3 Lázaro, el hombre que murió dos veces

El nombre de Betania es hoy, en el mundo cristiano, símbolo de hospitalidad, de acogida, de amistad afectuosa. En los tiempos de Jesús era una aldea sonriente construida en la falda de una colina, en la vertiente oriental del monte de los Olivos, a quince estadios (algo menos de tres kilómetros) de Jerusalén. Debía de ser entonces sólo un racimo de casas rodeadas de almendros, algarrobos, olivos e higueras. Salvo por el calor de los días de verano, un lugar admirable para descansar.

El cristiano siente hoy una extraña emoción al pisar esta aldea que ha cambiado de nombre, para tomar el de quien será protagonista de la historia que cuenta este capítulo: El Azarieh, se llama con una deformación árabe de «Lázaro». Es una emoción difícil de explicar. Se trata de una aldehuela miserable, con treinta o cuarenta casas, cuando más. Casas labradoras ante las que picotean y escarban las gallinas. Por las calles corretean chiquillos, que luego rodearán el polvoriento autobús que llega desde Jerusalén, para marear, pedigüeños, a los pocos peregrinos que suben hasta la aldea, anhelosos de descifrar el misterio que encierra.

El peregrino olfatea el aire que sus recuerdos hacen milagroso. Busca en las viejas ruinas. Aquí vivió un hombre que murió dos veces. Este mismo aire fue testigo de una de las horas más intensas que ha conocido la humanidad. Pero el aire no cuenta nada y el peregrino apenas si consigue un poco de silencio, entre el ávido chillar de la chiquillería que parece quisiera contradecir la fama de hospitalidad que el nombre de Betania evoca. El peregrino sabe entonces que sólo con la fe encuentran estas calles su sentido; que es la Betania del corazón la que realmente cuenta. Porque aquí, aunque nada lo testimonie hoy, latieron al unísono cuatro corazones enormes.


Los amigos

Sabemos muy poco y es bien triste de la vida cotidiana de Jesús. ¿Pero tuvo realmente vida cotidiana o vivió en perpetua tensión, como si una celeste maroma tirara de él desde lo alto? ¿De qué hablaba en las horas en que no anunciaba el reino de los cielos? ¿Qué eran para él las sobremesas? ¿Cómo comentaba los sucesos del día? ¿Qué le gustaba comer y cuáles eran sus temas de conversación mientras yantaba?

Nos imaginamos a Jesús «ejerciendo» de Dios a toda hora. Y, aunque nunca dejara de serlo, tampoco se alejó, por ello, de ser hombre plenamente. Y en su vida, como en la de todo ser auténtica-mente humano, hubo —tuvo que haber-- «descansillos», horas de mirar el paisaje, tiempos para la amistad y el descanso, todos esos huecos que nos hacen soportable la tarea de vivir.

Los evangelistas, como es lógico, nada nos ha trasmitido de esa otra vertiente de su vida. Un biógrafo moderno tiene el sentido de la cotidianidad, cuida de situar los mundos interiores de su biografiado en la vertiente real y completa de su vida pequeña. Los escritores evangélicos estaban demasiado deslumbrados por la enorme tarea de testigos de la resurrección como para detenerse a contarnos qué le gustaba comer a Jesús. Sólo aquí y allá aparecen pequeños rasgos de esta su «vividura» humana.

Uno de estos rincones donde «descansaba de vivir» era Betania. Jesús no hubiera sido hombre completo si no hubiera rendido algún culto a la amistad. Es la soledad la que tensa a las almas y la amistad la que hace que esa tensión no se torne inhumana. El pueblo judío lo sabía bien al cotizar la amistad como uno de los dones más altos de Dios.

La sagrada Escritura está llena de elogios a la amistad: El amigo fiel no tiene precio (Eclo 6, 15; 7, 18) porque ama en todo tiempo (Prov 17, 17) y hace la vida deliciosa (Sal 133; Prov 15, 17). El mismo Dios se presenta como amigo de los hombres. Un pacto de amistad sella con Abrahán (Is 41, 8; Gén 18, 17), con Moisés (Ex 33, 11), con los profetas (Am 3, 7). Al enviar a Cristo se mostró como amigo de los hombres (Tit 3, 4) y el mismo Jesús describió a Dios como alguien que se deja molestar por el amigo inoportuno (Le 11, 5-8).

Jesús —como dice Léon-Dufour dio a esta amistad de Dios un rostro de carne viniendo a ser amigo de los hombres, de cada uno de nosotros.

Pero tuvo, evidentemente, amigos especiales. Lo fueron los doce apóstoles, sobre todo en la última parte de su vida: Ya no os llamo servidores, sino amigos, les dijo (Jn 15, 15). Y cuantos le acompañabaneran los amigos del esposo (Jn 3, 29) a quienes nadie debía molestar mientras el esposo estuviera con ellos.

Sin embargo, Jesús era en realidad para sus apóstoles más un maestro que un amigo. Ellos le miraban desde abajo y él realizaba con ellos, ante todo, una misión de adoctrinamiento.

Podríamos decir, por tanto, que es Betania el verdadero centro de la amistad de Jesús. Allí no tiene, al menos en un primer momento, una función directamente mesiánica. Allí puede retirarse a descansar, a estar simplemente a gusto entre gentes queridas y que le estimaban.


La familia de Lázaro

No conocemos mucho de esta familia. Sabemos que eran gente conocida, bien relacionada, influyente. Todo hace pensar que su situación económica era buena. Tenían muchos amigos en Jerusalén y precisamente entre las clases más poderosas. Podría pensarse que Betania era una casa de reposo de unos ricos, que tenían en Jerusalén su morada principal.

Son muchos los datos que inclinan a pensar que el propio Lázaro pudiera ser un fariseo importante, uno de los pocos que —como Nicodemo y José de Arimatea— creyeron en él. El clima de la casa era hondamente religioso. Casi me atrevería a decir que el evangelista lo pinta como un poco beato, una de esas casas de gente de asociaciones católicas de hoy, frecuentada por curas y canónigos.

De qué vivían, tampoco lo sabemos. Lázaro podría ser labrador o propietario de tierras. O tener algún negocio en la vecina Jerusalén. Lo que sí parece, en todo caso, es que era gente que vivía desahogada-mente y no del trabajo cotidiano de sus manos.

Eran tres hermanos, solteros los tres, probablemente. Algunos comentaristas casamenteros han querido ver en el rico Simón, el fariseo, de cuyo convite ya hemos hablado, a un posible padre de Lázaro o incluso a un hipotético marido de Marta. Pero esta suposición no se basa en ningún dato serio. Es mucho más atendible la tradición que, apoyada en los datos bíblicos, presenta a los tres como hermanos solteros que viven juntos, protegiendo Lázaro a sus hermanas y viviendo ellas dedicadas a cuidarle a él.

Hay científicos que opinan que Lázaro llevaba mucho tiempo enfermo. De hecho no aparece para nada en la escena en que Lucas nos pinta a las dos hermanas conversando con Jesús (10, 39). De su vida interior los evangelistas no nos ofrecen ni un solo dato ni antes ni después del hecho tremendo que iba a vivir, como si quisieran dejarnos abierto el gran misterio que cruzó su alma.

Marta (que en hebreo quiere decir «señora») era la mayor de las hermanas. Ella llevaba la dirección de la casa. Era, tal y como aparece en el evangelio, hembra decidida y un tanto dominante, un carácter duro de mujer fuerte, poco amiga de sentimentalismos, honda en su fe y arisca en su expresión.

María, mucho más joven sin duda, era exactamente lo contrario a su hermana. Y regresa aquí la duda que ya hemos señalado en el segundo volumen de esta obra, de si era la misma María Magdalena a quien vimos llorar a los pies de Jesús.

Muchos exegetas creen que no pueden casarse los datos psicológicos y religiosos que describen a la primera y a la segunda. ¿Acaso aquella desgarrada pecadora pública tiene algo que ver con esta mujer mística y contemplativa que se pasa las horas a los pies de Jesús? ¿Y cómo ligar esta mujer de buena familia religiosa con aquella pecadora conocida de todos?

Yo he de confesar que, cuanto más lo examino, más me inclino a ver en ambas a la misma persona. Dentro de toda mujer hay cien mujeres. Y el carácter apasionado de la hermana de Lázaro muestra en ella mucha más vitalidad de la que suelen reflejar ciertas melifluas pinturas. Su modo de reaccionar ante la muerte de su hermano, su gesto en la comida de Simón el Fariseo, tan parecido al de la pecadora en el banquete de Simón el Leproso, permiten ver en ella la vertiginosa hondura de una de esas mujeres que habitan las novelas de Dostoievski. ¿Es fantasía pensar que una mujer así encontrara insoportable vivir en esa casa invadida por los ilustres sacerdotes y fariseos de Jerusalén y la llevara lejos, hasta convertirse en una prostituta? La fría distancia de Lázaro, el seco autoritarismo de Marta, muy bien pudieron ser insufribles para el loco corazón de la joven María. Hoy, al menos, vemos reaccionar así a cientos de muchachas que huyen de casas en las que impera el formalismo religioso. Y el camino del mal hace rodar hasta el fondo a quienes lo inician como aventura.

Si Jesús logró rescatar a Magdalena de sus siete demonios carnales y devolverla al seno del hogar, tendríamos muy lógicamente explicada la amistad de Cristo con esta familia; habríamos entendido que esta mujer tuviera dos almas, vertiginosa la una e infinitamente tierna la otra, cuando se encontraba ante el hombre que le descubrió la luz de su espíritu. Entenderíamos bien esa entrega total de Magdalena, a quien Jesús habría arrancado la máscara de pecado que cubría un corazón hondamente religioso. Y no necesitaríamos sucias imaginaciones para entender el atractivo que Jesús inspiraba en ella: le había devuelto el alma; le había descubierto que el verdadero amor no estaba ni en la falsa religiosidad de su adolescencia, ni en las entregas carnales de su juventud, sino en algo infinitamente más hondo yapasionante. Jesús habría incendiado su vida con algo mucho más radical que un atractivo carnal. Y, al mismo tiempo, habría sembrado en ella muchas más preguntas que respuestas, lo mismo que hizo con la samaritana: por eso ella gustaba de sorber sus palabras, para averiguar qué había en el fondo de aquel hombre misterioso que la había reconciliado con la vida.


Lo único necesario

La escena que describe Lucas nos dibuja bien a las dos mujeres. Jesús ha ido, como tantas veces, a la casa de sus amigos. Y Marta, apenas pasados los saludos de cortesía, se ha puesto a trajinar en la casa para preparar una digna acogida a su huésped. Va y viene, termina la limpieza, prepara las camas, se entrega afanosa a organizar un verdadero banquete. Mientras tanto, María piensa que sería un pecado perder un solo instante de la compañía de Jesús. Se sienta cerca de él y se dedica a contemplarle, a sorber todas y cada una de sus palabras. Está allí, como clavada por un imán. Ni se plantea el problema de la comida; ni se entera de que su hermana va de acá para allá; ni pasa por su imaginación la angustia por si la casa está limpia. Marta, mientras va y viene, hace gestos que su hermana no ve. La está comiendo la pasividad de María. También a ella le gustaría estar allí sentada oyendo lo que Jesús dice. Pero ¿no sería una falta de respeto al huésped servirle de cualquier forma la comida? El suyo es también un modo de amor; un amor agitado, pero verdadero.

Hay un momento en que no puede más y, curiosamente, no se vuelve contra su hermana, sino contra este Jesús que parece acaparar-la. Su amor se ha manchado de una especie de celos. Por eso su voz sale ácida, increpante: Señor ¿no te importa nada que mi hermana me deje servir a mi sola? Dile, pues, que me ayude. No se dirige siquiera a su hermana. O porque la da por imposible, o porque hay en su alma un secreto rencor hacia ella. Si realmente María fue la pecadora que pasó años lejos de casa, escandalizando el mundo, se entendería mejor ese tono agrio y despectivo hacia esta hermana suya que ahora se las da de piadosa, allí a los pies del Maestro.

La respuesta de Jesús no es dura, pero sí seria: Marta, Marta, te angustias y turbas por muchas cosas; una sola es necesaria. María ha escogido la mejor parte, que no le será quitada (Lc 10, 40-42).

Una vez más las palabras de Jesús resultan desconcertantes. ¿No tenía Marta razón en buena parte? Sí, sin duda. Lo que ella hacía era realmente importante y lo hacía por amor. Pero a su amor se mezclaba una cierta sequedad de espíritu. Jesús no corrige el que ella trabaje, sino el que haga «muchas cosas» y el que las haga «angustiada y turbada». Jesús critica, sobre todo, esa escala de valores que la hace olvidarse de lo realmente necesario.

El gesto de María ha tenido, en cambio, fortuna en la historia de la Iglesia que ha visto siempre en él un anuncio de lo que será la vida en el reino de los cielos: su recogimiento, su desasimiento de todo lo terreno, su contemplación de Cristo sin pestañear, son un resumen de aquel buscar el reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33) que hace olvidarse de toda la añadidura.

Su hermana busca «muchas cosas», se divide, se dispersa, le puede la impaciencia. Está sirviendo, sí, y sirviendo a Dios, pero lo hace nerviosa y agitada, disgregada, como vivimos todos los que braceamos en este mundo. El otro mundo será el reino de lo esencial. La Iglesia, que ha visto siempre el pecado como división, desunión, dispersión, entiende el cielo y ese preludio que es la contemplación como unidad quieta y dichosa. Ha pasado el trabajo de la diversidad y permanece el amor de la unidad, dice san Agustín, hablan-do del cielo.

Pocos entienden esa contemplación, que confunden con la pasividad. María tiene, en realidad, un ocio nada ocioso, como comenta san Bernardo. No es que no haga nada, es que elige lo esencial. Contemplar, amar, escuchar, llenar de jugo el alma, no son precisamente pasividad, aunque el mundo valore muy por encima de eso la lucha, la fuerza, esa agitación que llamamos «acción» cuando es, en su mayor parte, un afán de engañarnos a nosotros mismos, para parecer que estamos llenos cuando nuestra alma está vacía. Pero mal suplen las manos la vaciedad del espíritu.

Por eso Jesús defiende esta contemplación y la presenta como la vanguardia de los verdaderos valores. La contemplación no huye de la realidad, sino de la vaciedad. No elige la soledad por temor al mundo, sino porque sabe que en esa soledad hay más plenitud que en el ruido.

Pero el que Jesús señale la prioridad de la contemplación no implica una condena de la acción. Se trata —señala muy bien Cabodevilla— de una frase polémica, en contestación a la queja presentada por Marta. Son muy frecuentes en Jesús estas frases que tratan de subrayar prioridades en una escala de valores, pero no debe deducirse de ellas lo que realmente no dicen. Cuando una mujer, en otra ocasión, piropea a su Madre y Jesús replica que más dichosos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen (Lc 11, 27-28) no está, lógicamente, diciendo que María no la oiga ni cumpla. Tampoco está con esta frase rechazando a Marta. No se equivoca, por eso, santa Teresa, cuando, saliendo muy femeninamente en su defensa, escribe que si todas se estuvieran como la Magdalena, embebidas, no hubiera quien diera de comer a este divino Huésped.

Por eso es una pena que el evangelista no nos cuente cómo acabó la escena. ¿Se dio cuenta Marta de que su celo era justo, pero intempestivo? ¿Dejó sus trabajos y se sentó también ella a escuchar a Jesús y luego, juntas ya, ella y su hermana prepararon en un momento la comida? ¿O conoció el gozo de descubrir que también ella, como María, como la samaritana, se olvidaban de su sed y su hambre ante aquella palabra que alimentaba sus almas? No lo sabemos. El evangelista dice lo que quería decir y deja el resto a nuestra imaginación. Sin embargo han bastado sus apuntes para que descubramos el alto clima de amistad de aquella casa sobre la que va a caer ahora el relámpago de la muerte.


El mayor de los milagros

Según el sentir de la casi totalidad de comentaristas y teólogos, la resurrección de Lázaro fue el mayor de los milagros hechos por Jesús. Se trata de un muerto ya de cuatro días que es devuelto a la vida con sólo una palabra. Y el hecho ocurre a las mismas puertas de Jerusalén, delante de numerosos testigos, hostiles a Cristo muchos de ellos. Es, además, un suceso que lleva consigo tremendas consecuencias: la fe para algunos, la muerte para Jesús, pues es la gota que llena el vaso de la cólera de sus adversarios.

Por otro lado, nos encontramos ante la narración más detallada de todos los evangelios. Fillión, lo señala con honda intuición:

Ningún otro milagro ha sido narrado de modo tan completo, con todas sus particularidades, así principales como accesorias. La narración es de una belleza y una frescura incomparables: en ninguna otra los biógrafos de Jesús mostraron tan cabal conocimiento del arte de la composición, visible hasta los más nimios pormenores. En particular los personajes están admirablemente dibujados: Jesús, que se nos presenta tan divino, tan humano y tan amante; el apóstol Tomás con sus palabras sombrías, pero esforzadas; Marta y María, con los finísimos matices de sus distintos temperamentos; los judíos, muchos de los cuales no se enternecieron ni ante las lágrimas del Salvador ni de la mayor parte de los asistentes. Lázaro es el único que queda en la oscuridad. La transparente veracidad del relato en nada cede a su belleza. Muchos pormenores minuciosos, que a nadie se le hubiera ocurrido inventar, demuestran que el narrador es un testigo ocular, digno de fe, que cuenta lo que ha visto con sus propios ojos y oído con sus oídos. Cada paso y cada movimiento del Hijo de Dios, sus palabras, su estremecimiento, su emoción, sus lágrimas, todo lo que hay de más íntimo, ha quedado indeleble en el corazón del escritor sagrado que nos lo ha transmitido con escrupulosa fidelidad.

Estamos, y se percibe desde el primer momento, en la órbita del evangelista Juan. Entramos en un turbión caliente y emotivo y somos conducidos por un corazón que nos lleva, sí, a una verdad, pero a una verdad misteriosa, cuyo filo más importante es el que no vemos con los ojos. Historia y teología se funden; la palabra «verdad» pierde aquí su sentido matemático, para ir mucho más allá de la pura facticidad de los hechos. Al fondo de cada palabra está ya la muerte de Jesús y su resurrección gloriosa.


Esta enfermedad no es de muerte

La cronología es el único dato que Juan no precisa en su narración. Pero la escena debió de ocurrir entre la fiesta de la dedicación y la última pascua de Jesús. Ricciotti sitúa la escena en lo días finales de febrero o los primeros de marzo del año 30. En todo caso fue no muchas semanas antes de la muerte de Cristo.

Hacía varios meses que Jesús estaba predicando en Perea cuando un mensajero llegó precipitadamente desde Betania y le dio una triste noticia: Señor, aquel a quien amas está enfermo (Jn 11, 3). Este gran amigo (la palabra que usa el evangelista expresa un afecto entrañable) era Lázaro, ese personaje-sombra, uno de los más dramáticos y misteriosos de todo el evangelio. No se nos dice cuál era su enferme-dad. Probablemente Jesús ya la conocía; debía de ser la misma enfermedad que le impedía aparecer en la escena anterior; pero ahora se había agravado.

Del hecho de que Marta y María supieran más o menos dónde estaba Jesús, deducimos de nuevo el alto grado de intimidad que él mantenía con aquella casa; de las palabras que dice el mensajero deducimos la confianza que en Jesús tenían ellas. Ni siquiera le dicen que venga; se limitan a decirle que su hermano se ha agravado, seguras de que Jesús lo dejará todo para correr hasta Betania. Su frase nos recuerda aquel no tienen vino de la Virgen en Caná. Ni ellas, ni su Madre pedían; no era necesario. Señalan femeninamente el problema y dejan a Jesús el resto.

Pero la respuesta de Jesús fue desconcertante: Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, para que su Hijo sea glorificado. ¿Era una respuesta evasiva o indiferente? Para evitar toda duda el evangelista recuerda a renglón seguido que Jesús amaba a Marta y a su hermana y a Lázaro. ¿Por qué entonces aunque oyó que estaba enfermo permaneció en el lugar donde estaba dos días más?

Quienes oyeron a Jesús debieron de quedarse sólo con la primera parte de la respuesta y concluyeron que Lázaro no moriría de aquella enfermedad. Y así debió de pensarlo el mismo mensajero que partió sin duda contento con la respuesta. Pero Cristo no había afirmado que Lázaro no moriría de esta enfermedad, sino que esa enfermedadno concluiría en la muerte; que era una enfermedad que tenía una alta función teológica. Por lo demás, Jesús no ignoraba que, en el momento en que el mensajero llegó a darle la noticia, Lázaro había muerto ya. La distancia que separa Betania de la zona próxima al Jordán donde Jesús se hallaba es de un día de camino. Si contamos que Jesús llegó cuando hacía ya cuatro días que había muerto y sumamos el día que él tardó en llegar a Betania, los dos que estuvo esperando en Perea y el día o día y pico que el mensajero debió de tardar en buscarle, podemos concluir que Lázaro había muerto casi seguramente poco después de partir el mensajero en busca de Jesús.

Si esto es así y Jesús lo sabía, es claro que este retraso en su viaje posee una intención teológica. El conoce la importancia que tiene lo que ha de hacer en Betania y desea que no quede de ello duda alguna. Incluso es posible que se marcara a sí mismo un retraso exacto de cuatro días contando con la creencia judía de que el cuarto era el día definitivo de la muerte sin remedio. Los hebreos de la época solían pensar que una vez enterrados los muertos (y siempre se enterraba en el mismo día del óbito, o a la mañana siguiente si fallecían de noche) el alma permanecía girando tres días en torno al sepulcro, como queriendo regresar al cuerpo de su dueño y que sólo en el cuarto día, iniciada ya la descomposición, se alejaba para siempre. Y es este cuarto día el que Jesús aguarda. Cristo como dice Edesheim— no
tiene nunca prisa, porque siempre está seguro de lo que tiene que hacer.


La decepción de las dos hermanas

La decepción debió ser, en cambio, cruel para las dos hermanas cuando llegó el mensajero. La respuesta que les traía —esta enferme-dad no es de muerte tuvo que sonarles como ferozmente sarcástica.
Las esperanzas las habían perdido ya cuando, poco después de partir el enviado, su hermano murió. Pensaron, tal vez, que no hubiera valido la pena molestar a Jesús con su aviso, pero creyeron que, al menos, sería para ellas un consuelo tenerle a su lado en aquellas horas. Ya no podría dar la salud a su hermano, pero serviría al menos para sostenerlas a ellas.

¿O llegaron a creer en la posibilidad de una resurrección? Todo hace pensar que, a tenor de las escenas que siguen, esta hipótesis ni pasó por sus cabezas. ¿No habían oído hablar de las resurrecciones de la hija de Jairo y el hijo de la viuda? Tal vez, pero de estas escenas debieron de llegarles narraciones confusas. Quizá ni los mismos apóstoles habían medido el tañamo de estos hechos. Y en todo caso, una resurrección es algo tan enorme que nadie se atreve a pensar que pueda ocurrir a su lado. Estaban seguras de que Jesús hubiera podido detener la enfermedad de Lázaro. Pero no se atrevían a ir más allá. La cabeza humana no es precisamente un prodigio de lógica. Sabe teóricamente que quien puede impedir una muerte, podría igualmente restituir una vida. Pero prefiere pensar que mientras lo primero entra en la lógica, lo segundo es zona ya de la locura.

Por eso Marta y María ya sólo esperaban un poco de consuelo. Pero he aquí que el mensajero volvía con algo que a ellas tuvo que sonarles a evasiva. Les resultaba sarcástico el error de Jesús diciendo que aquella enfermedad no era de muerte. Pero, sobre todo, les era doloroso el ver que el mejor de sus amigos no se había precipitado a correr hacia el gravemente enfermo.

Esto rompía todos sus esquemas mentales: si Jesús era bueno y las quería ¿cómo de pronto este fallo que tenía todo el aspecto de traición? No querían pensar mal de Jesús, pero no entendían nada.

Es incluso muy verosímil pensar que, por aquellos días, debieron de multiplicarse las ironías en boca de sus amigos fariseos. Fueron muchos los que subieron de Jerusalén hasta Betania para acompañar en el duelo a las dos hermanas. Las visitas de pésame eran una tradición sagrada para los judíos. Se prolongaban durante siete días, pero eran más numerosas durante los primeros tres. Los orientales expresaban su pésame con fórmulas muy características: al llegar a la casa del duelo prorrumpían en gritos y llantos, desgarraban sus vestiduras y se mesaban los cabellos, luego se hundían en un largo silencio meditabundo, sentados en el suelo. Después venían las conversaciones interminables, esas vigilias de día y noche que son aún típicas en muchos de nuestros pueblos.

No es imaginación pensar que muchos subieron a Betania con la seguridad de encontrarse allí a Jesús: sabían la amistad que le unía con los tres hermanos. Y, sin duda, también fue grande su sorpresa. Preguntarían irónicamente a las mujeres si el Galileo desconocía la noticia. Y ellas no podrían ocultar que le habían enviado un mensaje-ro. ¿Y... no ha venido? Los fariseos gozaban escarbando en la herida. Además, para ellos, era fácil encontrar la respuesta: ¿No decían que hacía tantas curaciones? ¿Por qué no las hace en casa de sus amigos? ¿No será que tiene... miedo? Sonreían felices. Ellos lo habían dicho muchas veces: Jesús mucho hacer milagros en poblachos ocultos de Galilea donde no podía haber sabios que los controlasen. Pero allí, a tres kilómetros de Jerusalén, y en un ambiente culto, los trucos no eran tan sencillos. Tal vez, incluso, alguien sugirió perversamente que a lo mejor Jesús venía todavía y resucitaba a Lázaro. Claro que, pensaban, aquí la cosa no iba a ser sencilla. Decían que había resucitado a dos personas, pero en ambos casos se había tratado de dos muchachos recién muertos. ¡Vaya usted a saber si estaban muertos de verdad o sólo en apariencia! ¿Qué iban a saber los pueblerinos de Naín? Aquí era otra cosa: Lázaro llevaba ya dos, tres, cuatro días muerto. Y, además, estaban ellos allí para controlarlo. Por eso no venía Jesús. No se atrevía a intentar algo que seria un fracaso seguro.

Marta y María oyeron sin duda muchos comentarios como estos. Y sentían que desgarraban su corazón. No podían aceptarlos, pero algo dentro de ellas les decía que quienes así hablaban tenían razón. ¿Qué otra explicación podía tener, si no, este fallo de Jesús?


Vayamos a Judea

El, mientras tanto, seguía tranquilamente en Perea su actividad apostólica. Pero transcurridos dos días y cuando ya ninguno de los apóstoles se acordaba de Lázaro y su enfermedad, Jesús se volvió a los suyos y les dijo: Vayamos a Judea otra vez. La frase cayó entre los apóstoles como una bomba. Sabían el riesgo que corrían en Jerusalén y su comarca. Por eso se volvieron asustados a Jesús: Maestro, sabes que los judíos te están buscando para apedrearte ¿y vuelves otra vez allí?

La respuesta de Jesús fue tranquilizadora pero enigmática: ¿No son doce las horas del día? Quien camina durante el día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche, tropieza, porque no hay luz en él. ¿Entendieron sus palabras los apóstoles? Probablemente sólo intuyeron algo que Jesús había repetido muchas veces: que aún no era su hora, que sería la del poder de las tinieblas: que nadie podía arrebatarle ni un segundo a las horas que tenía señaladas de vida.

Pero no tuvieron mucho tiempo para embarcarse en cábalas, porque Jesús siguió hablando con un brusco giro de idea: Lázaro, nuestro amigo, duerme, pero yo voy a despertarle de su sueño. Esto era aún más desconcertante: ¿expondría su vida sólo para ir a despertar a un dormido? Además, si dormía, ésta era una buena señal. Los médicos de la época señalaban el sueño como uno de los diez síntomas de que alguien estaba a punto de salir de su enfermedad. Por eso ellos, que interpretaban literalmente las palabras del Maestro, replicaron: Señor, si duerme, se salvará. Ya no se precisaba la presencia de Jesús, que no tenía necesidad de exponerse para hacer lo que haría sola la naturaleza.

Ahora el Maestro se puso repentinamente serio. Y dijo: Lázaro ha muerto. La noticia les golpeó a todos. Porque le querían y, sobre todo, porque sabían cuánto le quería Jesús. Pero no entendían bien cómo sabía eso el Maestro. ¿Había venido algún nuevo mensajero? Ellos no habían visto a nadie. ¿Y no acababa de decir que estaba dormido?

Jesús cortó de nuevo sus pensamientos: Pero me alegro de no haber estado allí, para que vosotros creais. Vamos, pues allá.

A los apóstoles les giraba la cabeza: ¿A qué venía ese alegrarse de no haber estado allí? ¿Y qué tenía que ver eso con su fe? ¿En qué tenían que creer? No se atrevían ni a imaginar lo que Jesús pudiera proyectar respecto a Lázaro. Todo era tremendamente oscuro y, además, el miedo no les dejaba razonar: Jesús iba a meterse y a meterles en la misma boca del lobo. Y no sabían por qué, ni para qué.

Se adelantó entonces Tomás que, en su carácter, unía una extraña mezcla de pesimismo y audacia: Vamos también nosotros y muramos con él. Sabía que la decisión del Maestro era una locura que sólo podía terminar en el martirio, pero se tiraba a él como un ciervo perseguido en el agua fría y negra. Jesús debió de mirarle con una sonrisa entre triste, por su pesimismo y corta fe, y alegre, por su decidido amor. Pero nada respondió. Y echó a andar hacia Jerusalén.

La oscura fe de Murta

Cuando Jesús se acercaba a la casa de sus amigos, percibió en ella un ir y venir de personas. Los duelos eran un verdadero jubileo en la época de Jesús y Lázaro debía de tener muchos amigos en la vecina Jerusalén. Habían venido sacerdotes, fariseos, gente ilustre, conmovidos por la tragedia de estas dos hermanas que ahora se quedaban solas.

El ceremonial del duelo duraba siete largos días. Las dos mujeres, descalzas y cubierta la cabeza en señal de luto, atendían a las visitas, aunque su corazón estaba en otra parte. Tal vez aún esperaban la visita de Jesús, aunque ésta ya no serviría de nada.

La llegada del Maestro, con la compañía de sus doce, no pudo pasar inadvertida en un pueblo tan pequeño. Y tal vez la misma chiquillería corrió anticipando la noticia. Al oírla, Marta, activa, nerviosa, volcada toda ella al exterior, se levantó y corrió hacia él. María --puntualiza el evangelista-- se quedó sentada en casa. ¿No llegó a enterarse de la noticia o, tal vez, había en ella un dolor demasiado hondo, una especie de resentimiento hacia Jesús, que la retenía? ¿O era una intuición aterrada de lo que iba a suceder lo que la mantenía encadenada a su silla?

Marta corrió e increpó casi a Jesús con un triste reproche en el que se mezclaba una enorme fe y un ancho desconcierto: Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Marta era así, sincera, realista, un poco brutal. No entendía la conducta de Jesús y lo gritaba. Pero su fe era mayor que su amargura y prosiguió con palabras que humanamente eran locas: Pero sé que cuanto pidas a Dios, él te lo concederá. No se atreve a pedir una resurrección, le parece una blasfemia, pero tiene en Cristo una fe tan terrible que sabe que esa locura es, para él, posible.

Jesús ahora abandona las metáforas: Resucitará tu hermano. Pero el realismo de Marta es feroz y no se contenta con esa frase. ¿Resucitara? ¿Cuándo? ¿Por qué ese futuro? Ella no busca consuelos baratos, quiere la vida de su hermano ahora, ahora mismo. Por eso acorrala a Jesús con su respuesta: Ya lo sé que resucitará en el último día. Sus palabras expresaban lo que entonces aceptaba como evidente todo el pueblo judío, con excepción de los saduceos. Pero expresaba, al mismo tiempo, un nuevo desencanto ante la postura de Jesús que interpretaba como baratamente consoladora.

Y ahora la respuesta de Jesús fue mucho más allá de lo que Marta esperaba: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá para .siempre. ¿Crees esto?

Marta entonces se sintió sacudida en lo más hondo de sus entra-ñas. Jesús acababa de sacarla de su angustia de mujer, de un amor hacia su hermano que, aunque justo y humano, contenía no poco de egoísmo. Para Jesús no se trataba de un simple prolongar la vida de Lázaro. El buscaba resurrecciones más hondas y radicales. Y por eso comenzaba por replantear el fondo del problema centrándolo en ese majestuoso «yo». Es precisamente el evangelista Juan quien nos ha conservado mayor número de proclamaciones cristológicas iniciadas por ese dramático pronombre: Yo soy el pan de vida; vo soy la luz del mundo; yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 6, 35; 8, 12; 14, 6). Ahora la fórmula era, si cabe, más rotunda: no sólo decía que él era la vida, sino que él era la resurrección y la vida. El no venía a prolongar unos míseros años a los hombres, venía a traer una supervida que sólo se realizaría plenamente en su resurrección gloriosa. Por eso la fe era lo decisivo. Creer en él era más que estar vivo; creer en él era disfrutar de esa supervida que no se acabará.

Marta sintió el vértigo de este descubrimiento. Por eso se olvidó ya de su hermano y ya nada más pidió para él. No dijo: creo que tú devolverás la vida a mi hermano. Ese problema había decrecido en importancia. Dijo en cambio: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que ha venido a este mundo. Se entregaba a Jesús desarmada, sin nada que pedir, con todo que creer. Su proclamación cristológica tenía toda la fuerza que tuvo la de Pedro en Cesarea de Filipo (Mt 16, 16) pero Jesús esta vez no proclamó bienaventurada a Marta. Ella sin embargo debió de sentir dentro de sí esta bienaventuranza. Por eso ya nada dijo, nada pidió. Se levantó y regresó a la casa. Sucediera lo que sucediera, la resurrección estaba ya dentro de ella.


Las lágrimas de María

Y, como toda fe busca ser compartida, corrió hasta su hermana María, que seguía sentada en el interior de la casa: El Maestro está ahí y te llama, le dijo al oído. En realidad nada había dicho Jesús, pero Marta, perdido de repente todo egoísmo, necesitaba compartir su don. Y conocía a su hermana. Bastaría decirle que Jesús la llamaba para que saliera corriendo. Así lo hizo ante la sorpresa de quienes la rodeaban y no habían oído el mensaje de Marta. La miraron asombrados, pensando que iría a llorar al sepulcro y, levantándose todos, la siguieron dispuestos a presenciar otra escena desgarradora ante la tumba del muerto.

María era mucho más joven, mucho más loca que su hermana. Por eso no fue capaz de conversar con el Maestro. Se echó a sus pies envuelta en un mar de lágrimas y apenas si pudo musitar, entre sollozos, la misma frase que antes había dicho su hermana y que sin duda se habían repetido la una a la otra cientos de veces durante los días anteriores: Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Luego el llanto, sólo el llanto. Un llanto contagioso que emocionó a todos los presentes.

También a Jesús que, como dice el evangelista, se conmovió en su espíritu y se turbó. Y comenzó a llorar. La palabra que usa el evangelio habla de un llanto manso, de unas lágrimas que corren por las mejillas, serenas y tristes. No era el llanto convulso de María, ni los llantos histéricos de las plañideras. Era un llanto profundo y solemne que conmovió a todos cuantos lo vieron. ¡Cuánto le quería! comentaron aun los que estaban más predispuestos contra él. Era la primera vez que ese grupo de dirigentes y fariseos a los que Juan llama «los judíos» decía de Jesús una palabra de comprensión humana. Un llanto así rompía las piedras.

Es ésta la primera vez que el evangelio nos muestra a Jesús llorando. Páginas más tarde le veremos llorar sobre Jerusalén. Nunca llorará por tristezas o dolores propios. El suyo es un llanto humano, solidario, un llanto por esta nuestra oscura condición humana. No llora, como nosotros ante la muerte de los seres queridos, de impotencia, al sabernos vencidos por la muerte. Pero tampoco es la serenidad olímpica de quien, vencedor de la muerte, no experimenta lo que ésta tiene de negrura. Es —dice Cabodevilla— el llanto de un hombre que llora con los hombres, que llora por las mismas causas que afligen a los demás hombres. Son las lágrimas de la fraternidad.

Pero ni siquiera ese llanto de altísima humanidad fue comprendido por todos. Junto a quienes, en su llanto, veían la profundidad de su amor a Lázaro, estaban los que aprovechaban su llanto para volversecontra él: ¿No pudo éste que abrió los ojos del ciego --decían— hacer que Lázaro no muriese? ¡Curioso monumento de hipocresía! ¡Con las mismas palabras con que le critican le están proclamando hacedor de milagros!

Esta vez Jesús no se detuvo a desentrañar los pensamientos de los malévolos. ¿Dónde lo habéis puesto? preguntó. Y alguien le contestó: Ven y lo verás.

El sepulcro de Lázaro era la cripta normal en las familias ricas de la época. Aún hoy existen algunas en Betania y una en la que la tradición quiere ver la tumba de Lázaro. Era una cavidad abierta en la roca a la que se descendía por una estrecha abertura de la que arrancaban dos o tres escalones de piedra. Una gran piedra, general-mente circular, tapaba el ingreso para impedir la entrada de los ladrones que desvalijaban los cadáveres buscando tesoros ocultos. Tras la piedra una especie de sala de seis u ocho metros cuadrados en cuyas paredes había abiertos una especie de nichos o lóculos. Sobre ellos, sin enterrarlos, sin taparlos siquiera, se depositaban los cadáveres. Si la familia era rica y poderosa, no era raro que el sepulcro constase de varias cámaras unidas entre sí por pasillos subterráneos.


La piedra gira

¡Quitad la piedra! ordenó Jesús cuando estuvieron ante el sepulcro. Su voz era una orden, pero no por eso desconcertó menos a quienes le escuchaban. Fue Marta quien rompió el silencio. Aunque había sido ella quien antes pedía el milagro, no entendió ahora cuál podía ser la intención de Jesús. Sin duda había interpretado sus palabras anteriores como referidas a una resurrección puramente espiritual. Por eso pensó que Jesús quería sólo ver por última vez el rostro del amigo muerto. Señor dijo— ya hiede. Hace cuatro días que está muerto. Así debía ser en efecto: el olor de los cadáveres, al no estar éstos enterrados, invadía toda la cámara sepulcral hasta hacerla irrespirable.

Pero Jesús la tranquilizó: ¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios? Marta, que antes pedía una resurrección puramente material, ha pasado ahora a pensar en .una resurrección que se refiere solamente al espíritu. Pero la gloria de Dios, que es más grande que un puro volver a la vida, incluye, en este caso, también la vida de aquí abajo. Porque era necesario que esa gloria fuera vista por quienes sólo tenían ojos de carne. Por eso repitió: Quitad la piedra.

El silencio se hizo, sin duda, dramático mientras un grupo de hombres hacía rodar la pesada piedra. Jesús entonces, ignorando el hedor que salía de la tumba, sin atender a los murmullos de quienes pensaban estar asistiendo al gesto de un loco, volvió sus ojos al cielo y se concentró en una oración. Pero no en una oración de petición. Para él, el prodigio ya estaba hecho y sólo faltaba dar por ello las gracias a Dios: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas, pero lo digo por todos estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado.

Su voz, que había sonado ya alta y sagrada en estas palabras, se elevó más aún, en un grito: ¡Lázaro, salitrera! Era una orden, la más dramática que ha dado jamás hombre alguno sobre la tierra. Una orden que sacudió al muerto y le hizo removerse sobre la piedra fría en la que descansaba.

Y al punto —dice el evangelista, con una sencillez que escalofría — el que estaba muerto salió, ligados con fajas pies y manos y el rostro envuelto en un sudario. Lázaro, pálido aún del frío de la tumba, salió vacilante, sin ver a nadie, sin entender nada de lo que estaba sucediéndole, sintiendo circular por sus venas un calor que no sabía de dónde le venía.

Todos estaban aterrados, espantados y maravillados al mismo tiempo. Estaba allí inmóviles, como si ahora fueran ellos los muertos. Sólo el taumaturgo había mantenido la serenidad. Dijo tranquila-mente, como si todo hubiera regresado a lo cotidiano: Desatadlo y dejadlo ir.

El evangelista no añade una palabra más sobre la escena. Nada nos dice de la alegría de las hermanas, nada de lo que Lázaro dijo o calló, nada de lo que luego hizo Cristo. Cierra así su información sobre el tremendo misterio de la muerte vencida.


El silencio de .los sinópticos

No hace falta decir que pocas páginas evangélicas habrán sido tan batidas por la crítica como ésta de la resurrección de Lázaro. Y el argumento clave usado por los críticos racionalistas contra ella es el del silencio de los tres sinópticos sobre la escena. ¿Cómo es que un hecho de este calibre apologético es narrado únicamente por Juan?

Antes de responder a este argumento señalemos que estos mismos críticos, que rechazan la escena de Lázaro por encontrarla en un solo evangelista, negarán también la resurrección de Jesús, narrada por los cuatro. No es ilícito pensar que también rechazarían la de Lázaro si todos la contasen.

Digamos por otro lado que un argumento a silentio es siempre un argumento muy débil. Sabemos muy bien y los evangelistas lo dicen expresamente que los sinópticos no trataban de recoger todos los hechos de Jesús y que son muchas las escenas importantes que sólo son contadas por uno o por dos. También nos hablan, por ejemplo, de que Jesús realizó «muchos milagros» en Corozaín sin que, luego, sitúen ninguno concreto en esta ciudad.

Pero es que, además, existen serias razones que explican, por un lado, el silencio de los sinópticos y, por otro, el que san Juan llenara este hueco de sus compañeros: es el propio Juan quien nos dice algo más tarde (12, 10) que los miembros del sanedrín habían resuelto matar a Lázaro. Que los tres evangelios sinópticos, escritos todos ellos cuando los fariseos eran aún dueños de Jerusalén, omitieran una escena que podía poner en peligro la vida de Lázaro y sus hermanas, es perfectamente lógico. El evangelio de Juan, en cambio, escrito cuando Jerusalén no era ya más que un montón de ruinas, podía contar la escena sin peligro alguno para nadie.

La narración de Juan es, por otro lado, tan discreta, tan detallada, tan personal, tan claramente obra de un testigo visual de los hechos, que mal podría atribuirse a tradiciones populares o a mitificaciones posteriores.

Muchos críticos racionalistas prefieren por ello acudir a las más complejas explicaciones para sortear el milagro. Típico es, por ejemplo, el montaje que Renan organiza para desvirtuar esta resurrección. Este no es, dice, uno de esos milagros completamente legendarios y de los que nadie es responsable. Más bien hay que pensar, opina, que sucedió en Betania alguna cosa que fue considerada como una resurrección. ¿Pero fue verdaderamente el regreso de un muerto a la vida? Renan no puede admitir esto, puesto que ha negado toda posibilidad de un solo hecho milagroso. He aquí su explicación:

La fama atribuía ya a Jesús dos o tres hechos de esa naturaleza. La familia de Betania fue inducida, quizá sin saberlo, al hecho importante que se deseaba. Jesús era allí adorado. Parece que Lázaro estaba enfermo y que, a consecuencia de un mensaje de sus hermanas, alarma-das, Jesús abandonó Perea. La alegría de su llegada pudo hacer volver a Lázaro a la vida. Quizá también el ardiente deseo de tapar la boca a los que negaban la misión divina de su amigo, condujo a aquellas apasionadas personas más allá de todos los límites. Quizás Lázaro, pálido aún a causa de la enfermedad, se hizo cubrir de vendas y encerrar en su sepulcro de familia. La emoción que Jesús sintió al lado del sepulcro de su amigo que creía muerto, pudo ser considerada por los concurrentes como esa turbación, ese estremecimiento que acompañaba a los milagros. Jesús deseó ver aún una vez al que había amado, y, habiendo sido separada la piedra, Lázaro salió envuelto en sus vendas y cubierta la cabeza por un sudario. Esta aparición debió mirarse, naturalmente, por todos, como un milagro. La fe no conoce otra ley que el interés de aquello que cree positivo. Lázaro y sus dos hermanas pudieron ayudar a la ejecución de uno de sus milagros, lo mismo que tantos hombres piadosos que, convencidos de la verdad de su religión han tratado de triunfar de la obstinación de los hombres con medios que consideraban bien débiles.

Todo habría sido, pues, una mentirijilla piadosa con la que Lázaro y sus hermanas habrían tratado de «ayudar» a Jesús a convencer a los obstinados fariseos. Jesús, apasionado por su obra, se habría dejado envolver en esta piadosa mentira.

La explicación alcanza tales límites de ingenuidad que no convenció ni al propio Renan que, después de haberla difundido en las doce primeras ediciones de su obra, decidió cambiarla en la decimotercera y definitiva edición de la misma. Aquí prefirió una explicación más radical: en realidad, en Betania no habría ocurrido nada. Simplemente un día los apóstoles habrían pedido a Jesús un milagro decisivo para convencer a los ciudadanos de Jerusalén. Jesús les habría contestado —aludiendo a la parábola de Lázaro y el rico epulón— que los hierosolimitanos no creerían ni aunque Lázaro resucitase. De esta frase habría salido posteriormente una leyenda que suponía la resurrección real de un tal Lázaro.

Que todo esto se presente como «racional» es verdaderamente sorprendente. Sería mucho más lógico negar íntegramente el valor de los evangelios, que presentar a un Jesús magnífico que se deja embaucar por sus amigos o que buscar todo tipo de retorcidas explicaciones antes que aceptar un milagro porque se ha partido del supuesto de que éstos no pueden existir.

A la luz de todas estas... explicaciones devaluadoras, contrasta y destaca aún más la discreta nobleza con la que Juan cuenta la escena sin rodearla de melodramatismos, sin acudir a ningún tipo de simbolismos (¡aunque tenga tantos!); sin intentar montar sobre ella como tan fácilmente hubiera podido— un tratado teológico; sin presentarla expresamente siquiera como un preanuncio (¿aunque cómo no verlo?) de la gran resurrección de Jesús.

Mas, aunque Juan no haga todo esto, debemos hacerlo nosotros. Detengámonos, pues.


El misterio de Lázaro

Detengámonos para preguntarnos por el misterio de esta alma, el más agudo misterio de cuantos existan. ¿Qué experimentó Lázaro? ¿Qué significaron para él esos cuatro días... dónde, dónde'? ¿Qué fue para él la vida y cómo cruzó los años después de su regreso?

Desgraciadamente nadie responderá a estas preguntas. Escritores, poetas, han girado sobre esta misteriosa existencia, pero sólo pueden ofrecernos sus imaginaciones o aplicar a Lázaro lo que ellos piensan de la vida y de la muerte.

Luis Cernuda nos contará, por ejemplo, que a Lázaro no le gustó resucitar. Que al oír la llamada de Jesús

hundió la frente sobre el polvo
al sentir la pereza de la muerte.
Quiso cerrar los ojos,
buscar la vasta sombra

y que, forzado por aquella voz que le arrastraba

sintió de nuevo el sueño,
la locura y el error de estar vivo

y tuvo que pedirle al Profeta

fuerza para llevar la vida nuevamente,

aunque, al menos descubriera que, en adelante, debería vivir trabajando

no por mi vida ni mi espíritu,
mas por una verdad en aquellos ojos entrevista ahora.

Hermoso, sí. Pero ¿quién nos lo certifica? Para Jorge Guillén, al contrario, Lázaro no se encontró nada a gusto muerto. Se encontró harapiento despojo de un pasado, siendo ya, no Lázaro, sino ex-Lázaro, en un fatal naufragio oscuro. Por eso, cuando Jesús le resucite, le pedirá que le deje aquí, en la pequeña y dulce tierra de los hombres, y que su cielo no sea otra cosa que una pequeña Betania, en una gloria terrena. De nuevo, poesía, sólo poesía.

En realidad nada sabemos de lo que atravesó antes, durante y después, por el alma de Lázaro. ¿Murió, realmente, o sólo estuvo suspendida su vida en aquellos cuatro días? ¿Su «segunda» vida fue, en realidad, una «segunda vida» o una prolongación de la anterior? ¿Añadió Cristo «un codo más» a su existencia? ¿Y cómo fue ese añadido? Las leyendas han tejido este segundo «trozo» de vida de Lázaro, hasta hacerle algunas obispo de Lyon muchos años más tarde. Pero sólo son leyendas. Tal vez lo único que sabemos —que tenemos derecho a suponer— es que Lázaro comenzó a vivir «de veras» ahora que sabía lo que la muerte era. Es decir, que vivió como los hombres todos deberían hacerlo si se sintieran resucitar cada mañana.


La verdadera vida

Lo que sí podemos hacer nosotros aunque Juan no lo haga expresamente es leer esta página a la luz de todo el resto del
evangelio de Juan.

Para empezar descubriendo que el concepto de «vida» y el de «vida eterna» son dos de las ideas claves de todo el cuarto evangelio y dominan todo el cuadro que éste da de la salvación obrada por Cristo. Como comenta Wikenhauser la noción de «vida» en Juan corresponde en importancia a la de «reino de Dios» en los sinópticos. 21 veces aparece en este evangelio la palabra «vida», 15 las palabras «vida eterna».

Según Juan, Jesús es siempre depositario y dispensador de la vida. Hablando de sí mismo dice que vive, es decir, que posee la vida (Jn 6, 57; 14, 19), que tiene la vida en sí mismo (5, 26), que es la vida (Jn 11, 25, 14, 6). Antes de la encarnación la vida estaba en él (1, 4), él era la palabra de vida, en él está la vida que nosotros hemos recibido de Dios. Por eso él es la resurrección y la vida (11, 25), el camino, la verdad y la vida (14, 6). Por eso se designa a sí mismo como el pan de vida (6, 35-48), como luz de la vida (8, 12), como aquel que da el agua viva (4, 10-11; 7, 38), el pan vivo (6, 51). Sus palabras son espíritu y vida (6, 63), palabras de vida eterna (6, 68), porque vivifican, dispensan la vida. El vino al mundo para darle la vida (6, 33; 10, 10). El comunica la vida a los hombres de acuerdo con la voluntad divina y por encargo de Dios (17, 2); Dios les da vida a través de él (1 Jn 5, 11).

Dios es el Padre que vive (6, 57). El es el único que originalmente posee la vida y él quien la comunica. No hay otra vida que la que Dios posee. Los hombres tienen vida en el Hijo, en su nombre (3, 15; 20, 31). Y esta vida que el Hijo comunica a los hombres es mucho más que la vida natural, es la vida trascendente del mundo superior, la vida eterna, un bien en orden a la salvación, o, para ser más exactos, es la salvación misma, la condición de quien está salvado. Los hombres realmente vienen al mundo privados de vida, creen vivir pero están muertos, están en la muerte, y lo están mientras no reciban vida de Jesús.

A la luz de todo esto ¿podemos entender mejor lo sucedido a Lázaro? ¿No será su resurrección, además de un milagro, un paradigma de todo el pensamiento de Jesús sobre la vida y la muerte? ¿No tiene o puede tener todo hombre dos vidas, una primera y mortal y una segunda que se produce en su encuentro con Cristo'? ¿No es todo creyente un Lázaro... que tal vez ignora que lo es? ¡Ah si todos vivieran su «segunda y verdadera vida» como debió de vivirla Lázaro!

Pero evidentemente la resurrección del hermano de Marta y María fue sólo un ensayo. Y tal vez no debiéramos ni siquiera llamarla resurrección. Hay teólogos que prefieren hablar de «resucitación», para diferenciarla de la verdadera, la de Jesús. Porque el Lázaro de Betania volvió a morir años o meses después de su primer «regreso». La segunda vida, o el segundo trozo de su vida, no comportaba la inmortalidad, que es la sustancia de la resurrección.

En Jesús, la segunda vida fue la eterna, la inmortal, la interminable. En Lázaro, hay que repetirlo, sólo hubo un anuncio, un ensayo. En todo caso el verdadero y más profundo milagro de aquel día, más que la misma recuperación de la vida terrena, fue el encuentro de Lázaro con Cristo. Un milagro, una fortuna, que cualquier creyente puede encontrar.

Debemos ahora proseguir para observar la seriedad con la que Juan nos cuenta las consecuencias del prodigio. Pudo pintar a su final un estallido de entusiasmo y fervor, una cadena de conversiones y de aclamaciones de la divinidad de Jesús. Pero Juan es infinitamente más serio y realista.


Las consecuencias

Muchos de los judíos que habían venido a Betania y vieron lo que había hecho, creyeron en él, pero algunos se fueron a los fariseos y les dijeron lo que había hecho Jesús. Y desde aquel día tomaron la resolución de matarle (11, 45-54).

Esta es la lógica de la raza humana. Como comenta Fulton Sheen:

De la misma manera que el sol brilla sobre el barro y lo endurece, y brilla sobre la cera y la ablanda, así este gran milagro endureció algunos corazones para la incredulidad y ablandó a otros para la fe. Algunos creyeron, pero el efecto general fue que los judíos decidieron condenar a muerte a Jesús.

El apóstol sabe muy bien que los milagros no son remedios contra la incredulidad. Si Lázaro y sus hermanas hubieran creído hacer algún favor al triunfo de Cristo «ayudándole» con un supuesto milagro, habrían demostrado, entre otras cosas, muy corta inteligencia y mucho desconocimiento de la realidad. Habrían, en definitiva, acelerado su muerte.

Porque los fariseos poco hubieran tenido que temer de Cristo si éste hubiera sido un impostor. Era el conocimiento de su poder divino lo que les empujaba a la acción, porque eso era lo que le volvía verdaderamente peligroso. No niegan sus milagros. Al contrario: lo que les alarma es precisamente que hace muchos y que la gente le seguirá cada vez en mayor número. Estrecharán el cerco, no porque le crean un impostor, sino porque se dan cuenta de que no lo es.

Jesús lo sabe: tenía razón en el fondo Tomás al decir que subir a Jerusalén era ascender a la muerte. Jesús no sólo se ha metido en la madriguera del lobo, sino que le ha provocado con un milagro irrefutable. La resurrección de Lázaro no dejaba escapatoria: o creían en él o le mataban. Y habían decidido no creer en él. Por eso esta resurrección era el sello de su muerte.

Pero aún no había llegado su hora. Por eso señala el evangelista que, después de estos hechos, Jesús ya no andaba en público entre los judíos; antes se lúe a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrem, y allí moraba con los discípulos (Jn 11, 54).


Las otras lágrimas

Lo que no podía evitar era la tristeza. Y no muchos días más tarde sus ojos volverían a llenarse de lágrimas. Pero de lágrimas esta vez diferentes: Así que estuvo cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al menos en este día comprendieras los caminos que llevan a la paz! Pero no, no tienes ojos para verlo (Lc 19, 41).

No tenían ojos, efectivamente. Ante sus ojos se les había puesto la prueba definitiva: habían visto un muerto de cuatro días levantándose con sólo una palabra; había ocurrido a la luz del día y ante todo tipo de testigos, amistosos y hostiles; tenían allí al resucitado con quien podían conversar y cuyas manos tocaban. Pero su única conclusión era que tenían que matar al taumaturgo y que eliminar su prueba.

Es por esta ceguera por lo que ahora llora Cristo. Un día, esa ciudad que ahora duerme a sus plantas bajo el sol, será asolada porque no supo, no quiso entender. Y serán los jefes de ese pueblo los supremos responsables; los mismos que acudieron a Betania seguros de que Jesús no se atrevería a actuar ante sus ojos; los mismos que de allí salieron con el corazón más emponzoñado y con una decisión tomada.

Y Jesús ve ya esa ciudad destruida, arrasada, sin que quede en pie una piedra sobre otra. Y llora. Porque quiere a esta ciudad como quería a Lázaro. Pero sabe que si él puede vencer a la muerte y a la corrupción de la carne, se encuentra maniatado ante un alma que quiere cegarse a sí misma. El es la resurrección y la vida, pero sólo para quien cree en él. Lázaro, en realidad, dormía. Su alma no se había corrompido, no olía a podredumbre. Los fariseos, que horas más tarde regresaban hacia sus madrigueras, creían estar vivos. Pero sus almas olían mucho peor que la tumba de Lázaro.