1 El mundo en que vivió Jesús


I. ROMA: UN GIGANTE CON PIES DE BARRO

Para el cristiano que, por primera vez, visita Palestina, el encuentro con la tierra de Jesús es —si no se tapa los ojos con el sentimentalismo— un fuerte choque. Y no sólo para su sensibilidad, sind para su misma fe. El descubrimiento de la sequedad de aquella tierra, sin huella celeste alguna, sin un río, sin un monte que valga la pena recordar; la comprobación, después, de la mediocridad artística y el mal gusto en casi todos los monumentos que de alguna manera tratan de recordar a Jesús; la vulgar comercialización de lo sagrado que, por todas partes, asedia al peregrino; el clima de guerra permanente que aún hoy denuncian las metralletas en todas las esquinas y el odio de los rostros en todos los lugares; la feroz división de los grupos cristianos—latinos, griegos, coptos, armenios...— en perpetua rebatiña de todo cuanto huela a reliquia de Cristo... todo esto hace que más de uno —si es joven, sobre todo— sienta vacilar la fe en lugar del enfervorizamiento que, al partir hacia Palestina, imaginaba.

Pero, si el peregrino es profundo, verá enseguida que no es la fe lo que en él vacila, sino la dulce masa de sentimentalismos con que la habíamos sumergido. Porque uno de tantos síntomas de lo que nos cuesta aceptar la total humanidad de Cristo es este habernos inventa-do una Palestina de fábula, un país de algodones sobre el que Cristo habría flotado, más que vivido. En nuestros sueños pseudomísticos colocamos a Cristo fuera del tiempo y del espacio, en una especie de «país de las maravillas», cuyos problemas y dolores poco tendrían que ver con este mundo en el que nosotros sudamos y sangramos.

Por eso golpea siempre un viaje a Palestina. Impresiona que, puesto a elegir patria, Dios escogiera esta tierra sin personalidad geográfica alguna. Hay en el mundo «paisajes religiosos», lugares en los que la naturaleza ha alcanzado, ya por sí sola, un temblor; bosques o cimas, cuyas puertas se diría que se abren directamente hacia el misterio y en las que resultaría «lógico» que lo sobrenatural se mostrara y actuara. Palestina no es uno de estos lugares. Difícil será hallar un paisaje menos misterioso, menos poético o mágico, más radicalmente vulgar y «profano».

Y ¿no hubiera podido, al menos, «proteger» de la violencia, del odio, del mismo mal gusto, esta «su» tierra? Dios es un ser extraño y, por de pronto, su lógica no es la nuestra. Encarnándose en Palestina entra de lleno en la torpeza humana, se hace hombre sin remilgos, tan desamparado como cualquier otro miembro de esta raza nuestra. Palestina es, por ello, todo, menos una tierra «de lujo»; es el quinto evangelio de la encarnación total, de la aceptación del mundo tal y como el mundo es.

Y lo mismo ocurre con el tiempo. La frase de san Pablo: al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo (Gál 4, 4), nos hace pensar que Cristo vino al mundo en una especie de «supertiempo», en un maravilloso siglo de oro. Al venir él, los relojes se habrían detenido, los conflictos sociales enmudecido, un universal armisticio habría amordazado las guerras y contiendas. Cristo habría sido así, no un hombre pleno y total, sino un huésped de lujo, que vive unos años de paso en un tiempo y una tierra de lujo.

Pero el acercarnos a su tiempo nos descubre que tampoco fue una época preservada por mágicos privilegios. Fueron tiempos de muerte, de llanto y de injusticia, tiempos de amor y sangre como todos. Y el calendario no se quedó inmóvil mientras él moraba en esta tierra.

Sí, en este mundo pisó. No flotó sobre él como un sagrado fantasma. De este barro participó, a ese yugo del tic-tac de los relojes sometió su existencia de eterno. Y habló como los hombres de su tiempo, comió como las gentes de su país, sufrió por los dolores de su generación, se manchó con el polvo de los caminos de su comarca. Mal podremos conocerle a él si no nos acercamos a aquel mundo, aquel tiempo y aquella tierra que fueron suyos. Porque él influyó en su época y en su país, pero también su época y su país dejaron huella en él. Alejándole de la tierra en que vivió, colocándole sobre brillantes y falsos pedestales, no le elevamos, sino que le falseamos. El Dios que era y es, nunca se hará pequeño por el hecho de haber comido nuestra sopa.


Roma, entre la plenitud y el derrumbamiento

La frase en que san Pablo une la venida de Cristo y la plenitud de los tiempos obliga a plantearse una pregunta: ¿Vino él porque era la plenitud de los tiempos o se realizó la plenitud de los tiempos porque vino él? San Pablo habla evidentemente de un tiempo teológico —la hora en los relojes de Dios— no de un tiempo humano tan especial-mente «maduro» que de algún modo hubiera «merecido» la encarnación del Hijo de Dios.

Sin embargo la frase demuestra que san Pablo, como muchos otros contemporáneos suyos, experimentaba la sensación de estar viviendo tiempos especialmente positivos, tiempos en los que la página de la historia iba a girar y levantar el vuelo.

Claro que también es cierto que, entre los contemporáneos de san Pablo, no faltaban quienes pintaran los horizontes más negros. Kautsky señala que en la Roma imperial encontramos la idea de una incesante y progresiva deteriorización de la humanidad y la de un constante deseo de restaurar los buenos tiempos pasados.

La verdad es que en todos los siglos de la historia podemos encontrar simultáneamente profetas de esperanzas y de desventuras, soñadores del maravilloso mundo que viene y lamentadores del no menos maravilloso pasado que se aleja. La objetividad no parece ser condición propia de la raza humana a la hora de juzgar el presente.

Pero, referido al tiempo de Cristo, la distancia nos permite hoy pensar que había razones para estar satisfechos del presente yolfatear, a la vez, la ruina próxima. Todos los grandes quicios de la historia se han caracterizado por este cruce de luces y de sombras. Y en la Roma de Augusto esta mezcla era extraordinariamente visible.

Daniel Rops lo ha dibujado con precisión:

El espectáculo del mundo romano de entonces ofrece un contraste singular entre la impresión de majestad, de orden y de poderío, que se desprende de su magnífico sistema político y los gérmenes mortales que la historia descubre en su seno. En el momento en que las sociedades llegan a su plenitud, está ya en ellas el mal que habrá de destruirlas.

Y Bishop resume esta misma impresión en su descripción de la ciudad de Roma:

Era una maravilla de cultura y relajación, de eficiencia en los negocios y de políticas de alcantarilla, de enorme poderío y de comadreo barato.

Muchas cosas marchaban bien en aquella época o mejor, al menos, que en los siglos anteriores. Las décadas que preceden a la venida de Cristo habían conocido un Occidente ensangrentado. Las guerras civiles de Roma, la sublevación de Mitridates, las incursiones de los piratas, habían convertido el Mediterráneo en un lago de sangre. Los ejércitos de Sila, de Pompeyo, de César, de Antonio, de Octavio habían devastado el mundo latino y el próximo Oriente. Pero Augusto había construido una relativa paz. Los tres millones de kilómetros cuadrados que abarcaba el Imperio romano conocían años de tranquilidad y hasta disfrutaban de una cierta coherencia jurídica.

Roma era, en aquel momento, más fuerte que ningún otro de los imperios había sido. Virgilio había escrito, sin mentira, que Roma elevó su cabeza más alto que las demás ciudades, lo mismo que el ciprés la alza sobre los matorrales. Y Plinio no carecía de argumentos para hablar de la inmensa majestad de la paz romana.

Tras siglos de matanzas, el mundo respiraba por un momento. La idea de que el género humano formaba una gran familia —idea que circulaba ya desde los tiempos de Alejandro Magno— se había generalizado entre los hombres de la época. La cuenca del Mediterráneo vivía por primera vez en la historia una unidad tanto política, como cultural y espiritual. El trinomio Roma-Grecia-Oriente parecía coexistir felizmente. Roma aportaba al patrimonio común su organización político-económica; Grecia, añadía la cultura, expresada en la lengua común (la llamada koiné), que era compartida por todos los hombres cultos de la época; en lo espiritual se respiraba, si no una unidad, sí, al menos, un cierto clima de «libertad religiosa» según la cual los dioses no se excluían los unos a los otros, sino que empezaban a ser vistos como diversas imágenes de un único Dios, que podía ser adorado por todos los hombres de los diversos pueblos.

El momento económico del mundo era aún brillante. Una buena red de carreteras unía todo el mundo latino. El Mediterráneo, limpio de piratas, ofrecía facilidades para el comercio. Incluso el turismo florecía. Augusto podía presumir -como cuenta Suetonio— de haber hecho con el Imperio lo que con Roma: dejaba de mármol la ciudad que encontró de ladrillo.


Detrás de la máscara

Sí, el mármol parecía haberlo invadido todo y Roma había llegado a ser más bella que ninguna otra ciudad del mundo antiguo. En lo alto del Capitolio, el templo de Júpiter dominaba la ciudad con sus techos de bronce dorado y su cuadriga de caballos alados. A derecha e izquierda, se extendían el foro y el campo de Marte, tan plagados de templos que apenas si podían pasar entre ellos lasprocesiones. Y desde la altura se contemplaba la siembra de monumentos que fulgían en los días de sol: el Panteón, las Termas, el Teatro Marcelo, los pórticos de Octavia...

Pero, entre tanto esplendor, seguía existiendo la casucha miserable y la callejuela tortuosa, las habitaciones insalubres, los barrios malditos.

Roma se había convertido así en símbolo y resumen de todo el imperio: si alguien levantaba la máscara de aquella paz augusta pronto veía que esa serenidad encubría un gran desorden y, consiguientemente, una gran sed de saber qué hacían los hombres sobre la tierra y cómo vivir en un mundo que carecía de todo ideal que no fuera el de aumentar el número de placeres. Cristo no llegaba, pues, a un mundo angustiado, pero tampoco a un mundo satisfecho.

Los mejores comprendían ya que tanto brillo estaba amenazado de destrucción. Y el peligro no venía tanto de los bárbaros, a quienes las legiones romanas contenían en las riberas del Danubio, cuanto de aquel gusano que roía ya el alma del Imperio. San Jerónimo haría años más tarde el diagnóstico perfecto: Lo que hace tan fuertes a los bárbaros son nuestros vicios.

Pero no sólo se trataba de corrupción moral. La herida del Imperio romano era mucho más compleja. Daniel Rops la ha analiza-do con precisión:

Aquel estado de crisis latente dependía, por una parte, de las mismas condiciones y de las necesidades de la paz admirable en que Augusto había colocado al Imperio. «Pacificada» la política, es decir: expurgada de toda libertad; dirigido el pensamiento según unas instituciones de propaganda; y domesticado el Arte por el Poder ¿qué les quedaba a quienes no se contentasen con las comodidades y satisfacciones de la disciplina y del negocio? El error de casi todos los regímenes autoritarios es creer que la felicidad material evita plantear otros problemas. La libertad interior, más indispensable que nunca, se busca entonces en la discusión de lo que constituyen los cimientos mismos del sistema. Y acaba por llegar un momento en que ya no parece que la conservación del orden constituido justifique la conservación de las injusticias, las miserias y los vicios que encubre y en que, incluso a costa de la violencia, la sociedad entera está dispuesta a buscar un orden nuevo.

Roma se encontraba así con una cuádruple crisis, grave desde todos sus ángulos: el moral, el socioeconómico, el espiritual, el religioso.


Crisis moral

La crisis más visible era la moral, pues la corrupción se exhibía sin el menor recato. Ovidio cuenta que las prostitutas se encontraban en los pórticos de la ciudad, en el teatro y en el circo tan abundantes como las estrellas del cielo. Todo estaba, eso sí, muy reglamentado: las «mujeres de la vida» tenían que estar empadronadas como tales y debían vestir la toga en lugar de la estola que usaban habitualmente las mujeres. Y los lupanares debían estar construidos fuera de las murallas y no podían «trabajar» antes de la puesta del sol. Pero, aparte de esos legalismos, todo el mundo encontraba normal el que un muchacho, cumplidos los 16 años, comenzara a frecuentar tales lugares. Era parte de la vida. Se iba incluso hacia una prostitución elegante. En la época de Augusto la prostituta estaba siendo desbancada por la «hetaira» especie de gheisa que sabía cantar, recitar poemas y servir delicados manjares en lupanares de mármol.

Pero la gran «moda» de la época era el «amor griego» y la prostitución masculina estaba perfectamente organizada. Tampoco esta inversión se ocultaba. Aunque teóricamente estaba castigada por la ley, no faltaban ejemplos en los propios palacios imperiales. Horacio cantaba sin la menor vergüenza en versos conocidísimos:

Estoy herido por la dura flecha del amor,
por Licisco, que aventaja en ternura a cualquier mujer.

Misteriosamente este libertinaje, que se permitía y hasta se veía con complacencia en el varón, no era tolerado en la mujer soltera. La vida de las muchachas era estrechamente vigilada. Y era, curiosamente, el matrimonio lo que las «liberaba». Todas procuraban, por ello, casarse cuanto antes. Una muchacha soltera a los 19 años se consideraba ya una solterona.

Y el matrimonio, en la clase rica romana, era un juego más. Organizado por los padres por razones de interés, era normal que la desposada no conociese siquiera a quien iba a ser su marido. Séneca comentaría cínicamente que en Roma se prueba todo antes de adquirir-lo, menos la esposa.

En rigor el matrimonio era una tapadera social, al margen de la cual marido y mujer tenían su vida sexual y amorosa. La Roma que vigilaba tanto a la doncella, perdonaba todos los devaneos a la mujer casada. Nuevamente Séneca escribirá irónicamente que la casada que se contentaba con un solo amante podía ser considerada virtuosa. Y Ovidio dirá con mayor desvergüenza: Las únicas mujeres puras son las que no han tenido ocasión de dejar de serlo. Y el hombre que se enfada con los amoríos de su esposa es un rústico. Con la misma frivolidad, Juvenal contaba que las mujeres romanas de la época encontraban equitativo dar la dote al marido y el cuerpo al amante.

No hace falta decir, con todo esto, que la vida familiar práctica-mente no existía. La limitación de la natalidad era corriente y muchas madres tenían hijos por la simple razón de que creían que los dioses no darían una vida ultraterrena a quien no tuviera, tras la muerte, quien cuidase su tumba. Pero el aborto era una práctica corriente y aún más el abandono de niños. En Roma existía la columna lactante, en la que había nodrizas pagadas por el Estado para amamantar a las criaturas dejadas allí por sus padres.

Si éste era el desinterés por los hijos a la hora de traerlos al mundo, fácil es imaginarse cual sería su educación. La madre que se decidía a traer a un niño al mundo, se desembarazaba enseguida de él, poniéndolo en manos de una nodriza romana, primero, y en las de una institutriz griega, después. Más tarde, si era varón, se encargaría de educarle un esclavo griego que recibía el nombre de pedagogo. Así viviría el niño, en manos de esclavos, sin ver prácticamente nunca a sus padres.


Crisis social

Si ésta era Roma en el campo de lo sexual, el panorama era aún más triste en lo social. Tal vez nunca en la historia ha sido más estridente la diferencia de clases. Y no sólo porque las distancias entre ricos y pobres fuesen muy grandes, sino porque el rico de entonces hacía vida y constante profesión pública de rico. Su sueño no era acumular capital, sino lujo; no buscaba el amontonar tierras, sino placeres.

El gran ingreso de los ricos romanos era lo conquistado en guerras a lo ancho del mundo o el fruto de exprimir con enormes impuestos a los habitantes de las colonias. Pero el río de oro que llegaba a Roma por esos dos canales no tenía otra desembocadura que el lujo y el derroche. Nadie pensaba en capitalizar o en promover inversiones industriales. Lo que fácilmente se ganaba, fácilmente se gastaba. En cuestión de lujo, los multimillonarios de hoy son pobretones al lado de los romanos.

Los suelos de las casas potentes era de mármol granulado o de mosaico; las columnas que adornaban las salas y los patios eran de mármoles ricos, de onix o incluso de alabastro; los techos estaban cubiertos de láminas de oro; las mesas y las sillas descansaban sobre patas de marfil. Los tapices más bellos adornaban las paredes, abundaban los grandes jarrones de Corinto, las vajillas de plata y oro, los divanes con incrustaciones de marfil. Un palacio digno de este nombre tenía siempre su gran jardín, su pórtico de mármol, su piscina, y no menos de cuarenta habitaciones.

El mismo lujo de las casas aparecía en los vestidos. Desde entonces puede asegurarse que no ha avanzado mucho el mercado del lujo femenino. Los romanos acababan de estrenar un producto llegado de Francia: el jabón sólido, pero mucho antes conocían toda clase de perfumes y ungüentos. La coquetería femenina nunca llegó tan alta en materia de peinados, en variedad de pelucas, en el mundo de la manicura. Las pellizas y abrigos de pieles eran habitual regalo de los esposos que regresaban vencedores de Galia o de Germania. Y la exhibición de joyas era una de las grandes pasiones de las damas. Lolia Pallina se paseaba con cuarenta millones de sestercios (más de doscientos millones de pesetas) esparcidos en sus brazos y cuello en forma de piedras preciosas. Y se cuenta de un senador que fue proscrito por Vespasiano por lucir, durante las sesiones, en sus dedos un anillo con un ópalo valorado en muchísimos millones. El mercado de joyas era uno de los mejores negocios de la Roma imperial. Plinio llega a enumerar más de cien especies de piedras preciosas. Y cuando Tiberio trató de poner freno a estas exhibiciones, tuvo que rendirse, porque —como cuentan los historiadores— de abolir la industria del lujo, se corría el peligro de precipitar a Roma en una crisis económica.

A este clima de lujo correspondía una vida de ociosidad. El romano rico se dedicaba a no hacer nada. Tras una mañana dedicada a recibir o devolver visitas a los amigos para discutir de política o leerse mutuamente sus versos, el gimnasio ocupaba el centro de su día. Tras los ejercicios de pugilato, salto o lanzamiento de disco venía la sesión de masaje y, tras ella, el complicadísimo ritual del baño, mezcla de sauna y baño actual. Se entraba primero en la sala llamada tepidarium —de aire tibio , se pasaba luego al calidarium —de aire caliente—, se entraba luego en el laconicum, de vapor hirviente, y finalmente, para provocar una reacción de la sangre, se chapuzaban en la piscina de agua fría.

Después de nuevos masajes, llegaba la hora de la comida que, como señala Montanelli, hasta cuando era sobria, consistía al menos en seis platos, de ellos dos de cerdo. La cocina era pesada, con muchas salsas de grasa animal. Pero los romanos tenían el estómago sólido.

La comida era la hora del gran derroche de lujo. Las mesas estaban cubiertas de flores y el aire era perfumado. Los servidores tenían que ser, en número, al menos el doble que los invitados y se colocaban tras cada triclinio, dispuestos a llenar sin descanso las copas que se iban vaciando. Se buscaban los manjares más caros. Juvenal contaba que los pescados sólo son verdaderamente sabrosos cuando cuestan más que los pescadores. La langosta, las ostras, las pechugas de tordo eran platos obligados. Y cuando el banquete se convertía en orgía, los criados pasaban entre las mesas distribuyendo vomitivos y bacinillas de oro. Tras la «descarga» los convidados podían continuar comiendo y comiendo. En este clima, la búsqueda de exquisiteces no tenía freno. Kautsky llega a hablar de banquetes en los que se servían, como plato superexquisito, lenguas de ruiseñores y perlas preciosas disueltas en vinagre.

Todo ello contrastaba con la pobreza de los pobres y con el uso y abuso de los esclavos. En torno a los palacios flotaba siempre una masa pedigüeña y ociosa que se resignaba a vivir a costa de los potentados. El sistema de la «clientela» les había habituado a vivir de la «espórtula» del mendigo en lugar de trabajar.

Trabajaban, en cambio, los esclavos, más baratos que nunca en la época imperial. Horacio dice en una de sus odas que el número mínimo de esclavos que puede tenerse para vivir en una comodidad «tolerable» es de diez. Pero en las casas nobles se contaban por millares.

Los esclavos eran, los más, reclutados en las guerras con los paises conquistados. En la tercera guerra de los romanos contra Macedonia —setenta años del nacimiento de Cristo— fueron saqueadas en Epiro 70 ciudades y, en un solo día, 150.000 de sus habitantes fueron vendidos como esclavos.

Su precio era ridículo. De acuerdo con Bockh el precio usual de un esclavo en Atenas era de cien a doscientas dracmas (una dracma era, más o menos, el salario de un día de trabajo). Jenofonte informa que el precio variaba entre cincuenta y mil dracmas. Y Apiano informa que en el Ponto fueron vendidos algunos esclavos por el precio de cuatro dracmas. La misma Biblia nos cuenta que los hermanos de José le vendieron por sólo veinte siclos (unas 80 jornadas de trabajo en total). Un buen caballo de silla valía por aquella época dos mil dracmas, el precio de muchos seres humanos.

La vida real de los esclavos era muy irregular: espantosa la de los que trabajaban en las minas o en las galeras, era, en cambio, regalada y ociosa si tenían la suerte de tocarles un buen amo en la ciudad. Eran muchos de ellos cocineros, escribientes, músicos, pedagogos e, incluso, médicos y filósofos. Este tipo de esclavos educados (especialmente los griegos, que eran muy cotizados) eran, en realidad, tan ociosos como sus amos. Pero siempre estaban expuestos al capricho de los dueños y a sus estallidos de cólera. Cicerón cuenta la historia de Vedio Polio que ordenó a uno de sus esclavos, por haberle roto una vasija de cristal, que se arrojara al estanque para ser comido por las voraces murenas. El mismo Augusto hizo clavar a uno de los suyos en el mástil de un navío. Y, en tiempos de Nerón, al ser asesinado un alto funcionario, se hizo matar a sus cuatrocientos esclavos: aun reconociéndoles inocentes, fueron crucificados por no haber sabido protegerle.

No es dificil comprender el odio que toda esta masa de millones de esclavos sentía hacia sus amos. Un odio tanto mayor cuanto que no se sentían capaces de derribar el poderoso sistema del Estado que garantizaba estas divisiones. Rebeliones como la de Spartaco no fueron muy frecuentes; sí lo era en cambio el huir hacia las montañas para convertirse en criminales y bandoleros o el traspasar las fronteras para unirse a los enemigos del imperio.

Para muchos otros la religión era la única esperanza. Los cultos exóticos y orientales —y tanto mejor si tenían mezcla de elementos supersticiosos— tenían éxito entre ellos y las criadas llegadas de Antioquía o Alejandría eran agentes de propaganda de los cultos exóticos que prometían una existencia menos injusta. Más tarde esa amargura serviría de camino para una mejor acogida del evangelio.


Crisis económica

A la crisis social se unía la económica. A pesar de todo su esplendor, a pesar de la buena administración de los dos últimos emperadores, la verdad es que el imperio romano estaba ya en tiempos de Cristo en vísperas de una gran bancarrota. No podía ser menos en una sociedad obsesionada únicamente por el placer y el lujo.

Cuando Cristo dijo que las zorras tienen cuevas y las aves del cielo nidos; mas el hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza (Mt 8, 20) estaba repitiendo casi literalmente un pensamiento que 130 años antes había expuesto Tiberio Graco:

Los animales silvestres de Italia tienen sus cuevas y sus cobertizos donde descansar, pero los hombres que luchan y mueren por la grandeza de Roma no poseen otra cosa que la luz y el aire, y esto porque no se lo pueden quitar. Sin hogar y sin un lugar donde resguardarse, vagan de un lugar para otro con sus mujeres e hijos.

Pero en aquel tiempo eran muy pocos los que pensaban en la grandeza y el futuro de Roma. Lo único que unía a ricos y pobres era su obsesión por la conquista del placer de cada día. Los ricos no tenían el menor deseo de cambiar un mundo en que tan bien lo pasaban. Pero tampoco los pobres aspiraban a cambiar el mundo, sino simplemente a que las riquezas cambiaran de dueño. Ni trabajaban, ni deseaban trabajar. Todo lo que deseaban era una distinta distribución de los placeres, no una mejoría de producción. Kaustky ha señalado con exactitud:

La economía basada en la esclavitud no suponía ningún avance técnico, sino un retroceso, que no sólo feminizaba a los amos y los hacía incapaces para el trabajo, que no sólo aumentaba el número de trabaja-dores improductivos de la sociedad, sino que, además, disminuía la productividad de los trabajadores productivos y retardaba los avances de la técnica, con la posible excepción de ciertos comercios de lujo.

El esclavismo era, así, no sólo una brutal injusticia, sino también un enorme error económico. No sólo destruyó y desplazó al campesinado libre, sino que no lo sustituyó por nada. ¿Quién se preocupaba por mejorar los medios y métodos de producción cuando los esclavos la hacían tan barata?

Pero el esclavismo estaba cavando su propia tumba. Era un sistema que sólo podía alimentarse con la guerra. Precisaba cada día nuevas victorias que aportasen nuevas remesas de esclavos; hacía necesaria una constante expansión del Imperio para conseguir mantener el ritmo de esclavos baratos que Roma consumía.

Pero este crecimiento constante precisaba, a su vez, un aumento constante del número de soldados que custodiasen las cada vez más anchas fronteras del Imperio. En tiempo de Augusto la cifra era ya de 300.000. Años después esta cifra llegaba a doblarse. Lo enorme de esta cifra se comprenderá si se tiene en cuenta la corta densidad de población que el Imperio romano tenía. Italia contaba en tiempos de Augusto con menos de seis millones de habitantes y todo el imperio no superaba los cincuenta y cinco. Si se añade que el ejército estaba entonces extraordinariamente bien pagado, se entenderá la sangría que suponía su mantenimiento.

Sólo había pues dos maneras de sostener la economía: los impuestos y el pillaje de las provincias conquistadas. Pero uno y otro sistema hacían crecer el odio que carcomía los cimientos económicos del colosal Imperio romano, que se convertía así en realización perfecta de la estatua bíblica con cabeza de oro y pies de barro.


La crisis espiritual y religiosa

Pero la crisis de las crisis se desarrollaba en el mundo del espíritu. Tito Livio describiría la situación de la época con una frase trágica: Hemos llegado a un punto en el que ya no podemos soportar ni nuestros vicios, ni los remedios que de ellos nos curarían. En realidad Roma no había tenido nunca un pensamiento autónomo. Ni sus filósofos ni sus artistas habían hecho otra cosa que seguir el camino abierto por los griegos. Pero ahora esa pobreza ideológica había llegado al extremo. Eran los estoicos quienes mayormente pesaban en aquel momento. Y, si eran admirables en algunos de sus puntos de vista morales, nunca tuvieron un pensamiento positivo que pudiera dar sentido a una vida. Huye de la multitud —dirá Séneca—, huye de la minoría, huye incluso de la compañía de uno solo. ¿Cómo vivir de un pensamiento tan derrotista sobre la humanidad? ¿Qué esperar —se preguntará Rops con justicia— de una sociedad cuyos mejores dimiten?

Y esta crisis de lo ideológico se hacía más grave al llegar al campo de lo religioso. El declinar, tanto del politeismo griego como de la antigua religiosidad romana, era más que evidente. En Grecia, la crítica frontal que el racionalismo había hecho de los dioses, había empujado a las masas hacia la más total incredulidad. La visión del mundo que arrancaba de Demócrito, y que Epicuro había popularizado, no dejaba lugar alguno para los dioses. Y el evemerismo había contribuido finalmente a la «desdivinización» del mundo religioso griego. Es cierto que todas estas ideas habían nacido entre los intelectuales y clases altas, pero la polémica entre cínicos y estoicos había popularizado el tema y actuado como un corrosivo en la fe popular. La evolución política del mundo mediterráneo contribuiría aún más al hundimiento de la fe en Grecia durante los decenios que precedieron la venida de Cristo. La mezcla de ideas que supuso la emigración helenística a Oriente y la llegada de los cultos orientales a Grecia, en lugar de producir una purificación dio origen a un sincretismo que terminó convirtiéndose en una pérdida de sustancia religiosa.

La misma crisis que afectó a Grecia hirió también el mundo religioso romano. La vieja religión romana —puramente ritualista y cuyo único gesto religioso era ofrecer sacrificios para aplacar a unos dioses vengativos— no podía ya convencer a nadie. El culto a la Ciudad, que se había convertido ahora en culto al emperador, era, en definitiva, más una manifestación política de vasallaje que un verdadero gesto religioso. Y es dudoso que el pueblo romano llegara en algún tiempo a aceptar al amplio mundo mitológico que llegaba de Grecia. Probablemente los más pensaban como Juvenal:

Que hay unos Manes y un reino subterráneo de ranas negras en la Estigia y un barquero armado con un garfio para pasar en una sola barca a tantos millares de hombres, son cosas que no las creen ya ni los chiquillos.

Esto explica el interés que, por aquella época, despertaban en Roma los cultos orientales. La capital del Imperio rebosaba en aquel tiempo de magos, astrólogos y todo tipo de farsantes charlatanes. La última razón de ello estaba probablemente en el hecho de que ni la antigua religión romana ni el politeísmo griego habían respondido jamás a las preguntas del hombre sobre el más allá, a sus deseos de supervivencia tras la muerte. La falta de este aspecto soteriológico hacía que los romanos se volvieran hacia cualquier forma de religiosidad que respondiese a esa necesidad. Las nuevas religiones orientales aportaban, cuando menos, una apariencia misteriosa que llenaba los deseos recónditos de las almas romanas. Los «misterios» orientales no se limitaban a organizar el culto, sino que trataban de explicar al hombre cómo debía organizar moralmente su existencia en este mundo para asegurarse la existencia en el más allá.

Roma estaba, pues, llena de santuarios a Isis y Osiris; tenía gran éxito la diosa negra venida de Frigia y a la que los romanos conoce-rían como Cibeles. Más tarde vendrían Astarté, Afrodita... Al seco racionalismo del politeísmo griego, se oponía ahora una mezcla de toda forma de sentimentalismo irracional.

Pero aún estos cultos orientales llegaban difícilmente a la masa, que se contentaba simplemente con una religiosidad supersticiosa. La fe de las masas se centraba en lo astrológico y en los ritos ocultistas de magos y pitonisas. La idea de que la vida era conducida por las estrellas era central entonces. La interrogación a los astrólogos, hecha con un verdadero temor servil, se practicaba aun para las cosas más pequeñas: al emprender un viaje, al comprar un animal. Y se practicaba también en las cosas importantes. Los propios emperadores, que prohibían estas formas de magia, consultaban a hechiceros y pitonisas antes de emprender una campaña militar. Los magos, los intérpretes de oráculos, eran parte sustancial de toda fiesta popular. Y explotaban el fuerte temor a los demonios que se había extendido tanto por todo el mundo helenístico en las últimas décadas. Había una enorme sed de maravillosismo. Los templos de Asclepio o Esculapio eran lugares de peregrinación constante por parte de enfermos y lisiados de todo tipo. Asclepio —cuyo culto tanta lucha presentará al cristianismo naciente— era «el salvador del mundo».

El emperador Augusto intentó contener esta ola de supersticiones y frenar la ruina religiosa y moral de su pueblo y propició para ello una reconstrucción oficial de la religión. Pero la fe no se impone por decreto. Augusto vigorizó el culto, pero no la fe. Reorganizó los antiguos colegios sacerdotales, restauró los santuarios en ruinas, restableció las fiestas de los dioses que habían caído en olvido, devolvió a las familias principales su papel de directivos religiosos del pueblo. Pero si era fácil imponer unas ceremonias, no lo era cambiar el corazón. Y los nobles se limitaron a aumentar su dosis de hipocresía, aunando culto e incredulidad.

Tampoco la idea de implantar un culto al soberano fructificó. Se levantaron, sí, muchos templos y estatuas a su nombre, pero todos lo veían como un hecho político y no religioso.


La esperanza de salvación

Es comprensible que todo este estado de cosas creara en los romanos un gran vacío espiritual y que por todas partes se soñase un cambio en el mundo. Es sobradamente conocido que Virgilio en su Egloga IV escribió unos versos extraños anunciando el nacimiento de un niño milagroso con el que llegaría al mundo una edad de oro.

Durante siglos se dió a este poema un carácter casi profético. En muchos templos cristianos —en la misma Capilla Sixtina— se ha pintado a la Sibila de Cumas, como anunciadora de este mesías esperado. Hoy no se reconoce a este poema Virgiliano este carácter tan hondamente religioso, pero sí se le ve como expresión de la tensa espera en que vivían por entonces los mejores espíritus.

Esta sed iba a ser un gran abono para la llegada del evangelio. Rops ha escrito:

El imperio preparó al evangelio el cómodo marco por donde se difundió, los medios de comunicación que utilizaron los apóstoles y la paz que le permitió arraigar antes de la hora de las grandes alteraciones. Pero a todos los problemas que se planteaban entonces a los hombres fue Cristo quien aportó solución.

En la crisis de la inteligencia, la doctrina de Jesús reconstruyó las mismas bases de la persona, para fundar así un nuevo humanismo. Para la crisis moral, suscitó un cambio radical en los principios que, en vez de depender de la sola razón y de los intereses sancionados por las leyes colectivas, se refirieron directamente a Dios. En la crisis social, el evangelio devolvió al hombre a su dignidad y, al proclamar que la única ley necesaria era el amor, colmó de un golpe la espera de los humillados y de los esclavos y permitió a la sociedad hacer circular por sus venas una sangre nueva. Y en la crisis espiritual, toda una confusa aspiración hacia un ideal de justicia sobre la tierra y paz más allá de la tumba, desembocó por fin en la luz de una doctrina precisa, más pura que ninguna otra.

El diagnóstico de Rops puede que peque de optimista; muestra, al menos, una sola cara del problema. Porque también es verdad que todo el mundo filosófico y religioso de la época se oponía en lo más íntimo a la idea de un Dios muerto como un malhechor para salvar a los hombres; y que no era aquel mundo el más capacitado para comprender las bienaventuranzas y que todo se oponía en la sabiduría griega a la locura cristiana. El mismo corsé jurídico romano sería un día una grave tentación en la que no pocos cristianos caerían. Y el culto al emperador sería una llaga que sangraría de persecuciones en todos los rincones del Imperio.

Pero también es evidente que la tendencia al monoteísmo —tras el cansancio de tantos dioses mediocres y grotescos— y que el profundo anhelo de redención que todas las almas despiertas experimentaban, iban a ser buena tierra en la que germinase, con fuerza aunque con dificultades, la semilla evangélica. Dios venía a un mundo podrido. Y el mundo, aunque podrido, le esperaba.

 

II. UN OSCURO RINCÓN DEL IMPERIO

Tengo ante mis ojos un mapa del siglo XVI en el que Jerusalén aparece como el centro del mundo. Naciones, continentes, todo gira en torno a la ciudad cien veces santa.

No era así en tiempos de Cristo. Jerusalén y Palestina eran un rincón del mundo, un rincón de los menos conocidos y de los más despreciados. El romano medio, y aún el culto, difícilmente hubiera sabido decir en qué zona de Oriente estaba situada Palestina.

Pero no sólo era desconocimiento, sino verdadera antipatía y aún hostilidad. El antisemitismo es un fenómeno muy anterior a Cristo.

Cicerón, en su defensa de Flaco, llama a la religión de los judíos superstición bárbara. Y a él se atribuye la frase que afirma que el Dios de los judíos debe ser un dios muy pequeño, pues les dio una tierra tan pequeña como nación.

Más duro es Tácito que llama repulsivas e imbéciles a las costumbres de los judíos, que les apoda raza abominable y que les retrata como un pueblo poseído por una odiosa hostilidad hacia los demás. Se separan de los demás en las comidas, tratan de no cohabitar con mujeres de otras creencias, pero entre ellos no hay nada que no sea permitido. Incluso las más hondas creencias de los judíos son criticables para Tácito: Las almas de los muertos en batalla o ejecutados por su religión, las consideran inmortales; de ahí su tendencia a engendrar hijos y su desprecio a la muerte.

Aún carga más la mano Juvenal en su Sátira XIV. En ella habla de un país donde existe aún una vetustísima y delicada sensibilidad hacia los cerdos; tanto que ni la carne humana es más apreciada. Llama después a los judíos haraganes porque descansan en sábado y adora-dores de nubes porque no conocen las estatuas de los dioses.

Apolonio les califica de los menos dotados de todos los bárbaros, razón por la cual no han contribuido con ningún invento al progreso de la civilización. Les presenta, además, como impíos y ateos porque no representan a su Dios en imágenes, ni permiten inscribirlo en el catálogo de los dioses asiaticorromanos. Plinio los señala como raza conocida de todos por su vergonzoso ateísmo. Y Tácito como desprecia-dores de los dioses.

Si esto ocurría en la pluma de los cultos, es fácil imaginarse lo que aparecería en la boca del pueblo. En las comedias romanas era frecuente presentar al judío como el tonto o el fanático: los chistes sobre ellos siempre encontraban un auditorio dispuesto a reír a grandes carcajadas.

Y pueden encontrarse en aquella época varios casos de terribles pogroms. Mommsen tiene una excelente descripción de uno ocurrido en Alejandría por los mismos años en que moría Cristo:

Estalló una furiosa caza de judíos. Aquellas habitaciones de judíos que no fueron cerradas a tiempo, fueron saqueadas e incendiadas, los barcos judíos en el puerto fueron desvalijados, los judíos encontrados en los distritos no judaicos fueron maltratados y asesinados.


La aportación más grande a la historia del mundo

Este país ignorado y este pueblo despreciado iban a ser, sin embargo, los elegidos por Dios para hacer la mayor aportación a la historia del mundo y de la humanidad.

Israel iba a dar al mundo el concepto de la unidad de Dios. Sólo dos de las naciones de la civilización antigua, los persas y los judíos, habían llegado al monoteísmo, no como una filosofía, sino como una religión. Por ello —como reconoce el mismo pensador marxista Kautsky— los judíos pudieron así ofrecer el alimento más aceptable a las mentes del decadente mundo antiguo, que dudaban de sus propios dioses tradicionales, pero que no tenían la suficiente energía para crearse un concepto de la vida sin un dios o con un dios único. Entre las muchas religiones que se encontraban en el imperio romano, la judaica era la que mejor satisfacía el pensamiento y las necesidades de la época; era superior no sólo a la filosofía de los «paganos», sino también a sus religiones. Tal vez ésta era la razón por la que los romanos se refugiaban en la ironía y el desprecio: el hombre siempre gusta de defenderse con risas de aquellas novedades que le desbordan y amenazan sus viejas rutinas.

Pero Israel no sólo iba a ofrecer al mundo la idea de la unidad de Dios. Iba, además, a avanzar muchos kilómetros por las entrañas de la naturaleza de ese Dios uno. Grundmann lo ha definido muy bien:

La humanidad debe a Israel la creencia en un Dios creador y conservador del cielo y de la tierra que rige los destinos de los pueblos y de los hombres; irrepresentable e inaprensible, no es un pedazo de su mundo, sino que se encuentra frente a él y lo gobierna. Israel testimonia de sí mismo que este Dios es aliado suyo y lo hizo el pueblo de su alianza; le reveló su ser y le dió a conocer su voluntad en santos mandamientos.

Pero aún no es eso lo más importante que Israel ha regalado al mundo. Porque Israel iba a dar tierra, patria, raza, carne, al mismo Dios cuando decidió hacerse hombre. Israel se constituía así en frontera por la que la humanidad limita con lo eterno. Tendremos que conocer bien esa tierra y este pueblo.


Con el nombre de los enemigos

Conocemos con el nombre de Palestina la zona costera del Oriente próximo en la que se desarrolló la historia de Israel. No siempre se llamó así. Este nombre de «Palestina» aparece en los tiempos de Adriano, después de la segunda guerra judaica, por el mismo tiempo en que Jerusalén fue bautizada con el nombre de Colonia Aelia Capitolina. Mas si el viejo nombre de la ciudad venció pronto al puesto por los romanos, no ocurrió así con el del país y eso que, en realidad, era para los judíos un nombre infamante.

La tierra de los israelitas se había llamado, antes de su llegada, Canaán. Posteriormente comenzó a ser conocida como Judea, por Judá, la más importante de las tribus de Israel. Pero el nombre que permanecerá será el puesto con negras intenciones por los romanos: Palestina, la tierra de los filisteos (Philistin), los eternos enemigos de los judíos. Se trataba de borrar su recuerdo hasta del nombre de su país.

Este dato resume entera la historia de este pueblo que se diría nacido para la persecución. Puede que la misma situación geográfica de su tierra esté en la raíz de todo. Palestina está en el centro del gran cascanueces que formaban los dos mayores imperios del Oriente: Sirios y egipcios, en su permanente lucha por la hegemonía del mundo oriental, ocuparán alternativamente las tierras palestinas. Situada —escribe Stauffer en un rincón tempestuoso entre ambos continentes, por todas partes la rodearon y atacaron los Imperios más antiguos de la tierra. Cuando había equilibrio de poder entre ambas potencias, Israel podía vivir con relativa independencia; pero en cuanto uno de los dos se sentía poderoso, era Israel el primer invadido. Desgraciada-mente ninguno de los dos imperios era lo suficientemente fuerte para mantener mucho tiempo su dominio (Palestina habría vivido así bajo su dependencia, pero tranquila) y, así, el alternarse de amos parecía su sino, gemelo al que Polonia vivió en el siglo XVIII, cogida entre las tenazas de Rusia, Prusia y Austria. Si a esto se añade el que Palestina estaba atravesada por grandes rutas comerciales, con las que dominaba el tráfico entre Egipto y Siria, por un lado, y entre los fenicios del actual Líbano y los habitantes de Arabia, se comprenderá que fuera un bocado predilecto de todo invasor que quisiera controlar el Próximo y Medio Oriente. Así fue en los tiempos de David, así lo conoció Cristo en su época, así sigue ocurriendo hoy.


Un pequeño país

Palestina era un pequeño país. San Jerónimo llegó a escribir: Da vergüenza decir el tamaño de la tierra de promisión: no vayamos con ello a dar ocasión de blasfemar a los paganos. A esta pequeñez, sobre todo en comparación con los grandes imperios que la rodean, alude sin duda Isaías cuando pone en boca del Señor estas palabras dirigidas a Sión: Tus hijos te dirán: el espacio es demasiado estrecho para mí; hazme sitio para que pueda habitar en él. Y a ello se debe también el que el antiguo testamento presente siempre a Palestina como el escabel de los pies del Señor.

Geográficamente está situada entre los grados 31 y 32 de latitud norte y los 34 y 36 de longitud. La distancia máxima en el país (entre las faldas meridionales del Líbano y Bersabee) es de 230 kilómetros. Y la anchura varía entre un mínimo de 37 kilómetros (en el norte) y un máximo de 150 (al sur del mar Muerto).

La superficie de sus tierras es de 15.643 kilómetros cuadrados en la ribera izquierda del Jordán (Cisjordania) y de 9.481 kilómetros al otro lado del río (Transjordania). La extensión total, pues, de Palestina es de poco más de 25.000 kilómetros. Semejante a la de Bélgica o a la de la isla de Sicilia. Menor que la de las cuatro provincias gallegas juntas.

La región entera —como precisa Ricciotti— está dividida por el profundo valle por el que corre el Jordán y que constituye un fenómeno geológico único en el globo. Este valle, prolongándose desde el Tauro a través de la Celesiria, se hunde cada vez más a medida que se interna en Palestina, alcanza su mayor profundidad en el mar Muerto y pasando junto a la península del Sinaí llega al mar Rojo. A la altura de Dan el nivel de este valle se mantiene a 550 metros sobre el nivel del Mediterráneo, pero enseguida baja vertiginosamente y, diez kilómetros más abajo, en el lago de El-Hule el nivel del agua ya sólo es de dos metros sobre el del mar. En el lago de Tiberiades estamos ya a 208 metros bajo el nivel del Mediterráneo. Seguimos descendiendo y en la embocadura del mar Muerto el nivel del agua es ya de 394 bajo el del mar. Al fondo del mismo mar Muerto el nivel es ya de 793 metros bajo el del mar, constituyendo la depresión continental mayor de todo el planeta. Por el centro de este valle corre el río Jordán que va buscando remansos en sucesivos lagos hasta desembocar en el mar Muerto, sin llegar al Océano. Corre primero unos cuarenta kilómetros hasta llegar al lago de El-Hule, que mide unos 6 kilómetros de longitud y tiene muy pocos metros de profundidad. Luego, tras un rápido descenso de 17 kilómetros, el Jordán vuelve a remansarse en el lago de Tiberiades o de Gennesa-reth, cuyas riberas serán escenario de casi toda la vida pública de Cristo. Es un lago casi oval de 21 kilómetros de longitud por 12 de anchura, que alcanza profundidades de hasta 45 metros. Entre Tiberiades y el mar Muerto, el Jordán recorre, serpenteando, 109 kilómetros, en los últimos de los cuales la vegetación que ha acompañado al río en todo su curso comienza a desaparecer, al paso que la corriente del río se va haciendo salobre y lenta.


Un paisaje vulgar

Los escrituristas han señalado muchas veces el hecho de que ni una sola vez se aluda en los evangelios a la belleza estética del paisaje ante el que suceden los hechos. En realidad poco había que decir. Desde el punto de vista de la belleza natural cualquier país aventaja a Palestina. Es, sí, sumamente variado, sobre todo teniendo en cuenta la pequeñez del país, pero en ningún caso pasa de lo vulgar. La monotonía es su carácter más habitual. El color gris de las rocas que, casi por todas partes, emergen del suelo, la falta de árboles, la ausencia de verdor durante la mayor parte del año, los lechos secos y pedregosos de los torrentes invernales, las formas, por lo común semejantes, de las cumbres redondas y desnudas, son ciertamente poco a propósito para deleitar cuando se los contempla durante largas horas.

Esta descripción de Fillion, que era absolutamente exacta hace veinte años, ha cambiado un poco con el esfuerzo de los judíos por devolver verdor a las tierras que la incuria árabe transformó en eriales. Pero, aunque algo ha mejorado, sigue lejos de ser aquel país entusiasmante que mana leche y miel que imaginaron los judíos al llegar fatigados del largo caminar por el desierto.

Climatológicamente Palestina es una típica región subtropical en la que sólo hay dos estaciones: la invernal o de las lluvias (de noviembre a abril) y la seca o estival (de mayo a octubre). En verano las lluvias son rarísimas. Las invernales —sobre todo en enero y febrero— superan con frecuencia los 65 centímetros de media.

En conjunto, el tiempo es bueno en Palestina, por lo que, fuera del tiempo de las lluvias, buena parte de la vida se hace al aire libre. Las temperaturas medias son de 8 grados en enero, de 14 en primavera, en torno a 24 en verano y próximas a 19 en otoño.

Pero en realidad la temperatura es muy variable en Palestina. En el valle del Jordán, encajonado y angosto, es casi siempre más alta que en el resto del país. Con frecuencia se aproxima a los 50 grados.

En Jerusalén, que está a 740 metros sobre el nivel del mar, la temperatura media anual es de 16 grados. La media de enero gira en torno a los 10 y la de agosto en torno a 27. Prácticamente nunca baja de cero, pero no es infrecuente que, en verano, sobrepase los cuarenta.

Más caluroso es Nazaret, que está a sólo 300 metros sobre el nivel del mar. Aquí es frecuente sobrepasar los 40 grados y aun en invierno nunca se llega a los cero grados.

En Palestina la nieve es rarísima. A veces en las altas montañas. En Jerusalén llega a nevar algunas veces, pero casi nunca cuaja la nevada y apenas dura, si lo hace.

Se entiende por todo ello que a los palestinos les preocupase mucho más el calor que el frío. Y el viento más que los dos. En primavera es muy frecuente el «sherquijje» o siroco, viento cálido del este, o también el famoso «khamsin» o simún, del sureste, ambos asesinos para la salud y la agricultura.


Las cuatro provincias

En tiempos de Cristo no se usaba ya la vieja división del país en doce tribus, sino la partición administrativa en cuatro grandes provincias y algunos otros territorios más o menos autónomos. Cuatro provincias muy diferentes entre sí y de las cuales tres estaban situadas en el lado occidental del Jordán y sólo una, Perea, en el oriental. En las cuatro se desarrollará la vida de Jesús, pero en Samaria y Perea se tratará sólo de breves estancias. Son Judea y Galilea el verdadero escenario de la gran aventura' de la gran ventura.

Judea jugaba, desde siempre, el papel de protagonista. En ella estaba Jerusalén, centro religioso, político y cultural del país. Judea era, como decían los rabinos, el país de la Schekinah, es decir: el de la divina presencia, una especie de «santo de los santos» de la geografía del mundo. Estrabón, el famoso geógrafo romano, había escrito que nadie emprendería una guerra por apoderarse de este país de riqueza material tan escasa. Pero los habitantes de Judea basaban su orgullo en cosas bien distintas de su riqueza material. Presumían incluso de la pobreza de sus campos. El Talmud escribía, con una clara punta de orgullo de habitante de Judea: Quien desee adquirir la ciencia que vaya al Sur (Judea); quien aspire a ganar dinero que vaya al norte (Galilea). Ciertamente era Judea la región más culta, más cumplidora de la ley entre los judíos del tiempo de Jesús. De ella salían la mayoría de los rabinos y los miembros de la secta farisaica. Por eso despreciaban a las demás regiones y se preguntaban con asombro si de Galilea podía salir algo bueno.

En Judea estaban, además, las ciudades más grandes e importan-tes de la Palestina de entonces. Aparte de Jerusalén, en la zona del Mediterráneo nos encontramos con Gaza y Ascalón, dos ciudades célebres construidas por los filisteos y odiadas, por ello, por los judíos; con Jamnia, que tras la destrucción de Jerusalén fue durantealgún tiempo residencia del sanedrín y centro cultural del país; con Lydda, una gran ciudad comercial situada a una jornada de camino de Jerusalén; con el puerto de Jaffa, en el que en otro tiempo embarcara el profeta Jonás; con Antípatris que formaba el límite septentrional de Judea.

Más importante era aún la zona llamada de la «montaña real». Aparte de Jerusalén allí estaba Hebrón, patria y sepulcro de Abrahán; y Belén patria de David y de Cristo: y, en el valle del Jordán, a unos veinticinco kilómetros de la capital, Jericó, una bella ciudad en un oasis en medio del desierto.

Al norte de Judea y separada de ella por una línea artifical a la altura de Antípatris y Silo estaba la provincia de Samaria que, por todas las circunstancias de su población, se hubiera dicho que era más una nación diferente que una provincia del mismo país. Dos pueblos aborrece mi alma —escribe el talmudista hijo de Ben Sirac—y un tercero que no es ni siquiera un pueblo: los que habitan en el monte de Seir, los filisteos y el pueblo insensato de Siquem (los samaritanos). Esta aversión venía de antiguo, desde que Sargón, rey de Asiria, después de apoderarse de Palestina y llevarse exilados a la mayor parte de sus habitantes, asentó en la región de Samaria una mezcla de pueblos traídos —como dice el libro de los Reyes (4 Re 17, 24) de Babilonia y de Cutha, de Avoth, de Emath y de Sefarvain. Esta mezcolanza constituyó el pueblo samaritano, que también en lo religioso vivía una mezcla de cultos orientales y de creencias judías. Que los samaritanos se atrevieran a presentar su religión como culto al verdadero Dios irritaba a los judíos; que, encima, se atrevieran a levantar en Garizin un templo émulo del de Jerusalén, sobrepasaba toda la medida. Se comprende así que llamar a uno «samaritano» fuera el más fuerte de los insultes: que el Talmud ni siquiera mencione a Samaria entre las regiones de Palestina; y que los judíos se purificasen después de encontrarse con un samaritano o de cruzar su tierra. Era incluso muy frecuente que quienes bajaban de Galilea a Judea dieran un rodeo por Perea para no tener que pisar la provincia blasfema.

En los límites geográficos de Samaria, pero perteneciendo jurídicamente a Judea, estaba, a orillas del Mediterráneo, Cesarea. Era, después de Jerusalén, la ciudad más importante de Palestina; ciudad centro de la dominación romana y residencia habitual del procurador, era una ciudad típicamente pagana, odiada, por tanto, por los judíos. Los rabinos la denominaban ciudad de la abominación y de la blasfemia. Era en tiempos de Cristo una bella ciudad, tras haber sido engrandecida y embellecida por Herodes que cambió también su antiguo nombre de Torre de Estratón por el de Cesarea, en honor de Augusto. Tenía entonces un excelente puerto. Hoy es sólo un montón de ruinas.


Dulce y bronca Galilea

Desde el punto de vista de la vida de Cristo es Galilea la región que más nos interesa. Su nombre viene de la palabra hebrea «galil» que significa círculo y también anillo o distrito. Era la región más bella y fructífera de Palestina. Los contrafuertes del monte Hermón, el Tabor, la llanura de Esdrelón, el lago de Tiberiades y sus cercanías formaban un conjunto verdaderamente hermoso. Sobre su fertilidad dice el Talmud que es más fácil criar una legión de olivos en Galilea que un niño en Judea.

Era también la zona más poblada de Palestina, aunque no puedan considerarse verdaderas las exageraciones de Flavio Josefo cuando escribe que la menor ciudad de Galilea tenía 15.000 habitantes. Sí parece en cambio bastante exacto el retrato que el historiador nos deja del carácter de los galileos. Eran, dice, muy laboriosos, osados, valientes, impulsivos, fáciles a la ira y pendencieros. Ardientes patriotas, soportaban a regañadientes el yugo romano y estaban más dispuestos a los tumultos y sediciones que los judíos de las demás comarcas. Muchas páginas evangélicas atestiguan la exactitud de esta descripción. También el Talmud asegura que los galileos se cuidaban más del honor que del dinero.

Eran, sin embargo, despreciados por los habitantes de Judea que les consideraban poco cumplidores de la ley. El contacto con los paganos era mayor en Galilea que en Judea. La provincia estaba abierta al comercio con Fenicia, el Líbano de hoy y la colonia de Séforis, plantada en medio de la región, era un permanente punto de contacto con el helenismo. Por ello hablaban a veces los habitantes de Jerusalén —y el mismo san Mateo de Galilea de los gentiles. Los galileos eran, sí, buenos cumplidores de la ley, pero hacían menos caso de las tradiciones farisaicas, por lo que eran acusados de «relaja-miento». Un día los doctores dirán a Nicodemo: Examina las escrituras y verás que de Galilea no salen profetas (Jn 7, 52). Efectivamente los galileos no gustaban de los tiquismiquis en el estudio de la ley y eran pocos los galileos que pertenecían a los doctores de la misma. Eran, en cambio, quizá más exigentes en el cumplimiento de lo fundamental de la ley.

El nivel cultural era inferior al de Judea. Su pronunciación era torpe y dura. En Jerusalén se reían y hacían bromas al escuchar a un galileo, que era conocido en cuanto abría la boca.

En la región no había ninguna ciudad muy populosa, aunque sí abundaban las de tamaño medio. Séforis, población casi griega, era la más importante. Y en ella encontraban trabajo muchos habitantes de los alrededores. Pero las más importantes se acumulaban en torno allago de Tiberiades o Gennesaret. Allí estaba la propia Tiberiades, construida por Herodes Antipas en honor a Tiberio, y Cafarnaún, Bethsaida, Magdala, Corozaín. Gran parte de la vida pública de Jesús tuvo estas ciudades como escenario. En la llanura de Esdrelón se asentaba Naín («la graciosa») y al pie del monte Carmelo estaba Haiffa. En la Galilea superior destacaba Safed, la ciudad que estaba sobre un monte, suspendida al Noroeste del lago y a la que Jesús aludía probablemente cuando hablaba de la ciudad que no puede permanecer oculta.

Y menor que todas, pero más importante que todas, Nazaret, la «flor» de Galilea, la ciudad más cerca del corazón de cuantas existen en el mundo.


Al otro lado del Jordán

Al otro lado del Jordán estaba Perea, la región menos poblada y la menos importante a efectos de la vida de Cristo. La fosa del Jordán la alejaba en realidad muchos kilómetros de las demás provincias. El Talmud apenas se ocupa de ella y no faltan en él los refranes despectivos para la región: «Judá —dice uno— representa el trigo; Galilea la paja; Perea la cizaña».

En el evangelio no se cita jamás el nombre de ninguna ciudad de Perea, pero sí que a Jesús le seguían muchos de la Trasjordania. Perea está, además, unida al recuerdo de Juan Bautista, encarcelado por Herodes Antipas en la fortaleza de Maqueronte.

Al margen de estas cuatro regiones de Palestina estaban los departamentos que podríamos llamar autónomos: la Decápolis, la Iturea, la Traconítide, la Abilene. Pero poco tuvieron que ver todas estas regiones con la vida de Jesús.

Una vida, como se ve, muy circunscrita en lo que a geografia se refiere. Más que la de ningún otro líder importante de la historia, más que la de cualquier otro profeta o mensajero del espíritu. El espacio no era fundamental para Cristo, sino la profundidad. Los evangelistas nos dan, sí, los datos de una geografía sólo para señalar el realismo de sus relatos, pero sin el menor fetichismo por los lugares. En muchos casos se limitan a decir en cierto lugar, incluso tratándose de hechos importantes.

Pero son suficientes los datos que tenemos para fijar lo sustancial de esa geografia. Geografía que apenas ha cambiado. Gran parte de las ciudades conservan los viejos nombres o leves evoluciones de los mismos. La misma tierra de Jesús apenas ha sufrido cambios en lo que a geografia e incluso en cuanto a vivienda y costumbres se refiere. Quien hoy pasea por muchos lugares de Palestina, si contempla los rostros, las casas, los caminos, los campos, tiene la impresión de que el tiempo no hubiera avanzado y que aún estuviéramos en los años en que él pisaba en esta tierra.


Un pueblo invadido por Dios

En este país tan poco especial vivía un pueblo muy especial, un pueblo que en nada se parecía a todos los demás que poblaban el mundo. Las demás naciones les juzgaban orgullosos, pero aquella hurañía suya no tenía nada que ver con tantos otros engreimientos o altanerías nacionales como la historia ha conocido. El judío, estuviera donde estuviera, se sabía judío antes que nada: su corazón estaba siempre en Jerusalén y se sentía exilado mientras no pudiera regresar allí. El judío no era arisco por temperamento. Al contrario: era sentimental, amigo de la familia, de los niños, se conmovía fácilmente, hasta se podía decir que tenía más corazón que inteligencia. Pero esta su necesidad de amor no le llevaba a mezclarse con quienes no eran judíos. ¿Por un sentimiento racista que le llevara a despreciar a las demás naciones y razas? Sería una respuesta demasiado fácil. Porque ésta era sólo una de las muchas contradicciones que el judío llevaba en su alma: era valiente, no tenía miedo a la muerte, pero se negaba a combatir en cualquier ejército que luchase en sábado (es decir: todos los no judíos). Podía incluso un judío tener adormilada su fe, pero no el cumplimiento de sus obligaciones. Aun con poca fe, un judío estaba dispuesto a morir antes que someterse a una orden que fuera contra su ley. Como si hubiera una fe más honda que la misma fe, una raíz incorruptible aun cuando todo estuviera corrompido.

¿Cuál era el misterio de aquel pueblo? Se llamaba Yahvé. El judío era un pueblo literalmente invadido, poseído por Dios. Podía ser pecador pero se seguía sabiendo elegido para una misión sin par en el universo. Era un pueblo guiado por una vertiginosa esperanza.

Escribe Rops:

No tenían ningún pensamiento, ninguna certidumbre más ardiente que la de la misión sobrenatural de la que su raza había sido investida por Dios desde hacía dos mil años. La convicción de ser el pueblo elegido, la nación testigo por la cual el culto del Unico debía ser afirmado en el mundo, había bastado para que, en las horas más sombrías de su historia, hubiese tenido el coraje de mantener, contra todo, su esperanza y su fidelidad.

Sí, no es que Israel hubiera sido un pueblo más o menos religioso, es que era un pueblo que sólo era religioso. Política, economía, arte, ciencia, vida cotidiana, todo eran sinónimos de religión. Nunca ha existido un pueblo tan total, tan absolutamente teocrático, un pueblo cuyas decisiones se guiaron siempre y sólo por Dios: a su favor o en su contra, pero con él como único horizonte.

Dios había estado en los albores de la vida de este pueblo dándole dirección y sentido. Cuando, en los comienzos del segundo milenio antes de Cristo, Abrahán decide abandonar Ur y comenzar la marcha hacia la que sería tierra prometida, la razón es simplemente la de afirmar el culto del Dios único y huir de las idolatrías mesopotámicas. Y Moisés, mucho antes que un jefe y un legislador, mucho antes que un guía y un liberador, es el hombre que ha dialogado con el Eterno y que sabe interpretar su voluntad.

Desde entonces, toda la existencia de este pueblo será una lucha por el mantenimiento de esa alianza que le constituye como pueblo y le da sentido como nación. La fe en ese Dios que es superior a todos los ídolos es el único credo nacional, militar y político de Israel.

Durante los últimos siglos, la fe de este pueblo se había hecho más arriscada, más dramática y la esperanza más urgente. En el año 586 los soldados de Nabucodonosor destruyeron el templo y, con ello, se abatía sobre Israel la tragedia más grande que podía imaginar. ¿El Dios de la alianza le abandonaba?

Tras cincuenta años de llantos a la orilla de los ríos de Babilonia, el pueblo recibió una respuesta. Babilonia, la ciudad que parecía inexpugnable, cayó bajo el empuje de Ciro. Y la caravana de desterrados reemprendió el camino del regreso. Y el pueblo, desde la pobreza, se aferró más a su Dios y a la esperanza.

Esta esperanza estaba muy viva en tiempos de Jesús. Cierto que estaba rodeada, casi asfixiada, por muchos fanatismos leguleyos, pero en el fondo de las almas, y en el pensamiento entero de los mejores, la esperanza de un libertador total lo llenaba todo. Eran muchos los judíos sinceros que consagraban a Dios toda su existencia y esperaban una palabra de salvación.

Estas almas ¡como siempre! no eran las que más se veían. Los puestos de brillo habían sido ocupados por los hipócritas. Pero entre los humildes predominaba una esperanza limpia y abierta a la voluntad de Dios.


Ricos y pobres en Israel

Pero este clima religioso coexistía, como tantas otras veces en la historia, con la injusticia social. El panorama económico de Palestina era, en tiempos de Cristo, pobre en su conjunto. La agricultura, la artesanía y el comercio eran las tres grandes fuentes del producto nacional. La agricultura se daba en las cuatro provincias, pero con grandes irregularidades. Los cereales crecían sobre todo en las tierras bajas, fundamentalmente en las llanuras que se extendían entre Galilea y Samaria. Eran estas regiones buenas y feraces. Pero no ocurría lo mismo con Judea. La zona montañosa, pelada y rocosa, apenas era cultivable. Permitía únicamente la ganadería y el pastoreo. En las cercanías de Jerusalén y al este del Jordán se cultivaban abundantes olivos y vides.

La artesanía y algunas industrias muy primitivas —la lana, el lino, el cuero— daban de comer a otra buena parte de la población. Y no hay que olvidar, en los tiempos de Cristo y en los precedentes, la importancia de la arquitectura. Herodes y sus sucesores desarrollaron en Palestina una actividad constructora que dio de comer a mucha gente, tanto en la edificación del nuevo templo como en la construcción de palacios, teatros y circos.

El comercio interior se concentraba todo él en Jerusalén, en los alrededores del templo. Esta era una de las grandes heridas de la religiosidad que Cristo conoció: en medio de un país pobre, se elevaba una ciudad rica, y en el centro de ésta un templo en el que el dinero circulaba abundantísimo. El impuesto pagado religiosamente por todos los judíos —dos dracmas anuales— iba puntualmente a engrosar las arcas del templo. Y con frecuencia llegaban a Jerusalén grandes remesas de dinero enviado por los judíos en el extranjero que se sentían obligados a pagar ese tributo, igual que sus compatriotas que vivían en Palestina. Todo el que bajaba a Jerusalén tenía que abonar su diezmo. Mitridates, en una ocasión, confiscó en la isla de Cos 800 talentos que estaban destinados al templo (Un talento era el equivalente a unas 6.000 jornadas de trabajo). Y Cicerón habla de las enormes sumas de dinero que cada año salían de Italia y eran enviadas por los judíos a Jerusalén.

Se explica así que el tesoro del templo fuera codiciado por todos los invasores. En su adorno no se escatimaba nada. La cortina que había delante del sancta sanctorum estaba hecha de finísima púrpura de Babilonia y del carísimo byssus. De byssus eran también las vestiduras del sumo sacerdote y el tapiz que el día del perdón se extendía entre él y el pueblo. Los objetos del templo eran verdaderas joyas de orfebrería, tanto por sus materiales como por el trabajo de su talla. Los vestidos de los sacerdotes brillaban de pedrerías. Los sahumerios se hacían con las más caras semillas aromáticas traídas de los más lejanos países.

Y en torno al templo surgía un inmenso comercio del que vivían sacerdotes, letrados, tenderos, cambistas y una enorme turba de maleantes y pordioseros.

Buena parte de este dinero se invertía incluso en la compra de tierras y latifundios. Muchas de las tierras de Galilea era propiedad defavoritos del rey o de sacerdotes que jamás pisaban los campos que poseían. Dejados en manos de delegados suyos, se limitaban a cobrar anualmente su parte, tanto si la cosecha era buena como si era mala. Y entre los amos, que percibían despreocupadamente sus rentas, y los administradores, que procuraban llevarse la mayor parte posible, había una multitud de jornaleros y campesinos explotados, en cuyos ánimos surgía fácilmente el anhelo de revueltas y venganzas. Era, realmente, el clima que tantas veces nos encontraremos en las parábolas de Jesús: obreros que protestan por haber cobrado poco o que matan a los emisarios del rey o del dueño de la finca.


Tres estratos sociales

La división de clases era muy fuerte en Palestina y la tensión entre ellas mucho mayor de lo que suele imaginar esa visión idílica con la que solemos rodear la vida de Cristo.

Tres grandes grupos sociales constituían el entramado del país. Estaban, en primer lugar, los aristócratas. Este grupo estaba formado por la nobleza sacerdotal y los miembros de la familia del sumo sacerdote. Vivían fundamentalmente de los ingresos del templo, de las tierras de su propiedad, del comercio del templo y del nepotismo en la designación de sus parientes para ocupar las magistraturas directivas y judiciales.

Junto a ellos pertenecían a la aristocracia los grandes comercian-tes y terratenientes, que estaban representados como ancianos en el Sanedrín. La mayor parte vivían en Jerusalén o en sus cercanías.

La vida de todo este grupo era de un lujo insultante. Vivienda, indumentaria, banquetes, eran una permanente ostentación. También las parábolas evangélicas nos informan exactamente de la vida de este grupo de ricos.

Junto a este estrato superior —compuesto por muy pocas familias— había una clase media, también muy corta. Era el grupo de los pequeños comerciantes y artesanos que, sin lujos, podía llevar una vida desahogada. A este grupo de clase media pertenecía también la mayoría de los sacerdotes que, además, del culto, tenían casi siempre algún otro oficio, manual en no pocos casos.

Venía después la enorme masa de los pobres que, ciertamente, sobrepasaba el noventa por ciento de la población. El coste de la vida en Palestina era muy moderado. La gente era de gustos muy sencillos y se contentaba con poco en vivienda y vestidos. Por ello normalmente con el salario de un denario diario una familia vivía aceptablemente (Recordemos que el buen samaritano de la parábola deja al hotelero dos denarios como dinero suficiente para atender algún tiempo al herido y que dos pájaros se vendían por un as, seis céntimos de denario).

Pero el gran problema era la inseguridad del trabajo. El que lo tenía fijo podía sobrevivir, pero este tipo de colocación era lo menos frecuente. El paro estacional y aun permanente era la realidad cotidiana de los judíos del tiempo de Jesús. Cuando el trabajo faltaba llegaba el hambre, pues el ahorro entre los pobres de la época era simplemente un sueño.

Este clima tenso de hambre y de injusticia nacional lo percibimos en las terribles palabras de los profetas y de Cristo mismo.

¡Ay de los que juntan casa con casa y allegan heredad a heredad hasta acabar el término! ¿Habitaréis vosotros solos en medio de la tierra? (Is 5, 8).

Oíd esta palabra, vacas de Basán, que estáis en el monte de Samaria, que oprimís a los pobres, que quebrantáis a los menesterosos, que decís a sus señores: Traed y beberemos (Is 4, 1).

Oíd esto los que tragáis a los menesterosos y arruináis a los pobres de la tierra, diciendo: ¿Cuándo pasará el mes y venderemos el trigo y subiremos el precio y falsearemos el peso engañoso, para comprar a los pobres por dinero y a los necesitados por un par de zapatos? (Am 8, 4).

El tono de Jesús en sus ¡Ay de vosotros, ricos! (Lc 6, 24) no será más suave y la parábola del rico Epulón es testimonio de abusos que claman venganza al cielo.

Esta pobreza de los pobres se vio aún agravada en el siglo anterior y posterior al nacimiento de Cristo por la multiplicación de los impuestos y gravámenes. Reyes y gobernadores explotaban a sus súbditos y en las guerras e invasiones el saqueo era norma común. Y aún peor que los mismos impuestos, resultaba lamentable el modo de obtenerlos. El estado, en lugar de recaudarlos con administradores propios, arrendaba el cobro a ricos personajes que pagaban al estado una cantidad fija y luego se encargaban de sacar a la población todo lo que podían, reclamando cantidades mucho mayores de las real-mente establecidas.


Mendigos y pordioseros

Y al margen de estas tres clases sociales estaba todavía el otro grupo que no podía denominarse clase, aunque fuera casi tan numeroso como los ricos y la clase media juntos: eran los mendigos y pordioseros que rodaban por calles y caminos. En otro tiempo la legislación mosaica había establecido leyes sabias y muy humanas para evitar la plaga del pauperismo, pero esas leyes habían caído ya en desuso. No había, pues, en tiempos de Cristo organización ningu-na, ni civil, ni religiosa, ni privada, que ejerciera la caridad o atendiera a la miseria.

Los más de estos mendigos eran enfermos, tullidos o mutilados. En tiempos de Cristo eran abundantes en Palestina la lepra, las diversas formas de parálisis, la epilepsia y la ceguera. Miserias todas estas que abundan todavía hoy en el próximo Oriente y que dan al viajero la impresión de que sigue paseando por las páginas del evangelio. Entonces, además, no existía nada parecido a hospitales o clínicas y los enfermos vivían y morían en grutas de los alrededores de las ciudades o de los caminos.

Entre ellos existían, además, los pícaros. Un buen puesto de mendigo en los alrededores del templo o ante alguno de los lugares de purificación, era muy rentable. Y los simuladores, que se hacían pasar por tullidos o enfermos, abundaban.

La desconfianza ante estos truhanes y el concepto de que la enfermedad era fruto o consecuencia de un pecado, hacía aún más lastimosa la situación de los verdaderos y abundantes enfermos. Se les prohibía la entrada en los lugares sagrados: «No entrarán en la casa del Señor los ciegos y los cojos» (2 Sam 5, 8). En las reglas de Qumran nos encontramos esta misma cerrazón: se prohíbe que formen parte de la comunidad los tullidos de manos o pies, o cojos, sordos, mudos o tocados por una señal visible (leprosos) o el viejo caduco, puesto que también está tocado.

A este mundo llegaba Jesús. A este mundo de miseria y lucha. A estos excluidos anunciaba el reino de Dios, a estos divididos por el dinero y el odio iba a predicar el amor. Esta mezcla de religiosidad e injusticia iba a recibirle. Esta expectación de un Mesías temporal es la que iba a encontrarse. Este pueblo arisco y cerrado iba a ser su pueblo. Ese hambre iba a compartir. Por ese templo lujoso y esas calles miserables iba a caminar. Desde ese pequeño y convulso país iba a emprender la tarea de cambiar el mundo entero. En ese olvidado rincón del mundo —sin arte, sin cultura, sin belleza, sin poder— iba a girar la más alta página de la historia de la humanidad.

 

III. UN PAÍS OCUPADO Y EN LUCHA

A formar el espíritu de Jesús contribuía el aspecto de una naturaleza riente y deliciosa, que imprimía a todos los sueños de Galilea un giro idílico y encantador. Galilea era una comarca fértil, cubierta de verdura, umbrosa, risueña, el verdadero país del Cantar de los Cantares y de las canciones del amado. Durante los meses de marzo y abril, la campiña se cubre de una alfombra de flores de matices vivísimos y de incomparable hermosura. Los animales son pequeños, pero sumamente mansos. Tórtolas esbeltas y vivarachas, mirlos azules de tan extremada ligereza que se posan sobre los tallos de la hierba sin hacerlos inclinar, empenachadas alondras deslizándose casi entre los pies del viajero, galápagos de ojillos vivarachos y cariñosos, y cigüeñas de aire púdico y grave se agitan aquí y allá deponiendo toda timidez y aproximándose tan cerca del hombre que parecen llamarle. En ningún país del mundo ofrecen las montañas líneas más armónicas ni inspiran tan elevados pensamientos. Aquel hermoso país rebosaba en los tiempos de Jesús de bienestar y alegría. Aquella vida sin cuidados y fácilmente satisfecha no conducía al grosero materialismo de un campesino francés, a la rústica satisfacción de un normando, a la tosca alegría de un flamenco; espiritualizábase en sueños etéreos, en una especie de poético misticismo que confundía el cielo con la tierra.

Toda la historia del cristianismo naciente llega a ser de ese modo una pastoral deliciosa. Un Mesías en una comida de bodas, la cortesana y el buen Zaqueo convidados a sus festines, los fundadores del reino del cielo como una comitiva de paraninfos: he aquí a lo que se atrevió Galilea, lo que legó al mundo, haciéndoselo aceptar. Y Jesús vivía y crecía en aquel medio embriagador.

Que Ernesto Renan dibujara este paisaje de cuento de hadas como fondo de su vida de Cristo es natural. Era perfectamente coherente con el sentimental Jesús que después inventaría.

Pero lo que ya no es tan coherente es que no pocos escritores católicos y enormes sectores de la piedad popular hayan aceptado ese mismo ambiente de caramelo por el que habría caminado el «dulce Jesús». ¡Siempre la tentación de la confitería! ¡Siempre el miedo a la verdad!

Porque la realidad del tiempo y mundo en que vivió Jesús tuvo poco que ver con esa Palestina idílica y embriagadora. El ha escrito Danielou no vivió en un universo mítico, sino en un contexto histórico de lo más banal. La Palestina de los tiempos de Jesús olía más a sangre y espadas que a azúcar, era un mundo mucho más parecido al nuestro de cuanto nos apetece imaginar.

Era, por de pronto, un país ocupado, con todas las consecuencias que esto supone, sobre todo si se tiene en cuenta el carácter arisco e independentista de aquel pueblo que se sentía llamado a dirigir la historia. Puede por ello afirmarse, con Casciaro, que la resistencia frente a la ocupación romana era el problema de fondo de la nación judía. Y este problema era, por las características del judaísmo palestinense, a la vez religioso y político. Cristo llegaba a Israel cuando todo el país vivía en un clima de guerra santa, una guerra que había durado ya doscientos años y que se prolongaría aún casi otro siglo.

El año 200 antes de Cristo Palestina había caído en manos del seléucida Antíoco III. Inicialmente, la llegada de la civilización helenística recibió un eco favorable entre grandes sectores judíos, deslumbrados por la técnica y cultura de los conquistadores. Pero pronto reaparecerán las antiguas tradiciones y la predicación religioso-social de los profetas incitando a la guerra santa. El año 167 a. C. estallaría la sublevación de los macabeos que concluiría 26 años después con la obtención de la independencia judía.

El clima espiritual de este período —que tanto gravitará aún sobre el tiempo de Jesús— podemos comprenderlo a la luz del famoso «manual del combatiente» hallado en Qumran y que se remonta a la época del alzamiento macabeo.

Nos encontramos en él toda una historia y una teoría de la última guerra que librarán los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas. Tendrá cuarenta años de duración. Dios será en ella el comandante en jefe, los ángeles intervendrán directamente en la lucha bajo la dirección del arcángel Miguel, el objetivo final será la total aniquilación de los hijos de las tinieblas y el «dominio de Israel sobre toda carne». La guerra santa será así el camino hacia el dominio universal del verdadero Israel que se identifica con el reino de Dios.

Esta teología —una verdadera teología de la revolución llenará las almas de los judíos en todo el siglo que precede la venida de Cristo. Ser un buen judío es ser un buen guerrillero; Dios y la libertad son la misma cosa; velar por la ley es prepararse para la batalla; el odio al enemigo es una virtud necesaria; esperar «el último combate», el «día de la venganza», es obligación de todo buen creyente.

Con toda esta carga ideológica recibirán los judíos la ocupación que sólo era suave en apariencia. Pompeyo entraría en Jerusalén a sangre y fuego, tras tres largos meses de asedio, en el año 63 a. C. Con ello el estado judío quedaba destruido y los sueños de un siglo parecían alejarse. Los libros de la época (el comentario esenio de Habacuc y los salmos fariseos de Salomón) presentarán esta ocupación como una catástrofe y se volverán a Dios pidiendo venganza por los crímenes cometidos por los invasores y suplicando la pronta venida del Mesías liberador.

Porque la ocupación romana era más dura de lo que suele suponerse. Roma respetaba, sí, la libertad religiosa de los pueblos conquistados, pero, en cambio, apretaba fuertemente los grilletes de la libertad a base de impuestos y de aplastar sin contemplaciones los más pequeños brotes de rebeldía. La historia nos cuenta los abundan-tes casos en que poblaciones enteras fueron vendidas como esclavos por el menor levantamiento, o simplemente, porque sus habitantes no podían pagar los impuestos. En Tariquea fueron vendidos 30.000 judíos tras una insurrección. El año 43 antes de Cristo lo fueron las poblaciones enteras de Gofna, Emaús y Lidda. No es dificil imaginar las heridas que, medidas así, abrían y cómo el odio se transmitía de generación en generación.

Cierto que César concedió a los judíos una cierta autonomía (año 43 a. C.) y otorgó al sumo sacerdote, Hircano, el título de «etnarca», pero, en realidad, el poder seguía estando en manos de Antípatro, Fasael y Herodes, siervos fieles de Roma. Cierto también que Herodes durante sus 33 años de gobierno— trató de imitar el estilo pacificador de Augusto y ofreció a los judíos un relativo clima de paz y de orden. Pero también es cierto, que los judíos pagaron muy caro ese orden y esa paz. Herodes todo lo sacrificaba al poder y, para ello, como señala Hengel— un ejército de mercenarios extranjeros, que
sobrepasaba ampliamente las necesidades del país, numerosos castillos y colonias militares, así como un ejército de delatores, mantenían a raya a la indignada población judía y difundían una atmósfera de permanente recelo.
Herodes gobernaba el país como una finca personal, imponiendo leyes y regalando tierras a capricho.

Por lo demás, la violencia era ley de vida durante su mandato. Cuando, poco antes de su muerte, los fariseos radicales incineraron la figura de águila que el monarca había colocado en el templo, Herodes hizo quemar vivos a los responsables y no vaciló en vender como esclavos aun yendo contra la ley judía— a los «ladrones» y «criminales», entre los que naturalmente incluía a sus adversarios políticos.

Pero aún fueron mayores las violencias que siguieron a su muerte y que coincidieron con la infancia de Cristo. Al morir el tirano, las revueltas sangrientas se extendieron por el país y fueron aplastadas por el gobernador de Siria, Quintilius Varus. Sólo en Jerusalén, para amedrentar a los revoltosos, hizo crucificar a 2.000 judíos.

Pero ni este gesto vandálico —del que sin duda oiría hablar mil veces el pequeño Jesús— aplastó la rebelión. Simplemente la empujó a las montañas. En las de Judea, resistió durante varios años un grupo capitaneado por Athronges. Pero sería Galilea la gran madriguera de los rebeldes. Dirigido por un llamado Judas, surgirá en la misma comarca en que Jesús es niño el movimiento celote. A las órdenes de este Judas que nada tiene que ver con el Iscariote— un grupo rebelde saquearía el arsenal de Herodes en Sepphoris (a sólo cinco kilómetros de Nazaret) y, como represalia, el gobernador Varus hará vender como esclavos a todos los habitantes de la ciudad. No cabe duda de que Jesús tuvo que oír hablar de todo esto. No se derrama nunca sangre sin que todo un país se conmueva. Es por todo ello absolutamente lícito afirmar que, cuando Jesús entra en la vida, la Palestina judía se había convertido en un polvorín político-religioso (Martin Hengel).

Afirmar esto no es tratar de que aquel siglo se parezca al nuestro. La historia dice que se parecían. Palestina vivió buena parte de aquellos años en un clima de guerrillas en el que se daban los atracos (en el año 50 d. C. un grupo armado asalta a un funcionario imperial que lleva una transferencia de dinero y le roba y le mata entre Cesarea y Jerusalén) e incluso secuestros (pocos años antes de la guerra judía otro grupo celote, secuestra al secretario del capitán del templo e hijodel sumo sacerdote Eleazar y lo cambia por diez sicarios detenidos por el procurador Albino).

Y no olvidemos el nombre de Pilato, que no fue precisamente un pacificador. Era —nos dirá su contemporáneo Filón de Alejandría—de temperamento dificil, cruel e implacable; y su gobierno fue corrupción, violencia, latrocinio, crueldad, exacción y frecuentes ejecuciones sin juicio. El mismo evangelio aparte del proceso de Cristo— nos da testimonio de estas violencias. En Lucas (13, 1) se nos describe cómo le cuentan a Cristo lo de los galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Sin duda, el gobernador había hecho asesinar a un grupo de paisanos de Cristo en el momento en que ofrecían sus corderos pascuales. ¡No, no era ciertamente un clima idílico y embriagador el que rodeaba a Jesús!

En una visión realista de la vida de Cristo esta presencia de los vencedores en Palestina no debe perderse de vista. En segundo plano del evangelio se perfila el soldado romano con su casco y su clámide roja; y en las noches de Jerusalén se oye el rítmico grito de la guardia pretoriana que vela en lo alto de las torres de la Antonia. No hace Rops literatura al escribir estas líneas. Palestina es, en tiempos de Jesús, un país ocupado y vive con la psicología típica de un país ocupado. No se pueden entender muchas páginas evangélicas si se suprime este telón de fondo de tensión, callada, pero terrible, que se respira en los países dominados por un ejército extranjero.

Un poder que, además de dominar, despreciaba a los judíos. Sentía hacia ellos una mezcla de desdén, de falta de curiosidad y de incomprensión casi voluntaria. Basta leer el relato de la pasión para comprender que Pilato considera a sus administrados como una especie de niños malcriados a quienes hay que castigar de vez en cuando para que no se sobrepasen, pero a quienes sería excesivo tomar demasiado en serio.

Como Pilato obraban todos los romanos. El que hubiera un centurión que se interesara por la gente de su distrito y les hubiera construido una sinagoga es algo tan excepcional que los evangelios lo cuentan como una novedad. Los más obraban como hoy los blancos en Sudáfrica, con un perfecto planteamiento racista. Si podían, vivían en ciudades o barrios especiales. El propio Pilato huía de Jerusalén que, sin duda, le resultaba maloliente y ruidosa. Su residencia habitual estaba en Cesarea, a la orilla del mar, construida como un pedazo de Roma para refugio de su exquisita sensibilidad. Sólo en las grandes fiestas se veía forzado a acudir a Jerusalén y se sentía nervioso todo el tiempo que tenía que permanecer en la ciudad. El, como la casi totalidad de los funcionarios romanos, desconocía todo lo referente a la religiosidad judía, ignoraba la grandeza del pueblo judío y en toda idea mesiánica no veía otra cosa que amenazas políticas. Para ellos, como para todos los dictadores, la religión era un simple camuflaje de la rebeldía.

Lo que esta sumisión humillaba a los judíos es fácil comprenderlo. Un día dirá Jesús a quienes le escuchan: La verdad os hará libres (Jn 8, 32) y sus oyentes saltarán heridos en su orgullo: Somos linaje de Abraham y jamás fuimos esclavos de nadie (Jn 8, 33). Y es que los judíos en su interior no reconocían ni el hecho de estar dominados. Ignoraban a los romanos y, en cuanto les era posible, vivían como si los invasores no existieran. El desprecio era mutuo. Pero los choques eran inevitables. Y entonces surgía la gran palabra: libertad (cherut) que será el santo y seña que aparecerá en todas las monedas que, más tarde, fabricarán los celotes. Una palabra querida como nunca por los judíos y que englobaba para ellos tanto la liberación religiosa como la política. No nos engañemos ahora separando lo que entonces la historia había unido.


Un abanico de partidos y sectas

Pero nos equivocaríamos si pensáramos que el pueblo de Israel era entonces un bloque compacto en su postura frente al invasor. La ocupación extranjera trae siempre, aparte de la pérdida de la libertad, la pulverización de la unidad. Bajo todo país sin libertad, hay siempre una guerra civil camuflada. La había en la Palestina de Jesús, con todo un abanico de partidos y sectas.

El arte cristiano y la piedad popular, basada sin duda en el hecho de que todos esos grupos coincidieron en su oposición a Jesús, ha metido en el mismo saco a fariseos, saduceos, herodianos, escribas, sacerdotes... Pero, en realidad, sólo su hostilidad a Jesús les unió. En todo lo demás —ideología, posición social, ideas políticas, prácticas religiosas nada tenían que ver los unos con los otros.

En un esquema muy elemental podríamos decir que los saduceos ocupaban la derecha y los herodianos la extrema derecha; los fariseos podrían colocarse en un centro neutralista; los celotes serían la izquierda y los sicarios la extrema izquierda; los esenios serían algo así como un grupo no violento con ideas de izquierda.

Pero este esquema es tan elemental como todos. Las mentalidades nunca se agrupan de modo tan rotundo y no es infrecuente que quien se siente izquierdista en política, sea conservador en lo religioso o viceversa. De hecho así ocurría, en parte, entre saduceos y fariseos. Si los saduceos eran conservadores en lo social, eran liberales en su contacto con los extranjeros y sus costumbres; y los fariseos eran en lo religioso, al mismo tiempo, más progresistas y más exigentes que los saduceos. Por lo demás, todos los factores estaban mezclados y entrecruzados y resulta tan ingenuo pensar —como el marxista Kautsky— que todo el contraste entre fariseos y saduceos era una simple oposición de clase, como creer —según es frecuente en la mentalidad popular cristiana— que sólo se distinguían por los diversos modos de interpretar algunas costumbres religiosas. Política, religión, costumbres, nivel cultural, intereses, eran —repitámoslo una vez más— una sola cosa en la que todas las distinciones resultaban muy relativas (como, por lo demás, ha ocurrido y ocurrirá siempre). En medio de esa maraña y por encima de ella, se movería Jesús. Conozcamos al menos ahora los elementos fundamentales de ese juego de fuerzas.


La «sociedad de la alianza»

Fariseos y saduceos tenían ya una larga historia cuando Cristo vino al mundo. Ambas corrientes habían nacido de las distintas posiciones que los judíos adoptaron ante la llegada de la cultura helenista en la época de los macabeos. Mientras los sectores aristocráticos y sacerdotales quedaron deslumbrados por el mundo griego y se dispusieron a pactar con él, los grupos populares (que tomaron el nombre de «hasidim» o «asideos», que quiere decir «piadosos») resistieron a los invasores y dieron base a la sublevación macabea contra los monarcas seléucidas. Pareció, por un momento, que las corrientes contemporizadoras con lo extranjero habían desaparecido, pero los herederos de los macabeos, los reyes asmoneos, prefirieron no apoyarse en las fuerzas que les habían elevado al trono, sino en sus enemigos: los grupos aristocráticos y sacerdotales. Fue así, en tiempo de los asmoneos, cuando las dos grandes corrientes se organizaron: los que heredaban el pensamiento del grupo de los piadosos comenzaron a ser llamados perushim (de ahí «fariseo») que quiere decir en hebreo «los separados». Su asociación se conocía también como «la sociedad de la alianza». Frente a ellos, sus adversarios se denomina-ron «saduceos» probablemente porque ponían su origen en la familia del sacerdote Sadoc.

Todo separaba a estos dos grupos. En lo social, mientras los fariseos venían de las clases bajas y de los grupos intelectuales (escribas), los saduceos eran en su mayoría ricos; los fariseos eran un movimiento de seglares, y el saduceísmo, en cambio, estaba formado en gran parte por sacerdotes. En lo político los saduceos eran colaboracionistas con los poderes de la ocupación; los fariseos eran, si no hostiles, por lo menos neutralistas.

Pero la gran zanja divisoria era la religiosa. Ante la pregunta de cuál es la norma sustancial del judaísmo, ambos grupos se dividían: para los saduceos toda la ley se resumía en la torá (la ley escrita). Los fariseos pensaban que ésta era sólo una parte de la ley, pues existía además la tradición, la ley oral, todo un sistema de preceptos prácticos que regulaban hasta la más diminuta de las acciones en la vida civil y en la religiosa. Se consumaba así la paradoja de que, mientras los saduceos se presentaban como conservadores de la ley antigua, eran en la práctica tolerantes y liberales; mientras que los fariseos, que se presentaban como innovadores respecto a la ley escrita, eran mucho más rigurosos y se veían a sí mismos como defensores de la integridad de la ley.

Flavio Josefo nos describe así el pensamiento de ambas tendencias:

Los fariseos tienen fama de interpretar escrupulosamente la ley y dirigen la secta principal. Atribuyen todas las cosas al destino y a Dios, advirtiendo que el obrar justamente o no depende en parte máxima del hombre, pero el destino coopera en cada acción; toda alma es incorruptible, pero sólo las de los malvados sufren el castigo eterno. Los saduceos, que forman el segundo grupo, suprimen en absoluto el destino y ponen a Dios fuera de toda posibilidad de causar el mal y hasta de advertirlo. Afirman que está en poder del hombre escoger entre el bien y el mal, y que depende de la decisión de cada uno la sobrevivencia del alma, así como el castigo y la recompensa en el Hades. Los fariseos son afectuosos entre sí y procuran el buen acuerdo entre la comunidad, mientras que los saduceos son más bien bruscos en su trato y en sus relaciones con el prójimo son tan descorteses como con los extranjeros.

Del hecho de que los enfrentamientos de Jesús fuesen más duros con los fariseos que con los saduceos no sería justo deducir que aquéllos fuesen unos monstruos o que su nivel religioso fuera inferior. Al contrario: es el interés de los fariseos por lo religioso lo que les hace colocarse en mayor contraste con Jesús. No todo era mentira, pues, en el fariseísmo, aunque hubiera mucho de hojarasca en sus enseñan-zas y aunque con frecuencia cayeran en la trampa del formalismo y de la casuística, había entre ellos almas nobles y aun muy nobles: maestros como Hillel y Gamaliel el viejo y discípulos como Nicodemo y José de Arimatea. Pero también existían muchos que reducían a palabras toda su vida religiosa.

El mismo Talmud enumera siete distintos tipos de fariseos a los que retrata con agudas caricaturas: el fariseo-Siquem que es el que lo es por fines de interés material; el fariseo-niqpi (es decir: renqueante) que es el que con su modo de andar va haciendo ostentación de humildad; el fariseo-ensangrentado que se causa frecuentes hemorragias al golpearse la cabeza contra las paredes por no mirar a las mujeres; el fariseo-almirez que camina encorvado, todo encogido, con la cabeza entre los hombros, como un almirez de mortero; el fariseo-decidme-mi-deber-para-que-lo-cumpla que está tan dedicado a cumplir los preceptos que no le queda tiempo para otra cosa; el fariseo-porpremio que sólo obra pensando en la recompensa que Dios dará a sus acciones; y, finalmente, el fariseo-por-temor que obra por temor de Dios, es decir, por el verdadero sentimiento religioso.

En número los saduceos eran pocos: unos centenares. Pero controlaban el poder y el dinero. Tampoco eran muchos los fariseos: unos 8.000 en tiempo de Alejandro Janneo; 6.000 en los tiempos de Herodes. Pero formaban un clan sólidamente unido. Si el nombre que ha pasado a la historia es el de fariseo, ellos se llamaban entre sí haberim, los coaligados, la sociedad de la alianza, una verdadera mafia religiosa, que controlaba al pueblo, lo mismo que los saduceos dominaban el dinero. Su prestigio de hombres religiosos les rodeaba de un halo sagrado, especialmente ante los ojos de las mujeres. Y muchos vivían a la sombra de ese halo.


Los guerrilleros de Yahvé

Un tercer movimiento del que apenas hablan los evangelios, pero que, con los más recientes descubrimientos ha subido al primer plano del interés de los críticos, es el de los celotes.

Flavio Josefo los presenta como una cuarta corriente (además de saduceos, fariseos y esenios), pero, en realidad, no eran sino una radicalización del fariseísmo, con una mayor carga de política y de violencia. El mismo Flavio Josefo los define como un grupo que concuerda con las opiniones de los fariseos, pero tienen un ardentísimo amor a la libertad y admiten como único jefe y señor a Dios, y no vacilan en sufrir las muertes más terribles y el castigo de parientes y de amigos con tal de no reconocer como señor a hombre alguno.

Ese radical amor a la ley, ese llevar a las últimas consecuencias su nacionalismo teocrático, hace que sean llamados los «celosos».

Algunas tendencias celotistas existían ya en tiempo de los macabeos, pero los celotes nacen como grupo con motivo del censo hecho por Quirino en el año 6 después de Cristo. Y nacen, precisamente, en la Galilea en que Jesús vivía su primera adolescencia. La idea de este nuevo censo provocó movimientos de protesta en toda la zona. Los judíos más fieles vieron en esa orden una prueba visible de la humillación de su pueblo. Y, mientras los sacerdotes y aristócratas se sometieron obedientes al censo, lo mismo que la mayoría de los fariseos, surgió en algunas aldeas galileas la resistencia. Un tal Judas de Gamala, conocido por «el galileo» incitó a sus paisanos a la rebelión, echándoles en cara que aceptasen otro señor que Dios. La revuelta de Judas fue ahogada en sangre, pero muchos de los rebeldes no cedieron. Huidos, algunos, a las montañas y camuflados, otros, en los pueblos, mantuvieron vivo el espíritu de rebelión contra Roma. A todo lo largo de la vida de Cristo y en los años siguientes a su muerte, los celotes se limitaron a golpes sueltos de violencia: atracos, crímenes, asaltos. Pero ellos fueron los jefes de la gran insurrección del año 66 y lograron hacerse con el poder hasta que fueron pasados a sangre y fuego el año 70, después de muchos meses de resistencia numantina en la fortaleza de Masada.

¿Quiénes eran estos celotes y cuál su visión del mundo? Los celotes son —escribe Cullmann— los celosos, decididos, comprometidos, con un matiz de fanatismo, celosos de la ley, esperan ardientemente el advenimiento del reino de Dios para un futuro muy próximo.

Sobre estos dos pivotes —celo fanático por la ley y espera de un mesías inmediato-- montan los celotes toda una teología que les acerca en no pocos puntos a los cristianos radicales de hoy.

Su crítica al culto y a los sacerdotes es de un radicalismo acerado. Su búsqueda de Yahvé sin ningún tipo de intermediarios les hace aborrecer a los saduceos y a todos cuantos han «pactado» con el invasor. La idea de la liberación de todo poder terreno se convierte en obsesiva. Su oposición a Roma llega a extremos inverosímiles: no sólo se niegan a tocar incluso las monedas romanas, sino que se consideran obligados a matar a todo el que colabore con los romanos. La guerra santa es su gran dogma y, mientras llega, viven en guerrillas, bajando en razzias desde las montañas en que se ocultan. Hay en ellos todo el romanticismo violento que rodea a los guerrilleros de hoy. Muchas de sus frases podrían considerarse gemelas de las que se pueden leer en el diario del Che Guevara. El odio es parte de su filosofía. Hacían la promesa de odiar a todos los hijos de las tinieblas.

A su ideario religioso y político, unían un programa de revolución social. Se sentían orgullosos de ser llamados «pobres» y aspiraban a una radical redistribución de la riqueza. Cuando el año 66 conquistan Jerusalén, lo primero que hacen es incendiar el archivo de la ciudad para (según Josefo) aniquilar las escrituras de los acreedores y hacer imposible el cobro de las deudas.

La importancia del papel de los celotes en tiempos de Cristo, infravalorada antiguamente, tiende hoy a ser exagerada. Escritores como Eisler, Carmichael y Brandon convierten, sin más, a Cristo en un celote y aseguran que Pilato le ejecutó como a un revoltoso más contra Roma. Tendremos, a lo largo de nuestra obra, tiempo y ocasiones de analizar los contactos y diferencias de Jesús con los celotes, pero adelantemos ahora que es evidente que el clima galileo en que Jesús vivió estaba lleno de simpatías por el celotismo. Muchas veces durante su adolescencia y juventud debió de oír hablar de los líderes del movimiento y es muy probable que asistiera a alguna de las ejecuciones —crucifixiones o feroces mutilaciones de alguno de ellos o de grupos enteros.

También es hoy aceptado por todos los científicos el hecho de que en el grupo de Jesús había algunos apóstoles que eran, o habían sido, celotes. Es claro en el caso de Simón a quien Lucas (6, 15) llama «el celote» y a quien Mateo y Marcos (Mt 10, 4 y Mc 3, 18) denominan «el cananeo» que es la transcripción griega del nombre de celote.

Igualmente se acepta hoy como muy probable que el apellido de Judas «el Iscariote» no debe traducirse, como antes se usaba, «el hombre de Kariot» (nombre de ciudad que nunca ha existido) sino que debe interpretarse como una transcripción griega de la denominación latina «sicarius» con la que se llamaba al grupo más radical —los comandos de acción— de los celotes, por su costumbre de atacar con un pequeño puñal curvo, de nombre «sica».

El mismo apodo de san Pedro «Bariona» (traducido antiguamente como «hijo de Juan» o «de Jonás») es interpretado hoy como deriva-do de una expresión acádica que habría que traducir por «terrorista» o «hijo del terror». Versión que concordaría con el hecho de que Pedro (un pescador) lleve una espada a una cena entre amigos y que sepa manejarla con rapidez y eficacia.

Es también posible que el apodo de «hijos del trueno» que se da a los hijos de Zebedeo no sea otra cosa que un apodo guerrero. Y hoy se considera casi seguro que celote era Barrabás y muy probablemente los dos ladrones crucificados con Cristo.

Sería, sin duda, injusto deducir de todo ello que el grupo surgido en torno a Jesús no era otra cosa que una célula más de celotes o interpretar melodramáticamente —como hace Carmichael— que la entrada de Jesús en el templo y la expulsión de los mercaderes no fue sino un golpe de mano del grupo guerrillero de los celotes. Un estudio serio señala las grandes diferencias entre Jesús y estos violentos. Pero lo que no puede desconocerse es que el fantasma de la violencia y de los radicales rodeó a Jesús tanto como el de los hipócritas fariseos.


4.000 monjes no violentos

Un cuarto e importante grupo religioso existía en Palestina en tiempos de Jesús: los esenios. Asombrosamente, ni en el antiguo, ni en el nuevo testamento se menciona siquiera su nombre. Nos informan sin embargo abundantemente de su existencia y de su vida los escrito-res de la época (Filón, Plinio, Flavio Josefo) y los recientes descubrimientos de Qumran nos han puesto al día de los menores detalles de su vida.

Se trata sin duda de uno de los movimientos religiosos más apasionantes del mundo antiguo. No se les puede llamar en rigor «secta». Más bien habría que verlos como un antecedente de lo que han sido en la historia cristiana las órdenes religiosas. A orillas del mar Muerto, en el desierto de Engaddi, se han descubierto los monasterios en los que vivieron más de cuatro mil hombres en un régimen de celibato y de absoluta comunidad de bienes, dedicados en exclusiva al culto religioso y al estudio de la palabra de Dios.

Filón contaba así su vida:

Allí viven juntos, organizados en corporaciones, uniones libres, asociaciones de hospedaje, y se hallan usualmente ocupados en las varias tareas de la comunidad. Ninguno de ellos desea tener ninguna propiedad privada, bien sea una casa o un esclavo, o tierras o rebaños, o cualquier otra cosa productiva de riqueza. Pero juntando todo lo que poseen, sin excepción, todos reciben de ello un beneficio común. El dinero que obtienen por sus varios trabajos se lo confían a un fideicomisario elegido, que lo recibe y compra con él lo que es necesario, proveyéndoles con bastantes alimentos y con todo lo preciso para la vida. Y no solamente sus alimentos, sino también sus ropas son comunes a todos. Hay ropas gruesas para el invierno y vestidos ligeros para el verano, estando permitido a cada uno usarlas a discreción. Pero lo que es posesión de uno pertenece a todos, mientras la posesión de todos pertenece a cada uno.

Aún es más completa la descripción que Flavio Josefo hace de su vida cotidiana y del clima ritual de sus comidas y reuniones:

Después de la oración matinal son despedidos por sus capataces y cada uno procede al trabajo que ha aprendido, y después de que todos han trabajado diligentemente hasta la hora quinta (11 de la mañana) se reúnen en cierto lugar, se ciñen con ropas blancas y se lavan con agua fría. Después de esta limpieza entran en el comedor, en el cual no es admitido nadie que no sea de la secta. Entran en él tan limpios y puros como si fuera un templo. Después de haberse sentado en silencio, aparece el panadero que pone ante cada uno su ración de pan, y de igual manera el cocinero que pone ante cada uno una fuente de comida; entonces aparece el sacerdote y bendice los alimentos. Y no es permitido tocar la comida hasta que ha concluido la oración. Terminada la comida dan igualmente gracias alabando a Dios, como el dador de todo sustento. Enseguida dejan sus túnicas sagradas y vuelven al trabajo hasta el anochecer.

Esta era la vida cotidiana de estos monjes que tenían su noviciado, su bautismo, sus dos años de prueba, sus votos solemnes. Las recientes excavaciones en los alrededores del mar Muerto nos han permitido conocer los lugares donde vivieron: sus bibliotecas, sus dormitorios, comedores, salas de trabajo, aun con sus bancos, escritorios y tinte-ros, sus talleres de alfarería y, sobre todo, su colección de baños para lo que era el centro de su vida: sus purificaciones rituales.

¿Cuál fue la influencia de estos monjes en el resto del pueblo judío? Muy poca, según parece. Su vida de segregados les alejaba de la realidad y las luchas cotidianas. No puede negarse en justicia que entre la mentalidad de los esenios y la predicación de Jesús y, sobre todo, la de Juan Bautista existen «parecidos asombrosos» (como escribe Danielou) pero también es cierto que las diferencias son muy grandes y que esas mismas analogías existen entre Jesús y los grupos de los fariseos más puros. Pero no parece que, en conjunto, pesaran mucho en la religiosidad de sus connacionales. El pueblo les miraba con respeto, pero les consideraba herejes, sobre todo por su aparta-miento del culto al templo de Jerusalén y por algunas formas de culto al sol que los más consideraban idolátricas. La misma vida en estado de celibato era un enigma para sus contemporáneos.


El pueblo de la tierra

Y aparte de las cuatro grandes e influyentes minorías estaba —como siempre— el pueblo, el pueblo despreciado. Fariseos y saduceos coincidían en el desprecio a los am h'ares (al pueblo de la tierra) los incultos. Esta turba que no conoce la ley son malditos oímos gritar a los fariseos en el evangelio de Juan (7, 49). Y los textos judaicos comprueban este desprecio. El mismo gran Hillel afirmaba: Ningún rústico teme al pecado y el pueblo de la tierra no es piadoso. Y un rabino sentenciaba: Participar en una asamblea del pueblo de la tierra produce la muerte.

Eran los despreciados, los humildes, los que vagaban como ovejas sin pastor, los que esperaban sin saber muy claramente lo que esperaban, dispuestos a correr detrás 'de cualquiera que levantara una hermosa bandera.

Este era el mundo al que Jesús salía con la buena nueva en los labios. Había en él tierras llenas de pedregales de soberbia y riqueza; parcelas invadidas por las espinas de la violencia o por la cizaña de la hipocresía; campos que esperaban hambrientos la buena simiente. Cuando él comenzara a predicar, todos le rodearían: algunos con sus corazones abiertos, otros con zancadillas y cuchillos. Era la hora. El cordero iba a subir al altar. El sembrador tenía ya la palma de la mano hundida en la semilla para comenzar la siembra. El mundo no era un campo aburrido ni glorioso: era un nido en el que se entremezclaban esperanzas y pasiones, hambre y cólera, sed de Dios y violencia. Le esperaban, al mismo tiempo, el amor, la indiferencia, la hipocresía y los cuchillos. Era la hora.