La noticia de la predicación del Bautista no debió de tardar en llegar a Nazaret.
Las nuevas vuelan cuando responden a una gran esperanza colectiva. Y un profeta
anunciando la proximidad del Reino era, para cualquier judío, la mejor de las
noticias. Pero alguien había en Nazaret especialísimamente interesado en el
asunto.
Jesús era ya, por entonces, todo un hombre. Había cumplido los treinta años y era el cabeza de familia. José había muerto sin duda, ya que ningún rastro de su presencia volverán a darnos los evangelios. Y ahora es Jesús quien lleva la casa y la carpintería.
Es, sigue siendo y pareciendo, un hombre como los demás. No salen palomas de sus manos, ni se escapan milagros de su boca. Es un carpintero, un buen carpintero simplemente.
Charles de Peguy ha contado —en sus «Dolores de Nuestra Señora»— la vida cotidiana de este hombre de Nazaret y el misterio de su cambio a los treinta años:
Porque él había trabajado en la madera, su oficio.
Era obrero carpintero.
Había sido incluso un buen obrero
como había sido bueno en todo.
¡Cuánto había amado él este oficio de la madera,
el oficio de las cunas y de los ataúdes (que se asemejan
tanto)
el oficio de las mesas y las camas!
¡Cuánto había amado el trabajo bien hecho,
la obra bien hecha!
Había sido generalmente estimado.
Todo el mundo le quería bien
hasta el día en que comenzó su misión.
Los camaradas de la escuela encontraban que era un buen
camarada.
Los amigos un buen amigo.
Los compañeros un buen compañero
sin pinta de orgullo.
Los ciudadanos encontraban que era un buen ciudadano.
Sus iguales un buen igual.
Hasta el día en que comenzó su misión.
Los ciudadanos encontraban que era un buen ciudadano
hasta el día en que comenzó su misión,
hasta el día en que se reveló como ciudadano de
otra clase,
como el fundador, como el ciudadano de otra ciudad,
esto es: de la ciudad celeste,
de la eterna ciudad.
Las autoridades encontraron en él todo muy bien
hasta el día en que comenzó su misión.
Las autoridades encontraban que él era un hombre
de orden,
un joven serio,
un joven tranquilo,
ordenado, fácil de gobernar,
y que daba al César lo que era del César.
Hasta el día en que comenzó su misión.
Hasta el día en que inició el desorden,
el mayor desorden que ha habido en el mundo,
es decir: el mayor orden que ha habido en el mundo,
el único orden que ha habido jamás en el mundo.
Hasta el día en que se ordenó
y, desordenándose a sí mismo, trastornó el mundo.
Hasta el día en que se reveló como el único gobierno del mundo,
el Señor y único dueño del mundo,
el día en que demostró al mundo que él no tenía igual.
Desde ese día el mundo comenzó a encontrarlo demasiado
grande
y empezó a hacerle cochinadas.
Desde el día en que se empeñó en dar a Dios lo que es de Dios.
Sí, había sido, sin duda, querido por los suyos y la gente de Nazaret hasta que inició su «locura». Cuando más tarde comience a explicar la palabra de Dios en la sinagoga de su pueblo, se le escuchará inicialmente con interés y respeto. Sólo más tarde, al oírle, llegará el escándalo y la hostilidad.
Pero hasta entonces le respetaban y querían. Le juzgaban ciertamente extraño: ¡haber llegado a los 30 años sin casarse! Si tenía vocación de monje, ¿por qué no se iba al desierto'? Y, si no la tenía ¿por qué no formaba una familia como los demás? Gozaba, sin duda, fama de hombre religioso y a nadie le hubiera extrañado verle partir hacia alguno de los monasterios de célibes que bordeaban el mar Muerto en la desembocadura del Jordán.
Precisamente de aquella zona llegaban ahora noticias extrañas. Galilea era especialmente sensible en esta espera de un Mesías vencedor de los romanos y la presencia de Juan y de su predicación debió de correrse como un reguero de pólvora. Tal vez algún viajante llevó la noticia al lugar donde trabajaba Jesús o la comentó un sábado después de las oraciones en la sinagoga.
Los galileos debieron de dividirse ante la predicación de Juan. A los que poseían mentalidad de celotes Juan tuvo que resultarles un colaboracionista: no predicaba la violencia e incluso dialogaba con soldados y publicanos. Pero para los más religiosos —y pronto veremos varios galileos entre los discípulos de Juan— lo importante era el anuncio que el Bautista hacía de la inminente llegada de un desconocido que sería el verdadero Mesías.
La hora de la despedida
La alusión a ese «desconocido» golpeó el alma de Jesús. ¡Era la hora! Sin duda, ésta era la señal que él estaba esperando desde hacía muchos años. Porque él recibía órdenes. El autor de la carta a los Hebreos (10, 9) colocará en sus labios estas palabras al entrar en el mundo: Padre, he aquí que vengo a realizar tu voluntad. Y ahora estaba esperando el aviso de su Padre, como espera un embajador a que le firmen sus cartas credenciales.
Y ahora su vida cambia: comienza a no aceptar nuevos encargos de trabajo; la carpintería parece habérsele hecho antipática de repente. Apenas come. Su rostro ha adquirido un aire preocupado. Su madre lo percibe. Le sorprende orando con más frecuencia que nunca, pegada la frente al suelo. Desvía la conversación cuando ella pregunta qué le pasa. María percibe que su hijo la mira con esa ternura que los hijos tienen cuando se van a marchar.
Y las palabras de Simeón regresan al corazón de la madre. Habían pasado tantos años, que ya casi había llegado a olvidarlas. Le gustaba a veces imaginarse que todos aquellos temores hubieran sido sólo un mal sueño.
Pero ahora «sabe» que el dolor ya está aquí. El aún no se ha despedido, pero ella entiende que él ya no tiene el corazón dentro de casa. Le ve prepararse en la oración como un gladiador se apresta al combate, un combate en el que habrá dos derrotados, porque también el vencedor morirá en la lucha.
¿Cómo resolvió el hijo la situación económica de su madre? No lo sabemos. Tampoco conocemos cómo anunció su partida. Es la hora de la hoguera y los evangelistas no nos cuentan cómo sufrieron todos de su quemadura. Tal vez fue todo muy simple, como Mauriac lo describe: Toma un manto; se anuda las sandalias. Dijo a su madre una palabra de despedida que no será conocida jamás.
La purificación del más puro
Si la vida privada de Jesús comienza con algo tan sorprendente como el nacimiento en un pesebre, la vida pública se abre con algo aún más desconcertante: con un bautismo de penitencia. Manés, el hereje de quien brotaría el maniqueismo, planteó el problema con toda crudeza ya en el siglo III: Luego ¿Cristo pecó, puesto que fue bautizado? Y los «ebionitas» y «adopcionitas» del siglo II encontrarían una peregrina solución al problema: Jesús fue un hombre pecador como los demás, pero se purificó y divinizó al ser «adoptado» por Dios en el bautismo.
Que esta torcida interpretación del bautismo preocupaba ya a los primeros cristianos, lo prueba el modo como lo presenta el Evangelio apócrifo llamado de los Hebreos:
La madre del Señor y sus hermanos le decían: —Juan bautiza para la remisión de los pecados. Vamos, pues, a recibir nosotros su bautismo. Pero él mismo respondía: —¿Qué pecado cometí, pues, yo, para que vaya a que él me bautice?
Y el mismo modo en que Mateo pinta a Juan resistiéndose a bautizar a Jesús (Soy yo quien necesita ser bautizado por ti ¿y vienes a mí?) (Mt 3, 15), tiene una evidente intención apologética para evitar las malas interpretaciones de este bautismo.
Que Jesús no tenía pecado alguno que hacerse perdonar es algo que testimonian todas y cada una de las páginas evangélicas y algo que él mismo puede proclamar: ¿Quién de vosotros se atreverá a argüirme de pecado? (Jn 8, 46).
La misma manera en que Jesús actúa es un testimonio de esta permanente limpieza. Señala con exactitud Papini:
En Cristo no existen ni siquiera apariencias de conversión. Sus prime ras palabras tienen el mismo acento que las últimas; el manantial de que proceden es claro desde el primer día; no hay fondo turbio ni poso de malos sedimentos. Empieza seguro, franco, absoluto, con la autoridad reconoscible de la pureza; se siente que no ha dejado nada oscuro tras de si; su voz es alta, libre, franca, un canto melodioso que no procede del mal vino de los placeres, ni de la roca de los arrepentimientos. La limpidez de su mirada, de su sonrisa y de su pensamiento, no es la serenidad posterior a las nubes del temporal o la incierta blancura del alba que vence lentamente las sombras malignas de la noche. Es la limpidez de quien sólo una vez ha nacido y ha permanecido niño aun en la madurez; la limpidez, la transparencia, la tranquilidad, la paz de un día que terminará en la noche, pero que no se ha oscurecido antes; dia constante e igual, infancia intacta que nunca se empañará.
Sí, era un niño el que bajaba al Jordán. Un hombre adulto y fuerte, pero con un alma infantil y una mirada transparente. ¿Entonces por qué este bautismo?, ¿de qué tenía que purificarse?
La tradición católica, preocupada por evitar toda apariencia de pecado en Jesús, ha dado a esta escena muchas explicaciones moralizantes, ejemplificadoras. San Ignacio de Antioquía (a quien seguirá santo Tomás) da como principal razón la de purificar el agua del bautismo para que este rito tenga, en adelante, vigor sacramental. San Cirilo de Jerusalén dirá que para conferir a las aguas el olor de su divinidad. San Melitón tratará de explicarlo con una metáfora bellísima: Aun siendo totalmente puros ¿no se bañan en el océano el sol, la luna r las estrellas?
Otros escritores modernos superarán este planteamiento moralista, pero no irán mucho más allá en hondura teológica. Nos dirán, como Papini, que fue a certificar que el Bautista era verdaderamente el precursor; o como escribe Fillion que lo hizo para revelarse a Juan y, mediante él, al mundo. O también que lo hizo por razón de ejemplo: cuadraba al Redentor tomar apariencia y actitud de pecador.
Es claro que todas estas respuestas son, por lo menos, insuficientes y empequeñecedoras. Sobre todo si se tiene en cuenta la enorme importancia que Jesús concede a su bautismo. Un día (Mc 11, 27) los fariseos le preguntarán con qué autoridad predica y hace curaciones y Jesús contestará a su vez con otra pregunta: El bautismo de Juan ¿era de Dios o de los hombres? La respuesta puede interpretarse como una pura escapatoria. Pero puede también entenderse como una respuesta directa: mi autoridad se basa en el bautismo de Juan, en lo que ocurrió cuando Juan me bautizó.
Además, Jesús alude varias veces a un segundo y total bautismo que ha de recibir. Tengo que recibir un bautismo ¡y no veo la hora de que se cumpla! (Le 12, 50). ¿Sois capaces —dice a los hijos del Zebedeo de recibir el bautismo que yo he de recibir? (Mc 10, 38). Está aludiendo evidentemente a su muerte, de la que este bautismo del Jordán sería un comienzo, un prólogo o un ensayo al menos.
Ahora tenemos ya la respuesta al por qué de este bautismo: Jesús en su muerte no murió por pecados personales, pero sí asumió e hizo verdaderamente suyos los pecados del mundo. En este Jordán no tenía pecados personales que lavar, pero estaba empezando a lavar los pecados del mundo. Jesús se está bautizando no en cuanto persona, sino en cuanto nuevo Adán. No se bautiza para que se perdonen sus pecados, sino para que empiece a cumplirse toda justicia, para que la justicia se restaure. Era por nosotros por quien se bautizaba. No es que lo hiciera para darnos ejemplo, es que lo hacía en lugar nuestro.
Lanza del Vasto lo ha dicho con gran belleza:
Al descender a las aguas del Jordán entró en nuestra vida. El bautismo es para Cristo un segundo nacimiento, o, con otras palabras, una segunda caída. Para nosotros el bautismo es un camino de salida, una huida y una liberación del mal. Para él es un camino de entrada en la caída. Entra, pues, por segunda vez, en este mundo, en el mundo de las tinieblas y en el mundo de los hombres. ¿Y qué tomó del agua del Jordán, del agua limosa que corre entre desiertos para desembocar en el mar Muerto? Tomó los pecados que los demás dejaron dentro.
No, no se trataba de un pequeño rito sin importancia. Era nada menos que el comienzo de la gran batalla que concluiría en una cruz y un sepulcro vacío.
El encuentro de los dos gigantes
¿Cómo fue el encuentro de estos dos colosos del espíritu? Muchas cosas les acercaban, pero aún eran más las que les distinguían. Ambos habían nacido entre anuncios misteriosos; ambos llegaron al mundo cuando sus madres por estéril una, por virgen otra no les esperaban; ambos eran pregoneros del mismo Reino. Pero ya su aspecto físico les distinguía: Juan era un atleta de torso desnudo y desnudas piernas, quemado por el sol y ennegrecido por el aire del desierto. Jesús vestía pobre pero cuidadosamente: su túnica y su manto rojo no eran nuevos, pero sí estaban limpios y aseados. Jesús era masculino, pero delicado; austero, pero sin olor a montaña. Juan era violencia; Jesús equilibrio; Juan era el relámpago; Jesús, la luz.
Y esta apariencia externa reflejaba dos visiones del mundo. Juan era radicalmente asceta, Jesús vivía abierto al mundo. Aquél renunciaría al vino y a mezclarse con la gente; Jesús aceptará la compañía de los pecadores y no temerá multiplicar el vino como primer signo de su poder. Juan anuncia: El juicio está a la puerta, ¡conviértete! Jesús dice: El reino de Dios ya está en medio de vosotros (Lc 17, 20). Venid a mí los que estéis cansados y fatigados (Mt 11, 28). Juan permanece todavía en el marco de la expectación. Jesús trae el cumplimiento. Juan es la voz; Jesús es el Verbo. Juan permanece todavía en el ámbito de la ley; con Jesús comienza el evangelio.
¿Cómo se vieron, cómo se conocieron? Los pintores nos han acostumbrado a la idea de que Jesús y Juan pasaron juntos sus infancias y aun sus adolescencias. La pintura occidental está llena de tiernas escenas de los dos primitos jugando bajo la complaciente mirada de sus madres. Pero la idea carece de toda base seria. No se apoya en dato evangélico alguno y parece olvidar que entre las aldeas de los dos muchachos había una considerable distancia y que viajes así no eran frecuentes entonces. El texto de Juan (1, 31) es, además, concluyente:
Yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: sobre quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que bautiza en el Espíritu santo.No se puede excluir la posibilidad de que Jesús y Juan se hubieran encontrado de niños alguna vez, con motivo de algún viaje de Jesús a Jerusalén con sus padres. Pero tampoco hay que olvidar que Juan se fue muy joven al desierto. A los treinta años, eran, pues, mutuamente, dos desconocidos.
¿Se encontraron a solas? Es imposible precisarlo, ya que son varias las versiones posibles del texto en que Lucas lo cuenta. La Vulgata traduce que Jesús se bautizó cuando se estaba bautizando todo
el pueblo. San Ambrosio prefiere traducir: cuando todo el pueblo se hubo bautizado. Las versiones más modernas optan por: Después de un bautismo del pueblo en masa y de bautizarse también Jesús..., versión que coincidiría con la opinión de los científicos que aseguran que se trataba de bautismos colectivos y por inmersión: el grupo de bautizados entraría en el río e iría desfilando ante Juan, que sería no autor, sino testigo de este bautismo por inmersión.Tampoco es claro en qué momento reconoció Juan a Jesús. En la narración de Mateo parece que antes de que se bautizara; en los demás evangelistas, después del bautismo, al abrirse los cielos. Parece más coherente este segundo momento, y es verosímil que Mateo haya colocado ese diálogo con una simple intención apologética frente a posibles interpretaciones que atribuyeran pecado a Jesús.
Lo más verosímil es, pues, que Jesús, dejados los vestidos en la orilla, entró desnudo en el agua en medio de la fila de los bautizados y se acercó a Juan, chorreando de agua cabeza y cuerpo. Fue entonces cuando el Padre habló.
Se abren los cielos
Y, de pronto, regresa lo maravilloso. El evangelio nos mostraba manifestaciones de Dios en sus primeras páginas: ángeles que se aparecen, cantos que se oyen, estrellas que conducen a unos viajeros... Luego, durante treinta años, todo regresa a la cotidianidad. Pero ahora reaparece el fulgor de Dios. Los tres sinópticos coinciden en contarnos que en aquel momento el cielo se abrió, que el Espíritu descendió en forma de paloma y que sonó en los cielos una voz proclamando su amor hacia el bautizado.
Los apócrifos, insatisfechos todavía de este «estallido» de la presencia de Dios, añaden muchos otros fenómenos físicos. El evangelio de los ebionitas dice que se hizo una gran luz y que iluminó
todos los contornos. San Justino habla de que brotó fuego de las aguas del río. Las Actas de Tomás, apócrifo también, transcriben un canto de los ángeles pidiendo la bajada del Espíritu. Según el Evangelio de los nazarenos, la voz habría dicho a Jesús: Hijo mío, yo te esperaba en todos los profetas, para descansar en ti, pues tú eres mi reposo.Pero ya dan bastantes quebraderos de cabeza a los exegetas los tres hechos que narran los evangelios para que les añadamos contornos imaginativos.
Para la crítica racionalista, se trataría simplemente de una impresión experimentada por Jesús, víctima de una loca exaltación, motivada por la influencia de Juan. Otros creen que simplemente se trata de una piadosa invención imaginada por la Iglesia primitiva.
Pero estas afirmaciones tienen tan poca base como las invenciones de los apócrifos. La historicidad del bautismo de Jesús no la discuten ni los más reticentes críticos. Y las fuentes coincidentes en esta «teofanía» (manifestación de Dios) son demasiadas como para negarlo sin más.
Más difícil es aclarar si esta indudable manifestación de Dios tuvo realidad exterior fisica o si fue algo que sólo se experimentó en el interior de las almas de Jesús y de Juan y que luego fue expresada con esos tres símbolos por los evangelistas.
Según los relatos evangélicos y la tradición permanente de los padres de la Iglesia, los tres fenómenos —cielo que se abre, paloma que desciende, voz que proclama tuvieron realidad exterior, aun cuando no falten muchos teólogos católicos que acepten que esta realidad fue únicamente percibida por Jesús y por Juan. Tampoco parece que pueda excluirse como heterodoxa la opinión de quienes sostienen que hubo una efectiva y real manifestación de Dios a Juan y Jesús y que esa plenitud de Dios es expresada mediante una acumulación de símbolos. J. Jeremias escribe, por ejemplo, que el que se abrieran los cielos, la revelación de la santidad desde el templo de gloria, la voz celestial del Padre, la proclamación de la gloria de Dios, el derramamiento y el «descanso» del Espíritu que desciende, el Espíritu de gracia, de entendimiento y de santificación, así como también el don de la filiación, son una múltiple circunlocución para describir la plenitud de los dones escatológicos de Dios y la aurora del tiempo de salvación.
La paloma
De los tres datos que los evangelistas aportan, el más nuevo es el del Espíritu en forma de paloma. Quienes ven esto como un puro símbolo, han buscado las más diversas explicaciones. No ha faltado quien lo conecte con el hecho de que la paloma era el animal sagrado de los dioses Ishtar y Atargatis. Bultmann habla de que en Persia la paloma es figura del poder de Dios que llena al rey. Jeremías lo interpreta como una simple metáfora: el evangelista habría querido simplemente decir que el Espíritu descendió sobre Cristo con suave murmullo, como una paloma.
Sin llegar a tan extrañas interpretaciones, los exegetas católicos no acaban de ver con claridad el sentido de este símbolo. Algunos lo conectan con la paloma que Noé soltó en tiempos del diluvio y regresó al arca. Otros recuerdan que en el Cantar de los cantares la paloma significa siempre el amor. Algunos señalan que muchas tradiciones judías presentaban en forma de paloma al Espíritu de Dios que flotaba sobre las aguas del que habla el Génesis (1, 2). Fillion recuerda que no pocos escritos rabínicos unían la idea de la paloma a la del Espíritu. Así un rabino comentaba ese flotar del Espíritu sobre las aguas, añadiendo que lo hacía como una paloma sobre sus pequeñuelos. Y otra tradición rabínica comentando el Cantar de los cantares afirmaba que la voz de la paloma es la voz del Espíritu santo.
Sea el que sea el origen de esta imagen, lo cierto es que la tradición cristiana lo ha acogido y consagrado como símbolo de la tercera persona de la Trinidad. Desde entonces, aparecerá en tímpanos y altares de miles y miles de iglesias cristianas, junto al Padre y el Hijo, en millares de obras de los más grandes pintores. Y en la basílica Vaticana se convertirá en símbolo de oro de la santidad, campeando entre llamas de bronce en el centro mismo de su ábside central.
Una «hora alta» en la historia del mundo
Pero más allá del significado concreto de cada uno de los detalles, lo que no puede dudarse es que, lo que pasa y lo que se dice en el momento del bautismo de Jesús, señala una «hora alta» en la historia del mundo: se abre auténticamente una nueva era, de la que este bautismo es la inauguración. Cesa el silencio de Dios, porque Dios se hace palabra.
Esta apertura de los cielos es mucho más que un dato triunfalista con el que el
Padre quisiera subrayar la función de su Hijo. Hay que verlo —diría Duquoc
como la inauguración de unas nuevas relacio
nes entre Dios y los hombres y como la donación de
unos bienes divinos. Tras un largo silencio, marcado por el cierre de
los cielos, Dios se decide finalmente a hablar. Hacía ya mucho tiempo que el
Espíritu de profecía «descansaba» en Israel. La apertura de los cielos significa
la inauguración de una época de gracia.
No es ésta, ciertamente, la primera vez que Dios aparece en Israel en el esplendor de su gloria. La historia del pueblo elegido está llena de teofanías parecidas. Y todas tienen un carácter solemne: vocación de un profeta, promulgación de la ley, dedicación del templo...
Tres de ellas las vocaciones de Moisés, Elías y Ezequiel tienen
grandes zonas de parecido con cuanto ocurre en este momento del bautismo. Las de
Moisés y Elías (Ex 33, 18 y 1 Re 19, 8) van acompañadas por un desencadenarse de
los elementos. Pero en el Jordán no hay llama devoradora coronando las montañas,
no hay huracán ni temblor de tierra. Sólo una ligera brisa movía las cañas de la
orilla del
río. La escena es apacible, Porque aquí —escribe Bruckberger—
no se
trata ni de justicia ni de misericordia hacia el pueblo, sino únicamente de amor
y de complacencia excepcional hacia uno solo, pero excepcional. Desde ese
momento se afirma el estilo del destino humano de Cristo, que san Pablo ha
definido tan bien: la obediencia y la exaltación, el descenso y la vuelta a
subir. Son verdaderamente los dos polos de ese destino. Jesús empieza por
obedecer a la tradición profética de su pueblo y en recompensa a esa obediencia,
Dios se revela más completamente de lo que nunca había hecho, le da el nombre
por encima cíe todo nombre, el de Hijo bien amado, de Hijo por excelencia, como
lo era en efecto.
El Hijo bien amado
Que Dios se presentase como Padre no era una novedad en Israel. El pueblo judío había tenido durante muchos siglos el conocimiento y la experiencia de este amor paternal. También estaba acostumbrado a oír hablar del Espíritu de Dios. Por ello, si estas palabras fueron percibidas por quienes rodeaban al Bautista, no debieron de sorprender a nadie. La denominación «Hijo de Dios» se empleaba a menudo para indicar una predestinación especial o simplemente un rango más alto en la jerarquía de las criaturas.
Pero esa palabra aquí parece usarse en un tono y un contexto nuevos. Bajo la antigua alianza, todo el pueblo de Israel se consideraba hijo del Altísimo (Ex 4, 22; Os 2, 1, etc.) y esta misma dignidad es reconocida a los reyes en cuanto representantes del pueblo ante Dios. Pero poco a poco esta realeza va pansando de los reyes materiales al Mesías que pasa a ser el único digno de ser llamado «Hijo de Dios». En el mundo de los salmos (uno de los cuales es citado aquí por las palabras que vienen de lo alto) el Mesías será llamado por Dios «mi Hijo» como signo de predilección y de misión, sin que, con ello, se aluda a una filiación divina propiamente tal.
Pero aquí las palabras y su contexto van más allá. Nos encontramos ante la primera manifestación por completo explícita de la santa Trinidad. El Padre habla en el cielo desgarrado, el Hijo se sumerge orando en las aguas, el Espíritu se cierne sobre él, bajo la forma de paloma.
Nadie entendería, entonces, el sentido de esta triple aparición. Los mismos primeros cristianos tardarían mucho tiempo en pasar del concepto de Mesías resucitado al entendimiento de la Trinidad. Pero, evidentemente, algo nuevo ha ocurrido aquí. Dios habla directamente a su «Hijo bien amado» y afirma que en él tiene su complacencia. Estamos ante una visión de familiaridad que profundiza y singulariza la noción de paternidad divina y le confiere una trascendencia personal que nunca tuvo antes. La palabra «Hijo de Dios» tiene aquí un color, un tono nuevo y muy diferente del que ha tenido cuando se dirigía a los reyes de Israel.
Comenzamos a descubrir que existe un ser único que es, por excelencia, el Hijo bienamado de Dios y que entre ambos existe un amor, una complacencia, una compenetración que es una vida compartida y no una simple providencia exterior. Esta intimidad de relaciones que constituyen la más honda realidad de Dios, quedan aquí apuntadas: Jesús irá, a lo largo de toda su vida, descorriendo esta misteriosa cortina.
La unción del nuevo rey
Jesús es, además, el verdadero rey que merece el título de Hijo de Dios. El representará, como ningún otro, al pueblo de Israel y a la humanidad entera ante Dios. Por ello, el bautismo tiene también algo de unción real. Era corriente que, en la antigüedad, los reyes se atribuyesen origen divino. Jesús no necesitaba atribuirse lo que ya tenía. Y la liturgia —que desde la antigüedad ha unido, sobre todo en oriente, las fiestas de Epifanía, de las bodas de Caná y del Bautismo de Jesús— ha reconocido en la teofanía del Jordán una especie de consagración real. En la Epifanía se conmemora el que reyes o grandes de la tierra reconocieron a Jesús por su rey. Esta vez la consagración venía de lo alto, del mismo Espíritu santo. Y en Caná, donde cambió el agua en vino —figura de la sangre— al mismo tiempo que revelaba su poder, significaba que su bautismo sería de sangre y fuego y que con él se santificarían las bodas liberadoras de la humanidad con su Redentor. Así lo expresa una antífona del breviario dominicano para la fiesta de la Epifanía: Hoy la Iglesia está unida a su Esposo del cielo, porque Cristo la ha lavado de sus crímenes en el Jordán. Con las manos llenas de regalos, los Magos corren a las bodas reales. Y todos los comensales saborean el agua transformada en vino.
El bautismo de Jesús es, así, el lavatorio antes del gran banquete que será toda su vida. Sólo que, en esa mesa, se comerá y se sacrificará a este mismo Cordero que ahora desciende a purificar las aguas purificadoras.
La vocación clarificada
¿Qué sienten Juan y Jesús cuando las palabras del Padre caen sobre ellos igual que, poco antes, el agua sobre la cabeza de Jesús? Juan descubre que su vida ya está llena. Ha hecho lo que tenía que hacer; lo que profetizaba se ha cumplido; lo que anunciaba ha llegado; el hombre cuyas sandalias no podía ni siquiera desatar, está ya listo para salir a los caminos del mundo. Por eso está alegre Juan, por eso grita con alegría señalando al Cordero. Por eso también comienza a inclinar su cabeza, dispuesto ya a comenzar a disminuir para que él crezca. El sol ha llegado, el mensajero desciende a la sombra.
¿Y para Jesús? Esta es, sin duda, una hora clave en su vida. Los herejes ebionitas tendían a exagerar la importancia de este momento, como si Jesús acabara de ser «elegido» para Mesías y elevado desde el espesor de la naturaleza humana a la dignidad de la divina. Pero es evidente que la voz del cielo no elige, sino proclama una elección. Bastaría comparar el texto bíblico con cualquier otro de los relatos de vocaciones en el antiguo y nuevo testamento: aquí no hay una llamada de Dios, ni hay una respuesta aceptadora por parte del llamado.
En cambio, es cierto que esa vocación que Jesús tuvo desde su nacimiento (la tuvo ya por su naturaleza) se hace aquí más clara y definitiva. Lo que se iluminó en la visita del muchacho al templo, es aquí proclamado con trompeta y tambor, y no por los hombres, sino por Dios directamente desde los cielos. Jesús no recibió aquí una vocación, pero tal vez la experimentó por primera vez plena y total mente.
J. Jeremías lo explica así:
En el bautismo Jesús tiene conciencia de ser poseído por el Espíritu. Dios lo toma a su servicio, lo equipa y lo autoriza para ser su mensajero y el inaugurador del tiempo de salvación. Con ocasión de su bautismo, Jesús experimentó su vocación.
Entendidas estas palabras como una definitiva explicitación y toma de conciencia de lo que estaba ya en su alma, son perfectamente aceptables y hasta iluminadoras. De hecho Jesús atribuirá siempre gran importancia a este momento, que es mucho más que un prólogo y muchísimo más que una simple comedieta ejemplificadora. Jesús se chapuza en su vocación salvadora, entra hasta el fondo en las aguas turbias de la humanidad. Pronto esas aguas le traerán el dolor y la tentación. Por eso Jesús sale del río para entrar en la oración. El desierto le espera. Y Satanás en él.