4 El abrazo de las dos mujeres


Cuando el ángel se fue, el seno de María parecía más grande. Y la habitación donde la doncella estaba se había hecho más pequeña. En la oscuridad, María quedó inmóvil. Su corazón, agitado, comenzó a serenarse y, durante una décima de segundo, la muchacha se preguntó a sí misma si no había estado soñando. Nada había cambiado en la estancia. Las paredes seguían chorreando humedad y el ángel no había dejado reflejos de oro en el lugar donde puso los pies. Tal vez ella se llevó las manos a la cintura, pero nada denunciaba físicamente la presencia del Huésped.

Mas la muchacha sabía bien que no había soñado. Tenía el alma en pie y cada uno de los centímetros de su piel —tensa— aseguraba que había estado despierta y bien despierta. Si aquello había sido un sueño nada de cuanto había vivido en sus catorce años era verdad. Sintió subir el gozo por el pecho y la garganta. El miedo, el vértigo que había sentido al saberse madre del «Varón de dolores» cedían para dar lugar sólo a la alegría. ¡Dios estaba en ella, física, verdadera mente! ¡Empezaba a ser carne de su carne y sangre de su sangre! Ya no temblaba. Dios era fuego, pero era también amor y dulzura. Si un día su Hijo iba a poder decir que su yugo era suave y su carga ligera (Mt 11, 30) ¿no iba a ser suave y ligero para el seno de su Madre?

Estaba «grávida de Dios». Estas palabras parecían casar mal la una con la otra, pero tendría que irse haciendo a la idea de que Dios era sencillo. Aunque aún le costaba imaginárselo bebé. Pero lo creía, claro que lo creía, aun cuando cosas como éstas son de las que «no se pueden creer».

Ahora empezó a sentir la necesidad de correr y contárselo a alguien. No porque tuviera dudas y precisase consultar con alguna otra persona, sino porque parece que lo que nos ha ocurrido no es del todo verdad hasta que no se lo contamos a alguien. Pero ¿a quién decírselo que no la juzgara loca, a quién comunicarlo que no profanara aquel misterio con bromas y risas? Ella lo había visto, podía creerlo. Pero, aparte de ella, ¿quién no lo juzgaría un invento de chiquilla deseosa de llamar la atención?

Si aún vivían sus padres (los exegetas piensan que no, pero éste es uno de tantos detalles que desconocemos) ¿se atrevería a decírselo? ¿Y cómo explicarlo, con qué palabras? Nunca había pensado que pudiera sentirse un pudor tan sagrado como el que a ella le impedía hablar de «aquello» a lo que casi no se atrevía a dar nombre.

«José». Este nombre golpeó entonces su cabeza. «Se lo diría a José». ¿Se lo diría a José? Se dio cuenta de que explicárselo a José era aún más difícil que a ninguna otra persona. No porque no estuviera segura de que él iba a entenderlo, sino porque comprendía muy bien que esta noticia iba a desencuadernar la vida de José como había revuelto ya la suya. ¡Noticias así sólo puede darlas un ángel! Tendría que dejar en manos de Dios ese quehacer. Era asunto suyo ¿no?

Por eso se quedó allí, inmóvil, tratando de recordar una a una las frases que el ángel había dicho, reconstruyéndolas, como quien recoge las perlas de un collar, no fuera a perdérsele alguna. Las palabras giraban en su imaginación, se aclaraban y ella trataba de penetrar el sentido de cada una, haciéndolas carne de su carne, convirtiéndolas en oración. ¿Cuánto tardó en salir de su cuarto? Tal vez mucho, temerosa de que todos leyeran en su rostro aquel gozo inocultable.


El porqué de una prisa

Pero el evangelista añade: En aquellos días se puso María en camino y, con presteza, fue a la montaña, a una ciudad de Judá (Lc 1, 39). ¿A dónde va María? Y, sobre todo ¿por qué esa prisa?

Los biógrafos de Cristo han buscado muchas explicaciones a ese viaje y esa prisa. San Ambrosio dará la clave que luego repetirán muchos: María va a ver a Isabel no porque no creyera en el oráculo del ángel o estuviera incierta del anuncio, sino alegre por la promesa, religiosa por su obligación, rápida por el gozo. Fillion repetirá casi lo mismo:

No porque dudase de la veracidad del ángel, ni por satisfacer una vana curiosidad y menos todavía para dar a conocer a su parienta el insigne favor que había recibido de Dios. Va porque en las últimas palabras del ángel había percibido si no una orden expresa, sí, al menos, una insinuación, una invitación que no podía dejar de tener en cuenta.

Para Ricciotti María fue a visitar a su pariente ora para congratularse con ella, ora porque las palabras del ángel habían dejadoentrever claramente los particulares vínculos que habían de unir a los dos futuros hijos, como ya habían unido a las dos madres.

Lapple insistirá más bien en el deseo de María de contemplar el milagro obrado por Dios en su prima. Pérez de Urbel cree que va sobre todo a felicitar a su prima. El padre Fernández insiste sobre todo en razones de caridad: No le sufrió a María el corazón quedarse en casa mientras que su presencia podía ser útil a la anciana Isabel. Rops ve antes que nada el deseo de aclarar más lo que el ángel había dicho comprobando por sí misma este hecho que tan de cerca la interesaba a ella. Cabodevilla acentúa un planteamiento providencialista: María va a ver a su prima porque sabe que Isabel entra de algún modo en los planes de Dios sobre María. La madre del Redentor tiene que visitar a la madre del Precursor a fin de que, esta vez también, «se cumpla toda justicia».

Sí, todas estas razones debieron de influir, pero si profundizamos en el alma de esta muchacha tal vez encontramos una razón que explique mejor esa «prisa», una razón psicológica a la vez que teológica.

María es una muchacha de catorce años que ha vivido escondida y probablemente humillada. Y he aquí que, de repente, se ilumina su vida, se siente embarcada en una tarea en la que ella no sólo se dejará llevar sino que será parte activa. Tiene que empezar enseguida, inmediatamente. Hay algo muy grande en sus entrañas, algo que debe ser comunicado, transmitido. La obra de la redención tiene que empezar sin perder un solo día.

Y como es una muchacha viva y alegre, sale de prisa; de prisa se va a compartir su gozo. Esta «necesidad» de compartir es la raíz del alma del apóstol. Y María será reina de los apóstoles. No puede perder tiempo. Y se va, como si ya intuyera que el pequeño Juan esperase que la obra de la redención empiece con él.


La primera procesión del Corpus

¿Viaja sola? Otra vez los evangelistas —siempre discretos— nos escatiman el detalle. Los pintores sugieren que viajó con José, a quien pintan contemplando de lejos el abrazo de las dos primas. Pero ya se sabe que los pintores usan su imaginación: no sería lógica la posterior ignorancia de José si hubiera conocido el diálogo de las dos mujeres. Otros pintores —el alemán Fuhrich, por ejemplo— pintan su viaje entre una escolta de ángeles. Los ángeles viajan siempre con los hombres, pero probablemente su escolta real y visible fue más humilde.

Lo más seguro es que viajó con alguna caravana. El viaje era largo y dificil —más de 150 kilómetros—. La región era agreste y peligrosa. Y aunque María conociera el camino —sin duda había estado ya alguna otra vez en casa de su parienta y, en todo caso, más de una vez habría viajado con sus padres a Jerusalén— no parece verosímil que viajera sola, casi adolescente como era, especialmente cuando sabemos que las caravanas que bajaban a Jerusalén no eran infrecuentes.

Un proverbio de la época decía:

Si ves que un justo se pone en camino y tú piensas hacer el mismo recorrido, adelanta tu viaje en atención a él tres días a fin de que puedas caminar en su compañía, puesto que los ángeles de servicio le acompañan. Si, por el contrario, ves que se pone en camino un impío y tú piensas hacer el mismo recorrido, emprende tu viaje, en razón de él, tres días más tarde, a fin de que no vayas en su compañía.

Iría, pues, seguramente con buena gente, cabalgando en el borriquillo de la familia y haciendo un camino casi idéntico al que nueve meses más tarde haría hacia Belén.

Pero, aunque fuera con alguien, María iba sola. Sola con el pequeño Huésped que ya germinaba en sus entrañas. Se extrañaría de que los demás no reconocieran en sus ojos el gozo que por ellos desbordaba. Vestiría el traje típico de las galileas: túnica azul y manto encarnado, o túnica encarnada y manto azul, con un velo blanco que desde su cabeza caía hasta más abajo de la cintura, un velo que el viento de Palestina levantaría como una hermosa vela.

¿Hacia dónde viajaron? Otra vez la ignorancia. El evangelista sólo nos dice que se fue a la montaña, a una ciudad de Judá (Le 1, 39). «La montaña» para los galileos era toda la región de Judea, en contraste con las costas bajas de Galilea y el llano de Esdrelón que se contempla desde Nazaret. Pero ya en Judea nada menos que diez ciudades se disputan el honor de haber sido escenario del abrazo de las dos mujeres: Hebrón, Belén, la misma Jerusalén, Yuta, Ain Karim... Esta última se lleva la palma de las probabilidades con argumentos que datan del siglo V.

Viajaron, pues, por el sendero pedregoso que se retuerce por la falda del Djebel el-Qafse, desembocando en la ancha planicie de Esdrelón y dejando a la izquierda el Tabor. Se adelantaron hacia los vergeles de Engannin (la actual Djenin) donde puede que hicieran la primera noche; de aquí, por Qubatiye, Sanur, Djeba y pasando a poca distancia de la ciudad de Samaria, llegó a Siquem. Aquí, tomando otra vez la dirección sur y cruzando Lubban y quizá también la ciudad de Silo, llegó, al cabo de no menos ciertamente de cuatro días, a la casa de Isabel. Así lo describe el experto geógrafo que es el padre Andrés Fernández.

La primera parte del viaje debió de ser hermosa y alegre. Debían de ser las proximidades de la Pascua y la primavera hacía verdear los valles. Junto al camino abrían sus copas las anémonas y el aire olía a flores de manzano.

Allá lejos —dirá el poeta Pierre Enmanuel— veías el mar, como un vuelo de tórtolas grises. O tal vez nada veía. Tenía demasiadas cosas que contemplar en su interior. Has sumergido —dirá otro poeta, el trapense Merton— las palabras de Gabriel en pensamientos como lagos. Y por este mar interior bogaba su alma. Las palabras del ángel crecían en su interior y, en torno a ellas, surgían todos los textos del antiguo testamento que la muchacha sabía de memoria (textos que después estallarán como una catarata en el Magníficat).

Pero además de las palabras de Dios, ella tenía dentro de sí la misma palabra de Dios, creciendo como una semilla en ella, imperceptible para los sentidos (como no percibimos el alma) pero actuando en ella y sosteniéndola (como nuestra alma nos sostiene).

Ella no lo sabía, pero aquel viaje era, en realidad, la primera procesión del Corpus, oculto y verdadero en ella el Pequeño como en las especies sacramentales. Quienes la acompañaban hablaban de mercados y fiestas, de dinero y mujeres. Quizá alguna vez la conversación giró en torno a temas religiosos. Quizá alguien dijo que ya era tiempo de que el Mesías viniese. Quizá alguien habló de que Dios siempre llega a los hombres cuando los hombres se han cansado de esperarle.

Y tras cuatro o cinco días de camino —dejada ya atrás Jerusalén avistaron Ain Karim, un vergel que, en la aridez de Judea, aparecía como una sonrisa en el rostro de una vieja. Y María sintió que su corazón se aceleraba al pensar en Isabel, vieja también y feliz. Feliz, cuando ya casi no lo esperaba.


Isabel, la prima estéril

Porque también aquella casa de Ain Karim había sido tocada por el milagro. En ella vivía un sacerdote, por nombre Zacarías, del turno de Abías, y cuya mujer, de las hijas de Aaron, se llamaba Isabel. Los dos eran justos ante Dios, pues cumplían sin falta todos los mandamientos y preceptos del Señor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril y los dos eran de avanzada edad (Le 1, 5-7). Las palabras del evangelista —abarrotadas de datos que no mejoraría el más puntual historiador— desvelan pudorosamente el drama de aquel matrimonio.

Zacarías e Isabel eran los dos de familias sacerdotales. No era obligatorio que un sacerdote se desposase con una mujer de su tribu, pero era doble honor el que así fuera. Nobles por su sangre religiosa, lo eran también por sus actos. Orígenes, al comentar este texto, señala los dos subrayados del evangelista: no sólo eran justos, sino que eran «justos ante Dios» (¡tantos hombres son justos a los ojos de sus vecinos teniendo el corazón corrompido!) y no sólo cumplían todos los mandamientos del Señor, sino que los cumplían «sin falta», «sin reproche» (no caían, pues, en el fariseísmo de un mero cumplimiento externo).

Entonces... ¿por qué su casa no hervía de gritos y carreras de niños, cuando en Israel eran los hijos el signo visible de la bendición de Dios? Para un matrimonio que vive santamente debía de ser, en aquel tiempo, terrible la esterilidad que no podían interpretar de otra manera que como un castigo de Dios. Cuando Isabel y Zacarías se casaron, comenzaron a imaginar una familia ancha y numerosa. Pero, meses más tarde, Isabel comenzó a mirar con envidia cómo todas sus convecinas, las de su edad, comenzaban a pasear por las calles del pueblo orgullosas de su vientre abultado. ¿Por qué ella no? Zacarías trataría de tranquilizarla. «Vendrán, mujer, no te preocupes». Pero pasaban los meses y los años y los niños de sus amigas corrían ya por las calles, mientras su seno seguía tan seco como las montañas que contemplaban sus ojos.

Zacarías e Isabel ya no hablaban nunca de hijos. Pero ese cáncer crecía en su corazón. Examinaban sus conciencias: ¿En qué podía estar Dios descontento de ellos? Quizá Isabel comenzó a sospechar de Zacarías y Zacarías comenzó a pensar mal de Isabel: ¿qué pecados ocultos le hacían a. él infecundo y a ella estéril? Pero pronto ella se convencía de que la conducta de él era intachable y el marido de que la pureza de su mujer era total. ¿De quién la culpa entonces? No querían dudar de la justicia de Dios. Pero una pregunta asediaba sus conciencias como una zarza de espinos: ¿por qué Dios daba hijos a matrimonios mediocres y aun malvados —allí en su mismo pueblo—y a ellos, puros y merecedores de toda bendición, les cerraba la puerta del gozo? ¡No, no querían pensar en esto! Pero no podían dejar de pensarlo. Entraban, entonces, en la oración y gritaban a Dios, ya no tanto para tener hijos, cuanto para que la justicia del Altísimo se mostrase entera.

Llevaban, mientras tanto, humildemente esta cruz, más dolorosa por lo incomprensible que por lo pesada. Así habían envejecido. En la dulce monotonía de rezar y rezar, esperar y creer.

Porque los dos creían todavía. Isabel con una fe más sangrante y femenina. Ella es vieja, su fe es joven; rica en años, pobre en espíritu. La esperanza era la sonrisa de su fe, dirá Pierre Emmanuel.

La fe de Zacarías no era menos profunda, pero sí menos ardiente. Era esa fe de los sacerdotes que, precisamente porque están más cerca de Dios, le viven más cotidiana y menos dramáticamente. También élrezaba, pero, en el fondo, estaba seguro de que su oración ya no sería oída. Si seguía suplicando era más por su mujer que porque esperase un fruto concreto. En el fondo él ya sólo sufría por Isabel.


El ángel del santuario

Con esta fe amortiguada —como un brasero que tiene los carbones rojos ocultos por la ceniza— entró aquel día en el santuario. Junto a él, los 50 sacerdotes de su «clase», la de Abías, la octava de las veinticuatro que había instituido David. Estos grupos de sacerdotes se turnaban por semanas, con lo que a cada grupo le tocaba sólo dos veces al año estar de servicio.

Y aquel día fue grande para Zacarías. Reunidos los 50 en la sala llamada Gazzith se sorteaba para evitar competencias quién sería el afortunado que aquel día ofrecería el «sacrificio perpetuo». El maestro de ceremonias decía un número cualquiera. Levantaba después, al azar, la tiara de uno de los sacerdotes. Y, partiendo de aquél a quien pertenecía la tiara, se contaba —todos estaban en círculo—hasta el número que el maestro de ceremonias había dicho. El afortunado era el elegido, a no ser que otra vez hubiera tenido ya esta suerte. Porque la función de ofrecer el incienso sólo podía ejercerse una vez en la vida. Si el designado por la suerte había actuado ya alguna vez, el sorteo se repetía a no ser que ya todos los sacerdotes presentes hubieran tenido ese honor.

Para Zacarías fue, pues, aquél, «su» gran día. Pero aún no se imaginaba hasta qué punto.

Avanzó, acompañado de los dos asistentes elegidos por él, llevan do uno un vaso de oro lleno de incienso y otro un segundo vaso, también de oro, rebosante de brasas. Todos los demás sacerdotes ocuparon sus puestos. Sonó el «magrephah» y los fieles, siempre numerosos, se prosternaron en el atrio los hombres y las mujeres en su balcón reservado. Tal vez Isabel estaba entre ellas y se sentía orgullosa pensando en la emoción que su esposo —elegido por la bondad de Dios— experimentaría. En todo el área del templo había un gran silencio. Vieron entrar a Zacarías en el «Santo», observaron luego el regreso —andando siempre de espaldas— de los dos asistentes que habían dejado sobre la mesa sus dos vasos de oro. Dentro, Zacarías esperaba el sonido de las trompetas sacerdotales para derramar el incienso sobre las brasas. La ceremonia debía durar pocos segundos. Luego, debía regresar con los demás sacerdotes, mientras los levitas entonaban el salmo del día. Estaba mandado que no se entretuviera en el interior.

Zacarías estaba de pie, ante el altar. Vestía una túnica blanca, de lino, cuyos pliegues recogía con un cinturón de mil colores. Cubierta la cabeza, descalzos y desnudos los pies por respeto a la santidad del lugar. A su derecha estaba la mesa de los panes de la proposición, a su izquierda el áureo candelabro de los siete brazos.

Sonaron las trompetas y Zacarías iba a inclinarse, cuando vio al ángel. Estaba al lado derecho del altar de los perjúmes (Lc 1, 11) dice puntualmente el evangelista. Zacarías entendió fácilmente que era una aparición: ningún ser humano, aparte de él, podía estar en aquel lugar. Y Zacarías no pudo evitar el sentir una gran turbación.

Fue entonces cuando el ángel le hizo el gran anuncio: tendría un hijo, ése por el que él rezaba, aunque ya estaba seguro de que pedía un imposible. Esta mezcla de fe e incredulidad iba a hacer que la respuesta de Dios fuese, a la vez, generosa y dura. Generosa concediéndole lo que pedía, dura castigándole por no haber creído posible lo que suplicaba. Aquella lengua suya, que rezaba sin fe suficiente, quedaría atada hasta que el niño naciese.

En la plaza, mientras tanto, se impacientaban. A la extrañeza por la tardanza antirreglamentaria del sacerdote, sucedió la inquietud. Los ojos de todos —los de Isabel especialmente, si es que estaba allí—se dirigían a la puerta por la que Zacarías debía salir. ¿Qué estaba pasando dentro?

Cuando el sacerdote reapareció, todos percibieron en su rostro que algo le había ocurrido. Y, cuando fueron a preguntarle si se encontraba bien, Zacarías no pudo explicárselo. Estaba mudo. Muchos pensaron que algo milagroso le había ocurrido dentro. Otros creyeron que era simplemente la emoción lo que cortaba su habla. Isabel sintió, más que nadie, que un temblor recorría su cuerpo. Pero sólo cuando —concluida la semana de servicio— Zacarías regresó a su casa y le explicó —con abrazos y gestos— que su amor de aquella noche sería diferente y fecundo, entendió que la alegría había visitado definitivamente su casa.

Desde aquello, habían pasado seis meses sin que se difundiera la noticia de lo ocurrido a Isabel: ni sus parientes de Nazaret lo sabían. La anciana embarazada había vivido aquel tiempo en soledad. Tenía razones para ello: el pudor de la vieja que teme que se rían de ella quienes la ven en estado; la obligación de agradecer a Dios lo que había hecho con ella; y, sobre todo, la necesidad de meditar largamente lo que Zacarías —seguramente por gestos o por escrito le había explicado después con más calma sobre quién sería aquel hijo suyo: Todos se alegrarán de su nacimiento porque será grande en la presencia del Señor. No beberá vino ni licores y, desde el seno de su madre, será lleno del Espíritu santo; y a muchos de los hijos de Israel convertirá al Señor su Dios y caminará delante del Señor en el espíritu y poder de

Elías... a fin de preparar al Señor un pueblo bien dispuesto (Lc 1, 14-17). ¿Qué era todo aquello? ¿Qué significaba aquel anuncio de santificación desde el seno materno? ¿Qué función era esa de preparar los caminos al Señor y cómo podría realizarla aquel niño que sentía crecer en sus entrañas?


El salto del pequeño anacoreta

También María estaba llena de preguntas cuando cruzó la puerta del jardincillo de su prima: ¿Cómo le explicaría a Isabel cuanto le había ocurrido? ¿Cómo justificaría su conocimiento del embarazo que la llenaba de gozo? ¿Y creería Isabel cuanto tenía que contarle? Por eso decidió no hablar ella la primera. Saludaría a su prima, la felicitaría después. Ya encontraría el momento para levantar el velo de la maravilla.

Isabel estaba, seguramente, a la puerta (todo el que espera el gozo está siempre a la puerta). Y sus ojos se iluminaron al ver a María, como presintiendo que una nueva gran hora había llegado.

Así que Isabel oyó el saludo de María, exultó el niño en su seno e Isabel se llenó del Espíritu santo (Lc 1, 41). Saltó. No fue el simple movimiento natural del niño en el seno durante el sexto mes. Fue un «salto de alegría» dirá luego Isabel. Si tiene alegría es porque tiene conciencia, porque tiene alma, comentará el padre Bernard. Como si tuviera prisa de empezar a ser el precursor, el bebé de Isabel se convertirá en el primer pregonero del Mesías apenas concebido. El niño Juan grita como un heraldo que anuncia al rey comentará un poeta. Y Merton el místico-poeta-trapense escribirá desde su celda:

San Juan no nacido despierta en el seno materno,
salta a los ecos del descubrimiento.
¡Canta en tu celda, menudo anacoreta!
¿Cómo la viste en la ciega tiniebla?
¡Oh, gozo quemante:
qué mares de vida plantó aquella voz!

Había sido un simple saludo, quizá un simple contacto. Tal vez al abrazarse, los dos senos floridos se acercaron. Y el no nacido Juan «despertó», se llenó de vida, empezó su tarea. Realizó la más bella acción apostólica que ha hecho jamás un ser humano: anunciar a Dios «pateando» en el seno materno.

E Isabel entendió aquel pataleo del bebé. El salto del niño fue para ella como para María las palabras del ángel: la pieza que hace que el rompecabezas se complete y se aclare. Ahora entendía la función de su hijo, ahora entendía por qué ella había esperado tantos años para convertirse en madre, ahora toda su vida se iluminaba como una vidriera.

Y su «salto de gozo» fueron unas palabras proféticas: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre (Lc 1, 42). Estaba asustada de tanto gozo. Tal vez se sentía —como los profetas del antiguo testamento— vacía a la vez que llena, manejada por Dios como un guante. Ella misma se sorprendía de las palabras que estaba diciendo. Y no podía ni sospechar que millones de hombres repetirían esta exclamación suya a lo largo de los siglos y los siglos.

También el corazón de María saltó de alegría. No tendría que explicar nada a su prima: ya lo sabía todo. Dios se había anticipado a las dificiles explicaciones.


Un himno subversivo

Por eso ya no retuvo su entusiasmo. Y toda la oración de aquellos cinco días de viaje «estalló» en un canto. Ricciotti recuerda que en Oriente la alegría conduce fácilmente al canto y la improvisación poética. Así cantó María, la hermana de Moisés; así Débora, la profetisa; así Ana, la madre de Samuel. Así estallan en cantos y oraciones aún hoy las mujeres semitas en las horas de gozo.

En el canto de María se encuentran todas las características de la poesía hebrea: el ritmo, el estilo, la construcción, las numerosas citas. En rigor, María dice pocas cosas nuevas. Casi todas sus frases encuentran numerosos paralelos en los salmos (31, 8; 34, 4; 59, 17; 70, 19; 89, 11; 95, 1; 103, 17; 111, 9; 147, 6), en los libros de Habacuc (3, 18) y en los Proverbios (11 y 12). Y sobre todo en el cántico de Ana, la madre de Samuel (1 Sam 2, 1-11) que será casi un ensayo general de cuanto, siglos más tarde, dirá María en Ain Karim.

Pero —como escribe Fillion— si las palabras provienen en gran parte del antiguo testamento, la música pertenece ya a la nueva alianza. En las palabras de María estamos leyendo ya un anticipo de las bienaventuranzas y una visión de la salvación que rompe todos los moldes establecidos. Al comenzar su canto, María se olvida de la primavera, de la dulzura y de los campos florecidos que acaba de cruzar y dice cosas que deberían hacernos temblar.

Mi alma engrandece al Señor
y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador.
Porque ha mirado la humildad de su esclava.
Por eso desde ahora me llamarán bienaventurada
todas las generaciones.
Porque el Poderoso ha hecho en mí maravillas,
santo es su nombre.
Y su misericordia alcanza de generación en generación
a los que le temen.
Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón,
derribó a los potentados de sus tronos
y exaltó a los humildes.
A los hambrientos les colmó de bienes
y a los ricos les despidió vacíos.
Acogió a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
—como había anunciado a nuestros padres--
en favor de Abraham y su linaje por los siglos (Lc 1, 47-56).

Otra vez debemos detenernos para preguntarnos si este canto es realmente obra de María personalmente o si es un canto que Lucas inventa y pone en su boca para expresar sus sentimientos en esa hora. Y una vez más encontramos divididos a los exegetas. Para algunos sería un texto que Lucas habría reconstruido sobre los recuerdos de María. Para otros un poema formado por Lucas con un atadijo de textos del antiguo testamento. Para un tercer grupo, se trataría de un canto habitual en la primera comunidad cristiana que Lucas aplicaría a María como resumen y símbolo de todo el pueblo creyente.

A favor de la primera de las opiniones milita el hecho del profundo sabor judío del Magníficat; el hecho de que no aparezcan en él alusiones a la obra de Cristo que cualquier obra posterior hubiera estado tentada de añadir; y el perfecto reflejo del pensamiento de María que encierran sus líneas. Por otro lado nada tiene de extraño que ella improvisara este canto si se tiene en cuenta la facilidad improvisadora propia de las mujeres orientales, sobre todo tratándose de un cañamazo de textos del antiguo testamento, muy próximo al canto de Ana, la madre de Samuel (1 Sam 2, 1-10) que María habría rezado tantas veces. Pero un canto que es, al mismo tiempo, un espejo del alma de María, como escribe Bernard.

Es, sin duda, el mejor retrato de María que tenemos. Un retrato, me parece, un tanto diferente del que imagina la piedad popular. Porque es cierto, como ha escrito Boff, que la espiritualización del Magnificat que se llevó a cabo dentro de una espiritualidad privatizan te e intimista, acabó eliminando todo su contenido liberador y subversivo contra el orden de este mundo decadente, en contra de lo que afirma de manera inequívoca el himno de la Virgen. Hace un siglo Charles Maurras felicitaba a la Iglesia por haber conservado en latín el Magníficat para «atenuarle su veneno» y por haberle puesto una música tan deliciosa que oculta el fermento revolucionario que contiene. Pero no parece que sea cristiano «censurar» a María o «ablandar» sus palabras.

Su canto es, a la vez, bello y sencillo. Sin alardes literarios, sin grandes imágenes poéticas, sin que en él se diga nada extraordinario ¡qué impresionantes resultan sus palabras!

Es como un poema con cinco estrofas: la primera manifiesta la alegría de su corazón y la causa de ese gozo; la segunda señala, con tono profético, que ella será llamada bienaventurada por las generaciones; la tercera —que es el centro del himno— santifica el nombre del Dios que la ha llenado; la cuarta parte es mesiánica y señala las diferencias entre el reino de Dios y el de los hombres: en la quinta María se presenta como la hija de Sión, como la representante de todo su pueblo, pues en ella se han cumplido las lejanas promesas que Dios hiciera a Abrahán.

Es, ante todo, un estallido de alegría. Las cosas de Dios parten del gozo y terminan en el entusiasmo. Dios es un multiplicador de almas, viene a llenar, no a vaciar. Pero ese gozo no es humano. Viene de Dios y en Dios termina. Y hay que subrayarlo, porque las versiones de hoy —por esa ley de la balanza que quiere contrapesar ciertos silencios del pasado— vuelven este canto un himno puramente arisco y casi político. Cuando el mensaje revolucionario de Dios —que canta María— parte siempre de la alegría y termina no en los problemas del mundo sino en la gloria de Dios.

La alegría de María no es de este mundo. No se alegra —escribe Max Thurian— de su maternidad humana, sino de ser la madre del Mesías, su Salvador. No de tener un hijo, sino de que ese hijo sea Dios.

Por eso se sabe llena María, por eso se atreve a profetizar que todos los siglos la llamarán bienaventurada, porque ha sido mirada por Dios. Nunca entenderemos los occidentales lo que es para un oriental ser mirado por Dios. Para éste —aún hoy— la santidad la transmiten los santos a través de su mirada. La mirada de un hombre de Dios es una bendición. ¡Cuánto más si el que mira es Dios!

Karl Barth ha comentado esa «mirada» con un texto emocionante: ¡Qué indecible unión de conceptos en estas palabras de María: el simple hecho, aparentemente sin importancia, de ser mirada por Dios y la enorme importancia que María da a este acontecimiento: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada». Todos los ángeles del cielo no tienen ojos en este momento más que para este lugar donde María, una muchacha, ha recibido simplemente una mirada de Dios, lanzada sobre su pequeñez. Este corto instante está lleno de eternidad, de una eternidad siempre nueva. No hay nada más grande ni en el cielo, ni en la tierra. Porque si en la tierra ha ocurrido, en toda la historia universal, algo realmente capital, es esa «mirada». Porque toda la historia universal, su origen, su centro y su fin, miran hacia este punto único que es Cristo y que está ya en el seno de María.

La cuarta estrofa del himno de María resume —como dice Jean Guitton— su filosofía de la historia. Y se reduce a una sola idea: el reino de Dios, que su hijo trae, no tiene nada que ver con el reino de este mundo. Y ésta es la zona revolucionaria del himno de María que no podemos disimular: para María el signo visible de la venida de ese reino, que Jesús trae, es la humillación de los soberbios, la derrota de los potentados, la exaltación de los humildes y los pobres, el vaciamiento de los ricos. Estas palabras no deben ser atenuadas: María anuncia lo que su Hijo predicará en las bienaventuranzas: que él viene a traer un plan de Dios que deberá modificar las estructuras de este mundo de privilegio de los más fuertes y poderosos.

Pero seríamos también falsificadores si —como hoy está de moda en ciertos predicadores-demagogos— identificamos pobres con faltos de dinero y creemos que María denuncia «sólo» a los detentadores de la propiedad. Los pobres y humildes de los que habla María son los que sólo cuentan con Dios en su corazón, todos aquellos a los que el salmo 34 cita como los pobres de Yahvé: los humildes, los que temen a Dios, los que se refugian en él, los que le buscan, los corazones quebrantados y las almas oprimidas. María no habla tanto de clases sociales, cuanto de clases de almas. ¿Y quién podrá decir de sí mismo que es uno de esos pobres de Dios?

María no habla sólo de una pobreza material. Tampoco de una lírica y falsa supuesta pobreza espiritual. Habla de la suma de las dos y ofrece al mismo tiempo un programa de reforma de las injusticias de este mundo y de elevación de los ojos al cielo, dos partes esenciales de su Magnifcat y del evangelio, dos partes inseparables.

Pablo VI lo explicó a la perfección en su encíclica Marialis cultus cuando presenta la imagen de María que ofrecen los evangelios: .

Se comprueba con grata sorpresa que María de Nazaret, a pesar de estar absolutamente entregada a la voluntad del Señor, lejos de ser una mujer pasivamente sumisa o de una religiosidad alienante, fue cierta mente una mujer que no dudó en afirmar que Dios es vengador de los humildes y los oprimidos y derriba de su trono a los poderosos de este mundo; se reconocerá en María que es «la primera entre los humildes y los pobres del Señor (como dice el texto conciliar), una mujer fuerte que conoció de cerca la pobreza y el sufrimiento, la huida y el destierro, situaciones éstas que no pueden escapar a la atención de los que quieran secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad... De este ejemplo se deduce claramente que la figura de la Virgen santísima no desilusiona ciertas aspiraciones pro fundas de los hombres de nuestro tiempo, sino que hasta les ofrece el modelo acabado del discípulo del Señor: obrero de la ciudad terrena y temporal y, al mismo tiempo, peregrino diligente en dirección hacia la ciudad celestial y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que ayuda al necesitado, pero, sobre todo, testigo activo del amor que edifica a Cristo en los corazones.

María, en el Magnificar, no separa lo que Dios ha unido a través de su Hijo: los problemas temporales de los celestiales. Su canto es, verdaderamente, un himno revolucionario, pero de una revolución integral: la que defiende la justicia en este mundo, sin olvidarse de la gran justicia: la de los hombres que han privado a Dios de un centro que es suyo. Por eso María puede predicar esa revolución sin amargura y con alegría. Por eso en sus palabras no hay demagogia. Por eso tiene razón Hélder Cámara cuando, en su oración a la Virgen de la Liberación, pregunta:

¿Qué hay en ti, en tus palabras, en tu voz,
cuando anuncias en el Magnificat
la humillación de los poderosos
y la elevación de los humildes,
la saciedad de los que tienen hambre
y el desmayo de los ricos,
que nadie se atreve a llamarte revolucionaria
ni mirarte con sospecha?
¡Préstanos tu voz y canta con nosotros!

Más bien sería, tal vez, necesario que nosotros —todos— cantásemos con ella, como ella, atreviéndonos a decir toda la verdad de esa «ancha» revolución que María anuncia. Esa revolución que hubiera hecho temblar a Herodes y Pilato, si la hubieran oído. Y que debería hacernos sangrar hoy a cuantos, de un modo o de otro, multiplicamos su mensaje.

Pero los espías que Herodes tenía esparcidos por todo el país no se enteraron de la «subversión» que aquella muchacha anunciaba. Y, de haberlo sabido ¿se habrían preocupado por aquella «niña loca» que se atrevía a decir que todas las generaciones la llamarían bienaventurada? ¿No se habrían mas bien reído de que una chiquilla de catorce años, desprovista de todo tipo de bienes de fortuna, humilde de familia, vecina de la más miserable de las aldehuelas, inculta, sin el menor influjo social, anunciara que, a lo largo de los siglos, todos hablarían de ella? Está loca, pensarían, ciertamente loca.

Sólo Isabel lo entiende, lo medioentiende. Sabe que estas dos mujeres y los dos bebés que crecen en sus senos van a cambiar el mundo. Por eso siente que el corazón le estalla. Y no sabe si es de entusiasmo o de miedo, de susto o de esperanza. Por eso no puede impedir que sus manos bajen hasta su vientre y que sus ojos se pongan a llorar. De alegría.