Tras su primer encuentro con Satanás y plenamente clarificado ya el sentido de su vocación volvemos a encontrarnos a Jesús a la orilla del Jordán, donde Juan sigue bautizando a la gente que se arremolina en torno suyo. Y no parece ser reconocido. De su bautismo, de los cielos abiertos, ya nadie se acuerda. Tal vez porque todo ocurrió en el interior de los corazones de Jesús y de Juan, sin que el hecho trascendiese en toda su importancia. Por eso Jesús se presenta, en este momento, todavía como un discípulo más del Bautista. Incluso, parece imitarle en su tarea tal y como señala el evangelio de san Juan (3, 22) dedicándose también él a bautizar.
¿Cuánto duró este período? ¿Qué influjo real ejerció sobre Jesús la figura de Juan? No lo sabemos. Pero sí el enorme aprecio que Cristo dará durante toda su vida a la personalidad del Bautista. Mas pronto adoptará un camino muy diferente al suyo.
Porque en este momento podemos situar un nuevo paso en el esclarecimiento del camino de Jesús. Ya se ha clarificado su vocación mesiánica. Ya sabemos de qué tipo será su mesianismo. Pero aún puede realizarse éste de muy diversas maneras. Y allí —a la orilla del Jordán— tiene Cristo, como expuestas, sus posibilidades. ¿Será un predicador solitario y huraño como Juan, llamado sólo a despertar las conciencias, pero no a iniciar una gran obra colectiva? ¿Asumirá el camino de los monjes de Qumram, que, allí, a sólo dos kilómetros de donde él bautiza, huyen del mundo y buscan a Dios en la soledad y el encastillamiento personal? ¿Será uno de tantos levitas que, desde el templo, tratan de interpretar y explicar la ley?
El Jesús que hasta ahora hemos conocido es un solitario. Un solitario, es cierto, muy especial: no hay en él —dice Comblin— esa tensión psicológica que aflige, a veces, a ciertos líderes religiosos. No se volvió aéreo, distante, inalcanzable, como ciertas personas importantes sumidas en las responsabilidades. No aborda a las personas como con aire de quien siempre tiene prisa porque tiene mil negocios que le esperan. No deja nunca de ser un sencillo artesano en su relación con las personas. Trata los asuntos uno a uno. No hace síntesis. No planea. No organiza. Trata a cada persona teniendo en cuenta que se trata de un amigo o de un enemigo—, en todo caso, como una persona concreta.
¿No planea? ¿No organiza? Es cierto que Jesús, a lo largo de su vida parece dejarse llevar por los acontecimientos, sin otro plan previsto que el cumplimiento de la voluntad de su Padre. Es cierto. Y, sin embargo, aquí asistimos a un giro en su vida. Su obra, que inicial y teológicamente, parece única y exclusiva suya, que él y sólo él debe realizarla, se va a llenar de amigos y seguidores, como si ya desde aquí quisiera darle continuidad para cuando él falte.
¿Cómo, cuándo y por qué se produce este cambio, en el que, en definitiva, va a estar el origen de la Iglesia? El evangelio parece sugerir que un poco casualmente: porque un par de personas se interesan por él, al oír las palabras del Bautista. Y, sin embargo, Jesús repetirá siempre a sus seguidores: No me elegisteis vosotros a mí, yo os elegí a vosotros (Jn 15, 16). No pudo ser, pues, casual esta elección y la decisión de adoptar un estilo de vida que hasta entonces era desconocido: el predicador ambulante rodeado de un grupo de discípulos que nunca se independizarán de él —como se independizaban los de los escribas y levitas del templo— sino que serán verdaderamente sus continuadores.
Porque, además, estos discípulos no serán simplemente un grupo de amigos. Los evangelios no hacen el menor esfuerzo por reflejar las relaciones personales de los discípulos con Jesús. Sólo ofrecen leves pistas para adivinar el sentido de esta amistad. Realmente reducen toda la relación de Jesús con ellos a la participación en una misión. No son tanto compañeros, como cooperadores. No hay jamás entre Cristo y los suyos esas escenas emocionantes que se nos cuentan, por ejemplo, entre Sócrates y sus discípulos o entre Francisco de Asís y sus compañeros. Aquí la idea de la misión prima sobre la amistad, aunque no se trata de una misión deshumanizadora que destruya la confianza y el cariño. Al contrario, la colaboración en el servicio a un gran ideal funda un verdadero entroncamiento entre Jesús y los suyos, que da origen a uno de los frutos más altos que la amistad haya producido en toda su historia.
¿Cómo nació esa misión-amistad o esa amistad para la misión? Será de nuevo, según los evangelios, Juan, el bautista, quien dirija la atención hacia Jesús, como si reconociera que ya nada le queda a él que decir —salvo con su muerte— y que ya es hora de que la «gran voz» se despierte. Por eso levanta ahora su dedo, sin vacilaciones, y señala a Jesús repitiendo: He aquí el cordero de Dios (Jn 1, 29).
Los que le escuchaban debieron de quedar desconcertados. ¿Qué quería decir con aquella extraña y novísima denominación? ¿Y quién era aquel hombre al que Juan presentaba como cordero, víctima y comida de Dios?
Muchos de los que rodeaban al Bautista debieron de pensar que habían escuchado mal o que, en todo caso, el profeta había vuelto a pronunciar una de sus frases incomprensibles. Pero dos de sus oyentes quedaron hondamente conmovidos, a la par que desconcertados. Volvieron sus rostros al señalado con tan extraño apelativo y, aunque vieron en él a un campesino más, algo en su rostro y su porte acentuó más el descontento que sentían.
Se llamaban Juan y Andrés y eran dos pescadores galileos. Físicamente eran dos hombres muy distintos entre sí. Andrés era fornido, barbudo, debería de rondar los cuarenta años. Juan era más joven, notablemente más joven. Tal vez superaba en poco la veintena. Pero era también un recio mozo, bien diferente al que nos han transmitido los pintores. El pelo que llegaba hasta sus hombros, como entonces era costumbre, no quitaba nada a su realidad varonil. Su rostro reflejaba una rara mezcla de afectividad y violencia. De sus ojos podía esperarse desde el más intenso gesto de amor hasta el más rápido estallido de cólera.
Pero muchas cosas unían también a estos dos hombres. Por de pronto la búsqueda de algo que llenase sus vidas. Eran pescadores, de eso vivían y sus manos no se asustaban a la hora de llenarse de callos de remar y remar. Pero aquello no podía bastarles. Su corazón era más grande que sus manos. No podían haber venido al mundo sólo para sacar un mayor o un menor número de peces en el lago de Tiberíades. Y no eran simples curiosos, de esos que se acercaban un momento al Jordán, para alejarse de nuevo, saciada su curiosidad.
¿Qué era exactamente lo que buscaban? Probablemente ni ellos mismos lo sabían. Los ideales religiosos y los políticos se entremezclaban en sus almas, sin que fueran capaces de desenmarañarlos. Probablemente la palabra «libertad» era el eje de sus conciencias, pero ni ellos mismos sabían qué querían decir cuando la pronunciaban. Querían, es claro, la libertad para su patria y buscaban un jefe, un maestro a cuyas órdenes ponerse. No eran orgullosos, no se sentían con fuerzas para capitanear nada, pero sí con el coraje de seguir a alguien que propusiera una meta alta y grande. Llevaban mucho tiempo buscando a ese líder. Quizá se habían decepcionado ya de algunos de los cabecillas que, con frecuencia, surgían de su belicosa Galilea. Pero no se desanimaban. Seguían buscando. Y, al oír hablar de un nuevo profeta surgido en la desembocadura del Jordán, corrieron ciento cincuenta kilómetros para verle. Habían dejado sus barcas y se habían puesto en camino. Debía de ser muy importante para ellos encontrar ese jefe, cuando, para ello, dejaban sus casas y su oficio y se lanzaban al sur del país para escuchar a este nuevo profeta.
Que Juan les interesaba lo demuestra el que siguieran a su lado —alguno, tan apasionado como Pedro, se había alejado ya— y el que obedecieran a su simple gesto de señalar al Cordero. Pero también parece claro que no veían en Juan al jefe que ellos buscaban. Era un buen mensajero, su penitencia era una gran preparación para la tarea, pero no era «la tarea», la «aventura» que ellos esperaban y necesitaban. Si siguieron tan rápidamente a Jesús es porque, antes, habían visto ya con claridad esta vocación puramente provisional y preparatoria de Juan.
Los buscadores
Eran, pues, buscadores, aventureros, gente con el alma abierta y hambrienta. Más tarde Jesús diría: No me elegisteis vosotros, yo os elegí (Jn 15, 16). Pero es dudoso que Cristo les hubiera elegido de no haber estado ellos tan preparados a esa elección.
Por eso, porque tenían tanta necesidad de una aventura que llenase sus vidas, se levantaron en cuanto el Bautista les señaló este nuevo camino.
Decididos y tímidos al mismo tiempo, se pusieron a seguir a Jesús, sin atreverse a abordarle, sin osar llegar hasta su altura. Veían su largo pelo y su ancha espalda, admiraban la seguridad de su andar. Por un momento les pareció que retrasaba su paso, tal vez para dejarse alcanzar, pero también ellos se detuvieron. ¿Se habría dado cuenta de que le seguían? ¿Lo sabía y afectaba indiferencia para aumentar su curiosidad o para probar si realmente estaban dispuestos a seguirle o si era, por el contrario, un capricho momentáneo? No lo sabemos, pero el caminar silencioso debió de durar bastante trecho.
Tal vez fue en un recodo donde él se volvió. ¿Qué buscáis? (Jn 1, 33) preguntó. Y se les quedó mirando con ojos enigmáticos que eran, a la vez, acogida y prueba.
Jesús se define a sí mismo en esa pregunta y en el modo de hacerla. No comienza con saludos, ni habla del tiempo como quien trata de entrar en conversación con un desconocido. Va directo al fondo del asunto: ¿Qué buscáis? Es pregunta que, en diversos tonos y formas, repetirá muchas veces a lo largo de sus años de actividad pública. Volverá a planteársela a los soldados que en el huerto van a prenderle. Y después de su resurrección serán las primeras que diga como resucitado.
Y es que sabe que él ha venido para encontrar a
los hombres, pero también para ser encontrado por ellos. Busca a todos, pero antes que nadie a los buscadores. Habla para todos, pero sabe que sólo será oído por quienes tienen oídos para oír.Andrés y Juan, ante pregunta tan directa, ven aumentar su desconcierto y contestan con otra pregunta que aún es menos lógica que la de Jesús: Maestro ¿dónde vives? Por un lado, empiezan por llamar «maestro» a alguien que, según todas las apariencias, es un trabajador como ellos. Por otro, no responden a lo que se les ha preguntado y, en cambio, se meten indiscretamente en la intimidad del desconocido. ¿Y a vosotros qué os importa? ¿Quiénes sois para invitaros a mi casa? Esta hubiera sido la respuesta lógica a su indiscreción.
Pero Jesús sabe que la respuesta de los dos asustados es mucho más honda de lo que parece. El les ha preguntado «qué» buscan y ellos responden «a quién» buscan. No buscan una cosa, ni siquiera una idea o una verdad. Buscan a una persona, o porque, humildemente, saben que lo que necesitan es un líder a quien seguir, o porque, confusamente, intuyen que ha pasado el tiempo de las ideas abstractas y ha llegado la hora en que la única verdad es una persona, porque la palabra se ha hecho carne. Quizá fue Juan quien dio esa respuesta que, en cierto modo, resume el futuro prólogo de su evangelio y su mensaje de que «el Verbo se hizo carne».
Y no buscan una persona a quien conocer, buscan a alguien con quien vivir, alguien cuya vida y tarea puedan compartir. Por eso no temen ser incorrectos y se atreven a preguntar por su casa.
Ahora la sonrisa de Jesús pierde lo que tenía de enigmática y acentúa cuanto en ella había de afectuosa. Venid y lo veréis. Le han pedido su amistad y él la abre de par en par.
¿Cómo era la morada que Jesús tenía en aquellas soledades? No lo sabemos. La frase nos demuestra, sin embargo, que de algún modo estaba Jesús instalado en la orilla del río y que no estaba allí simplemente de paso. Y no parece que se tratara de una casa prestada —como será tan frecuente en la vida de Jesús—. Ahora todo habla de un lugar suyo y solitario. Probablemente alguna de las muchas grutas que habitaban los eremitas que abundaban en los contornos. O tal vez una simple choza construida de ramas y sin otro piso que la tierra dura. Aquí es, diría él al llegar. Y fueron y vieron donde moraba y se quedaron con él aquel día, comenta el evangelista. Que añade: Era alrededor de la hora décima (Jn 1, 40). La descripción es asombrosa, si tenemos en cuenta que quien narra es uno de los personajes de la escena. Nada se dice de lo que en la entrevista hablaron. Se precisa en cambio con gran exactitud la hora y la duración de la conversación. Pero es esa parquedad y ese extraño detallismo lo que da verosimilitud y emoción a la página evangélica. Cuando escribía esta página, ya de viejo, con mano temblona —señala con profundidad Cabodevilla— el evangelista se debió de conmover igual que cuando uno recuerda un primer amor, el principio de un amor único. Exactamente: por eso se mezclan el pudor y la precisión. Nada se cuenta de la íntima conversación, sólo se dice que fue íntima y larga. Y se precisa con exactitud la hora que el evangelista no olvidaría jamás, como no olvida el enamorado la esquina y la hora en que conoció a su verdadero amor.
Podemos imaginar que Jesús les invitó a comer algo con él y que a ellos les sorprendió el extraño modo en que partía el pan, podemos pensar que comentó ante ellos las profecías que anunciaban un liberador de las almas y los hombres. Y estamos seguros de que experimentaron —como más tarde lo experimentarían los de Emaús— que, según él iba hablando, sus corazones se iban calentando y que se sentían maravillosamente confortados y serenos. Vieron que sus palabras daban, a la vez, vértigo y reposo, que eran, al mismo tiempo, aterradoras y pacificantes. Entendieron
por qué Juan le había llamado «cordero», porque era manso como un recental y se encaminaba hacia una tarea que sólo podía conducir al matadero. Y supieron que habían encontrado todo lo que buscaban. Sus corazones inquietos se sentían como llegados a casa. Ahora sabían que sus vidas no se perderían en vano, puesto que habían encontrado alguien a quien seguir y algo por lo que luchar. Abandonaron sus casas y sus redes para escuchar a un profeta que mantuviera su esperanza, y, ahora, conocían a alguien que era más que esperanza, puesto que era ya la realidad. Hablaron, pues, desde las cuatro de la tarde hasta bien entrada la noche. Y, probablemente, no pudieron dormir de tanto gozo.
Tú serás una roca
Andrés debía de estar deseando que amaneciera. Cuando tenemos una alegría dentro nos parece que no es completa hasta que no la compartimos con alguien. Y Andrés, sin duda, debió de pensar durante toda la noche en el gozo de Simón cuando le contase lo que habían encontrado. Conocía a su hermano; era aún más apasionado que él. Quizá, incluso, la idea de bajar al Jordán había sido del propio Simón, que parecía tener el alma como un arma arrojadiza: allá donde veía una esperanza, allí corrian sus pies. Y, ahora, había tenido la mala suerte de verse precedido por Andrés en el hallazgo. Quizás Andrés se reía por dentro, pensando en los celos que iba a dar a su hermano.
Y apenas se hizo de día —quizá dejó a Jesús y Juan aún dormidos— salió en busca de Simón, que puede que le hubiera estado buscando desde la tarde anterior.
Cuando los hermanos se encontraron, Andrés espetó a Simón, sin dejarle hablar: Hemos hallado al Mesías (Jn 1, 41). Así, sin rodeos, con una afirmación tajante, que demostraba a Andrés absolutamente convencido de lo que decía. No habló de un profeta, no de un hombre de Dios; el Mesías.
Si Simón hubiera sido distinto, se hubiera reído de su hermano. Habían estado juntos al mediodía de la jornada anterior y, en .pocas horas, no sólo había encontrado al Mesías, sino que se había convencido de la certeza de su hallazgo.
Pero Simón conocía bien a su hermano Andrés; sabía que era todo menos un visionario. Un pescador llama al pan, pan y al vino, vino. Además su hermano mayor era un hombre serio, poco amigo de bromas y menos en asunto tan serio. Por eso, se puso en camino sin más preguntas, sin vacilaciones.
Cuando ambos llegaron ante Jesús, este fijó en él sus ojos dice el evangelista, que parece estar obsesionado por los ojos del Maestro recién descubierto. Fue una mirada que bajó hasta el fondo del alma del recién llegado, una mirada que interpretaba y creaba un destino. Y, antes de que Andrés hiciera las presentaciones, Jesús habló:
Tú eres Simón Barjona, tú te llamarás Pedro (Jn 1, 42).No hay que acudir a milagros, pensando que Cristo adivinó el nombre de Simón. Es perfectamente verosímil que en la larguísima charla de la tarde Andrés hubiera contado a Jesús que había venido acompañado de Simón y hasta que describiera el alma apasionada de su hermano.
Lo que hizo la mirada de Jesús fue comprobar que la descripción de Andrés se había quedado corta. Simón era e iba a ser mucho más de lo que su hermano suponía.
¿Qué quiere decir el apelativo Barjona? Durante muchos siglos se ha interpretado como «hijo de Jonás o de Juan» pero hoy buen número de exegetas —siguiendo el antiguo léxico hebreo estudiado por Dalman— prefieren verlo como un vocablo derivado del acádico que querría decir «terrorista», con lo que más que un patronímico sería un apodo que le haría perteneciente al grupo de los celotes y que no enlazaría nada mal con su carácter violento y con su facilidad para manejar la espada en el huerto de los Olivos.
Si esta interpretación es verdadera, el juego de palabras de Jesús toma una mayor resonancia: la violencia del terrorista va a convertirse en el peso de la piedra que sirva de cimiento. Se trataría de un cambio, de un giro decisivo en el destino del pescador galileo.
La escena tiene aún mayor importancia dado lo que el nombre significaba para los judíos contemporáneos de Jesús. No era algo casual que sirviera como signo de diferencia entre las personas. Un nombre era un destino, una vocación. Sólo podía imponerlo quien tuviera autoridad. ¡Cuánto más si se trataba de cambiarlo! Además, quien daba un nombre tomaba a su cargo al nominado, se declaraba, de algún modo, su padre o su dueño.
¿Contestó Simón a Jesús o quedó anonadado por aquella mirada y por aquel misterioso cambio de nombre? Piedra ¿por qué? ¿Qué quería decir al designarle la función de roca? ¿Roca por la dureza o por la solidez, por cuanto habría de estrellarse en ella o por cuanto sobre ella podría construirse?
Nada dice el evangelio de una respuesta de Pedro. Probablemente porque no la hubo, arrastrado el futuro apóstol por el misterio que le desbordaba. Sólo de una cosa estaba Pedro seguro: de que Andrés no había exagerado. Sólo el Mesías podía llenar su alma como la había invadido aquel desconocido.
El nacimiento de la amistad
Estas jornadas a la orilla del Jordán fueron importantes por muchas cosas. Y no fue la menor de ellas el nacimiento de una gran amistad. Si nos atenemos a los evangelios, Jesús había sido hasta entonces un enorme solitario. Su familia, con excepción de su madre, parece mirarle con desconfianza y hasta con hostilidad. No parece tener amigos en su pueblo. Ni uno solo de sus apóstoles será natural de Nazaret. Podemos concluir que Juan, Andrés y Simón son, en verdad, los primeros verdaderos amigos de Jesús. Hasta entonces, ha tenido compañeros de vida o de trabajo, paisanos, convecinos. Sólo ahora nace la amistad, esa gran amistad de creer en las mismas cosas y estar dispuesto a luchar y hasta morir por ellas. Por eso, si esta hora fue importante para los tres pescadores de Tiberiades, no lo fue menos para el carpintero de Nazaret.
Ya no podrían separarse. Y juntos emprendieron el camino de regreso a su tierra. Juntos cruzaron Judea, Samaria, Esdrelón. Ya en Galilea, los cuatro parecieron sentirse más a gusto, como acompañados por el paisaje amigo de sus almas. Hacía ya meses que Jesús había abandonado Galilea. Ahora había pasado el tiempo de las lluvias y los campos estallaban de verdura y de flores. Se acercaba la hora de la cosecha.
Pero antes había que seguir «contagiando» amistad. Porque la amistad crece por contagio, como la más hermosa de las enfermedades. Andrés y Simón contaron su alegría a Felipe, que era, como ellos, de Betsaida, y a Felipe le bastó encontrarse con Jesús para sentirse encandilado. A su vocación, a la del más humilde de los apóstoles, dedica sólo Juan unas palabras: Jesús le dijo: «Sígueme» (Jn 1, 43) y todo quedó hecho.
Todo no. Porque Felipe se sintió de pronto tan misteriosamente alegre, que no pudo contener su gozo y se fue a buscar a su mejor amigo para comunicárselo, lo mismo que María corrió hacia Isabel después de la anunciación.
Pero su amigo, Natanael, no era tan cándido como Felipe. Quizá porque éste era de un pueblecillo de pescadores, mientras que Natanael era de Caná, una ciudad más orgullosa, en el camino principal. O quizá porque Felipe era dócil y un poco infantil, mientras que Natanael estaba ya escarmentado de falsos profetas.
Lo cierto es que al encontrarse los dos amigos, Felipe, hablando a chorro como hacen los chiquillos, espetó, sin respirar, a su amigo toda su alegría: Hemos encontrado a aquél de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas. A Jesús, hijo de José, el de Nazaret (Jn 1, 45). Natanael le escuchó con una cierta sonrisa compasiva. ¿De Nazaret? ¡Qué cosas! Natanael pensaba que era comprensible que Felipe, tan cándido, Pedro, tan fogoso, o Andrés, tan inculto, se tragaran esa historia. Al fin y al cabo ellos eran de la otra orilla del lago. Pero él era de Caná, a muy pocas millas de Nazaret. ¿Era posible que el Mesías saliera de Nazaret sin que él, que llevaba toda la vida buscándole, se enterara siquiera? Y, además, ¿qué podía salir de Nazaret, aquel poblacho en el que vivían los que no podían vivir en otro sitio, en aquel rincón perdido cuyos habitantes tenían fama de groseros y torpes, de rústicos y fanáticos? Natanael sintió lástima por Felipe y se limitó a decirle irónicamente: ¿Pero es que de Nazaret puede salir cosa buena? (Jn 1, 46).
Felipe era ingenuo, pero no era tonto. No quiso, por ello, entrar en discusiones. Su amigo era mucho más inteligente que él, pero él sabía bien que su corazón no se había engañado. Pór eso contestó simplemente: Ven y lo verás (Jn 1, 46). Estaba seguro de que los ojos de Jesús harían el resto.
Debajo de la higuera
Cuando Natanael llegó a donde estaba Jesús, conversaba éste con algunos discípulos, quizá con los tres pescadores que encontró en el Jordán. Y, antes de que llegara a él, Jesús vio a Natanael. Interrumpió su conversación y dijo a los que le rodeaban: He aquí un verdadero israelita, en el que no hay doblez (Jn 1, 47). Natanael debió de quedarse sorprendido. El elogio, naturalmente, le agradaba. Pero sin duda era una trampa hábil para atraerlo a sí, alimentando su vanidad. Por eso se endureció en lugar de ablandarse. Trucos tan ingenuos, pensó, no valían para él. Levantó la cabeza y preguntó con altivez: ¿De qué me conoces? Era como un reto y Jesús lo aceptó. Por eso acentuó su sonrisa y dijo: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1, 48).
¿De qué higuera hablaba? ¿Qué había ocurrido debajo de la higuera? Nunca lo sabremos. Tal vez allí estaba Natanael cuando llegó Felipe y allí despotricó contra el presunto Mesías de Nazaret. Tal vez bajo una higuera había sucedido algo muy importante —bueno o malo— a Natanael. Quizá allí había prometido solemnemente seguir al Mesías si lo encontraba. Lo cierto es que Natanael sintió que aquellas palabras desnudaban su alma. Era un signo. Quien conocía aquello no podía ser sino un enviado de Dios. Por eso, sin que mediara una palabra más, prorrumpió en elogios aún más intensos de los usados por el ingenuo Felipe: Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel (Jn 1, 49).
Creció de nuevo la sonrisa de Jesús. Pensaba, por un lado, que ni el propio Natanael se daba cuenta de hasta qué punto era verdad lo que estaba diciendo y se maravillaba, por otro, de que Natanael se asombrase por tan poco. Por eso añadió: ¡Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees! Mayores cosas verás (Jn 1, 50). Giró la vista y vio que cuantos le rodeaban estaban desconcertados. Le miraban con esa mezcla de alegría y de miedo con la que los niños inician un viaje aventurero. Creían ya en él, empezaban a amarle, pero, al mismo tiempo, les daba un poco de miedo. Se les escapaba. No lograban entenderle.
Pero Jesús sabía que este asombro era bueno y por eso no temió adentrarles aún más en ese primer sabor de la aventura peligrosa: En verdad, en verdad os digo añadió que algún día veréis el cielo abierto y a los ángeles del cielo subir y bajar sirviendo al Hijo del hombre (Jn 1, 51).
Ahora sí que no entendieron nada. Comprendieron, sí, que aludía a algo que habían oído leer muchas veces en las sinagogas: un día Jacob, como signo de la bendición de Dios sobre su persona y su estirpe, había soñado que el cielo se abría y que los ángeles subían y bajaban hasta él por una amplia escala. Pero ¿qué quería decir con ello este carpintero de Nazaret? ¿Se comparaba al patriarca Jacob? ¿Y qué implicaba aquel nuevo título de «hijo del hombre» que se atribuía? No comprendieron nada. Le miraron desconcertados y empezaron a darse cuenta de que, aunque caminasen a su lado, siempre estarían muy lejos de él. Era su amigo, pero también mucho más. A su lado se sentían a gusto, pero también extrañamente nerviosos. Daba paz y exasperaba al mismo tiempo. Y todas las palabras parecían ser mucho más profundas cuando él las decía. En sus labios, todo adquiría un segundo y un tercer sentido. Uno nunca podía estar seguro de haberle entendido del todo. Y tenían que estar preparados para estos vertiginosos descensos al misterio. ¿Quién era este hombre que así conocía a las personas, que con una simple mirada bajaba hasta lo más profundo de los corazones y que anunciaba, además, que esto era sólo el prólogo de cuanto se avecinaba?
Se sentían felices y asustados de haberle conocido. Ya no dudaban. No entendían nada, pero estaban seguros de que sus vidas ya no tendrían otro sentido que seguirle.
Pescadores de hombres
Pero aún no había llegado la hora. Jesús no les pedirá que le sigan apenas nacida la amistad. Una vocación es una cosa muy seria, y Jesús quiere jugar limpio, sin aprovecharse de un primer impulso del corazón. Por eso les deja regresar a sus casas, a sus familas, a su trabajo. Probablemente, él mismo regresa a Nazaret.
La decisión de los apóstoles no debió de ser tan sencilla como suponemos. Buena parte de ellos, la mayor parte, estaban casados. El celibato no era corriente en la vida ordinaria de los judíos. El que no huía al desierto con los esenios, se casaba. Muchos de los apóstoles tendrían, pues, familia, negocios. A más de uno debió de acorralarle la risa de su mujer cuando contara su «hallazgo» del Mesías. ¡Estos galileos siempre tan soñadores! Seguramente no era ésta la primera vez que Pedro o Juan se encandilaban tras uno de los abundantes profetas de la época. Aunque había que reconocer que nunca habían tenido el entusiasmo de ahora. Literalmente no dormían, como si aquel Rabí les hubiera arrebatado el alma. Para ellos, en verdad, todo había cambiado. Trabajar, preparar las redes, salir a alta mar se les había hecho insuficiente. Pescar mucho o pescar poco les resultaba idéntico, ahora que sabían que tantas cosas estaban a punto de pasar en el mundo.
«¿Así que piensas irte?» Lo habían discutido mucho con sus mujeres. Y nunca sabremos si ellas consintieron gustosas, pero tendremos que pensar que no se opusieron, pues Cristo no hubiera aceptado una vocación que destruyera un hogar. Es cierto que, para él, la familia de la tierra debía someterse a la más alta del cielo, pero se habría sentido perseguido por el llanto de los hijos de sus apóstoles si éstos les hubieran dejado abandonados.
Dejó, por eso, que pasara un tiempo para que la vocación de sus amigos madurara y para que pudieran dejar resueltos sus problemas materiales. Y volvió. Y esta vez, para arrastrarlos con el viento de su gran aventura.
Pedro y Andrés estaban en el lago, echadas en el agua las anchas redes. Santiago y Juan estaban en la misma orilla, recosiéndolas en la barca. Y, en los dos casos, se trató más de una orden que de una invitación: Seguidme y os haré pescadores de hombres (Mt 4, 19). No debemos pensar que fue sencillo el que ellos lo dejaran todo y fueran tras él. En primer lugar, por lo inusitado de la invitación. En la Palestina de aquel tiempo un predicador jamás invitaba a sus oyentes a seguirle. La santidad era un puro cumplimiento material de una serie de normas, no un modo de pensar y menos aún un modo de vivir. Tampoco existían por entonces grupos nómadas cruzando el país y viviendo solos. El mismo Bautista a nadie invitaba a seguirle o quedarse con él. Pedía un cambio de alma, un hacer tales o cuales cosas, un dejar de cometer injusticias, pero nunca señalaba el vagabundeo y el abandono de los hogares como forma de vida.
Jesús sí: no sólo pedía un cambio de corazón; señalaba una tarea para la que era necesario dejar todo lo anterior. Una tarea que, además, se presentaba como profundamente enigmática: iba a hacerles pescadores de hombres. Ellos recordaban, quizá, el texto de Habacuc (1, 14) en el que se pintaba a los hombres como semejantes a los peces del mar o a los reptiles de la tierra, que no tienen dueño, y que describe como tarea de Dios el pescar todo con su anzuelo, apresarlo en sus mallas y barrerlo en sus redes. Pero pensaban que esta red de Dios sólo se llenaría en el fin de los tiempos. ¿Es que había sonado la última hora del mundo? ¿Y cómo y en qué podrían ayudar ellos a Dios, único verdadero pescador?
Pero no hicieron preguntas. Jesús había crecido de tal modo en sus almas, que ya sabían que harían por él todo lo que les pidiese, hasta la mayor locura. Por eso Andrés y Pedro dejaron sus redes tal y como estaban, tendidas en el agua y expuestas a ser arrastradas por la corriente. Por eso Santiago y Juan dejaron boquiabierto a su padre y se fueron sin despedirse de los jornaleros que, de pronto, se quedaban sin amos y sin timonel.
Mateo, el vendido a los romanos
De todas las vocaciones hechas por Jesús, la que más se distingue de las demás es ésta de Mateo, que en nada parece encajar con los restantes del grupo. Practicaba el más sucio de los oficios, el de publicano, que no suponía sólo sacar dinero a sus compatriotas y con no poca usura-- sino que incluía, sobre todo, el haberse vendido a los paganos y ayudar a llenar las arcas romanas con el sudor del pueblo elegido. Es fácil imaginar la repulsión con que los demás apóstoles —fanáticos patriotas— recibieron a este traidor a sus ideas más sagradas.
Pero hay un misterio en la figura de Mateo: no encaja su oficio con el testimonio de su alma que nos ha transmitido su evangelio, que ha sido designado, con justicia, el evangelio del patriotismo. Efectivamente: ningún otro subraya tanto las virtudes del pueblo judío, ninguno tiene tan vivo el recuerdo de la historia de su nación. Más de cien veces regresa al pasado el evangelio de Mateo para citar a Isaías, Jeremías, David, Daniel, Miqueas...
Habría que concluir, pues, que Mateo amaba a su patria mucho más de lo que su oficio parecería indicar. O mucho cambió en su contacto con Jesús y los demás apóstoles, o había aceptado el oficio de publicano contra los deseos de corazón, como todas esas tareas que el hombre hace más por imperativos del estómago que de la cabeza.
Ciertamente no debía de tener mucho apego al oficio y al dinero cuando le bastó una sola palabra de Jesús para dejarlo. Sin duda había oído antes hablar de él; quizá le había escuchado muchas veces desde lejos; es probable que en su corazón estuviera ya la idea de seguirle; lo cierto es que bastaron una palabra y una mirada para que su alma girase.
Los doce
De cómo fue el encuentro de Jesús con los otros cinco apóstoles nada en absoluto sabemos. Eran probablemente amigos o conocidos de los primeros elegidos y fueron progresivamente acercándose a Jesús. Incluso el grupo era inicialmente bastante más ancho. Eran varias docenas de hombres que, más o menos fijamente, se interesaban por la doctrina de Jesús y le acompañaban en algunos de los desplazamientos. Sólo más tarde, el grupo se fija definitivamente en doce. Y Jesús rodea de solemnidad el momento. La noche antes de la selección definitiva, la pasa entera en oración, como las grandes vísperas. Jesús está eligiendo sus doce testigos, las doce columnas de su reino y tiene que dialogar largamente con su Padre antes de dar el gran paso.
Lo hace al fin, y los tres evangelios sinópticos trasmiten cuidadosamente el momento y las listas. En cabeza de las tres aparece Pedro, de cuya primacía nunca dudan los evangelistas: su nombre aparece citado 195 veces y los de todos los demás, juntos, llegan sólo a 130. Juan, segundo en número de citas, alcanza sólo 29.
Detrás de Simón Pedro vienen —con leves variantes de orden— Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé o Natanael, Tomás, Mateo, el otro Santiago, hijo de Alfeo, Judas Tadeo y Simón el Cananeo. El nombre de Judas Iscariote cierra las listas en los tres sinópticos. Y los tres recuerdan, ya en el momento de la elección, que éste fue el que le entregó traidoramente.
Y se formula ahora la gran pregunta: ¿por qué elige a estos doce, precisamente a estos doce? Socialmente carecen de todo peso y de todo influjo, son, literalmente, «insignificantes». Intelectualmente, son poco menos que analfabetos y más bien duros de mollera. Tampoco religiosamente son seres de excepcióm: egoístas, codiciosos, amigos de litigar por pequeñeces. En lo político son una extraña mezcla: junto a algunos claramente violentos y sin duda pertenecientes al grupo de los celotes, está Mateo el colaboracionista y tipos como Natanael que espiritualmente parece un esenio o amigos de los sumos sacerdotes como los hijos del Zebedeo. ¿Es que no había en todo el pueblo de Israel hombres de mayor categoría, mayor peso, de más fundadas esperanzas?
Desgraciadamente los evangelios ofrecen tan pocos datos sobre la personalidad de cada uno de ellos que es imposible hacer una galería personal con sus retratos. Pero quisiera reflejar aquí, al menos, esos pocos apuntes diferenciadores.
Pedro tiene la más recia personalidad del grupo y es un hombre de una sola pieza, un bloque de granito incluso en sus contradicciones. Tiene evidentes condiciones de líder, tanto en su pasión por las grandes tareas, como en su incapacidad para ocultar sus propios defectos. Es ardiente, orgulloso, terriblemente seguro de sí mismo, enemigo de las medias tintas, duro en sus palabras, emocionante en su fidelidad hacia el Maestro, dramático en su traición, generoso en su arrepentimiento final , terco en su misión prolongadora de la obra del Maestro.
Andrés es el hermano de Pedro, pescador como él, pero, según parece, con un carácter muy diferente del de su hermano. Es —dice Sergio Fernández— un místico a su manera. Tímido, profundamente religioso. Más constante que su hermano en sus búsquedas, austero. Un buen patrón para las iglesias orientales.
Santiago el Mayor es uno de los Zebedeos. Hombre violento y de genio vivo. Ambicioso, violento. Será él quien pida fuego del cielo (Le 9, 54) para quienes no comprenden a su Maestro. Será también el primero a la hora de morir por él. Era, muy probablemente, del grupo de los celotes, comido por el celo de Dios, decidido a imponer las cosas a sangre y fuego. Será, junto a Pedro y Juan, uno de los tres preferidos del Maestro.
Juan es el hermano menor de Santiago. Hay en toda su alma un aire de juventud y de frescura virginal, pero mostrará, a la hora de la pasión, un coraje muy superior al de todos sus compañeros. Es hijo de mejor familia que los demás, probablemente bastante más culto. Tienen los suyos relaciones con familias sacerdotales y, durante el juicio de Jesús, le veremos entrar con naturalidad en la casa del sumo sacerdote. Cristo le considerará —él al menos se lo llama a sí mismo seis veces en su evangelio— «el discípulo amado». Y Jesús mostrará con descaro esta predilección, dejándole reposar la cabeza sobre su pecho durante la última cena. Y será este amor por el maestro lo que le llevará a ser el único al pie de la cruz, para recibir allí la más sagrada de las herencias: la custodia de María, su madre. Su evangelio le mostrará como un enamorado de la luz y de la verdad.
Felipe es de Betsaida, posiblemente también pescador. Parece ser un hombre sencillo, sincero, comunicativo. Le bastará ver a Jesús para seguirle y luego será apóstol de apóstoles, atrayendo hacia su grupo a Bartolomé. Su alma cándida aparece cuando Cristo bromea con él antes de la multiplicación de los panes, con tiernas y desconcertantes ironías. Será también el mediador entre el grupo de griegos que quieren conocer a Jesús y su Maestro. Y es también Felipe quien con su alma un tanto de niño, preguntará ingenuamente en la última cena pidiendo a Jesús que les muestre al Padre.
Bartolomé —a quien sólo Juan llama Natanael— aparece como una mezcla de mística y realismo. Es uno de los de mayor vida interior del grupo, pero es también cauteloso y desconfiado. Alguien que, antes de aceptar las razones del que le habla, las mira y las remira sin precipitaciones. Tal vez ha tenido ya alguna gran desilusión en su vida cuando Felipe le habla de que ha descubierto al Mesías. Puede que fuera engañado una vez y no quiere que se repita. Por eso responde a la invitación con una frase cruel y casi cínica: ¿Acaso de Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1, 46). Pero luego se entregará con armas y bagajes a Cristo y proclamará —signo de su adhesión a la ley— que Jesús es el Rey de Israel (Jn 1, 49).
Pero será Tomás quien pase a la historia como símbolo de la desconfianza. Es un personaje contradictorio que sólo tres veces aparece individualizado en los evangelios y las tres con intervenciones espectaculares. Será él quien, cuando en torno a Jesús aparecen en Jerusalén las primeras amenazas, diga impetuosamente: Vayamos también nosotros a morir con él (Jn 11, 16). Es un Tomás apasionado, capaz de arriesgarse a todo por Cristo. La segunda vez será quien, en la última cena, interrumpa bruscamente a Cristo, molesto por lo que no comprende: Señor, si no sabemos a dónde vas ¿cómo vamos a saber el camino? (Jn 14, 5). Es otra vez el sincero, un tanto destemplado. Su tercera aparición es la que le hace entrar en la historia. Por algo —tal vez por su temperamento arisco y solitario— es el único que no está con los apóstoles cuando Jesús resucitado se encuentra con ellos. Y Tomás se negará a creer. ¿Tal vez porque su amor es tan apasionado que teme engañarse en algo que desea demasiado? Sólo se derrumbará con una de las más bellas y hermosas oraciones jamás pronunciadas —Señor mío y Dios mío—, ante el gozo del amigo reencontrado.
La más extraña figura del grupo es, ya lo hemos dicho, Mateo. ¿Cómo pudo entenderse este publicano en medio de aquel grupo de celotes? Era, parece, un alma mezclada. Un hombre —a juzgar por su evangelio— ordenado y metódico, como es propio de un recaudador, pero también un hombre generoso que, tras su encuentro con Jesús, organiza un banquete al que invita a todos los conocidos y desconocidos y alguien que, con una sola mirada, es capaz de dejarlo todo (Le 5, 28) sin preocuparse por las muchas complicaciones que el abandono de un trabajo como el suyo implicaba.
De Santiago el Menor nada nos dicen los evangelios, a pesar de que era, probablemente, primo carnal de Jesús, hijo de otra María, hermana de la madre de Jesús. De su vida y su carácter lo único que podemos saber surge de la carta que conocemos como suya. En ella aparece un hombre que detesta la envidia, la murmuración y la mentira y ama la misericordia y la comprensión. Hombre duro en su palabra, trata a latigazos a los ricos, pero levanta en todas sus páginas la bandera de la tolerancia entre los hombres y sus ideas.
Menos aún sabemos de Judas Tadeo, el hermano menor de este segundo Santiago, primo también de Jesús. La leyenda cuenta de él historias tiernísimas, pero imposibles de verificar. También se atribuye a él una de las cartas apostólicas que le muestra como un hombre todo corazón: en poquísimas líneas repite cuatro veces los adjetivos amados y queridísimos. E impresiona su declaración de pertenencia integral a Jesús.
También se cierne la oscuridad sobre el undécimo apóstol, Simón, de quien sólo nos dan los evangelistas los apelativos de «el cananeo» y «el celote», sinónimos los dos que expresan su pertenencia al grupo más revolucionario de los judíos del tiempo de Jesús. ¿Cómo se convirtió este ardiente personaje en el mudo apóstol del evangelio'? Es uno de tantos misterios para los que no tenemos respuesta.
Y Judas. Los evangelistas le colocan siempre el último en la lista de los doce. Y en todos los casos con la apostilla de que sería él quien traicionara y vendiera a Jesús.
De este misterioso apóstol tendremos que hablar largamente cuando se acerque la pasión y veremos cuántas complicadas interpretaciones han surgido en torno a su persona. Hoy daríamos oro por conocer la evolución espiritual de Judas y los vericuetos que le condujeron a la traición final. Pero hay almas cerradas como la piedra.¿Con «aquello» iba a redimir el mundo?
Eran ya se ve doce personajes sin relieve. Tal vez, sí, doce diamantes en bruto, porque personalidad no les faltaba. Pero muy lejos todos ellos de la categoría de lo que se les iba a encomendar. ¿No pudo Cristo encontrar en su país, en su tiempo, doce compañeros de mayor calibre? ¿Por qué les eligió precisamente a ellos?
Los escritores han buscado todo tipo de explicaciones al misterio. Chesterton nos ofrece como respuesta una de sus paradojas:
Cuando nuestra civilización quiere catalogar una biblioteca o descubrir un sistema solar, o alguna otra fruslería de este género, recurre a sus especialistas. Pero cuando desea algo verdaderamente serio reúne a doce de las personas corrientes que encuentra a su alrededor. Esto es lo que hizo, si mal no recuerdo, el fundador del cristianismo.
Papini busca en la misma condición de los pescadores la razón de esta elección:
El pescador, que vive gran parte de sus días en la pura soledad del agua, es el hombre que sabe esperar. Es el hombre paciente que no tiene prisa, que echa su red y confía en Dios. El agua tiene sus caprichos, el lago sus fantasías; los días no son nunca iguales. El pescador no sabe, al partir, si volverá con la barca colmada o sin siquiera un pez que poner al fuego para su almuerzo. Se pone en manos del Señor, que manda la abundancia y la carestía. No desea enriquecimientos imprevistos, contento con poder cambiar el fruto de su pesca por un poco de pan y de vino. Es puro de alma y de cuerpo, lava sus manos en el agua y baña su espíritu en la soledad.
Todo muy hermoso. Pero la verdad es que se puede hacer la lírica del pescador, como haríamos la del agricultor, del carpintero o del oficinista.
Un poeta actual lo ha dicho con mayor amargura:
Y ¿con «aquello» tendría que redimir el mundo?
Sabía bien que si hubiera elegido
generales o sabios, todo sería igual,
pero más idiota.
Esperar en un hombre era como regar un árbol cortado por la mitad del tronco.
¿Era quizá eso lo que quería decir: que no era el hombre, que no eran los valores humanos los que conquistarían el mundo de las almas? ¿Quiso protegerse del orgullo, de la vanidad y prefirió la cortedad al cretinismo? Hay, sí, en todo el evangelio una especie de descaro a la hora de contar los defectos de los apóstoles. Nada se
oculta de sus incomprensiones, de sus cobardías. Los Hechos de los apóstoles nos les presentan como iletrados y plebeyos (4, 13). ¿Qué grupo social, qué clase política dibujaría así a sus líderes?Pero aquí el liderazgo poco tiene que ver con la inteligencia o la ideología. Para Dios todos los hombres son árboles cortados por la mitad del tronco. Y, sin embargo, es de esas manos de las que saldrá la más ancha, la más perdurable aventura de la historia humana. Con «eso» se redimirá el mundo; sobre ese barro se asentará la fe que llega hoy al último rincón del mundo.
El misterio de la vocación de Judas
Pero si misteriosa es la elección del grupo de pescadores, mucho más lo es la vocación de Judas. ¿Es que Cristo no conocía el alma de Judas? ¿Se equivocó al elegirle? O ¿lo elegió «para» que le traicionara?
Volvemos a caminar entre sombras. Lanza del Vasto —autor de una de las más bellas obras sobre Judas— no se atreve a poner a Judas como elegido por Jesús. Es —piensa-- Judas quien se acerca al grupo; una casualidad le hace sentirse metido dentro de él. Jesús en realidad no le elige, le recibe con un beso como un beso de Judas le despedirá al enviarle a la muerte.
Pero en el evangelio no hay base ninguna para creer que fuera así. Cristo le eligió, y le eligió para apóstol, no para traidor. Le escogió para ser una de las doce columnas de su reino y porque esperaba que lo fuera, porque sabía que podía serlo. No fue el destino, ni mucho menos Cristo, quienes hicieron traidor a Judas. Fue él quien eligió traicionar. Y no ciertamente desde el primer día. Si Jesús hubiera unido un monstruo a su grupo, esa sola espina hubiera envenenado desde el primer momento todas sus relaciones con los apóstoles. Pero no fue así. Judas era un buen muchacho. Egoísta y materialista como los demás, ambicioso y pendenciero como los otros, pero no un monstruo. Jesús le eligió «en» esperanza. Sabiendo que de él —como de los demás— podría salir un santo o un traidor. Sólo con su ciencia divina conocía ya el trágico desenlace que libremente elegiría Judas.
Por eso fue difícil elegirle. Tal vez la noche que pasó en oración antes de llamar a sus doce se pareció muchísimo a la del jueves santo. Tal vez por primera vez sudó sangre. Porque veía ya dormidos a once de los que iba a elegir. Y sentía los labios del duodécimo acercándose a él como los de un sapo.