El visitante nocturno

Hasta ahora Jesús se ha encontrado con gentes sencillas. Su palabra se ha dirigido a los incultos. Ahora se tropezará por primera vez con un «intelectual». Va a ser el primer enfrentamiento entre la inteligencia de los hombres y la locura de Dios, entre el Dios de los filósofos y el de Abrahán. Un combate frente a frente en la soledad de la noche. La ingenuidad de la paloma ante la habilidad científica del halcón. El viento del Espíritu contra la bien construida torre. El silogismo en oposición a la llama. La lógica, la tradición y la rutina frente a la nueva luz.

San Juan coloca la escena en las primeras páginas de su evangelio. Es probable que una cronología científica prefiriera situarla mucho más cerca de la pasión, en medio de las horas de alta tensión entre Jesús y los fariseos. Pero no es aquí la cronología lo que cuenta. Es una lucha de almas lo que vamos a presenciar. Y en esta lucha no hay tiempo.

Había dice el evangelista— uno del partido de los fariseos, cuyo nombre era Nicodemo, que era un príncipe de los judíos. Teóricamente, todo le predisponía contra Jesús: su modo de entender la religión (el uno es fariseo, el otro proclama un Dios que no puede ser encajonado en legalismo alguno), su situación social (Nicodemo es un príncipe de los judíos, Jesús un «hombre de la tierra»), su riqueza (de Nicodemo se dice que con su riqueza podía dar de comer durante 10 días a todo el pueblo de Israel, Jesús no sabía qué comería mañana), su edad (todo hace pensar que Nicodemo era un viejo, frente a la insultante juventud de Jesús).

Pero hay algo, más importante que todo lo demás, que les aproxima: los dos aman sinceramente la verdad y Nicodemo busca honestamente al Dios verdadero. Verdad y amor saltan cualquier barrera.

Nicodemo ha oído, sin duda, hablar al nuevo profeta. Quizá ha presenciado alguno de sus signos milagrosos. Ha discutido sobre él con sus compañeros fariseos. Jesús comenzaba a ser, por entonces, tema de muchas conversaciones en Jerusalén. Lo ocurrido en el templo había sido una «bomba» en la ciudad, y durante días no se habló de otra cosa. No hace falta mucha imaginación para descubrir qué dirían de él los sacerdotes y fariseos.

A Nicodemo le molestaba el ver lo fácilmente que sus compañeros descalifican al desconocido. Tiene los ojos suficientemente limpios como para darse cuenta de que la raíz de esas críticas está mucho más en las rutinas y los intereses quebrados que en esa defensa de Dios con que los murmuradores las visten.

La misma hostilidad de sus amigos hace que el alma de Nicodemo se llene de preguntas. ¿Y si ese extraño mensajero dijera la verdad? Le desconcierta el tono de autoridad con que habla y la limpieza de quien anuncia una verdad sin tratar de sacar ningún provecho de ella. Pero le atrae —sobre todo— esa especie de abismo que parece abrirse detrás de cada una de las palabras del Nazareno. Este hombre habla como nunca habló nadie: sus palabras no terminan en sus palabras; no tratan de aclarar un problema, sino más bien de abrir un misterio. Ocultan y sugieren mucho más de lo que dicen. Oyéndole Nicodemo siente algo muy parecido al vértigo: algo tira de él desde el fondo de las palabras de Jesús. Y, desde el primer momento, sabe que terminará cayendo en ese fondo. Se defiende de esa caída. El es un hombre ilustre, un sabio, él no es uno de esos am-ha-ares que siguen al Galileo como si fuera Dios en persona. Pero, por más que se esfuerza, tiene que terminar por confesarse que ese Nazareno se le ha metido en el alma. Puede que sea un iluso, pero ciertamente no es un embaucador.

Todo ello le hace pasar días amargos. Vacila. Es —como escribe Cabodevilla— un hombre prudente en el peor sentido de la palabra, es decir: en el sentido ordinario de la palabra. Tal vez sea mejor cambiar la palabra «prudente» por la de «cobarde» para que todo quede más claro. Tenía esa cobardía que, según Nietzsche, es propia del intelectual típico, que siempre sabe encontrar razones inteligentes para retrasar las decisiones que ya están claras en su mente. No le falta corazón, le sobra orgullo. Le sobra esa autovaloración que tanto retrasa el acceso a la fe de muchos intelectuales. La puerta estrecha de la salvación es también una puerta baja. Y a Nicodemo le cuesta doblar el espinazo de su alma envarada.


Los cálculos del prudente

Pero al fin se impone la honestidad: tiene que verle. Quiere hacerlo a solas. En esta decisión se mezclan el orgullo y el amor a la verdad. El orgullo, porque el príncipe de los judíos no puede mezclarse con la gente que constantemente se agolpa en torno al desconocido. Y el amor a la verdad, porque Nicodemo desea una conversación reposada en la que pueda llegarse al fondo de los problemas.

Pero no es fácil ver a solas al Nazareno: a todas horas la multitud le asedia y, cuando no, le rodea el grupito de discípulos inseparables.

Podría invitarle a su casa. Pero esto le parece demasiado peligroso. Invitar a la propia mesa es para un judío signo de total comunión con sus ideas. Y Nicodemo, por un lado, no está aún seguro de coincidir con Jesús en lo fundamental y, por otro, sabe que su gesto no sería ni comprendido ni bien recibido por sus compañeros de grupo, los fariseos. Ha oído cómo se habla de Jesús en el gran consejo y en el sanedrín todavía con más desprecio e ironía que odio; el verdadero odio llegará más tarde— y teme cubrirse de ridículo por lo menos. Quizá incluso su gesto fuera considerado impuro, y capaces serían de arrojarle de la sinagoga.

Tendrá que ir a verle de noche. Pero tampoco esto es sencillo. Nunca se sabe dónde para el Nazareno. No tiene casa propia ni residencia fija. Es como un pájaro que cada noche esconde su cabeza bajo el ala posado en una rama distinta.

Buscará un intermediario. Jan Dobraczynski, el gran novelista polaco que nos ha contado la vida de Jesús a través de los ojos de Nicodemo, ve en Judas este mediador que prepara la entrevista con el Maestro. Y describe, con agudas intuiciones, ese descenso del rico sabio a las oscuras casas del Ophel, donde probablemente pasaba las noches Jesús.

Por la noche salí de casa envuelto en una simlah negra. El círculo de la luna, ya casi completo, esparcía sobre la ciudad una luz mortecina. A cada momento cubríanla las nubes que atravesaban velozmente el cielo perseguidas y maltratadas por el viento. Me acompañaban dos de mis siervos, provistos de espadas y garrotes. Bajamos por las escaleras y nos hundimos en la negra profundidad de la ciudad baja. El acueducto extendía su arco sobre nuestras cabezas. Desde el majestuoso barrio de los palacios penetramos, como en un abismo, en el tenebroso hormiguero de las barracas de barro. Nunca había imaginado que en Jerusalén, casi a los pies del templo, existiera semejante cenagal compuesto de toda clase de inmundicias. Judas iba siempre delante, deslizándose ágil y rápido como una rata entre escombros. Debía conocer cada rincón. En la oscuridad las casas y casitas parecían amontonarse unas sobre otras como personas que treparan sobre los cadáveres de sus compañeros. Mi inquietud aumentaba a medida que me iba hundiendo más y más en el corazón de aquel laberinto, sin esperanza de poder encontrar por mí mismo la salida.

Se entiende la inquietud de Nicodemo: había creído que para llegar a la verdad había que subir, y ahora tenía que bajar; pensaba que la razón tenía que estar en la luz, y comenzaba a descubrir que laverdadera luz estaba detrás de las tinieblas; esperaba encontrar a Dios en el descampado, y he aquí que lo buscaba ahora en un laberinto del que él, con sus solas fuerzas de hombre, nunca podría salir. Toda una vida buscando la verdad en la cordura, y el extraño mensajero parecía querer conducirle hacia una luminosísima locura.

Pero Nicodemo había decidido ya llegar hasta el abismo, y siguió descendiendo. Pero todo su castillo de naipes interior vacilaba bajo el viento de aquella extraña noche.


La visita

Volveremos a tomar de la pluma de Dobraczynski la descripción del encuentro de aquellos dos universos que eran Jesús y Nicodemo:

Inesperadamente me encontré en una pequeña habitación iluminada por una lamparita. Había allí dos bancos y unos cuantos objetos sencillos. Al fondo se veía una ventana con una celosía que el viento sacudía de vez en cuando como si quisiera arrancarla. En uno de los bancos estaba sentado el Galileo con la cabeza apoyada en las manos, sumido en la meditación, completamente inmóvil. Ahora le veía de lado. Sobre la brillante pared se dibujaba claramente su perfil afilado, duro, casi anguloso y al mismo tiempo extrañamente suave y dulce. Vi una larga nariz arqueada, con las aletas muy marcadas, unos labios anchos pero delicados, una barbilla enérgica... Junto a esto, unos ojos extraordinariamente bondadosos y compasivos. ¡Otra vez esta curiosa contradicción! Podría decirse de él que es un hombre hermoso. Pero su belleza no es en modo alguno afeminada. Mientras que sus ojos hechizan, sus labios parecen dar órdenes. Denotan fuerza y una voluntad inquebrantable. ¿No será, acaso, un deseo de mandar? No lo creo... Las pasiones son como la fiebre: arden, pero bajo las brasas se esconde la debilidad. Es verdad que la ambición puede ser duradera. Pero también ella, a medida que se acerca a la meta, destruye la paz y el equilibrio. Este hombre, en cambio, puede desear algo con extraordinaria vehemencia, pero nunca alargará una mano febril para coger el objeto de sus deseos. La más anhelada tentación no le convertiría en un tirano. Me paré, parpadeando, bajo el dintel de la puerta. Me invadió una rara timidez. Quizá él no sea más que un simple am-ha-ares, pero sabe mirar como si fuera un amo. Levantó los ojos y fijó su mirada en mí. Era una mirada serena, amable, más bien suave y extrañamente penetrante. Cuando me mira tengo la sensación de que ve todo mi interior, que lo sabe todo y no necesita palabras. Judas desapareció y nos quedamos solos en la estancia vacía. De pronto sonrió. Es una sonrisa como la luz del sol, que despeja el cielo y nos quita el desaliento cuando aparece. Le contesté con otra sonrisa.

La conversación

Que Nicodemo estaba hondamente impresionado, lo prueban sus palabras de saludo a Jesús. Comienza por darle el título de Maestro, cumplido que ya era mucho, puesto en boca de un príncipe de los judíos y dirigido a alguien cuyos estudios eran totalmente desconocidos. Pero aún son más altas las palabras que siguen: «Rabí, nosotros lo sabemos: tú has venido de parte de Dios y como doctor. Porque nadie puede hacer las señales que tú haces si Dios no está con él. No podía decirse más, no cabe más claro reconocimiento. Pero, curiosamente, Jesús no hace el menor caso de ello. Nicodemo hace una altísima confesión y Jesús parece querer conducirle a profundidades mucho mayores. Contesta con una paradoja: En verdad, en verdad te digo: aquel que no nace de lo alto, no está en condiciones de ver el reino de Dios.

Nicodemo escucha desconcertado. ¿A qué viene esto? ¿Es que a Jesús le parece poco la tremenda confesión que ha hecho? Se diría que rechaza su elogio y su reconocimiento. El ha hablado de la persona de Jesús y éste le responde hablando de su reino. ¿Es que Jesús y el reino son la misma cosa? ¿Y qué quiere decir con ese nuevo nacimiento? ¿Está echándole en cara su edad anciana o su pertenencia a la ley de Moisés?

Pero el viejo no se irrita. Ha visto y oído muchas cosas. Se limita a poner un poco de ironía en su respuesta: ¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar de nuevo en el seno de su madre y volver a nacer? Probablemente al mismo Nicodemo le sonó a ridícula su pregunta apenas la hubo pronunciado. Pero Jesús pareció tomarla completamente en serio y se decidió a arrastrar a su inteligente adversario hasta la misma puerta del absurdo: En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos. Esta respuesta sí que desconcierta a Nicodemo. El, después de su broma, esperaba ver sonreír a Jesús y responder algo así: «No tomes mis palabras a la letra, estoy hablando de un nuevo impulso, de un nuevo esfuerzo interior. Al hablar de un nuevo nacimiento estoy haciendo una metáfora». Pero la respuesta de Jesús es exactamente la contraria: habla verdaderamente de un nuevo nacimiento, de un cambio radical y no de una simple nueva dirección moral. Habla literalmente de un nuevo ser engendrado. Dice que el hombre es hombre y que —en palabras de Guardini— si sólo piensa por sí mismo, queda siempre sumido en la atmósfera de lo terreno por muy lógicos, claros y elevados que sean sus pensamientos. Por muy decidida que sea su lucha moral, no alcanzará con ella más que bienes terrenos. Por mucho que se apoye sobre valores elevados, sobre tradiciones nobles, sobre una cultura brillante, siempre quedará prendido en su propio ambiente. Ha de acontecer algo diferente, debe haber un nuevo comienzo. El principio de una nueva existencia debe ser iniciado bajo un impulso venido de lo alto, de la misma región a la cual pertenecen el Reino y el mensajero.

Nicodemo entiende todo esto y, precisamente porque lo entiende, se da cuenta de que acaban de quitarle la tierra debajo de los pies. Lo que Jesús está diciéndole es algo absolutamente revolucionario. Ser judío, cumplir escrupulosamente la ley, todo su esfuerzo de hombre, ¿no servirán de nada sin ese nuevo nacimiento?

Tal vez si Nicodemo había estado alguna vez enamorado entendería aunque de lejos— esto del nuevo nacimiento. Sabría que el amor cambia a los seres, que hace posible lo que parecía absurdo, que borra las fronteras entre «lo tuyo» y «lo mío», que cambia el modo de ser y la dirección de la vida... Pero quizá Nicodemo era ya demasiado viejo y había olvidado el amor. O quizá conocía el amor y se daba cuenta de que aún ese cambio prodigioso quedaba lejos del que Jesús estaba anunciándole y exigiéndole.

Porque el profeta proseguía: Lo que ha nacido de la carne, carne es; lo que ha nacido del Espíritu, es espíritu. No te sorprendas de que yo haya dicho: hay que nacer de lo alto.

Nicodemo empieza a entender qué era lo que le atraía hacia este Nazareno y también qué era lo que alejaba: era este misterio que se escondía detrás de sus palabras. ¿De qué agua y de qué espíritu habla? Tal vez Nicodemo había escuchado también la predicación del Bautista y recordaba aquellas palabras misteriosas que Juan refería a Jesús: Yo os bautizo con agua, más él os bautizará con el Espíritu santo. Sí, Juan estaba aludiendo a este nuevo nacimiento. El bautismo —aquel entrar en el agua y salir luego de ella chorreando— era un símbolo de una muerte y de un nuevo nacimiento. Jesús le está pidiendo que muera a todo lo que es y nazca a una vida distinta. Y la idea le parece, a la vez, maravillosa y aterradora.

Fuera soplaba el viento de la noche y agitaba los batientes de la ventana. El Nazareno levantó su mano: ¿Oyes el viento? Cierto, tú oyes su voz. Pero no sabes ni de dónde viene, ni a dónde va. El viento sopla donde quiere. Así sucede con el que ha nacido del Espíritu.

Nuevamente la comparación desconcierta a Nicodemo. Por un segundo se pregunta si está ante un charlatán o ante un profeta. ¿A qué viene ese juego de palabras? El sabe que la palabra griega pneuma significa a la vez «viento» y «espíritu» y se pregunta si Jesús está jugando con él. Por eso su voz vuelve a hacerse dura e interrogante: ¿Cómo pueden hacerse esas cosas? ¿Qué cambio es ese que pides y que dices que no está en mano del hombre? ¿Es que Dios juega con los hombres como el viento con las hojas? En su pregunta hay altanería. Pero, tras ellas, hay también una súplica. Nicodemo es testigo de su propia impotencia. Hace muchos años que viene luchando por acercarse a Dios a través de la ley y el cumplimiento de lo prescrito y, sin embargo, sabe que sigue siendo prisionero de sí mismo, encadenado a su carne. Sabe que su amor a Dios es importante, pero, a la vez, insuficiente. Por eso, interroga y suplica al mismo tiempo.

Esta vez es en los labios de Jesús donde aparece una punta de ironía: ¿Cómo? Tú eres maestro en Israel ¿y no entiendes? Te bastaría --quiere decir— con acudir a los profetas para encontrar allí contada y anunciada esta renovación por el Espíritu. Isaías había puesto en boca de Dios el anuncio de que un día «yo derramaré aguas sobre el suelo sediento y arroyos sobre la tierra seca y efundiré mi espíritu sobre tu simiente y mi bendición sobre tus retoños y germinarán como la hierba entre agua, como álamos junto a la corriente de las aguas» (Is 44, 3). Y Ezequiel había anunciado de parte del Altísimo: Y les daré otro corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo, quitaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne (Ez 11, 19). Pero vosotros habéis creído que yo me refería a vuestros campos y a vuestro pueblo. Yo hablaba de un cambio mucho más radical.

Todo esto no era nuevo para Nicodemo. Pero ahora, por primera vez en su vida, se descorría el velo que descubría el verdadero misterio de aquellas palabras tantas veces leídas. Sentía —como más tarde los discípulos de Emmaus— que su corazón ardía conforme Jesús le iba declarando las Escrituras.

Jesús hizo una pausa, y, de repente, como si bajara de golpe al mismo centro del misterio, añadió solemnemente: En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto. Solamante que vosotros no recibís nuestro testimonio. Si no creéis cuando os he dicho las cosas que suceden en la tierra ¿cómo me creeréis cuando os hable de las del cielo? Con seguridad nadie ha subido al cielo, sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre. El está en el cielo.

Ahora sí que el alma de Nicodemo había bajado a la raíz del desconcierto. Jesús no se contentaba con asomarle a un abismo, sino que le anunciaba que éste era el menor de los que tenía que mostrarle. Y apuntaba algo aún más enloquecedor: no daba de ese abismo más prueba que su testimonio personal. El era el garante, el único garante de todo cuanto estaba diciendo. Pedía una entrega total a él, una total confianza en la locura que anunciaba.

Nicodemo comprendió que allí se le pedía una apuesta en la que toda su vida giraría. No le invitaban a un cambio moral, sino a un renacimiento integral. Le exigían que renunciase a sí mismo y a su vida propia y la depositara en las manos de aquel que le hablaba. Tendría que abandonar su inteligencia y entrar en esta locura.

Pero las locuras nunca vienen solas. El Nazareno prosiguió: Además, lo mismo que Moisés levantó la serpiente en el desierto, es necesario que el Hijo del hombre sea levantado para que cualquiera que tenga fe posea la vida eterna. ¿Elevado? Nicodemo entiende. Está hablando de muerte. Está diciendo que él morirá y que esa su muerte será salvadora para todos los que creen en él. Es más: está invitando a Nicodemo a esa muerte, está dándole una cita para ese día en que será «elevado» como la serpiente de bronce de Moisés.

No entiende nada. No dice nada. El maestro de Israel ha quedado deslumbrado por estas últimas palabras. Y el evangelio calla. Nicodemo desaparece de la escena. Pero su vida ha sido trastornada. Ha entrado en la locura. Volveremos a encontrarle el día de esa «cita». Estará allí, al pie de la cruz, portando cien libras de mirra y áloe para ungir el cuerpo muerto de este Nazareno que ahora le habla.

No sabemos si desde aquella conversación creyó ya o si la semilla de la fe fue creciendo progresivamente en su alma. No sabemos si hubo otras conversaciones después de ésta. Pero sí sabemos que el inteligente apostó por la locura, el viejo se hizo niño, en el silencio de aquella noche santa hubo un parto misterioso y un prodigioso alumbramiento. El Nicodemo que casi al alba regresó a su palacio ya no era el mismo que horas antes descendiera curioso y asustado por las callejuelas del Ophel. En el alma del visitante nocturno había amanecido.