Pocas páginas evangélicas tan batidas por la crítica corno ésta de los reyes magos. Un buen número de exegetas —incluso entre los más conservadores— no ve en esta capítulo de Mateo sino una bella fábula con la que el evangelista no trata de hacer historia, sino de explicar que Jesús viene a salvar a todas las naciones y no sólo al pueblo judío. La imagen de unos misteriosos e innominados personajes orientales que vienen a adorar al niño sería, para el apóstol, una bella manera de exponer esta apertura universalista de la misión de Cristo. Con ello, los tres reyes magos, no sólo no serían tres, ni reyes, ni magos, sino que simplemente nunca habrían existido en la realidad. Quienes luego añadieron la leyenda de unos señores bondadosos que, el seis de enero de cada año, traen juguetes a los niños, no habrían hecho otra cosa que seguir la línea poética inaugurada por el evangelista.
Digamos enseguida que desde el campo de la ortodoxia nada hay que oponer a esta interpretación. Cabría aceptar que el episodio de los magos fuese un caso típico de género literario, tanto más cuanto que nada afectaría esta posibilidad a la fe de la Iglesia. El que Mateo hubiese creado esta escena nada rebajaría de su contenido teológico universalista. El amor de Dios expresado en la parábola del hijo pródigo nada pierde por el hecho de que este hijo no haya existido nunca.
Pero parece que no habrá que precipitarse a la hora de llamar fábula a una escena por el simple hecho de que esté narrada poética mente. Un análisis minucioso muestra que hay en ella muchos datos típicamente históricos; que la cronología, la topografía, los apuntes psicológicos con que se nos describe a Herodes, las preocupaciones de la época que en ella se reflejan, son más bien indicadores de que estamos ante la narración de un episodio que el escritor considera fundamentalmente histórico, aunque luego lo elabore desde perspectivas teológicas de ideas preconcebidas.
El episodio de los magos lo cuenta únicamente san Mateo. Si lo encontráramos en Lucas podríamos ver en él una ampliación de la apertura universalista profetizada por Simeón. Pero hay dos razones que explican por qué Mateo se detiene en esta escena: la primera es su interés en subrayar la ascendencia davídica de Jesús, que le lleva a poner el acento en los acontecimientos protagonizados por José y referidos a Belén. Y otra más honda: el evangelio de Mateo -escrito directamente para los paganos que en aquel momento se convertían en Siria- tiene un interés especial en resaltar la infidelidad de los judíos y la conversión de los gentiles como algo que encajaba perfectamente en los misteriosos designios de Dios, manifestados ya en esta escena en que Jerusalén ignora, rechaza, e incluso persigue al pequeño, mientras le adoran unos magos venidos de lejanas tierras.
Quiénes eran y de dónde venían
Pero -reconociendo esta doble intención apologético del evangelista- llama la atención lo poco que insiste en esos dos datos, davídico y universalista. Es la narración directa lo que domina y está hecha con tal sencillez cronística que, aun al crítico más desconfiado, le haría pensar que el escritor quiere mucho más contar unos hechos que fabricar una moraleja. Comienza su narración diciendo simplemente que en los días del rey, Herodes llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos (Mt 2, t). ¿De dónde procedían exactamente? ¿Quiénes y cuántos eran? ¿Qué camino habían seguido? ¿Cuánto tardaron en él? ¿A qué venían exactamente? ¿Eran o no judíos? Todo son incógnitas. Un fabulista hubiera sido infinitamente más concreto. Mateo sólo lo es en la topografía (llegaron «a Jerusalén») y en la cronología («en los días de Herodes»). Todos los demás datos quedan en la penumbra y tenemos que llenarlos con hipótesis más o menos probables.
Algo podría orientarnos la palabra «magos» que Mateo usa sin más explicaciones, como dando por supuesto que sus lectores entendían. No era palabra de origen semítico, sino ario. De la raíz «mag» saldría el vocablo griego «rnegas», el latino «magnus», el sánscrito «maha», el persa «magh» y en todos los casos significaría simplemente «grande», «iIustre», sin nada que ver con el concepto moderno de magia. Primitivamente encontramos a los magos formando, en Media y Persia, una casta sacerdotal muy respetada, que se ocupaba de las ciencias naturales, la medicina, la astrología, al mismo tiempo que del culto religioso. Originariamente aparecen como discípulos de Zarathushtra (Zoroastro). Aristóteles presentará su doctrina de la eterna lucha entre el bien y el mal con victoria del primero, como «clarísima y utilísimas. Herodoto señalará su prestigio en la resolución de los problemas del Estado. Sólo mucho más tarde se les verá como dedicados a la brujería. En tiempos de Cristo entre los magos de Persia, como señala Ricciotti, estaba difundido el conocimiento de la esperanza judía en un Rey-Mesías , y es verosímil que esta esperanza extranjera fuera identificada con la esperanza persa de un «sashyant» o «socorredor» y, que algunos de entre los persas se interesaran, de un modo o de otro, por la aparición de este gran personaje.
¿Venían, pues, de Persia? Tampoco nos aclara esta duda el evangelista. Dice simplemente «de Oriente» y Oriente para los judíos de la época era todo cuanto quedaba más allá del Jordán. Los padres más antiguos -san Clemente, san Justino, Tertuliano- les hacen provenir de Arabia, basándose en que el incienso y la mirra eran productos arábigos. Pero ni el uno ni la otra se producían exclusivamente en Arabia y tampoco dice el evangelista que sus dones fueran productos de su tierra. Por ello se multiplican las opiniones. Orígenes les hace venir de Caldea y no han faltado quienes hablen de Etiopía, de Egipto, de la India y hasta de China. Tal vez por ello la leyenda haya terminado haciendo venir a cada uno de un país, como representantes de diversas razas y distintas religiones. Pero el tono evangélico hace pensar que juntos tomaron la decisión de partir y juntos lo realizaron.
Lo que evidentemente carece de toda base seria es la idea de que fueran reyes. Ni el evangelio les atribuye esta categoría, ni Herodes les trata como a tales. El que la tradición cristiana comenzara tan pronto a presentarles con atributos reales hay que verlo como una transposición de las palabras del salmo 71 los reyes de Tarsis y de las islas ofrecerán dones,- los reyes de Arabia y de Saba le traerán presentes y, aún más claramente, del conocido pasaje en que Isaías habla de que todos los de Saba vendrán trayendo oro e incienso (ls 60, 6).
¿Eran tres? Tampoco nos dice nada el evangelio sobre su número. Orígenes es el primero que habla de tres, basándose, sin duda, en que fueron tres los presentes ofrecidos al Niño. Pero la tradición primitiva fluctúa. Los textos sirios y armenios hablan de doce y san Juan Crisóstomo acepta esta cifra. En las primeras representaciones de las catacumbas encontramos dos (en las de san Pedro y Marcelino) y cuatro (en las de Domitila). Más tarde la tradición y la leyenda fijan para siempre el número de tres y buscan para esta cifra los más peregrinos apoyos (tres como la trinidad; tres como las edades de la vida: juventud, virilidad y vejez; tres como las razas humanas: semítica, camítica y jafática ... ).
¿Cómo se llamaban? De nuevo el silencio del evangelista. Silencio que ningún escritor occidental rompe hasta el siglo VII en el que, como muestra un manuscrito que se conserva en la Biblioteca nacional de París, se les llama Bithisarea, Metchior y Gathaspa. En el siglo IX se les dan ya los nombres hoy usuales de Melchor, Gaspar y Baltasar y en el siglo XII san Beda recoge estos nombres y hasta nos da un retrato literario de los tres personajes: El primero fue Melchor, viejo, cano, de barba y cabellos largos y, grises. El segundo tenía por nombre Gaspar y, era joven, imberbe j, rubio. El tercero negro, y totalmente barbado, se llamaba Baltasar. En esta visión imaginada se inspirarán durante siglos los pintores occidentales.
¿Por qué se pusieron en camino?
Pero tampoco parece que sea muy importante conocer nombre y números. Mayor importancia tendría conocer con exactitud qué les puso en camino, qué esperanzas había en su corazón para emprender tamaña aventura.
También aquí el evangelio es parco. En boca de los magos pondrá la frase
hemos visto su estrella y venimos a adorarle (Mt 2. 2) y luego nos contará que esa estrella se movía, caminaba ante ellos y señalaba el lugar concreto de la «casa» donde estaba el niño. ¿Estamos nuevamente ante una narración realista o simbólica? Durante siglos se han hecho cientos de cábalas sobre esa estrella. ¿Era un corneta como han escrito muchos, siguiendo la insinuación de Orígenes? ¿Era la conjunción de Júpiter y Saturno, que según señaló Kepler, debió producirse el año 747 de la fundación de Roma, fecha que pudo coincidir con el nacimiento de Cristo? ¿Pudo ser el corneta Halley, que apareció unos doce años antes de nuestra era? Seguimos en el camino de las hipótesis, dificultadas todas por ese clima milagroso que Mateo da a su narración con la estrella que aparece y desaparece. Más simple sería y ese mismo «clima milagroso» lo sugiere -- ver en la estrella un adorno literario y simbólico, conectado, eso sí, con el clima astrológico tan difundido en la época. Una estrella, se decía, había aparecido coincidiendo con el nacimiento del rey Mitridates. Otro astro habría anunciado el nacimiento de Augusto. Y la profecía de Balaam —«una estrella se levantará de Jacob y un cetro brotará de Israel»— hacía que muchos judíos hablaran por entonces de la estrella del Mesías. Entre los textos hallados en Qúmram hay un horóscopo del rey mesiánico esperado, lo que demuestra —como escribe Danielou - que en los círculos judíos de la época, en que estaban difundidas las creencias astrológicas al mismo tiempo que las esperanzas mesiánicas, se hacían especulaciones para determinar bajo qué astro nacería el Mesías.Vieran pues los magos una estrella especial o simplemente dedujeran del estudio de los horóscopos que algo grande había ocurrido en el mundo, lo cierto es que el hecho de ponerse en camino para adorar a este recién nacido demuestra que sus almas estaban llenas de esperanza. Esto es —me parece— lo sustancial del problema. A la misma hora que en Belén y Jerusalén nadie se enteraba del Dios que ya habitaba en medio de ellos, unos hombres guiados por signos oscuros se lanzaban a la absurda empresa de buscarle. San Juan Crisóstomo lo ha dicho con una frase audaz pero exactísima:
No se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino. Eran almas ya en camino, ya a la espera. Mientras el mundo dormía, el corazón de estos magos ya caminaba, ya avizoraba el mundo. Esperaban como Simeón, confiaban en que sus vidas no concluirían sin que algo sucediese. Simeón iba todas las tardes al templo porque esperaba, ellos consultaban al cielo, examinaban su corazón. Si la estrella se encendió o no en el cielo no lo sabemos con exactitud. Lo que sí sabernos es que se encendió en su corazón. Y que supieron verla.Nunca ningún humano emprendió aventura más loca que la de estos tres buscadores. Porque si en el cielo se encendió una estrella, fue, en todo caso, una estrella muda. ¿Cómo pudieron entender que hablaba de aquel niño esperado? ¿Cómo tuvieron el valor de abandonar sus casas, su comodidad, para lanzarse a la locura de buscar a ese niño que soñaban? La locura del Dios que se hace hombre empezaba a resultar contagiosa y los magos de Oriente fueron los primeros «apestados».
No sabemos si el camino fue corto o largo. Pero siempre es largo para todo el que avanza entre dudas y tinieblas. Quizá sólo el hecho de ser tres hizo la cosa soportable. Porque lo dificil no es creer, sino creer a solas. Una locura compartida, en cambio, es, ya de por sí, media locura.
Caminaban. A veces la fe de uno de los tres se venía abajo. O quizá más la esperanza que la fe. Y entonces eran los compañeros, los otros dos, quienes tenían que reencender la llama de la confianza.
Quizá también la gente se reía de ellos. No se ha hecho en la historia ninguna gran tarea que no fuera rodeada, a derecha e izquierda, por las risas de los «listos» de siempre. Y hay que reconocer que los «inteligentes» de entonces tenían buen motivo para reír de quienes se echaban al camino sólo porque una estrella se encendió en su cielo. O en su alma.
Debieron de sentirse liberados, cuando, al fin, Jerusalén apareció en el horizonte. Allí todo sería claro. Alguien tendría respuestas. Quizá incluso se encontrarían la ciudad ardiendo de fiestas como celebración del recién nacido.
Pero su corazón se debió de paralizar cuando les recibió una ciudad muerta y silenciosa. Algo gritó en su corazón que ahora los problemas iban a multiplicarse.
Buscando al «nuevo» rey en la corte del tirano
Porque el riesgo de la incertidumbre era menor que el que iba a presentarse. El mayor fue el de sus vidas cuando entraron en Jerusalén preguntando ingenuamente dónde estaba el nuevo rey de los judíos. Los primeros transeúntes a quienes los magos se acercaron interrogantes debieron de escucharles con espanto y huyeron, segura mente. sin abrir la boca. Aquella pregunta en Jerusalén no tenía más respuesta que la muerte.
¿El «nuevo» rey? Los judíos tenían ya uno, y dispuesto a defender su trono con dientes y garras. Por aquellas fechas en realidad Herodes va no se dedicaba a reinar. sino a defender su trono, a olfatear posibles enemigos. dispuesto el puñal para degollar a quien se atreviera a disputárselo.
Herodes —escribirá Papini— era un monstruo, uno de los mas pérfidos monstruos salidos de los tórridos desiertos de Oriente, que ya había engendrado más de uno horrible a ln vista. No exagera en este caso el escritor florentino. Hijo de un traidor, Herodes había implantado el terror en Galilea cuando sólo tenía 15 años y toda su carrera se había inscrito bajo el doble signo de la adulación y la violencia. La adulación hacia quienes eran más fuertes que él, la violencia contra quienes era capaz de aplastar Sólo tenía una pasión: el poder. Y a ella se subordinaba todo. Si su cetro se veía amenazado por alguien más fuerte que él, Herodes se convertía en el más servil de los aduladores. Si la amenaza venía de alguien a sus órdenes, Herodes se quitaba su careta y se convertía en el más sanguinario de los verdugos.
En este doble juego nunca había chocado con Roma. Oportunista y chaquetero como ninguno, siempre estuvo con el más fuerte: primero con Julio César; luego con su asesino, Casio; después con Antonio, el vengador; más tarde con su rival Octavio. Hubiera vendido a cualquiera y se vendería a sí mismo, con tal de seguir en el trono que los romanos le habían regalado.
Maquiavélico v sonriente de cara a Roma, en Palestina no tenia otro rostro que el de la fiera. Hizo ahogar a traición a su cuñado Aristóbulo. condenó a muerte a otro cuñado suyo, José. Mandó matar -comido por unos absurdos e injustificados celos - a Marianne, la única mujer que amó, entre las diez que tuvo. Asesinó después a Alejandra, la madre de Marianne y a cuantos de entre sus parientes podían disputarle el trono. El último gesto de su vida fue para mandar matar a su hijo Arquelao.
Enloquecido tras el asesinato de su esposa, como otro Otelo. había implantado el terror entre sus súbditos. Su principio era: «Que me odien, pero que me teman». Había, sí, restaurado el templo, pero se cobraba este gesto vendiendo a precio de oro el puesto de sumo sacerdote y, para estar a bien con todos, levantaba igual que el templo a Yahvé otros al emperador romano.
En estos últimos años de su vida, corroído ya por la enfermedad cancerosa que le llevaría a la tumba, vivía asediado por el miedo y la superstición. Flavio Josefo nos lo describe atormentado noche y día por la idea fija de la traición y en un estado claramente paranoico. Empeñado en seguir pareciendo joven —para estar «en condiciones de ser temido»— se teñía el cabello y vestía como un jovenzuelo.
No creía en el Mesías —ni en nada— pero su simple nombre le hacía temblar. Muy poco tiempo antes de la llegada de los magos se había corrido por Jerusalén la idea de que el Mesías, que estaba a punto de llegar, arrebataría el trono al tirano y se lo cedería a su hermano Ferora y que Bagoas sería el omnipotente ministro que jugaría de árbitro en el nuevo reino mesiánico, después de recibir del Mesías el poder de engendrar —pues era eunuco— para que su descendencia reinara en el futuro. Bastó este rumor para que Bagoas fuera ejecutado y Ferora expulsado a Perca.
La turbación de Herodes
Este es el momento en que unos cándidos magos, llegados de Oriente, preguntan en Jerusalén dónde ha nacido el nuevo rey de los judíos. Se comprende —como señala el evangelista— que Herodes se turbara y toda la ciudad con él (Mt 2, 3). Fueron dos turbaciones diferentes. Herodes porque veía surgir una amenaza más. La ciudad porque -- aunque la noticia hiciera renacer la esperanza de que alguien viniera a librarles del tirano — veían ya desencadenarse un nuevo río de sangre. Tantas esperanzas habían sido ya estranguladas, que los judíos casi preferían no esperar más, sabiendo como sabían que todas terminaban con una o muchas nuevas muertes.
La noticia no tardó mucho en llegar al trono del tirano. Herodes tenía toda una complicada red de policía y los espías del monarca —muchos y muy bien pagados— infectaban todos los ambientes privados y públicos de la ciudad.
Herodes no perdió los nervios. Rara vez los perdía. Su violencia llegaba en el momento justo y siempre iba precedida por su fría sonrisa maquiavélica. Mandó llamar a los extraños viajeros y se interesó cuidadosamente por el objeto de su viaje.
Los viajeros admiraron el palacio del monarca, sus magníficas torres construidas por gigantescos bloques de piedra de dos metros de largo por uno de espesor. Cruzaron sus jardines en los que pinos y cipreses escoltaban magníficas fuentes de caprichosos juegos de agua, cruzaron los grandes salones, los pórticos de columnas bajo los que trenzaban sus vuelos centenares de palomas (que eran la única ternura que cabía en el corazón de Herodes) y llegaron al salón, donde el rey —ya enfermo— les recibió tumbado en un diván. Les ofreció higos y uvas y les hizo muchas preguntas. Tal vez los viajeros admiraron el piadoso interés del viejo rey.
Herodes debió de admirarse de lo que los visitantes contaban: su policía no había registrado ninguna novedad en el reino durante los últimos meses. Si un rey había nacido, muy humildemente tenía que haberlo hecho para que ni un rumor llegara a aquel palacio siempre avaro de noticias que pudieran encerrar una amenaza para el trono. Además, el argumento que los extranjeros proponían no era como para preocuparse demasiado: ¡una estrella! El mundo pensó, sin duda, Herodes, está lleno de locos.
Pero de todos modos habría que obrar con cautela. Lo primero era no llamar demasiado la atención. Podía convocar el sanedrín, pero esto haría correrse la noticia. Runió sólo a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas. Nada les dijo de lo que los viajeros apuntaban. Como quien propone una cuestión teórica interrogó:
«Dónde ha de nacer el Mesías» (Mt 2, 4). Los príncipes de los sacerdotes debieron de sentir un sordo rencor al oír esta pregunta. Si Herodes hubiera sido un verdadero judío y no un advenedizo idumeo, habría sabido de sobra la respuesta. Pero callaron sus pensamientos y citaron las palabras de Miqueas: En Belén de Judá (Mt 2, 5).¿Belén? La respuesta seguramente tranquilizó bastante al tirano. No era posible que allí, a sólo ocho kilómetros de su palacio, hubiera ocurrido algo importante, sin que él lo supiera. Se trataba, sin duda, de una locura de chalados dispuestos a correr cientos de kilómetros por haber tenido una visión.
Pero, en materia de aspirantes al trono, toda cautela era poca. Tendría que investigar hasta el fondo del problema y hacerlo sin levantar sospechas, ni difundir la noticia. Conocía a su pueblo y sabía que esta idea del Mesías aunque no tuviera nada detrás podía calentar muchas cabezas. Llamó en secreto a los magos y se informó de todo.
El miedo del dictador
Las respuestas de los magos dejaron al monarca más confuso todavía. Por un lado, aquello no parecía tener base ninguna y era absurdo que el Mesías viniera en forma de niño recién nacido. Por otro, Herodes sabía que no hay enemigo pequeño y su corazón comenzó a temblar. Su corazón supersticioso comenzó a llenarse de sombras. Más incluso que cuando le habían presentado batalla otros adversarios. Los tiranos siempre han temido de manera muy especial a todo lo que se presenta bajo formas religiosas. A los otros enemigos los conocen, ven sus espadas, saben cómo defenderse de ellas. ¿Pero cómo atacar a quien valora más su alma que su cuerpo? ¿Cómo defenderse de quien enarbola sólo el arma de su espíritu?
Herodes no podía imaginarse que su corazón temeroso estaba iniciando una historia muy larga de persecuciones. Fulton Sheen lo dijo con precisión:
Los totalitarios se complacen en decir que el cristianismo es enemigo del Estado, lo cual es una forma eufemística de decir que es enemigo suyo. Herodes fue el primer totalitario que se dio cuenta de esto; comprendió que Cristo era enemigo suyo antes de que hubiera cumplido dos años. ¿Era posible que un niño nacido bajo tierra, en una cueva, hiciera temblar a los poderosos y a los reyes? Un niño meramente humano no podía provocar tal acto de violencia por parte del Estado. ¿Por qué, entonces, los soldados fueron llamados contra aquel niño judío? Seguramente porque los que poseen el espíritu del mundo abrigan odio y celos instintivos contra el Dios que reina sobre los corazones humanos.
Una vez que el miedo entró en el corazón de Herodes la sentencia ya estaba dictada: si aquel niño existía, conocería la muerte antes de que llegara a aprender a hablar.
Pero tendría que actuar con astucia. Y nada mejor que servirse de la ingenuidad de los mismos magos. Podía haber mandado con ellos una cohorte de soldados que acabasen con el pequeño, si lo encontraban. Pero había la posibilidad de que todo fuera un sueño y que los miedos del rey fueran objeto de la rechifla general. Dejaría a los magos ir a realizar su absurdo deseo de adorar al recién nacido. Ellos al regreso —que tendría que ser forzosamente pasando por Jerusalén— le informarían y así podría ir también él a llevarle el único regalo que Herodes conocía: la muerte. Debió de sentirse satisfecho al ver que los tres ilustres ingenuos se marchaban admirados de la piedad del anciano monarca.
El asombro de los buscadores
¿Qué esperaban los magos encontrar en Belén? Algo muy diferente de lo que en realidad encontraron. Su fe de aventureros había sufrido ya un duro golpe al llegar a Jerusalén. Esperaban encontrarse la ciudad en fiestas por el nacimiento del libertador. Y allí no había más que ignorancia y miedo.
Pero su fe era demasiado fuerte para quebrarse por este primer desconcierto. Y siguieron. Ya no esperaban encontrarse a un rey triunfador —esto se habría sabido en Jerusalén—. pero sí estaban seguros de que algo grande señalaría aquel niño.
Siglos antes —por el mismo camino que ellos— una reina, la de Saba, habla venido a visitar al rey Salomon y regresó impresionada de las riquezas y de la sabiduria del rey. Algo semejante encontrarían ellos.
Pero allí estaba aquel niño, fajado en pañales más humildes que cuantos conocían. Allí estaban sus padres, aldeanos incultos, malvestidos y pobres. Allí aquella cueva (o aquella casa, si es que José había abandonado el pesebre) chorreando pobreza. Ellos, nobles y grandes. acostumbrados a mirar al cielo y a visitar las casas de los poderosos, quizá nunca habían conocido pobreza como aquella. Se habían incluso olvidado de la miseria humana, de tanto mirar a las estrellas. Pero ahora la tocaban con sus ojos, con sus manos. Y aquel bebé no hablaba. No había rayos de oro sobre su cabeza. no cantaban los ángeles, no fulgían sus ojos de luces trascendentes. Sólo un bebé, un bebé lloriqueante.
Luis Cernuda ha descrito perfectamente su desconcierto:
Esperamos un Dios, una presencia
radiante e imperiosa. cuya vista es la gracia
y cuya privación idéntica a la noche
del amante celoso sin la amada.
Hallamos una vida como la nuestra, humana,
gritando lastimosa, cuyos ojos miraban
dolientes, bajo el peso del alma
sometida al destino de las almas,
cosecha que la muerte ha de segar.
El esperado... ¿podía ser... «aquello»? Disponía de estrellas en el cielo ¿y en su casa no tenia más que el olor a estiércol? Ahora entendían que en Jerusalén nadie supiera nada. Lo que no entendían era todo lo demás. Quizá habían venido también un poco egoístamente. Venían, sí, con fe. pero también. de paso, a conseguir ponerse a bien con quien iba a mandar en el futuro. ¿Y... «éste» iba a ser el poderoso vencedor? Los reyes no son así. los reyes no nacen así. ¿Y Dios'? Habían imaginado al dios tonante, al dios dorado de las grandes estatuas. Mal podían entenderlo camuflado de inocencia, de pequeñez y de pobreza.
La madre y el bebé sonreían, sí, y sus sonrisas eran encantadoras. Pero ¿qué vale en el mundo la sonrisa'? No es moneda cotizable frente a las espadas. Si éste era Dios. si este era el esperado. era seguro que venía para ser derrotado. Nacido así, no podía tener otro final que una muerte horrible, lo presentían. Incluso les parecía adivinarlo en la
mirada de la madre que, tras la sonrisa, dejaba adivinar el terror a la espada.
El verdadero Dios
Pero fue entonces cuando sus corazones se reblandecieron. Sin ninguna razón, sin ningún motivo. «Supieron» que aquel niño era Dios. «supieron» que habían estado equivocados. Todo de pronto les pareció clarísimo. No era Dios quien se equivocaba. sino ellos imaginándose a un Dio solemnísimo y pomposo. Si Dios existía, tenía que ser «aquello», aquel pequeño amor, tan débil como ellos en el fondo de sus almas. Sus orgullos rodaron de su cabeza como un sombrero volado por el viento. Se sintieron niños, se sintieron verdaderos. Se dieron cuenta de que en aquel momento comenzaban a vivir. E hicieron algo tan absurdo y tan absolutamente lógico como arrodillarse. Antes de este diá se habían arrodillado ante la necedad del oro y ante la vanidad de los violentos Ahora entendían que el único verdadero valor era aquel niño llorando.
Entendían lo que siglos después diría Jorge Guillen:
Dios no es
rey. ni parece rey,
Dios no es suntuoso ni rico.
Dios lleva en sí la humana grey
y todo su inmenso acerico.
Sí, Dios no podía ser otra cosa que amor y el amor no podía llevar a otra cosa que a aquella caliente y hermosa humillación de ser uno de nosotros. El humilde es el verdadero. Un Dios orgulloso tenía que ser forzosamente un Dios falso. Se arrodillaron y en aquel mismo momento se dieron cuenta de dos cosas: de que eran felices, y de que hasta entonces no lo habían sido nunca. Ahora ellos reían, y reían la madre, y el padre, y el bebé.
Abrieron sus cofres. Con vergüenza. De pronto, el oro y el incienso y la mirra les parecían regalos ridículos. Pero entendían también que poner a los pies del niño aquellas tonterías que le habían traído era la única manera en que podían expresar su amor.
Cuando a la noche el ángel (o la voz interior de sus conciencias) les aclaré que Herodes buscaba al niño para matarlo, no dijo nada que ellos ya no supieran. Habían entendido muy bien que ante aquel niño sólo cabían dos posturas coherentes: o adorarle o intentar quitarlo de en medio. Y Herodes no era un hombre como para caer de rodillas.
Se levantaron, entonces, en la noche y se perdieron en las sombras de la historia. La leyenda -que nunca se resigna a la profunda sencillez de la verdad- ha inventado una cadena de prodigios: los magos se habrían vuelto convertidos en apóstoles y cuando, cuarenta años más tarde, llegó hasta su lejano país el apóstol Tomás encontró que, allí, ya se veneraba a Cristo. Encontró, incluso, a los reyes magos y les consagró obispos en su altísima ancianidad. Pero ¿acaso los magos necesitaban obispados y predicaciones y gestas? En realidad, el día que partieron de Belén ellos habían cumplido ya su vida y entraron en la oscuridad como cae una fruta madura. Con las pocas líneas que el evangelista les dedica, habían realizado ya en plenitud su tarea: ser los primeros que vivieron la locura evangélica que acepta como lógico el ponerse en marcha tras una estrella muda (que dice todo porque no dice nada) y el arrodillarse ante un Dios que acepta un pesebre por trono.
Tampoco María durmió bien aquella noche. Se sentía
feliz al ver que lo anunciado por Simeón comenzaba a cumplirse: su hijo empezaba
a ser luz para las gentes. Pero tuvo miedo de tanta alegría. Algo le decía que
aquella misma noche iba a conocer el cruel sabor del filo de la espada.