2 El origen


En este pueblo judío, dividido por tantas razones y en tantas cosas, todos coincidían en algo: en la «ansiosa espera» de la que habla el evangelista (Lc 3, 15). Ricos y pobres, letrados e incultos, fariseos, celotes y gente del pueblo, todos esperaban. Venían esperanzados desde hacía siglos y los profetas aumentaban, a la vez que endulzaban, esa tensa expectación. Alguien, algo venía, estaba llegando.

Iba a cumplirse en Palestina aquella ley histórica que señala Bruckberger:

En toda la historia de la humanidad nunca ha habido un gran descubrimiento sin una esperanza antecedente. Pero también es muy raro que se descubra exactamente lo que se esperaba. A veces el descubrimiento es decepcionador; a veces ocurre que supera infinitamente a la esperanza. Cristóbal Colón ¿qué buscaba? Convencido de que la tierra era redonda, buscaba por el oeste una ruta hacia las Indias. Y descubrió América: el descubrimiento superó a la esperanza. Entra en el estilo de Dios hacerse esperar, desear violentamente, pero su descubrimiento supera por fuerza la esperanza y el deseo.

Así ocurrió esta vez. Y en mayor medida que en ninguna otra. El pueblo judío esperaba una liberación fundamentalmente nacionalista, política. E iba a encontrarse con otra infinitamente más grande. ¿Tal vez no le entendieron porque traía más de lo que se habían atrevido a soñar? Llegó, en todo caso, cuando las esperanzas estaban maduras, cuando todo el que sería su pueblo clamaba por la lluvia que traería al Salvador.

¿En qué tallo nació? ¿En qué rama asumió la existencia como hombre? Este capítulo intentará describir los escalones que pisó al llegar a la historia.


Uno de nuestra raza

Sucede todos los años: el día que, en las iglesias, toca al sacerdote leer el texto evangélico en que Marcos o Lucas cuentan la genealogía de Cristo, los rostros de los oyentes toman un aire de aburrimiento que resulta divertido para quien lo observa. Desde el ambón llega la voz del sacerdote que recita una catarata de nombres extraños: «... Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, Zorobabel engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliacín, Eliacín...». Los fieles se preguntan: ¿A qué viene todo esto? ¿A quién interesa esa caterva de nombres, desconocidos los más?

Para los occidentales las genealogías son un capricho de nobles. Sólo los reyes —pensamos-- o la gente de título pierde el tiempo trazándose árboles genealógicos. ¿Qué carpintero de pueblo español conocería sus posibles enlaces sanguíneos con Isabel la Católica? Aplicando esta mentalidad al evangelio, demostramos conocer mal las costumbres orientales. Aún hoy, el más nómada de los beduinos del desierto, puede recitarnos su genealogía. Hasta el punto de que cuando un beduino quiere hacer un pacto con una tribu que, en realidad, nada tiene que ver con su sangre, se inventa una genealogía, con la que consigue demostrar que en alguna lejana rama hay un parentesco con sus nuevos amigos. Amistad o alianza, sin proximidad de sangre, son para él un sinsentido.

La historia nos muestra, además, que ya en tiempos de Jesús existía este afán genealógico. En las páginas del antiguo testamento nos encontramos quince de estas listas genealógicas. Y Flavio Josefo nos cuenta con qué minuciosidad estudiaban, en la Palestina de Cristo, los árboles genealógicos de todo sacerdote o levita que pretendiera contraer matrimonio. Si un sacerdote se casaba con una mujer de familia sacerdotal había que examinar la pureza de sangre de la madre de la presunta esposa, de sus dos abuelas y sus cuatro bisabuelas. Si se casaba con una mujer que no fuera hija de un sacerdote este examen de pureza llegaba a una generación más. Se explica así que en el templo se archivasen los árboles genealógicos de todas las familias importantes; que hubiera, incluso, una comisión y una oficina especializada en este tipo de comprobaciones.

Pero aunque la historia no nos contase nada, bastaría ver el lugar que los dos evangelistas dan a esta genealogía —Mateo abre su evangelio con ella y Lucas la coloca en el mismo comienzo de la vida pública para comprender que esa página tiene más interés que el que hoy le conceden, con sus bostezos, los fieles que la escuchan.

Tal vez la causa de ese desinterés haya que situarla en el hecho de que rara vez los sacerdotes comentan esa página en los púlpitos. Y, a su vez, la causa de este silencio habría que ponerla en los quebraderos de cabeza que ha dado siempre a los especialistas.

Porque una simple lectura descubre al lector cosas extrañas en esta lista. Por de pronto, Mateo y Lucas hacen sus genealogías en direcciones opuestas. Mateo asciende desde Abrahán a Jesús. Lucas baja desde Jesús hasta Adán. Pero el asombro crece cuando vemos que las generaciones no coinciden. Mateo pone 42, Lucas 77. Y ambas listas coinciden entre Abrahán y David, pero discrepan entre David y Cristo. En la cadena de Mateo, en este período, hay 28 eslabones, en la de Lucas 42. Y para colmo —en este tramo entre David y Cristo— sólo dos nombres de las dos listas coinciden.

Una mirada aún más fina percibe más inexactitudes en ambas genealogías. Mateo coloca catorce generaciones entre Abrahán y David, otras catorce entre Abrahán y la transmigración a Babilonia y otras catorce desde entonces a Cristo. Ahora bien, la historia nos dice que el primer período duró 900 años (que no pueden llenar 14 generaciones) y los otros dos 500 y 500.

Si seguimos analizando vemos que entre Joram y Osías, Mateo se «come» tres reyes; que entre Josías y Jeconías olvida a Joakin; que entre Fares y Naasón coloca tres generaciones cuando de hecho transcurrieron 300 años. Y, aun sin mucho análisis, no puede menos de llamarnos la atención el percibir que ambos evangelistas juegan con cifras evidentemente simbólicas o cabalísticas: Mateo presenta tres períodos con catorce generaciones justas cada uno; mientras que Lucas traza once series de siete generaciones. ¿Estamos ante una bella fábula?

Esta sería —ha sido de hecho— la respuesta de los racionalistas. Los apóstoles —dicen— se habrían inventado unas listas de nombres ilustres para atribuir a Jesús una familia noble, tal y como hoy los beduinos se inventan los árboles genealógicos que convienen para sus negocios.

Pero esta teoría difícilmente puede sostenerse en pie. En primer lugar porque, de haber inventado esas listas, Mateo y Lucas las habrían inventado mucho «mejor». Para no saltarse nombres en la lista de los reyes les hubiera bastado con asomarse a los libros de los reyes o las Crónicas. Errores tan ingenuos sólo pueden cometerse a conciencia. Además, si hubieran tratado de endosarle a Cristo una hermosa ascendencia, ¿no hubieran ocultado los eslabones «sucios»: hijos incestuosos, ascendientes nacidos de adulterios y violencia? Por otro lado, basta con asomarse al antiguo testamento para percibir que las genealogías que allí se ofrecen incurren en inexactitudes idénticas a las de Mateo y Lucas: saltos de generación, afirmaciones de que el abuelo «engendró» a su nieto, olvidándose del padre intermedio. ¿No será mucho más sencillo aceptar que la genealogía de los orientales es un intermedio entre lo que nosotros llamamos fábula y la exactitud rigurosa del historiador científicamente puro?

Tampoco parecen, por eso, muy exactas las interpretaciones de los exegetas que tratan de buscar «explicaciones» a esas diferencias entre la lista de Mateo y la de Lucas (los que atribuyen una genealogía a la familia de José y otra a la de María; los que encuentran que una lista podría ser la de los herederos legales y otra la de los herederos naturales, incluyendo legítimos e ilegítimos).

Más seria parece la opinión de quienes, con un mejor conocimiento del estilo bíblico, afirman que los evangelistas parten de unas listas verdaderas e históricas, pero las elaboran libremente con intención catequística. Con ello la rigurosa exactitud de la lista sería mucho menos interesante que el contenido teológico que en ella se encierra.


Luces y sombras en la lista de los antepasados

¿Cuál sería este contenido? El cardenal Danielou lo ha señalado con precisión: «Mostrar que el nacimiento de Jesús no es un acontecimiento fortuito, perdido dentro de la historia humana, sino la realización de un designio de Dios al que estaba ordenado todo el antiguo testamento». Dentro de este enfoque, Mateo —que se dirige a los judíos en su evangelio— trataría de probar que en Jesús se cumplen las promesas hechas a Abrahán y David. Lucas —que escribe directamente para paganos y convertidos— bajará desde Cristo hasta Adán, para demostrar que Jesús vino a salvar, no sólo a los hijos de Abrahán, sino a toda la posteridad de Adán.

A esta luz las listas evangélicas dejan de ser aburridas y se convierten en conmovedoras e incluso en apasionantes. Escribe Guardini:

¡Qué elocuentes son estos nombres! A través de ellos surgen de las tinieblas del pasado más remoto las figuras de los tiempos primitivos. Adán, penetrado por la nostalgia de la felicidad perdida del paraíso; Matusalén, el muy anciano; Noé, rodeado del terrible fragor del diluvio; Abrahán, al que Dios hizo salir de su país y de su familia para que formase una alianza con él; Isaac, el hijo del milagro, que le fue devuelto desde el altar del sacrificio; Jacob, el nieto que luchó con el ángel de Dios... ¡Qué corte de gigantes del espíritu escoltan la espalda de este recién nacido!

Pero no sólo hay luz en esa lista. Lo verdaderamente conmovedor de esta genealogía es que ninguno de los dos evangelistas ha «limpiado» la estirpe de Jesús. Cuando hoy alguien exhibe su árbol genealógico trata de ocultar —o, por lo menos, de no sacar a primer plano— las «manchas» que en él pudiera haber; se oculta el hijo ilegítimo y mucho más el matrimonio vergonzoso.

No obran así los evangelistas. En la lista aparece —y casi subrayado— Farés, hijo incestuoso de Judá; Salomón, hijo adulterino de David. Los escritores bíblicos no ocultan —señala Cabodevilla— que
Cristo desciende de bastardos.

Y digo que casi lo subrayan porque no era frecuente que en las genealogías hebreas aparecieran mujeres; aquí aparecen cuatro y las cuatro con historias tristes. Tres de ellas son extranjeras (una cananea, una moabita, otra hitita) y para los hebreos era una infidelidad el matrimonio con extranjeros. Tres de ellas son pecadoras. Sólo Ruth pone una nota de pureza.

No se oculta el terrible nombre de Tamar, nuera de Judá, que, deseando vengarse de él, se vistió de cortesana y esperó a su suegro en una oscura encrucijada. De aquel encuentro incestuoso nacerían dos ascendientes de Cristo: Farés y Zara. Y el evangelista no lo oculta.

Y aparece el nombre de Rajab, pagana como Ruth, y «mesonera», es decir, ramera de profesión. De ella engendró Salomón a Booz.

Y no se dice —hubiera sido tan sencillo— «David engendró a Salomón de Betsabé», sino, abiertamente, «de la mujer de Urías». Parece como si el evangelista tuviera especial interés en recordarnos la historia del pecado de David que se enamoró de la mujer de uno de sus generales, que tuvo con ella un hijo y que, para ocultar su pecado, hizo matar con refinamiento cruel al esposo deshonrado.

¿Por qué este casi descaro en mostrar lo que cualquiera de nosotros hubiera ocultado con un velo pudoroso? No es afán de magnificar la ascendencia de Cristo, como ingenuamente pensaban los racionalistas del siglo pasado; tampoco es simple ignorancia. Los evangelistas al subrayar esos datos están haciendo teología, están poniendo el dedo en una tremenda verdad que algunos piadosos querrían ocultar pero que es exaltante para todo hombre de fe: Cristo entró en la raza humana tal y como la raza humana es, puso un pórtico de pureza total en el penúltimo escalón —su madre Inmaculada— pero aceptó, en todo el resto de su progenie, la realidad humana total que él venía a salvar. Dios, que escribe con líneas torcidas, entró por caminos torcidos, por los caminos que —¡ay!— son los de la humanidad.


Fue hombre; no se disfrazó de hombre

Pienso que éste es un fragmento evangélico «muy para nuestros días». Y entiendo mal cómo se habla tan poco de él en los púlpitos. ¿Tal vez porque, si a los no creyentes les resulta dificil o imposible aceptar que Cristo sea Dios, a los creyentes les resulta... molesto reconocer que Cristo fuera plenamente hombre?

Sí, eso debe de ser. Hay muchos cristianos que piensan que hacen un servicio a Cristo pensando que fue «más» Dios que hombre, que se «vistió» de hombre, pero no lo fue del todo. Cristo —parecen pensar— habría bajado al mundo como los obispos y los ministros que bajan un día a la mina y se fotografian —¡tan guapos!— a la salida, con traje y casco de mineros. Obispos y ministros saben que esa fotografía no les «hace» mineros; que luego volverán a sus palacios y despachos. ¿Y de qué nos hubiera servido a los hombres un Dios «disfrazado» de hombre, «camuflado» de hombre, fotografiado —por unas horas— de hombre?

Cuesta a muchos aceptar la «total» humanidad de Cristo. Si un predicador se atreve a pintarle cansado, sucio, polvoriento o comiendo sardinas, ilustres damas hablan «del mal gusto» cuando no ven herejía en el predicador. Pero no pensaban lo mismo los evangelistas autores de las genealogías. Y no piensa lo mismo la iglesia, tan celosa en defender la divinidad de Cristo como su humanidad. Nada ha cuidado con tanto celo la Esposa como la verdad de la carne del Esposo, se ha escrito con justicia.

Menos en el pecado —que no es parte sustancial de la naturaleza humana— se hizo en todo a semejanza nuestra (Flp 2, 7) dirá san Pablo. Una de las más antiguas fórmulas cristianas de fe —el Símbolo de Epifanio— escribirá: Bajó y se encarnó, es decir, fue perfectamente engendrado; se hizo hombre, es decir, tomó al hombre perfecto, alma, cuerpo e inteligencia y todo cuanto el hombre es, excepto el pecado. El símbolo del concilio de Toledo, en el año 400, recordará que el cuerpo de Cristo no era un cuerpo imaginario, sino sólido y verdadero. Y tuvo hambre y sed, sintió el dolor y lloró y sufrió todas las demás calamidades del cuerpo. No por ser el nacimiento maravilloso —dirá poco después el papa san León Magno— fue en su naturaleza distinto de nosotros. Seis siglos más tarde se obligará a los valdenses —con la amenaza de excomunión, de no hacerlo— a firmar que Cristo fue nacido de la Virgen María con carne verdadera por su nacimiento; comió y bebió, durmió y, cansado del camino, descansó; padeció con verdadero sufrimiento de su carne, murió con muerte verdadera de su cuerpo y resucitó con verdadera resurrección de su carne. El concilio de Lyon recordará que Cristo no fue «hijo adoptivo» de la humanidad, sino Dios verdadero y hombre verdadero, propio y perfecto en una y otra naturaleza, no adoptivo ni fantástico. Y el concilio de Florencia recordará el anatema contra quienes afirman que Cristo nada tomó de la Virgen María, sino que asumió un cuerpo celeste y pasó por el seno de la Virgen, como el agua fluye y corre por un acueducto.

Fue literalmente nuestro hermano, entró en esta pobre humanidad que nosotros formamos, porque en verdad el Cristo de nuestra tierra es tierra. Dios también, pero tierra también como nosotros.

Ahora entiendo por qué se me llenan de lágrimas los ojos cuando pienso que si alguien hiciera un inmenso, inmenso, inmenso árbol genealógico de la humanidad entera, en una de esas verdaderas ramas estaría el nombre de Cristo, nuestro Dios. Y en otras, muy distantes, pero parte del mismo árbol, estarían nuestros sucios y honradísimos nombres.


Hijo del pueblo judío

Una segunda realidad encierran estas genealogías: que Jesús no sólo fue hijo y miembro de la raza humana, sino que lo fue muy precisamente a través del pueblo judío. Esto hay que recordarlo sin rodeos, precisamente porque a veces lo ocultan ciertas raíces de antisemitismo: como acaba de recordar un reciente documento vaticano Jesús es hebreo y lo es para siempre. Fue judío, quiso ser judío, jamás abdicó de su condición de miembro de un pueblo concreto al que amaba apasionadamente y a cuya evangelización quiso reducir toda su tarea personal.

Tal vez en la historia hemos subrayado más de lo justo su oposición a «los judíos» extendiendo la fórmula del evangelista Juan a todo su pueblo. Es sin embargo un hecho que contrariamente a una exégesis demasiado fácil, pero muy extendida —como escribe el padre Dupuy— Jesús no nos aleja de la tradición del judaísmo. Todo su pensamiento brota de la tradición judía y aun cuando vino a superar —y en mucho— la Ley y los profetas, nunca quiso abolirlos. Los evangelios le muestran siempre respetuoso, como un judío observante y fiel, con la torá. Sólo cuando las interpretaciones estrechas de esa ley se contraponen a su mensaje de amor mucho más universal, señala el se os ha dicho, pero yo os digo. En todo caso es evidente que Jesús jamás abdicó de su pueblo ni de su sangre, la misma sangre que recibió de su madre judía. Esa que, como un río de esperanzas, subrayan los evangelistas en sus genealogías.