9 Los salvadores del Salvador

Me parece que para un cristiano del siglo XX es ésta la página más cruel y difícil del evangelio. La vida de Cristo empieza con un reguero de sangre. Y de la más inocente. La liturgia —quizá en un intento de desdramatizar la cosa— ha rodeado de sonrisas esta escena y canta, casi divertida, a los inocentes:

Vosotros, las primeras victimitas de Cristo,
tierno rebaño de los inmolados,
sobre la misma piedra del altar, sencillos,
jugáis al aro con las aureolas.

Y también la tradición ha rodeado de bromas y de chistes ese 28 de diciembre en que se les conmemora. Es la táctica de siempre: rodeamos de sonrisas lo que nos aterra. Porque ante la escena de la huida de Cristo y la muerte de los pequeños betlemitas un verdadero creyente no puede sentir otra cosa que miedo y vértigo.

Tendremos que bajar al fondo de las cosas. Leeremos primero la página evangélica, luego intentaremos desentrañar la tragedia que encierra.

Es Mateo quien la cuenta con escueto dramatismo. En la noche el ángel se apareció a José, le anunció que Herodes buscaba al niño para matarle y le ordenó partir hacia Egipto hasta que yo te avise (Mt 2, 13). La orden era desconcertante y, en apariencia, disparatada. José —comenta san Juan Crisóstomo— hubiera podido contestar al ángel: Hace poco tú me decías que este niño salvaría a su pueblo. Ahora me dices que él no puede salvarse a sí mismo, que tenemos que emprender la fuga y expatriarnos a tierras lejanas. Todo esto es contrario a tu promesa.

Nada de esto dijo José. En parte porque era un hombre de obediencia y en parte principalísima porque estaba demasiado asustado como para ponerse a pensar y dialogar. I.o que el ángel anunciaba sobre Herodes era desgraciadamente demasiado verosímil. Y José sabía que los caballos de los soldados del rey recorrerían en pocos minutos los ocho kilómetros que separaban la capital de la aldea. Despertó a María, se vistieron precipitadamente aún medio dormidos, recogieron lo más imprescindible, se pusieron —despeinados y aterrados— en camino.

Los hombres de nuestro siglo conocemos demasiado bien estas fugas nocturnas, este escuchar anhelantes el menor ruido, este ver en cada sombra un soldado acechante, este corazón agitado de los perseguidos que saben que, de un momento a otro, llegarán para llevárselos al paredón de fusilamiento.

Así huyeron, sin pararse a pensar, sin estudiar el camino que habrían de seguir, ni dónde podrían refugiarse. Sabían únicamente que tenían que poner distancia entre su hijo y Herodes, que había que alejarse de la ciudad. Y que hacerlo sin dejar huellas, sin despedirse de nadie, porque, en un clima de terror, hasta el mejor amigo se convierte en un traidor. Huyeron. Allí estaba la espada que anunció Simeón. Los dos pensaban en ella, pero ninguno se atrevió a comunicar sus pensamientos a su compañero. Y ni María ni José sospecharon que la gran tragedia quedaba a sus espaldas.

Los terrores del tirano

Tampoco Herodes durmió bien aquella noche. Dando vueltas en el lecho, más de una vez se reprochó a sí mismo el no haber dado suficiente importancia a la historia de aquellos tres estrafalarios orientales. No porque creyera en aquella paparrucha del rey-mesías nacido en un poblacho, sino porque conocía a su pueblo: una historia romántica como aquella podía dar origen a una sublevación. Un recién nacido sólo es peligroso cuando se convierte en bandera de algo. Y en la idea del Mesías estaba la bandera que mejor podía hacer peligrar su trono.

Apenas se levantó, preguntó si los magos habían regresado. Nadie sabía nada de ellos en el palacio. Empezó a temer que aquel candor con que le prometieron que volverían a informarle fuera una burla y que el candoroso hubiera sido él en realidad. Envió a sus espías a Belén y, cuando estos regresaron, dijeron que en el pueblo nadie sabía nada de ellos. Les habían visto llegar, sabían, sí, que habían andado buscando a un niño nacido hacía pocos meses. Pero ni se sabía si lo habían encontrado. Lo que era cierto es que ya no estaban en el pueblo. Y debían de haber partido de noche, porque nadie les había vuelto a ver.
La cólera del rey estalló entonces. No podía aceptar la idea de que alguien se hubiera burlado de él, el poderoso. ¿Y si esta fuga significa ba que realmente aquel misterioso niño existía? Quienes habían venido de tan lejos no habrían regresado inmediatamente de no haberío encontrado. Tenía que darse prisa y cortar por lo sano.

Que Herodes tomase la decisión de asesinar a todos los recién nacidos de la comarca nos resulta hoy absolutamente inverosímil. Pero cosas como ésta ocurrieron demasiadas veces en la antigüedad -¿y acaso no siguen ocurriendo hoy?- para que la juzguemos imposible. Incluso podemos pensar que una decisión as! encaja perfectamente en el carácter del monarca. En realidad -como señala con agudeza Günther Schiwy- en ese momento Herodes no tanto quiere descargar su cólera sobre el infante, cuanto ahogar en sangre un posible movimiento mesiánico en torno a Belén.

Otra escena de la vida de Herodes nos aclara mejor el trasfondo de su decisión: sabemos por la historia que, cuando sintió que le llegaba la muerte -poco tiempo después de la escena que contamos- comenzó a temer que su fin fuera un motivo de fiesta para sus súbditos. Nadie le lloraría. ¿Nadie... le lloraría? Mandó encerrar en el hipódromo de Jericó a un buen número de nobles de su reino y ordenó a su hermana Salomé que los acuchillara a todos en la misma hora en que él muriera. Si los judíos no le lloraban a él, llorarían al menos.

Este era Herodes: amigo de la violencia, incluso sabiendo que no sirve para nada. Sólo un hombre así pudo ordenar una matanza tan bárbara como la que cuenta el evangelista. Por lo demás, quien no había vacilado en asesinar a sus propios hijos, ¿dudaría en matar a un montón de harapientos? Con razón el historiador Maerobio pondría en labios de Augusto la afirmación de que era preferible ser cerdo de Herodes que hijo suyo. Al menos a sus cerdos -por aparentar ser buen judío que no come carne impura- no los mataba.

Nadie entendió el porqué de aquellas muertes

Los soldados cayeron sobre Belén como un huracán. Entraron en las casas, recorrieron las calles, arrancaron los niños de los brazos de sus madres y ante el terror de éstas -que no entendían, que no podían entender- estrellaron las cabezas de sus pequeños contra las paredes, alancearon sus cuerpecitos, les abrieron en canal como corderillos. «¿Por qué? ¿por qué?» gritaban las madres, que sentían más espanto que dolor, que no entendían por qué mataban a sus hijos y no a ellas. «Ordenes de Herodes» respondían los soldados que tampoco comprendían nada, que estaban, en el fondo, tan aterrados como las mismas madres. «Pero ¿por qué, por qué?» insistían las madres, Y nadie explicaba nada, nadie podría nunca entender el porqué de aquellas muertes. Lo único cierto eran aquellos cadaveritos cuya sangre aullaba más que sus propias madres.

¿Cuántos fueron los muertos? De nuevo la leyenda se ha precipitado a multiplicar las cifras, como si los números pudieran aumentar la crueldad de la escena. Se ha hablado de centenares, de miles. Se ha llegado a dar la cifra de 144.000 confundiendo a los inocentes con los que preceden al Cordero de quienes habla el Apocalipsis (Ap 7, 9). Las cifras reales fueron mucho menores. Conocida la natalidad de la época y, sobre todo, la altísima mortalidad infantil de aquel tiempo y, tenido en cuenta que sólo murieron los varones, puede juzgarse con verosimilitud que el número de muertos estuvo más cerca de 20 que de treinta.

Pero no es el número lo que nos horroriza, sino el hecho. Y aún más que el hecho, su misterio. ¿Por qué murieron estos niños? ¿Por qué «tuvieron» que morir?

Charles Peguy ha dedicado todo un libro a cantar el «hermoso» destino de estos pequeños

Fueron arrebatados de la tierra ¿Lo entiendes bien, hijo mío?
Todos los hombres son arrebatados, en su día, en su hora.
Pero todos somos arrebatados demasiado tarde.
cuando ya la tierra nos ha conquistado.
cuando ya la tierra se ha pegado a nosotros
y ha dejado en nosotros su imborrable marca.

Pero ellos, ellos solos, fueron arrebatados de la tierra
antes de que hubieran entrado en la tierra y la tierra en ellos
antes de que la tierra les tomase y poseyese.

Y todas las grandezas de la tierra, la misma sangre de los mártires,
no valen tanto como el no haber sido poseído por la tierra,
como no tener ese gusto terroso,
no tener ese sabor a ingratitud,
ese sabor a amargura
terrosa.

Sí, esto es verdad. Aquellos niños no fueron manchados por nuestra sociedad de hombres. Pero las madres que aullaban ante sus cadáveres ¿no les hubieran preferido un poco más sucios, pero vivos?


El misterio de esta sangre

Papini ha ido un poco más allá en su investigación:

Hay un tremendo misterio en esta ofrenda sangrienta de los puros. en este diezmo de coetáneos. Pertenecían a la generación que lo había de traicionar y crucificar. Pero los que fueron degollados por los soldado de Herodes este día no lo vieron, no llegaron a ver matar a su Señor. Lo libraron con su muerte y se salvaron para siempre. Eran inocentes y han quedado inocentes para siempre.

Aquí hay un poco más de luz, pero aún no suficiente. Desde luego, si yo hubiera tenido que elegir entre ser de los inocentes o ser de los asesinos, habría aceptado mil veces y gozoso la muerte. Y es cierto que buena parte de los destinos humanos tienen que plantearse esta opción entre matar y ser matador, pero ¿es que no hay otras posibilidades? ¿Es que alguno de estos niños no pudo formar parte de sus discípulos, de los que --bien o mal— le comprendieron y siguieron? ¿Por qué entonces esta muerte?

El hombre de hoy y esto es una bendición no logra digerir la muerte de los inocentes (aunque quizá nunca han muerto tantos inocentes como en nuestros días. Basta con pensar en el aborto organizado). Y sufre al ver este comienzo horrible de la vida de quien era la Vida.

Quizá nadie ha vivido esta paradoja tan hondamente como Camus que, admirando a Cristo, encontró siempre en el camino de su fe esta escena que le enfurecía. ¿Por qué huyó él y dejó morir a aquellos pequeños? se pregunta dramáticamente.

Escribe:

Si los niños de Judea fueron exterminados, mientras los padres de él lo llevaban a lugar seguro ¿por qué habían muerto si no a causa de él? Desde luego que él no lo había querido. Le horrorizaban aquellos soldados sanguinarios, aquellos niños cortados en dos. Pero estoy seguro de que, tal como él era, no podía olvidarlos. Y esa tristeza que adivinamos en todos sus actos ¿no era la melancolía incurable de quien escuchaba por las noches la voz de Raquel. que gemía por sus hijos y rechazaba todo consuelo? La queja se elevaba en la noche. Raquel llamaba a sus hijos muertos por causa de él iy él estaba vivo!

No debemos huir el problema. Está ahí y este escritor sin fe puede iluminarnos más que mil consideraciones piadosas.

Muchos exegetas resuelven la cosa fácilmente diciéndonos que ésta es una escena simbólica y que no ocurrió en la realidad. El evangelista habría tratado simplemente de presentar a Cristo como un nuevo Moisés. Lo mismo que éste se salvó de la muerte a que el faraón había condenado a todos los hijos de los hebreos, así se habría salvado Jesús de la matanza de Herodes; lo mismo que Moisés sacaría de Egipto a su pueblo, así Cristo habría también regresado de Egipto para salvar a todos los hombres del demonio-faraón.

La explicación es demasiado bonita, demasiado sencilla. Parece preferible coger el misterio por los cuernos y atrevemos a decir que no entendemos nada. O mejor: atrevernos a reconocer que hemos entrado ya del todo en la vida de este Cristo que nos va a desconcertar en todas las esquinas. Cristo no es un resolvedor de enigmas, ni un proveedor de pomadas. No se entra en su vida como a una pastelería, dispuestos a hartarnos de dulzuras. Se entra en ella como en la tormenta, dispuestos a que nos agite, dispuestos a que ilumine el mundo como la luz de los relámpagos, vivísima, pero demasiado breve para que nuestros ojos terminen de contemplarlo y entenderlo todo.

Así ocurre en la escena de los inocentes. ¿Por qué no envió un ángel a todas las casas betlemitas? ¿Le faltaban ángeles acaso? Pudo hacerlo, pero no quiso rodear a su hijo de un clima de cuento de hadas. Le hizo encarnarse en un mundo de violencia y no en un mundo astral. Pudo fabricar una dulce Palestina sin Herodes ni soldados que asesinan sin pensar. Pero ¿habría sido ese un mundo verdadero?

Pero, entonces ¿por qué no murió él con ellos? ¿Por qué huyó? Podría haber muerto entonces. De haberlo hecho así su redención no habría sido menos verdadera ni menos válida de lo que fue en la cruz. He de confesar que más de una vez me he imaginado ese Cristo muerto a los pocos meses en manos de un soldado de Herodes. Tendríamos que creer en él lo mismo que ahora creemos, aquella muerte nos hubiera salvado lo mismo que la que llegó treinta años después. Pero ¿creeríamos? ¿Creeríamos en Jesús sin parábolas, sin milagros, sin resurrección? Su redención habría sido tan absoluta y total como la que ocurrió. Pero ¿y nosotros? ¿y nuestra fe?

Sí, huyó por nosotros. Huyó a disgusto. Se sentía más hermano de aquellos inocentes que de cuantos le rodearon en la cruz.

En realidad --Camus debió entenderlo— no huyó del todo. Simplemente empezó a morir un poco más despacio, prolongando su muerte treinta y tres años. Por nosotros, para que entendiéramos. Pero sí, se acordaba de estos niños. Tal vez Mateo le oyó alguna vez hablar de ellos. Podía el evangelista haber ocultado esta escena y la contó, sin miedo a escandalizar a quienes en el siglo XX no lo entenderían.

La Iglesia, venerando cariñosa a estos pequeños, lo ha entendido mejor. Ellos fueron, sin saberlo, los primeros mártires. Más aún: ellos fueron salvadores del Salvador, salvadores de quien engendra toda salvación. Fueron los primeros cristianos, por eso conocieron la espada. Todo cristiano tiene que conocer una: la espada de la fe, ésta de amar a Cristo sin terminar de entenderle, o la espada de la sangre. En el fondo, a ellos les tocó la más fácil.

María y Jesús huían mientras tanto, es decir: seguían bajo el filo de la espada que parecía no tener prisa en terminar de desgarrarles.


El exiliado más joven de la historia

Toda violencia es inútil. La de Herodes lo fue más que ninguna: mató a quienes no trataba de herir; dejó huir a quien buscaba: y no consiguió, con ello. prolongar un solo día su reinado. Reinado que, por lo demás, no le venía a disputar el recién nacido. Es el destino de todos los violentos. Siempre cometen, al menos, dos errores: se equivocan de víctima y hieren a un inocente.

Consiguió únicamente una cosa: dar a cuantos en el futuro emprenderían el camino del destierro la seguridad de que su Dios les comprende. porque ha vivido la misma agonía que ellos. Jesús, gracias al tirano, se convierte en el exiliado más joven de la historia. Antes y después de él, muchos otros bebés huirían en brazos de sus padres perseguidos. Pero ningún otro bebé ha sido perseguido por sí mismo, apenas nacido. Nadie ha sido odiado tan pronto, nadie ha empezado tan pronto a morir.

Al llegar aquí hay que decir en honor a la verdad que la mayoría de los investigadores no encuentra verosímil este viaje hasta Egipto, sobre todo si se tiene en cuenta que en el evangelio de san Lucas -- en contraste con el de Mateo-- se cuenta como muy normal el regreso de la sagrada familia a Nazaret y si se recuerda que en todo el resto de la vida de Cristo jamás se aludirá después a este hecho tan llamativo. Piensan, por todo ello, que Mateo quiere simplemente afirmar que Jesús hizo suyas todas las dificultades de su pueblo, que siglos antes vivió desterrado en Egipto.

Pero, junto a estas afirmaciones e hipótesis, está el hecho de la antiquísima tradición en las tierras egipcias que alude a su presencia en uno o varios lugares. ¿Surgió esta tradición del evangelio de san Mateo o, por el contrario, nació lo contado por Mateo de estas tradiciones? Nunca lo sabremos. Por eso yo prefiero meditar esta página en su contenido, tal y como el evangelista la cuenta. Página tremenda.

Porque en todo caso la huida no fue tan paradisíaca corno han gustado de pintar los apócrifos. Los árboles no tendían sus ramas para que la madre del pequeño pudiera alcanzar sus frutas; no venían las fieras de la selva a extenderse a sus pies y lamerlos; no se ablandaban los corazones de los bandoleros --como cuenta un precioso esmalte que se conserva en el museo de Cluny-- ni llegaba a socorrer su hambre el salteador de caminos que --otra tradición-- sería en la cruz el buen ladrón. No. Huir era huir. Era dormir durante el día y caminar la noche entera. Suponía volver rápidamente la cabeza cuando se escuchaba cualquier paso por el camino. Incluía ver en cada sombra a la policía de Herodes o sospechar de cada caminante que, al cruzarse con ellos, les preguntaba dónde iban y de dónde venían.

Y no era siquiera huir por los caminos que hoy nos imaginamos. En rigor entre Palestina y Egipto no había entonces más camino que el que habían abierto las pezuñas de los animales y las pisadas humanas. Andar de noche por aquellas soledades —y José no era ciertamente un experto geógrafo— era un perderse continuo, andar y desandar lo andado, un continuo tratar de orientarse, sin saber en realidad hacia dónde dirigirse. Con un guía experto, hubieran hecho el trayecto en seis u ocho días. Yendo solos, de noche, sin planos, sin orientación alguna, el camino debió de ser larguísimo, sobre todo cuando —después de dejar Gaza— se adentraron en el desierto.

Nadie entonces se atrevía a cruzar solo el desierto. Esperaban en Gaza a que se formara una caravana para correr juntos los peligros de la arena, la sed y el sol. Pero no es probable que María y José pudieran permitirse el lujo de esperar. Gaza era aún territorio de Herodes y hasta no estar en tierra egipcia no estaban a seguro. Comprarían unas pocas provisiones —el oro de los magos se mostró ahora providencial— y se adentraron en las dunas arenosas. Avanzar por ellas era desesperante. Los soldados de Gabinio que hicieron este trayecto cincuenta años antes decían —como cuenta Plutarco— que temían más aquella travesía que la guerra que les aguardaba en Egipto. Y María y José no eran un ejército; podían considerarse afortunados si contaban con un borriquillo. En el camino —cuentan los historiadores— solían encontrarse huesos de animales muertos por agotamiento. Osamentas terribles que brillaban bajo el sol de justicia que asaetea el desierto y que se hace asfixiante en verano (y era casi seguramente verano cuando el niño huyó a Egipto). María y José comenzaron a temer que la sed y el sol lograrían lo que no habían conseguido las espadas de Herodes.

Sólo en Rhinocolura (el actual El Arish) se sintieron a salvo. Aquello era ya tierra egipcia. Pero aquí nacieron los nuevos problemas: los del emigrante en tierra extranjera. José ignoraba todo sobre el nuevo país, a nadie conocía, apenas debía de quedarle dinero, carecía de todo tipo de herramientas para realizar su trabajo. Era, además, un perseguido político al que siempre es peligroso ayudar. Y un perseguido político muy especial: no pertenecía a ningún grupo ideológico, no luchaba por ninguna causa. No era enemigo de Herodes, aunque Herodes obrase como enemigo suyo. Si hubiera intentado explicar a alguien las causas de su huida ¿quién le habría entendido?

Ignoramos dónde se instaló José en Egipto. Una antigua tradición (del siglo V) señala su presencia en Hermópolis, pero parece inverosímil que la sagrada familia se internase 340 kilómetros en Egipto. Másbien debió de buscar alguna de las colonias judías próximas a la frontera. El ángel (¿por qué esta inútil crueldad con ellos?) no había dicho cuánto duraría su destierro, pero José pudo esperar que fuera corto. Esto hace pensar que se dirigiera a Leontópolis (el actual Tell Yehudiyeh) donde vivía una floreciente colonia de judíos, comerciantes algunos, huidos de Herodes no pocos. Allí, al menos, viviría entre compatriotas, podría hablar con alguien, encontraría trabajo, pues los judíos de la diáspora eran amigos de ayudar a sus connacionales.

Para María y José todo era extraño en aquel mundo: les asombrarían las aguas rojas del Nilo, los grandes ibis que batían las alas en sus orillas, el modo de vestir y de vivir de las gentes. Muchas cosas llenarían su corazón de recuerdos: aquí habían vivido en esclavitud sus antepasados, aquí soportaron el látigo y la muerte. Pero sobre todo les impresionaría el nuevo mundo religioso que les rodeaba. Al cruzar ellos ante los templos paganos, no se derrumbaban estrepitosamente los ídolos, como cuentan los apócrifos. Al contrario: era su corazón quien se sentía desgarrado ante aquellas muestras de religiosidad que en un judío piadoso creaban hasta malestar físico. Contemplaban aquellos dioses con cuerpo humano y cabeza de vaca o de ave y aquellos otros en forma de carneros o hipopótamos. María —que llevaba en sus manos a quien era la Vida— no podía entender aquella religiosidad construida sobre la idea del temor a la muerte. El egipcio vivía bajo esta obsesión: defenderse de la muerte, negarla, vencerla. Por eso construían sus pirámides, por eso embalsamaban cuidadosamente los cuerpos muertos, esculpían sus retratos en piedra, fabricaban gigantescas necrópolis. Su vida era una batalla contra la consumación, un loco afán de pervivencia.

María recordaba ahora las palabras de Simeón: se preguntaba cómo podría su hijo ser salvación y luz para aquellas gentes. Y no lograba imaginarse cómo sería la vida de aquel bebé que estrechaba en sus brazos. ¿Se lanzaría acaso de mayor a recorrer los caminos del mundo? ¿O todo lo haría con la sangre?

¿Cuánto duró el exilio? Tampoco lo sabemos. Mateo no nos da pista alguna y los apócrifos y leyendas (que, como siempre, cuentan cadenas de milagros) son demasiado tardíos para ser atendibles. Lo que sí sabemos es que el destierro fue relativamente breve. Hay que desechar las opiniones de quienes hablan de hasta diez años y las de quienes se inclinan a pocos días o semanas. Los cálculos más serios hacen pensar que Cristo nació a finales del 748 de la fundación de Roma, que partió hacia Egipto en la primavera o más probablemente en el verano de 749 y que el regreso se produjo a los pocos días de la muerte de Herodes en marzo o abril del 750.

La noticia debió de llegar pronto a las colonias judías de Egipto. Eran muchos los hebreos que esperaban ese momento para volver a sus tierras, con lo que el regreso de la sagrada familia pudo ser más fácil. En las caravanas habría cantos de júbilo y execraciones al tirano muerto.

Ya en su tierra, comenzaron a enterarse de las circunstancias que habían rodeado la muerte del perseguidor: más trágica que su negra vida. Flavio Josefo la ha contado con precisión:

Un fuego interior le consumía lentamente: a causa de los horribles dolores de vientre que experimentaba. erale imposible satisfacer el hambre ni tomar alimento alguno. Cuando estaba en pie apenas podía respirar. Su aliento exhalaba olor hediondo y en todos sus miembros experimentaba continuos calambres. Presintiendo que ya no curaría. fue sobrecogido de amarga rabia, porque suponía. y con razón, que todos se iban a alegrar de su muerte. Hizo, pues. juntar en el anfiteatro de Jericó, rodeados de soldados, a los personajes más notables y ordenó a su hermana Salomé que los hiciese degollar así que él hubiese exhalado el último suspiro. para que no faltasen lágrimas con ocasión de su muerte. Por fortuna Salomé no ejecutó esta orden. Como sus dolores aumentaban por momentos y estaba además atormentado por el hambre, quiso darse una cuchillada: pero se lo impidieron. Murió, por fin. el año treinta y siete de su reinado.

María y José debieron de conmoverse ante estas noticias. Pero, más que ante ninguna, ante aquella narración que alguien les hizo de la barbarie realizada un año antes en Belén. Una noche, el rey había mandado degollar a todos los niños del pueblo y nadie había entendido el por qué de aquella decisión absurda. Algunos escribas la unían a la idea de que de allí, de Belén, debía salir el libertador, el Mesías esperado. Pero nadie entendía qué tenía que ver el Mesías con los niños menores de dos años.

Estas noticias hicieron dudar a José. El había pensado regresar a Belén: allí era más fácil encontrar trabajo que en Nazaret y, por otro lado, se sentía unido a Belén: ¡habían pasado allí cosas tan hermosas!

Pero los últimos sucesos acabaron de decidirles. Los funerales de Herodes fueron solemnes y pomposos. El cadáver del rey —podrido ya y con los genitales destrozados por los gusanos— fue vestido de púrpura y adornado con piedras preciosas. La corona se colocó en su cabeza y el cetro en sus manos frías. En una litera de oro fue conducido de Jericó al Herodium, entre un cortejo impresionante que avanzaba entre el humo del incienso.

Pero pronto acabaron las fiestas. Los hijos del muerto se dividieron el reino. Y Arquelao, el hijo mayor, se mostró, desde el primer día, dispuesto a seguir el camino de su padre. Eran los días de la pascua y una gran multitud se había congregado en Jerusalén (tal vez María y José estaban entre ellos). Y bastó esta reunión para que el odio al rey muerto se manifestase. Un grupo de fariseos pidió al nuevo rey que se castigase a los consejeros de Herodes que habían mandado ejecutar a Judas, hijo de Sarifeo, y a Matías, hijo de Margalothos, dos insignes fariseos que habían protestado cuando Herodes mandó colocar el águila de oro imperial(¡horrible blasfemia!) en el templo de Yahvé. Pero Arquelao se negó a hacer justicia. Pronto la sublevación estalló. Miles de judíos se hicieron fuertes en el atrio del templo. Arquelao temeroso de perder las bridas del país envió contra ellos un contingente de soldados a caballo que entraron en el atrio sembrando el espanto. Tres mil muertos fueron el resultado del bárbaro ataque. Y el pueblo comprendió que Herodes había muerto. pero que la violencia continuaba.

Si José dudaba aún, esto debió de convencerle de que en Belén no estarían seguros. Si regresaban, alguien les reconocería, se preguntaría cómo había escapado aquel niño a la matanza del año anterior, y podría delatarles... No, no, regresarían a Nazaret. Allí gobernaba otro hijo del muerto, Herodes Antipas (el que treinta años más tarde juzgaría a Cristo y degollaría al Bautista) que tenía fama menos horrible que la de su hermano. Era, sí, un sensual y un orgulloso, pero parecía tener interés en ganar el apoyo de sus súbditos, con la esperanza de que le ayudasen a desbancar a su hermano Arquelao. Además, en Nazaret nadie sabría nada de la matanza de Belén o, al menos, nadie la conectaría con el hijo de María y de José.

Allá se encaminaron. Vivirían en paz y el mundo se olvidaría de ellos. Y podría crecer tranquilo su hijo. ¿Hasta cuándo? Nada sabían. El Dios que tantas cosas les había explicado cuando el niño iba a nacer, parecía haberse olvidado de ellos. O, cuando más, se limitaba a guiarles vete aquí, vuelve allá sin dar explicación ninguna. Nunca nadie ha vivido tan radicalmente en la fe y en la oscuridad, o mejor: en la oscuridad de la fe. ¿Tardaría mucho en regresar la espada'? ¿Viviría muchos años a su lado el pequeño o sería arrebatado enseguida por el viento de su misión? Nada sabían. «Oh, Dios, --pensaba María déjame al menos gozar de él durante unos pocos años». Y Dios llenaba su corazón de paz. Pero no daba ninguna respuesta aclaradora.