Advertencias preliminares
 

     La primera edición de la HISTORIA DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES consta de tres volúmenes, publicados desde 1880 a 1882 (1). Con haber sido la tirada de cuatro mil ejemplares, cifra que rara vez alcanzan en España las obras de erudición, no tardó mucho en agotarse, y es hoy una rareza bibliográfica, lo cual, como bibliófilo que soy, no deja de envanecerme, aunque ninguna utilidad me proporcione. Los libreros se hacen pagar a alto precio los pocos ejemplares que caen en sus manos, y como hay aficionados para todo, hasta para las cosas raras, han llegado a venderse a 25 duros los tres tomos en papel ordinario y a 50 o más los pocos que se tiraron en papel de hilo.

     En tanto tiempo, han sido frecuentes las instancias que de palabra y por escrito se me han hecho para que consintiese en la reproducción de esta obra, que era de todas las mías la más solicitada, aunque no sea ciertamente la que estimo más. Si sólo a mi interés pecuniario hubiese atendido, hace mucho que estarían reimpresos los HETERODOXOS; pero no pude determinarme a ello sin someterlos a escrupulosa revisión, que iba haciéndose más difícil conforme pasaban los años y se acumulaban diariamente en mi biblioteca nuevos documentos de todo género, que hacían precisa la refundición de capítulos enteros. Los dos ejemplares de mi uso vinieron a quedar materialmente anegados en un piélago de notas y enmiendas. Algún término había que poner a semejante trabajo, que mi conciencia de investigador ordenaba, pero que los límites probables de la vida no me permitían continuar indefinidamente. Aprovechando, pues, todos los materiales, que he recogido, doy a luz nuevamente la HISTORIA DE LOS HETERODOXOS, en forma que para mí habrá de ser definitiva, aunque no dejaré de consignar en notas o suplementos finales las noticias que durante el curso de la impresión vaya adquiriendo o las nuevas correcciones que se me ocurran. No faltará quien diga que con todo ello estropeo mi obra. ¡Como si se tratase de alguna [4] novela o libro de pasatiempo! La Historia no se escribe para gente frívola y casquivana, y el primer deber de todo historiador honrado es ahondar en la investigación cuanto pueda, no desdeñar ningún documento y corregirse a sí mismo cuantas veces sea menester. La exactitud es una forma de la probidad literaria y debe extenderse a los más nimios pormenores, pues ¿cómo ha de tener autoridad en lo grande el que se muestra olvidadizo y negligente en lo pequeño? Nadie es responsable de las equivocaciones involuntarias; pero no merece nombre de escritor formal quien deja subsistir a sabiendas un yerro, por leve que parezca.

     Bien conozco que es tarea capaz de arredrar al más intrépido la de refundir un libro de erudición escrito hace más de treinta anos, que han sido de renovación casi total en muchas ramas de la Historia eclesiástica, y de progreso acelerado en todas. Los cinco primeros siglos de la Iglesia han sido estudiados con una profundidad que asombra. La predicación apostólica, la historia de los dogmas, los orígenes de la liturgia cristiana, la literatura patrística, las persecuciones, los concilios, las herejías, la constitución y disciplina de la primitiva Iglesia, parecen materia nueva cuando se leen en los historiadores más recientes. La Edad Media, contemplada antes con ojos románticos, hoy con sereno y desinteresado espíritu, ofrece por sí sola riquísimo campo a una legión de operarios que rehace la historia de las instituciones a la luz de la crítica diplomática, cuyos instrumentos de trabajo han llegado a una precisión finísima. Colecciones ingentes de documentos y cartularios, de textos hagiográficos, de concilios, decretales y epístolas pontificias, de todas las fuentes de jurisprudencia canónica, han puesto en circulación una masa abrumadora de materiales, reproducidos con todo rigor paleográfico y sabiamente comentados. Apenas hay nación que no posea. ya un Corpus de sus escritores medievales, unos Monumenta historica, una serie completa de sus crónicas, de sus leyes y costumbres; una o varias publicaciones de arqueología artística, en que el progreso de las artes gráficas contribuye cada día más a la fidelidad de la reproducción. Con tan magnífico aparato se ensanchan los horizontes de la historia social, comienzan a disiparse las nieblas que envolvían la cuna del mundo moderno, adquieren su verdadero sentido los que antes eran sólo datos de árida cronología, y la legítima rehabilitación de la Edad Media, que parecía comprometida por el entusiasmo prematuro, no es ya tópico vulgar de poetas y declamadores, sino obra sólida, racional y científica de grandes eruditos, libres de toda sospecha de apasionamiento.

     No es tan fácil evitarle en la Historia moderna, puesto que los problemas que desde el Renacimiento y la Reforma comenzaron a plantearse son en el fondo idénticos a los que hoy agitan las conciencias, aunque éstos se formulen en muy diverso [5] estilo y se desenvuelvan en más vasto escenario. Pero tiene la investigación histórica, en quien honradamente la profesa, cierto poder elevado y moderador que acalla el tumulto de las pasiones hasta cuando son generosas y de noble raíz, y, restableciendo en el alma la perturbada armonía, conduce por camino despejado y llano al triunfo de la verdad y de la justicia, único que debe proponerse el autor católico. No es necesario ni conveniente que su historia se llame apologética, porque el nombre la haría sospechosa. Las acciones humanas, cuando son rectas y ajustadas a la ley de Dios, no necesitan apología; cuando no lo son, sería temerario e inmoral empeño el defenderlas. La materia de la historia está fuera del historiador, a quien con ningún pretexto es lícito deformarla. No es tema de argumentación escolástica ni de sutileza capciosa y abogadil, sino de psicología individual y social. La apología, o más bien el reconocimiento de la misión alta y divina de la Iglesia en los destinos del género humano, brota de las entrañas de la historia misma; que cuanto más a fondo se conozca, más claro nos dejará columbrar el fin providencial. Flaca será la fe de quien la sienta vacilar leyendo el relato de las tribulaciones con que Dios ha querido robar a la comunidad cristiana en el curso de las edades, para depurarla y acrisolarla: ut qui probati sunt manifesti fiant in vobis.

     Guiados por estos principios, grandes historiadores católicos de nuestros días han escrito con admirable imparcialidad la historia del Pontificado en los siglos XV y XVI y la de los orígenes de la Reforma; y no son pocos los eruditos protestantes que al tratar de estas épocas, y aun de otras más modernas, han rectificado noblemente algunas preocupaciones muy arraigadas en sus respectivas sectas. Aun la misma crítica racionalista, que lleva implícita la negación de lo sobrenatural y es incompatible con cualquiera teología positiva, ha sido factor de extraordinaria importancia en el estudio de las antigüedades eclesiásticas, ya por las nuevas cuestiones que examina, ya por los aciertos parciales que logra en la historia externa y documental, que no es patrimonio exclusivo de nadie.

     Católicos, protestantes y racionalistas han trabajado simultáneamente en el grande edificio de la Historia eclesiástica. Hijo sumiso de la Iglesia, no desconozco la distinta calificación teológica que merecen y la prudente cautela que ha de emplearse en el manejo de las obras escritas con criterio heterodoxo. Pero no se las puede ignorar ni dejar de aprovecharlas en todo lo que contienen de ciencia positiva, y así la practican y profesan los historiadores católicos menos sospechosos de transacción con el error. Medítense, por ejemplo, estas palabras del cardenal Hergenroether en el prefacio de su Historia de la Iglesia, tan conocida y celebrada en las escuelas religiosas: «Debemos explotar y convertir en provecho propio todo lo que ha sido hecho por protestantes amigos de la verdad y familiarizados [6] con el estudio de las fuentes. Sobre una multitud de cuestiones, en efecto, y a pesar del muy diverso punto de vista en que nos colocamos, no importa que el autor de un trabajo sea protestante o católico. Hemos visto sabios protestantes formular sobre puntos numerosos, y a veces de gran importancia, un juicio más exacto y mejor fundado que el de ciertos escritores católicos, que eran en su tiempo teólogos de gran nombradía (2).

     Gracias a este criterio amplio y hospitalario, vuelve a recobrar la erudición católica el puesto preeminente que en los siglos XVI y XVII tuvo, y que sólo en apariencia pudo perder a fines del XVIII y principios del XIX. Hoy, como en tiempos antiguos, el trabajo de los disidentes sirve de estímulo eficaz a la ciencia ortodoxa. Sin los centuriadores de Magdeburgo, acaso no hubieran existido los Anales del cardenal Baronio, que los enterró para siempre a pesar de las Exercitationes, de Casaubon. Desde entonces, la superioridad de los católicos en este orden de estudios fue admirablemente mantenida por los grandes trabajos de la escuela francesa del siglo XVII (Tillemont, Fleury, Natal Alejandro, los benedictinos de San Mauro), por sus dignos émulos italianos de la centuria siguiente (Ughelli, Orsi, Mansi, Muratori, Zaccaria). Pero la decadencia de los estudios serios, combatidos por el superficial enciclopedismo, y aquella especie de languidez espiritual que había invadido a gran parte del clero y pueblo cristiano en los días próximos a la Revolución, trajeron un innegable retroceso en los estudios teológicos y canónicos, y cuando comenzaron a renacer, no fue el campo de la erudición el más asiduamente cultivado. La mayor parte de las historias eclesiásticas publicadas en la Europa meridional durante la primera mitad del siglo XIX, y aún más aca, no son más que compilaciones sin valor propio, cuya endeblez contrasta tristemente con los pilares macizos e inconmovibles de la ciencia antigua. La falta de comprensión del espíritu cristiano, que fue característica del filosofismo francés y del doctrinarismo liberal en todos sus grados y matices, contagió a los mismos creyentes y redujo las polémicas religiosas a términos de extrema vulgaridad: grave dolencia de que no acaban de convalecer las naciones latinas.

     En Alemania, donde la vida teológica nunca dejó de ser intensa y donde el movimiento de las escuelas protestantes había producido y seguía produciendo obras de tanta consideración como la del pietista Arnold (1705); las Institutiones, de Mosheim (1755), y la obra latísima de su discípulo Schroeckh (1768); la Historia de las herejías, de Walch (1762); la Historia general de la religión cristiana, de Neander (1825-1845), influido por la teología sentimental o pectoral de Schleiermacher; el Manual, de Gieseler (1823-1855), tan útil por las indicaciones y extractos de las fuentes; las publicaciones de Baur, [7] corifeo de la escuela crítico-racionalista de Tubinga, y entre ellas, su Historia eclesiástica (1853-1863), no era posible que la ciencia ortodoxa quedase rezagada cuando el pueblo católico se despertó a nueva vida intelectual en los días de Stolberg y José de Goerres. La Historia de la Iglesia, del primero, obra de ferviente piedad, no menos que de literatura, anuncia desde 1806 el advenimiento de la nueva escuela, de la cual fueron o son glorias incontestables Moehler, el preclaro autor de la Simbólica y biógrafo de San Atanasio el Grande; Hefele, historiador de los concilios; Doellinger, en los escritos anteriores a su caída cismática, tales como Paganismo y judaísmo, Iglesia e Iglesias, Cristianismo e Iglesia en el tiempo de su fundación, La Reforma: su desarrollo y efectos, sin olvidar sus excelentes manuales; Jannsen, que con el título de Historia del pueblo alemán, nos ha dado el más profundo libro sobre el primer siglo de la Reforma; su discípulo y continuador insigne, Luis Pastor, a cuyos trabajos debe tan copiosa y nueva luz la historia de los papas del Renacimiento.

     Aunque Alemania continúe siendo, en ésta como en casi todas las ramas de la erudición, maestra de Europa, sería grande injusticia callar la parte principal y gloriosa que a Italia corresponde en la creación de la arqueología cristiana, por obra de la escuela de Rossi; ni el concurso eficaz de la ciencia francesa, dignamente representada hoy por Duchesne, autor de los Orígenes del culto cristiano (1889), y de una Historia sintética y elegante de los primeros siglos de la Iglesia, de la cual van publicados tres volúmenes.

     Hora es ya de que los españoles comencemos a incorporarnos en esta corriente, enlazándola con nuestra buena y sólida tradición del tiempo viejo, que no debemos apartar nunca de los ojos si queremos tener una cultura propia. No faltan teólogos nimiamente escolásticos que recelen algún peligro de este gran movimiento histórico que va invadiendo hasta la enseñanza de la teología dogmática. Pero el peligro, dado que lo fuera, no es de ahora; se remonta por lo menos a las obras clásicas de Dionisio Petavio y de Thomassino (3), que tuvieron digno precursor en nuestro Diego Ruiz de Montoya (4). De rudos e ignorantes calificaba Melchor Cano a los teólogos en cuyas lucubraciones no [8] suena la voz de la Historia (5). Sin la historia eclesiástica (ha dicho Hergenroether) no hay conocimiento completo de la ciencia cristiana, ni de la historia general, que tiene en el cristianismo su centro. Si el historiador debe ser teólogo, el teólogo debe ser también historiador para poder dar cuenta del pasado de su Iglesia a quien le interrogue sobre él o pretenda falsearlo. La historia eclesiástica es una grande apología de la Iglesia y de sus dogmas, una prueba espléndida de su institución divina, de la belleza, siempre antigua y siempre nueva, de la Esposa de Cristo. Este estudio, cuando se profesa con gravedad y amor, transciende benéficamente a la ciencia y a la vida y la ilumina con sus resplandores (6).

     Nuestro florecimiento teológico del siglo XVI, no superado por ninguna nación católica, no fue obstáculo para que en esta tierra naciese aquel varón inmortal que, aplicando a las antigüedades eclesiásticas los procedimientos con que le había familiarizado la filología clásica, inauguró el período crítico en la ciencia del Derecho Canónico, con sus diálogos De emendatione Gratiani. De la escuela que formó o alentó D. Antonio Agustín, salieron los primeros colectores de nuestros concilios, cuyos trabajos se concentran en la colección de Loaysa (1593), los que prepararon, bajo los auspicios de Felipe II, la edición de San Isidoro (1599), los que comenzaron a ilustrar los anales de nuestras iglesias (7). Ni el método, ni la severidad crítica, ni la erudición firme y sólida se echan de menos en las notas y correcciones del obispo de Segorbe D. Juan Bautista Pérez, y en el insigne tratado de D. Fernando de Mendoza, De confirmando concilio Illiberitano (1594), que por su carácter en cierto modo enciclopédico, puesto que trata de la mayor parte de la primitiva disciplina, muestra el punto de madurez a que habían llegado esos estudios, aprovechando todas las luces que entonces podían comunicarles la erudición sagrada y la profana. La vasta obra de las vidas de los Pontífices (1601-1602) compuesta por el dominico Alfonso Chacón (que fue también uno de los [9] primeros exploradores de la Roma subterránea), apareció simultáneamente con los Anales de Baronio, y aunque hoy no sea de tan frecuente manejo, representa una notable contribución de la ciencia española a la historia eclesiástica general, como lo fueron también la Crónica de la Orden de San Benito, del P. Yepes (1609-1621), los Annales Cistercienses, de Fr. Ángel Manrique (1642-1659); la Historia general de la Orden de Santo Domingo, de Fr. Hernando del Castillo (1584-1592) y Fray Juan López (1613-1621), y la Crónica de la Orden de San Francisco, de Fr. Damián Cornejo, publicada en las postrimerías del siglo XVII (1682-1698) y continuada por Fr. Eusebio González de Torres, dentro del siglo XVIII (8).

     Pero, en general, el esfuerzo de nuestros eruditos, siguiendo la senda trazada por Morales y Sandoval, se ejercitó principalmente en el campo de la historia patria, que era el primero que debíamos cultivar. Por desgracia, en la primera mitad del siglo XVII llenó este campo de cizaña una legión de osados falsarios, secundados por la credulidad y ligereza de los historiadores de reinos y ciudades. Hubo entonces un grande y positivo retroceso, que fácilmente se advierte (aun sin llegar a las monstruosidades del Martirologio, de Tamayo de Salazar, y de la Población eclesiástica y Soledad laureada, de Argaiz), comparando las producciones del siglo anterior con los débiles, aunque bien intencionados conatos de Gil González Dávila en sus Teatros eclesiásticos de varias diócesis de España e Indias, que apenas pasan de la modesta categoría de episcopologios.

     Pero el espíritu crítico del siglo XVI no había muerto aunque parecía aletargado, ni esperó, como algunos creen, a la invasión de las ideas del siglo XVIII para dar nuevas muestras de su vitalidad (9). Precisamente, a los infaustos días de Carlos II corresponden con estricto rigor cronológico, algunas de las obras más insignes de la erudición nacional: las Dissertationes ecclesiasticae del benedictino Pérez (1688), las innumerables del marqués de Mondéjar, la colección conciliar de Aguirre (1693), que todavía espera quien dignamente la refunda, expurgue y complete; las dos Bibliotecas de D. Nicolás Antonio y su Censura de historias fabulosas.

     No hubo, pues, verdadero renacimiento de los estudios históricos en tiempo de Felipe V, sino continuación de una escuela formada en el reinado anterior, con pleno conocimiento de lo que en Italia y Francia se trabajaba. Nicolás Antonio y el cardenal [10] Aguirre pasaron buena parte de su vida en Roma, el marqués de Mondéjar estaba en correspondencia con Esteban Baluze y otros eruditos franceses.

     Al siglo XVII pertenecen todavía, por su nacimiento y educación, Berganza, Salazar y Castro, Ferreras, principales cultivadores, en el reinado del primer Borbón, de la historia monástica, de la genealógica y de la universal de España, que desde los tiempos de Mariana no había vuelto a ser escrita en un solo libro. Nacen las Academias de Madrid, Barcelona, Sevilla y Valencia, obedeciendo al impulso que crea instituciones análogas en toda Europa, pero se nutren de savia castiza, al mismo tiempo que de erudición forastera, doctamente asimilada, sin prevención ni servilismo, con un tino y parsimonia que puede servirnos de ejemplo. Las fábulas introducidas en nuestros anales y hasta en el rezo de nuestras iglesias van quedando relegadas a los incultos libros de los eruditos de campanario. Triunfa la crítica no escéptica y demoledora, sino prudente y sabia, en los tratados de metodología historial del dominico Fr. Jacinto Segura (Norte crítico, 1736) y del marqués de Llió y sus colegas de la Academia barcelonesa (Observaciones sobre los principios de la Historia, 1756), en los artículos del Diario de los Literatos (1737) y en la Bibliographia critica sacra et prophana;del trinitario Fr. Miguel de San José (1740), un grande erudito injustamente olvidado. El P. Feijoo, aunque no cultivase de propósito la historia, difunde en forma popular y amena útiles reflexiones sobre ella, que debieron de ser fermenta cognitionis para un público en quien despertaba la curiosidad científica; e impugna con su cándido desenfado buen número de tradiciones populares y milagros supuestos.

     La erudición es nota característica del siglo XVIII; el nervio de nuestra cultura allí está, no en los géneros literarios venidos a tanta postración en aquella centuria. Ningún tiempo presenta tal número de trabajadores desinteresados. Algunos de ellos sucumben bajo el peso de su obra, pero legan a su olvidadiza patria colecciones enormes de documentos, bibliotecas enteras de disertaciones y memorias, para que otros las exploten y logren, con mínima fatiga, crédito de historiadores. Sarmiento, Burriel, Velázquez, Floranes, Muñoz, Abad y La Sierra, Vargas Ponce y tantos otros, se resignan a ser escritores inéditos, sin que por eso se entibie su vocación en lo más mínimo. La documentación historial se recoge sobre el terreno, penetrando en los archivos más vírgenes y recónditos; los viajes de exploración científica se suceden desde el reinado de Fernando VI hasta el de Carlos IV; la Academia de la Historia centraliza el movimiento, y recoge y salva, con el concurso de todos, una gran parte de la riqueza diplomática y epigráfica de España.

     Gracias a esta modesta y benemérita escuela, que no tenía brillantez de estilo ni miras sintéticas, pero sí cualidades que en historia valen mucho más, escrupulosa veracidad en el testimonio, [11] sólido aparato de conocimientos previos, método práctico y seguro en las indagaciones, sensatez y cordura en los juicios, comenzaron a depurarse las fuentes narrativas y legales; fueron reimpresas con esmero algunas de nuestras crónicas; se formaron las primeras colecciones de fueros, cartas pueblas y cuadernos de Cortes, aunque por el momento permaneciesen manuscritas; avanzó el estudio de las instituciones hasta el punto de elaboración que revelan los libros de Martínez Marina; fundaron Capmany, Asso, Sempere, Larruga y Fr. Liciniano Sáez, nuestra historia industrial y económica; recorrieron Ponz y Llaguno, Jove-Llanos, Ceán y Bosarte, el campo de la arqueología artística; se constituyó científicamente la numismática en los trabajos de Velázquez, de Pérez Bayer y el maestre Flórez; la geografía antigua de España fue estudiada a la doble luz de los textos clásicos y de la epigrafía romana, dignamente representada por el conde de Lumiares; adivinó Hervás la filología comparada, adelantándose a Guillermo Humboldt, y Bastero la filología provenzal un siglo antes que Raynouard, y puso D. Tomás Antonio Sánchez los cimientos de nuestra historia literaria, publicando por primera vez en Europa un cantar de gesta (10).

     La historia eclesiástica llevó, como era de suponer, la parte mejor en este gran movimiento histórico, porque en torno de la Iglesia había girado durante siglos la vida nacional. Si quisiéramos cifrar en una obra y en un autor la actividad erudita de España durante el siglo XVIII, la obra representativa sería la España Sagrada, y el escritor Fr. Enrique Flórez, seguido a larga distancia por sus continuadores, sin exceptuar al que recibió su tradición más directamente. No ha producido la historiografía española monumento que pueda parangonearse con éste, salvo los Anales de Zurita, que, nacidos en otro siglo y en otras condiciones, son también admirable muestra de honrada y profunda investigación. Pero el carácter vasto y enciclopédico de la España Sagrada la deja fuera de toda comparación posible, sean cuales fueren las imperfecciones de detalle que seguramente tiene y la falta de un plan claro y metódico. No es una historia eclesiástica de España, pero sin ella no podría escribirse. No es tampoco una mera colección de documentos, aunque en ninguna parte se haya recogido tanto caudal de ellos sobre la Edad Media española: cronicones, vidas de santos, actas conciliares, diplomas, privilegios, escrituras, epitafios y antigüedades de todo género. Es también una serie de luminosas disertaciones [12] que tocan los puntos más capitales y oscuros de nuestra liturgia, que resuelven arduas cuestiones geográficas, que fijan la fecha de importantes acontecimientos, que discuten la autenticidad de muchas fuentes y condenan otras al descrédito y al oprobio que debe acompañar a la obra de los falsarios. El mérito de estos discursos es tal, que dentro de nuestra erudición peninsular no tienen más rival que las Disertaciones del portugués Juan Pedro Ribeiro. Y aun éstas se contraen casi siempre a la ciencia diplomática, en que era maestro (11).

     Para llevar a cabo su labor hercúlea, el P. Flórez, humilde religioso, que había pasado su juventud estudiando y enseñando teología escolástica hasta que descubrió su verdadera y definitiva vocación, tuvo que educarse a sí propio en todas las disciplinas históricas, improvisándose geógrafo, cronologista, epigrafista, numismático, paleógrafo, bibliógrafo, arqueólogo y hasta naturalista: no todo con igual perfección, pero en algunas ramas con verdadera eminencia. Su estilo es pedestre y llano como el de Muratori y el de casi todos los grandes eruditos de aquel siglo, pero compensa su falta de literatura con la serenidad de su juicio, la agudeza de su talento, la rectitud de su [13] corazón sencillo y piadoso, que rebosaba de amor a la verdad y a la ciencia. La España Sagrada no fue sólo un gran libro, sino un gran ejemplo, una escuela práctica de crítica, audaz y respetuosa a un tiempo. El P. Flórez se adelantó a hacer con el criterio de la más pura ortodoxia, pero sin concesión ninguna al dolo pío ni a la indiscreta credulidad, aquella obra de depuración de nuestros fastos eclesiásticos, que a no ser por él se hubiera hecho más tarde con el espíritu de negación que hervía en las entrañas del siglo XVIII.

     Este espíritu tuvo muy ligeras manifestaciones en España, pero la tendencia hipercrítica que ya se vislumbra en algunos escritos del gran polígrafo valenciano D. Gregorio Mayans, el Néstor de las letras españolas de aquella centuria, y llega a su colmo en los últimos volúmenes de la Historia crítica de España, del jesuita Masdéu, se encarnizó con verdadera acrimonia en la censura de documentos de indisputable autenticidad y de sucesos que con ningún fundamento racional pueden negarse. Este pirronismo histórico no fue de gran consecuencia. Mucho peor la tuvo el espíritu cismontano que dominaba entre nuestros canonistas, y que iba mezclado en algunos con ideas políticas, no ensayadas todavía, y por tanto muy vagas, pero mal avenidas en el fondo con la constitución tradicional de nuestra monarquía. El viento de la revolución hizo germinar estas semillas, y hubo eruditos de mérito indisputable que la prestaron su concurso, no sin quebranto de la objetividad con que hasta entonces habían procedido. El Martínez Marina de la Teoría de las Cortes no parece siempre la misma persona que el autor del Ensayo histórico-crítico sobre- la antigua legislación castellana. La imparcialidad que él no tuvo, menos habían de lograrla otros. El canónigo Villanueva puso su erudición al servicio del galicanismo, llegando hasta los límites del cisma; y el apóstata Llorente, convirtiendo la Historia en libelo, procuró halagar las peores pasiones de su tiempo.

     Pero antes que la Historia se trocase en arma de controversia política, la escuela del siglo XVIII continuó dando excelentes frutos dentro del ambiente tibio y apacible que entonces se respiraba, y que era muy favorable (no hay que dudarlo) al desarrollo de vocaciones serias en aquellos estudios que piden tranquilidad de ánimo y hábitos metódicos de vida intelectual. De una sola Orden, y aun puede decirse que de un solo convento, salieron los discípulos del P. Flórez, que forman una verdadera escuela agustiniana. Mucho se debió también a los dominicos de Valencia, especialmente al P. Teixidor, cuyos trabajos están en su mayor parte inéditos (12), y a Fr. Jaime Villanueva, cuyo Viaje literario a las Iglesias de España, del cual hay [14] ubicados veintidós volúmenes (el primero en 1803), es una cantera de noticias peregrinas y un suplemento indispensable de la España Sagrada. Otro muy valioso es el Teatro de las iglesias de Aragón, en nueve tomos (1770-1807), obra de dos capuchinos; pero el trabajo del continuador Fr. Ramón de Huesca lleva mucha ventaja al de Fr. Lamberto de Zaragoza, que la comenzó. Con la misma conciencia trabajaban los tres premonstratenses catalanes Caresmar, Pasqual y Martí, el gran romanista y arqueólogo Finistres, gloria de la Universidad de Cervera; su hermano el historiador de Poblet, el canónigo Dorca, autor de un libro de excelente crítica sobre los Santos de Gerona (13). En Mallorca, el cisterciense P. Pascual dedicaba su vida entera a ilustrar la Historia de Raimundo Lulio y de su doctrina. Otros muchos hubo dignos de memoria, pero no pretendemos hacer catálogo de sus obras.

     La protección oficial, enteramente necesaria en ciertos momentos, y menos peligrosa para la ciencia que para el arte literario, no faltó casi nunca a nuestros eruditos de la decimoctava centuria, que encontraron mecenas, a veces espléndidos, en el buen rey Fernando VI y su confesor el P. Rábago; en Carlos III y sus ministros Roda y Floridablanca; en el infante D. Gabriel; en Campomanes, el más celoso de los directores de la Academia de la Historia (14); en el diplomático Azara, fino estimador de letras y artes; en el cardenal Lorenzana, bajo cuyos auspicios se imprimieron con regia magnificencia las obras de los PP. Toledanos, el Misal y el Breviario góticos y la primera colección de concilios de América; y hasta en el Príncipe de la Paz, que, a pesar de sus cortas letras y el tortuoso origen de su privanza, tuvo el buen instinto de apoyar muchas iniciativas útiles que deben atenuar el fallo severo de la Historia sobre sus actos (15).

     Una sombra hay en este cuadro: la expulsión de los jesuitas, que alejó de España a buen número de trabajadores formados en la escuela del P. Andrés Marcos Burriel, émulo de [15] Flórez en la diligencia, superior en la amplitud de miras, coleccionista hercúleo y crítico sagaz, que se aplicó principalmente al estudio de nuestras fuentes canónicas y de nuestra legislación municipal. No alcanzó aquel grande e infortunado varón el extrañamiento de los suyos porque había sucumbido poco antes, víctima de la arbitrariedad oficial, que le arrancó el tesoro de sus papeles. Pero a Italia fueron y en Italia brillaron su hermano, el magistral biógrafo de Catalina Sforza; el P. Aymerich, elegante autor del episcopologio de Barcelona; los PP. Maceda, Tolrá y Menchaca, autores de notables monografías; el P. Juan Andrés, que comprendió en el vasto cuadro de su enciclopedia literaria (Dell'origine, progressi ed stato attuale d'ogni letteratura) las ciencias eclesiásticas, que han tenido en él su único historiador español. Y para no citar otros muy conocidos, el P. Faustino Arévalo, que hizo ediciones verdaderamente clásicas de las obras de San Isidoro, de los poetas cristianos primitivos (Juvenco, Prudencio, Sedulio, Draconcio) y de la Himnodia hispanica, ilustrándolas con prolegómenos doctísimos que están al nivel de la mejor crítica de su tiempo y no desdicen del nuestro.

     Gracias a estos proscritos y a algún otro español residente en Roma, comenzó a realizarse aquel plan de Historia eclesiástica que en 1747 trazaba en una elegante oración latina el auditor D. Alfonso Clemente de Aróstegui, exhortando a sus compatriotas a la exploración de los archivos de la Ciudad Eterna (16).

     Tienen los buenos trabajos de la erudición española del siglo XVIII no sólo esmero y conciencia, sino un carácter de continuidad en el esfuerzo, un impulso común y desinteresado, una imparcialidad u objetividad, como ahora se dice, que da firmeza a sus resultados y contrasta con el individualismo anárquico en que hemos caído después. Toda nuestra vida intelectual del siglo XIX adolece de esta confusión y desorden. El olvido o el frívolo menosprecio con que miramos nuestra antigua labor científica, es no sólo una ingratitud y una injusticia, sino un triste síntoma de que el hilo de la tradición se ha roto y que los españoles han perdido la conciencia de sí mismos. No llevaré el pesimismo hasta creer que esto haya acontecido en todas las ciencias históricas, únicas a que en este discurso me refiero. En algunas no ha habido decadencia, sino renovación y progreso. La historia literaria, especialmente la de los tiempos [16] medios: la arqueología artística y la historia del arte, la historia de la legislación y de las instituciones, la geografía antigua de España, la epigrafía romana, la numismática ibérica, el cultivo de la lengua árabe, la historia política de algunos reinados, la particular de algunos pueblos y comarcas, la bibliografía y la paleografía, han contado y cuentan representantes ilustres, en quienes la calidad aventaja al número. En las monografías que se les deben está lo más granado de nuestra erudición moderna, más bien que en las historias generales de España que con vario éxito se han emprendido.

     Pero otras ramas -del árbol histórico, que fueron las más frondosas en lo antiguo, parecen, durante la mayor parte del siglo XIX, mustias y secas. Ninguna tanto como la historia eclesiástica, cuya postración y abatimiento sería indicio suficiente, si tantos otros no tuviéramos, del triste punto a que ha llegado la conciencia religiosa de nuestro pueblo. Apenas puede citarse un libro de esta clase que en más de cincuenta años haya logrado traspasar los aledaños hispánicos y entrar en la corriente de la ciencia católica, a no ser la hermosa obra apologética de Balmes (El Protestantismo), que, más bien que a la historia propiamente dicha, pertenece a la filosofía de la historia. La guerra de la Independencia, dos o tres guerras civiles, varias revoluciones, una porción de reacciones, motines y pronunciamientos de menor cuantía, un desbarajuste político y económico que nos ha hecho irrisión de los extraños, el vandálico despojo y la dilapidación insensata de los bienes del clero, la ruina consiguiente de muchas fundaciones de enseñanza y beneficencia, la extinción de las Órdenes regulares al siniestro resplandor de las llamas que devoraban insignes monumentos artísticos, la destrucción o dispersión de archivos y bibliotecas enteras, el furor impío y suicida con que el liberalismo español se ha empeñado en hacer tabla rasa de la antigua España, bastan y sobran para explicar el fenómeno que lamentamos, sin que por eso dejemos de imputar a los tradicionalistas su parte de culpa.

     De la enseñanza oficial poco hay que esperar en esta parte, porque su viciosa organización acaba por desalentar las vocaciones más fuertes. Al cuerpo universitario pertenecen o han pertenecido (dígase para gloria suya) la mayor parte de los investigadores de mérito que modernamente ha tenido España, pero casi todos se formaron solos y no sé si alguno ha llegado a crear escuela. Nuestros planes de estudio, comenzando por el de 1845, han sido copia servil de la legislación francesa, cuyo espíritu centralizador está ya abandonado por los franceses mismos. Entre nosotros semejante régimen, el más contrario a nuestra índole, resultó completamente estéril, y los males han ido agravándose de día en día y de remiendo en remiendo. El cultivo de las lenguas sabias, sin el cual no se concibe erudición sólida, está vergonzosamente abandonado, con pocas y por lo mismo más loables excepciones. [17]

     Limitándonos al caso presente, basta consignar escuetamente dos hechos. Ha desaparecido la única cátedra de Historia eclesiástica que en España existía; aunque poco más que nominalmente y agregada de mala manera al doctorado de la Facultad de Jurisprudencia. Poco se ha perdido en ello; pues ¿qué fruto podían sacar de tal enseñanza nuestros canonistas universitarios, que llegan a licenciados con un año de Instituciones y empiezan y acaban su carrera sin saber latín ni poder leer el más sencillo texto de las Decretales?

     Mucho antes había desaparecido de nuestras universidades la Facultad de Teología, que gozaba de poco prestigio en los últimos tiempos, mirada con recelo por unos, con desdén por otros, con indiferencia por la mayor parte. Nadie la echó muy de menos, y nadie ha intentado seriamente su restauración, aun, que medios había para ello dentro del régimen concordado en que legalmente vivimos. De este modo nos hubiéramos evitado el oprobio de que España, la patria de Suárez y Melchor Cano, sea el único pueblo de Europa que ha expulsado la teología de sus universidades. Todos, católicos y protestantes, la conservan sin que este acatamiento rendido a la ciencia de las cosas divinas en centros de cultura abiertos a todo el mundo, se considere como signo de atraso en Alemania ni en Inglaterra ni en parte alguna.

     Entre nosotros la teología y el derecho canónico tienen hoy su único refugio en los seminarios episcopales, que, según la mente del concilio Tridentino (17), se establecieron más bien para la educación moral de los aspirantes al sacerdocio que para el cultivo de las letras sagradas, cuya verdadera palestra estaba entonces en las aulas universitarias y en los florecientes colegios de algunas Órdenes religiosas. La vida científica de los seminarios españoles puede decirse que no comienza hasta el reinado de Carlos III: algunos prelados doctos, celosos y espléndidos los organizaron como verdaderas casas de estudios en Barcelona, en Vich, en Murcia, en Córdoba, en Cuenca, en Osma, en Salamanca y en otras diócesis; los métodos y la disciplina pedagógica solían ser superiores a los de las decadentes universidades, pero por desgracia se infiltró en algunos de ellos cierto modernismo teológico como hoy diríamos, que los hizo sospechosos de tendencias galicanas, jansenistas y quizás más avanzadas. Todo aquello fue de efímera duración y corto influjo. En tiempos de Fernando VII apenas quedaba vestigio de ello, y el plan de estudios de 1824 reorganizó la enseñanza teológica con sentido netamente tomista.

     Pasada la horrible convulsión de la guerra civil de los siete años y ajustado después de larguísimas negociaciones el concordato de 1851, comenzaron a reorganizarse nuestros seminarios, y es ciertamente notable lo que en algunos de ellos ha conseguido [18] el celo de los prelados, luchando con la mayor penuria económica. Es claro que los estudios de teología dogmática y moral han debido prevalecer sobre otros cualesquiera, y nunca han faltado en nuestros cabildos varones de sólida y profunda doctrina que den testimonio de que todavía quedan teólogos y canonistas en España. Los escriturarios son más raros, porque la exégesis bíblica requiere una enciclopedia de conocimientos especiales, que es casi imposible adquirir en nuestra nación, donde es tan pobre el material bibliográfico moderno. Así y todo, las cátedras de griego y hebreo se van aumentando, y no pueden menos de dar algún fruto en época no lejana. En otros seminarios se han establecido cátedras de ciencias naturales, desempeñadas seriamente, y en algunos ha penetrado la arqueología artística, para cuya enseñanza práctica y teórica existen ya importantes museos diocesanos y buenos manuales.

     La restauración de las Órdenes religiosas, trabajosamente lograda en el último tercio del siglo XIX, y combatida a cada momento por la intolerancia sectaria, ha proporcionado a España excelentes educadores y escritores en varios ramos del saber humano. Algunas de, las mejores revistas que hoy tenernos están redactadas exclusivamente por religiosos, y no es pequeña la contribución que han aportado a los congresos científicos más recientes. En general, puede decirse, sin nota de exageración, que la cultura de nuestro clero secular y regular no es inferior a la que suelen tener los laicos más aventajados en sus respectivas profesiones.

     Pero todavía falta andar mucho camino, y las ciencias eclesiásticas no pueden menos de sentir los efectos de la languidez propia de todas las cosas en nuestro abatido país. Las traducciones y compilaciones son mucho más numerosas que las obras originales. Todavía no tenemos una historia general de la Iglesia escrita por autor español (18). La del arzobispo de Palmira D. Félix Amat, ya de remota fecha (2.ª edición, 1807), apenas pasa de ser un compendio de Natal Alejandro y Fleury, de cuyas ideas galicanas participaba. Por entonces se tradujeron y continuaron los Siglos cristianos de Ducreux, canónigo de Auxerre (1790, 2.ª edición, 1805-1808) y más adelante la Historia de la Iglesia de Receveur (1842-1848), la de Béraut-Bercastel, con adiciones del barón de Henrion (1852-1855), obras extensas, pero de segundo orden. Mucho más útiles han sido los excelentes manuales alemanes de Alzog, Hergenroether y Funk, traducidos sucesivamente por Puig y Esteve (1852), García Ayuso (1895) y el P. Ruiz Amado (1908); y el compendio latino [19] de Berti, adicionado hasta nuestros días por el venerable y modesto Fr. Tirso López, de la Orden de San Agustín (1889). También fue traducida, a lo menos en parte, la obra enciclopédica de Rohrbacher, no exenta de tradicionalismo, y que, según el plan adoptado por el autor, engloba toda la historia universal en la historia eclesiástica. Finalmente, en el momento en que escribo, sale a luz el primer tomo de la bella obra de Mons. Duchesne sobre los primeros siglos cristianos, esmeradamente vertida a nuestra lengua por el P. Pedro Rodríguez, agustiniano.

     Tampoco la historia particular de nuestra Iglesia ha sido escrita con la extensión y la crítica que los tiempos presentes reclaman. Líbreme Dios de regatear los méritos de la única obra de este género que en nuestra lengua se ha publicado (19). Su autor, cuyo nombre vive en la memoria de todos los católicos españoles, y muy particularmente en la de los que fuimos discípulos o compañeros suyos, era un hombre de sincera piedad, de cristianas costumbres, que no impedían la franca expansión de su vigoroso gracejo y la libertad de sus opiniones en todo lo que lícitamente es opinable; de sólida ciencia canónica probada en la cátedra durante más de medio siglo; expositor claro y ameno; polemista agudo y temible, a veces intemperante y chocarrero por falta de gusto literario y hábitos de periodista no corregidos a tiempo, pero escritor sabroso y castizo en medio de su incorrecta precipitación; investigador constante y bien orientado, a quien sólo faltaba cierto escrúpulo de precisión y atildamiento; trabajador de primera mano en muchas materias históricas, que ilustró con importantes hallazgos; ligero a veces en sus juicios, pero pronto a rectificar siempre sus errores; propenso al escepticismo en las cosas antiguas, y a la excesiva credulidad en las modernas. Tal fue D. Vicente de la Fuente, tipo simpático y original de estudiante español de otros tiempos. Alcanzó las postrimerías de nuestras viejas universidades, conservó viva su tradición y la recogió en un libro tan curioso como destartalado. Los servicios que la erudición le debe son muchos y de varia índole. Colaboró en la continuación de la España Sagrada. Fue casi el único español que en nuestros días sacó a luz un texto inédito de la Edad Media no perteneciente a las cosas de España: el importante [20] poema de Rangerio Vita Anselmi Lucensis, que tanta parte contiene de la historia de San Gregorio VII y de la condesa Matilde. Ilustró con crítica muy original varios puntos de la historia jurídica de Aragón y de los orígenes tan oscuros y controvertidos de la monarquía pirenaica. Dedicó gran parte de su vida a la depuración del texto de las obras de Santa Teresa, haciendo ediciones muy superiores a

todas las que antes se conocían e ilustrándolas con precisos documentos. Estos trabajos suyos, a pesar de los defectos que tienen, nacidos los más de una imperfecta o negligente paleografía y de haber dado demasiada importancia a las copias del siglo XVIII, marcan época en los estudios teresianos, hoy tan florecientes fuera de España.

     La Fuente con más severa disciplina, con más surtido arsenal bibliográfico, con el conocimiento que le faltaba de la moderna erudición y con un poco más de gravedad y sosiego en el estilo, hubiera podido ser nuestro historiador eclesiástico. Tenía para ello notables condiciones, especialmente un amor puro y sincero a la verdad y un grande arrojo para proclamarla, aunque tropezase con preocupaciones arraigadas, aunque se granjease enemigos dentro de su propio campo. A semejanza de aquellos antiguos eruditos que fueron martillo y terror de los falsarios, embiste sin reparo alguno contra todo género de patrañas. La obra críticamente demoledora que comienza en Mondéjar y Nicolás Antonio, continúa en la España Sagrada, y termina con cierto matiz volteriano en la deliciosa Historia de los falsos cronicones, de Godoy y Alcántara, tuvo en D. Vicente un colaborador insigne, que por otra parte supo mantenerse dentro de los amplios límites que la Iglesia otorga a estas discusiones.

     Si se prescinde del estilo, que muchas veces es vulgar e inadecuado a la materia, hay capítulos excelentes en la Historia eclesiástica de España, sobre todo en la parte consagrada a la Edad Media. El autor acude casi siempre a las fuentes, se muestra familiarizado con los archivos, y a veces da a conocer documentos nuevos, cosa muy rara en los autores de compendios. Por lo demás, la España Sagrada fue su principal guía, como lo será de todo trabajo futuro sobre la misma materia, pero no es pequeño mérito haber ordenado y sistematizado las noticias de carácter general que allí se encuentran esparcidas, haber aprovechado su caudalosa documentación sin perderse en aquella selva. Los dos tomos que versan sobre los tiempos modernos son sumamente endebles y parecen improvisados en fondo y forma.

     El Principal defecto de la obra de La Fuente consiste en ser demasiado elemental. Cuando apareció por primera vez en 1855, tenía el modesto carácter de adiciones al Manual de Alzog, y aunque en la refundición publicada de 1873 a 1875, el trabajo de nuestro profesor campea independiente, y llena seis volúmenes en vez de los tres primitivos, todavía resulta insuficiente [21] como historia, aunque tenga buenas proporciones como compendio. Algo semejante hay que decir de la obra alemana del sabio benedictino P. Bonifacio Gams, Die Kirchengeschichte von Spanien (Ratisbona 1876-1879), excelente historiador, de la mejor escuela, discípulo y biógrafo de Moelher. La obra del P. Gams, a quien tanto por ella como por su Series episcoporum (1873) debemos especial gratitud los españoles, aventaja a la de La Fuente en todos los puntos de nuestra historia que se relacionan con la general de la Iglesia y con las fuentes universales del derecho canónico y de la literatura patrística, pero el contenido peculiarmente español es más rico en nuestro compatriota, y más clara la comprensión del espíritu nacional, a que un extranjero difícilmente llega por docto y bien informado que sea. Tienen, pues, las dos historias sus méritos particulares y no pueden sustituirse la una por la otra. El gran valor de la de Gams consiste en haber aprovechado para beneficio de los anales de nuestra Iglesia el riquísimo caudal de la literatura teológica alemana.

     Me duele tener que mencionar, aunque sea en último término, L'Espagne Chrétienne, del benedictino francés Dom Leclercq (1906), que alcanza hasta el fin de la época visigótica. Pero como en España cualquier librejo escrito en francés pasa por un quinto evangelio (sin que en esto haya diferencia entre los literatos modernistas y los devotos de buen tono), creo necesario prevenir a los lectores incautos contra la ligereza y superficialidad del manualito de Dom Leclercq, que no sólo carece de valor científico, sino que está inspirado por un odio profundo contra las tradiciones de la Iglesia española y aun contra el genio y carácter de nuestro pueblo. Páginas hay tan sañudas y atroces, que sólo en Buckle, en Draper o en otros positivistas, denigradores sistemáticos de España, pueden encontrar alguna que las supere. Pero quizá en esto ha tenido más parte la desidia que la malevolencia. Increíble parece que un sacerdote católico, y benedictino por añadidura, llegue a plagiar servilmente párrafos enteros de una de esas pedantescas sociologías o psicologías de los pueblos que publica el editor Alcan (20). Cosa muy distinta hubiéramos esperado de un erudito [22] liturgista que conoce los buenos métodos y es autor de importantes trabajos sobre el África cristiana y otras materias. No es esto decir que falten en su libro algunos capítulos interesantes, aunque sin originalidad alguna, por ejemplo, el de Prisciliano. Dom Leclercq se muestra al tanto de las principales investigaciones de estos últimos años, y no discurre mal cuando la pasión no le ciega. Pero no se puede escribir bien de lo que en el fondo del alma se desprecia, y éste parece ser el caso de Dom Leclercq respecto de la España antigua y moderna.

     Cuando en 1880 comencé a publicar el imperfecto ensayo que hoy refundo, el Dr. La Fuente, que como censor eclesiástico hubo de examinarle, sostenía casi solo el peso de la controversia católica en el terreno histórico, con bríos que no amenguó el peso de los años ni el de la contradicción que su genial desenfado solía encontrar donde menos debiera. Pero ya empezaba a formarse una nueva generación de trabajadores, que con método más severo y más inmediato contacto de la erudición que en otras partes florecía, daban en forma monográfica contribuciones y rectificaciones de valor a nuestra historia eclesiástica. Al frente de ellos hay que colocar, hasta por orden cronológico, al P. Fidel Pita, cuyo nombre es legión, conocido como insigne epigrafista desde 1866, en que ilustró las inscripciones del ara [23] de Diana en León; como investigador de las memorias de la Edad Media desde 1872, en que apareció su bello libro Los Reys d'Aragó i la Seu de Girona. Desde aquella fecha, y sobre todo después de su ingreso en la Academia de la Historia (1879), la actividad del doctor jesuita ha llegado a términos apenas creíbles. El Boletín de la corporación le debe gran parte de su contenido, y, prescindiendo en sus notorios méritos como arqueólogo, es, sin disputa, el español de nuestros días que ha publicado mayor número de documentos de la Edad Media enlazados con nuestra historia canónica y litúrgica y con la vida exterior e interior de nuestras iglesias. En esta parte, su esfuerzo no ha tenido igual después de la España Sagrada. No sólo con este preclaro varón, que todavía in senectute bona continúa incansable su labor, sino con otros dignísimos de alabanza ha contribuido la Compañía de Jesús al progreso de los estudios históricos en nuestra patria, como lo evidencian la edición de las Cartas de San Ignacio, los Monumenta Societatis Iesu, la Historia del primer siglo de la Compañía, del P. Astráin, y el monumento bibliográfico del P. Uriarte, que, cuando sea íntegramente conocido, eclipsará a los hermanos Backer, a Sommervogel y a todos los que se han ejercitado en el mismo tema.

     Otros institutos religiosos han renovado dignamente sus tradiciones de cultura histórica. Antes que nadie los agustinos, que están obligados a mucho por el recuerdo del P. Flórez. El saludable impulso que en todas las disciplinas intelectuales manifiestan la Revista Agustiniana y La Ciudad de Dios, donde se han publicado muy buenos artículos de crítica y de erudición, encontrará digno empleo en la Biblioteca Escurialense, que está hoy confiada a su custodia, y prenda de ello es ya el primer volumen del catálogo de los códices latinos de aquel insigne depósito, que en estos días sale de las prensas por diligencia de su bibliotecario Fr. Guillermo Antolín. Con él se reanuda, para bien y honra de España, un género de publicaciones sabias, que parecía interrumpido desde los días de Pérez Bayer, Casiri y D. Juan de Iriarte.

     Los benedictinos franceses de la escuela de Solesmes, venidos en buena hora a nuestro suelo, han contribuido a nuestro movimiento histórico, no sólo con excelentes trabajos propios, como la historia y cartulario del monasterio de Silos, de Dom Férotin, sino educando en la ciencia diplomática a varios monjes españoles que han comenzado la publicación de las Fuentes de la historia de Castilla, empresa muy propia de quienes visten la misma cogulla que el P. Berganza. En la gloriosa Orden de Santo Domingo predominan, como es natural, los estudios de teología y filosofía escolástica sobre los históricos, pero también éstos tienen aventajada representación en Fr. Justo Cuervo, que nos ha dado la mejor edición de las obras de Fr. Luis de Granada y prepara un libro, acaso definitivo, sobre el proceso del arzobispo Carranza. Otros nombres podrían citarse aquí de franciscanos [24] y carmelitas y de otras congregaciones regulares, pero no pretendo improvisar un catálogo que necesariamente sería incompleto. Ocasión habrá, en el curso de esta obra, de mencionar a todos o la mayor parte de ellos.

     Honrosa ha sido también la colaboración del clero secular en esta especie de novísimo renacimiento que saludamos con júbilo. El canónigo de Santiago D. Antonio López Ferreiro, por cuya reciente pérdida viste duelo la ciencia patria, renovó por completo la historia eclesiástica y civil de Galicia durante la Edad Media, en una serie de libros que todavía no han sido bien estudiados ni han producido todos los frutos que debieran (Historia de la Iglesia Compostelana, Fueros municipales de Santiago y su tierra, Galicia en el último tercio del siglo XV...). López Ferreiro era un modelo de investigadores, a quien sólo perjudicaba una excesiva tendencia apologética respecto de las tradiciones de su Iglesia. Su primera monografía, Estudios críticos sobre el priscilianismo (1879), ha quedado anticuada como todo lo que se escribió sobre el célebre heresiarca antes de los descubrimientos de Schepss; pero ya en aquel juvenil ensayo se ve el criterio luminoso y sagaz del preclaro varón que llevaba de frente la historia religiosa y social de su país. Honra son también de nuestros cabildos D. Roque Chabás, que ha organizado admirablemente el archivo de la catedral de Valencia y no cesa de ilustrar los anales de aquel antiguo reino con sabias publicaciones relativas no sólo a la historia eclesiástica, sino a la jurídica y literaria; D. Mariano Arigita, canónigo de Pamplona, que ha escrito con suma diligencia la biografía del gran canonista Martín de Azpilcueta y las de otros navarros ilustres... Pero quiero detenerme en esta enumeración, para no incurrir en omisiones que yo deploraría más que nadie.

     Los pocos nombres que he citado bastan para probar que el aspecto de la ciencia eclesiástica española es hoy muy diverso de lo que era en 1880, aunque no sea ni con mucho el que nuestro ardor patriótico desearía. Mi libro reaparece en condiciones más favorables que entonces, no sólo porque encuentra un público mejor preparado y más atento a las cuestiones históricas, sino porque su propio autor algo ha aprendido y adelantado durante el curso de una vida estudiosa que toca ya en las fronteras de la vejez. Aprovechemos, pues, este crepúsculo para corregir la obra de los alegres días juveniles, y corregirla con entrañas de padre, pero sin la indulgencia que a los padres suele cegar. No se diga por mí bis patriae cecidere manus.

     Nada envejece tan pronto como un libro de historia. Es triste verdad, pero hay que confesarlo. El que sueñe con dar ilimitada permanencia a sus obras y guste de las noticias y juicios estereotipados para siempre, hará bien en dedicarse a cualquier otro género de literatura, y no a éste tan penoso, en que cada día trae una rectificación o un nuevo documento. La materia histórica es flotante y móvil de suyo, y el historiador debe [25] resignarse a ser un estudiante perpetuo y a perseguir la verdad dondequiera que pueda encontrar resquicio de ella, sin que le detenga el temor de pasar por inconsecuente. No lo será en los principios, si en él están bien arraigados; no lo será en las leyes generales de la historia, ni en el criterio filosófico con que juzgue los sistemas y las ideas, ni en el juicio moral que pronuncie sobre los actos humanos. Pero en la depuración de los hechos está obligado a serlo, y en la historia eclesiástica con más rigor que en otra ninguna, por lo mismo que su materia es altísima y nada hay en ella pequeño ni indiferente. La historia eclesiástica se escribe para edificación y no para escándalo, y el escándalo no nace de la divulgación de la verdad, por dura que sea, cuando se expone con cristiana intención y decoroso estilo, sino de la ocultación o disimulación, que está a dos dedos de la mentira. Afortunadamente, todos los grandes historiadores católicos nos han dado admirables ejemplos que pueden tranquilizar la conciencia del más escrupuloso, y no es nuestra literatura la que menos abunda en maestros de varonil entereza.

     Modestamente procuré seguir sus huellas en la primera edición de esta historia, cuyo éxito, que superó a mis esperanzas, debo atribuir tan sólo a la resolución que formé y cumplí de trabajar sobre las fuentes, teniendo en cuenta las heterodoxas, y muy especialmente la literatura protestante, apenas manejada por nuestros antiguos eruditos. Hoy reconozco en aquella obra muchos defectos nacidos de mi corto saber y de la ligereza juvenil con que me arrojé a un empeño muy superior a mis fuerzas, pero no me arrepiento de haberla escrito, porque fue un libro de buena fe, pensado con sincera convicción, en que recogí buen número de noticias, que entonces eran nuevas, y ensanché cuanto pude, dentro de mis humildes facultades, los límites del asunto, escribiendo por primera vez un capítulo entero de nuestra historia eclesiástica, no de los más importantes, sin duda, pero que se relaciona con casi todos y es de los más arduos y difíciles de tratar. Del plan no estoy descontento ahora mismo y le conservo con poca alteración. Alguien ha dicho, en son de censura, que la HISTORIA DE LOS HETERODOXOS [26] era una serie de monografías. Nada perdería con eso si ellas fuesen buenas. En forma de monografías están escritas las Memorias de Tillemont, y no dejan de ser uno de los más sólidos y permanentes trabajos que la erudición antigua produjo. Pero sin evocar el recuerdo de obra tan insigne, ya advertirá el lector que en mi plan las monografías de los heresiarcas están ordenadas de modo que no sólo se compenetren y den luz unas a otras, sino que formen un organismo histórico sometido a un pensamiento fundamental, en que no insisto porque está expuesto con bastante claridad en el prólogo de la primera edición, que se leerá después del presente. Este pensamiento es la raíz de la obra, y va contenido en las palabras del Apóstol que la sirven de epígrafe. Entendida de este modo, la HISTORIA DE LOS HETERODOXOS viene a constituir una historia peculiar y contradictoria dentro de la historia de España; es, por decirlo así, la historia de España vuelta del revés. Su contenido es fragmentario y heterogéneo, pero no carece de cierta unidad sintética, que se va viendo más clara conforme la narración avanza y llega a su punto culminante en el siglo XVI, que es el centro de esta Historia, como de cualquier otra que con criterio español se escriba.

     Si en el plan no he innovado nada sustancial, no puedo decir lo mismo en cuanto al desarrollo; pues apenas se hallará pagina que no lleve algunas variantes, y son innumerables las que han sido completamente refundidas o vueltas a escribir. Introduzco capítulos de todo punto nuevos, y en casi todos los de la edición anterior añado párrafos y secciones que no existían o estaban muy poco desarrollados, y aumento, sin compasión, el número de notas y apéndices. A todo esto y mucho más me obliga el prodigioso movimiento histórico de la época actual, que en España es tan difícil seguir, por lo cual me resigno de antemano a que esta labor mía, obra al fin de un autodidacto y de un solitario, resulte en algunos puntos manca e imperfecta, a pesar de todos mis esfuerzos.

     Desde que Jorge Schepss descubrió en la biblioteca de Würzburg y publicó en 1889 once tratados de Prisciliano, ha brotado de las escuelas teológicas de Alemania, y aun de otros países, una copiosa literatura priscilianista en forma de tesis, artículos de revistas, libros de controversia y publicaciones de textos. Gracias a Künstle y a otros, nuestra patrología de los siglos IV y V, que parecía tan exigua, empieza a poblarse de libros; unos, enteramente inéditos; otros, que andaban anónimos y dispersos en las colecciones de escritores eclesiásticos, sin que nadie sospechase su origen español. No sólo la herejía de Prisciliano, sino otros puntos más importantes relativos a la tradición dogmática, a la disciplina y la liturgia de nuestra primitiva Iglesia, han recibido nueva luz con el inesperado auxilio de estos hallazgos.

     En cuanto a la historia de los suevos y de los visigodos, cuya restauración crítica comienza en Félix Dahn, basta recordar que en los Monumenta Germaniae historica hizo Mommsen la edición de los cronicones y Zeumer la de las fuentes legales, con todo el prestigio y autoridad que acompaña a tales nombres. En esta parte, por fortuna no ha sido pequeña la colaboración de la ciencia indígena, como lo prueban las excelentes obras de Pérez Pujol, Fernández-Guerra, Hinojosa y Ureña.

     Otro tanto puede decirse de los arabistas, que forman uno de los grupos más activos de la erudición española, aunque no tan numeroso como debiera. Sus trabajos, especialmente la sabia y piadosa Historia de los mozárabes, de Simonet, cuya publicación se había retardado tanto, son indispensables para el [27] conocimiento de las relaciones religiosas entre la raza invasora y el pueblo conquistado.

     La escuela de traductores de Toledo, punto de conjunción entre la ciencia oriental y la de las escuelas cristianas, ha sido doctísimamente ilustrada, no sólo en las obras ya antiguas de Wüstenfeld y el Dr. Leclerc, sino en el libro capital de Steinschneider sobre las traducciones hebreas de la Edad Media y sobre los judíos considerados como intérpretes (1898), en el de Guttmann sobre la Escolástica del siglo XIII en sus relaciones con la literatura judía (1902) y en las numerosas monografías que sobre los escritos filosóficos del arcediano Gundisalvo o Gundisalino han compuesto Hauréau (1879), Alberto Loewenthal (1890), J. A. Endres (1890), Pablo Correns (1891), Jorge Bulow (1897), C. Baeumker (1898), Luis Baur (1903) y otros colaboradores de la sabia publicación que aparece en Münster con el titulo de Beiträge zur Geschichte der Philosophie et Mittelalters, a la cual debemos, entre otros grandes servicios, el texto íntegro del Fons Vitae, de Avicebrón. Cuando en 1880 publiqué el Liber de processione, apenas sonaba en la historia de la filosofía el nombre de Gundisalvo, que hoy resulta autor del famoso Liber de unitate, uno de los que más influyeron en la gran crisis escolástica del siglo XII.

     Las extensas y eruditas monografías de Hauréau y Litiré sobre Arnaldo de Vilanova y Raimundo Lulio, publicadas, respectivamente, en los tomos XXVIII y XXIX de la Histoire Littéraire de la France (1881 y 1885), volvieron a llamar la atención de los doctos sobre estas dos grandes figuras, que personifican la vida intelectual de Cataluña en la Edad Media. Acerca de la vida del célebre médico de los reyes de Aragón y de Sicilia, que ya en 1879 tuve la fortuna de ilustrar con documentos importantes y nuevos, ha añadido muchos el profesor de Friburgo Enrique Finke, primero en su libro sobre Bonifacio VIII (1902), después en sus Acta Aragonensia. Otros muy importantes han descubierto D. Roque Chabás y mi fraternal amigo D. Antonio Rubió y Lluch, digno catedrático de la Universidad de Barcelona. Y a la hora presente, en la revista Estudis universitaris catalans, ha comenzado a aparecer el cartulario de cuantos documentos impresos o inéditos se conocen relativos a Arnaldo. Son varias las tesis de estos últimos años en que se le estudia no sólo como médico (verbigracia en los de E. Lalande y de Marcos Haven, 1896), sino como político y teólogo laico (en la de Pablo Diepgen, 1909).

     El renacimiento vigoroso de la historiografía catalana ha ayudado en gran manera así a la depuración de la biografía de Arnaldo como al desarrollo de los estudios lulianos, que, casi interrumpidos desde el siglo XVIII, sin más excepción importante que la de D. Jerónimo Roselló, han vuelto a florecer en Mallorca con espíritu verdaderamente crítico, como lo manifiesta la preciosa colección de los textos originales del Doctor Iluminado, [28] en cuyo estudio y recolección tuvo tanta parte mi malogrado condiscípulo D. Mateo Obrador y Bennasar.

     En suma, apenas hay asunto de los que se tratan en el primer tomo de mis HETERODOXOS primitivos que no haya sido enteramente renovado por el trabajo de estos últimos años; lo mismo la herejía de los albigenses de Provenza y de sus adeptos catalanes que las sectas místicas de origen italiano o alemán, que tuvieron también prosélitos en nuestro suelo.

     La historia de la Inquisición, tan estrechamente enlazada con la de las herejías, ha sido escrita con vasta y sólida información, y con cierta objetividad, a lo menos aparente, por el norteamericano Enrique Carlos Lea, en varios libros que deben tenerse por fundamentales en esta materia hasta que vengan otros que los refuten o mejoren. En la parte documental representan un grande adelanto; pero para penetrar en el espíritu y procedimientos de aquella institución, urge publicar el mayor número de procesos originales, ya que son relativamente pocos los que han llegado a nuestros días. Así lo ha comprendido el P. Fita, dando a conocer en el Boletín de la Real Academia de la Historia los más importantes documentos de la Inquisición castellana del tiempo de los Reyes Católicos. Así también el Dr. Ernesto Schaeffer, de la Universidad de Rostock, a quien debemos no sólo un amplio extracto de los procesos formados a los luteranos de Valladolid en tiempo de Felipe II, sino un comentario verdaderamente científico y desinteresado, en que el autor, aunque protestante, llega a conclusiones que ningún historiador católico rechazaría.

     Siguiendo paso a paso el índice de mi libro, podría apuntar aquí todo lo que de nuevo hemos aprendido en estos años sobre erasmistas y protestantes, iluminados y hechiceros, judaizantes y moriscos, jansenistas, enciclopedistas y aun sobre las luchas religiosas de nuestros días. Pero esta recapitulación, además de ser en alto grado fastidiosa, sería inútil, puesto que van en el texto las oportunas indicaciones bibliográficas, que he procurado hacer lo más exactas y completas que he podido, remediando en esto, como en lo restante, las faltas de la primera edición.

     Ante este cúmulo de materia nueva, que me obliga a tantas adiciones y rectificaciones, quizá me hubiera sido más fácil escribir una segunda HISTORIA que refundir la antigua. Pero nadie, y menos quien se despidió hace tiempo de la juventud, puede hacer largos cálculos sobre la duración de la vida, y la que Dios fuere servido de concederme, pienso emplearla en otros proyectos literarios de ejecución menos ingrata. He adoptado, pues, un término medio cuyos inconvenientes no se me ocultan, pero que era acaso el único posible.

     He conservado del antiguo texto cuanto me ha parecido aprovechable, corrigiendo en el texto mismo, sin advertirlo al pie, [29] todos los errores materiales que he notado de fechas, nombres y detalles históricos de cualquier género.

     He revisado escrupulosamente todas las citas, compulsándolas con los originales, y reduciendo las de la misma obra a una sola edición, que he procurado que sea la mejor, o que por lo menos pueda citarse sin peligro de falsas lecciones. La descripción bibliográfica de cada libro se hará, por regla general, la primera vez que se le mencione. En las obras que todo el mundo conoce y que son fuentes generales del derecho canónico y de la historia eclesiástica, la indicación será muy sucinta, pero precisa y exacta.

     Las adiciones se intercalarán en el texto, siempre que no quebranten su economía ni puedan engendrar confusión. Pero cuando sean tantas y tales que den un nuevo aspecto de los hechos, como sucede en la herejía de Prisciliano, se pondrán a continuación del capítulo antiguo (depurado y corregido de las faltas que ya lo eran en 1880). para que de este modo pueda cotejarse lo que la investigación histórica había logrado hasta aquella fecha y lo que ha descubierto después.

     Las rectificaciones de materia grave, en que el autor corrige o atenúa, por virtud de nuevos estudios, algunos juicios de personas y acontecimientos, serán tratadas en notas especiales. Ni quiero ocultar mi parecer antiguo, ni dar por infalible el moderno, sin que me arredre el pueril temor, indigno de la Historia, de aparecer en contradicción conmigo mismo.

     He retocado ligeramente el estilo, borrando muchos rasgos que hoy me parecen de mal gusto y de candidez infantil; muchas incorrecciones gramaticales y otros defectos que hubieran saltado a la vista del leyente más benévolo y que sólo tenían disculpa en los pocos años del autor. Esta operación, aunque extensa, no ha sido muy intensa, por no querer privar al libro de uno de los pocos méritos que puede tener, es decir, de la espontaneidad y frescura que a falta de otras condiciones suele haber en los frutos primerizos del ingenio. Por lo mismo que no se escribe de igual suerte a los veinte años que a los cincuenta, el falsificar su propia obra me ha parecido siempre fútil tarea de puristas académicos, que no vale el trabajo que cuesta, y arguye una desmedida satisfacción de sí propio. Para mí, el mejor estilo es el que menos lo parece, y cada día pienso escribir con más sencillez; pero en mi juventud no pude menos de pagar algún tributo a la prosa oratoria y enfática que entonces predominaba. Páginas hay en este libro que me hacen sonreír, y, sin embargo, las he dejado intactas porque el libro tiene su fecha y yo distaba mucho de haber llegado a la manera literaria que hoy prefiero, aunque ya me encaminase a ella. Por eso, es tan desigual la prosa de los HETERODOXOS, y fluctúa entre dos opuestos escollos: la sequedad y la redundancia.

     Otro defecto tiene, sobre todo en el último tomo, y es la excesiva acrimonia e intemperancia de expresión con que se califican [30] ciertas tendencias o se juzga de algunos hombres. No necesito protestar que en nada de esto me movía un sentimiento hostil a tales personas. La mayor parte no me eran conocidas más que por sus hechos y por las doctrinas expuestas en sus libros o en su enseñanza. De casi todos pienso hoy lo mismo que pensaba entonces; pero, si ahora escribiese sobre el mismo tema, lo haría con más templanza y sosiego, aspirando a la serena elevación propia de la historia, aunque sea contemporánea, y que mal podía esperarse de un mozo de veintitrés años, apasionado e inexperto, contagiado por el ambiente de la polémica y no bastante dueño de su pensamiento ni de su palabra. Hasta por razones estéticas hubiera querido dar otro sesgo a los últimos capítulos de mi obra, pero he creído que no tenía derecho para hacerlo. Tenía, en cambio, y creo haberla cumplido en ésta como en las demás partes de mi HISTORIA, la obligación de conciencia de enmendar toda noticia equivocada, porque la misma justicia se debe a los modernos y a los antiguos, a los vivos y a los muertos. Cuando rectifico o atenúo algún juicio, lo hago en nota. En el texto borro únicamente las expresiones que hoy me parecen insolentes, duras y crueles, porque sería de mal ejemplo y hasta de mal tono el conservarlas. Por supuesto que no tengo por tales ciertas inofensivas y lícitas burlas que, aun consideradas literariamente, no me parecen lo peor que el libro contiene.

     Esta segunda edición termina donde terminaba la antigua, es decir, en 1876, fecha de la Constitución que ha creado el actual estado de derecho en cuanto a la tolerancia religiosa. Sólo en alguna que otra nota me refiero a sucesos posteriores, para completar alguna narración o la biografía de algún personaje. De lo demás, otros escribirán, y no les envidio tan triste y estéril materia.

     Reimpresa con estas correcciones y aditamentos la HISTORIA DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES, dejará de ser un libro raro, pero acaso llegue a ser un libro útil.

     Santander, julio de 1910. [31]