7 La primera sangre


Sólo cinco líneas dedica san Lucas a la escena que sigue al nacimiento. Y los demás evangelistas ni la citan, probablemente dándola por supuesta. Y, sin embargo, ocurren en ella dos hechos importantes: la circuncisión y la imposición del nombre de Jesús. Y se añade un dato simbólico emotivo: el Pequeño derrama su primera sangre.

Más importancia le han dado los pintores que han llevado cientos de veces a sus telas la circuncisión, pero mezclada, en muchos casos. con la escena de la purificación de María —sucedida un mes más tarde, en realidad— de donde puede que venga la confusión que muchos cristianos tienen entre ambos momentos de la vida de Cristo.

Tuvo lugar la circuncisión a los ocho días justos del nacimiento y aquella fecha fue, sin duda, importante para María y José. Aquel día entraba oficialmente su hijo en alianza con Dios; con aquella sangre derramada se constituía en heredero de las promesas hechas a Abrahán.

Para un judío de la época. la circuncisión era lo que hoy es el bautismo para una familia de creyentes. El rito no tenía origen rigurosamente hebreo (antes que ellos los madianitas lo usaban como rito de iniciación al matrimonio y los egipcios como signo de la entrada de un muchacho en la pubertad) pero sólo los judíos le dieron sentido religioso primero y profundidad teológica después.

El Génesis nos cuenta (17, 10) cómo ordenó Dios a Abrahán la circuncisión como signo distintivo de los varones del pueblo escogido y como sello de la alianza concluida entre el mismo Dios y el patriarca: «Este es mi pacto que guardaréis entre mí y vosotros y entre la descendencia después de ti: circuncidad todo varón, circuncidad la carne de vuestro prepucio y ésta será la señal de mi pacto entre mi y vosotros».

Este era —y es aún hoy— el signo visible de agregación al pueblo judío, el sello físico de la alianza. Ser llamado «incircunciso» era para un judío el más grave y grosero de los insultos. El no circuncidado. para el judío, era como si no existiese. un hombre incompleto. En cambio un esclavo circuncidado podía —como cuenta Ex 12-44— participar libremente en la cena pascual.

Durante siglos la circuncisión fue un simple rito mágico que aseguraba —con su simple existencia física— la salvación. Será el profeta Jeremías quien le dará un sentido espiritual y comenzará a hablar de la circuncisión del corazón (Jer 4, 4 y 6, 10) planteando a sus contemporáneos la necesidad de una conversión del corazón para ser verdaderos hijos de Abrahán.

Serán los años del exilio quienes mejor harán descubrir a los judíos la importancia de la circuncisión. Todos los pueblos perseguidos acentúan todo aquello que les separa de sus perseguidores. En su humillación los hebreos profundizarán en lo que es su único bien: la pertenencia a la posteridad de Abrahán y la certeza de que de ese tronco elegido saldrá el Salvador, un circuncidado como ellos.

La persecución de Antíoco Epifanes --167 años antes de Cristo pondrá a prueba la fe del pueblo judío en la circuncisión. Prohibida por Antíoco algunas mujeres sufrirían la pena de muerte por haber circuncidado a ocultas a sus hijos. mientras que algunos jovenzuelos renegados procuraban borrar los vestigios de la circuncisión para poder frecuentar los gimnasios sin recibir burlas (1 Mac 1, 14 y 15, 63).

La circuncisión tenía, así, en la época de Cristo una importancia enorme, hasta el punto de ser considerada junto con la celebración del sábado uno de los dos pilares del judaísmo. Los sabios judíos la valoraban, a veces hasta extremos ridículos. Un apócrifo palestino de unos cien años antes de Cristo afirmaba, por ejemplo, que los ángeles en el cielo estaban circuncidados. Y la tradición rabínica aseguraba que en el otro mundo el padre Abrahán se colocaría a la puerta de la Gehenna (infierno) para no permitir que descienda a ella ningún circunciso. ¿Y si se presentaba ante él algún judío cargado de peca dos? Abrahán, entonces, borrará milagrosamente de su cuerpo las señales de la circuncisión. Sólo así podrá entrar en la condenación.

Pero, aparte estos excesos. la circuncisión era, para los judíos piadosos, una gran fiesta, alegre y emotiva. Lo fue también, sin duda. para María y José.

La costumbre pedía que siete días después del alumbramiento, a la caída de la tarde, los amigos y parientes se reunieran en la casa del recién nacido, iluminada con velas y candelabros. Durante la cena —compuesta de habas y guisantes— se salmodiaban oraciones y se estudiaba la Thora, la ley, hasta la media noche.

La ceremonia de la circuncisión tenía lugar por la mañana del día octavo y podía hacerse en la misma casa de los padres era lo más corriente o en la sinagoga del lugar. Los testigos debían ser al menos diez. En la sala se colocaban dos sillas; una para el padre del recién nacido, otra, que permanecía vacía, para el profeta Elías que presidía espiritualmente el acto.

La costumbre antigua pedía que la circuncisión la hiciera el mismo padre del niño, pero en la época de Cristo esta tarea solía encomendarse a un especialista, llamado «mohel» que no tenía por qué ser forzosamente rabino o sacerdote. Este rápidamente, con arte de cirujano   cortaba, con un cuchillo de sílex, la carne del bebé, arrancaba la membrana, secaba el acceso de sangre y cubría la herida con un ungüento hecho de vino, aceite y comino.

Durante la ceremonia se decían las frases que aún hoy se dicen en las familias judías.

El «mohel» dice: Alabado sea el que nos santificó por sus mandamientos y nos ordenó la circuncisión.

El padre del niño añade: Alabado sea el que nos santificó con .sus mandamientos y nos ordenó introducir a este hijo en la alianza de nuestro padre Abrahán.

Los asistentes concluyen: Como él entró en la alianza, así puede entrar también en la ley.

Luego todos entonaban un canto de bendición. Y pronto la alegría religiosa se fundía con la de un nuevo banquete.

¿Fue así la circuncisión de Cristo? Muy parecida, seguramente. La tradición pictórica cristiana ha situado siempre la escena en un templo de hermosas columnas. Nunca se pintó en el portal. Sólo Goya eligió como fondo para la escena un bosque de pinos. ¿Proviene ese ambiente de columnas de una confusión con la purificación? Probablemente, pues si es posible que la circuncisión se realizara en la sinagoga, lo seguro es que, en este caso, la Virgen no estuvo presente, pues la mujer no podía pisar el templo hasta transcurridos cuarenta días del parto.

La tradición poética se inclina a colocar la circuncisión en la sinagoga o el templo, porque «el pesebre no era lugar digno». Valdivielso, en su vida de Cristo, lo contará así:

Aunque en el portalejo mal labrado
circuncidarse al niño Dios pudiera,
pareció que no estaba ataviado
con la decencia justa que debiera.

Puede que hubiera otras razones más sólidas y verosímiles: el ser María y José dos desconocidos en Belén; el no contar con los diez amigos que eran necesarios como testigos para la ceremonia; el no tener José los instrumentos y ungüentos necesarios... Quizá no sea usar indebidamente la imaginación si pensamos que esta circuncisión de Jesús se hizo de prestado en la sinagoga... como se hacen hoy en nuestras parroquias algunos bautizos de hijos de soltera, con el sacristán y la sillera haciendo de padrinos. Los pastores se habían ido ya. La «maravilla» por lo que éstos habían contado habría pasado ya. José tomaría el niño bien fajado en sus lienzos. «Vuelvo enseguida» diría a María. Pediría permiso al rabí encargado de la sinagoga para utilizar los instrumentos de circuncidar. El rabino distinguiría en él —con una sonrisa al padre novato y se dispondría a ayudarle. Jamás podría imaginarse que aquellas gotas de sangre que resbalaron sobre la mesa   y aquellas lágrimas del niño eran el primer paso
para el sacrificio del Cordero.


Nuestro Dios es un judío

Jesús —comenta Jim Bishop— era ya un niño judío. Tenemos miedo a esta afirmación. Leon Bloy la formuló aún más tajantemente: Nuestro Dios es un judío. Aquel niño estaba asumiendo en sus hombros toda la historia de una raza ensangrentada. Perseguida antes de él; perseguida también —¿era por esto por lo que lloraba?— después de él. No «en su nombre», pero sí con abuso de su nombre. Sí, fue un judío. Era un judío —escribirá Rabi Klausner— y siguió siéndolo hasta
el último suspiro.

Ahora estaba allí, sobre el altar, sin poder hablar. O hablando con su sangre. Dignificando la circuncisión al aceptarla y, al mismo tiempo, abriendo los cauces de una alianza más ancha. Ni José, ni el rabino que le ayudaba podían siquiera soñar cuántas incomprensiones surgirían en torno de este niño. Su pueblo —el mismo que ahora le recibía en la circuncisión— le rechazaría, en gran parte, como traidor a esa cultura y esa sangre que hacía totalmente suyas al circuncidarse. Y discípulos de este niño mancharían sus manos con sangre judía, esta misma sangre que el niño derramaba ahora. Lloraba, ¿cómo no iba a llorar él, que hubiera querido ser —en frase de Martin Buber— el hermano universal que tiende la mano a derecha e izquierda, y a los judíos por un lado a los cristianos por otro?


Un niño llamado «salvador»

El «mohel» preguntó a José cómo iba a llamarse el niño y el padre respondió que Jesús. Seguramente el «mohel» sonrió ante aquella idea un poco absurda de poner por nombre «Salvador» a un pequeño nacido en tanta pobreza y debilidad. Pero era el padre quien decidía y prefirió callarse.

El nombre era algo muy importante para los judíos. Una persona no existía si no tenía nombre. El nombre no se elegía además por simple capricho: trataba de significar un destino y, de hecho, después influía en el carácter de quien lo llevaba, como un lema que le hubieran impuesto realizar.

Era el padre quien elegía el nombre. En los más de los casos lo tomaba del viejo fondo tradicional judío: nombres de patriarcas (Jacob, José), de profetas (Elías, Daniel) de héroes nacionales (Simón, Judas, en recuerdo de los macabeos). En muchos casos eran nombres que contaban con las raíces «Ya» o «El» alusivas a Dios. Otros nombres estaban tomados de la misma naturaleza: Raquel (oveja), Débora (abeja), Yona (paloma), Tamar (palmera). Tampoco faltaban nombres de raíces extranjeras: Marta o Bartolomé tenían origen arameo; Felipe, Andrés o Esteban eran nombres que venían del griego; y no faltaban nombres romanos como Rufus o Niger.

El nombre de Jesús no había sido elegido por José, sino transmitido por el ángel. Y ningún nombre como el suyo era tan vivo signo de un destino. «Jesús» es la forma griega del nombre hebreo de Josué, abreviatura a su vez del verdadero nombre Yahosúah. En tiempos de Cristo este nombre se pronunciaba Yeshúah en la zona de Judea y Yeshú en el dialecto galileo.

Por entonces era un nombre corriente. Flavio Josefo cita otros 20 Jesús contemporáneos de Cristo. Entre ellos hombres tan diversos como Jesús, hijo de Damnee, nombrado sumo sacerdote el año 62 por Herodes Agripa, y Jesús, hijo de Saphas, bandolero y jefe de la resistencia judía el año 67.

Pero sólo uno, el hijo de José (este era el único apellido que entonces se usaba: el nombre del padre) realizó en plenitud lo que su nombre significaba: «Dios salva», «Yahvé es el salvador». Este niño inerme, que ahora lloraba bajo el cuchillo circuncidador, iba a cambiar el mundo y a salvar al hombre. ¿Quién lo hubiera pronosticado? ¿Quién habría podido imaginar que, treinta años más tarde, ese mismo nombre que su padre acababa de imponerle, lo escribiría Pilato en la tablilla que, ensangrentada, explicaría sobre la cruz el porqué de su condena a muerte? Con sangre empezaba este nombre, con sangre concluiría y se realizaría.

Cuando José regresó con el niño y lo puso sobre las rodillas de María, ella pronunció por primera vez esa palabra: «Jesús». Lo recordaba muy bien; el ángel había dicho: Concebirás un hijo y le pondrás por nombre Jesús (Lc 1, 31). Y había dicho más, había explicado el porqué de ese nombre: Será grande } .será llamado hijo del Altísimo. Reinará en la casa de Jacob eternamente y su reino no tendrá fin (Lc 1, 32). Recordaba las palabras temblando, allí en la gruta abierta a todos los aires. Temblando al ver aquella sangre que manchaba los pañales y que no tenía olor a reinos ni a victoria. Tenía miedo. No a que todo aquello fuera un sueño, sino a que aquella salvación fuera verdad. Sabía que salvar era hermoso, pero también que nunca se salvaba sin sangre. Por eso temblaba al pronunciar el nombre de Jesús.


Una espada en el horizonte

Después de la circuncisión del niño todo regresó a la normalidad. María y José decidieron quedarse en Belén, al menos por algún tiempo. Tenían que acudir al templo de Jerusalén cuando se cumplieran los cuarenta días del parto, y no era natural que regresaran a Nazaret para rehacer el camino un mes después.

¿Seguían viviendo en la gruta donde nació el niño? Es bastante probable. Las casas en que vivían los betlemitas no eran mucho mejores y José no debía de tener mucho dinero para permitirse el lujo de buscar extraordinarios. Un albañil-carpintero como era José pudo muy bien adecentar la gruta con piedras y maderas hasta hacerla aceptable para vivir.

Y nada ocurrió en aquel mes. No hubo ángeles, ni milagros. José conseguiría en Belén trabajos tan eventuales y grises como los que hacía en Nazaret. Y María sería una madre más que dedicaba todas las horas del día a su pequeño: a bañarle, lavar sus ropas, mecerle arrullarle. Y a pensar. Quizá María y José no hablaban mucho de cuanto les había sucedido. Cosas tan altas daban pudor. Pero pensarían en ellas sin descanso. Y nunca acabarían de entenderlas.

María y José eran felices. Quejarse de la pobreza les hubiera parecido simplemente ridículo, cuando se sentían tan llenos de gozo. Mas este gozo no era pleno. O mejor: era pleno, pero tras él se veía un telón de fondo que anunciaba que no duraría siempre. El misterio gravitaba sobre ellos y tenían muchas más preguntas que respuestas: ¿Qué iba a ser de aquel niño? ¿Cómo iba a realizarse aquella obra de salvación para la que estaba destinado? ¿Por qué algo tan grande había empezado tan apagadamente? Y, sobre todo. ¿qué papel iban a jugar ellos en aquella empresa? ¿Qué se les pedía? ¿Qué se esperaba de ellos? Las preguntas giraban en torno a su corazón. Pero no encontraban respuesta.

Así fue como, un mes más tarde, se pusieron en camino hacia Jerusalén, sin sospechar que allí comenzarían a aclararse algunas cosas y sin imaginar que esa respuesta iba a presentarse desgarradora.


La purificación de la Purísima

La ley mandaba que cuarenta días después del alumbramiento de un niño (o después de ochenta, si se trataba de una niña) las madres hebreas se presentasen en el tempo para ser purificadas de la impureza legal que habían contraído. No es que los hebreos pensasen que una madre «pecaba» dando a luz un hijo, pero evidentemente una visión pesimista del mundo del sexo había influido en ver en el parto una impureza legal que durante cuarenta días impedía a la recién parida tocar cualquier objeto sagrado o pisar un lugar de culto.

Los comentaristas cristianos han hecho a lo largo de los siglos un gran esfuerzo para convencernos de la lección de humildad que nos dio María al someterse a una purificación que evidentemente no necesitaba. ¿De qué iba a purificarse la que era inmaculada? Pero, en rigor, desde el punto de vista moral ninguna madre necesitaba entonces, ni ha necesitado nunca, de purificación alguna por el hecho de dar a luz un niño. Al contrario: san Pablo llegará a decir, con aguda intuición, que la mujer se salvará por ser madre (1 Tim 2, 15). Nada puede purificar tanto como una colaboración consciente en la obra creadora de Dios.

Digamos, pues, sencillamente que María aceptó algo que. por un lado, era costumbre del pueblo al que pertenecía; y algo que, por otro, era un signo de sumisión a la grandeza de Dios, un signo confuso de un amor verdadero. Más tarde su hijo purificaría la ley; pero, mientras tanto, ella la cumplía con sencillez y sin ver nada extraordinario en el hecho de cumplirla.

Bajaron, pues, a Jerusalén. Rehicieron el camino que cuarenta días antes habían andado portando ella en su seno a quien ahora llevaba en brazos. Iban alegres. Ir al templo era siempre un gozo para todo judío creyente y esta alegría se multiplicaba en ellos, al pensar que llevaban a la casa de Dios a aquel pequeño que tanto tenía que ver con él.

Los alrededores del templo burbujeaban de gente: aburridos que iban a matar allí su curiosidad, mendigos que tendían la mano entre gritos y oraciones, camellos tumbados que movían los cuellos soñolientos y, sobre todo, mercaderes que vendían y compraban al asalto de ingenuos a quienes engañar. Las gentes con las que se cruzaban en el camino o en las calles no tenían rostros amigos. En la Palestina de entonces no se consideraba apropiado cambiar saludos por las calles y, cuando dos personas se hablaban, apartaban los ojos del otro interlocutor, pues se consideraba inmodesto mirar fijamente a otra persona. Además ¿quién iba a fijarse en aquella joven pareja de pueblerinos que tenían aspecto de pisar por primera vez la ciudad?

Sólo los mercaderes les tentarían con sus ofertas, sabedores de que probablemente necesitarían corderos o palomas para la oferta que tenían que hacer, tal y como lo demostraba el pequeño que ella llevaba en brazos.

El profeta Ageo, cuando se construyó este templo, mucho más pobre que sus predecesores (Esd 3, 12) había animado a sus contemporáneos anunciando la importancia de lo que construían: Vendrá el Deseado de todas las gentes e henchirá de gloria este templo. Mayor será la gloria de este nuevo que la del primero. Y la gloria estaba allí, pero no el brillo. La gloria sí, con aquel niño, el templo estaba siendo invadido por una presencia de Dios como jamás el hombre habla soñado. Pero aquel era un sol eclipsado en la figura de un bebé. Y quienes sólo veían con los ojos, no vieron.


Dos palomas

La purificación que mandaba el Levítico se cumplía por la madre, después del rito del «sacrificio perpetuo» en el que, meses antes, se produjo la visión de Zacarías. María dejó al niño en brazos de José (sonreía al ver lo mal que se apañaba para tenerlo en brazos) y entró sola en el atrio de las mujeres. Se colocó en la grada superior de la escalinata que conducía desde este atrio al de Israel, cerca de la puerta llamada de Nicanor. Junto a María había otras muchachas, jóvenes muchas y alegres todas como ella. Apenas se atrevían a mirarse las unas a las otras, pero todas sabían que compartían el orgullo de ser madres recientes. Estaban seguras de que todas las demás mujeres que las contemplaban 15 escalones más abajo- las miraban con envidia, sobre todo aquellas que aún no hubieran conocido la bendición de la maternidad.

Ante María estaban las inmensas trompas que abrían sus bocas, como gigantescos lirios, para recibir las ofrendas. En una de ellas depositó dos palomas. Era la oferta de los pobres. Las mujeres de mejor posición ofrecían un cordero. Pero María no se sentía humilla da de ser pobre. Una pareja de tórtolas costaba dracma y medio, día y medio de trabajo de un obrero. Un cordero hubiera costado el fruto de siete días de trabajo: demasiado dinero para ellos, que ya se habían visto mal para reunir los cinco siclos que luego tendrían que ofrecer como «rescate» por su hijo. No, no le humillaba ser pobre. Tampoco le enorgullecía; simplemente pensaba que, si Dios había hecho las cosas como las había hecho, sería porque le gustaba la pobreza. (Verdaguer lo diría siglos más tarde con ternura emocionada: Nuestro Señor Jesucristo / quiere tanto la pobreza / que, no hallándola en el cielo, / vino a buscarla a la tierra).

Fue entonces cuando los levitas encargados del servicio llegaron, precedidos por el humo del incienso, hasta el grupo de mujeres que esperaban. Rociaron a las recién paridas con agua lustral y rezaron oraciones sobre ellas y sus hijos. Luego el oficiante tomó una de las aves ofrecidas y de un solo tajo cortó el cuello sin terminar de desprender la cabeza. Con su sangre (María tembló, no sabía por qué, al verla) roció el pie del altar. Luego arrojó el cuerpo del ave sobre las brasas del altar de bronce. Las mujeres bajaron después las quince escaleras. Y todas se sentían más alegres y como aliviadas de un peso.


El rescate del primogénito

María regresó adonde le esperaban José y el niño. Algo dentro de ella le explicaba que lo que ahora iba a hacer era mucho más importante que lo que acababa de realizar, aunque sólo fuera por el hecho de que la segunda ceremonia tenía a su hijo como protagonista. Tenía que «rescatarlo».

En el Éxodo estaba escrito:

Y el Señor dijo a Moisés: declara que todo primogénito me está consagrado. Todo primogénito de los hijos de Israel, lo mismo hombre que animal, me pertenece. Rescatarás a todo primogénito entre tus hijos. Y cuando te pregunte qué significa esto, tu le responderás: el Señor nos sacó, con mano fuerte, de Egipto, morada de nuestra esclavitud. Como el faraón se empeñaba en no dejarnos partir. Yahvé hizo perecer a todos los primogénitos de Egipto, tanto ehtre los hombres como entre las bestias. Por eso inmolo yo a Yahvé todo animal primogénito y rescato al primer nacido entre mis hijos (Ex 13, 1-16).

Los primogénitos eran así, la propiedad de Dios, una especie de signo permanente de la salvación de Israel, un memorial de la pascua. En rigor los primogénitos hubieran debido dedicar su vida entera al servicio de Dios. Pero eran los miembros de la tribu de Leví los que «cubrían» este servicio en representación de todos los primogénitos de todas las tribus que debían pagar un precio por este «rescate».

María intuía un gran misterio en esta ceremonia. Sabía que, si todo primogénito era propiedad de Dios, este hijo suyo lo era más que ninguno. Todas las madres comienzan pronto a sospechar que sus hijos no son «propiedad» suya, pero se hacen la ilusión de que lo serán al menos durante unos pocos años. Luego los verán progresiva mente alejarse, embarcados en su libertad personal. María debió de comprender esto mejor y antes que ninguna otra madre. Aquel hijo no sería «suyo». La «desbordaba» como persona y pronto su misión se lo arrebataría del todo. Ella le había dado a luz, pero apenas entendía cómo podía haber estado en su seno. Ana, la madre de Samuel, el día en que Dios hizo florecer su esterilidad, exclamó: Yo cedo al Señor todos los días de la vida de este niño (Sam 1, 28). María, en realidad, no podía dar ni eso. Su hijo no era suyo, era infinitamente más grande que ella ¿cómo podía dar lo que siempre había sido de Dios?

Max Thurian, de la comunidad de Taizé, dirá con precisión de teólogo:

María era en aquel momento figura de la madre iglesia que un día y todos los días se sentirá llamada a presentar el cuerpo de Cristo, en la eucaristía, como signo memorial de la redención y la resurrección. María no puede, en este momento, ofrecer a Dios más que lo que él le ha dado en la plenitud y gratuidad de su amor. Como la iglesia, que dirá en su liturgia eucarística: «Te ofrecemos de lo que tú nos has dado». Las manos de María y de la iglesia están vacías: sólo Dios puede llenarlas de Cristo para que le ofrezcan a este mismo Cristo, su salvador, mediador e intercesor.

Así avanzaba María, hacia aquel misterio cuya simbología no podía entender, pero confusamente presentía. Iba a rescatar a su hijo, pero sabía que, después de hacerlo, su hijo seguiría siendo total y absolutamente de Dios. Ella lo tendría en préstamo, pero sin ser nunca suyo. Poseer aquel hijo era como poseer una cordillera, inmensa ante nuestros ojos.

José llevaba en la mano cinco siclos de plata, ése era el precio del rescate. El ciclo era la moneda sagrada. En la vida común se usaba el dracma griego y el denario romano, pero en el templo era la tradicional moneda judía la única que tenía valor. Cinco siclos eran para ellos mucho dinero: veinte días de trabajo de José. Y con tantos viajes José no había podido trabajar mucho últimamente. Pero el precio les parecía pequeñísimo para rescatar a su hijo. (Tal vez se les habrían saltado las lágrimas si hubieran sabido que ellos ahora le «compraban» por cinco siclos y que alguien le vendería por treinta, años más tarde).


Un anciano de alma joven

Avanzaban hacia el sacerdote cuando ocurrió la escena que cuenta el evangelista Lucas: un anciano, llamado Simeón, se acercó a María y, como si la conociese, le tomó el niño en los brazos y estalló en un cántico de júbilo reconociendo en él al salvador del mundo.

La escena nos desconcierta. En un primer momento pensamos que es la clásica leyenda que coloca en la vida de todos los hombres ilustres a una viejecita o un viejecito que el día de su bautismo pronostica que será obispo o papa. O acaso pensamos sin atrever nos a ver pura leyenda en la escena ¿se trata de una presentación literaria de la expectación de Cristo simbolizada por el evangelista en este anciano piadoso? ¿No resulta demasiado teológico el cántico de Simeón, no estaremos ante un cántico típicamente litúrgico de la comunidad primitiva y puesto por Lucas en el comienzo del evangelio como una proyección de la fe de los cristianos para quienes escribía?

Muchos exegetas modernos zanjan sin más esta cuestión con una simple explicación simbólica. Es posible. Pero, en todo caso, hay que añadir que el dibujo que Lucas hace de Simeón es perfectamente coherente con la espiritualidad de muchos judíos de la época. Incluso puede verse en Simeón un resumen de la visión religiosa sadocita que han descubierto los manuscritos de Qumran. Dos cosas subraya en Simeón el evangelista: que era judío observante y que esperaba la consolación de Israel (Le 2, 25). Estos dos datos la estricta fidelidad a la ley y la anhelante y gozosa espera mesiánica caracterizan la comunidad religiosa que hoy llamamos de Qumran. Las mismas expresiones le había sido revelado por el Espíritu santo que no vería la muerte antes de ver al Ungido del Señor (Le 2, 26), son mucho más representativas del judaísmo contemporáneo a Cristo que de la primera comunidad cristiana que habría hablado más bien del «Cristo Señor» que de «el Ungido del Señor». Incluso podría pensarse que este Simeón de que habla Lucas fuese el personaje que, con el mismo nombre, se cita como hijo del rabino Hillel en el Talmud. Ambos esperan la inminente venida del Mesías, ambos respiran el mismo clima espiritual.

Habría que pensar, pues, con Danielou que Lucas parte del hecho histórico del encuentro con Simeón en el templo, aun cuando pueda aceptarse que las frases proféticas dichas por Simeón son luego redactadas por el evangelista en un sentido litúrgico sobre el que se proyecta la fe de toda la Iglesia posterior a pentecostés.

Estamos, pues, ante una narración cargada de un densísimo contenido teológico.

Simeón era un anciano, era casi el paradigma del verdadero anciano que vive en la esperanza. Escribe Fulton Sheen:

Era como un centinela al que Dios hubiera enviado para vigilar la aparición de la luz. No era como el anciano del que nos habla Horacio: no miraba hacia atrás, sino hacia adelante y no sólo hacia el futuro de su propio pueblo, sino al futuro de todos los gentiles, de todas las tribus y naciones de la tierra. Un anciano que, en el ocaso de su vida, hablaba de la promesa de un nuevo día.

No hay, desgraciadamente, muchos ancianos así. Los más se jubilan de la vida mucho antes de que les jubilen de sus empleos. Otros, cuando les jubila la sociedad, se arrinconan en el resentimiento y la amargura y se dedican a no dejar vivir a un mundo que no les permite seguir siendo los amos.

Pero hay también ancianos en los que la alegría se enciende al final de su vida como una estrella. Nuestro siglo ha tenido la fortuna de conocer algunos de estos grandes, magníficos ancianos. Un Juan XXIII que se «encendió» cuando la vida parecía que había concluido para él, podría ser una especie de Simeón moderno.

Sólo se enciende la luz para quien la ha buscado mucho. Simeón llevaba muchos años buscándola. Había envejecido en la espera, pero no había perdido la seguridad de que la encontraría. Día tras día iba al templo. «Sabía» que no se moriría sin ver al deseado.

Por eso aquel día estalló de júbilo su corazón. Ahora ya podía morirse contento (Lc 2, 29). Sus ojos habían visto al Salvador, su vida estaba llena, completamente llena.

Pero no se limitó al estallido de alegría. Anciano como era, se convirtió en profeta. Y con sus palabras descorrió varias de las cortinas que cubrían los secretos que María y José no lograban comprender.


El enorme destino del pequeño

El primer gran descubrimiento fue el de que su hijo había venido a salvar no sólo al pueblo de Israel, sino a todos los hombres. El ángel en la anunciación había hablado sólo de un Mesías que reinaría en la casa de Jacob (Le 1, 33). Los ángeles que habían cantado en Belén hablaban de paz a los hombres bienamados de Dios (Le 2, 15), frase que un israelita fácilmente interpretaba como exclusiva para el pueblo elegido. Ahora Simeón habla de que este niño trae la salvación para «todos» los pueblos. Dice también que será gloria de tu pueblo, Israel (Lc 2, 32), pero pone esto en segundo lugar, después de decir que será luz para todos.

El corazón de María y José debía de estallar de alegría. En primer lugar porque las palabras de aquel anciano volvían a asegurarles que Dios no les abandonaba, a pesar del silencio del mes que habían vivido sin ángeles ni luces celestes. En segundo lugar por las cosas que el anciano decía de su Hijo y que les enorgullecían mucho más que si les hubiera cubierto de elogios a ellos.

Pero el anciano siguió hablando, y ahora para descorrer una cortina dolorosa:

Mira, este niño está destinado
a ser la caída y la resurrección de muchos en Israel,
a ser signo de contradicción.
Y una espada traspasará tu alma
,
y quedarán al descubierto
los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 34-35).

La alegría debió de helarse en el corazón de María. Algo de esto ya lo había intuido ella, pero, hasta ahora. todos los anuncios eran jubilosos. El ángel había dicho que su hijo seria el Rey-Mesias. Simeón ahora añadía que seria también el «servidor-sufriente» profetizado por Isaias. Era el segundo rostro del Mesías anunciado, el rostro que el pueblo de Israel prefería ignorar.

Ahora se lo decía Simeón, sin rodeos, a Maria. Su hijo sería el Salvador, pero sólo de aquellos que quisieran aceptar su salvación. Sería resurrección para unos y para otros ruina. Ante él, los hombres tendrían que apostar, y muchos apostarían contra el. Sería alegría y tragedia, ruina y resurrección, salvación y condena. Ante el, los pensamientos de los hombres quedarían al descubierto: estarían a su favor o en su contra, con su luz o, contra él, con la tiniebla. Pero no dormidos, pero no neutrales. Su hijo dividiría en dos la historia y en dos las conciencias.

Y Maria estaría en medio. Casi diríamos que Simeón fue cruel con aquella jovencísima madre. ¿Por qué anticipar el dolor? Una tristeza esperada veinte años son veinte años de tristeza. Ya llegaría la sangre cuando tuviera que llegar: ¿por qué multiplicarla, anticipándola? Ya nunca podría contemplar serena a su niño. Al ver su carita rosada contemplaría en ella un rostro de adulto. desgarrado de golpes y ensuciado de salivazos. Al clavar Simeón una espada en el horizonte de su vida. la había clavado en todos y cada uno de los rincones de su alma. ¿Por que esta crueldad innecesaria?

Tendremos que profundizar en el sentido de esa espada, que es mucho mas que un dolor físico o el miedo a un dolor físico. Lucas usa para denominarla una palabra muy concreta: «ronfaia". una espada de agrandes dimensiones. terrilicante. Pero, significativamente, esta palabra no volverá a usarse ya en todo el nuevo testamento más que en el Apocalipsis y aquí, cinco de las seis veces que aparece, para simbolizar la palabra de Dios.

Se trata, pues. de mucho mas que de un dolor físico o de la compasión que sentirá un día por su hijo. Dejemos de nuevo la palabra al teólogo Max Thurian:

La espada de la que se habla aquí no es otra cosa que la palabra viva y eficaz que revela la profundidad y juzga los corazones. La espada que traspasará su alma es la palabra de Dios viva y eficaz en su dijo. Para María esta palabra viva de Dios es su hijo, toda su vida y su misión, todo lo une él es y representa como Mesías, hijo de Dios, varón de dolores. Puesto que ella ha aceptado la maternidad divina, debe llevar a cuestas en su vida todas las consecuencias. La realidad del sufrimiento de su hijo penetrará en ella como una prueba de la fe en su misión mesiánica. La espada de le palabra de Dio; revelará los pensamientos de su corazón. jzuzgará su fidelidad y probará su fe. Tambiénn en esto será María figura de Ia iglesia, de la comunidad de creyentes probados en su fe por el sufrimiento. Su victoria sobre la fe será aceptar la cruz en la vida de su hijo. María tendrá que vivir, como todos los cristianos, la palabra de san Pablo: completar «en su carne» lo que falta a la pasión de Cristo. Nada faltaba a la pasión de Cristo en él mismo. A Cristo le faltaba sufrir «en» Maria.

¿Entendió María todo esto al oír al anciano? Probablemente no, pero las palabras quedaron en ella y fueron calando dentro al mismo tiempo que la espada crecía. Ahora empezaba a entender el sentido de su vida y lo que de ella se esperaba. No sólo la alegría que había creído vislumbrar en las palabras del ángel. También la alegría, sí, pero además este dolor. Dios quemaba. Era luz, pero fuego también. Y ella había entrado en su órbita, no podía dejar de sentir la quemadura. Iba entendiendo que su vida no era una anécdota, que el eje del mundo pasaba por aquel bebé que dormía en sus brazos. Pagaría por él cinco siclos y un millón de dolores.

No dolores suyos, no. No eran estos los que la preocupaban. Eran los de su niño los que le angustiaban. ¿Es que realmente era necesario, imprescindible? ¿No podía salvar a los hombres sin dejar su sangre por el camino? ¿No podía ser un gran abrazo esta salvación que comenzaba? ¿Todos los hombres tendrían que apostar arriesgada mente y su hijo, además, perdería su apuesta o la ganaría pagándola con su vida?

Era duro de aceptar. Le hubiera gustado un Dios fácil y sencillo como era su vida, un Dios dulce y bondadoso. Pero no podía fabricarse a su capricho una salvación de caramelo. Si había tanto pecado en el mundo, salvar no podía ser un cuento de hadas. ¡Y tendría que pagarlo su hijo!

Recordó sus sueños de niña, sus proyectos de una vida en los brazos de Dios, sin triunfos y sin sangre. Y ahí estaba. Una sangre que no lograba entender que le dolía aceptar porque era la de su hijo.

Obedecer, creer: le habían parecido dos verbos fáciles de realizar. Ahora sabía que no. Volvió la vista atrás y contempló sus quince años como un mar en calma. Ahora entraba en la tempestad y ya nunca saldría de ella. No sabía si viviría mucho o poco. Pero sí que viviría siempre en carne viva.

Regresaron a Belén silenciosos. El camino se hizo interminable. De vez en cuando escrutaba el rostro del pequeño dormido. Pero nada nuevo percibía en él. El rostro de un niño, sólo eso. Un niño que dormía feliz. Pero ella, en realidad, no veía ya su rostro. Sólo veía la espada en el horizonte. Una espada que estaba allí, enorme y ensangrentada, segura como la maldad de los hombres, segura como la voluntad de Dios. Cuando llegaron a Belén tuvo miedo de que la gente se preguntase cómo era posible que aquella muchacha hubiera envejecido en aquellas pocas horas de su viaje a Jerusalén.