Infidelidades en la Iglesia
Autor: José María Iraburu

Capítulo 3: Unidad

 

Unidad católica
Si la división de opiniones es congénita en los protestantes, que edifican su fe sobre la arena de su propia opinión, la unidad es, por el contrario, la nota propia de los católicos, que construyen individual y comunitariamente su edificio espiritual sobre la roca de la Iglesia.

De ahí se deduce que la confusión sólo puede introducirse en aquella parte de la Iglesia católica que en alguna medida admita el libre examen y en la que no se ejercite suficientemente la autoridad apostólica, que es la única capaz de guardar el rebaño en la unidad de la verdad y en la cohesión fraterna eclesial.

La Iglesia Católica es una
La unidad y la unicidad de la Iglesia ha sido afirmada desde el principio de su historia, y también en grandes documentos católicos de nuestro tiempo (1964, Vaticano II, decreto Unitatis redintegratio 2; 2000, Congregación para la Doctrina de la Fe, Dominus Iesus IV).

La Iglesia de Cristo es una, y es Iglesia en la medida en que es una. El Hijo de Dios se encarnó y dió su vida en la Cruz precisamente para eso, «para reunir en uno a todos los hijos de Dios, que están dispersos» (Jn 11,52). El Buen Pastor, al precio de su sangre, se adquiere un rebaño que permanece unido bajo su guía.

La Iglesia es, pues, la reunida, la convocada, la única Esposa de Cristo, su único Cuerpo. Una Iglesia, pues, dividida y confusa apenas es Iglesia. Como un rebaño disperso no puede decirse propiamente que sea un rebaño.

La Iglesia está unida por el don del Espíritu Santo, que en Pentecostés, al contrario de Babel, forma un pueblo unido «de todo pueblo, lengua, raza y nación» (Ap 5,9). Ahora, como «todos hemos bebido de un mismo Espíritu» (1Cor 12,13), «solo hay un Cuerpo y un Espíritu» (Ef 4,4), y «la muchedumbre de los creyentes tiene un corazón y un alma sola» (Hch 4,32).

La Iglesia está unida por la verdad si los fieles «perseveran en escuchar la enseñanza de los Apóstoles» (Hch 2,42). No están abandonados, como si fueran protestantes, a sus opiniones subjetivas; no tienen por qué estarlo; sino que todos permanecen «concordes en un mismo pensar y un mismo sentir» (1Cor 1,10; cf. 1Pe 3,8). Ésa es una de las notas distintivas del catolicismo.

Está unida por la caridad fraterna, pues todos los que confiesan «un solo Señor» (Ef 4,5), por la caridad y la obediencia, «perseveran en la unidad fraterna (koinonía)» (Hch 2,42).

Está unida por la obediencia, que con la verdad y el amor, es la fuerza unitiva por excelencia. Los católicos creen en la sucesión apostólica, y reconocen en conciencia la obligación de obedecer a los Pastores apostólicos puestos «por el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios» (Hch 20,28). La obediencia de los fieles a unos pastores sagrados y a unas leyes de la Iglesia los guarda a todos en la perfección de la unidad eclesial. Los protestantes, en cambio, ni tienen Autoridades apostólicas, ni leyes eclesiales que obliguen en conciencia. Por eso su desunión es congénita, normal y previsible.

Está unida por la Eucaristía, instituida por Cristo, para generar siempre la unidad de la Iglesia: por ella, en efecto, «se significa y se realiza la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio 2). «Todos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17).

La Iglesia, pues, es comunión, es unidad, y en la medida en que esa nota constitutiva falta, a la Iglesia le falta ser; apenas es. Insistimos: un rebaño disperso, en el que cada oveja sigue su camino, no es un rebaño. Una comunidad cristiana en la que cada uno piensa y hace lo que le parece apenas puede decirse católica. Es una falsificación de la Iglesia Católica. La Iglesia Católica no es eso.

Nos detendremos aquí especialmente en la unidad de la Iglesia en la verdad de la fe católica.

Es una en la verdad
«La Casa de Dios, que es la Iglesia de Dios vivo, es columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15). El Espíritu de la verdad la guía siempre hacia la verdad completa (Jn 16,13). Él nos hace oír siempre, por el ministerio de los Apóstoles, la voz de Cristo, que «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25).

Por eso, de un lado queda la algarabía de opiniones contrapuestas y cambiantes, que caracteriza las comunidades cristianas abandonadas al libre examen de la Escritura, y que no tienen Autoridad apostólica docente, ni están sujetas a tradiciones o concilios. De otro lado, bien diferenciada, está la Iglesia, que por obra del Espíritu Santo, permanece unida en la verdad, pues todos los creyentes reciben la enseñanza de los Apóstoles (Hch 2,42), seguros de que quienes les oye a ellos, oye al Señor (Lc 10,16).

Por eso mismo, es posible que una comunidad no-católica persista durante siglos en el error. Pueden, por ejemplo, nestorianos y monofisitas mantenerse desde hace siglos en una cristología falsa, nestoriana o monofisita. Pero ningún error puede perdurar en la Iglesia Católica y arraigarse en ella establemente. Enseñada siempre por Cristo, gracias a la sucesión apostólica, no es posible que en ella se establezca y arraigue largamente una doctrina falsa.

Es cierto que, según las épocas y circunstancias, pueden darse en la Iglesia Católica ciertos oscurecimientos de algunas verdades, y debilitarse la práctica que de ellas se deriva. Pero el Espíritu Santo siempre restaura en su Iglesia Católica la verdad que estuvo un tanto contrariada, olvidada o ignorada.

Lo normal en la Iglesia es la unidad en la verdad
Es normal en las comunidades protestantes que los profesores de teología sean más estimados que los simples pastores, y que éstos se guíen frecuentemente por lo que enseñan aquéllos. Pero en la Iglesia de Cristo la relación es inversa. Es el Magisterio apostólico del Papa y de los Obispos el que tiene la plenitud de la autoridad docente, y el que ha de orientar y asegurar la investigación y la enseñanza de los doctores.

En efecto, el mismo pueblo cristiano, que en ciertas épocas y lugares ha resistido firme en la fe ante escándalos morales del clero y de los Obispos, y aún del Papa, pierde la fe y se aleja de la Iglesia cuando la fe misma es lesionada, es decir, cuando es justamente el fundamento de la fe lo que está siendo falsificado y destruido.

Por eso en la Iglesia Católica la confusión doctrinal es absolutamente escandalosa e inadmisible. No puede, pues, hacerse en ella crónica.

El escándalo de la confusión y de la división en la Iglesia
La desunión entre los «cristianos» es un escándalo muy grave, contrario a la voluntad de Cristo, que quiere que «todos sean uno» (Jn 17,21), y dificulta grandemente la misión ad gentes de la Iglesia.

Pero más grave escándalo todavía es el de la desunión de los «católicos». Éste es el peor de los escándalos, y el que sin duda más daña a la Iglesia y al mundo, a las misiones y también al ecumenismo.

Y sin embargo, este escándalo puede y debe ser evitado. Está en la naturaleza de la Iglesia permanecer en la unidad de la verdad, de la unión fraterna y de la obediencia. Está en su verdadera naturaleza. Por tanto, la interna unidad de la Iglesia –aunque no se dé en la tierra en un grado perfecto y celestial– es ciertamente posible, siempre que la Autoridad pastoral se ejercite con fuerza y esperanza, y no permita la difusión del espíritu protestante del libre examen.

¿Qué comunión real existe entre los católicos y los miembros de entidades como la Sociedad de Teólogos y Teólogas Juan XXIII? Ellos piensan y dicen que la Jerarquía católica ha sustituido el Evangelio por los dogmas, que oprime a los teólogos con su prepotencia doctrinal, que es dura e injusta al prohibir los anticonceptivos, que es cruel al negar el sacerdocio a la mujer o la celebración de la eucaristía a los laicos, cuando no hay sacerdote ministro, etc.

Ahora bien, si así piensan y hablan públicamente, es claro que están en comunión con otras confesiones cristianas protestantes. ¿Pero qué comunión real guardan con la Iglesia Católica? Son en realidad para nosotros «hermanos separados». Ellos se han separado. ¿Conviene aparentar que ese grado extremo de disidencia es compatible con la unidad católica de la comunión eclesial?

¿Cómo ha podido suceder?
Los errores en muchas Iglesias locales católicas ya no son unas cuantas fieras sueltas, unas pocas, sino como nubes de mosquitos dañinos en una zona pantanosa. En el capítulo precedente lo describíamos. Son tantos, tantos, tantos los errores y abusos disciplinares que algunos llegan a admitirlos como un pluralismo sano, perfectamente conforme a la realidad de la Iglesia; y en todo caso, inevitable. Y eso no es cierto en absoluto. Son divisiones totalmente escandalosas, inadmisibles en la Iglesia católica y ciertamente evitables.

¿Cómo es posible que en tantas Iglesias locales católicas haya podido llegarse a una tan gran disgregación doctrinal y disciplinar, y que perdure largamente?

Muchas son las causas, pero las dos principales, sin duda, son éstas: que se ha sembrado abundantemente el error y que no se ha impedido suficientemente esta mala siembra. Son numerosos los fieles cristianos de buena voluntad y vida santa –sacerdotes, religiosos, seglares– que llegan hoy de modo coincidente a ese diagnóstico. Y creemos que no se equivocan.

«Señor ¿no has sembrado tú semilla buena en tu campo? ¿De dónde viene, pues, que haya [tanta] cizaña?... Eso es obra de un enemigo... Mientras todos dormían, vino el enemigo y sembró cizaña entre el trigo» (Mt 13,24-28).

El triple modo de servir a la verdad revelada
La unidad de la Iglesia se resquebraja cuando falta la verdad que une, la obediencia que unifica, y la caridad, que es la fuerza unitiva por excelencia. Pero sigamos fijándonos aquí sobre todo en la unión en la verdad.

El ministerio de la predicación apostólica exige tres acciones unidas entre sí: 1.-predicar la verdad evangélica, 2.-defenderla de los errores contrarios, y 3.-reprobar eficazmente a los maestros del error. Esa triple pedagogía docente responde a la naturaleza de la mente humana, y ha sido el modo usado por los profetas, por Cristo, por los apóstoles y por todas las culturas, también por la Escuela cristiana clásica –la Summa Theologica de Santo Tomás, por ejemplo–.

–El primer deber, predicar la verdad, es el principal: «te conjuro ante Dios y Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, por su aparición y por su reino: predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2Tim 4,1-2).

Pablo VI, el maestro del diálogo con los alejados e incrédulos (Ecclesiam suam, 1964), es el mismo Papa que precisa y urge: «No es suficiente con acercarnos a los otros, admitirlos a nuestra conversación, confirmarles la confianza que depositamos en ellos, buscar su bien. Es necesario además emplearse para que se conviertan. Es preciso predicar para que vuelvan. Es preciso recuperarles para el orden divino, que es único» (Disc. 27-VI-1968; en su exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 1975, desarrolla ampliamente este tema).

–El segundo deber, refutar los errores, es también necesario para servir a la verdad divina.

Enseña Santo Tomás que en una empresa va necesariamente unido «procurar una cosa y rechazar su contraria. Por ello, así como es misión principal del sabio meditar y exponer a los demás la verdad [...], así también lo es impugnar la falsedad contraria» (Contra Gentes I,1).

–El tercer deber, refrenar a los maestros del error, es también un ministerio necesario, sin el cual se harían inútiles los dos anteriormente aludidos. Es necesario frenar la acción siniestra de los que están engañando al pueblo y llevándolo por caminos de perdición. Es necesario combatirlos, denunciarlos, retirarlos, para que no sigan haciendo daño.

Comentando 1Tim 1,3 dice Santo Tomás que es deber del superior, «primero, refrenar a quien enseña el error; y segundo, impedir que el pueblo preste oídos a quien enseña el error».

Y en otro lugar: «Por parte de la Iglesia está la misericordia para la conversión de los que yerran. Por eso no condena luego, sino “después de una primera y segunda corrección” [Tit 3,10]. Pero si todavía alguno se mantiene pertinaz, la Iglesia, sin esperar a su conversión, lo separa de sí misma por sentencia de excomunión, mirando por la salud de los demás» (STh II-II,11,3).

Y el mismo Cristo dice con inmenso amor a su pueblo, a los suyos: «si alguno escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí», engañándoles con errores contrarios a la fe, «más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino y le arrojaran al fondo del mar» (Mt 18,6).

Por tanto, no es fiel servidor de la verdad divina aquel Obispo, por ejemplo, que enseña públicamente la doctrina de la Iglesia sobre un tema, pero que pone o mantiene en su Seminario a un profesor que impugna esa enseñanza, y que permite en su propia Librería diocesana la difusión de libros contrarios a esa verdad católica.

Deber de denunciar el error
Salus animarum, suprema lex. Ya en el prólogo de esta obra y en desarrollos posteriores hemos afirmado el deber de denunciar el error. Lo manda la Iglesia:

«los fieles tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia», etc. (canon 212,3).

Deber de combatir el error
Los Pastores sagrados han de predicar la verdad evangélica –entera, toda; también aquella que puede ocasionar rechazos–, deben refutar los errores que dañan a los fieles, y están obligados, incluso por el Derecho Canónico, a sancionar eficazmente a los maestros del error.

«Debe ser castigado con una pena justa quien 1º [...] enseña una doctrina condenada por el Romano Pontífice o por un Concilio Ecuménico o rechaza pertinazmente la doctrina descrita en el c. 752 [sobre el asentimiento debido al Magisterio en materias de fide vel de moribus] y, amonestado por la Sede Apostólica o por el Ordinario, no se retracta; 2º quien de otro modo desobedece a la Sede Apostólica, al Ordinario o al Superior cuando mandan o prohiben algo legítimamente, y persiste en su desobediencia después de haber sido amonestado» (canon 1371).

Acerca de esto, en el Código de 1917, vigente hasta el de 1983, la Iglesia determinaba estas penas: sean «apartados del ministerio de predicar la palabra de Dios y oír confesiones sacramentales y de todo cargo docente» (c. 2317).

Volviendo al Código actual, de 1983: la Autoridad suprema de la Iglesia establece que «debe ser castigado» el que atenta contra la doctrina o a la disciplina de la Iglesia. No dice simplemente que puede ser castigado, sino que debe serlo. Es, pues, un deber pastoral de los Obispos.

Habrá ocasiones concretas en que el bien común exija, como mal menor, demorar tal castigo o no aplicarlo. Ésa es una cuestión que la prudencia pastoral debe discernir en cada caso. Pero es evidente que el Obispo o Superior que habitual y sistemáticamente no cumple esta ley universal de la Iglesia es infiel a su ministerio. Resiste al Espíritu Santo, que es el Espíritu de la verdad y de la unidad, y se hace uno de los principales responsables de las confusiones y divisiones que lesionan a su Iglesia.

«Mirad por vosotros y por todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido Obispos, para apacentar la Iglesia de Dios, que Él adquirió con su sangre. Yo sé que después de mi partida vendrán a vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño, y que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que enseñen doctrinas perversas, para arrastrar a los discípulos en su seguimiento. Estad, pues, vigilantes» (Hch 20,28-31: episcopos = vigilante, guardián).

En fin, aparte de los argumentos teológicos y canónicos brevemente aludidos, el deber de combatir los errores y a sus maestros tiene su proclamación definitiva en el ejemplo de Cristo y de los santos.

El ejemplo de Cristo
Cristo afirma la verdad con la fuerza de quien personalmente es la Verdad: ante la admiración o el odio de sus oyentes, «enseña como quien tiene autoridad» (Mt 7,29). También enseña con toda libertad aquellas verdades –sobre el sábado, el trato con pecadores, la extensión del Reino a los paganos, la pobreza, el peligro de las riquezas, la condición de su cuerpo como alimento y de su sangre como bebida, etc.– que fácilmente pueden ocasionarle fracaso o persecución.

Con razón, pues, le decía uno: «Maestro, sabemos que eres sincero, y que con toda verdad enseñas el camino de Dios sin que te dé cuidado de nadie, y que no tienes acepción de personas» (Mt 22,16).

Cristo, pues –predica la verdad, –combate los errores, –y lucha contra quienes los difunden. Nuestro Señor Jesucristo, por ejemplo, no se limita a

1.- afirmar la verdadera primacía de lo interior para la salvación: «el Reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21),

2.- sino que combate frontalmente el fariseismo, que centra la salvación en meras exterioridades: refuta con argumentos muy poderosos estos errores, y hasta los ridiculiza con ironías –«coláis un mosquito y os tragáis un camello»–. Más aún,

3.- combate directamente a los fariseos, es decir, a los difusores del error. Los combate con toda su alma, tratando incluso de desprestigiarlos ante el pueblo, para que nadie les siga y se pierda. Con esto pretende al mismo tiempo liberar al pueblo de aquellos errores, y liberar del fariseísmo a los mismos fariseos: «insensatos y ciegos. Todo lo hacen para ser vistos de los hombres. Hipócritas. ¡Serpientes, raza de víboras! ¡Sepulcros blanqueados!» (Mt 23).

Los fariseos gozaban de un inmenso prestigio popular. Por eso, atreviéndose Cristo a esta lucha contra el error y contra sus maestros, sabía perfectamente que arriesgaba gravemente su prestigio, su credibilidad, incluso su propia su vida. Los fariseos procurarán su muerte de modo implacable.

Pero Él ha «venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). Él sabe bien que solo la verdad hará libres a los hombres (8,32) –a todos los hombres: pueblo judío, fariseos, sacerdotes, paganos–; que solo la verdad les librará de la cautividad del Enemigo y que solo por ella podrán llegar a la salvación. Y esa fidelidad a su misión, ese amor suyo a los hombres, es lo que le hace refutar con tanta fuerza el error y a sus maestros, sabiendo bien que su combate le atraerá desprecio, persecución y muerte ignominiosa.

Por otra parte, sabe Cristo perfectamente que en esta lucha contra el error y sus maestros está combatiendo contra el Demonio, que es «el padre de la mentira» (Jn 8,44). En esta lucha arriesga gravemente su vida y la pierde para liberar a los hombres de la cautividad del Maligno.

Cuando Simón Pedro, por ejemplo, rechaza que la salvación del mundo sea por la atrocidad de la Cruz, en ese momento, sin él saberlo, está padeciendo en sí mismo un influjo diabólico. Por eso Cristo le reprende con tanta fuerza: «¡apártate de mí, Satanás, que tú me sirves de escándalo, porque no piensas según Dios, sino según los hombres!» (Mt 16,23).

E igualmente cuando los judíos escuchan a Cristo sin entender ni recibir su palabra, Él les dice: «¿por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis oir mi palabra. Vosotros tenéis por padre al diablo... Cuando habla de la mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira. Pero a mí, porque os digo la verdad, no me creéis» (Jn 8,43-45).

Si Cristo se hubiera limitado a proclamar la verdad, pero no la hubiera servido del triple modo, no hubiera muerto en la Cruz, y tampoco hubiera revelado plenamente la luz del Evangelio. Aún estaríamos, pues, bajo la cautividad del pecado y de la muerte, del mundo y del Padre de la Mentira.

El ejemplo de los Apóstoles
Desde el principio de la Iglesia, la voz de los apóstoles se ve combatida por las ruidosas voces de muchos falsos teólogos. Se cumplen las palabras de Jesús: «saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a mucha gente» (Mt 24,11; +7,15-16; 13,18-30. 36-39).

Por eso los apóstoles sirven la verdad evangélica del triple modo:

1.¬- proclaman la verdad del Evangelio, muy conscientes de la autoridad que Cristo les ha comunicado, y así, ejercitando su autoridad apostólica docente, suscitan «la obediencia de la fe» (Rm 1,5; cf. 10,16).

«Somos embajadores de Cristo, y es como si Dios os exhortase por medio de nosotros» (2Cor 2,15). Por eso «al oír la palabra de Dios que os predicamos la acogisteis no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual es la verdad» (1Tes 2,13).

Afirmados en esta conciencia de que el Señor estaba con ellos y hablaba a través de ellos, «daban con gran fortaleza el testimonio» de Cristo (Hch 4,33), predicaban «con franca osadía el misterio del Evangelio» (Ef 6,19). Y se atrevían a predicar también aquello que a los mundanos les parecía «locura y escándalo» (1 Cor 1,23). Nunca se avergonzaban de ninguna verdad del Evangelio. Llegaban a pedir, por ejemplo, a los cristianos que no tuvieran pleitos, que «prefieran sufrir la injusticia y ser despojados» (1Cor 6,7), imitando así a Cristo (1Pe 2,19-23).

2.- combaten los errores que comienzan a formarse ya en su tiempo, las falsedades de nicolaítas, docetas, judaizantes, escatologistas, libertinos...

3.- y luchan contra los maestros del error, luchan contra ellos con gran potencia, con fuertes palabras y argumentos, bien conscientes de que en realidad, al impugnarlos, están combatiendo contra el Padre de la Mentira.

Santiago considera que la doctrina de estos maestros de la mentira es «terrena, natural, demoníaca» (3,15). San Pedro los ve «como animales irracionales, destinados por naturaleza a ser cazados y muertos» (2 Pe 2,12). También San Judas los considera «animales irracionales» (10), y dedica casi toda su carta a denunciarlos como «árboles sin fruto, dos veces muertos», destinados a una condenación eterna (3-23). San Juan en el Apocalipsis, en sus cartas a las siete Iglesias de Asia (2-3), hace acusaciones de enorme gravedad acerca de desviaciones doctrinales y disciplinares (cf. 1Jn 2,18.26; 4,1). Según él, esos falsarios no son del Reino divino: «son del mundo; por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo los escucha» (1Jn 4,5-6; +Jn 15,18-27).

En fin, todos los apóstoles estiman eclesialmente correcto y necesario denunciar una y otra vez tanto los errores, como los maestros del error. Y lo hacen con gran fuerza y frecuencia. En modo alguno están dispuestos a tolerar un magisterio paralelo de teólogos contrario al Magisterio apostólico. Es impensable –valga el anacronismo– que los apóstoles permitieran que en sus Seminarios y Facultades, o en sus Librerías diocesanas, se difundieran tranquilamente errores contrarios al Magisterio apostólico. Es absolutamente impensable.

San Pablo contra los magisterios paralelos contrarios
San Pablo, a los corintios –que con frecuencia le daban problemas, considerándole algunos «poca cosa y de palabra menospreciable» (2Cor 10,10)–, les escribe:

«Las armas de nuestra milicia [apostólica] no son carnales, sino poderosas por Dios para derribar fortalezas, destruyendo consejos y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios, y doblegando todo pensamiento a la obediencia de Cristo, prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia» (10,4-6).

Con especial dureza lucha contra aquellos judeocristianos que exigen la continuidad de la Ley mosaica, y concretamente la circuncisión; de éstos dice: «¡ojalá ellos se castraran del todo!» (Gál 5,12).

El Apóstol en sus cartas ataca frecuentemente a los falsos doctores del Evangelio. Hace de ellos un retrato implacable, los denuncia, los ridiculiza, los desprestigia, para que ninguno de los fieles les siga, dejándose engañar por ellos.

Son «hombres malos y seductores» (2Tim 3,13), que «resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» ( 3,8). «Su palabra cunde como gangrena» ( 2,17). Y aunque presumen de inteligentes, son unos pedantes, que «no saben lo que dicen ni entienden lo que dogmatizan» (1Tim 1,7; +6,5-6.21; 2Tim 2,18; 3,1-7; 4,4.15; Tit 1,14-16; 3,11). Son «muchos, insubordinados, charlatanes, embaucadores», y a todos les apasiona la publicidad (Tit 1,10).

¿Qué buscan? ¿Dinero, poder, prestigio?... Será distinta la pretensión en unos y otros. Pero, eso sí, todos buscan el éxito personal en el mundo presente (Tit 1,11; 3,9; 1Tim 6,4; 2Tim 2,17-18; 3,6). Éxito que normalmente consiguen, pues basta con que se enfrenten con la Iglesia y la denigren, para que el mundo les apoye con entusiasmo.

El ejemplo de los santos
Como Cristo y los Apóstoles, los santos de todos los tiempos difunden la verdad del triple modo. Es frecuente, pues, ver en los santos Padres refutaciones de errores que atribuyen a nombres concretos: Contra Celsum, Adversus Nestorii blasphemias, Contra Eunomio, Contra Iulianum...

Son impugnaciones nominativas, las más eficaces en una circunstancia concreta. La encíclica Veritatis splendor, por ejemplo, dando, lógicamente, una doctrina de validez universal, enseña la verdadera moral católica y refuta ciertos errores presentes, haciendo así un inmenso servicio a la Iglesia (1993).

Pero no obstante esta doctrina apostólica, la Moral de actitudes, por ejemplo, del profesor Marciano Vidal sigue difundiéndose pacíficamente en Seminarios y Facultades, como si nada de lo enseñado o refutado por la encíclica le afectase. Los errores de este autor son frenados con eficacia cuando, como hemos recordado, en 2001 la Congregación de la Fe publica una Notificación sobre algunos escritos del Rvdo. P. Marciano Vidal, C.Ss.R. Entonces es cuando la reprobación de la Moral de actitudes se hace eficaz: cuando viene a ser explícita y nominal.

Por otra parte, la Iglesia siempre ha considerado ejemplar la lucha de los santos contra el error y contra los que yerran, consciente de que así siguen fielmente el ejemplo de Cristo y de los apóstoles, y sabiendo que de este modo ayudan al pueblo a permanecer en la luz de la verdad y lo guardan de las tinieblas del error. La afirmación que acabamos de hacer se ve confirmada claramente en las breves biografías que el Oficio de Lectura trae sobre los santos en la Liturgia de las Horas. En ellas, con gran frecuencia, se dice de los santos, con gratitud y elogio, que combatieron los errores de su tiempo:

San Justino (+165; 1-VI), San Ireneo (+200; 28-VI), San Calixto I (+222; 14-X), San Antonio Abad (+356; 17-I), San Hilario (+367; 13-I), San Atanasio (+373; 2-V), San Efrén (+373; 9-VI), San Basilio (+379; 2-II), San Cirilo de Jerusalén (+386; 18-III), San Eusebio de Vercelli (+371; 2-VIII), San Dámaso (+384; 11-XII), San Ambrosio (+397; 7-XII), San Juan Crisóstomo (+407; 13-IX), San Agustín (+430; 28-VIII), San Cirilo de Alejandría (+444; 27-VI), San León Magno (+461; 10-XI), San Hermenegildo (+586; 13-IV) , San Martín I (+656; 13-III), San Ildefonso (+667; 23-I), San Juan Damasceno (+mediados VIII; 4-XII), San Romualdo (+1027; 19-VI), San Gregorio VII (+1085; 25-V), San Anselmo (+1109; 21-IV), Santo Tomás Becket (+1170; 29-XII), San Estanislao (+1079; 11-IV), Santo Domingo de Guzmán (+1221; 8-VIII), San Antonio de Padua (+1231; 13-VI), San Vicente Ferrer (+1419; 5-IV), San Juan de Capistrano (+1456; 23-X), San Casimiro (+1484; 4-III), San Juan Fisher (+1535; 22-VI), Santo Tomás Moro (+1535; 22-VI), San Pedro Canisio (+1597; 21-XII), San Roberto Belarmino (+1621; 17-IX), San Fidel de Sigmaringa (+1622; 24-IV), San Pedro Chanel (+1841; 28-IV), San Pío X (+1914; 21-VIII).

Por eso, no deja de ser sorprendente y alarmante que hoy esta misma conducta, común a todos los santos de todos los tiempos, sea proscrita en tantos lugares de la Iglesia como claramente inconveniente, generadora de tensiones y conflictos, etc.

Esa actitud, contraria a Cristo, a los santos y a quienes imitan a los santos, favorece sin duda a quienes difunden los errores. Por tanto, aquellos círculos católicos de nuestro tiempo, sean teológicos, populares o episcopales, que descalifican sistemáticamente a quienes hoy defienden la fe de la Iglesia y combaten abiertamente las herejías, actúan en contra de la tradición católica. En la guerra que existe entre la verdad y la mentira, aunque no lo pretendan conscientemente, ellos se ponen del lado de la mentira, y son de hecho los adversarios peores de la verdad católica y de sus fieles servidores. Y esto aún en el caso de que ellos también prediquen esa verdad.

Los santos pastores y doctores de todos los tiempos combatieron a los lobos que hacían estrago en las ovejas adquiridas por Cristo al precio de su sangre. Estuvieron siempre vigilantes, para que el Enemigo no sembrara de noche la cizaña de los errores en el campo de trigo de la Iglesia (Mt 13,25). Combatieron contra los errores y los errantes con extrema celeridad. En tiempos en que las comunicaciones eran muy lentas, cuando el fuego de un error se había encendido en algún campo de la Iglesia, se enteraban muy pronto –estaban vigilantes–, y corrían a apagarlo, antes de que produjera un gran incendio.

No se vieron frenados en su celo pastoral ni por personalidades fascinantes, ni por Centros teológicos prestigiosos, ni por príncipes o emperadores, ni por levantamientos populares, ni por temores a que en la comunidad eclesial se produjeran tensiones, divisiones y enfrentamientos. No dudaron tampoco en afrontar marginaciones, destierros, pérdidas de la cátedra académica o de la sede episcopal, ni vacilaron ante calumnias, descalificaciones y persecuciones de toda clase. Y gracias a su martirio –gracias a Dios, que en él los sostuvo– la Iglesia Católica permanece hoy en la fe católica.

Los Padres antiguos combatieron –como se dice en frase habitual– «los errores de su tiempo» y sus maestros. Así obró San Atanasio con los arrianos, o San Agustín con donatistas y pelagianos, o San Roberto Belarmino ante los protestantes. Combatieron, insistimos, «los errores de su tiempo». Agustín y Pelagio, por ejemplo, son exactamente contemporáneos.

Y sobre la contundencia que usaban en la afirmación y defensa de la fe se podrían multiplicar los ejemplos. Cuando San Jerónimo impugna el pelagianismo, escribe Contra Vigilantium (406) –un pastor que, por lo visto, no hacía honor a su nombre–, y le llama Dormitantium.

Otro ejemplo. Las Órdenes Mendicantes, al nacer, fueron gravemente atacadas por los maestros de París, especialmente por Gerardo de Abbeville, a causa de su nueva modalidad de pobreza religiosa. En tal ocasión, hacia 1269, San Buenaventura toma la pluma y publica su famosa Apologia pauperum contra calumniatorem. El llamado Doctor Seráfico escribe así:

«En estos últimos días, cuando con más evidente claridad brillaba el fulgor de la verdad evangélica –no podemos referirlo sin lágrimas–, hemos visto propagarse y consignarse por escrito cierta doctrina, la cual, a modo de negro y horroroso humo que sale impetuoso del pozo del abismo e intercepta los esplendorosos rayos del Sol de justicia, tiende a obscurecer el hemisferio de las mentes cristianas.

«Por eso, a fin de que tan perniciosa peste no cunda disimulada, con ofensa de Dios y peligro de las almas –máxime a causa de cierta piedad aparente que, con serpentina astucia, ofrece a la vista–, es necesario que sea desenmascarada, de suerte que, descubierto claramente el foso, pueda evitarse cautamente la ruina. Y puesto que este artífice de errores [Gerardo de Abbeville], siendo como es viador todavía, puede corregirse, según se espera, por la divina clemencia, han de elevarse en su favor ardientes plegarias a Cristo, a fin de que, acordándose de aquella compasión con que en otro tiempo miró a Saulo, se digne usar de la eficacia de su palabra y de la luz de su sabiduría, atemorizando al insolente, humillando al soberbio y buscando, corrigiendo y reduciendo al descarriado».

Es evidente: estos Doctores de la Iglesia, lo mismo que Cristo y los Apóstoles, luchan tan apasionadamente por la verdad y contra el error y los errantes, porque saben que en esa verdad de la fe se está jugando la salvación de los hombres y porque son conscientes de que su lucha es principalmente contra el Diablo, el padre de la mentira. Eso es lo que explica en Cristo y en sus santos la contundente dureza de sus combates doctrinales.