. Le han visto curar, apaciguar, resucitar. Nunca destruir. Es éste el primer, el único, milagro de Jesús que trae la muerte. Se atreven apenas a insinuárselo: Maestro, mira: el árbol que maldijiste, se ha secado. Por un momento se dicen a sí mismos que este Jesús castigador, poderoso, con fuerza para aniquilar a sus enemigos, les gusta, sobre todo en esta hora que presienten terrible.

Pero Jesús, en su respuesta, parece esquivar el tema de la pregunta. Y dirige la atención de los suyos hacia un problema de fe. Les dice que también ellos podrán hacer cosas asombrosas si creen en él. Podrían mover montañas, cambiar el curso de los ríos, si tuvieran fe en Dios sin vacilaciones. ¿Se ha dado cuenta de que todos ellos —y no sólo Judas están pasando una verdadera crisis de fe en él? ¿Ha
entendido que el miedo les vence? ¿Ha querido, por eso, desenvainar por un momento ante ellos la espada de su poder? Mas no tienen tiempo de pararse a pensar. Jesús de nuevo ha comenzado a marchar, con paso firme, hacia la ciudad.


El primer asalto

Hoy martes la muchedumbre en el templo es aún mayor que la de la víspera. Cada día son más los peregrinos que llegan. Hay en todos un aire de gente mal dormida. Y están sucios del polvo del camino, de la falta de agua en la ciudad. El atrio del templo ha sido apenas limpiado en la noche anterior y huele a excrementos de animales, a incienso, a restos de comida.

Cuando Jesús aparece en el atrio, la noticia se difunde como un reguero de pólvora. Lo ocurrido el domingo es comentario en todas las bocas. Son muchos los curiosos que quieren conocerle. Hay entre la gente grandes discusiones a propósito de él. Sus partidarios decididos no son muchos, pero sí un gran número los que le admiran. Le han oído predicar y les impresionan las cosas que dice y más aún cómo las dice. Le han visto hacer curaciones que tienen toda la apariencia de prodigio. Pero son también muchas las preguntas que surgen en sus cabezas: ¿En qué quedó su triunfo del domingo? ¿Por qué después de entrar en la ciudad como un vencedor, desapareció como un perseguido? ¿Tiene miedo? ¿Es que no acaba de decidirse?

Por otro lado, sus doctrinas en parte les entusiasman y en parte les resultan blasfemas. Hay quien le pinta como un mal patriota, hay quien le llama sacrílego. Nunca se le oye hablar mal de los romanos. Casi se diría que es más enemigo de los dirigentes del templo que de los extranjeros. Y la gente comprende que entre los sacerdotes hay muchas corruptelas ¿pero no deben unirse todos los que llevan sangre judía contra la agresión exterior? Primero habría que echar a los invasores, luego limpiarían juntos la casa común. Se le discute. Pero todos le reconocen un poder fuera de lo normal. Y se interesan por él, le rodean, quieren terminar de entender qué es lo que lleva dentro. La curiosidad hace lo demás. Todos quieren ser testigos de uno de esos prodigios que dicen que hace. Y hay un apasionado interés por ver en qué acaba la lucha entablada entre él y los fariseos. Por eso la gente le rodea, le asedia apenas entra en el atrio.

También los fariseos están indecisos y desconcertados. No respecto a él: ya han dado su sentencia. Lo que no acaban de ver es la estrategia a seguir para consumar su decisión. Les preocupa encontrar el momento oportuno, no vayan a volverse sus armas contra ellos. El parece pacífico, pero nunca se sabe cuáles pueden ser las reacciones de la multitud. Jerusalén es hoy un odre demasiado lleno y la menor chispa puede poner a la multitud a favor de Jesús o contra él. Ellos están metidos entre la gente, tienen buenos informadores. Saben que son muchos los galileos que hay hoy en la ciudad y esos están abiertamente con su paisano. Los demás no acaban de aclararse: sienten hacia Jesús una simpatía indudable, pero sus cabezas están llenas de confusión. Si lograsen sorprender al intruso profeta en una blasfemia en público, eso sería la gran solución. Un estallido de entusiasmo ortodoxo, una lapidación allí mismo y todo estaría concluido. Lo que no les gustaría es un proceso en toda regla. Ya se sabe que el sentimentalismo popular se pone siempre a favor de los detenidos. Por eso tratarán de desprestigiarle ante los suyos. Por eso se organizan. Eligen a una comisión que le ponga en un aprieto.

Pero también Jesús les conoce desde hace ya muchos años. Quizá hasta se acuerda de que, cuando sólo tenía doce años, ya les puso en un aprieto con sus preguntas, aquí mismo, sobre estas losas del templo. Luego, han sido tres años de controversias, de trampas, de asechanzas puestas contra él. Les espera. Ha aceptado batirse en su propio terreno y con sus propias armas.

En el primer asalto tratan de desmontar su autoridad, de dejarle en ridículo: ¿Con qué autoridad haces las cosas que haces? (Mt 21, 23). Quizá se refieren a la expulsión de los mercaderes, si es que esta ocurrió el domingo o el lunes. Quizá, más sencillamente, tal y como parece desprenderse del texto de Mateo, se refieren al simple hecho de ponerse a enseñar allí en el templo, sin ser doctor de la ley, sin haber recibido el visto bueno de los sacerdotes.

El ataque no era, en realidad, demasiado inteligente. Jesús simplemente podía haberles respondido que con la misma que ellos; o haberles preguntado quiénes son ellos para exigir a nadie certificados de autoridad.

Pero Jesús es un dialéctico excepcional y sabe que la mejor defensa es un buen ataque. No se limita, por eso, a defenderse. Han tratado de ponerle en ridículo, será él quien les ponga en ridículo a ellos. Responde, pues, a su pregunta con otra:

También yo os voy a hacer una pregunta, y, si me la contestáis, os diré yo con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan de dónde era ¿del cielo o de los hombres? (Mt 21, 24).

Se ha hecho un silencio dramático en el corro. De pronto Jesús ha metido la muerte en medio de lo que parecía una escaramuza dialéctica. Muchos de los que le rodean conocieron a Juan. Además la muerte del profeta del Jordán no ha hecho más que aumentar su fama. Un mártir siempre crece, sobre todo cuando ha muerto a manos de un enemigo común. Por otro lado los sacerdotes se sienten un poco culpables de no haber defendido ante Herodes a su compatriota muerto estúpidamente en un acceso de lujuria del odiado idumeo.

Ahora el silencio podría cortarse. Los emisarios de los sacerdotes se miran unos a otros. Se dan cuenta de que Jesús les ha encerrado en un dilema sin salida. Si dicen que su bautismo era de este mundo, la gente se les echará encima. Si dicen que era de Dios, les preguntará que por qué no le aceptaron primero y le defendieron después. Se dan cuenta de que el combate ha acabado antes de empezar. Y prefieren renunciar a la lucha. Mejor confesarse ignorantes que exponerse a las iras de la multitud o declarar que fueron sordos a la voz de Dios. Contestan, pues, que no lo saben.

Hay un brillo irónico en los ojos de Jesús y una llamarada de orgullo en los de sus apóstoles. Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago lo que hago (Mt 21, 27).

Los enemigos se van. Hay risas entre la multitud. Y un respiro de alivio entre los partidarios del Galileo. Los apóstoles se dan palmadas los unos abs ootros, se sienten orgullosos de su jefe. ¿Y Judas? ¿Vacila tal vez? Probablemente a estas horas ya ha tenido los primeros contactos con los representantes de los sacerdotes. No hay nada decidido. Pero la traición ya ha nacido en su alma. Ahora duda quizá. ¿Y si, después de seguir tres años a Jesús, pasando penalidades,va a pasarse al bando contrario precisamente cuando el Maestro va a triunfar? Si Jesús vence, él se quedará en tierra de nadie: traidor ante los suyos, y autor de una traición inútil ante los enemigos. Se dice a sí mismo que no debe precipitarse. Tiene que observar, tiene que jugarsus cartas con suma cautela. Espera. Escucha. Se alegra de no haberse precipitado. Se admira a sí mismo por su astucia.


Los homicidas

Cuando los enemigos se van, Jesús sigue predicando como si nada hubiera ocurrido. Pero conforme habla, todos perciben que sus palabras se van cargando de un tinte dramático. Ahora cuenta una terrible parábola (Mt 21, 33). Es la historia de un gran propietario que ha alquilado sus viñas a unos renteros malvados. Al llegar el tiempo de los frutos, el dueño de las tierras manda un emisario para cobrar su renta. Pero los renteros apalean al emisario y se lo devuelven magullado al dueño. Un segundo enviado es apedreado, un tercero es muerto. El dueño de la viña no entiende. Su renta no es excesiva, él fue verdaderamente generoso al prestarles la viña casi por nada. Piensa que todo debe de haber sido un error. Tal vez sus emisarios no fueron suficientemente listos. Decide entonces mandar a su propio hijo. Aunque sólo sea por ser quien es, los renteros lo respetarán. No se resigna a la idea de haber depositado su amor en unos malvados. Pero los renteros, al ver llegar al muchacho, se miraron los unos a los otros riéndose: ésta era su ocasión, matarían al heredero y se quedarían con la propiedad de la viña. Tomaron al muchacho, le sacaron fuera de la viña ¡no querían mancharla con su sangre! y lo estrangularon.

Se había hecho un tenso silencio mientras Jesús hablaba. La historia era objetivamente conmovedora y el Galileo la contaba con pasión, como si estuviera hablando de algo personal. ¿Entendían ya el trasfondo de lo que contaba? Lo intuían al menos. El amo era Dios, la viña era aquella tierra de Israel, aquellas promesas que Yahvé les había encomendado, los enviados eran los profetas, los asesinos eran ellos. ¿Y el hijo? ¿Estaba presentándose a sí mismo como hijo de Yahvé? Aquello les parecía una blasfemia, la mayor imaginable. Pero ¿cómo atacarle por algo expuesto así, en parábola?

Jesús no les dejó mucho tiempo para pensar. Se volvió a ellos, quizá más directamente a los fariseos que se habían quedado en el exterior del corro, mezclados con la gente: ¿Qué creéis que hará el dueño de la viña con esos labradores el día de su vuelta? (Mt 21, 40). Los fariseos callaron, pero los más próximos a Jesús, dejándose llevar por lo más noble de su corazón, dijeron: Los matará con una muerte cruel y arrendará la viña a otros labradores que le den los frutos a su tiempo (Mt 21, 41).

Habían entendido. Jesús dejó entonces el mundo de las parábolas y bajó el escalón de la realidad. ¿No habéis leído en la Escritura que la piedra que rechazaron los arquitectos vino a ser la piedra angular? Por eso os digo que el reino de Dios se os va a quitar a vosotros para dárselo a un pueblo que dé sus frutos. Todo el que caiga sobre esta piedra se estrellará y sobre quien ella caiga, lo aplastará (Mt 21, 42-44).

Ahora todo estaba claro. El era el hijo, él era la piedra. Se sabía rechazado, pero triunfador. Sabía que chocarían contra él, pero se presentaba como vencedor final.

¿Qué es lo que impedía a los fariseos el actuar? ¿No buscaban una blasfemia? Acababa de presentarse como hijo de Yahvé, les había llamado homicidas, anunciaba que el reino le sería quitado a Israel. ¿Podía decirse más? Pero la emoción había vencido a quienes le escuchaban. Teóricamente todos debían haberse levantado contra él. Pero allí estaban mudos, golpeados. Los sacerdotes y fariseos se daban cuenta de que ésta era su ocasión, pero temían que el pueblo reaccionara a favor de este profeta amenazante, aun cuando las amenazas iban contra todos. Prefirieron alejarse para preparar su segundo ataque.


Herodianos y saduceos

Pero los adversarios de Jesús se turnaban, lo mismo que cambiaban los lugares y los oyentes. No podemos imaginarnos esta jornada como un continuado debate dialéctico inmóvil entre Cristo y sus enemigos. Un día es largo. Las gentes iban y venían. Iba y venía el mismo Jesús con los suyos. Cruzaba por los atrios y los pórticos, conversaba con la gente, su predicación avanzaba o retrocedía con los sucesos o dependiendo de las preguntas de los que se acercaban. Todo se presentaba absolutamente informal y espontáneo. Tendremos que desmontar de nuestras cabezas esa imagen de un diálogo sistemático que hemos aprendido de nuestras representaciones de la pasión. Se rezaba, se comía, se conversaba, se discutía, sólo de vez en cuando la conversación se convertía en predicación.

Tal vez fue a media mañana, cuando se acercaron los herodianos a tenderle la trampa política de la moneda del César. Desde el lugar donde hablaban, veían pasearse sobre las almenas de la fortaleza Antonia a los centinelas romanos, con sus clámides rojas, velando por la paz en los pórticos. Y había en las esquinas guardianes discretamente ocultos. Y una pequeña cohorte de soldados estaba apostada en cada puerta. Esto es lo que hacía más delicada la respuesta de Jesús. Un pequeño resbalón que pudiera interpretarse como insulto al César hubiera bastado para provocar una intervención de los romanos. Pero Jesús —ya lo hemos visto en otro lugar— sabía defender los derechos de Dios sin ofrecer disculpas para acusaciones políticas.

Tras los herodianos llegaron los saduceos. Venían disimulando, como si casualmente pasaran por allí. Misteriosamente, grupos que mutuamente se odiaban, coincidían ante quien consideraban un enemigo común. Por unos días, por unas semanas estaban dispuestos a olvidar sus rencores.

Los saduceos eran un conservadurismo económico disfrazado de integrismo religioso. Y llegaban con un acertijo que hoy a nosotros nos hace sonreír, pero que a ellos debió de parecerles una trampa imposible de superar. Era uno de los juegos mentales que a ellos les apasionaban en sus debates con los fariseos para convencer a éstos de que la resurrección de los muertos era un absurdo imposible.

Si un hombre le dijeron muere sin tener hijos, su hermano debe tomar por esposa a la viuda. Ahora bien, en cierta ocasión había siete hermanos. Uno de ellos murió sin dejar hijos. El de más edad de los supervivientes tomó por esposa a la viuda. Pero murió también sin sucesión. Y así ocurrió sucesivamente con los demás hermanos. ¿En el día de la resurrección, de cuál de ellos será esposa esta mujer? (Mt 22, 24).

La pregunta no pasaba realmente de ser una broma de mal gusto: basándose en una prescripción de la ley pasaban a ridiculizar la trascendencia de las almas.

La voz de Jesús sonó seria: ¡Qué mal conocéis las Escrituras! ¡Qué poco sabéis del poder de Dios! Cuando los muertos resuciten, ni los hombres se casarán, ni las mujeres serán dadas en matrimonio, sino que serán como los ángeles del cielo. Y en cuanto a la resurrección de los muertos ¿no habéis leído en las Escrituras cómo Dios dijo a Moisés desde la zarza: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob? Porque no es Dios de muertos, sino de vivos (Mt 22, 29-32).

Entre la multitud hubo un murmullo de admiración. El pueblo, que miraba con una relativa simpatía a los fariseos, no soportaba a los saduceos, aquellos ricachones medio vendidos al invasor. Pocas veces podían, como hoy, verles quedar en ridículo y alejarse avergonzados.


Un rayo de luz

No todo son tinieblas en esta tensa mañana del martes. Los enemigos de Jesús se han alejado, tras sus tres derrotas en sus tres asaltos. Quizá dejan en paz a Jesús por unas horas. El sigue conversando con los suyos que empiezan a sentirse más seguros.

Es entonces cuando se acerca un escriba que parece diferente de sus restantes compañeros. Parece un hombre de buena voluntad. Está admirado de lo atinado de las respuestas dadas por Jesús y piensa que debe aprovechar la ocasión para aclarar una cuestión que le preocupa. Es un problema que parece elemental, pero que estaba oscurecido por la maraña de los intelectuales de su época. ¿Cuál es
pregunta el mandamiento más grande de la ley? (Mt 22, 36). La pregunta es tan ingenua, tan casi infantil, que Jesús comprende que no hay tras ella trampa alguna. Contesta, por ello, con agrado:

El primero es: El Señor es nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Mayor que éstos no hay mandamiento alguno (Mc 12, 29-31). De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas (Mt 22, 40).

¿Qué había en esta respuesta tan sencilla para causar emoción en sus oyentes? Sin duda su misma sencillez. En realidad, Jesús se había limitado a recordar un fragmento de la «Chemá Israel» que quienes le oían recitaban todos los días. Pero, al mismo tiempo, Jesús había quitado toda la hojarasca que complicaba esta oración, había suprimido las frases de gratitud y petición que daban a ese amor un sentido interesado. En la oración judía, ese amor se mezclaba con frases que lo empequeñecían hasta terminar hablando de las borlas que había que coser en los bordes de los mantos. Jesús presenta el amor puro, simple, sin rodeos farisaicos. Lo deja en sus términos esenciales y lo robustece al desnudarlo.

Pero la novedad más novedosa estaba en la segunda parte de su respuesta. El escriba había preguntado por el precepto más importante de la ley y Jesús responde con los dos más importantes. No es que los judíos desconocieran este amor al prójimo. En realidad Jesús está citando una frase del Levítico: No te vengues y no guardes rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás al prójimo como a ti mismo (19, 18). Pero, al citarlo, Jesús vuelve a realizar una doble operación de purificación: quita al precepto todos sus aspectos negativos y, sobre todo, lo amplía mucho más allá de los límites del nacionalismo judío. Para Jesús todos son prójimos, todos sin distinciones deben ser amados.

Mas la gran originalidad de Jesús está en la unión que establece entre estos dos mandamientos. En la ley aparecían, sí, pero no se percibía su íntima unión. Si Jesús responde con dos mandamientos a la pregunta de cuál es el más importante, es porque ambos son, para él, parte del mismo mandamiento.

Así lo entenderían sus discípulos después de su muerte. Quien ama al prójimo ha cumplido la ley, escribirá san Pablo (Rom 13, 8-10). Para Santiago el amor al prójimo es la ley regia (Sant 2, 8). Para Juan todose resume en el amor: El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor; si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros; el que vive en el amor permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 4, 8.11.16).

La encarnación de Cristo había derribado las barreras: los dos amores formaban parte de un único amor, puesto que los intereses de Dios y los del hombre se habían unido en su persona.

El escriba que había preguntado quizá no llegó a esta profunda intuición, pero sí descubrió la novedad de la respuesta de Jesús. Por eso, siguiendo la costumbre de los discípulos que solían repetir la respuesta dada por el Maestro, replicó:

Muy bien, Maestro: con razón has dicho que él es único y que no hay otro fuera de él y que amarle con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todas las fuerzas y amar al prójimo como a sí mismo es mucho mejor que todos los holocaustos y sacrificios (Mc 12, 32-33).

A Jesús le agradó la respuesta del escriba: había recogido lo sustancial de su doctrina al unir, él también, los dos amores. Había saltado, además, por encima de su fariseísmo al añadir, tomándolo del libro de Samuel, la alusión expresa a la superioridad del amor sobre todo acto de culto (1 Sam 15, 22). Por eso se volvió hacia él y le respondió con el mayor elogio que Jesús podía hacer: No estás lejos del Reino de Dios (Mc 12, 34). Y, por un momento, se siente feliz: en medio de la niebla más hipócrita puede abrirse camino un rayo de sol.


El hijo de David

Pero la tregua no duró mucho. Era, probablemente, ya por la tarde, cuando nuevos grupos de escribas y fariseos se acercaron al corrillo donde Jesús seguía conversando con todos cuantos querían oírle. Tal vez alguno había recordado el triunfo de dos días antes, los gritos de la multitud que le vitoreaba como hijo de David, el escándalo de los fariseos ante estos gritos que consideraban blasfemos.

Ellos, aunque se sentían aludidos, callaban. Habían sufrido ya tres derrotas por la mañana y temían un nuevo revolcón público que heriría mortalmente su prestigio. Preferían callar, escuchar y esperar.

Mas esta vez fue Jesús quien pasó al contraataque. Se volvió directamente a su grupo de doctores y les preguntó: ¿Qué os parece del Mesías? ¿De quién es hijo? (Mt 22, 42). La respuesta era, para ellos, evidente: De David, respondieron. En los ojos de Jesús había ahora una chispa de ironía:

¿Cómo es posible entonces que David, iluminado por el espíritu, le llame «Señor» cuando dice: Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra, mientras pongo a tus enemigos por escabel de tus pies? Si David le llama «Señor» ¿cómo es hijo suyo? (Mt 22, 43-45).

La pregunta de Jesús les resultaba inesperada por muchas razones. La primera, porque él siempre había huido de hablar con claridad del mesías y de su personalidad. La segunda, porque, aunque no lo decía expresamente, todos entendían que estaba aludiéndose a sí mismo al hablar del hijo de David. Y, al mismo tiempo, se presentaba como muy superior a David; como alguien que se sentaba a la derecha de Yahvé y que disfrutaba de su intimidad. Todo en sus palabras les sonaba a blasfemia, pero no sabían cómo responder a su pregunta. Por eso callaron, avergonzados, aterrados.

Era realmente nuevo este lenguaje en Jesús: se diría que en esta penúltima hora de su vida estaba dispuesto a abrir ante sus oyentes todos los misterios, tan celosamente guardados hasta entonces. Se preguntaba, tal vez, si quienes dos días antes le vitoreaban como «hijo de David» se daban realmente cuenta de lo que decían. Para ellos, ese grito ensalzaba simplemente a un hombre, muy poderoso, sí, vencedor de los enemigos, restaurador de la paz en Israel; pero sólo un hombre. Había visto en sus ojos la decepción cuando, pocas horas después, aquellos gritos se habían extinguido sin dejar ningún provecho concreto humano. ¿No habían intuido siquiera que el trono del Mesías estaba a la derecha de Dios Padre y no en palacio alguno de este mundo? Sin embargo las Escrituras hablaban claramente de ese puesto junto a Dios, en su intimidad, hablaban de una victoria mucho más importante que la conseguida por las armas. Pero ellos leían en la palabra de Dios sólo lo que alcanzaban sus cortos ojos.

Por eso le urge a Jesús dejar dicho que el verdadero puesto de ese Mesías hay que colocarlo en la esfera de la divinidad: sentarse a la diestra era para los judíos tanto como participar de una vida, compartir una naturaleza.

El pueblo que rodea a Jesús, probablemente ni ahora entiende. Pero sí entienden los fariseos: está presentando al Mesías como alguien igual a Dios. Por eso callan, mordiéndose la lengua y el alma. Si lo que este Galileo dice es verdad, todas sus esperanzas políticas habrán acabado. Y tendrán que desmontar todo su tinglado de distinciones y preceptos. Tendrán que regresar a ese simple amor del que hablaba hace un momento. Y, entonces, ¿qué serán ellos? Amar es algo que puede hacer cualquiera de los desharrapados que llenan este atrio. Literalmente, los últimos serán los primeros. ¿Y para eso tantos estudios suyos? ¿Para eso tantos afanes, tantas luchas como han soportado, tantas zancadillas como han puesto? Si todo se reduce al amor, todos serán iguales. Incluso podrá ser verdad aquel disparate que otra vez le oyeron según el cual una pecadora podrá amar más porque más se le ha perdonado. Ellos han esperado durante años y aun siglos la venida del Mesías para pasar a ocupar los primeros puestos, y he aquí que ahora se les habla de un reino en el que todos serán iguales, pobres y ricos, cultos e incultos, judíos y extranjeros. Es su final, lo saben. Recuerdan la frase de Caifás: Es necesario que un hombre muera, para la salvación de todo el pueblo (Jn 11, 50). Y el pueblo, para ellos, son sus privilegios, sus tradiciones, sus ideas, todas sus artimañas para suplantar esa voluntad popular que dicen servir.

Sienten cómo las últimas gotas de la cólera llenan sus corazones a punto de estallar.


El gran ataque

Pero es Jesús quien, bruscamente, estalla. Ha leído en sus mentes como en un libro abierto y ya no puede más. Parte para un ataque frontal a sus enemigos. Ya nada tiene que perder. Debe desenmascararles de una vez antes de que llegue la muerte.

En la versión de Marcos el ataque inicial es contra los escribas:

Guardaos de los escribas, que gustan de pasearse con rozagantes túnicas, de ser saludados en las plazas, de ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes, mientras devoran las casas de las viudas y simulan largas oraciones (Mc 12, 37-40).

El retrato no puede ser más realista. Jesús estigmatiza los tres pecados capitales de los escribas: su orgullo, su deseo de ser los primeros en todas partes, su afán de figurar; el aún más grave de usar toda su habilidad en explotar jurídicamente a las mujeres indefensas, devorando sus bienes, so pretexto de rezar por ellas; y su hipocresía en fingir que viven dedicados a la oración, mientras sus mentes están en todo menos en Dios.

En la versión de Mateo el ataque engloba a escribas y fariseos y es aún más sarcástico que en Marcos:

En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y guardad lo que os digan, pero no los imitéis en sus obras, porque ellos dicen y no hacen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos no ponen ni un dedo para moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan los flecos; gustan de los primeros asientos en los banquetes y de las primeras sillas en las sinagogas, y de los saludos en las plazas y de ser llamados por los hombres «rabbí» (Mt 23, 1-7).

Jesús ataca aquí a las supremas autoridades de Israel. No les niega su autoridad, les reconoce incluso como sucesores de Moisés y como jefes espirituales de la nación, manda al pueblo que siga lo que ellos dicen. Pero descalifica su autoridad moral. Son sus personas lo que corrompe sus enseñanzas. Es la boca lo que está podrido, no lo que dice esa boca, que podría hasta ser verdadero. Tampoco condena Jesús sus filacterias (las cintas sagradas que por devoción se ataban en la frente) sino su afán por ensancharlas, por aparecer religiosos. No critica las borlas que la ley mandaba colocar en la orla del manto: él mismo las llevaba de hecho (Mt 9, 20). Lo que critica en su tamaño desmedido para hacer ostentación de ellas. El mismo ha aceptado también con frecuencia que le llamen «rabbí» (Mt 26, 25; 26, 49; Mc 9, 5; 11, 21; 14, 45; Jn 1, 38; 1, 49) pero nunca ha sacado de ello motivo de vanidad. No son las formas, no son las cosas; es el corazón lo que pervierte las formas y las cosas.


El fariseísmo en casa

En este momento hay en el evangelio de Mateo un giro brusco. ¿Qué significan estos consejos a los apóstoles en medio de su reprimenda a los escribas y fariseos? ¿Es una interpolación hecha por los apóstoles o por la misma comunidad primitiva? ¿Fueron palabras dichas por Jesús en otra ocasión e introducidas aquí por Mateo por la similitud del contexto?

No lo sabernos. Pero no sería imposible que en aquel momento a Jesús le hubiera entrado miedo ver —proféticamente— cómo sus apóstoles y todos los cristianos del futuro tendrían las mismas tentaciones que los fariseos. ¿Vio acaso crecer el fariseísmo dentro de su Iglesia? ¿Vio a sus representantes futuros pareciéndose a estos sucesores de Moisés?

Es muy probable. Por eso se volvió a los suyos para que quedase bien clara su mente ante esas futuras tentaciones:

Pero vosotros no os hagáis llamar rabbi, porque uno solo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. Ni llaméis padre a nadie sobre la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos. Ni os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor: Cristo. El más grande de vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalzare será humillado, y el que se humillare será ensalzado (Mt 23, 8-12).

Era un nuevo espíritu lo que él traía. Veía cómo los sacerdotes de la antigua ley habían prostituido lo que enseñaban, y temía que sus seguidores cayeran en los mismos pecados. Veía la paternidad de Dios devaluada, el gran magisterio suyo reducido a la cháchara de mediocres repetidores que se presentarían como más importantes que él; veía el riesgo de que los guías espirituales del futuro se parecieran demasiado a los del pasado. Suprimía de un plumazo el concepto de autoridad, de mando, de dominación. Y lo sustituiría por el de servicio. Aunque tal vez temía también que esta palabra fuera un día prostituida y utilizada sólo por los ambiciosos de llegar a mandar. ¿Temía acaso que los seguidores de su evangelio terminarían por ser más discípulos de los fariseos que suyos propios? Por eso lo gritaba ahora que aún tenía tiempo: El más grande de vosotros que sea vuestro servidor (Mt 23, 11). Sabía probablemente que sólo le entenderían unas docenas de santos.


Los siete gritos

Pero aún no hemos conocido todo el estallido de la cólera de Dios. Es ahora cuando su mano se levanta como un rayo; cuando sus ojos llamean y cruza el aire su voz como un látigo que por siete veces va a golpear el alma de los fariseos, como en una versión invertida de las siete bienaventuranzas.

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros ni permitís entrar a los que querrían hacerlo (Mt 23, 13).

El primer latigazo es para los escribas, los intelectuales de la secta, sus inspiradores y supremos responsables. Y el calificativo que sonará a lo largo de las siete maldiciones es el de hipócritas, hombres de dos caras. Ellos han perdido la llave del reino de los cielos con su maraña de interpretaciones que desnaturalizan la ley. Se han colocado como mastines a su puerta. La cierran para los sencillos. Y ellos tienen tanto que excomulgar, que nunca se decidirán a entrar en ese reino que les espera.

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que recorréis mar y tierra para conseguir un solo prosélito y, cuando lo tenéis, le hacéis dos veces más hijo del infierno que vosotros! (Mt 23, 14-15).

Jesús conoce y reconoce el celo misionero de estos fariseos. Pero no buscan almas para Dios, sino para su partido. Echan redes por el mundo, pero no para salvar a los pescados, sino para encadenarlos a su bando. Así, cuando un pagano les sigue, no descubre, por ello, a Dios, sino a la caricatura que ellos se han inventado. Y se aleja del verdadero Dios mucho más que cuando no le conocía en absoluto.

¡Ay de vosotros, guías de ciegos, que decís: Si uno jura por el templo, eso no es nada; pero si jura por el oro del templo, queda obligado! ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué vale más el oro del templo o el templo que santifica el oro? Y si alguno jura por el altar, eso no es nada; pero si jura sobre la ofrenda que está sobre él, ese queda obligado. ¡Ciegos! ¿Qué es más: la ofrenda, o el altar que santifica la ofrenda? Pues el que jura por el altar, jura por él y por lo que está encima de él. Y el que jura por el templo, jura por él y por quien lo habita. Y el que jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por el que en él se sienta (Mt 23, 16-23).

Ahora Jesús denuncia en los fariseos la perversión del sentido de lo sagrado. Creen que lo que hace santo al templo es lo que ellos sacrifican en él. Lo que vale no es Dios, sino su oro, sus ofrendas. Se olvidan de que no son las cosas las que santifican a Dios, sino que es Dios quien santifica a las cosas. Han tapado a Dios con sus preceptos, han enterrado sus corazones con sus ofrendas. Dios ha quedado reducido a un mercachifle encargado de recibir lo que ellos, magnánimos, le entregan. Por eso grita Jesús: hay que devolver lo sagrado a sus verdaderas fuentes. Y esas no están en la ciencia de los fariseos.

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino y no os cuidáis de lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la buena fe! Y no es que sea malo hacer aquello, pero sin olvidar lo principal. ¡Guías ciegos que coláis un mosquito y os tragáis un camello! (Mt 23, 23-25).

Si en las tres primeras maldiciones Jesús ha condenado la perversión del sentido religioso, ahora condena la perversión del sentido moral. Ve a estos hombres pesar mimosamente los productos de su jardín, incluidos los más diminutos, para pagar al templo exactamente la décima parte como manda el Levítico; les ve colando su vino antes de beberlo, no vayan a tragarse un mosquito y queden, así, impuros; y les ve, por otro lado, insensibles a la verdadera piedad, dispuestos a vender a su mejor amigo para proteger sus intereses...

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, que, por dentro, están llenos de rapiñas y codicias! Fariseo, ciego, limpia primero por dentro la copa y el plato y límpialo luego por fuera (Mt 23, 25-27).

Así eran: relucientes por fuera como una hermosa vajilla. Pero su corazón estaba lleno de malos deseos. Restregaban sus manos y olvidaban su corazón. No tocaban una moneda en sábado, pero robaban los demás días de la semana estrujando y dominando a los pobres.

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, mas por dentro llenos de huesos de muertos y de toda suerte de inmundicia! Así también vosotros por fuera parecéis justos a los hombres, mas por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad (Mt 23, 27-28).

La imaginación de Jesús se puebla de las más tremendas y macabras imágenes. Ya nada le detendrá. Ve ante sí estos hermosos ejemplares de dignidad y piedad. Ve sus túnicas inmaculadas, sus alardes religiosos en la frente y los bordes de los mantos; ve sus rostros afilados por los ayunos verdaderos o fingidos. Y ve también sus almas. Y siente lo que nosotros sentiríamos si en los cementerios lográsemos atravesar las lápidas de los sepulcros y ver lo que ellas esconden. Grita de espanto ante esa podredumbre. ¿Quién de nosotros contendría su grito si contempláramos huesos y carne medio comida por gusanos?

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y adornáis los monumentos de los justos y decís: si hubiéramos vivido nosotros en tiempos de nuestros padres no habríamos sido cómplices suyos en la sangre de los profetas! Con ello vosotros mismos os reconocéis hijos de asesinos de profetas. Colmad, pues, la medida de vuestros padres. ¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo escaparéis del infierno? Por eso os envío yo profetas y sabios: a unos los mataréis y los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad, para que caiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra (Mt 23, 29-35).

Si hasta ahora ha usado un estilo impersonal, en esta séptima y última maldición su voz se llena de ataques personales y la ironía se hace sangrante. Ve cómo la hipocresía de los fariseos es algo que cruzará la historia: todas las generaciones tratarán de lavar sus manos honrando a quienes humillaron los de la generación anterior. Y las mismas manos que levantan monumentos a los muertos, matan a los vivos que serán honrados por la generación siguiente. Jesús ve ya no sólo su cruz, sino también la suerte de sus apóstoles, de sus primeros seguidores, perseguidos de sinagoga en sinagoga y de ciudad en ciudad, por estos mismos «inocentes» que tiene delante. Pero los hijos de víbora son víboras también, y serpientes los que vienen de raza de serpientes. Son hijos de Caín y como Caín, y Jesús, con sus siete gritos, marca sus rostros para que nunca los confunda la historia.

No dice el evangelista cómo reaccionaron los fariseos. El ataque) era tan brutal y tan inesperado que debieron de quedarse sin habla. Se alejaron pálidos y temblorosos de cólera. ¡Ellos col ,crían esa lengua!

Tampoco sabemos cómo reaccionó la multitud. Nunca habían oído hablar así a Jesús y tuvieron que quedarse aterrados. Tal vez los apóstoles esperaban que de un momento a otro Jesús les daría una orden de ataque a los fariseos. Y en verdad que les hubiera gustado. Hacía calor y zumbaban los mosquitos. Cuando Jesús se calló, volvieron a oír el griterío de la multitud y los mugidos de los animales que parecían haber enmudecido mientras Jesús increpaba a los fariseos. Ahora se daban cuenta de que aquello no podía tener otro desenlace que la muerte o la victoria. Jesús ya sólo podía ser dos cosas: rey o víctima. No cabía un tercer desenlace.

¿Y Judas? ¿Qué pensaba Judas? Estaba también en el corro de los más próximos a Jesús. ¿Le parecieron excesivas sus requisitorias? ¿Pensó que no se podía tratar así a los auténticos representantes de Dios y de la ley? ¿Pensó que Jesús había enloquecido o que era un suicida? Tal vez ésta fue la hora de su decisión. Tal vez fue éste el momento en que, disimuladamente, se alejó de los suyos y tuvo el primer contacto con los injuriados. Tal vez se acercó simplemente para decirles que él no pensaba así, que él había seguido a Cristo creyéndole un buen judío. Y tal vez su mirada de cordero traidor fue la única victoria que consiguieron los fariseos aquella tarde.