5 El día del triunfo

La resurrección de Lázaro había sido, para los fariseos, como una declaración de guerra. El milagro que hubiera debido convertirles. era, en realidad. la última gota en la copa de su odio, lo que terminaba de empujarles a tomar su violenta decisión.

Este hecho parecería incomprensible si no conociéramos bien la mentalidad de aquellos sacerdotes y fariseos. ¿Le pensaban matar porque se hacía Dios o porque habían llegado a la conclusión de que verdaderamente lo era? Se diría que le habían soportado mientras esto no era claro. Tal vez pensaban que, como tantos otros profetas anteriores, se cansaría o se vendería. Pero ahora ya sabían que Jesús no era de esa pasta. La resurrección de Lázaro había acabado de convencerles. Ahora se daban cuenta de hasta qué punto Jesús ponía en juego toda su religión y no sólo sus intereses materiales.

Llevaban años, décadas, siglos, domesticando a Dios, encajonándolo en su ley. Y ahora les hablaba alguien de un Dios que se salía de sus casillas y que se convertía en peligroso como un tigre escapado de su jaula. Si Jesús tenía razón, Dios era más grande que su ley, se les escapaba, rompía los barrotes, entraba en la vida de los hombres. Un Dios así era la locura. Un Dios para quien sólo contaba el amor, un Dios para quien el corazón de una prostituta valía más que el perfecto cumplimiento de un levita. Era el desorden. Si era verdaderamente un Dios, lo era muy poco razonablemente. Era un Dios que hubiera enloquecido.

No eran ignorantes estos fariseos. Conocían el pequeño corazón de los hombres y sabían que éstos tienen capacidad para soportar muy poco amor. Un Dios para quien el amor es más importante que la ley podía ser soportable para una pequeña minoría de santos, pero no serviría para la masa que no sabría qué hacerse con ese Dios. Y ellos decían defender y proteger a esa masa.

No eran en esto diferentes a los legisladores de todas las épocas en todas las religiones. Una tentación como la suya la sufrirían a lo largo del cristianismo todos los sacerdotes sucesores de Jesús: rebajar el amor de Dios, canalizarlo en pequeñas leyes, hacer un Dios «digerible». La hostilidad de los fariseos hacia Cristo era de la misma raza que la que sintieron los inquisidores hacia Juana de Arco o los cardenales romanos hacia Francisco de Asís, sólo que multiplicada, porque el reto de Cristo era mayor que el de todos los santos juntos.

Por eso los sacerdotes y fariseos tomaron su decisión precisamente a raíz del mayor de sus milagros: era la prueba definitiva de que Dios se salía de sus casillas. Ellos le harían retroceder a su jaula, a latigazos. Y usarían las únicas armas que Dios no conocía: el dolor y la muerte. La cruz sería para ellos el hierro candente con el que el domador arrincona a la fiera enfurecida.

Y estaban nerviosos ante la grandiosidad de la lucha que emprendían. Se preguntaban unos a los otros si Jesús vendría a la fiesta y habían hecho que los pregoneros anunciasen en todos los rincones de la ciudad que, si alguien sabía dónde estaba Jesús, tenía obligación, como buen israelita, de denunciarlo (Jn 11, 55-57).

Pero Jesús tenía aún que prepararse para la hora terrible. ¿Prepararse? No porque lo necesitase; sí porque amaba la soledad antes de la lucha. Ya lo había hecho durante cuarenta días antes de comenzar su vida pública. Ahora el combate iba a ser más cruel y sangriento. Volvió por eso a un lugar muy próximo al que había sido testigo de sus primeras tentaciones, un lugar en las proximidades de Efrén, unas cinco o seis leguas al noroeste de Jerusalén, en la montaña que domina la planicie de Jericó.

¿Volvió a encontrarse allí a Satanás? Nada nos dicen los evangelios. Cuentan sólo que allí estuvo un tiempo largo, quizá varias semanas, tal vez en la casa campesina de algunos amigos; o, más probablemente, en plena naturaleza, al aire y bajo el sol. Eran los comienzos de la primavera. Se diría que Jesús retrasaba su muerte, como si quisiera hacer balance de los tres años transcurridos desde que por primera vez pisó estas tierras en las que aún latía la trágica memoria de Juan el Bautista. El había disminuido para que Jesús creciera. Ahora llegaba la hora en que también Jesús había de disminuir.


Libre hacia la muerte

De pronto, un día Jesús anunció a los suyos un nuevo viaje. Hacia Jerusalén. Los discípulos no entendieron: en Jerusalén le estaban buscando para matarle. Pero no se atrevían a decirle nada. El lo sabía mejor que ellos.

La narración de Marcos se vuelve dramática: Iba subiendo hacia Jerusalén. Jesús caminaba delante y ellos iban .sobrecogidos r le seguían medrosos (Mc 10, 32). El pequeño grupo que le sigue le ha oído, en realidad, hablar ya repetidas veces de un final doloroso, pero los hombres oímos sólo aquello que queremos escuchar. Ellos han seguido atados a sus sueños de gloria y de triunfo y han dejado al margen las palabras amargas, pensando quizá que no han entendido bien o que su Maestro exagera. Pero ahora empiezan a percibir que el peligro es mayor de lo que imaginaban y que aquellos lúgubres anuncios eran más que ataques de pesimismo.

Jesús, por otro lado, ahora habla ya sin tapujos de su muerte. Sabe que esos doce compañeros se han jugado la vida por él; por seguirle, lo han abandonado todo. Tienen derecho a conocer toda la verdad, incluso para que puedan alejarse a tiempo, si lo desean. Por eso ahora ya no oculta nada y habla con el más feroz realismo:

Tomando de nuevo a los doce comenzó a declararles lo que había de sucederle: «Subimos a Jerusalén y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, que le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él y le escupirán, y le azotarán y le darán muerte, pero a los tres días resucitará (Mc 10, 33-34).

Los apóstoles no quieren creer a sus oídos. Ahora ya ni siquiera escuchan las últimas palabras que anuncian un triunfo final. Esa resurrección aunque acaban de ver la de Lázaro— se les escapa. Oyen, en cambio, esa precisa descripción de dolores: será entregado. puesto en manos de los romanos, vendrán burlas, escupitajos, azotes, muerte... Le seguían sobrecogidos y de lejos, anota el evangelista. Nunca había caminado así Jesús. Ordinariamente marchaba a su paso. Ahora iba solo, delante, rompiendo el viento, como un atleta que arde en ansias de lucha. Al verle marchar así, recuerdan tantas palabras suyas que no habían entendido: Nadie me quita la vida, soy yo mismo quien la doy. Tengo poder para darla y poder para tomarla (Jn 10, 18).

Era libre, soberanamente libre. Ningún ser humano se ha encarado tan libremente con la muerte. Estando para cumplirse los días de su asunción dice Lucas decidió marchar a Jerusalén (9, 51). Lo decidió. Nada ni nadie le coaccionaba. Sólo el viento interior, sólo la voluntad de su Padre le empujaba. Porque su libertad era obediencia y su obediencia libertad. Es cierto que morir era el mandato que del Padre había recibido (Jn 10, 18), pero también que se ofreció porque quiso (Is 53, 7). Es verdad que el Padre lo entregó a la muerte (Rom 8, 32), pero también lo es que se entregó a sí mismo (Ef 5, 2).

Era la hora señalada por el Padre y ansiada por él. Y entraba en esta muerte que era peor que una muerte, porque él sabía que no se trataba sólo de derramar la sangre, sino también de hacerse pecado (2 Cor 5, 21) por los hombres. Haciéndose hombre, había entrado ya en tierra extraña; haciendo suyo el pecado de los hombres, entraba en la más hostil de las tierras. En el huerto de los olivos su carne temblaría ante esta idea, pero ahora ardía en deseos de llegar a la muerte. Por eso su paso era presuroso; por eso dejaba atrás a sus discípulos y marchaba en cabeza como el navío almirante de la gran batalla.


El cáliz de los zebedeos

Y eso es lo que volvía especialmente extraña la petición de los zebedeos. En medio de su miedo aún tenían tiempo de pensar en sus ambiciones. Marcos pone esta petición en boca de los propios hermanos. Mateo introduce aquí a la madre de ambos, que muy verosímilmente formaba parte del grupo de mujeres que seguían a Jesús y que pudo no enterarse de lo que Jesús acababa de decir y no medir, por tanto, la dramática tensión del momento.

La frase encaja, evidentemente, mejor en sus labios: se acercó a Jesús, empujando consigo a sus hijos. Se arrodilló tal vez, como quien ha de pedir un gran favor: Di que estos hijos míos se sienten uno a tu derecha r otro a tu izquierda (Mt 20, 21). No podía ser más mujer, ni menos oportuna.

Jesús, al contestar, parece olvidarse de ella y se dirige directamente a los dos hermanos. Su respuesta es seca: No sabéis lo que pedís. Y si no es tan dura como la que en otra ocasión recibiera Pedro (Mc 8, 31-33) quizá se deba a la presencia de esa madre ingenua que ha hecho la absurda petición basada en el amor a sus muchachos. Pero no es esta la hora del premio, sino la del dolor. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? Usa una imagen que un judío entendía bien: el cáliz era el destino que una persona tenía reservada. Y que podía ser de felicidad (Sal 16, 5; 23, 5) pero que más frecuentemente era de amargura. Así la Escritura hablaba del cáliz de fuego y azufre (Sal 11, 6), del cáliz de la ira de Yahvé (Is 51, 17), de la abominable mixtura reservada a los impíos (Sal 75, 9), o del cáliz que provoca indescriptibles náuseas, cáliz que beberás hasta las heces, lo morderás, lo romperás con los dientes y con sus pedazos te rasgarás el seno (Ez 23, 32-34).

Santiago y Juan entendieron. Jesús les estaba ofreciendo la mayor prueba de amistad: beber de su propia copa. Pero la copa que les ofrecía era la de esa muerte de la que les hablaba unos minutos antes.

Por fortuna Juan y Santiago eran ambiciosos, pero también generosos. Podemos, respondieron, como quien da un paso al frente. Jesús sonrió probablemente al oírles: éste era el terreno en que él quería ver a sus apóstoles. Mi cáliz ciertamente lo beberéis, respondió. Pero sentaros a mi derecha y a mi izquierda es cosa que decide mi Padre (Mc 10, 40). Años más tarde recordaría Santiago estas palabras cuando era conducido a la muerte por orden de Herodes Agripa. Y Juan las recordaría en tantos y tantos pequeños martirios como le tocó vivir.

La petición de los zebedeos no pasó inadvertida para los demás apóstoles. Y se indignaron contra los dos hermanos. Jesús tuvo que ver con tristeza esta indignación, que no surgía de una desaprobación de la ambición de los zebedeos, sino de la ambición herida de quienes deseaban igualmente esos puestos de privilegio. ¿Aún en esta víspera de la muerte no habían entendido nada de nada sus más íntimos? ¿Aún estaba lleno su corazón de esperanzas terrenas? Por eso llamó a los suyos, volvía a reunirlos en torno a sí y les dijo:

Vosotros sabéis que los príncipes de las naciones las subyugan y que los grandes imperan sobre ellas. No ha de ser así entre vosotros; al contrario: el que entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro siervo, así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos (Mt 20, 25-28).

Conforme se acerca la hora de su muerte, el mensaje de Jesús va ganando en densidad. Ahora acaba de pronunciar una de sus palabras clave: siervo, servidor, servir. Para un judío, esta palabra estaba llena de resonancias. La habían leído muchas veces en Isaías y encontraban en ella uno de los rostros del Mesías, ese que precisamente menos les gustaba, pero que era el más verdadero: el de quien venía a sufrir por todos, el que hacía girar todas las ideas del poder, del dominio, de la autoridad. En Jesús, Dios tomaba forma de siervo, se hundía, se anonadaba en la condición humana, en lo que tiene de más humilde y humillante.

Tendrían, pues, que empezar a abandonar todas sus ambiciones. Para su Maestro, gobernar era servir; en su Reino no había sitio más que para los servidores. Y servidores hasta la muerte. Esa muerte que ya no se iba de los labios de Jesús.


Zaqueo

De pronto, en medio del dramatismo de la situación, aparecen un personaje y una escena que poco tienen que ver con esa tensión. Se diría que se trata de una anécdota introducida por los evangelistas para suavizar el momento.

Es Lucas quien lo narra y el párrafo es uno de los más logrados e inspirados de todo su evangelio. La primera parte de su relato posee la espontaneidad típica de los relatos de Marcos; la segunda lo acabado de un cuadro de Mateo; y todo la delicadeza de estilo propia de Lucas, sin que falten algunas de las elevaciones de espíritu dignas de Juan.

Jesús, de paso hacia Jerusalén, entró en Jericó. Y su llegada a la ciudad fue precedida por su fama. Allí le conocían ya bien, pero, además, muchos habían oído el pregón de los sacerdotes pidiendo que quien supiera su paradero lo denunciase. Por eso se maravillaban ahora de verle marchar derechamente al matadero.

La curiosidad y los rumores de que acababa de hacer un nuevo milagro devolviendo la vista a Bartimeo, un ciego a quien todos conocían en Jericó, hizo que una gran multitud se conglomerase en la puerta de la ciudad.

Entre esos curiosos estaba un tal Zaqueo, jefe y director de los aduaneros de la zona. Era un personaje realmente original: su mucho dinero no había enorgullecido su corazón; era espontáneo, ardiente, curioso, sin sentido del ridículo. Un hombre que carecía de complejos, aunque tenía todos los motivos para tener muchos. Era pequeñito de estatura, dice el evangelista. Si tenemos en cuenta que la estatura media de los judíos de la época era más bien baja (en torno al metro y medio) Zaqueo debía de ser casi un enano o, al menos, un buen chaparrete. Con lo que, en las aglomeraciones de multitudes, estaba condenado a no ver nada.

Eso es lo que esta vez estaba ocurriéndole: entre el mar de cabezas no lograba distinguir la del famoso maestro galileo. Pero Zaqueo era hombre tozudo, amigo de salirse con la suya. Si hubiera tenido un céntimo de respeto humano no se le habría ocurrido la idea de subirse a un árbol. ¡El, un hombre famoso y conocido en la ciudad, un hombre rico y poderoso, exponerse así a los comentarios burlones de todo el mundo! ¡Subirse a los árboles era cosa de chiquillos, no de gente formal como él! ¡Y qué pensaría el propio Jesús si llegaba a divisarle! La idea era disparatada, pero Zaqueo no se detuvo un momento a pensarla: se anticipó a la comitiva, eligió un lugar por donde tuvieran forzosamente que pasar, buscó allí un sicomoro que resistiera su peso, y en él se encaramó.

Todavía hay hoy en Jericó sicomoros con raíces en arbotante que salen fuera de la tierra y se unen casi con las ramas más bajas. No era dificil subirse a ellas, con lo que su estatura ganaba medio metro más. Allí se encaramó aquel hombrecillo de cuerpo pequeño y alma ardiente.

Cuando Jesús pasó ante él, no pudo dejar de percibir la extraña figura de aquel hombre subido como un chiquillo sobre un árbol.

Quizá preguntó de quién se trataba y alguien le explicó que era un famoso ricachón que les exprimía a todos con los impuestos que, para colmo, revertían luego en las arcas romanas. A Jesús no le fue dificil adivinar qué gran corazón se escondía tras el pequeño cuerpecillo ridículo. Y afrontó la situación con un cierto humorismo. Comenzó por llamar a Zaqueo por su nombre, como si se tratase de un viejo camarada y siguió por autoinvitarse a su casa. Baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa (Lc 19, 5).

La sorpresa de Zaqueo no es para descrita. ¿Cómo sabía su nombre este predicador? ¿Por qué esta familiaridad en darse por invitado a su casa? Pero ya hemos dicho que este hombre tenía el corazón mayor que las apariencias. Sin hacer una pregunta, bajó del árbol y corrió hacia su casa para que todo estuviera dispuesto cuando Jesús llegase.

Pero no todos asistieron a la escena con la misma limpieza. Muchos murmuraban de que hubiera entrado a alojarse en casa de un hombre pecador (Lc 19, 7). ¿Es que no había en todo Jericó un centenar de casas limpias que hubiera podido escoger mejor que la de ese impuro? Zaqueo es un traidor al nacionalismo judío, un enemigo del pueblo escogido y, por tanto, de Dios. Y es más responsable que los simples recaudadores (como fuera Mateo) que aceptaban ese trabajo para malvivir. Zaqueo es todo un jefe de aduana, uno de los que realmente vivían del sudor de los pobres.

¿Oyó Zaqueo todas estas explicaciones? Si no las escuchó, le fue fácil suponerlas. Por eso se anticipó a los escrúpulos que pudiera tener Jesús antes de entrar en su casa. Desde la misma puerta y ante el amplio grupo de apóstoles y curiosos que acompañaban a Jesús hizo una solemne proclamación: Señor, desde hoy mismo doy la mitad de mis bienes a los pobres y, si a alguien le he defraudado en algo,, le devolveré el cuádruplo. La misma audacia generosa que le lleva a subirse al sicomoro, prescindiendo de todo respeto humano, es la que le empuja ahora a una decisión tan radical. No va a dar una pequeña limosna, va a dar la mitad de su hacienda. No va a devolver lo que haya podido robar, va a multiplicarlo por cuatro.

Jesús ahora sonríe: he aquí alguien que le ha entendido sin demasiadas explicaciones, he aquí un corazón como los que él mendiga. Dice: Hoy ha venido la salvación a esta casa, por cuanto que éste es verdaderamente un hijo de Abraham. Y luego, repitiendo algo que ya ha dicho muchas veces, añade: Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10).

Quienes oyen esta frase sienten en sus almas un nuevo latigazo: ven en ella un nuevo reto a los fariseos, para quienes lo perdido está perdido para siempre. ¡Otra vez el predicador que desordena el orden establecido y coloca a los pecadores y prostitutas por encima, en su interés, de los santos y los puros! Y regresa de nuevo la nube de la muerte por el horizonte.


La unción en Betania

Un nuevo paso hacia la tragedia se dará en Betania. Ahora Jesús ha decidido ya no seguir ocultándose y se presenta en la aldea donde más visible podía hacerse su presencia: en Betania. Desde que, semanas antes, ocurriera lo de Lázaro, la pequeña aldea se ha convertido en lugar de cita de los notables de Jerusalén. Todos quieren comprobarlo con sus ojos. Y Lázaro y sus hermanas han repetido cientos de veces la narración de la escena. Todos se disputan la presencia de Lázaro en sus mesas, cual si se tratase de un explorador venido de lejanos países.

Esto es lo que hace este Simón que, por las circunstancias, parece estar emparentado de alguna manera con los tres hermanos. Y en el banquete que Simón organiza se producirá el choque que ya hemos narrado en otro capítulo. Un choque que herirá a los fariseos presentes, pero que, sobre todo, golpeará a Judas y le dará ocasión de ponerse de acuerdo con los enemigos de Jesús. Era la chispa que faltaba. La hora se acerca.

Y Jesús proclama públicamente que conoce esa hora que viene: ¿Por qué molestáis a esta mujer? Al derramar su perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho ya para mi enterramiento (Mt 26, 12).

En los oídos de los apóstoles las palabras suenan a juego macabro. Durante tres años vienen resistiéndose a esa imagen del Mesías sangriento que Jesús parece preferir a la del Mesías triunfante. De estas dos imágenes que Isaías había pintado con toda claridad la del libertador destinado al oprobio, al sacrificio (Is 53) y la del vencedor que dilatará el reino y logrará una paz ilimitada sobre el trono de David (Is 9, 7) , Jesús parece haberse quedado con la primera, mientras los apóstoles ven sólo la segunda. Se revelaban frente a ese cordero ensangrentado, como tantos que a lo largo de los siglos no acabarán de aceptar la idea de un Dios muerto. Es una idea loca, escandalosa. San Pablo lo señalaría más tarde: Los judíos piden portentos, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles (1 Cor 1, 22-23).

Era ya escándalo para los propios apóstoles de Jesús. Y el Maestro no había desaprovechado la ocasión para inculcarles esta visión que ellos se resistían a recibir. Asombra hoy que no le hubieran entendido. Pero los hombres vemos y oímos sólo lo que nos conviene.

Jesús había comenzado con insinuaciones sobre la misteriosa destrucción del templo de su cuerpo (Jn 2, 18), había anunciado que el Hijo del hombre sería levantado en alto (Jn 3, 14-15), que el esposo sería arrebatado a sus amigos (Mc 2, 18-20). Lo había afirmado tajantemente tras la confesión de Pedro (Mc 8, 31-35) y lo había corroborado con vaticinios clarísimos (Mc 9, 31; 10, 33-34). En la misma transfiguración había vuelto a hablar de su pasión (Lc 9, 31; Mc 9, 12). Había hablado del trigo que no puede dar fruto si no muere (Jn 12, 24); del pastor que da la vida por sus ovejas (Jn 10, 11). Había contado la historia de los viñadores que dan la muerte al hijo igual que a los anteriores profetas (Mc 12, 1-11). Se había confesado obligado a beber un cáliz de amargura (Mc 10, 38). ¿Cabía más claridad? Se había enfurecido cuando Pedro intentaba apartarle de la idea de morir (Mt 16, 23). Había repetido obstinadamente la idea de la necesidad de su sufrimiento: Es preciso que el Hijo sufra mucho (Lc 9, 22). Pero ellos eran torpes y ciegos, como diría más tarde a los dos de Emaús. No se resignaban a creer lo que no les agradaba. Cualquier disculpa era buena para seguir encerrados en sus esperanzas humanas.


La mañana del domingo

Jesús y los suyos durmieron en Betania la noche del sábado. Y, con la mañana del domingo, salieron hacia la ciudad santa por la misma carretera de Jericó que habían seguido la víspera. Había en ella un gran movimiento de gentes. La pascua estaba encima y un gran número de caravanas subían a Jerusalén por el mismo camino que Jesús traía. Y la curiosidad de los comentarios surgidos en torno al nuevo profeta, había probablemente aumentado aquel año el número habitual de peregrinos. Los corazones de todos los caminantes estaban alegres. Un judío sentía siempre el júbilo de acercarse a la ciudad santa. Iban con las almas abiertas. Ninguna preparación mejor para lo que estaba a punto de ocurrir.

Porque, paradójicamente, hoy Jesús iba a obrar de manera muy diferente a la que era habitual en él. Repetidas veces había rechazado las aclamaciones de la multitud. Había huido incluso cuando percibía un entusiasmo excesivo entre los suyos. Esta mañana Jesús no sólo no mostraría oposición alguna al entusiasmo sino que hasta se diría que lo organizaba él mismo.

Salieron, pues, de Betania con la mañana. Caminaban despacio, recitando probablemente salmos y oraciones, como era normal en todo peregrino que se acerca a la ciudad santa. Habían tomado el camino más corto, el que aún hoy conduce de Betania a Jerusalén.

Son en total unos 2.800 metros. De ascensión el primer kilómetro por la vertiente oriental del monte de los olivos y, desde allí, de un rápido descenso hacia la puerta dorada y el templo.

El monte de los olivos, rara vez mencionado en el antiguo testamento, juega un amplio papel en los evangelios. Su nombre, que no ha cambiado desde los tiempos de David, se debía a los muchos olivos que crecían en él. En tiempos de Jesús debía de estar materialmente cubierto de árboles. Hoy sólo quedan pequeños grupos aquí y allá. Pero, con todo, aún se encuentran, sobre todo en su base, no sólo olivos, sino granados, higueras, almendros, algarrobos e incluso palmeras.

Su vertiente occidental, enfrente de la ciudad, tenía, además, otro sentido emotivo: los judíos entendían que este torrente Cedrón, el que separa la ciudad del monte de los olivos, era el mismísimo valle de Josafat donde debería celebrarse el juicio final, según había profetizado Joel (3, 12). Y tenían muchos la devoción de ser enterrados en aquellos parajes, para poder acudir los primeros a la hora de ese juicio. Allí se levanta la famosa tumba de Absalón y muchos otros ilustres monumentos funerarios.

El monte no es muy alto. La mayor de sus cimas alcanza los 830 metros sobre el nivel del Mediterráneo, y la que está en frente de Jerusalén llega sólo a los 812. Su descenso, pues, es lento y casi placentero. Pero lo suficientemente largo para poder disfrutar largamente de la vista de toda la ciudad que se extiende mansa frente al monte.


El borriquillo de Betfagé

El grupo que acompañaba a Jesús debía de ser bastante numeroso cuando se acercaban a Betfagé. A los habituales acompañantes del Maestro se habían sumado los admiradores y curiosos de Betania y muchos de los grupos que llegaban por el camino. Los judíos gustaban de reunirse en grandes caravanas cuando peregrinaban hacia Jerusalén y éstas se hacían cada vez más numerosas conforme se acercaban a la ciudad.

Betfagé (en hebreo Beth-pa'ghe: Casa de los higos verdes) debía de ser poco más que un caserío al que el talmud consideraba un arrabal de Jerusalén. Estaba probablemente en el mismo lugar, próximo ya a la cumbre, en que se asienta hoy la aldea del mismo nombre y en la que ya en tiempos de los cruzados se levantó una capilla conmemorativa del suceso que contamos.

Al llegar a la aldehuela, Jesús dio una orden que llenó, sin duda, de alegría a todos cuantos le acompañaban. Llamó a dos de sus discípulos y les dijo:

Id al pueblo que tenéis delante y, en cuanto entréis, hallaréis un asnillo atado, sobre el que ningún hombre cabalgó jamás. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os dice: «¿Por qué hacéis eso?», decid: «El Señor lo necesita y enseguida os lo devuelve» (Mc 11, 1-3).

Entramos en una escena en la que todo empieza a hacerse misterioso, o, por lo menos, paradójico. El hecho de que la describan los cuatro evangelistas demuestra, ya desde el primer momento, la importancia que todos le atribuyen. Pero ¿cuál fue su verdadero sentido?


Una interpretación política

Para quienes tratan de acentuar el sentido político de la vida de Jesús e insisten en vincularle a movimientos zelotas la entrada de Cristo en la ciudad habría sido una verdadera ocupación militar de la misma. Colocan aquí, siguiendo la cronología de Mateo, la expulsión de los mercaderes del templo e interpretan ésta como una verdadera toma de la ciudadela de la ciudad.

Para Joel Carmichael que lleva a los extremos esta teoría— el domingo de ramos habría sido una verdadera manifestación política, el «¡Hosanna!» de las gentes habría sido un grito de liberación contra la opresión de los romanos y las gentes que aclamaban a Jesús no habrían visto en él otra cosa que un jefe nacionalista que podía librarles no de la opresión del pecado, sino de la única opresión que ellos experimentaban visiblemente: la tiranía de los extranjeros.

Digamos, de momento, que esta interpretación encuentra por de pronto dos graves objeciones:.¿Para qué habría montado Jesús una manifestación política de la que no iba a sacar fruto alguno, si a la noche siguiente iba a regresar pacíficamente a Betania? ¿Y si esta manifestación fue realmente tan importante y belicosa, cómo explicar que en ningún momento del juicio de Jesús, pocos días después, aparezca la menor alusión a la escena?

Afirmar, además, sin ningún otro argumento probatorio, que los evangelistas suavizaron la escena dándole un carácter puramente místico, no parece suficiente. De hecho, la interpretación de Jesús como vencedor trascendente no sólo encaja con una visión del Mesías anunciada por los profetas, sino que es la única aceptable dentro de todo lo que conocemos de la mentalidad de Jesús. Para entrar en la visión de Carmichael y la interpretación zelota, tendríamos que desmontar el noventa y cinco por ciento de los evangelios. Creer que sólo en esos fragmentos más belicosos fueron sinceros los evangelistas y que dulcificaron todo lo demás, es un caso de prejuicio apriorista que poco tiene de científico. Los evangelios pueden aceptarse o no como fuente, pero seleccionar de ellos sólo lo que coincide con teorías personales no resulta muy coherente.

Enfrente se colocaría otra interpretación puramente mística que insistiría en la humildad de la borriquilla, en el clima casi infantil de la chiquillería que rodea a Jesús, en las palmas agitadas que bien poco tienen que ver con las armas. Pero probablemente esta interpretación incide en los mismos defectos de la opuesta. Hay, evidentemente, en la escena un algo de tensión que no debe ser excluido. Incluso no parece ilegítimo distinguir entre lo que Jesús quiso expresar y lo que de hecho interpretaron los que le aclamaban. Parece, por todo ello, preferible renunciar a interpretaciones personales y acercarse sencillamente a la realidad de la escena tal y como la trasmiten sus testigos.


El príncipe de la paz

El primer dato sorprendente es que es Jesús quien toma la iniciativa de su triunfo. El, que tantas veces ha huido de este tipo de manifestaciones, casi se diría que la busca ahora. Es él quien manda a buscar el borriquillo.

Escritores piadosos, como Fillion, subrayan la importancia de la selección de la cabalgadura:

Un rey puramente temporal, o bien el Mesías tal y como se lo representaba la mayor parte de los judíos, hubiera hecho su entrada triunfal en la metrópoli montado en brioso alazán, rodeado de brillante escolta de capitanes y soldados, al sonido de trompetas, a banderas desplegadas. El verdadero Mesías obtendrá un triunfo real, pero más humilde, y cuyas manifestaciones sean todas pacíficas y llevarán un sello religioso. Por eso entra en Jerusalén sentado sencillamente sobre un pollino, como un príncipe de la paz, como un rey espiritual, como un salvador de las almas.

Todo esto son, evidentemente, interpretaciones que hoy hacemos los cristianos. Y aplicamos incluso mucho de nuestra mentalidad occidental. Pero el borriquillo no tenía en Oriente ni el sentido rústico que nosotros le atribuimos, ni el ternurismo poético que Juan Ramón Jiménez aportó. El asno era, en Palestina, cabalgadura de personas notables, ya desde los tiempos de Balaán (Núm 22, 21). Jesús, al elegir esta montura, no busca, pues, tanto la humildad como el animal normal entre las gentes de su país, gemelo al que la novia usaba el día de su boda o al que se ofrecía a cualquier persona a quien se quisiera festejar.

Pero busca, sobre todo, el cumplimiento de una profecía. Cuando los evangelistas señalan con tanta precisión la profecía de Zacarías (9, 9) es porque, casi seguramente, el mismo Maestro aludió expresamente a ella:

¡Salta de alegría, hija de Sión!
¡lanza gritos de júbilo, hija de Jerusalén!
He aquí que viene a ti tu rey.
Es justo y protegido de Dios,
sencillo y cabalgando sobre un asno,
sobre un pollino, hijo de asna.

La profecía de Zacarías coloca la escena en su verdadero lugar: se trata evidentemente de un rey, pero de un rey mucho más espiritual que político. Y esta idea aparece acentuada por la frase de Jesús que alude a que el asnillo aún no ha servido de montura a nadie, pues los antiguos estimaban que un animal ya empleado en usos profanos era menos idóneo para usos religiosos.


Una multitud entusiasmada

¿Entendieron los que rodeaban a Jesús este sentido religioso que él quería dar a su triunfo? Si atendemos a sus gritos posteriores hemos de confesar que muy confusamente. Los judíos de entonces no hacían nuestras distinciones entre política y religión. Un triunfo era un triunfo, y todo quedaba envuelto en él. Y en un pueblo oprimido, todo adquiría alusiones contra el opresor. Pero el clima de fiesta tuvo que predominar sobre el de protesta. No se explicaría de otro modo ni el aire de la narración, ni la no intervención de las tropas romanas que tuvieron que ver la manifestación desde lo alto de la torre Antonia. La manifestación debió de tener, pues, mucho más de folklore que de algazara. Aún hoy los palestinos llaman a la procesión jubilosa que cada domingo de ramos baja de Betania a Jerusalén con el nombre español de «fantasía». Algo así debió de ser la primera.

Los apóstoles y muchos de los que acompañaban a Jesús se sintieron llenos de alegría al ver llegar el borriquillo. Se quitaron los mantos multicolores y lo engualdraparon con ellos. Otros tendían los suyos sobre el camino para que pasara sobre ellos el jinete. Los más, cortaban ramas de olivo o de palmera y las agitaban a su paso o las esparcían ante él. Y los gritos llenaron el cielo: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas! (Mc 11, 9-10).

De estas frases deduce Carmichael toda su interpretación política de la escena. Ese «¡Hosanna!» habría que traducirlo por un «¡Libéranos!» que no podía tener otro sentido que el de la liberación política; y la frase «gritaban: ¡Hosanna al Hijo de David!» tiene que deberse a un cambio de líneas que dijera en realidad: «Gritaban al Hijo de David: ¡Libéranos!».

La interpretación tiene mucho más de fantástico que de científico. La palabra «hosanna» en su sentido etimológico primitivo tenía un sentido directísimamente religioso y se traducía por «Yahvé salva». Pero en tiempos de Cristo había perdido su sentido etimológico y se había quedado como puro grito de júbilo que equivaldría simplemente a nuestro «¡Viva!».

A esto se añadía un segundo dato importante. En la fiesta de los tabernáculos todo judío llevaba en sus manos dos ramos el lulag y el etrong el primero de los cuales era de cedro y el segundo una palma, adornada con mirto y sauce. Esta palma, que los judíos agitaban en la procesión de la fiesta citada, había tomado el nombre de «hosanna», precisamente del grito que se pronunciaba al agitarla.

La palabra, pues, había perdido todo sentido político y era una pura manifestación de entusiasmo que podía unirse a cualquier otra frase. De hecho, en este caso, el contexto del «hosanna» es simplemente un sinónimo de «bendito».

Todas las frases que la multitud grita tienen, además, cientos de formulaciones parecidas en los salmos (concretamente en 118, 26 y en los salmos de Salomón) o en otros lugares de la Biblia. Y la frase «¡Hosanna en las alturas!» (que a Carmichael le parece absurda, pues, al entender el hosanna como liberación en este mundo, no entiende qué pueda tener que ver con las alturas) es sinónimo del «Gloria a Dios en las alturas» (Le 2, 14) que nos encontramos ya en los comienzos de la vida de Jesús.

Tenemos pues a unas docenas, tal vez unos centenares de entusiastas que gritan en torno a Jesús viendo en él un líder a la vez político y religioso. No son revolucionarios, no son guerrilleros, son gentes llenas de esperanza que no saben con mucha claridad qué es lo que esperan. Jesús, por primera vez en su vida, autoriza o tolera esos aplausos. Sabe que muy pocos entienden claramente el sentido verdadero de su misión y cuál es la salvación que él trae. Pero les deja gritar, como si quisiera paladear por un momento los aplausos y el triunfo. Sabe que pronto vendrá la noche.


Dos sombras

Y, como anticipación de esa noche que le espera, en medio del triunfo del mediodía aparecen ya dos sombras. La primera es la presencia de sus enemigos de siempre. Un grupo de fariseos, que se ha mezclado a la multitud enfervorizada, no puede ocultar su escándalo. No se atreven a oponerse al entusiasmo popular. Y se acercan a Jesús para pedirle que sea él quien corte tanta desmesura. Maestro --le dicen-- reprende a tus discípulos. No dicen siquiera por qué les tiene que reprender. Les parece demasiado evidente dónde está la falta: esos gritos proclamándole hijo de David, ese entusiasmo como si se tratase de un Dios... Saben que Jesús ha cortado otras veces manifestaciones de este tipo. Piensan que volverá a hacerlo ahora.

Pero hoy Jesús desea que todos conozcan lo que tantas veces él mismo ha ocultado. Sabe, además, que es la hora en la que lo que estaba oculto quedará patente para que nadie pueda argüir ignorancia. Por eso responde con sencilla energía: Os digo que, si estos callaren, gritarían las piedras (Le 19, 40).

En ese momento un grupo de chiquillos comenzó a vitorear a Jesús con más fuerza. Quizá lo hacían con esa maldad de los muchachos gozosos de hacer mal a los sacerdotes que veían conversando con Jesús. ¡Hosanna al Hijo de David! gritaban en sus propias narices. Ahora, ellos cargaron su voz de toda la respetabilidad que poseían e, irritados, dijeron a Jesús: ¿No oyes lo que éstos dicen? En el rostro de Jesús debió de aparecer una sonrisa irónica: Sí, dijo, les oigo y les entiendo. Y vosotros también debíais entenderles. ¿No habéis leído en la Escritura: «De los labios de los muchachos y los niños de pecho sacaste alabanzas»? Los sacerdotes y escribas entendieron bien la alusión: Jesús tomaba la frase del salmo 8, precisamente allí donde el autor sagrado contrapone la ingenua alabanza de Dios hecha por los niños y el silencio de los enemigos de Dios. ¿Estaba presentándose como divino, al señalar que quienes no le vitoreaban eran enemigos de Dios? Se alejaron furiosos. Y se decían a sí mismos que tenía razón Caifás al señalar la muerte como la única salida si querían conseguir que la gente no se fuera tras aquel embaucador.


El llanto sobre la ciudad

La otra sombra fue más densa, más honda y dolorosa para Jesús. Habían llegado ya a la cima del monte de los olivos y a sus pies había aparecido la ciudad, que brillaba ante sus ojos bajo el sol.

Jerusalén era muy hermosa entonces. Más que hoy, y el actual es ya un bellísimo espectáculo. Treinta años antes, Herodes el grande había volcado en la ciudad todo su ingenio y su orgullo de constructor. A los pies del monte, nada más cruzar el Cedrón, aparecía la mole grandiosa del templo, esplendente de oro y de mármoles cándidos. Unido con él se alzaba el poderoso cuadrilátero de la torre Antonia con sus cuatro torres. Al lado opuesto, hacia occidente, la casa real de Herodes con las tres torres que Tito, cuarenta años más tarde, juzgaría inexpugnables. Entre ambos palacios, un laberinto de casas, de piedra la mayor parte, mezcladas con las cuales se repartían numerosas construcciones suntuosas muy recientes. Y todo ello, ceñido por una doble muralla en la que se abrían hermosas puertas de madera claveteada.

Ante los ojos de Jesús desfilaron en un instante cientos y cientos de imágenes. Vio a David, mil años antes, construyendo esta entonces humilde ciudad. Contempló la jubilosa llegada del arca a la explanada que ahora brillaba bajo el sol. Ante sus ojos apareció el fabuloso templo que allí mismo construyó Salomón. En sus oídos resonaron tantas palabras de los profetas. Esta era la ciudad escogida por Yahvé, su Padre (1 Re 11, 13; 2 Re 23, 27). Esta era una urbe diseñada en los cielos, ciudad santa (Is 52, 1), lugar de salvación (Is 46, 13), trono de Dios (Jer 3, 17). Esta ciudad era la alegría misma de Dios: Jerusalén será mi júbilo, y mi pueblo mi gozo (Is 65, 18-19).

Pero ve también el pecado y la iniquidad: Cuantas son las calles de Jerusalén, tantos fueron los altares alzados para ofrecer incienso a Baal (Jer 11, 13). Por eso la ciudad que era el gozo de Dios, se ha convertido en el gozo de sus enemigos (Lam 2, 17), en un montón de ruinas, cubil de chacales (Jer 9, 11). Oye las terribles palabras de Yahvé: Rechazaré a Jerusalén, a esta ciudad que yo había elegido y a esta casa de la cual dije: Aquí estará ni nombre (2 Re 23, 27).

Ve a esta ciudad asesina que mata a los profetas y asesina a los que le son enviados (Lc 13, 34) y sus ojos recorren las calles por las que dentro de muy pocas horas sembrará su sangre. Y sus ojos se llenan de lágrimas.

Pero no llora por su propio dolor, sino por la tragedia de quienes serán sus asesinos.

Al ver la ciudad lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al menos en este día conocieras lo que necesitas para tu paz. Pero ahora está oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que te rodearán de trincheras tus enemigos, y te cercarán y te asediarán por todas partes, y te abatirán al suelo, a ti y a los hijos que tienes dentro, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por no haber conocido el tiempo de tu visitación (Le 19, 43-44).

Cuarenta años más tarde todo esto que Jesús entrevé se habrá vuelto dramática realidad. En Jerusalén no quedará piedra sobre piedra. Y las trincheras levantadas por los invasores llegarán precisamente hasta este lugar en el que Jesús llora. Y Tito, el destructor de la ciudad, llorará lágrimas parecidas a las de Jesús. Flavio J osefo cuenta que el general romano cuando, meses después, pasó desde Antioquía a Egipto, volvió a entrar en Jerusalén:

Y comparando entonces la triste soledad que veía, con la pasada magnificencia de la ciudad, y recordando tanto la grandeza como la antigua belleza de los edificios arruinados, deploró la destrucción de la ciudad, no ya envaneciéndose, como otros habrían hecho, de haberla expugnado a pesar de ser tan grande y fuerte, sino maldiciendo repetidamente a los culpables que habían iniciado la revuelta y atraído sobre la ciudad aquel castigo.

Pero si Tito llora tardíamente por los edificios que él mismo había derruido, Jesús lo hace, anticipadamente, por las almas de todos los que ahora gritan en torno suyo y que mañana traicionarán, y que son más importantes que todos los edificios de esta ciudad que brilla a sus pies bajo el sol, mientras los que le rodean no pueden entender sus lágrimas; no podrían, incluso si las vieran, porque tienen tanto que gritar, que ni se enteran de que una sombra de tristeza se ha cruzado en el alma de ese Mesías a quien ellos ven triunfante y se niegan a ver clavado, por ellos, en una cruz.


La entrada en Jerusalén

Los cuatro evangelistas, que han caminado unidos, con muy pocas variantes, en toda la narración anterior, se dispersan al entrar Jesús en Jerusalén. Lucas nada nos dice de su entrada en la ciudad y hace sólo unas alusiones a su posterior predicación en el templo. Marcos se limita a decir escuetamente: Entró en Jerusalén, en el templo. Mateo da, en cambio, mucha importancia a la conmoción causada por Jesús al entrar en la ciudad. Juan ofrece una serie de diálogos y escenas que se habrían producido precisamente en este día.

La narración de Mateo es la más dramática. Nos dice que toda la ciudad se conmovió y que los curiosos preguntaban quién era ese hombre a quien aclamaban entre palmas. Eran, sin duda, muchos los forasteros que llegaban a la ciudad en esos días y buena parte de ellos quizá nada habían oído sobre Jesús. La respuesta que Mateo transcribe a esa pregunta no deja de ser significativa: Este es Jesús, el profeta de Galilea. ¿Por qué no le proclaman ahora «hijo de David» como hace sólo unos minutos? ¿Por qué se repliegan tímidamente a llamarle sólo profeta e incluso le confinan en una alejada región? ¿Es que al estar ya dentro de la ciudad se han vuelto prudentes porque no se consideran seguros, sabiendo que las autoridades están contra él? Es posible. Pero más probable es que se trate de una respuesta de galileos a los que, orgullosos de Jesús, lo que les importa es subrayar su conciudadanía: es nuestro profeta, el de nuestra tierra.

Tras esta entrada en la ciudad coloca Mateo una expulsión de los mercaderes del templo, gemela, aunque más breve, a la que Juan sitúa al comienzo de la vida pública de Cristo y que ya analizamos en el segundo volumen de esta obra. ¿Se trata de la misma escena colocada aquí por Mateo para intensificar dramáticamente las horas previas a la pasión? ¿O fue, por el contrario, Juan quien la anticipó para abrir la vida pública de Cristo con un choque frontal con sus enemigos? ¿O se trata de dos escenas parecidas ocurridas realmente dos veces, una al comienzo y otra al final de la vida pública? Las tres hipótesis se han discutido, demostrado, refutado y cada una de las tres sigue teniendo sus acérrimos partidarios. Probablemente nunca se hará luz definitiva sobre el problema.

A los amigos de la tesis zelota les convence mucho más esta escena como prólogo inmediato de la pasión. El gesto de violencia de Jesús ocupando el templo habría decidido a sacerdotes y romanos al contraataque rápido y violento. Pero los partidarios de esta interpretación (aparte de que esa famosa violencia armada de Jesús en la purificación del templo no aparece por parte alguna) tienen que enfrentarse con el problema del marco en que el mismo Mateo sitúa la narración: es dificil entender una ocupación militar de una fortaleza combinada con unos enfermos que acuden para ser curados y, sobre todo, con el griterío que en torno a Jesús arma la chiquillería. Una ocupación militar realizada por chiquillos que saltan y juegan no es demasiado coherente.

Tendremos, pues, que concluir que esta jornada, que se inicia con una fiesta de aldea y acaba con la aclamación de los niños de la ciudad, tiene poco que ver con un acontecimiento político contra los ocupantes. Es muy probable que en los ánimos de muchos de los que aplaudían y aun de los mismos apóstoles, hubiera una intención y una esperanza política en sus aplausos. Pero ciertamente debieron encontrar sorprendente a este caudillo que «no se decidía», que optaba generalmente por huir de sus partidarios y que, cuando una vez les dejaba vitorearle, reducía todo a sonrisas en una fiesta infantil. ¿Era verdaderamente él? se preguntaban. ¿Debían cambiar de jefe y buscar otro mesías en quien depositar sus esperanzas? ¿O debían cambiar sus esperanzas y su visión del mesías para seguir a este jefe? Estas eran preguntas a las que ninguno de ellos sabía responder.


Unos griegos quieren ver a Jesús

San Juan no se resigna a cerrar este día sin descender a la hondura de los grandes problemas. Y coloca aún en este domingo una serie de diálogos de una belleza soberana.

La ocasión del primero la da un grupo de griegos que ha venido también a la fiesta judía y que manifiesta curiosidad por conocer a Jesús. ¿Eran griegos de religión pagana o simplemente judíos de la diáspora? El nombre que Juan les da parece más bien referirse a un extranjero, de cualquier nación, que no sea israelita. Para los judíos de la época el mundo se dividía en judíos y no judíos, y éstos eran en su mayor parte deudores de la lengua y civilización griegas. Eran, sin embargo, hombres religiosos, ganados probablemente por la propaganda de los judíos de la diáspora, quizá estaban emparentados conalgunos judíos de los muchos que vivían en Grecia. Medio por curiosidad, medio por fe, habían bajado a Jerusalén para participar en la fiesta pascual. No podían tomar parte en los sacrificios, pero sí, como dice Juan con precisión, en la adoración.

La presencia de estos griegos va a permitir a Cristo abrir su pensamiento en esta tarde del domingo. Y sus palabras se vuelven cálidas y misteriosas. Parece comenzar diciendo que no es ya hora de entrevistas ni con judíos, ni paganos. Porque ha llegado la hora de morir. Esa hora tantas veces anunciada y presentida, ahora está ya aquí. Pero esta es la hora en que Jesús será verdaderamente glorificado. Parece volver los ojos a lo ocurrido en la mañana de este mismo día y comentar: no es esa la verdadera gloria que al Hijo le espera. No se trata de triunfos ni aplausos, que son sólo un remedio de la gran glorificación que será su resurrección final. Pero, para llegar a ella, habrá que pasar antes por la humillación y la muerte. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, quedará solo, no producirá fruto alguno. Sólo si muere en la tierra, llevará mucho fruto. Vuelve Jesús a sus viejas comparaciones campesinas, tan dramáticamente plásticas. Habla de morir, de pudrirse, no de simples ocultaciones y apariencias. Y también el que quiera seguirle tendrá que ir por ese camino. No hay otro. Porque el que ama su alma, el que la ahorra y se la reserva, ése la ha perdido. Sólo quien la entrega la salvará.

Pero Jesús no oculta tampoco su miedo: Ahora mi alma está turbada. ¿ Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Mas si yo he venido para esta hora! (Jn 12, 27). Los que le oyen están emocionados. El estilo de Jesús se va volviendo dramático. Dialoga. Impreca. Se pregunta y se responde a sí mismo. Nadie se atreve a interrumpirle. Ahora es el juicio de este mundo. Ahora el príncipe de este mundo es arrojado litera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. ¿Le entendían los que le escuchaban? ¿Volvieron sus cabezas a llenarse de sueños militares y políticos? Ciertamente ninguno de ellos pudo entonces imaginar que ese «ser levantado» se refiriera a una crucifixión. Sólo más tarde lo entenderían. Sólo tras su muerte y resurrección comprenderían, como anota Juan, que esto lo decía indicando qué tipo de muerte habría de padecer (Jn 12, 32-33).

Quizá fueron más inteligentes los enemigos que los compañeros. Y alguien de la multitud interpretó que estaba hablando de muerte. Por eso le increpó: Nosotros sabemos por la ley que el Mesías permanece para siempre. ¿Cómo, pues, dices tú que el Hijo del hombre ha de ser levantado? ¿Quién es ese Hijo del hombre? Jesús esta vez ya no contestó en directo a tan directas preguntas. Bastante lo había explicado a lo largo de los tres años anteriores. Prefirió usar una de sus parábolas: Por poco tiempo aún está la luz en medio de vosotros. Caminad, pues, mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas, porque el que camina en tinieblas no sabe por dónde va. Mientras tenéis luz creed en la luz, para que seáis hijos de la luz (Jn 12, 34-36).

Este era el combate: la luz y las tinieblas. Jesús volvía a las imágenes de siempre. Juan lo había dicho ya en el comienzo de su evangelio: Vino la luz y las tinieblas no la comprendieron. Por eso estaba llegando la hora del poder de las tinieblas. Pronto en el alma de Judas y en las de muchos de los que estaban escuchándole sería de noche.


Regreso a Betania

Había oscurecido también en el cielo. Nada más había que discutir con quienes no querían oírle. Y dejándolos --dice Mateo— salió de la ciudad en dirección a Betania, donde pasó la noche (21, 17).

Era realmente un paseo y Jesús rehizo con sus apóstoles el mismo camino que habían recorrido por la mañana. Ahora les resultó más largo porque era cuesta arriba en su mayor parte. Pero, sobre todo, se les hizo más cuesta arriba en el alma. Los apóstoles repasaban los acontecimientos del día y no lograban entenderlos. A la amargura de la primera parte del camino, desde Efraín a Betania, había sucedido este súbito estallido de alegría. Pero luego ese gozo se había apagado como un cohete, sin dejar fruto alguno. Quizá por un momento llegaron a imaginarse que Jesús tomaría la ciudad, violenta o pacíficamente. Pero pronto entendieron que eso no había ni pasado por la imaginación del Maestro. Al contrario: pocas horas después había vuelto a hablar de muerte y derrota. No entendían. No se atrevían a preguntarle nada nuevo. La tristeza era más pesada que su cansancio. Aquella noche, en su sueño, hubo palmas que se convertían en lanzas y «hosannas» que se volvían insultos. Cerca de ellos, Jerusalén dormía como gran animal que acecha a su presa.