13 El profeta de fuego

Debe de haber algo sobre la superficie de otro planeta que pueda compararse al valle del Jordán. En el nuestro no hay nada parecido. Estas palabras de G. A. Smith, uno de los mejores geógrafos de Palestina, están muy lejos de ser una piadosa exageración. El viajero que hoy desciende desde Jerusalén a Jericó y, sobre todo, desde este bello oasis hasta el mar Muerto, lo experimenta en sus ojos y en su carne. Sobre todo si es tiempo de verano. En poco más de una hora de automóvil pasará de un clima templado al más rabioso de los trópicos. La luz cegadora irá acosando a sus ojos, sentirá que le falta el aire, que el calor se hace agobiante por momentos. En torno suyo el paisaje se irá volviendo estéril. Cuanto más descienda hacia el valle, más grande se hará esa sequedad que parece típica de las altas montañas. En torno a la carretera, se agrupan peñascos cadavéricos, rocas sucias de un limo color de orín, cubiertas de una especie de lívida mortaja de sal. Verá a derecha e izquierda verdes lagartos que cruzan la carretera, como asombrados de que alguien pueda adentrar se por aquellos parajes. Es el desierto, el más extraño que conozca el planeta; un desierto colocado en un valle.

¿Un valle o simplemente una trinchera de alguna prehistórica guerra de titanes? Se diría que es, literalmente, una enorme trinchera de doscientos cincuenta kilómetros de longitud y una anchura que oscila entre los tres y los veinticuatro kilómetros. Su hondura se va haciendo progresivamente mayor. A la orilla del mar Muerto son 400 metros bajo el nivel del mar. En el fondo del gigantesco lago son ya 500 metros de profundidad, como la de las más hondas minas.

Por el centro de este valle-trinchera serpentea una estrecha faja verde: es el río Jordán, en torno al que crecen sauces, tamariscos, grandes cañaverales que acompañan a este caudal caprichoso, que multiplica sus vueltas, haciendo que, en los cien kilómetros que hay en línea recta entre el lago de Genezaret y el mar Muerto, el río corra trescientos veinte de camino.

Y he aquí que de pronto, cuando el viajero desciende del automóvil, sediento y asfixiado, la orilla se le vuelve serena y familiar. El agua avanza lenta, acariciada en sus dos orillas por numerosos sauces que inclinan sus ramas hasta la humedad y se dejan mecer por la corriente. Aquí, en Betabara, «la casa del vado» (conocida también como Betania del Jordán) estaba la frontera que Yahvé ordenó atacar a Josué. Aquí iba a situarse de nuevo una frontera mucho más alta para iniciar una reconquista aún más profunda.

Durante los siglos fueron numerosos los peregrinos que bajaban a sumergirse en estas aguas. Lo cuenta ya el Peregrino de Burdeos que visitó Palestina el año 333. Y Teodorico nos dirá - usando sin duda no poca imaginación que aquí vio él una tarde del año 1172 cómo se lanzaban al río sesenta mil personas. Hoy, es aquello literalmente un desierto: una capillita católica semiabandonada, un convento de negros monjes etíopes que cada seis de enero vienen a celebrar, medio sumergidos en el agua, la fiesta de Epifanía. Y en esta soledad, el silencio de las aguas que, turbias, avanzan, como sin prisa por llegar al mar de la muerte, y el aire mineral que rodea al visitante, le devuelven a aquel clima estremecido que rodeó en los últimos meses del año 27 la aparición del profeta de fuego.


Quinientos años sin profetas

Cuando llegó, el pueblo ya casi pensaba que ésta de los profetas era una raza extinguida. Quinientos años habían transcurrido desde que Zacarías había descrito la ruina de los grandes imperios que caerían pulverizados ante la gloria futura del pueblo elegido. Y el pueblo de Israel clamaba con las palabras del Salmo (74, 9): Ya no vernos prodigios en nuestro favor, ya no hay ningún profeta, ya no hay nadie entre nosotros que sepa hasta cuándo. Sí; ¿hasta cuándo iba a durar la humillación de Israel, hasta cuándo iba Dios a olvidarse de los suyos? Habían perdido ya casi la esperanza, aunque recordaban que Malaquías, había anunciado en el nombre de Dios:

Enviaré a mi mensajero y él preparará el camino delante de mí... Ya viene, ya llega, ha dicho Dios fuerte... Ya llega su luz, abrasadora como un horno. Los orgullosos y los malvados serán como el rastrojo, y la luz que llegue los devorará con su fuego (3, 1; 4, 1).

Fuego. Se diría que esta palabra iba siempre unida al concepto del profeta. Fuego que da calor, que cuece el pan, que abrasa.

Escribe Cabodevilla:

El profeta es un hombre enardecido, terrible, tremendo, justiciero, arrebatado por la pasión de lo absoluto. Los profetas .amenazaban y maldecían. Eran igual que una llama. Hablaban como quien sacude un látigo, como quien perfora las entrañas, como quien arranca una mujer amada de los brazos de su amante. Sacerdotes y reyes empavorecían ante ellos. No era, en verdad, grato oficio el suyo. Lo cumplían a veces de mala gana, sabiendo qué terribles peligros se cernían sobre su cabeza. Pero no les era posible guardar silencio. Sus palabras, antes de encender los corazones, abrasaban su propia garganta. Tenían la misión de salvaguardar la esperanza mesiánica denunciando y corrigiendo cuantas depravaciones se oponían en el seno de Israel a esa esperanza. Habían sido encargados de curar por medio de la sal y del fuego.

Dificil oficio, sí, éste de cortar y quemar. Por ello casi todos los profetas aceptaban a regañadientes su vocación, dando coces contra el aguijón, rebelándose contra esa fuerza interior que les esclavizaba y les obligaba casi a —en frase de Guardini— decir a su tiempo contra su tiempo lo que Dios manda decir.

Y sin embargo el pueblo los amaba, o, por lo menos los necesitaba. Siempre es preferible un Dios que nos quema a otro que pareciera olvidarnos. Y ahora ese olvido parecía durar quinientos años.


Más que un profeta

Por eso es fácil comprender la emoción que recorrió ciudades y poblados cuando comenzó a circular la noticia: ¡Ha aparecido un profeta, uno verdadero!

Al principio la gente debió de recibir la noticia con desconfianza: en las últimas décadas habían surgido ya otros varios predicadores mesiánicos. Inmediatamente después de la muerte de Herodes el Grande se manifestó en Perea un tal Simón que arrastró tras de sí una multitud, quemó el palacio del rey muerto en Jericó y se proclamó rey. En Judea emergió Athronges y en Galilea otros dos con el nombre de Judas. Pero todos ellos mostraban enseguida que eran más caudillos políticos que profetas, y que estaban mucho más interesados por la lucha contra los romanos que por el reino de Dios.

Pero el que ahora gritaba en el desierto parecía distinto: su mensaje se centraba en las palabras «conversión» y «penitencia», no buscaba nada para sí y, sobre todo, comenzaba por dar ejemplo de esa penitencia que predicaba.

¿Conocían, quienes ahora acudían a él, las cosas ocurridas treinta años antes cuando el profeta nació? Es muy probable que no, aunque esto hubiera explicado aún mejor el que las multitudes se precipitaran en torno a él. Pero parece que todo ocurrió en el ámbito muy restringido de la familia de Juan.

Porque la mano de Dios le había señalado ya desde el seno materno, como a Isaac, como a Sansón. Ya hemos contado en otras páginas de esta obra cómo su madre quedó embarazada cuando la edad parecía haber cerrado ya su seno y hemos comentado el misterioso pataleo con el que —desde el vientre de su madre— comenzó anticipadamente el anuncio que ahora gritaba en el Jordán. Y Lucas contará con todo detalle, aún dentro de un clima de fábula, los prodigios que rodearon el nacimiento del pequeño. Cómo a su padre se le soltó la lengua para profetizar el nombre y la misión del recién nacido con uno de los himnos más bellos de la Escritura:

Bendito sea el Señor, Dios de Israel
porque ha venido a liberar a su pueblo,
suscitándonos una fuerza salvadora
en la casa de David, su siervo...

Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo
porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos
anunciando a su pueblo la salvación,
el perdón de sus pecados.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios
nos visitará el sol que nace de lo alto
para iluminar a los que viven en tinieblas
y en sombra de muerte
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz (Lc 1, 68-80).

Este era el niño-profeta que ahora gritaba en Betabara. Su nombre era Juan, Yohohanán en hebreo, que quiere decir «Yahvé fue favorable». Pero no era ya ciertamente un niño, sino un gigante de bronquedad y violencia.

Escribe con acierto Daniel Rops:

Resulta bufo representarse al fanático santo bajo los rasgos de ese rubito de mejillas sonrosadas que, después del Correggio, muestran tantas amaneradas imágenes acariciando al Cordero místico o jugando con el niño Dios. Antes que la del adolescente de rostro delgado, tan encantador con sus largos bucles de «nazir» y su túnica corta de pastor, tal como lo esculpió Donatello, la figura que nosotros vemos como más cercana a la verdadera es la de ese individuo grandioso e hirsuto que, en el retablo de Matías Grünewald, tiende un dedo acusador hacia los pecados del mundo.

Sí, éste es el joven ya adulto -30 años— que nos encontramos en el Jordán. La pluma airada de Papini lo describe con exactitud:

Solo, sin casa, sin tienda, sin criados, sin nada suyo fuera de lo que llevaba encima. Envuelto en una piel de camello, ceñido por un cinturón de cuero; alto, adusto, huesudo, quemado por el sol, peludo el pecho, la cabellera larga cayéndole por las espaldas, la barba cubriéndole casi el rostro, dejaba asomar, bajo las cejas selvosas, dos pupilas relampagueantes e hirientes, cuando de la escondida boca brotaban las grandes palabras de maldición. Este magnético habitante de las selvas, solitario como un yogi, que despreciaba los placeres como un estoico, aparecía a los ojos de los bautizados como la última esperanza de un pueblo desesperado. Juan, quemado su cuerpo por el sol del desierto, quemada su alma por el deseo del reino, es el anunciador, el fuego. En el Mesías que va a llegar ve al señor de la llama.

Sí, si todos los profetas eran fuego, Juan lo era mucho más, puesto que era más que un profeta (Mt II, 9), como más tarde dirá Cristo sin rodeo alguno.


¿Era el bautista un monje de Qumram?

¿Pero quién era ese hombre? ¿De dónde le venían su fuerza y su mensaje? ¿Quiénes habían sido sus maestros?

El evangelio es, una vez más, extremadamente parco en detalles. Nos dice únicamente que vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel (Lc 1, 80). Pero ¿cuándo se fue al desierto: de niño, de mucha cho, de adolescente, de joven? Y en el desierto ¿vivió siempre solo o en compañía?

Los descubrimientos del mar Muerto nos han aclarado que la zona del desierto era por entonces un bullir de vida religiosa. Y hoy son muchos los científicos que estiman que Juan Bautista fue o pudo ser, al menos durante algún tiempo, miembro de la comunidad religiosa de Qumram. Y, aunque la idea sigue estando en el terreno de las hipótesis, muchas cosas quedarían explicadas con ella. Lo que no puede en modo alguno negarse es que, de todos los personajes, neotestamentarios es el Bautista quien está más cerca del mundo espiritual de Qumram.

Y más cerca también en distancia física. El lugar donde Juan comienza su predicación está situado a dos kilómetros escasos del monasterio de los esenios y el castillo de Maqueronte, donde la tradición coloca su muerte, está situado justamente enfrente de Qumram.

Hay, además, un dato que aclararía enormemente ese dato evangélico que dice que el muchacho «vivió en el desierto» hasta que se presentó a Israel. Sabemos por Flavio Josefo que los esenios renuncian al matrimonio, pero adoptan hijos ajenos todavía tiernos, la edad propicia para recibir sus enseñanzas; los consideran como de la familia y' los educan en sus mismas costumbres.

¿No pudo ser Juan uno de estos niños? Dos datos inclinan a una respuesta afirmativa: el hecho de que fuera de familia sacerdotal (y conocemos la preponderancia que el elemento sacerdotal tenía entre los monjes de Qumram) y el dato de que los padres del pequeño conocían que su hijo tenía una especialísima vocación de servicio a Dios: es perfectamente coherente que desearan que viviera su adolescencia en un clima plenamente religioso, en un verdadero seminario, como de hecho era Qumram. Digamos también, sin embargo, que no queda en los documentos de los esenios el menor rastro de la presencia de Juan, ni hay en los textos evangélicos la menor alusión a un enlace del Bautista con ellos.

¿Y en la doctrina y vida de Juan? Aquí nos encontramos junto a sorprendentes coincidencias, radicales discrepancias. Su ascetismo se parece y no se parece al de los esenios. Coincide, en parte, en las comidas. Las leyes sobre el alimento del Documento de Damasco señalan los tres tipos fundamentales de comida de los monjes: miel, pescado y langostas silvestres. Pero también sabemos que en Qumram se comía pan y vino. Por lo demás, Juan parece comer lo que le sale al paso, mientras que los esenios trabajaban durante el día en los campos o en industrias domésticas y comían del fruto de su trabajo. El precursor es, así, más tin eremita, un vagabundo, que un monje. Tampoco en los vestidos hay parecido alguno.

¿Y en el bautismo? Es esto lo que, según el evangelio, define y hasta da nombre a Juan, como si de un invento suyo se tratase. Pero, en rigor, alguna forma de bautismo existía ya, tanto en el pueblo de Israel, como en la comunidad esenia. Pero el de Juan es muy diferente al que judíos y esenios practicaban: para los judíos era un gesto puramente ritual que concedía una pureza legal, sin que tenga nada que ver con el orden moral o con un verdadero perdón de los pecados. Entre los esenios aparece algún sentido moral, alguna relación entre estas abluciones y la purificación del alma, pero el bautismo sigue siendo para ellos fundamentalmente ritual y ceremonial. En Juan, el bautismo da un paso más: exige la confesión de los pecados y la penitencia como algo previo; es, además, una ceremonia irrepetible y se convierte en un anuncio de otro bautismo más alto que será realizado por el Espíritu santo en el fuego. Una nueva y sustancial diferencia: el de Juan está abierto a todos los judíos e incluso a quienes no lo son. El recibirlo significa la entrada en el reino de Dios no —como en el caso de Qumram— la adscripción a una comunidad cerrada y esotérica o misteriosa.

Es esta última la gran novedad espiritual del mensaje de Juan Bautista: su sentido abierto al mundo entero frente al separatismo espiritual y el aislacionismo de los hombres de Qumram. Y hay un dato enormemente simbólico de esta doble y diversa visión del reinode Dios: la diferente versión que Juan y los monjes hacen del texto de Isaías que ambos convierten en eje de su vocación. Dice así la regla de Qumram:

Cuando sucedan todas estas cosas a la comunidad de Israel, de acuerdo con estas disposiciones se separarán de en medio de la morada de los hombres impíos para ir al desierto, con el fin de preparar el camino de Yahvé, según está escrito: En el desierto preparad el camino de Yahvé, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios.

Juan tomará ese mismo texto de Isaías (40, 3) para resumir su vocación, pero cambiará sustancialmente la formulación. Donde Isaías y los qumranitas leen «en el desierto preparad el camino al Señor», el evangelio anticipa la fórmula una voz clama y parte luego en dos la cita de Isaías cambiándole así el sentido. Dice: Una voz clama en el desierto: Preparad el camino al Señor (Le 3, 4). El desierto, que era para los esenios el lugar (el único lugar) donde podía realizar se esa vocación, donde podía prepararse el camino al Señor en la contemplación, se convierte en Juan en plataforma de lanzamiento de un reino cuyos caminos habrán de realizar todos en el mundo entero. Juan no invita a huir a la soledad, sino a cambiar el mundo; no pregona el aislamiento como sistema de vida, sino la conversión y la justicia en el amor. Juan no es, pues, ni un monje ni un pregonero del monacato, sino un profeta, el mensajero que abre las puertas de un reino universal. Por todo ello, su personalidad humana, su mundo interior, le alejan inevitablemente de Qumram.

¿Podríamos, entonces, concluir que Juan pasó o pudo pasar su infancia y su adolescencia en Qumram o en alguno de los monasterios similares que pululaban por el desierto, hasta que, más tarde, sintió una llamada superior a una espiritualidad más alta y más abierta y a convertirse en pregonero del gran Reino? Estamos en el terreno de las hipótesis. Pero ésta parece la más probable de cuantas hasta el momento se conocen.


El mensaje del Bautista

Este es el hombre que un día, vestido con poco más que un taparrabos de piel de camello, se lanza Jordán arriba a predicar y en torno a quien se levantará una oleada de apasionado interés. Acudía a él —dice exagerando Marcos— toda la región de Judea y todos los habitantes de Jerusalén (Mc 1, 5). ¿Por qué este entusiasmo? La respuesta —triple— parece muy sencilla: porque proponía un gran mensaje y lo hacía con tonos muy exigentes; porque comenzaba poniendo él en práctica lo que pregonaba; y porque había encontrado un signo visible, muy sencillo, que resumía muy bien lo que predicaba.

La aventura a la que invitaba era grande: nada menos que a la preparación de un reino de los cielos ya inminente. Por una causa así era lógico que se pidiera un buen precio de penitencia. El hombre nunca ha temido pagar caras las cosas realmente importantes.

Lo anunciaba, además, con lenguaje sencillo y conocido para sus oyentes. Las palabras de Isaías se entendían, mejor que en ningún otro sitio, en aquella accidentada geografia que Juan señalaba con su dedo:

Preparad el camino al Señor,
enderezad sus senderos.
Todo valle será rellenado
y toda montaña y colina será rebajada,
y lo tortuoso se hará derecho,
y los caminos ásperos serán allanados;
y toda carne verá la salud de Dios (Is 40, 3-5).

¿Qué reino de los cielos era éste que el profeta anunciaba? ¿Cómo iba a llegar ese Señor cuyo camino urgía preparar? El profeta no lo aclaraba mucho. Pero esto mismo contribuía a crear un clima de misterio en torno a su mensaje. En cambio era muy claro que Juan estaba dispuesto a marchar delante de todos por el camino de la penitencia. Aquel atleta vivía junto al río, sin casa, sin propiedades, comiendo saltamontes (alimento clásico, aún hoy, de los beduinos que los comen con vinagre, tras haberlos secado al sol como las uvas) y «miel silvestre» (la que abejas no domésticas pudieran dejar en los troncos huecos de los árboles o, más probablemente, el jugo de ciertas plantas al que los antiguos llamaban también miel).

Incluso su vestido era el de antiguos profetas. Alguien le preguntará más tarde si él es Elías, precisamente porque el profeta del Carmelo vistió como él ahora. Un hombre hirsuto —le pinta el libro de los Reyes (1, 8)— vestido de velluda piel, ceñida a los riñones por un cinturón de cuero.

Pero lo que más curiosidad despertaba era su actividad bautizadora. El rito les resultaba extraño a cuantos lo veían. Entre los judíos eran frecuentes las abluciones de manos e incluso de pies, pero aquel bautismo en que se inmergía todo el cuerpo en el río y, sobre todo, aquel rito unido a la confesión de los pecados y a la promesa de un cambio de vida, era algo absolutamente novedoso para quienes acudían a verle. Porque se trataba evidentemente de un bautismo de inmersión. Así lo entendió el arte cristiano hasta el siglo XIV. Y, probablemente, era también un bautismo que se hacía en grandes grupos y no individualmente. Sólo el arte de siglos posteriores nos habituará a ver a Jesús solo en el río, mientras Juan derrama el agua sobre su cabeza.


Raza de víboras

Bajaban tantos al río, que los «ilustres» comenzaron a alarmarse: ¿sería éste el esperado? ¿O sería un falsario más a quien ellos debieran desenmascarar cuanto antes, para que no enloqueciera a las turbas?

Juan no les recibió con palabras suaves: Raza de víboras —les gritó— ¿quién os ha enseñado a huir de la ira venidera? Haced, pues, frutos de penitencia. Y no intentéis decir: Tenemos por padre a Abrahán. Porque yo os digo que Dios puede suscitar de estas piedras hijos de Abrahán (Le 3, 7-9).

A los fariseos y saduceos no les dolió tanto el insulto que Cristo repetiría dos veces más tarde cuanto las palabras finales que les sonaron como la más horrible blasfemia. Para ellos el único mérito importante, el único que contaba, era precisamente el ser descendencia de Abrahán. Pertenecer a su familia era más que suficiente para obtener el perdón de todo pecado. El Talmud decía: Aunque tus hijos fuesen cuerpos sin venas y sin huesos (es decir, aunque estuviesen muertos en el orden moral) tus méritos responderían por ellos. Y las palabras de Isaías: Viene la mañana, viene la noche, las interpreta así el Talmud: La noche está reservada a las naciones del mundo ( a los paganos) y la mañana a Israel.

Y he aquí que, de pronto, viene este bautizador a decir que el pertenecer o no al pueblo de Israel no es ni condición necesaria y ni siquiera un mérito especial para aspirar a ese reino de los cielos, porque Dios puede sacar hijos de Abrahán hasta de las piedras. La blasfemia debió de parecerles tan grande que el hecho de que no le prendiesen en aquel mismo instante prueba el prestigio moral de Juan entre los que le rodeaban.

Por lo demás el profeta no parecía tener miedo a nadie y, a su blasfemia, añadía tremendas amenazas:

Ya la segur está puesta a la raíz de los árboles y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado en el fuego. El que después de mí ha de venir tiene el bieldo en la mano y limpiará su era, y recogerá el trigo en los graneros y quemará la paja en fuego inextinguible (Lc 3, 9).

El Bautista empieza a hablar el mismo lenguaje vivo y colorístico que más tarde usará Cristo, poblado de imágenes que golpean la fantasía de quienes le escuchan. La imagen de las eras era familiar para todo palestino de entonces —y, en buena parte, de hoy—. Después de la siega hay por todo el país un polvillo dorado. Las gavillas recogidas se amontonan en las eras, a las afueras del pueblo. Bajo los pies de los animales y las piedrecillas de los trillos se va formando una mezcla de bálago, cascarilla y granos limpios que el viento se encargará de separar. Al atardecer, sopla sobre el país el aire del oeste y los aventadores tiran al aire la mezcla, para que paja, granos y cascarilla se separen. Y los poblados se rodean de nubes de oro. Granos y cascarilla, que ha caído a los pies del aventador, pasan después por tres cribas sucesivas. Más allá, se amontona la paja en grandes bancales. Cuando alguno de éstos se prende, arde horas y horas, días y días como si nunca fuera a apagarse.

Los judíos que le escuchan entienden: no será el ser judío lo que dé la salvación, sino el tener el alma llena y sólida para que no sea llevada por el viento.

Y, cuando menos lo esperamos, un giro en el modo de hablar del Bautista. El profeta, que ha hablado con látigos a la masa y a los fariseos, que ha gritado insultos y amenazado con el fuego inextinguible, he aquí que, de pronto, cambia de tono cuando se acercan a él las gentes con preguntas concretas.

Papini se escandaliza de este cambio de tono:

Juan, tan majestuoso y casi sobrehumano cuando anuncia la terrible elección entre los buenos y los malos, apenas desciende a lo particular, dijérase que se hace vulgar. No sabe aconsejar más que la limosna: el donativo de lo sobrante, de aquello sin lo cual se puede uno quedar.

Si quitamos lo que de exageración siempre hay en el escritor florentino, tenemos que reconocer que algo de cierto existe en la observación de Papini. Pero también que esto es algo absolutamente normal en todos los profetas de ayer y de hoy: gritan a la masa, al grupo, señalan violentamente la meta del ideal cuando hablan a la comunidad; pero luego se hacen blandos cuando se tropiezan con el hombre concreto, con nombre y apellido. Tal vez porque la ternura les gana el corazón, o tal vez porque saben que al ideal sólo se sube por caminos reales.

Así hace Juan. Cuando alguien le pregunta: Pero, en concreto, ¿qué tenemos que hacer? ¿a qué nos obliga esa conversión que nos pides? Juan contesta ahora sencillamente: Quien tenga dos vestidos, dé uno al que no lo tiene; y quien tenga qué comer, haga lo mismo (Lc 3, 11). Juan sabe que entre sus oyentes que son ya los mismos que un día seguirán a Jesús no hay grandes propietarios; son gente pequeña que, con mucha suerte, puede llegar a tener dos vestidos y un poco de sobra en la comida. Lo que les pide es, por eso, que abran su corazón, que sean generosos, que aprendan a convivir como hermanos, de modo que todo sea de todos. No se trata, pues, de «limosnas» sino de un nuevo modo de entender la convivencia.

Pero la multitud que rodea a Juan se parece a la que correrá tras Jesús, no sólo por el hecho de estar formada por gente de clase humilde, sino también porque a ella se «pegan» los pecadores. Había allí también algunos «publicanos», gentes detestadas, vendidas a los romanos. Los gobernadores, que conocían bien el carácter levantisco de aquel pueblo, preferían no cobrar ellos directamente los impuestos. Y alquilaban el cobro a gentes de Israel dispuestas a aprovechar la ocasión para hacer negocio. Roma cobraba a los publicanos una cantidad fija por tal o cual demarcación o pueblo y luego el publicano en cuestión tenía que sacar a los habitantes de su zona todo lo que podía. Cuanto más exprimía mayor era su negocio.

Se entiende que sus compatriotas les odiasen: por vendidos al extranjero, por explotadores de la comunidad. El Talmud les colocará sin vacilación entre los asesinos y los ladrones y el mayor insulto que se dirigirá a Jesús es el de que come con publicanos y trata con ellos.

¿Qué responderá Juan a la pregunta de los publicanos que demandan consejo? ¿Les pedirá que abandonen tan sucia profesión? Nueva mente el consejo del profeta es realista y sencillo: No exijáis más de lo que os está permitido (Le 3, 13). Es decir: cumplid, por ahora, la justicia, ya vendrá el día de la locura evangélica en que otro profeta os pedirá que dejéis todo para seguirle.

Había también por allí un grupo de soldados, probablemente romanos, enviados, sin duda, por Herodes o Pilato a quienes tenía que preocupar aquella concentración de gentes en torno a un visionario. Si mala fama tenían los publicanos, aún era peor la de los soldados. Es sabido que el ejército romano se formaba de voluntarios, aventureros salidos de las provincias más ariscas del Imperio, gentes huidas de la justicia o de sus acreedores, o sencillamente mozos aventureros y haraganes, ansiosos de un enriquecimiento rápido, gracias a la libertad que un soldado tenía siempre para arramblar con el botín de las tierras conquistadas. Su sueldo era, por entonces, de dos monedas diarias (el doble del de un trabajador a sueldo) pero ellos encontraban el modo de multiplicarlo con todo tipo de exacciones.

Estaban allí como simples curiosos y quizá les llamó la atención lo atentamente que Juan trató a los publicanos. Esto les empujó a preguntar también ellos: ¿Y nosotros, qué haremos? La respuesta de Juan volvió a sonar sencilla: No hagáis violencia a nadie, no denunciéis a nadie falsamente. Contentaos con vuestros sueldos (Le 3, 14). El profeta, cuyo dedo señalaba rígidamente la lejanía del altísimo ideal, aceptaba sin embargo el hecho de que a la gran conversión no se llega con sueños sino con el cambio en la lucha de cada día. Y era esta mezcla de violencia y realismo lo que mayormente conmovía a cuantos acudían a él.


El testigo de la luz

Pero en Juan lo importante no era el asceta, ni el moralista, y ni siquiera el profeta. Una cuarta vocación más honda era la que daba sus verdaderas dimensiones. El no era la luz, pero era el testigo de la luz, como diría más tarde el evangelio de Juan. Mas su testimonio era tan fúlgido que muchos comenzaron a pensar que él mismo era la luz. El pueblo —comenta san Lucas— estaba en espera y todos se preguntaban en su interior, respecto de Juan, si no sería él el Cristo (Lc 3, 15), el Mesías esperado.

El problema era demasiado grande como para que se quedaran tranquilos quienes se sentían responsables de la salud moral del pueblo. Por eso —como narra san Juan— los judíos le enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas para preguntarle quién era (Jn 1, 19).

La escena volvió a ser dramática. El león dormido despertó en las entrañas de Juan. Y el diálogo tenso entre el bautizador que hablaba desde el centro del río y los inquisidores que le acosaban desde la orilla, fue sin duda seguido por el silencio expectante de la multitud.

—Respóndenos ¿quién eres tú? ¿Eres el Mesías que esperamos? (Jn 1, 20).

La pregunta era directa. Si Juan contestaba que sí, los soldados romanos que estaban entre la multitud se verían obligados a detener le. La palabra Mesías tenía entonces un sentido directamente político e incluso violento.

Pero Juan no temía a los soldados. Temía a la mentira. Sabía muy bien que no era aquél su papel. Y no iba a vestirse con plumas ajenas quien ni vestidos llevaba. Por eso confesó y no negó.

—No, no soy el Mesías.

La voz de los espías siguió acosando:

—¿Quién eres entonces, eres acaso Elías?

La pregunta tenía sentido en quienes esperaban una reencarnación de Elías para anunciar la venida del Mesías. Además vestido y modo de vivir asemejaban al Bautista con el profeta del Carmelo.

—No, no soy Elías.

La voz de Juan había sonado tajante, como. gozosa de ir cerrando puertas a quienes le acosaban. Pero estos no cejaban:

—Pues ¿quién eres? Dínoslo, para que podamos llevar una respuesta a quienes nos han enviado.

La multitud ahora contenía el aliento. Todos ellos veneraban a Juan, pero también necesitaban saber claramente quién era, sin metáforas. La voz de Juan se alzó tremenda:

—Yo soy la voz que clama en el desierto: enderezad el camino al Señor.

La respuesta sonó en los oídos de muchos como una pura escapatoria. La frase de Isaías, que Juan citaba, la conocían de sobra. La habían oído comentar cientos de veces en las sinagogas. Para gritar eso, no hacía falta irse al desierto. Por eso muchos se sentían de acuerdo con los fariseos que contestaron a Juan:

¿Entonces quién te da autoridad para bautizar si no eres ni el Mesías, ni Elías, ni un verdadero profeta?

La voz de Juan se hizo ahora más honda:

—Mi bautismo es simplemente un bautismo de agua. Pero ya está viniendo alguien que es más grande y fuerte que yo, alguien a quien yo no merezco ni siquiera atarle las sandalias. El trae el verdadero bautismo en fuego y en el Espíritu santo (Jn 1, 19-28).

Algunos de los que le oyeron se asustaron. Pero los más respira ron tranquilos: por lo menos ahora hablaba claro: el no era el Mesías esperado. Y, en cuanto a ese otro más fuerte que vendría, tiempo tendrían de juzgarle cuando llegase. Si llegaba.

Los enviados de Jerusalén se fueron contentos. La gente se alejó también, entre desconcertada y más llena de esperanza. Juan les vio irse y se quedó mirando a las montañas en dirección a Jerusalén. Sabía que un día, ya no muy lejano, por aquella pendiente vería descender a alguien distinto. A ese cuyas sandalias no era digno de atar. Trataba de imaginárselo y sin duda lo veía rodeado de majestad, como uno de esos magnates ante los que todos tiemblan y a quien sus esclavitos acuden presurosos para lavarle los pies cuando llega sudoroso, empolvadas las sandalias.

Juan no sospechaba que —como intuye muy bien Papini— en Nazaret, entretanto, un obrero desconocido se ataba las sandalias con sus manos para ir al desierto donde tronaba la voz que por tres veces había contestado que no.