Bajó con ellos y vino a Nazaret y les estaba sujeto. Y crecía en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres (Le 2, 51-52). Difícilmente se puede encerrar mayor número de misterios en menor número de palabras. Lucas, el evangelista, que ha sido minucioso y detallista al contarnos la anécdota ocurrida a los doce años, se refugia ahora en la más general de las fórmulas. como desconcertado —o asustado quizá— de lo que está contando. Escribe Robert Aron:
Aquí el historiador vacila y el misterio aparece. Aquí se anuda, en la intimidad de una conciencia convertida en adulta y consagrada a Dios, uno de los dramas más asombrosos y de más graves consecuencias que haya conocido la historia del mundo. Aquí se prepara una de las principales mutaciones que haya sufrido el pensamiento humano y la historia de Dios sobre la tierra.
¡Es comprensible que el misterio se resista a dejarse analizar y que prefiera esa discreta sombra a la luz de la frivolidad humana! Con razón Proudhon, que, aun siendo ateo, se sentía profundamente atraído por la persona de Jesús, se reía de los creyentes que hacían preguntas tontas ante el misterio. A esta gente —decía— lo que más les interesa de la Ultima Cena es saber si en ella se usaron tenedores.
Tendremos, pues, que bajar a la raíz de los problemas que esas palabras plantean. Que son tres fundamentalmente: ¿Por qué volvió con sus padres a Nazaret y por qué estuvo allí tanto tiempo? ¿Qué obediencia es ésa que se nos pinta como lo fundamental de su vida durante todos esos años? ¿Cómo puede hablarse de progreso y crecimiento de quien era el infinito, el eterno, el omnisciente?
El primero de estos misterios no es el más profundo, pero sí el más desconcertante. ¿No acaba de proclamar en Jerusalén que él tiene que ocuparse de las cosas de su Padre, que ha sido encargado de una
misión que forzosamente le alejará de sus padres y de su diaria rutina? Hasta ahora era un niño, pero, de pronto, le hemos visto crecer, tomar entre sus dos manos el timón de su destino y señalar hacia un misterioso norte. Pero, apenas dichas estas palabras, todo regresa a la sombra. El muchacho parece olvidarse de «las cosas de su Padre». pospone de nuevo su misión —que ha brillado en sus ojos con la intensidad, pero también con la celeridad de un relámpago— y vuelve ¡durante dieciocho años! a la vulgaridad de la carpintería. ¿No estará traicionando con ello su misión? ¿No estará «desaprovechando» su vida? ¿No dirá él mismo más tarde que nadie enciende una lámpara y la pone bajo el celemín, sino sobre el candelero perra que alumbre a cuantos hay en la casa? (Mt 5, 15). ¿No es un error dedicar más de nueve décimas partes de su vida a la oscuridad? ¿No hace con ello un daño irreparable a cuantos en el mundo podrían salvarse conociéndole?Es éste uno de los puntos en que más claramente se muestra la diferencia entre Jesús y cualquier otro de los genios del espíritu que ha conocido el mundo. Todos los grandes hombres han vivido «a presión», con la sensación de no poder perder un momento de sus años, con la obligación de «vivirse» de punta a punta. Nada de este vértigo hay en Jesús, al contrario: una soberana calma, una —como ha señalado Cabodevilla— señorial indiferencia ante el paso del tiempo. Jesús, evidentemente, ni en su vida privada ni tampoco en la pública, tiene jamás prisa, nunca se ve dominado por la angustia de que la muerte pueda llegar sin haber concluido su tarea. Sabe cuándo vendrá; sabe que acabará joven: que tendrá pocos meses para predicar su mensaje; que no le quedará tiempo para salir de los límites de Palestina; que, incluso, dejará muchas cosas sin decir y tendrá que venir «otro» —el Espíritu— a completar su obra. Pero nada de esto le convierte en ansioso, nada le hace vivir angustiado y ni siquiera tenso. Jesús es el único humano en quien, en todo momento, se percibe que es más importante lo que es que lo que hace. Por eso no vive «a la carrera». Sabe que su simple existir como hombre, su humanidad son ya la gran revelación del amor de Dios hacia los hombres. Viviendo redime, viviendo predica, sin necesidad de palabras ni milagros. Estos serán simples añadidos a la gran realidad de su existencia sobre la tierra. En este caso el mensaje no es lo que trae el mensajero, sino el mensajero mismo; el mensaje es el hecho de que el mensajero haya venido. En él, respirar, cortar maderas son un testimonio tan alto como resucitar muertos. En sus años «perdidos» en Nazaret está ya enseñando y redimiendo, dando tanta gloria al Padre corno con su muerte y su resurrección.
Por eso no teme a la oscuridad que ha aterrado a todos los grandes hombres. Por eso huye. incluso, del brillo y los milagros. Ya es demasiado grande la tendencia del hombre a medir como importante sólo a lo que refulge, para que también él nos engañara llenando de milagros todas las esquinas de su vida. ¿Cómo le habríamos reconocido como «uno de nosotros» si hubiera inundado de fulgores cada una de sus horas? Mal negocio ese de bajar del cielo a la tierra y luego subirse en una peanita; tonta aventura descender a ser hombre y luego disfrazarse de superhombre. Llenando de prodigios todas sus horas —comentará san Agustín— ¿no habría dado lugar a creer que no había tomado una verdadera naturaleza humana y, obrando maravillas, no hubiera destruido lo que hizo con tanta misericordia?
No tiene prisa, pues. Durante diez onceavas partes de su vida lo hace oscuramente como el noventa y nueve por ciento de la humanidad. ¿O acaso vino sólo a redimir a los que salen en los periódicos?
El santo desorden
El segundo misterio está en la palabra «obediencia». Esta palabra —que no está de moda (que nunca ha estado de moda)— fue, nos guste o no, la clave de la vida de Jesús. El gran rebelde fue antes que nada un obediente.
Pero hasta lo de obedecer lo hizo locamente. A los hombres —sobre todo cuando el número de los que nos obedecen ha llegado a ser mayor que el de aquellos a quienes debemos obediencia— esta virtud nos resulta agradable: sirve para organizar el mundo. El número diez se somete al nueve, el nueve al ocho, el ocho al siete... Y así hasta el uno, que manda sobre todos. Aun en la hipótesis de que el número uno acabe siendo algo tirano, el sistema tiene la ventaja de que resulta claro y uno sabe siempre dónde está situado. Una obediencia bien organizada es muchísimo más cómoda que una libertad en la que todo se deja a la conciencia.
Lo malo es cuando la obediencia se une a la locura. Entonces uno se expone a no gustar —por lo de la obediencia— a los partidarios de la absoluta libertad de conciencia, ni —por lo de la locura— a los amigos de la obediencia «sensata».
Jesús no tuvo, ciertamente, esa cobardía inteligente que los hombres solemos llamar sensatez. En Nazaret todo estaba perfectamente desordenado, o locamente ordenado, si se prefiere. El que todo lo sabía aprendía de los que casi todo lo ignoraban; el creador se sometía a la criatura; el grande era pequeño y los pequeños grandes. Sólo en el amor había una cierta igualdad. No porque todos amasen igual, sino porque ninguno podía amar más de lo que amaba.
Santo Tomás —siempre experto en organizar las cosas— ha hablado de tres grados en la virtud de la humildad: el primero consistiría en someterse a quienes son mayores y no tratar de ser
mayor que los que son iguales; el segundo grado sería el de quien se somete a los iguales y no trata de ser mayor ni preferido a quienes son de hecho menores; el tercer grado consistiría en someterse a quienes de hecho son menores. Jesús practicó un cuarto grado de humildad obediente: someterse a quienes eran infinitamente menores que él (y luego vamos los tontos y contamos que en Nazaret no pasó nada extraordinario).
Los miedos de
María
Pero aun en el orden de la obediencia todo había cambiado tras el viaje a Jerusalén. No porque el muchacho obedeciera más o menos, sino porque ahora para sus padres esta obediencia resultaba tan enigmática como su «desobediencia» en el templo.
Tras el viaje, el amor de María y José hacia el niño creció. El amor crece siempre cuando hemos corrido el riesgo de perderlo. Pero también creció el miedo. Aquel temblor que sacudió el alma de María al imaginar que el pequeño pensaba abandonarles ya, nunca desapareció del todo de su corazón. Lo que había ocurrido una vez, podía repetirse cualquier día, y el muchacho se irla de su lado arrastrado por la voz de aquel otro Padre que era el verdadero dueño de su alma. Cuando hemos estado a punto de perder un amor, aun las cosas menores nos parecen riesgos y amenazas. Y si esta vez, siendo todavía tan pequeño, se había ido sin el menor aviso ¿quién les aseguraba que la próxima no ocurriría lo mismo? Simplemente, una tarde no regresaría a casa. Le esperarían a cenar, pero él no vendría. Habría comenzado a «ocuparse de las cosas de su Padre». Se iría de su lado misteriosamente, como misteriosamente había venido. Era su hijo. sí, pero era más hijo de su destino que de la carne de María. Ella lo sabía. Y lo había aceptado cuando el ángel vino. No sería su egoísmo materno quien encadenase al águila entre las tapias del pequeño corral de Nazaret. Sabía muy bien que su hijo había nacido para desbordarla. Pero ¿qué madre se resigna a esto? Más de una noche debió de despertarse angustiada con la sensación de que la cama del muchacho estaba vacía. «No. No. Está ahí. Oigo su respiración». Pero sabía que ya nunca dormiría como antes.
La muerte de José aún debió de influir más en el clima de estas relaciones. Nada nos dicen los evangelios sobre ella. Sólo sabemos que nunca aparecerá en la vida pública de Jesús y que, cuando se fue a predicar, la gente de Nazaret se preguntaba:
¿No es éste el hijo de María? (Me 6, 3). De ordinario sólo referimos un hijo a su madre cuando ésta lleva ya muchos años de viuda. Habría muerto, pues, José. Cuando su sombra dejó de ser necesaria, entró en la luz que nunca tendrá fin.Los apócrifos nos han contado con todo detalle las «dulzuras» de esta muerte. Pero todos sabemos bien que nada hay capaz de endulzar ese hueco en el corazón. Y menos en el de este muchacho para quien vivir y morir eran mucho más que un simple salto de un lugar a otro. Sin duda Jesús había conocido ya otras muertes. De niño habría mirado extático el entierro de algún vecino o de algún compañero. Y algo, dentro de su alma infantil, gritaba ya que él era dueño de la vida y la muerte. Ahora medía bien él que era eterno el sentido de esta aventura humana que tiene ese único e inevitable desembocadero. Entendía la angustia con que los hombres entran en ese túnel; sus miedos, aunque la fe les haga presentir lo que hay al otro lado. Veía cómo se agarraban a la vida, cada uno a la suya y todos a las de quienes amamos. También él un día moriría, también él tendría miedo como ellos. ¿Miedo de qué? Sabía mejor que nadie que, al otro lado, sólo estaban las manos del Padre. Pero entendía, sin embargo, ese temblor humano, absurdo y ternísimo.
No debió de ser fácil para él la muerte de su padre, José. Un día se conmovería ante el llanto de una viuda, en Naín, y el milagro se escaparía de sus dedos, devolviendo la vida al muchacho muerto. Ahora otra viuda caminaba a su lado, tras el cuerpo del esposo querido. ¿Por qué no...? Acalló la pregunta antes de que naciese en su mente. Sabía bien que ni él ni su madre precisaban milagros para creer. Y no había venido a malgastar prodigios como un nuevo rico.
Y la vida siguió. Y el muchacho —casi un hombre ya— siguió obedeciendo. Y creciendo.
Un misterioso
crecimiento
Tendremos que detenernos de nuevo ante esta palabra. Porque mucho más misterioso que esa obediencia es este crecimiento. ¿Cómo y en qué podía crecer quien era infinito'? ¿Qué sabiduría podía adquirir quien es fuente de toda verdad'? ¿Qué podían añadir los años a la edad de quien era eterno? ¿Y cómo podría aumentar en gracia quien era la misma santidad? ¿Qué progreso es éste del que nos habla el evangelista'?
Todos cuantos se han acercado a Cristo y cuantos lo hagan en los siglos futuros, se encontrarán ante este enigma de que en él pueda ser una cosa verdad y también cierta su contraria. Si era Dios ¿cómo crecía? Y si era hombre ¿cómo no iba a crecer'? Un crecimiento sin plenitud dañaría a la divinidad. Una plenitud que excluyera todo crecimiento haría fingida y no verdadera su humanidad. Esta es la ambivalencia que hay en todos sus gestos. Esta es la doble luz que hace que nunca nadie le haya llegado ni le pueda llegar a entender.
Ya los padres de la Iglesia se plantearon con crudeza este problema. Para san Justino, Jesús crecía al modo de los otros hombres. Para san Ireneo vino a salvar a todos los hombres y por eso pasó por todas las edades, haciéndose niño con los niños y joven con los jóvenes. Pero pronto los padres se asustarán ante esta idea de un verdadero crecimiento y san Agustín negará toda ignorancia y toda debilidad infantil en Cristo. San Cirilo explicará que no es que, en realidad, creciese, sino que su perfección se manifestaba progresivamente. Cornelio Jansenio encontrará al fin la fórmula que hará fortuna y que tantos repetirán después: Jesús no crecía ni en su ciencia ni en su persona, pero sí emitía rayos cada vez más brillantes como decimos, cuando sube el sol a mediodía, que aumenta en claridad, no porque ésta crezca, sino por razón de su efecto, porque poco a poco va enviándonos más luz.
La fórmula es hermosa, pero parece compaginarse mal con la realidad de la naturaleza humana y con la tajante afirmación de san Lucas que habla de un verdadero crecimiento delante de los hombres y también delante de Dios.
Tampoco esa absoluta plenitud parece compaginarse con cuanto más tarde nos mostrarán los evangelios: un Cristo que avanza y progresa en sus ideas y en sus formulaciones, un Jesús que pregunta, que quiere enterarse de qué piensan los hombres de él, o de cuántos panes tienen los apóstoles. ¿Es que está fingiendo —como dicen algunos comentaristas piadosos-- para demostrarnos que era hombre? ¿Y nos demostraría esta verdad con un fingimiento mentiroso?
Una vez más tenemos miedo a aceptar la plena humanidad de Cristo. Sabemos que era Dios y que, como tal, no podía crecer ni en perfección ni en sabiduría, sabemos que la evolución no cabe en la divinidad. Pero también sabemos que una verdadera humanidad incluye un desarrollo, y que éste no sólo no es una imperfección, sino que es parte esencial de toda perfección humana. Así es como nunca entenderemos cómo, en una sola persona, pudieron juntarse a la vez perfección y crecimiento. Pero sí sabremos que esa unión no pudo destruir nada de lo limpio que hay en la humanidad. Y limpio es este crecer de nuestros cuerpos y nuestras almas.
Escribe Plumptre:
Somos tardos en comprender que esta alma pasó por las mismas fases que la nuestra en el desarrollo de su inteligencia y de sus sentimientos: que le llegó el conocimiento como nos llega a nosotros mismos, por intermedio de libros y de enseñanza humana, o por la influencia de las circunstancias ambientes, creciendo más y más a medida que corrían los años. Interpretamos con dificultad las palabras que nos dicen que ese crecimiento intelectual y moral era tan rico como el del cuerpo; que Jesús crecía tanto en sabiduría como en estatura. Desde el principio, y aun desde la infancia, nos lo representamos como quien enseña y no como quien aprende... Nos es dificil, a pesar de las terminantes declaraciones de los relatos evangélicos, figurárnoslo adquiriendo cualquier conocimiento de aquellos que le rodeaban.
Hijo de nuestra tierra
Tendríamos que atrevemos a aceptar que Cristo fue, como nosotros, hijo de nuestra tierra. Fue mucho más. Pero también hijo de esta tierra, de sus paisajes, de sus problemas, sus luchas y dolores.
Crecía en estatura y en edad. No fue un astronauta que llegó a la tierra desde su lejano cielo con toda la humanidad ya construida en él. Fue un niño, un muchacho, un adolescente, un joven, un hombre. Crecía, maduraba. Crecía vital y sexualmente. Su virilidad le hacía cada día más varón, sin encanijamientos. Un día le llamarían «seductor». Sería antes un bello muchacho y un recio adolescente. Un muchacho misterioso y extraño, sí, que atraería y, en cierto modo, alejaría al mismo tiempo, como hechizan y espantan todas las cosas grandes. A los dieciocho años sus compañeros de edad se casarían y alguien, más de una vez, le preguntaría: «Y tú ¿cuándo te casas'?». Pero cuantos le conocían entendían que en él había un, misterio más hondo que los lazos de la carne y la sangre. Nunca en su vida pesaron esos lazos, pero no por falta de hombría, sino por un exceso de fuerza interior. Sus compaisanos verían en esta soledad del muchacho una rareza o quizá una locura. El, más tarde, hablaría de los eunucos por el reino de Dios. Y añadiría: Quien pueda comprender que comprenda (Mt 19, 12).
Y crecía en su conocimiento del mundo y de la realidad. Era hijo de su pueblo y de su paisaje. Si hubiera nacido en Castilla o en una gran ciudad, habría sido distinto. Era hijo de aquella naturaleza a la vez tremenda y tierna, arisca y alegre. Era hombre de pueblo y de campo. Sabía describir el colorido de la aurora y el reflejo del crepúsculo. Podía predecir las tormentas y el buen tiempo. Entendía de árboles y de pájaros. Conocía el vestido de los lirios, el color y la historia de los trigos, la amenaza de la cizaña, la ternura de los brotes de la higuera. Era experto en las costumbres de las aves de rapiña, sabía de la vida de las zorras, podía explicar cómo cobija la gallina a los polluelos, a qué hora cantan los gallos y cómo viven y pastan los rebaños. Podía describir el gesto del sembrador, la aspereza de la mano al aferrar el arado, el cansancio y el sudor de los sembradores.
Conocía todo esto porque lo había vivido. Su adolescencia no fue la del erudito, sino la del chico de pueblo que habla de cosas que ha visto y sudado.
Era también un experto en la pequeña vida cotidiana. Conocía el trabajo de la mujer en la casa, podía precisar el número de piezas de levadura que hay que poner a una medida de trigo, sabía cómo hay que combatir la polilla y qué tipo de tela se necesita para zurcir un vestido tazado. Hablaba con naturalidad de las viñas y de las bodegas, podía explicar cómo se echa a perder la sal o qué tipo de odres hay que poner a cada vino.
No era en absoluto un místico-lunático-celeste: conocía los precios de los mercados, las leyes de la contratación, las trampas y los líos de vecinos. Había visto a la pobre viuda lloriqueando ante el juez, había conocido la diferencia de ricos y de pobres, el banquetear de los opulentos y la miseria de los pordioseros.
Todo esto no lo había aprendido en los libros. Lo contaba con el lenguaje de quien lo ha visto y vivido, con los modismos y refranes de la pequeña gente de su tiempo. Conocía las historietas y el lenguaje coloreado e imaginistico de los sencillos. Participaba de su mentalidad. Se había hecho en verdad uno de ellos.
Sabía poco en cambio de la vida de las ciudades. Se encontraba menos a gusto cuando hablaba de los importantes. Si describía a los ricos, a los reyes y a los poderosos, había en su lenguaje esa ingenuidad que tienen siempre en esos temas los jóvenes recién llegados de la aldea. La política parecía importarle poco. Sabía, sí, que su país estaba ocupado por los romanos, pero nunca demostrará conocer demasiadas cosas sobre la política del imperio.
Entendía bien a los hombres. Conocía su terrible sed de ser amados y no ignoraba cómo estaban atenazados por el mal. No tenía una visión angélica del hombre. Un día fustigaría sus hipocresías, su condición de raza adúltera v mala (Mt 12, 39). Pero tampoco olvidaba sus esperanzas de salvación, su hambre de ser redimidos.
Había gustado a fondo su condición humana. Les había visto llorar y reír, sufrir desengaños de amor e incendiarse de nuevos enamoramientos. Nadie nunca como él entendió estos dolores y esperanzas. Y la soledad. Y el miedo a la muerte.
Tampoco había aprendido todo esto en los libros. El Dios que él era, lo sabía de siempre; el hombre que era también: iba comprobando hasta qué punto era cierto lo que como Dios sabía.
Dios profundiza en Dios
¿Y en lo religioso? ¿Podemos decir que hubo también un progreso en el conocimiento de Dios? ¿Podía alguien, que era Dios, alguien, que convivía en plenitud con el Padre, profundizar en su conocimiento'?
También aquí tendremos que acudir al evangelista que nos dice que crecía en sabiduría (Le 2, 52). Y sabemos que, en el sentido bíblico, esa sabiduría no es otra cosa que el conocimiento religioso.
Escribe uno de los mejores especialistas en el mundo psicológico de Cristo, el padre Galot:
Se daba en Jesús un desarrollo en los conocimientos religiosos; esto nos hace suponer que las relaciones con el Padre eran cada vez más familiares y más profundas. Así se explica el crecimiento «en gracia a los ojos de Dios». No podríamos, pues, limitar el desarrollo psicológico de Jesús a la adquisición de conocimientos profanos y a la experiencia humana no religiosa. Jesús se ha enriquecido con las experiencias de sus contactos con el mundo y con los hombres, pero también ha progresado en el campo de los conocimientos de origen superior, de orden infuso o místico.
Si no queremos confundir a Jesús con un monstruo, no podremos, pues, pensar que siendo niño tenía ya una religiosidad de adulto. Su religiosidad de niño era infantil y la de sus años jóvenes era vida religiosa juvenil. Perfecta, en su infantilidad, pero no por ello menos infantil. Lo mismo que su gestación en el seno de María duró nueve meses, aun siendo hecha por obra del Espíritu santo, así la presencia de un yo divino para nada restringió el tiempo de maduración psicológica.
Por eso su religiosidad humana brota de la misma fuente que la de sus contemporáneos: de las sagradas Escrituras. Este es el gran alimento de su espíritu. Conoce las páginas de la Biblia como quien no ha hecho otra cosa que leerla y meditarla. Los patriarcas, los profetas, son para él personajes tan vivos como sus compañeros de escuela. Jamás hablará de ellos con ese aire de fábula con que hablamos nosotros. Los profetas reviven en su boca, hablan, siguen quemando. Los salmos son sus delicias. De ellos saca casi todas sus oraciones, en ellos se apacienta su espíritu. Le encanta Isaías, Jeremías le conmueve, Oseas, Malaquías, Daniel siguen pregonando penitencia en sus labios.
De esta palabra de Dios, leída y orada en los años juveniles, surgirá la vida religiosa interior que se nos irá descorriendo como un paisaje asombroso a los largo de su vida pública.
Si, surgirá de ahí. Pero ¿sólo de ahí'? Es evidente que la vida religiosa de Cristo era mucho más de lo que cualquier hombre puede lograr a través de la oración y de la lectura de la palabra divina. En él, en su única persona, «convivían» la humanidad y la divinidad. El no necesitaba «elevar el corazón a Dios»; él era Dios, participaba de su única vida, no había nada en su naturaleza humana que no estuviera dirigido por la persona del Verbo, del Hijo de Dios.
¿Podremos dar un paso más aún'? Si esta unión era tan íntima ¿pudo haber en Cristo un desarrollo en la conciencia de su divinidad? Es decir: ¿hubo un progreso, una clarificación sobre su naturaleza y sobre su misión'?
Estamos ante el más difícil de los problemas que sobre Cristo pueden plantearse. Tendremos que volver sobre él más de una vez. Hoy nos limitaremos a preguntarnos hasta qué punto aquel niño, aquel muchacho era consciente de lo que era y a lo que venía.
Volvamos a cogernos de la mano del padre Galot que ha profundizado con minuciosidad de científico y de teólogo en este mundo vertiginoso:
La conciencia de ser Hijo del Padre y la conciencia de ser su enviado para llevar a cabo una obra, estaban íntimamente unidas en la psicología de Jesús, hasta el punto de coincidir o unirse en un todo consciente. Por eso debemos analizar la naturaleza del progreso que se dio en Jesús en la conciencia de su misión.
La ley del desarrollo psicológico humano nos obliga a admitir que la conciencia de la filiación divina y de las relaciones íntimas con el Padre se despertó gradualmente en Jesús, como se desarrolla la conciencia en los demás niños. No podríamos hacer remontar esta conciencia al primer instante. En el momento de la concepción, el ser humano es inconsciente. Esta inconsciencia se mantiene hasta el nacimiento, y, después del nacimiento, necesita tiempo para afirmarse y para reconocerse como tal. Jesús, como los otros niños, pasó por esta fase inconsciente; querer atribuirle la conciencia desde el primer instante, o en todos los momentos de su existencia humana, sería pretender divinizar su conciencia humana, imputarle una permanencia que no puede tener. Es precisamente en el momento en que la conciencia de todo niño despierta a su identidad personal, cuando también despertó la conciencia humana de Jesús. Pasó por todas las fluctuaciones de la conciencia humana que tiene, en el sueño, momentos de reposo, y que es capaz de percepciones más o menos agudas según las circunstancias. Los influjos del subconsciente o del inconsciente repercuten en ella con distinta intensidad. Resumiendo: todo lo que nos descubre el análisis de una conciencia humana, en su estructura íntima y en su ejercicio habitual, se da en Jesús desde su nacimiento hasta la muerte. Nada alteró la encarnación en el proceso de la conciencia humana.
Ahora comprenderá el lector por qué hemos hablado, al abrir este capítulo, de que en Nazaret
se anuda en la intimidad de una conciencia convertida en adulta uno de los dramas más asombrosos ele la historia. Jesús, que era plenamente Dios en el primer segundo de su vida humana, va tomando progresiva conciencia de esta vertiginosa realidad de su persona y de su misión. Va comprobando y ahondando lo que desde el primer momento ha intuido, infantilmente primero, más clara y reflexivamente después, hasta tener una conciencia filial de adulto, hasta vivir plenamente en cuanto hombre lo que era y vivía en cuanto Dios.¿Cómo sucede todo esto? ¿Cómo pasa todo esto? ¿Quién podría decirlo o describirlo? Encontraréis la verdad —dice un padre oriental del siglo IIl— frente a ella sentiréis asombro, después temor, y por fin amor. Sí, tal vez el asombro y el amor nos ayuden algo. El asombro deque esto haya ocurrido en nuestra tierra. El amor de que se haya hecho por nosotros. El temor de pasar junto al drama de estos tremendos años oscuros sin descubrir que en ellos se jugó la aventura humana más alta de la historia.
Los «maestros» de
Jesús
Nos queda aún otra pregunta en el marco de la adolescencia de Jesús. ¿Tuvo Cristo maestros o fue, como se le ha llamado,
el maestro sin maestros?Habrá que comenzar por rechazar, una vez más, las fábulas. El hombre que tiene un instintivo terror al vacío ha buscado la manera de llenar esos 18 años de la vida de Cristo. Unos le han hecho viajar por Persia y entrar en contacto con los magos discípulos de Zoroastro. Otros han preferido colocarle en el camino de Katmandú para rastrear las corrientes budistas. Los terceros l—a última moda— han preferido hacer vivir a Jesús durante largos años en los monasterios de los esenios, en la zona de Qumram. Pero ninguna de estas teorías tiene un mínimo de seriedad científica.
La primera de las razones que desmonta estos sueños es la de que Jesús no demuestra la más mínima gota de ninguna cultura que no sea la hebrea. No hay en sus discursos, en sus actitudes, en sus modos de pensar y ver el mundo, un solo rastro de las visiones de la India o del lejano Oriente, salvo en aquellos puntos en que estas culturas coincidían con las aspiraciones universales de la época y eran, por tanto, compartidas por la cultura judía.
Ni siquiera puede decirse que haya en Jesús rastros de cultura griega, incluso en todos aquellos puntos en que el helenismo había penetrado en Palestina. Galilea era un bastión de tradicionalismo hebraico y es esto lo que Jesús respira y en lo que, únicamente, se moverá.
Ciertamente si Jesús hubiera viajado durante estos sus años «oscuros» nada habría adquirido de esos mundos presuntamente visitados. Su pensamiento es hebreo al ciento por ciento.
¿Y en cuanto a los esenios? Sobre este punto tendremos que hablar largamente más tarde. Digamos ahora, simplemente, que, pasada hoy la euforia de los primeros momentos, tras los descubrimientos de Qumram, se ve con claridad que, si son muchas las proximidades que hay entre sus puntos de vista y los de Jesús, no son menores las diferencias. Su estilo de vida, sus ideas fundamentales, nada tienen que ver con la de estos grupos de cenobitas.
Por lo demás. es claro que si Jesús hubiera permanecido mucho tiempo fuera de su pueblo. viajando dentro o fuera de Palestina, no tendría sentido el asombro de sus compatriotas cuando le oyen predicar. Se maravillan de que se exprese con tanta facilidad, de que hable con autoridad. Se preguntan de dónde le viene esta sabiduría (Mc 6, 2; Mt 13, 54) y cómo sabe tanto de letras sin haber seguido lecciones (Jn 7, 15). Las dos frases están llenas de ironía y envidia, pero reflejan un hecho: que para sus paisanos no había la posibilidad de que Jesús hubiera aprendido aquello de ningún maestro conocido o en largas temporadas fuera de su pueblo.
Ni siquiera ha frecuentado a los doctores de Jerusalén. Hay en todo su lenguaje evidentes influencias del mundo judío que le rodea, incluso puede reconocerse una gran proximidad de muchos de sus pensamientos con los del famoso Hillel. Pero jamás cita Jesús a maestro alguno. Y, por lo demás, todos reconocen que habla como nadie ha hablado y que lo característico de su pensamiento no es tanto el tomar ésta o aquella dirección, sino el
hacerlo con autoridad.Habrá que buscar, pues, otras fuentes del pensamiento de Jesús. La primera, ya la hemos apuntado, su tierra y su gente. Jesús aprende del paisaje que le rodea, de las sencillas costumbres, de la sana religiosidad de sus paisanos de Nazaret. Aprende del equilibrio de una vida en la que el trabajo manual y la meditación personal se funden dentro de una vida serena y sin prisas.
Aprende de la paz de la familia en que vive. Si es probable que Jesús se pareciera físicamente a su madre, es también muy probable que esta semejanza se extendiera a sus modos de ser y de pensar humanos. Más de un hombre célebre ha debido buena parte de sus intuiciones a la educación maternal y no hay por qué excluir que el clima de la casa de María y José fuera, en lo humano, la escuela más soberana de esa obediencia que será el eje de la vida de Cristo.
La sinagoga y la lectura de la palabra de Dios fueron, sin duda, el maestro fundamental de Jesús. Quien en su naturaleza divina era la misma palabra de Dios, tuvo que ir educando su psicología humana a la luz de esa misma palabra escrita de Dios. Cuanto en ella se decía, iba aclarando lo que su intuición ya le había descubierto e iba clarificando su destino que se veía, así, a dos luces, o, más exactamente, a una luz que se recibía por un doble espejo.
Más allá de todo
maestro
Pero, dicho todo esto, habríamos mutilado la verdad si no añadiéramos algo más: Jesús era parte de su pueblo, vivió sumergido en su cultura, pero fue infinitamente más allá. Aquel paisaje, aquellas oraciones, los mismos ejemplos de María y José hubieran podido formar un santo de la antigua alianza, un profeta, un Juan Bautista.
Pero Jesús es mucho más que eso. Jesús no es un «fruto» de Israel. No es, siquiera, un genio que, desde el trampolín de una cultura, va mucho más allá que todos sus predecesores. Jesús es algo completamente diferente. Allí donde terminan los caminos de la psicología humana, nace en él un segundo rostro que apenas si podemos rastrear. Dieciocho años de profundización en la palabra de Dios, en la más profunda oración, no son capaces de formar un alma como la suya. Va más allá. El misterio comienza donde termina el aprendizaje.
Es el tiempo —digámoslo de una vez— del eclipse de Dios. La oscuridad de esos años es lo que nos permite mirar a ese sol que no resistiríamos si no se eclipsara voluntariamente.
La verdad —ha escrito Lucas Dietrich—- no puede descender sobre nosotros sino matándonos. El era la verdad y no quiso matarnos. Vivió treinta años eclipsado para que nuestros pobres ojos humanos fueran acostumbrándose a su luz. Ese eclipse retrasó su muerte. Porque, cuando la luz se hizo definitivamente clara, los hombres no la recibieron (Jn 1, 11). Y trataron de apagarla con la muerte, antes de que ella desecara el lago de corrupción que ellos habían colocado en el lugar de sus almas.
El hermano
universal
Así crecía. Pero no sólo en la inteligencia, sino también en el corazón. El era la verdad, pero también el camino y la vida. Y precisaba aprender a ser camino y a dar vida. Estos aprendizajes eran los más difíciles, pronto lo comprendió.
Ser hombre le gustaba. De todas las aventuras surgidas de su mano creadora, ésta era la que mejor le había salido. Estaba bien hecho esto de ser hombre, amar, soñar, reír, esperar. Las estrellas, las azucenas o los pájaros eran más ágiles, más puras o más brillantes, pero ¿cómo compararlas con un corazón humano? Se sentía a gusto incluso en el tiempo, él que llegaba de la alta estepa de la eternidad. Le gustaba esto de tener que amar de prisa, porque quizá mañana no podremos ya. Se estaba «contagiando de hombre», como escribió el poeta.
Pero no podía taparse los ojos ante la otra cara de la aventura humana. Vio, conoció y sufrió en su propia carne el dolor físico. Vio, sobre todo, el terrible mal moral que corroía todos los corazones. Palpó la injusticia. Cuando él hizo el mundo ¿dónde estaban los ricos y los pobres? Ahora bajaba aquí y se encontraba un mundo dividido, construido de zanjas y de odios.
El muchacho que él era, comenzó a tocar con sus ojos la injusticia, la idiota vanidad de los poderosos, la amargura resentida de los humillados, el odio de los que no tenían el coraje suficiente para amar, el cansancio de los que amaron una vez y no tuvieron valor para responder con un nuevo amor a la primera ingratitud, la mediocridad de quienes, por dedicarse a gozar más, se olvidaban de estirar sus almas. ¿Y éstas eran las criaturas hechas a su imagen y semejanza?
Si su inteligencia crecía como un río sin prisas, su amor aumentaba como un incendio. ¿Cómo pudo contenerlo treinta años? ¿Qué diques detuvieron la catarata que se le iba formando en el corazón? Años más tarde, con una sola palabra suya dejarían muchos las redes de pescar o las otras más recias del pecado, las multitudes le seguirían olvidándose incluso de comer, una mujer abandonaría sus demonios, los fariseos comprenderían, al oírle, que todo su tinglado se venía definitivamente abajo. ¿Cómo nadie percibió en su adolescencia aquel fuego que a tantos trastornaría después? Mauriac se ha imaginado que más de una vez tendría que decir a algún joven: «No, no me sigas aún». Pero la verdad es que sus paisanos no percibieron nada. Era un buen carpintero, nada más. Pero ¡cómo le ardía ya el alma! Conviviendo con los hombres, fue entendiendo lo necesario de su misión. El pecado, el mal, no eran ideas abstractas. Veía el cáncer corroyendo sus almas y sus vidas, sin que ellos lo percibieran siquiera. ¡En verdad que era necesario que todo un Dios muriera para restaurar tanta grieta en el mundo y en el hombre!
¿Hablaba de esto alguna vez con su madre? Una vez más no podemos contestar a la pregunta. Los evangelios nunca nos mostrarán a María y a Jesús manteniendo largas conversaciones teológicas: más bien, incluso, nos mostrarán una cierta distancia verbal entre ellos. Distancia sólo verbal, es claro. Los dos sabían que aquella aventura de amor debían vivirla juntos y que tenían una cita para «una hora» determinada, que no podía ser otra que la de la muerte. Pero, mientras, apenas hablaban. Se miraban, se entendían, esperaban. Mas el mismo amor ardía en las dos almas.
Quiero dejar esto bien claro: lo que más creció en estos años fue el corazón en su doble dirección hacia Dios y hacia los hombres. No es ésta una historia de simples inteligencias.
Ninguna de las grandes cosas humanas —ha escrito Guardini— ha surgido del pensamiento solo. Y menos aún de las cosas divinas. Redimir no fue una operación matemática, ni siquiera una proclamación dogmática. El no había venido a contarnos bellas historias. Había venido a hacer lo suyo: a amarnos. A seguir amándonos desde más cerca, más vertiginosamente.Por eso la historia de aquella adolescencia debió de ser antes que nada una historia de amor. Sintió, como todos los muchachos de todos los siglos, que su alma se abría necesitando amar y ser amado. No conoció los turbios sueños de nuestras adolescencias. Su amor era demasiado ardiente y demasiado puro como para detenerse en la carne. Pero era amor, amor verdadero. Cuando César Vallejo pinta a Dios como un enamorado, está pintando el despertar de este muchacho de Nazaret, al que, efectivamente, debió de dolerle mucho el corazón. Era el hermano universal de un mundo que se perdía en la mediocridad y en el mal, y su corazón tenía prisa de empezar a sangrar. Sostener treinta años este león hambriento, fue ya una gran azaña. Pero tenía que enseñar a los hombres que amar es esta pequeña cosa que se hace cada día y no sólo en la muerte.
Sí, así fue. Los treinta años oscuros no estuvieron vacíos. Porque la vida de Jesús de Nazaret no fue una historia de milagros. Fue —y sigue siendo— una historia de amor.