Libro Séptimo



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Capítulo I

La heterodoxia entre los afrancesados.

 

I. Invasión francesa. El espíritu religioso en la guerra de la Independencia. -II. La heterodoxia entre los afrancesados. Obras cismáticas de Llorente. Política heterodoxa del rey José: desamortización, abolición del Santo Oficio. -III. Literatos afrancesados. -IV. Semillas de impiedad esparcidas por los soldados franceses. Sociedades secretas.



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- I -

Invasión francesa. -El espíritu religioso en la Guerra de la Independencia.

 

     Nunca, en el largo curso de la historia, despertó nación alguna tan gloriosamente después de tan torpe y pesado sueño como España en 1808. Sobre ella había pasado un siglo entero de miseria y rebajamiento moral, de despotismo administrativo sin grandeza ni gloria, de impiedad vergonzante, de paces desastrosas, de guerras en provecho de niños de la familia real o de codiciosos vecinos nuestros, de ruina acelerada o miserable desuso de cuanto quedaba de las libertades antiguas, de tiranía sobre la Iglesia con el especioso título de protección y patronato y, finalmente, de arte ruin, de filosofía enteca y de literatura sin poder ni eficacia, disimulado todo ello con ciertos oropeles de cultura material, que hoy los mismos historiadores de la escuela positivista (Buckle por ejemplo) declaran somera, artificial, contrahecha y falsa.

     Para que rompiésemos aquel sopor indigno; para que de nuevo resplandeciesen con majestad no usada las generosas condiciones de la raza, aletargadas, pero no extintas, por algo peor que la tiranía, por el achatamiento moral de gobernantes y gobernados y el olvido de volver los ojos a lo alto; para que tornara a henchir ampliamente nuestros pulmones el aire de la vida y de las grandes obras de la vida; para recobrar, en suma, la conciencia nacional, atrofiada largos días por el fetichismo covachuelista de la augustísima y beneficentísima persona de Su Majestad, era preciso que un mar de sangre corriera desde Fuenterrabía hasta el seno gaditano, y que en esas rojas aguas nos regenerásemos después de abandonados y vendidos por nuestros reyes y de invadidos y saqueados con perfidia e iniquidad más [672] que púnicas por la misma Francia, de la cual todo un siglo habíamos sido pedisecuos y remedadores torpísimos.

     Pero ¡qué despertar más admirable! ¡Dichoso asunto, en que ningún encarecimiento puede parecer retórico! ¡Bendecidos muros de Zaragoza y Gerona, sagrados más que los de Numancia; asperezas del Bruch, campos de Badén, épico juramento de Langeland y retirada de los 9.000, tan maravillosa como la que historió Jerofonte, ¿qué edad podrá oscurecer la gloria de aquellas victorias y ¿de aquellas derrotas, si es que en las guerras nacionales puede llamarse derrota lo que es martirio, redención y apoteosis para el que sucumbe y prenda de victoria para el que sobrevive?

     Precisamente en lo irregular consistió la grandeza de aquella guerra, emprendida provincia a provincia, pueblo a pueblo: guerra infeliz cuando se combatió en tropas regulares o se quiso centralizar y dirigir el movimiento, y dichosa y heroica cuando, siguiendo cada cual el nativo impulso de disgregación y de autonomía, de confianza en sí propio y de enérgico y desmandado individualismo, lidió tras de las tapias de su pueblo, o en los vados del conocido río, en las guájaras y fraguras de la vecina cordillera, o en el paterno terruño, ungido y fecundizado en otras edades con la sangre de los domeñadores de moros y de los confirmantes de las cartas municipales, cuyo espíritu pareció renacer en las primeras juntas. La resistencia se organizó, pues, democráticamente y a la española, con ese federalismo instintivo y tradicional que surge en los grandes peligros y en los grandes reveses, y fue, como era de esperar, avivada y enfervorizada por el espíritu religioso, que vivía íntegro a lo menos en los humildes y pequeños, y caudillada y dirigida en gran parte por los frailes. De ello dan testimonio la dictadura del P. Rico en Valencia, la del P. Gil en Sevilla, la de Fr. Marlano de Sevilla en Cádiz, la del P. Puebla en Granada, la del obispo Menéndez de Luarca en Santander. Alentó la Virgen del Pilar el brazo de los zaragozanos, pusiéronse los gerundenses bajo la protección de San Narciso; y en la mente de todo estuvo, si se quita el escaso número de los llamados liberales, que por loable inconsecuencia dejaron de afrancesarse, que aquélla guerra, tanto como española y de independencia, era guerra de religión contra las ideas del siglo XVIII difundidas por las legiones napoleónicas. ¡Cuán cierto es que en aquella guerra cupo el lauro más alto a lo que su cultísimo historiador, el conde de Toreno, llama, con su aristocrático desdén de prohombre doctrinario, singular demagogia, pordiosera y afrailada supersticiosa y muy repugnante! Lástima que sin esta demagogia tan maloliente, y que tanto atacaba los nervios al ilustre conde, no sean posibles Zaragozas ni Geronas!

     Sin duda, por no mezclarse con esa demagogia pordiosera, los cortesanos de Carlos IV, los clérigos ilustrados y de luces, los abates, los literatos, los economistas y los filántropos tomaron [673] muy desde el principio el partido de los franceses y constituyeron aquella legión de traidores, de eterno vilipendio en los anales del mundo, que nuestros mayores llamaron afrancesados. Después de todo, no ha de negarse que procedieron con lógica; si ellos no eran cristianos ni españoles, ni tenían nada de común con la antigua España sino el haber nacido en su suelo, si además los invasores traían escritos en su bandera todos los principios de gobierno que ellos enaltecían; si para ellos el ideal, como ahora dicen, era un déspota ilustrado, un césar impío que regenerase a los pueblos por fuerza y atase corto al papa y a los frailes, si además este césar traía consigo el poder y el prestigio militar más formidable que han visto las edades, en términos que parecía loca temeridad toda resistencia, ¿cómo no habían de recibirlo con palmas y sembrar de flores y agasajos su camino?

     La caída del Príncipe de la Paz a consecuencia del motín de Aranjuez (17 de marzo de 1808) dejó desamparados a muchos de sus parciales, y procesados a Estala y otros, todos los cuales, por odio a la causa popular a los que llamaban bullangueros, no tardaron en ponerse bajo a protección de Murat. Ni tampoco podía esperarse más de los primeros ministros de Fernando VII, los Azanza, Ofarril, Ceballos, Escoiquiz Caballero, todos los cuales, tras de haber precipitado el insensato viaje del rey a Bayona, o pasaron a los consejos del rey José, o se afrancesaron a medias, o fueron, por su torpeza y necias pretensiones diplomáticas, risa y baldón de los extraños.

     Corrió al fin la sangre de mayo, y ni siquiera la sanguinaria orden del día de Murat, que lleva aquella fecha bastó a apartar de él a los afrancesados, que no sólo dieron por buenas las denuncias de Bayona, sino que concurrieron a las irrisorias Cortes convocadas allí por Napoleón para labrar la felicidad de España y destruir los abusos del antiguo régimen, como decía la convocatoria de 24 de mayo (2591). Las 150 personas que habían de constituir esta diputación, representando el clero, la nobleza y el estado llano, fueron designadas por la llamada junta Suprema de Gobierno o elegidas atropellada y desigualmente, no por las provincias, alzadas en armas contra la tiranía francesa, sino por los escasos partidarios de la conquista napoleónica, que se albergaban en Madrid o en la frontera, anunciando en ostentosas proclamas que el héroe a quien admiraba el mundo concluiría la grande obra en que estaba trabajando de la regeneración política. Algunos de los nombrados se negaron  rotundamente a ir, entre ellos el austero obispo de Orense, D. Pedro de Quevedo y Quintano, que respondió al duque de Berg y a la junta con una punzante y habilísima representación, que corrió de un extremo a otro de España, labrando hondamente en los ánimos.  [674]

     Los pocos españoles congregados en Bayona a título de diputados (en 15 de junio aún no llegaban a 30) reconocieron solemnemente por rey de España a José Bonaparte, el cual, entre otras cosas, dijo al inquisidor D. Raimundo Ethenard y Salinas que «la religión era base de la moral y de la prosperidad pública y que debía considerarse feliz a España, porque en ella sólo se acataba la verdadera»; palabras vanas y encaminadas a granjearse algunas voluntades, que ni aun por ese medio logró el intruso, viéndose obligado a cambiar de táctica muy pronto y a apoyarse en los elementos más francamente innovadores.

     Abriéronse al fin las Cortes de Bayona el 15 de junio, bajo la presidencia de D. Miguel de Azanza, antiguo virrey de Méjico, a quien asistieron como secretarios D. Mariano Luis de Urquijo, del Consejo de Estado, y D. Antonio Ranz Romanillos, del de Hacienda, conocido helenista, traductor de Isócrates y de Plutarco. Anunció el presidente en su discurso de apertura que «nuestro mismo regenerador, ese hombre extraordinario que nos vuelve una patria que habíamos perdido, se había tomado la pena (sic) de disponer una Constitución para que fuese la norma inalterable de nuestro gobierno».

     Efectivamente, el proyecto de Constitución fue presentado a aquellas Cortes, pero no formado por ellas, y aun hoy se ignora quién pudo ser el verdadero autor, puesto que Napoleón no había de tener tiempo para entretenerse en tal cosa. Nada se dijo en ella contra la unidad religiosa, pero ya algunos diputados, como D. Pablo Arribas, luego de tantísima fama como ministro de Policía, y D. José Gómez Hermosilla, buen helenista y atrabiliario crítico, de los de la falange moratiniana, solicitaron la abolición del Santo Oficio, a la cual fuertemente se opuso el inquisidor Ethenard, secundado por algunos consejeros de Castilla. También D. Ignacio Martínez de Villela propuso, sin resultado, que a nadie se persiguiese por sus opiniones religiosas o políticas, consignándose así expresamente en la Constitución. La cual murió non nata, sin que llegara siquiera a reunir cien firmas, aunque de grado o por fuerza se hizo suscribirla a todos los españoles que residían en Bayona.

     Reorganizó José su Ministerio, dando en él la secretaría de Estado el famoso Urquijo, promotor de la descabellada tentativa de cisma jansenista en tiempo de Carlos IV; la de Negocios Extranjeros, a. D. Pedro Ceballos; la de Hacienda, a Cabarrús; la de Guerra, a Ofarril; la de Gracia y Justicia, a D. Sebastián Piñuela; la de Marina, a Mazarredo, y la de Indias, a Azanza (2592). En vano se intentó atraer a D. Gaspar Melchor de Jovellanos y comprometer su nombre haciéndole sonar como ministro del Interior en la Gaceta de Madrid, porque él se resistió noblemente a las instancias de todos sus amigos, especialmente de Cabarrús, [675] y les respondió en una de sus comunicaciones que, «aunque la causa de la Patria fuese tan desesperada como ellos imaginaban, sería siempre la causa del honor y en la lealtad, y la que a todo trance debía seguir un buen español»



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- II -

La heterodoxia entre los afrancesados. Obras cismáticas de Llorente. -Política heterodoxa del rey José: desamortización, abolición del Santo Oficio.

     Los afrancesados y los liberales, que, andando el tiempo, fácilmente perdonaron a los afrancesados su apostasía en consideración al amor que profesaban a la cultura y a las luces del siglo, se deshacen en elogios del rey José, pintándole como hombre de condición suave y apacible, aunque muy dado al regalo y a los deleites; cortés y urbano, algo flojo de voluntad, pero muy amante del progreso. ¡Lástima que nuestros padres no se hubiesen entusiasmado con ese rey filósofo (así le llamaban en las logias), cuyos sicarios venían a traernos la nueva luz por medios tan eficaces como los saqueos de Córdoba y las sacrílegas violaciones de Rioseco!

     Estipulóse en los dos primeros artículos de la capitulación de Madrid (4 de diciembre de 1808) «La conservación de la religión católica, apostólica, romana, sin tolerancia de otra alguna», y «de las vidas, derechos y propiedades de los eclesiásticos seculares y regulares, conservándose el respeto debido a los templos, conforme a nuestras leyes». Pero, apenas instalado Napoleón en su cuartel general de Chamartín, decretó la abolición del Santo Oficio, la venta de las obras pías y la reducción de los conventos a la tercera parte, con cuyas liberales medidas creció el número de afrancesados. En Valladolid suprimió el convento de dominicos de San Pablo so pretexto de que en él habían sido asesinados varios franceses.

     Entronizado de nuevo José por el esfuerzo de su hermano, decretó en 17 de agosto la supresión de todas las órdenes monacales, mendicantes y de clérigos regulares, adjudicando sus bienes a la Real Hacienda, y en decretos sucesivos declaró abolida la prestación agrícola que llamaban voto de Santiago mandó recoger la plata labrada de las iglesias y suprimió toda jurisdicción civil y criminal de los eclesiásticos, con otras providencias al mismo tenor, ante las cuales se extasía aún hoy el Sr. Mesonero Romanos en sus Memorias de un Setentón (2593), llamándolas «desenvolvimiento lógico del programa liberal iniciado por Napoleón en Chamartín».

     El canonista áulico de José era, como no podía menos de serlo, el famoso D. Juan Antonio Llorente, de cuyas hazañas en tiempos de Carlos IV tienen ya noticia nuestros lectores, y que, perdidas sus antiguas esperanzas de obispar y mal avenido [676] con su dignidad de maestrescuela de Toledo, que le parecía corto premio para sus merecimientos, encontró lucrativo, ya que no honroso, el meterse a incautador y desamortizador con título de director general de Bienes Nacionales, cargo de que los mismos franceses tuvieron que separarle por habérsele acusado de una sustracción, o, como ahora dicen, irregularidad, de once millones de reales. No resultó probado el delito, pero Llorente no volvió a su antiguo destino, trocándole por el de comisario de Cruzada. Durante la ocupación francesa, Llorente divulgó varios folletos, en que llama a los héroes de nuestra independencia plebe y canalla vil, pagada por el oro inglés; se hizo cargo de los papeles de la Inquisición que llegaron a sus manos (no todos afortunadamente), quemó unos y separó los restantes para valerse de ellos en la Historia, que ya traía en mientes, y escribió varios opúsculos canónicos, de que conviene dar más menuda noticia. Es el primero la Colección diplomática de varios papeles antiguos y modernos sobre dispensas matrimoniales y otros puntos de disciplina eclesiástica (2594), almacén de papeles regalistas, jansenísticos y medio cismáticos en que andan revueltos, con leyes de Honorio y de Recesvinto y con el Parecer de Melchor Cano el Pedimento de Macanaz y las contestaciones de los obispos favorables al cisma de Urquijo; todo ello para demostrar que «los obispos deben dispensar los impedimentos del matrimonio y demás gracias necesarias para el bien espiritual de sus diocesanos cuando el gobierno lo considere útil, aun estando expedito el recurso a Roma» y «que la suprema potestad civil es la única que pudo poner originalmente impedimentos al matrimonio»..., todo lo cual corrobora el autor con citas del Código de la humanidad y de la Legislación Universal, no sin insinuar, así como de pasada, que él y otros canonistas de su laya reconocían en el infeliz José iguales derechos que en los monarcas visigodos para convocar nuevos sínodos toledanos y estatuir o abrogar leyes eclesiásticas restaurando la pura disciplina.

     Con mucha copia de doctrina jurídica contestó a este papel el Dr. D. Miguel Fernández de Herrezuelo, lectoral de Santander, en un cuaderno que llamó Conciso de memorias eclesiásticas y político-civiles (2595), donde no se limitó al punto de las dispensas, en que la doctrina de Llorente es formalmente herética, como lo declaran las proposiciones 57 y 60 de la bula Auctorem fidei, por la cual Pío VI condenó a los fautores del sínodo de Pistoya, [677] sino que se remontó al origen de la potestad y jurisdicción de la Iglesia, probando que no era meramente interna y espiritual, sino también exterior y contenciosa, y que desde los mismos tiempos de San Pablo había puesto y declarado impedimentos al matrimonio, v.gr., el de cultus disparitas: nolite iugum ferre cum infidelibus.

     Los consejeros del rey José dieron la razón a Llorente, y por real decreto de 16 de diciembre de 1810 mandaron a los pocos obispos que les obedecían dispensar en todo género de impedimentos; tropelía muy conforme con la desatentada política que el césar francés había adoptado con el mártir Pío VII. Pero Llorente lanzado ya a velas desplegadas en el mar del cisma, no se satisfizo con la abolición de las reservas, y quiso completar su sistema en una Disertación sobre el poder que los reyes españoles ejercieron hasta el siglo duodécimo en la división de obispados y otros puntos de disciplina eclesiástica (2596) y (2597), con un apéndice de escrituras merodeadas de aquí y de allá, truncadas muchas de ellas, apócrifas o sospechosas otras, y no pertinentes las más a la cuestión principal. Habían proyectado los ministros de José hacer por sí y ante sí nueva división del territorio eclesiástico, conforme en todo a la división civil, y Llorente acudió a prestarles el auxilio de su erudición indigesta y causídica, previniendo la opinión para el más fácil cumplimiento de los edictos reales. Decir que en las 200 páginas de su libro, que es a la vez alegato colección diplomática, se barajan lo humano y lo divino, y la cronología, y la historia, y los cánones con los abusos de tiempos revueltos, ocultando el autor maliciosamente todos los casos y documentos en que la potestad pontificia aparece interviniendo en la demarcación de diócesis, sería poco decir, y ya es de sospechar en cuanto se nombra al autor. Pero aún hay cosas más graves. Llorente, que no creía en la legitimidad de la Ithación, de Wamba, la aprovecha, sin embargo, porque le conviene para sus fines; y, encontrándose con la otra división, a todas luces apócrifa, de los obispados de Galicia, que se dice hecha en el siglo VI, en un concilio de Lugo, por el rey suevo Teodomiro, niega el concilio y la autenticidad de la escritura, pero admite la división, suponiéndola hecha por el rey, de su propia autoridad y sin intervención de ningún concilio. A la verdad, tanta frescura asombra, y no hay paciencia que baste ni pudor crítico que no se sonroje al oír exclamar a aquel perenne abogado de torpísimas causas, dos veces renegado como español y como sacerdote: «Congratulémonos de que, [678] por uno de aquellos caminos inesperados que la divina Providencia manifiesta de cuando en cuando, haya llegado el día feliz en que los reyes y obispos reivindiquen aquellos derechos que Dios concedió a las dignidades real y episcopal» (p.51).

     En la Academia de la Historia leyó Llorente en 1812 una Memoria histórica sobre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca del Tribunal de la Inquisición (2598), donde, con hacinar muchos y curiosos documentos, ni por semejas hiere la cuestión, ya que la opinión nacional acerca del Tribunal de la Fe no ha de buscarse en los clamores, intrigas y sobornos de las familias de judaizantes y conversos, a quien andaba a los alcances el Santo Tribunal, ni en las amañadas demandas de contrafuero promovidas en Aragón por los asesinos de San Pedro Arbués y los cómplices de aquella fazaña, ni en los pleitos, rencillas y concordias de jurisdicción con los tribunales seculares, en que nadie iba al fondo de las cosas, sino a piques de etiqueta o a maneras de procedimiento, sino en el unánime testimonio de nuestros grandes escritores y de cuantos sintieron y pensaron alto en España desde la edad de los Reyes Católicos; en aquellos juramentos que restaban a una voz inmensas muchedumbres congregadas en los autos de fe y en aquella popularidad inaudita que por tres Siglos y sin mudanza alguna disfrutó un Tribunal que sólo a la opinión popular debía su origen y su fuerza y sólo en ella podía basarse. El mismo Llorente se asombra de esto, y exclama: «Parece imposible que tantos hombres sabios como ha tenido España en tres siglos, hayan sido de una misma opinión». Por descontado que él lo explica con la universal tiranía; recurso tan pobre como fácil cuando no se sabe encontrar la verdadera raíz de un grande hecho histórico o cuando, encontrándola, falta valor para confesarlo virilmente. ¿A quién se hará creer que Fr. Luis de Granada, por ejemplo, no cedía a más noble impulso que el del temor servil cuando en el Sermón de las caídas públicas llamaba a la Inquisición «muro de la Iglesia, columna de la verdad, guarda de la fe, tesoro de la religión, arma contra los herejes, lumbre contra los engaños del enemigo y toque en que se prueba la fineza de la doctrina, si es verdadera [679] o falsa»? ¡Singular prodigio histórico el de una institución impopular que todos aplauden y que dura tres siglos! ¡Cualquiera diría que los inquisidores no salían del mismo pueblo español o que eran de raza distinta que se había impuesto por conquista y fuerza de armas! Pasó ya, gracias a Dios, tan superficial modo de considerar la historia, dividiéndola entre oprimidos y opresores, tiranos y esclavos. Los mismos que condenan la Inquisición como arma de tiranía, tendrán que confesar hoy que fue tiranía popular, tiranía de raza y sangre, fiero sufragio universal, justicia democrática que niveló toda cabeza, desde el rey hasta el plebeyo y desde el arzobispo hasta el magnate; autoridad, en suma, que los reyes no alzaron, sino que se alzó sobre los reyes, y que, como los antiguos gobiernos demagógicos de Grecia, tuvo por campo y teatro de sus triunfos el ancho estadio de la plaza pública.

     La retirada de los franceses en 1813 sorprendió a Llorente cuando sólo llevaba publicados dos volúmenes de su historia de la Inquisición, que a principio pensó dar a luz en lengua castellana y en forma de Anales. Obligado ya a cambiar de propósito, se llevó a Francia los apuntes y extractos que tenía hechos, y también muchos papeles originales de los archivos de la Inquisición de Aragón, que con poca conciencia se apropió y que sin escrúpulo vendió luego a la Biblioteca Nacional de París, donde hoy se conservan encuadernados en 18 volúmenes. Entre ellos figuran procesos tan importantes como el del vicecanciller Alfonso de la Caballería, el de los Santafé, el de los asesinos de San Pedro de Arbués, el de Antonio Pérez, el de D. Diego de Heredia y demás revolvedores de Zaragoza en tiempo de Felipe II.

     El aparato de documentos que Llorente reunió para su historia fue tan considerable, que ya difícilmente ha de volver a verse junto. Verdad es que se escaparon de sus garras muchos procesos de las inquisiciones de provincia, cuyos despojos, aunque saqueados y mutilados por la mano ignorante del vandalismo revolucionario, han pasado en épocas distintas a enriquecer nuestros archivos de Simancas y Alcalá; cierto que jamás llegó a leer el proceso de Fr. Luis de León, el del Brocense y otros no menos importantes, por lo cual la parte literaria de su libro 1 es manca y pobrísima. A todo lo cual ha de agregarse que su erudición en materia de libros impresos era muy corta; su crítica, pueril; su estilo, insulso y sin vigor ni gracia. Pero como había usado y abusado de todos los medios puestos ampliamente a su alcance, y registrado bulas y breves de papas, ordenanzas reales, consultas del Consejo, cartas de la Suprema a los tribunales de provincias, instrucciones y formularios, extractos de juicios y gran número de causas íntegras, pudo dar gran novedad a un asunto ya de suyo poco menos que virgen y sorprender a los franceses con un matorral de verdades y de calumnias. [680]

     Está tan mal hecho el libro de Llorente, que ni siquiera puede aspirar al título de libelo o de novela, porque era tan seca y estéril la fantasía del autor y de tal manera la miseria de su carácter moral ataba el vuelo de su fantasía, que aquella obra inicua, en fuerza de ser indigesta, resultó menos perniciosa, porque pocos, sino los eruditos, tuvieron valor para leerla hasta el fin. Muchos la comenzaron con ánimo de encontrar escenas melodramáticas, crímenes atroces, pasiones desatadas y un estilo igual, por lo menos en solemnidad y en nervio, con la grandeza terrorífica de las escenas que se narraban. Y, en vez de esto, halláronse con una relación ramplona y desordenada, en estilo de proceso, oscura e incoherente, atestada de repeticiones y de fárrago, sin arte alguno de composición, ni de dibujo, ni de colorido, sin que el autor acierte nunca a sacar partido de un personaje o de una situación interesante, mostrándose siempre tan inhábil y torpe como mal intencionado y aminorando lo uno el efecto de lo otro. Su filosofía de la historia se reduce a un largo sermón masónico con pretexto del interrogatorio del hebillero francés M. Tournon y a la alta y trascendental idea de que la Inquisición no se estableció para mantener la pureza de la fe, ni siquiera por fanatismo religioso, sino «para enriquecer el Gobierno con las confiscaciones». La filosofía de Llorente no se extendía más allá de los bienes nacionales.

     El plan, si algún plan hay en la Historia de la Inquisición, y no ha de tomarse por una congeries enorme de apuntaciones inconexas, no entra en ninguno de los métodos conocidos de escribir historia, porque la falta de ideales generales en la cabeza del autor le impiden abarcar de una mirada el lógico y sereno curso de los hechos. Un capítulo para los sabios que han sido víctimas de la Inquisición, otro en seguida para los atentados cometidos por los inquisidores contra la autoridad real y los magistrados; luego, un capítulo sobre los confesores solicitantes, otro sobre el príncipe D. Carlos (que nada tiene que hacer en una historia de la Inquisición)... ¡Buenos esfuerzos de atención habrá de imponerse el que en tal galimatías quiera adquirir mediana inteligencia de las cosas del Santo Oficio! Libro, en suma, odioso y antipático, mal pensado, mal ordenado y mal escrito, hipócrita y rastrero, más árido que los arenales de la Libia. Libro en que ninguna cualidad de arte ni de pensamiento disfraza ni salva lo bajo, tortuoso y servil de las intenciones. Abominable libelo contra la Iglesia es, ciertamente, la Historia del concilio Tridentino, de Fr. Paolo Sarpi, pero al fin Sarpi es un pamphletaire en quien rebosa el ingenio, y a ratos parece que algo de la grandeza de la república de Venecia se refleja sobre aquel su teólogo, hombre peritísimo en muchas disciplinas y de gran sagacidad política. Pero Llorente, clérigo liberal a secas, asalariado por Godoy, asalariado por los franceses, asalariado por la masonería y siempre para viles empresas, ¿qué hizo sino juntar en su cabeza todas las vergüenzas del siglo pasado, morales, políticas y literarias, [681] que en él parecieron mayores por lo mismo que su nivel intelectual eran tan bajo?

     Tantas veces hemos tenido que hablar de la Historia de la Inquisición en este libro, que en cierto modo puede considerarse como una refutación de ella; tantas hemos denunciado falsedades de número, falsedades de hecho, ocurrencias tan peregrinas como la de poner entre las víctimas de la Inquisición a Clemente Sánchez de Vercial, que murió cerca de un siglo antes de que se estableciera en Castilla, que el renovar aquí la discusión parecería enfadoso, mucho más cuando nos están convidando otras obras de Llorente no menos dignas de la execración de toda conciencia honrada (2599). De ellas diré nada más que lo que baste para completar la fisonomía moral del personaje.

     El escándalo producido por la Historia crítica de la Inquisición fue tal, que el arzobispo de París tuvo que quitar a Llorente las licencias de confesor y predicar y hasta se le prohibió la enseñanza privada del castellano en los colegios y casas particulares. Entonces se arrojó resueltamente en brazos de la francmasonería, a la cual (sabémoslo por testimonio de Gallardo) (2600) ya pertenecía en España, y de sus limosnas, si no es profanar tal nombre, vivió el resto de su vida, no sin haber reclamado más de una vez su canonjía de Toledo y sus beneficios patrimoniales de Calahorra y Rincón de Soto, adulando bajísimamente a Fernando VII, que tuvo el buen gusto de no hacerle caso, hasta forjar, a guisa de famélico rey de armas, cierta Ilustración del árbol genealógico de Su Majestad (1815), a quien deja emparentado en trigésimocuarto lugar con Sigerdus, rey de los sajones en el siglo V.

     El desdén con que en España fueron acogidas estas revesadas y mal zurcidas simplezas, indujo a Llorente a probar fortuna por otro lado, es decir, a tantear la rica vena de filibusterisrno americano; y, después de haber halagado las malas pasiones de los insurrectos con una nueva edición de las diatribas de fray Bartolomé de las Casas contra los conquistadores de Indias (2601), publicó cierto proyecto de Constitución religiosa con la diabólica idea de que le tomasen por modelo los legisladores de alguna de aquellas nacientes y desconcertada repúblicas (2602). [682]

     Tan grave es el Proyecto, que el mismo Llorente no se atrevió a prohijarle del todo, dándose sólo como editor y confesando que iba mucho más allá que la Constitución civil del clero de Francia y que se daba la mano con el sistema de los protestantes. En rigor, es protestante de pies a cabeza, y no ya episcopalista, sino presbiteriano, o más bien negador de toda jerarquía, puesto que afirma desde el primer capítulo que «el poder legislativo de la Iglesia pertenece a la general congregación de todos los cristianos, al cuerpo moral de la Iglesia». Quiere el autor que en las confesiones de fe se eviten todos los puntos de controversia en que no van acordes católicos y protestantes y que no pueden llamarse dogmáticos. Limita la creencia al símbolo de los apóstoles. Rechaza todas las prácticas introducidas desde el siglo II en adelante. No admite la confesión como precepto, sino como consejo. Reconoce en la potestad civil el derecho de disolver el matrimonio. Tiene por inútiles los órdenes de la jerarquía eclesiástica. Se mofa de las declaraciones de los concilios ecuménicos y hasta insinúa ciertas dudas sobre la presencia real en la eucaristía y sobre la transustanciación. Nada más cómodo que el catolicismo de Llorente: «Nadie será compelido por medios directos ni indirectos a la confesión específica de sus pecados, quedando a la devoción de cada cristiano acudir a su párroco, y éste le absolverá si le reputare contrito, como Jesucristo absolvió a la meretriz, a la samaritana, a la mujer adúltera y otros pecadores arrepentidos... Nadie será compelido a recibir la comunión eucarística en el tiempo pascual ni en otro alguno del año... No se reconocerá como precepto eclesiástico que obligue con pena de pecado grave la asistencia al sacrificio de la misa en los domingos ni en otro día alguno del año... Será sólo acto de fervor y de devoción el ayunar, pero no precepto... El obispo y el párroco no se mezclarán en asunto de impedimentos matrimoniales, porque todo esto pertenece a la potestad secular, así como a la eclesiástica la sola bendición nupcial, sin la cual también es válido el contrato... No se considerarán como impedimentos el de disparidad de cultos, el de parentesco espiritual, el de pública honestidad, ni muchos casos de consanguinidad y afinidad...» Con esto y con anular los votos perpetuos y las comunidades regulares, y declarar lícito el matrimonio de los presbíteros y de los obispos y poner la Iglesia en manos del Supremo Gobierno Nacional, que tendrá por delegados a los arzobispos, [683] sin entenderse para nada con el papa, queda completo, en sus líneas generales, este monstruoso proyecto, que el insigne benedictino catalán Fr. Roque de Olzinellas, discípulo de los Caresmar y Pascual, calificó de «herético, inductivo al cisma e injurioso al estado eclesiástico» en una censura teológica extendida por encargo del previsor de Barcelona en 1820, de la cual en vano quiso defenderse Llorente con sus habituales raposerías jansenísticas (2603). Y tanto circuló y tanto daño hizo en España aquel perverso folleto, verdadera sentina de herejías avulgaradas y soeces, que todavía se creyó obligado a refutarle en 1823 el canónigo lectoral de Calahorra, D. Manuel Anselmo Nafria, en los ocho discursos que tituló Errores de Llorente combatidos y deshechos, como antes lo había hecho el mercedario P. Martínez, catedrático de la Universidad de Valladolid y luego obispo de Málaga.

     ¿Y Llorente qué hacía entre tanto? Aún le era posible descender más bajo como hombre y como escritor, y de hecho acabó de afrentar su vejez con dos obras igualmente escandalosas e infames, aunque por razones diversas. Es la primera el Retrato político de los papas, del cual basta decir, porque con esto queda juzgado el libro y entendido el estado de hidrofobia en que le escribió Llorente, que admite la fábula de la papisa Juana, hasta señalar con precisión aritmética los meses y días de su pontificado, y supone que San Gregorio VII vivió en concubinato con la princesa Matilde. El otro libro... es una traducción castellana de la inmunda novela del convencional Louvet, Aventuras del baroncito de Faublas (2604). ¡Digna ocupación para un clérigo sexagenario y ya en los umbrales del sepulcro!

     Estos últimos escándalos obligaron al Gobierno francés a arrojarle de su territorio, y él, aprovechándose de la amnistía concedida por los liberales en 1820, volvió a España, falleciendo a los pocos días de llegar a Madrid, en 5 de febrero de 1823. Muchos tipos de clérigos liberales hemos conocido luego en España, pero para encontrar uno que del todo se le asemeje hay que remontarse al obispo D. Oppas o al malacitano Hostegesis, [684] y aun a éstos la lejanía les comunica cierta aureola de maldad épica que no le alcanza a Llorente (2605) y (2606).

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- III -

Literatos afrancesados.

 

     El empeño de seguir hasta el fin las vicisitudes de Llorente nos ha hecho apartar los ojos de la efímera y trashumante corte del rey José, de la cual formaron parte principalísima casi todos los literatos y abates volterianos de que queda hecha larga memoria en capítulos anteriores y toda la hez de malos frailes y clérigos mujeriegos y desalmados, recogida y barrida de todos los rincones de la Iglesia española. Providencial fue la guerra [685] de la Independencia hasta para purificar la atmósfera. A muchos de estos afrancesados los defiende hoy su bien ganada fama literaria, pero no conviene alargar mucho la indulgencia y caer en laxitudes perjudiciales cuando se trata de tan feo crimen como la infidelidad a la patria; infidelidad que fue en los más de ellos voluntaria y gustosamente consentida.

     De nuestras escuelas literarias de fin del siglo XVIII, la de Salamanca fue la que libró mejor y más gloriosamente en aquel trance. Cienfuegos estuvo a punto de ser inmolado por Murat juntamente con las víctimas de mayo, y si por breve intervalo salvó casi milagrosamente la vida, fue para morir en Francia, antes de cumplirse un año, en heroico destierro,

                              

   Donde la ninfa del Adur vencido

 

quiere aplacar con ruegos

 

la inexorable sombra de Cienfuegos.

     Quintana lanzó por los campos castellanos Los ecos de la gloria y de la guerra, conquistando en tan alta ocasión su verdadera y única envidiable corona de poeta, de la cual alguna hoja tocó también al más declamatorio que vehemente cantor del Dos de Mayo. Sólo Meléndez Valdés, maestro de todos ellos, flaqueó míseramente en aquella coyuntura, aceptando de Murat la odiosa comisión de ir a sosegar el generoso levantamiento de los asturianos en 1808; debilidad o temeridad que estuvo a punto de costarle la vida, atado ya a un árbol, para ser fusilado, en el campo de San Francisco de Oviedo. Luego con la ligereza e inconstancias propias de su carácter, abrazó por breves días la causa nacional después de la batalla de Bailén, y. compuso dos romances (excelente el segundo), que llamó Alarma española. Lo cual no fue obstáculo para que, viendo al año siguiente caída y, a su parecer, desesperada la causa nacional, tomase al servicio del rey José, que le hizo consejero de Estado, y a quien el dulce Batilo manifestó desde entonces la más extravagante admiración y cariño:

                                   

   Más os amé y más juro

 

amaros cada día,

 

que en ternura común el alma mía

 

se estrecha a vos con el amor más puro (2607). [686]

     Los literatos del grupo moratiniano, Estala, Hermosilla, Melón, etc..., se afrancesaron todos, sin excepción de uno solo. Estala, ya secularizado y desfrailado, como él por tantos años había anhelado, pasó a ser gacetero del Gobierno intruso y escribió contra el alzamiento nacional varios folletos, v.gr.: las Cartas de un español a un anglómano. Moratín solemnizó la abolición del Santo Oficio reimprimiendo el célebre Auto de fe de Logroño de 1610 contra brujas, acompañado de sesenta notas que Voltaire reclamaría por suyas. No es pequeña honra para el Tribunal de la Fe haber sido blanco de las iras del mismo que en esas notas habla de «las partidas que andan por esos montes acabando de aniquilar a la infeliz España» y del que a renglón seguido embocaba la trompa de la Fama, y destejía del Pindo mirtos y laureles para enguirnaldar a uno de aquellos feroces sicarios que, con título de mariscales del Imperio, entraban a saco nuestras ciudades, violaban nuestros templos, despojaban nuestros museos y allanaban nuestros monumentos, llevando por dondequiera la matanza y el incendio con más crudeza que bárbaros del Septentrión:

                                    

   Dilatará la fama

 

el nombre que veneras reverente

 

del que hoy añade a tu región decoro

 

y de apolínea rama

 

ciñe el bastón y la balanza de oro,

 

digno adalid del dueño de la tierra,

 

del de Vivar trasunto,

 

que en paz te guarda, amenazando guerra,

 

y el rayo enciende que vibró en Sagunto (2608).

     Si los huesos del Cid no se estremecieron de vergüenza en su olvidada sepultura de Cardeña, muy pesado debe ser el sueño de los muertos (2609). [687]

     Pero el mayor crimen literario de aquella bandería y de aquella edad, el Alcorán de los afrancesados, el libro más fríamente inmoral y corrosivo, subvertidor de toda noción de justicia, ariete contra el derecho natural y escarnio sacrílego del sentimiento de patria; obra, en suma, que para encontrarle parangón o similar sería forzoso buscarlo en los discursos de los sofistas griegos en pro de lo injusto, fue el Examen de los delitos de la infidelidad a la patria, compuesto por el canónigo sevillano D. Félix José Reinoso, uno de los luminares mayores de su escuela literaria. En este libro, que ya trituró Gallardo y cuya lectura seguida nadie aguanta a no haber perdido hasta la última reliquia de lo noble y de lo recto, todos los recursos de una dialéctica torcida y enmarañada, todos los oropeles del sentimentalismo galicano, toda la erudición legal que el autor y su amigo Sotelo pudieron acarrear, todas las armas de la filosofía utilitaria y sensualista, de que el docto Fileno era acérrimo partidario, están aprovechadas en defensa del vergonzoso sofisma de que una nación abandonada y cedida por sus gobernantes no tiene que hacer más sino avenirse con el abandono y la cesión y encorvarse bajo el látigo del nuevo señor, porque, como añade sabiamente Reinoso, el objeto de la sociedad no es vivir independiente, sino vivir seguro; es decir, plácidamente y sin quebraderos de cabeza. ¡Admirable y profunda política, último fruto de la filosofía del siglo XVIII! (2610) [688]



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- IV -

Semillas de impiedad esparcidas por los soldados franceses. -Sociedades secretas.

 

Entre tanto, el Gobierno de José proseguía incansable su obra de desamortización y de guerra a la Iglesia; y, tras de los conventos, suprimió las órdenes militares, incautándose de sus bienes, y se apoderó de la plata labrada de las iglesias, comenzando por las de Madrid y por El Escorial. Los atropellos ejercidos en cosas y personas eclesiásticas por cada mariscal del imperio en el territorio que mandaban, no tienen número ni fácil narración. Pero no he de omitir que en 1809 fue bárbaramente fusilado, por orden del mariscal Soult, el obispo de Coria, D. Juan Álvarez de Castro, anciano de ochenta y cinco años. El incendio de la catedral de Solsona en 1810, la monstruosa violación de las monjas de Uclés en 1809 (2611) y los fusilamientos en masa de frailes estudiantes de teología que hizo el mariscal Suchet en Murviedro, en Castellón y en Valencia... son leve muestra de las hazañas francesas de aquel periodo (2612). ¡Con cuán amargo e íntimo dolor hay que decir que no faltaron en el Episcopado español algunos, muy pocos, que se prestasen a bendecir aquella sangrienta usurpación; prelados casi todos de los llamados jansenistas en el anterior reinado! Así Tavira, el de Salamanca, así el antiguo inquisidor D. Ramón de Arce, y así también (pesa decirlo, aunque la verdad obliga) el elocuente misionero capuchino Fr. Miguel de Santander, obispo auxiliar de Zaragoza, que anticanónicamente se apoderó del obispado de Huesca con ayuda de las tropas del general Lannes.

     La larga ocupación del territorio por los ejércitos franceses, [689] a despecho del odio universal que se les profesaba, contribuyó a extender y difundir en campos y ciudades, mucho más que ya lo estaban, las ideas de la Enciclopedia y la planta venenosa de las sociedades secretas, olvidadas casi del todo desde la bula de Benedicto XIV y las pragmáticas de Fernando VI. Pero desde 1808, la francmasonería, única sociedad secreta conocida hasta entonces en España, retoñó con nuevos bríos, pasando de los franceses a los afrancesados, y de éstos a los liberales, entre quienes, a decir verdad, la importancia verdadera de las logias comienza sólo en 1814, traída por la necesidad de conspirar a sombra de tejado.

     De las anteriores logias afrancesadas no quedan muchas noticias, pero sí verídicas seguras. Díjose que la de Madrid se había instalado en el edificio mismo de la suprimida Inquisición; pero Llorente, que debía de estar bien informado por inquisidor y por francmasón, rotundamente lo niega. Lo que yo tengo por más ajustado a la verdad, y se comprueba con la lectura de los escasos procesos inquisitoriales formados después de 1815 contra varios hermanos (2613), es que la principal logia de Madrid, la llamada Santa Julia, estuvo en la calle de las Tres Cruces, siendo probable que aún existan en los techos y paredes de la casa algunos de los atributos y símbolos del culto del Gran Arquitecto que para aquella logia pintó el valenciano Ribelles, según consta de información del Santo Oficio. En la calle de Atocha, frente a San Sebastián (2614), hubo otro taller de caballeros Rosa-Cruz, que debe ser el mismo que Clavel llama de la Beneficencia. Otro taller con el rótulo de La Estrella reconocía por venerable al barón de Tiran. Todos pertenecían al rito escocés y prestaban obediencia en 1810 a un consistorio del grado 32 que estableció el conde de Clermont-Tonnerre, individuo del Supremo Consejo de Francia, y desde 1812, a un supremo Consejo del grado 33, cuyo presidente parece haber sido el conde le Grasse-Tilly, o un hermano suyo llamado Hannecart-Antoine, que vino a España a especular con la filantrópica masonería, vendiendo diplomadas y títulos por larga suma de dineros, que luego repartía con su hermano (2615). Así se organizó el Gran Oriente de España y de las Indias, al cual negaron obediencia las logias establecidas en los puertos independientes, entendiéndose directamente con Inglaterra, bajo cuyos auspicios se había inaugurado el Gran Oriente Portugués en 1805.

     Los franceses multiplicaron las congregaciones masónicas en las principales ciudades de su dominio. Una hubo en el colegio viejo de San Bartolomé, de Salamanca, frecuentada por estudiantes y catedráticos de aquella venerable Universidad, materia [690] dispuesta entonces para todo género de novedades por ridículas que fuesen. En Jaén, al retirarse los franceses descubrióse la correspondiente cámara enlutada, con el crucifijo y los atributos masónicos pintados por un tal Cuevas. En Sevilla, desde el año 10 al 12 hubo dos logias, una de ellas en el edificio de la Inquisición, y en ella leyó D. Alberto Lista su masónica oda de El triunfo de la tolerancia (2616). Con esta clave se entenderán mejor algunas de sus estrofas:

                              

   Mas, ¡ay!, ¿qué grito por la esfera umbría

 

desde la helada orilla

 

del caledonio golfo se desprende?

 

Hombres, hermanos sois, vivid hermanos.

     Como no hay noticia de que el primero que dijo esta perogrullada fuera caledonio, no cabe más interpretación racional sino que la logia pertenecía al rito escocés. Y prosigue el vate:

                              

   Ese lumbroso Oriente, ese divino

 

raudal inextinguible

 

de saber, de bondad y de clemencia,

 

fue trono de feroces magistrados...

 

Hijos gloriosos de la paz, el día

 

del bien ha amanecido;

 

cantad el himno de amistad, que presto

 

lo cantará gozoso y reverente

 

el tártaro inhumano

 

y el isleño del último océano.

     Y no sólo esta oda, sino otras tres o cuatro de la colección de Lista, comenzando por la de la Beneficencia, fueron hijas de la inspiración masónica, y están llenas de alusiones clarísimas para quien sabe leer entre renglones y tiene alguna práctica de los rituales de la secta. Llama Lista (2617), en modo bucólico, respuesta gruta a la logia, y añade:

                              

   Aquí tienes tus aras, aquí tienes

 

deidad oculta, víctimas y templo.

 

Aquí la espada impía

 

no alcanza, ni la astucia del inicuo,

 

ni el furor de la armada tiranía...

 

Lejos, profanos, id...

 

........................

 

Vosotras, consagradas

 

almas a la virtud, la humana mente

 

tornad piadosa; caigan las lazadas

 

que el fanatismo le ciñó inclemente...

 

Romped heroicos con potente mano

 

el torpe hechizo al corazón humano. [691]

     Y tengo para mí que en aquel mismo conciliábulo masónico leyó Lista sus versos heréticos de punta a cabo, sobre la bondad natural del hombre. Tal fue el educador moderado y prudente de nuestra juventud literaria por más de un tercio de siglo. ¡Y luego nos asombramos de los frutos!

     No siempre gastó tan buena literatura la pléyade de vengadores del arquitecto Hiram. Existen, o existían hace poco, las actas de la logia Santa Julia, de Madrid (2618) y anda impreso, o más bien no anda, porque es rarísimo, y quizá no haya sobrevivido más que un ejemplar a la destrucción de los restantes, un cuaderno de 52 páginas en 8º marquilla, en que se relata una festividad celebrada en aquel templo de la filosofía el 28 de mayo de 1810 (2619) de la era vulgar, octavo día del tercer mes del año 1810 de la verdadera luz, con motivo de haber vuelto el rey intruso de las Andalucías y de caer en el precitado día la fiesta de Santa Julia, patrona de Córcega y nombre de la mujer de José. Asistieron tres miembros de cada una de las demás logias, y siete de la de Napoleón el Grande, que parece haber sido una sucursal o afiliada de la Santa Julia. Conviene extractar algo de tan risible documento.

     Abiertos los talleres a la hora acostumbrada, comenzó la sesión, entonando los hermanos armónicos (es decir, los músicos) el himno que sigue, cuya letra es verdaderamente detestable:

                           

   Del templo las bóvedas

 

repitan el cántico,

 

y al acento armónico

 

unid los aplausos.

 

   Abracemos sinceros

 

con afecto cándido

 

los dignos masones

 

que vienen a honrarnos.

 

   Talleres masónicos,

 

procurad enviarnos

 

testigos pacíficos

 

de nuestros trabajos.

 

   Exaltad de júbilo,

 

obreros julianos,

 

y aplaudid benévolos

 

favores tamaños.

     En seguida se concedió la entrada a un profano para recibir la luz que deseaba mediante las pruebas físicas y morales. Tras de esta mojiganga, subió a la tribuna el hermano orador, que se llamaba Juan Andújar y era caballero del grado Kadosch, y leyó el panegírico de Santa Julia, como víctima de la intolerancia del gobernador de Córcega catorce siglos hacía. Previo otro gustoso solaz que, a modo de intermedio, dieron a los oídos del público los hermanos armónicos, el maestro B. M. L. [692] hizo o leyó otra plancha de arquitectura (que así se llaman los discursos en las logias) encaminado a dilucidar la profunda enseñanza de que los masones han de ser observadores e instrumentos de la naturaleza, sin querer precipitar sus efectos, caminando así al verdadero templo, cuyas puertas había franqueado el gran Napoleón.

     «El taller -prosigue la relación- aplaudió con las baterías de costumbre y decidió archivar la plancha.» Se leyeron varios acuerdos del libro de oro de la sociedad; enterneciéronse todos con el filantrópico rasgo de haber ayudado con 2.000 reales a una pareja pobre para que contrajera matrimonio; anuncio el venerable en una plancha que «obreros instruidos en el arte real habían echado los cimientos del templo de la sabiduría y que los aprendices llegarían pronto a ser maestros». Y, a modo de tarasca, cerró la fiesta un hermano Zavala (que debe ser el poetastro D. Gaspar de Zavala y Zamora, émulo de Comella y uno de los modelos que sirvieron a Moratín para el D. Eleuterio de la Comedia nueva), leyendo una Égloga masónica, género no catalogado por ningún preceptista, ni siquiera por el portugués Faría y Sousa, inventor de las Églogas militares y de las genealógicas, y en la cual el pastor Delio contaba a Salicio la nocturna aparición del consabido arquitecto de Tiro clamando venganza contra sus aprendices. Júzguese lo que sería la égloga por los dos primeros versos:

                              

   A la aseada margen de un sencillo

 

intrépido arroyuelo...

     Oída y aplaudida la soporífera égloga, cogiéronse todos de las manos y cantaron a coro:

                     

   Viva el rey filósofo,

 

viva el rey clemente,

 

y España obediente

 

acate su ley...

     Dice el P. Salmerón en su ridículamente famoso Resumen histórico de la revolución de España (2620) que fueron siete las logias o escuelas establecidas por los invasores; pero recelo que el candoroso agustino se quedó muy corto. No sólo las hubo en toda ciudad o punto importante ocupado por los franceses (2621), sino que trataron de extenderlas al territorio libre, entendiéndose con las dos de Cádiz, una de las cuales era más afecta a José que al Gobierno de las Cortes. En tales elementos pensó apoyarse el intruso cuando, desazonado con los proyectos de su hermano de desmembrar el territorio que va hasta el Ebro y anexionarle a Francia, o de dividir toda la Península en virreinatos para sus mariscales, pensó arrojarse en brazos de los españoles y abandonar a Napoleón, sometiéndose incondicionalmente a nuestras [693] Cortes a trueque de que le conservasen el título de rey. Con tal comisión se presentó en Cádiz, a fines de 1811, el canónigo de Burgos D. Tomás La Peña, a quien ya conocemos como historiador de la filosofía y plagiario de la Enciclopedia, y en aquel año y en el siguiente trabajó y porfió mucho con auxilio de las logias, aunque todos sus amaños se estrellaron en la inquebrantable firmeza de las Cortes de Cádiz, a quien en esto y en otras cosas fuera injusticia negar el título de grandes (2622).
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NOTAS

2591.       «Españoles: Vuestra monarquía es vieja, mi misión es renovarla; mejoraré vuestras instituciones y os haré gozar, si me ayudáis, de los beneficios de una reforma sin que experimentéis quebrantos, desórdenes y convulsiones.»

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2592.       Después de la rota de Bailén, Piñuelas y Ceballos abandonaron el partido del intruso. A Ceballos le exceptuó Napoleón en el llamado perdón general, que dio en Burgos en 12 de noviembre.

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2593.       Madrid, imprenta de la Ilustración Española y Americana (1880) p.73.

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2594.       Su autor, D. Juan Antonio Llorente, doctor en Cánones y abogado de los tribunales nacionales. Segunda edición. Madrid. Imprenta de D. Tomás Albán y Compañía, 1822 (es reimpresión, como se ve, la primera edición es de 1809, por Ibarra), VIII + 268 + 8 de apéndice.

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2595.       Conciso... en defensa de la potestad de la Iglesia y Silla de San Pedro, contra Ia doctrina estampada en el discurso preliminar de la «Colección Diplomática», que dio a luz D. Juan Antonio Llorente, sobre dispensas matrimoniales y otros puntos de disciplina eclesiástica; con una crítica anti-diplomática de algunas materias de la Colección. Ordenado y publicado por el Doctor D. Miguel Fernández de Herrezuelo, Presbítero, Canónigo lectoral de la Santa Iglesia de Santander, examinador sinodal del Obispado. Madrid, imp. de Ibarra, 1813; 4º, 131 páginas.

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2596.       Disertación... con un apéndice de Escrituras en que constan los hechos citados en la Disertación: su autor, D. Juan Antonio Llorente, doctor en Cánones y abogado de los Tribunales Nacionales. Segunda edición. Madrid, imp. de Albán y Compañía; 4º, 211 páginas (la primera edición es de Madrid, por Ibarra, 1810).

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2597.       Fue refutada, algo tardíamente, por el docto benedictino catalán Fr. ROQUE DE OLZINELLAS de su Disertación sobre la división de obispados, en la que se demuestran los errores críticos y teológicos en que han caído el Sr. Llorente, la comisión eclesiástica de las Cortes extraordinarias de 1823 y la Diputación Provincial de Barcelona del mismo año (obra póstuma, impresa en Barcelona, 1842, en la tipografía de Forner).

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2598.       Memoria histórica sobre quál ha sido la opinión nacional de España acerca del Tribunal de la Inquisición, leída en la Real Academia de la Historia en las juntas ordinarias de los días 25 de Octubre, 1, 8 y 15 de Noviembre de 1811, por su autor, el Consejero de Estado D. Juan Antonio Llorente, presbítero, dignidad de maestrescuela y canónigo de Toledo, caballero comendador de la Real Orden de España, comisario general apostólico de Cruzada, para pasar a la clase de Académico numerario de la Real Academia de la Historia. En Madrid, en la imp. de Sancha, 1812;8º, 324 páginas.

     En el exordio escribe Llorente lo que sigue: «Habiendo el Emperador de los franceses, Napoleón Primero, conquistado esta plaza de armas de Madrid por capitulación a 4 de diciembre de 1808, y dado aquel día un decreto en su cuartel general de Chamartín suprimiendo el Tribunal de la Inquisición..., se apoderó de las llaves y papeles de todas las oficinas del Consejo de la Suprema el general de brigada Lauverdiére, comandante y gobernador militar de la plaza de Madrid. Restituido a Francia el Emperador, y reconocido segunda vez por rey de las Españas su hermano Joséf Napoleón Primero, mandó este monarca, en principios de marzo de 1810, que dicho general Lauverdiére me diera las llaves como a colector general de conventos y establecimientos suprimidos. Lo hizo el general, después de haber permitido a varias personas sacar muchos papeles y libros por espacio de dos meses.»

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2599.       Histoire Critique de l'Inquisition d'Espagne, depuis I'époque de son établissement par Ferdinand V jusqu' au regne de Ferdinand VII, tirée des piéces originales des arcbives du Conseil de la Supréme et de celles des Tribunaux subalternes du Saint Office. Par D. Jean-Antoine Llorente... Traduite de l'espagnol sur le manuscrit et sous les yeux de l'Auteur par Alexis Pellier... (París 1817 y 18). Cuatro tomos 4º; el 1º, de XLVIII + 493 páginas; el 2º, de 553; el 3º, de 497; el 4º, de 504, con el retrato del autor. La primera edición castellana es de 1822. Hay traducciones en inglés, alemán e italiano.

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2600.       En el Diccionario crítico burlesco. LLORENTE en la Histoire critique quiere negarlo, y por cierto en un capítulo que rebosa francmasonería por todas sus cláusulas y que viene a ser una apología de los hermanos (cf. t.4 p.71 y ss de la ed. francesa).

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2601.       Oeuvres de Don Barthélemi de las Casas, éveque de Chiapa, défenseur de la liberté des naturels de l'Amerique,- procedées de sa vie, et acompagnées de notes historiques, additions, développemns, etc., etc., avec portrait. Par J. A. Llorente... (París 1822), dos tomos 4º; el 1º, de 110 + 409 páginas; el 2º, de 503. Con una Memoria apologética de Las Casas escrita por Grégoire, el famoso obispo revolucionario de Blois, y otras de sus amigos, el mejicano Mier y el argentino Fúnes.

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2602.       Discursos sobre una Constitución Religiosa, considerada como parte de la civil [682] nacional. Su autor, un Americano. Los da a luz D. Juan Antonio Llorente, Doctor en Sagrados Cánones. París, imp. de Stahl, 1819; 8º, XVI + 186 páginas.

     -Discursos sobre una Constitución Religiosa, considerada como parte de la civil nacional. Su autor, un Americano. Los da a luz D. Juan Antonio Llorente, Doctor en Sagrados Cánones. Edición aumentada con la censura que, a instancia del Vicario general de Barcelona, recayó sobre esta obra, y la contestación que dio a ella el mismo J. A. Llorente. Burdeos, imp. de D. Pedro Beaume, 1821;8º, XII + 296 páginas. En la p.195 comienza la censura de Fr. Roque de Olzinellas y del presentado Fr. Juan Tapias, dominico, y en la 207, la respuesta de Llorente.

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2603.       Además de Llorente, escribió contra los censores de Barcelona (lo fue además de Olzinellas, el P. Mtro. Fr. Juan Tapia, de la Orden de Santo Domingo) un abogado que decían D. José Antonio Grassot y Gispert, el cual empieza por confesar su ignorancia teológica y canónica, bien confirmada en lo demás de su papel. Todo se le vuelve extasiarse con la Constitución (escribía el 22) e invocar el derecho público. Contra Llorente y sus panegiristas se publicó en La Frailomanía, periódico de Alcalá de Henares (imp. de Manuel Amigo [1822], 5º trim. núm.5 p.213 a 347), una larga impugnación con el título estrafalario de Panario Anti-Llorentino, o sea, cofre de contravenenos, aplicados por ahora a la obrilla que ha publicado en París D. Juan Amonio Llorente, etc., etc. El verdadero autor del Panario y de toda La Frailomanía es el P. Martínez, imitador poco feliz del P. Alvarado.

     -Los Errores de Llorente, combatidos y deshechos en ocho discursos, por el Dr. D. Manuel Anselmo Nafria, Canónigo Lectoral de la Santa Iglesia catedral de Calahorra. Madrid, 1823, oficina de D. Francisco Martínez Dávila; 8º, VIII + 223 páginas.

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2604.       Llorente tuvo hasta el valor cínico de poner su nombre en la primera edición de esta escandalosísima novela, escrita de propósito para encender los apetitos carnales.

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2605.       No hemos citado, ni con mucho, todas las obras de éste porque las que omitimos no eran pertinentes al asunto que vamos historiando. Figuran entre ellas una Memoria sobre cierto Monumento romano, descubierto en Calahorra a 4 de marzo de 1788. Con cuya ilustración se demuestra el uso del cómputo de la era española antes de la venida de los godos y aun del Redentor (Madrid, Blas Román, 1789), que fue su primer escrito; un Discurso heráldico sobre el escudo de armas de España, leído en las Cortes de Bayona e impreso en 1809 con sus iniciales; las Memorias para la historia de la revolución española, con documentos justificativos, compiladas por Juan Nellerto (seudónimo suyo) (París, Plassan, 1814), dos tomos 8º, y las Observaciones críticas sobre el Gil Blas de Santillana, en controversia con el conde de Neufchatel, publicadas simultáneamente en francés y en castellano (París, por Moureau; Madrid, por T. Albán) (1822). Llorente, para errar en todo, sostuvo en esta polémica la absurda opinión de que el Gil Blas había sido traducido de un manuscrito español original del historiador Solís. Hoy todos convienen, y bien averiguado está, que la fuente española del Gil Blas no fue una, sino muchas, y que con ser tantas, todavía le queda buena parte de originalidad a Lesage.

     Llorente hizo dos veces su propio proceso en forma de autobiografía; una, en su Defensa canónica y política... contra injustas acusaciones de fingidos crímenes (París, Plassan, 178 páginas, 8º), y otra, en la Noticia biográfica, o memorias para la historia de mi vida, escritas por él mismo (París, A. Bobée, 1818, XXIV + 239 páginas). A cuyas noticias deben agregarse, para completarlas hasta su muerte, las que sus amigos Mahul y Lanjuinais dieron en la Revue Encyclopedique (abril de 1823), de donde las tomó el Dr. Hefele de Tubinga para su monografía sobre el Cardenal Cisneros. Cuenta Llorente que ya por los años de 1784, siendo vicario de la diócesis de Calahorra, se había curado de toda levadura ultramontana por el trato con una persona de no menos talento que instrucción.

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2606.       Noticias históricas de las tres Provincias Vascongadas, en que se procura investigar el estado civil antiguo de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, y el origen de sus Fueros, por el Dr. D. Juan Antonio Llorente Presbítero, Canónigo de la Santa Iglesia Primada de Toledo, Académico correspondiente de la Real Academia de la Historia (Madrid, Imprenta Real, 1806 y 1807), 5 tomos en 4º (el quinto, que suele faltar en muchos ejemplares, es de 1808).

Tomo 1, Estado civil antiguo.

Tomo 2, Origen de los fueros.

Tomo 3, Apéndice o colección diplomática (escrituras de los siglos VIII, IX, X y XI).

Tomo 4, Apéndice o colección diplomática (contiene 112 escrituras del siglo XII, casi todas inéditas).

Tomo 5, Respuesta a la impugnación de Aranguren y nuevos documentos.

El resto de la colección diplomática formada por Llorente se conserva inédita en la Academia de la Historia.

     -Demostración del sentido verdadero de las autoridades de que se vale el Dr. D. Juan Antonio de Llorente, Canónigo de la Caledral de Toledo, en el t.1 de las Noticias históricas de las Provincias Vascongadas, y lo que en verdad resulta de los historiadores que cita, con respecto solamente al Muy Noble y Muy Leal Señorío de Vizcaya, por D. Francisco Aranguren y Sobrado, del Consejo de S. M., Alcalde del Crimen Honorario de la Chancillería de Valladolid (Madrid, imp. de Vega y Cª., 1807), 4º (prólogo de cuatro páginas, 287 de texto y una de índice).

     Quedó inédito el t.2 por haberse negado la licencia para su publicación. El censor alegó que Aranguren proclamaba el «sacrílego dogma de la soberanía y añade: «No he leído ni pienso leer lo que sobre ese negocio escribe Llorente, aunque con lo que cita y copia el Sr. Aranguren y con lo que sin eso se sabe de su carácter y de su falsedad e insolencia con que calumnia, miente y desfigura la verdad, hay sobrado fundamento para creer que serán atroces las injurias que habrá hecho a las Provincias Vascongadas en menosprecio de sus respetables fueros y privilegios... Pero tengo por difícil que de estas injurias reciba la provincia de Vizcaya mayor ni aun [685] igual ofensa a la que resulta del medio que el Sr. Aranguren ha tomado para defenderla.»

     (Cf. ALLENDE SALAZAR, n.425.)

     -Llorente contra Llorente, por D. JOSÉ MARÍA ZUAZNAVAR. Esta impugnación de la obra de Llorente en la parte relativa a Guipúzcoa quedó inédita.

     (Cf. SORALUCE, Más biografías y catálogo de obras vasco-navarras p.9).

     -Defensa histórica, legislativa y económica del Señorío de Vizcaya y provincias de Álava y Guipúzcoa, contra las Noticias Históricas de las mismas que publicó D. Juan Antonio Llorente, y el Informe de la junta de Reforma de abusos de la Real Hacienda en las tres Provincias Vascongadas, por D. Pedro Novia de Salcedo y Castaños, Padre de Provincia y Primer Benemérito del M. N. y M. L. Señorío de Vizcaya (Bilbao, imp. y lit. de Delmás hijo, 1851), cuatro tomos. Los dos primeros comprenden la defensa histórica; el terceto, la legislativa, y el cuarto, la económica. Escribió Novia de Salcedo esta obra desde mediados de 1827 hasta fin de diciembre de 1829.

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2607.       Gaceta de Madrid de 3 de mayo de 1810, última plana. No está en las Poesías de Meléndez, por fortuna para su buen nombre.

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2608.       Oda al mariscal Suchet.

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2609.       Para desengaño de los que suponen que el afrancesamiento de Moratín fue impuesto por las circunstancias y no reflexivo, he de copiar unas palabras del t.3 de sus Obras póstumas (P.200 a 210), en cierto prólogo que dejó preparado para una edición del Fray Gerundio, del P. ISLA: «Una extraordinaria revolución va a mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, de. la justicia y del poder... Cayó el trono, cuya seguridad pensó establecerse en la miseria pública; la nación, engañada por sus magistrados, por sus escritores, por sus grandes, por sus caudillos, por los ministros del templo, ha combatido, con el tesón que la caracteriza, contra su propia felicidad.» Y luego se regocija de que nos domine un príncipe tan ilustrado y justo como el rey José.

     A la escuela de Moratín pertenecía el magistrado D. Manuel Norberto Pérez del Camino, de quien he visto (impresas en Burdeos, 1829, juntamente con su Poética) dos sátiras volterianas, cuyos títulos y asuntos son La falsa devoción y La intolerancia, donde hay cosas de este tenor y de esta fuerza:

        Y si de robo tanto fatigado

     temes remordimientos vengadores,

     Roma te sacará de este cuidado.

        Solicita contrito sus favores,

     tus preces, por supuesto, acompañando

     de una buena porción de tus sudores,

        Y luego, absoluciones destilando,

     verás venir un santo pergamino,

     que tu espíritu inquieto calme blando.

     ...................................................... [687]

        Con sus sagrados libros en la mano,

     de Colón a las ricas posesiones

     lleva la intolerancia el duro hispano.

        Vierten, rapaces tigres, sus campeones

     en holocaustos hórridos, nefarios,

     la sangre de dos mil generaciones.

        Porque de sus inicuos adversarios,

     el acento tirano despreciando,

     ni en reliquias creía ni en rosarios.

     En la segunda sátira se proclama en términos expresos no ya la tolerancia, sino la absoluta indiferencia religiosa.

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2610.       Entre los literatos afrancesados debe contarse al autor, hasta hoy desconocido, del famoso libelo Cornelia Bororquia. A la erudición incomparable de mi dulce amigo D. Aureliano Fernández Guerra deberán mis lectores la revelación del nombre del incógnito libelista. De D. Aureliano es la nota que va a leerse:

     «Cornelia, o la víctima de la Inquisición (Valencia, Cabrerizo, año 9 de la Constitución), en 12º, con una lámina figurando la muerte de Cornelia en la hoguera.

     ¿Fue esta edición de 1820 la primera?

     No lleva nombre de autor; pero me consta haberlo sido el desgraciado D. Luis Gutiérrez, ex fraile trinitario, que estudió en Salamanca, se dio a conocer por su poema. de El Chocolate como escritor público y en Bayona redactó una Gaceta.

     Oí decir a D. Bartolomé José Gallardo que le vio ahorcar, pero no recuerdo si en Cádiz o en Sevilla.

     En 1833 supe el autor, y en 1843 me refirió la desastrosa y afrentosa muerte Gallardo.

     En efecto; consta por la Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, del conde de TORENO (1.8), que «la Junta Central, en abril de 1809, mandó ajusticiar en secreto, exponiéndolos luego al público, a Luis Gutiérrez y a un tal Echevarría, su secretario, mozo de entendimiento claro y despejado. El Gutiérrez había sido fraile y redactor de una Gaceta en español, que se publicaba en Bayona, y el cual con su compañero llevaba una comisión para disponer los ánimos de los habitantes de América en favor de José. Encontráronles cartas del rey Fernando y del infante D. Carlos, que se tuvieron por falsas».

     No he visto el poema de El Chocolate, pero la Cornelia Bororquia es muy miserable cosa, reduciéndose su absurdo y sentimental argumento a los brutales amores de un cierto arzobispo de Sevilla que, no pudiendo expugnar la pudicia de Cornelia, [688] la condena a las llamas. Hay episodios bucólicos y versos entremezclados, de la peor escuela de aquel tiempo. El nombre de Bororquia debió ser sugerido al autor por el recuerdo de las Bohorques, protestantes de Sevilla en el siglo XVI.

     Ignoro cuándo se hizo la primera edición de la Cornelia; pero en un edicto de la Inquisición de Valladolid de 2 de marzo de 1817 se lee ya lo siguiente:

     «Cornelia Bororquia. Segunda edición revista, corregida y aumentada, impresa en París en 1800, comprendida con igual nota en edicto de 11 de febrero de 1804, y además porque sus adiciones y correcciones son un tejido de calumnias y proposiciones ofensivas en sumo grado al Santo Oficio, impías, escandalosas, sediciosas, erróneas, blasfemas, injuriosas al estado eclesiástico secular y regular, contrarias a la buena fama de los soberanos católicos, y en especial de los señores D. Fernando el Católico, Carlos V y Felipe II, y por promover en varias partes el tolerantismo.»

     De la Cornelia existe una relación compendiada a modo de copla de ciego, la cual muchas veces he visto a la venta, pendiente de un cordel, en plazas y mercados.

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2611.       Más de trescientas mujeres fueron violadas y abrasadas vivas después.

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2612.       De las depredaciones de objetos artísticos no se hable. Murat se llevó casi todos los cuadros del Correggio que en España había, entre ellos La escuela de Amor. Desaparecieron del convento de dominicas de Loeches los afamados cuadros de Rubéns, antiguo don del Conde-Duque. En Toledo, el mariscal Víctor en 1808 mandó poner fuego al estupendo monasterio de San Juan de los Reyes, pereciendo en las llamas su copioso archivo. Al evacuar los franceses en 1813 la imperial ciudad, dejaron ardiendo el alcázar de Carlos V (obra insigne de Covarrubias y de Vega), a modo de luminarias de su derrota y testimonio eterno de su vandalismo.

     De los infinitos cuadros robados de El Escorial y de Madrid, algunos (como El pasmo y La perla)fueron devueltos en 1815; otros, como los que se apropió el mariscal Soult, aún hoy son adorno de galerías extranjeras.

     Espantosamente saqueado también el archivo de Simancas; recobró algunos de sus papeles en 1816; pero quedaron en París todos los relativos a nuestras negociaciones con Francia.

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2613.       Estos procesos están en la Biblioteca Nacional entre la balumba de papeles de Inquisición que vinieron de Simancas.

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2614.       Cf. DUCÓS (D. Luis), Historia cierta de la secta de los francmasones, su origen, etcétera (Madrid 1813) (el autor afirma que vio la cámara enlutada donde se celebraban los reuniones, y cuyo aparato se reducía a un crucifijo, una calavera y las usadas herramientas: compás, escuadra, etc.).

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2615.       Cf. CLAVEL, Historia de la francmasonería... (Madrid 1847) p. 404 ss. (P.1ª c.8).

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2616.       El mismo Lista es tan cándido, que lo confiesa en una nota (Poesías, Madrid, Imprenta Nacional, 1837, p.211), «leída en una sociedad de beneficencia (sic), cuyas reuniones se celebraban en el local de la extinguida Inquisición de Sevilla». Yo por el hilo he sacado el ovillo, sin más que leer lo que dice de las logias de Sevilla el Dr. D. VICENTE DE LA FUENTE en su Historia de las sociedades secretas t.1 p.155: «En Sevilla hubo dos logias. La una celebraba sus reuniones en el edificio de la Inquisición.» Qui polest capere, capiat.

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2617.       En la oda A la Amistad t.1 p.164.

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2618.       Las conservaba D. Antonio Benavides, pero hoy ignoro dónde paran.

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2619.       Lo ha reproducido casi íntegro D. VICENTE DE LA FUENTE en su Historia de las sociedades secretas t.1 p.157 a 162.

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2620.       Cádiz, imprenta Patriótica, 1812, t.2 p.164.

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2621.       De Santander sé con certeza hasta el sitio donde su congregaban.

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2622.       Cf TORENO, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, etc. (edición de la Biblioteca de Autores españoles t.64 p.351 y 408).

     De algunos afrancesados todavía volveremos a hablar en esta historia. De Urquijo, que en esta segunda época vivió muy oscurecido a pesar de su alto puesto, sólo diremos que murió en 3 de mayo de 1817 en París, y que murió como había vivido. (Llorente lo afirma* lleno de esa preciosa filosofía que es propia del hombre honrado y del sabio. Su epitafio en el cementerio del Père Lachaise le llama verdadero filósofo cristiano, modesto en la prosperidad, fuerte en la adversidad, etc., etc.)

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     *(T 4 de la Histoire critique p. 112.)