Capítulo II

El jansenismo regalista en el siglo XVIII.

I. El jansenismo en Portugal. Obras cismáticas de Pereira. Política heterodoxa de Pombal. Proceso del P. Malagrida. Expulsión de los jesuitas. Tribunal de censura. Reacción contra Pombal en tiempo de D.ª María I la Piadosa. -II. Triunfo del regalismo en tiempo de Carlos III de España. Cuestiones sobre el catecismo de Mesenghi. Suspensión de los edictos inquisitoriales y destierro del inquisidor general. El pase regio. Libro de Campomanes sobre la «Regalía de amortización». -III. Expulsión de los jesuitas de España. -IV. Continúan las providencias contra los jesuitas. Política heterodoxa de Aranda y Roda. Expediente del obispo de Cuenca. «Juicio imparcial» sobre el monitorio de Parma. -V. Embajada de Floridablanca a Roma. Extinción de los jesuitas. -VI. Bienes de jesuitas. Planes de enseñanza. Introducción de libros jansenistas. Prelados sospechosos. Cesación de los concilios provinciales. -VII. Reinado de Carlos IV. Proyectos cismáticas de Urquijo. Contestaciones de varios obispos favorables al cisma. Tavira. -VIII. Aparente reacción contra los jansenistas. Colegiata de San Isidro. Procesos inquisitoriales. Los hermanos Cuestas. «El pájaro en la liga», Dictamen de Amat sobre las «Causas de la Revolución francesa», de Hervás y Panduro. La Inquisición en manos de los jansenistas. -IX. Principales escritores tenidos por jansenistas a fines del siglo XVIII: Villanueva, Martínez Marina, el arzobispo Amat, Masdéu, etc., etc.



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- I -

El jansenismo en Portugal. -Obras cismáticas de Pereira. -Política heterodoxa de Pombal. -Proceso del P. Malagrida. -Expulsión de los jesuitas. -Tribunal de censura. -Reacción contra Pombal en tiempo de doña María I la Piadosa.

     Cuando los llamados en España jansenistas querían apartar de sí la odiosidad y el sabor de herejía inseparable de este dictado, solían decir, como dijo Azara, que tal nombre era una calumnia, porque jansenista es sólo el que defiende todas o algunas de las cinco proposiciones de Jansenio sobre la gracia, o bien las de Quesnel, condenadas por la bula Unigenitus. En ese riguroso sentido es cierto que no hubo en España jansenistas; a lo menos yo no he hallado libro alguno en que de propósito se defienda a Jansenio. Es más: en el siglo XVIII, siglo nada teológico, las cuestiones canónicas, se sobrepusieron a todo; y a las lides acerca de la predestinación y la presciencia, la gracia santificante y la eficaz, sucedieron en la atención pública las controversias acerca de la potestad y jurisdicción de los obispos, primacía del papa o del concilio; límites de las dos potestades, eclesiástica y secular; regalías y derechos mayestáticos, etc., etc. [411] La España del siglo XVIII apenas produjo ningún teólogo de cuenta,. ni ortodoxo ni heterodoxo (2231); en cambio hormigueó de canonistas, casi todo adversos a Roma. Llamarlos jansenistas no es del todo inexacto, porque se parecían a los solitarios de Port-Royal en la afectación de nimia austeridad y de celo por la pureza de la antigua disciplina; en el odio mal disimulado a la soberanía pontificia, en las eternas declamaciones contra los abusos de la curia romana; en las sofísticas distinciones y rodeos de que se valían para eludir las condenaciones y decretos apostólicos; en el espíritu cismático que acariciaba a idea de iglesias nacionales y, finalmente, en el aborrecimiento a la Compañía de Jesús. Tampoco andan acordes ellos mismos entre sí: unos, como Pereira, son episcopalistas acérrimos; otros, como Campomanes, furibundos regalistas; unos ensalzan las tradiciones [412] de la Iglesia visigoda; otros se lamentan de las invasiones de la teocracia en aquellos siglos; otros, como Masdéu, ponen la fuente de todas las corrupciones de nuestra disciplina en la venida de los monjes cluniacenses y en la mudanza de rito. El jansenismo de algunos más bien debiera llamarse hispanismo, en el mal sentido en que decimos galicanismo. Ni procede en todos de las mismas fuentes; a unos los descarría el entusiasmo por ciertas épocas de nuestra historia eclesiástica, entusiasmo nacido de largas y eruditas investigaciones, no guiadas por un criterio bastante sereno, como ha de ser el que se aplique a los hechos pasados. Otros son abogados discretos y habilidosos que recogen y exageran las tradiciones de Salgado y Macanaz y hacen hincapié en el exequatur y en los recursos de fuerza. A otros que fueron verdaderamente varones piadosos y de virtud, los extravía un celo falso y fuera de medida contra abusos reales o supuestos. Y, por último, el mayor número no son, en el fondo de su alma, tales jansenistas ni regalistas, sino volterianos puros y netos, hijos disimulados de la impiedad francesa, que, no atreviéndose a hacer pública ostentación de ella, y queriendo dirigir más sobre seguro los golpes a la Iglesia, llamaron en su auxilio todo género de antiguallas, de intereses y de vanidades, sacando a reducir tradiciones gloriosas, pero no aplicables al caso, de nuestros concilios toledanos y trozos mal entendidos de nuestros Padres, halagando a los obispos con la esperanza de futuras autonomías, halagando a los reyes con la de convertir la Iglesia en oficina del Estado, y hacerles cabeza de ella, y pontífices máximos, y despóticos gobernantes en lo religioso, como en todo lo demás lo eran conforme al sistema centralista francés. Esta conspiración se llevó a término simultáneamente en toda Europa; y si la Tentativa, de Pereira, y el De statu Ecclesiae, de Febronio, y el Juicio imparcial, de Campomanes, y el sínodo de Pistoya, y las reformas de José II no llegaron a engendrar otros tantos cismas, fue quizá porque sus autores o fautores habían puesto la mira más alta e iban derechos a la revolución mansa, a la revolución de arriba, cuyos progresos vino a atajar la revolución de abajo, trayendo por su misma extremosidad un movimiento contrario que deslindó algo los campos. En España, donde la revolución no ha sido popular nunca, aún estamos viviendo de las heces de aquella revolución oficinesca, togada, doctoril y absolutista, no sin algunos resabios de brutalidad militar, que hicieron D. Manuel de Roda, D. Pedro Pablo Abarca de Bolea, D. José Moñino y D. Pedro Rodríguez Campomanes. Hinc mali labes. Veremos en este capítulo cómo la ciencia de nuestros canonistas sirvió para preparar, justificar o secundar todos los atentados del poder y cómo antes que hubieran sonado en España los nombres de liberalismo y de revolución, la revolución, en lo que tiene de impía, estaba no sólo iniciada, sino en parte hecha; y, lo que es aún más digno de llorarse, una parte del episcopado y del clero, contagiado por la lepra [413] francesa y empeñado torpemente en suicidarse. Historia es ésta de grande enseñanza, aunque se la exponga sin más atavíos ni reflexiones que las que por su propia virtud nacen de los hechos.

     El orden cronológico pide que comencemos por Portugal (2232) por aquel canonista que fue, juntamente con Febronio, el doctor, maestro y corifeo de la secta, así como sus libros una especie de Alcorán, citado con veneración y en todas partes reimpreso. Era este grande auxiliar de la política de Pombal un clérigo del oratorio de San Felipe Neri, de Lisboa, a quien decían el P. Antonio Pereira de Figueiredo, hombre taciturno, sombrío y de grande austeridad de vida, no ayuno de conocimientos en las lenguas clásicas como lo demuestra su traducción de la Biblia, la mejor que tienen los portugueses, y que, con estar hecha de la Vulgata, indica a veces que el autor no dejaba de consultar en lo esencial los originales hebreo y griego (2233). Tal fue el hombre elegido por Pombal para canonista áulico suyo, cuando en agosto de 1760 cortó las relaciones con Roma del modo que veremos adelante, prohibiendo a los vasallos del rey José I todo comercio espiritual y temporal con ella. Entonces compuso Antonio Pereira su célebre Tentativa theológica, en que se pretende mostror que, impedido el recurso a la Sede Apostólica, se devuelve a los señores obispos la facultad de dispensar en impedimentos públicos de matrimonio y de proveer espiritualmente en todos los demás casos reservados al papa, siempre que así lo pidiere la urgente necesidad de los súbditos (2234), [414] obra exaltadamente episcopalista, que todavía encuentra admiradores en Portugal y que a Herculano mismo le parecía de perlas. El intento del libro va aún mucho más allá de lo que el título reza, pues se encamina nada menos que «a descubrir e indicar las ideas que debemos tener del primado del papa, destruyendo las que, mal formadas, destruyen todo el buen orden de la jerarquía eclesiástica». Y apoderándose audazmente de una frase suelta de San Bernardo (que en el libro De consideratione no pretendía explicarse con rigor canónico, sino dar exhortaciones morales al papa Eugenio), le concede sólo sollicitudinem super Ecclesias, y reduce el primado a una inspección o superintendencia universal sobre las iglesias, especie de república aristocrática, en que el papa había de ser el primer presidente de los obispos. De atar a éstos las manos ya se encargarían Pombal y los demás gobernantes de su laya. Por lo demás, el imperturbable Pereira reconoce en los obispos, no ya juntos en concilio, sino dispersos, voto decisivo en materias de fe y disciplina y potestad para examinar y abrogar los decretos del papa cuando contradigan a las costumbres, derechos y libertades legítimamente introducidas en su provincia.

     La doctrina de la Tentativa theológica se resume en diez proposiciones:

     1.ª La jurisdicción episcopal, considerada en sí misma, esto es, en su institución hecha por Cristo..., es una jurisdicción absoluta e ilimitada respecto de cada diócesis.

     2.ª Antes de haber en la Iglesia cuerpo alguno de leyes o cánones que fueran de derecho común, los obispos establecían en sus sínodos provinciales los impedimentos de matrimonio. Por de contado que apenas acaba de sentar esta proposición, tropieza Pereira de manos a boca con la Decretal, de Siricio, primer documento legal en Occidente sobre la materia después del concilio de Ilíberis, y, no sabiendo cómo salir de tan mal paso, tiene que confesar (p. 49) «que también los obispos recibían y aprendían de la Iglesia de Roma doctrina sobre los impedimentos».

     3.ª Por muchos siglos conservaron los obispos la facultad de dispensar hasta de los decretos de los concilios generales, y de los romanos pontífices, cuanto más de los impedimentos matrimoniales. Las autoridades de todo esto son Van-Espen, Gisbert y Febronio, con otros de la misma madera, citados como oráculos sin reserva, ni atenuación alguna. Las pruebas históricas más fuertes que en tantos siglos pudo arañar Pereira se reducen a tres o cuatro traslaciones de obispos hechas en tiempos muy difíciles y anormales, siendo de notar que aun en ellos, y en la misma Iglesia griega, tuvo que disculparlas el nada sospechoso Sinesio (en su epístola 67) con estas significativas palabras, que [415] Pereira copia, y sobre las cuales pasa como sobre ascuas: Formidolosis temporibus summum ius praetermitti necesse est (en tiempos de trastorno hay que prescindir a veces del derecho común y superior). Si esos decretos generales, conciliares o apostólicos, eran para Sinesio summum ius, el más alto y eminente derecho; si a San Basilio el Magno le parecía (ep. 127) que, «atendida la dificultad de los tiempos, se podía perdonar a los obispos que lo habían hecho: igitur et temporis dificultatem considerantes... Episcopis ignoscite, ¿cómo había de estar reconocido en aquéllos, ni ser jurisprudencia corriente un hecho con todas las trazas de abuso, y para el cual se solicitaba indulgencia y pretermisión del derecho? ¿Cuándo el ejercicio de éste ha sido materia de perdón? El mismo Pereira recoge velas, y llega a reducir (p. 81) esa facultad, que antes tan liberalmente otorgaba a los obispos, a un simple derecho de interpretación, que, entendido como debe entenderse, nadie rechazará y que explica esos casos excepcionales y fuera de cuenta.

     4.ª En todo el cuerpo del Derecho canónico no hay texto que niegue a los obispos la facultad de dispensar, y sólo por costumbre o tolerancia de los obispos se fue reservando poco a poco la Sede Apostólica las dispensas.

     5.ª Sin el consentimiento de los obispos no podía el papa privarles de esa facultad, «porque el papa -prosigue Pereira (p. 116)- es primado, pero no monarca de toda la Iglesia. La cualidad de reina sólo compete a la Iglesia universal; la cualidad de monarca, al concilio ecuménico, que la representa.

     6.ª Cuando los obispos consintieron en las reservas, si es que consintieron en todas, fue con la condición de que, impedido por cualquiera vía el recurso a Roma, volviese a ellos interinamente la jurisdicción y poder que dimitían.

     7.ª Cuando los reyes y o príncipes soberanos impiden el acceso a Roma, no toca a los obispos averiguar la justicia de la causa, sino obedecer y proveer interinamente lo que fuere necesario para bien espiritual de los súbditos, porque a los súbditos (p. 199) no es lícito discutir la justicia o injusticia de los procedimientos regios, ni tiene el rey obligación de dar parte a los súbditos de las razones que le mueven.

     8.ª En cuanto a no deber ni poder lícitamente dispensar sin justa causa, tan obligados están los papas como los obispos.

     Las proposiciones novena y décima no son más que aplicaciones de los principios anteriores al estado de Portugal cuando se escribió este libro, el primero y más honradamente galicano que se ha impreso en nuestra Península, basado todo en las tradiciones y enseñanzas de la Sorbona, pero extremadas hasta el cisma, al cual lleva no por camino real y descubierto, sino por el tortuoso sendero de una erudición sofística, aparatosa y enmarañada, que confunde los tiempos y trabuca los textos. Y, sin embargo, tal es la fuerza de la verdad, que a veces con sus propias armas y testimonios puede replicársele. Así, por ejemplo, [416] le parece mal que los obispos se intitulen obispos por gracia de la Sede Apostólica y porfía que el poder y la jurisdicción viene sólo e inmediatamente de Cristo y que por doce siglos no se creyó en la Iglesia otra cosa; y a renglón seguido trae este texto nada menos que de San Cipriano en su epístola a Cornelio: la cátedra de San Pedro, la Iglesia principal, de donde brotó la unidad sacerdotal (ad Petri cathedram atque ad Ecclesiam principalem, unde unitas sacerdotalis exorta est). Luego hay una transmisión inmediata de potestad y jurisdicción (exorta est), único medio de establecer esa unidad sacerdotal, diga lo que quiera Pereira, que no parece haber reparado en la contradicción, como tampoco pudo menos de confesar «que son hoy todos los obispos de la iglesia latina descendientes de los otros antiguos obispos, que los romanos pontífices enviaron en los primeros siglos a ilustrar con la luz de la fe a África, Francia, España, Italia y Alemania» (p. 249).

     Son curiosas y dignas de leerse, por lo que muestran el estado de la opinión en Portugal, las aprobaciones que acompañan al libro de Pereira, así de los calificadores del Santo Oficio como del tribunal llamado Desembargo do paço. A todos ellos premió largamente Pombal, haciéndolos, entre otras cosas, individuos de aquel degolladero literario que llamó Real Mesa Censoria. «Es necesario que se publiquen libros para disipar las tinieblas de las preocupaciones en que estábamos y para que nos comuniquen las verdaderas luces, de que carecíamos», dice el carmelita descalzo Fr. Ignacio de San Caetano. Y Fr. Luis del Monte Carmelo todavía se explica con más claridad: «Los obispos de la Iglesia lusitana son tan píos y observantes del derecho y disciplina en que fueron educados y tan religiosamente afectos a la Santa Sede Apostólica, que pueden inocentemente dudar del vigor del ejercicio de su intrínseca jurisdicción...»

     «Creí yo -confiesa el franciscano Fr. Manuel de la Resurrección- que no habría en nuestro reino quien se atreviese a salir al público con estas verdades..., porque con los ojos cerrados, permanecían en el sistema contrario, y los más eruditos temían enseñar la doctrina verdadera para que no les reputasen cismáticos.» Por lo cual se desata contra los obispos portugueses, empeñados en no dispensar propria auctoritate ni dar gusto al omnipotente Pombal, el benedictino Fr. Juan Bautista de San Cayetano, jansenista hasta los huesos aun mucho más que Pereira, pues, si éste restringe la facultad de las dispensas al tiempo de ruptura con Roma, el otro se inclina a admitirla aun en tiempo de libertad de recurso, y a los prelados que no quieran arrojarse a tales temeridades llama imágenes pintadas, entendimientos tiranizados por los libros de los jesuitas.

     Los regalistas castellanos recibieron con palmas el libro de Pereira y felicitaron al autor en largas epístolas,que se guardan en la Biblioteca de Évora entre los papeles que ueron de fray Manuel do Cenaculo. Mayáns fue de los más entusiastas pereiristas. [417] Sólo un teólogo nuestro, el P. Gabriel Galindo, de los Clérigos Menores, osó contradecir la Tentativa, recordando a Pereira la doctrina tomística de la justa epiekeia y de la jurisdicción delegada aunque tácita. Lo cual dio asidero a Antonio Pereira para desatarse contra la infalibilidad del papa en una larga respuesta, condoliéndose de que, «a pesar de la expulsión de los jesuitas, no se hubiesen desterrado aún de España las tiranías ultramontanas».

     Un volumen en cuarto tan abultado como la Tentativa forman los apéndices e ilustraciones de ella, encaminadas a probar «no ser dogma de fe que por derecho divino ande anexo a los obispos de Roma el sumo pontificado»; «que el texto Pasce oves meas comprende no sólo a San Pedro, sino a todos los obispos, por lo cual deben ser llamados éstos sucesores y vicarios de San Pedro», del antiguo poder de los concilios, de la autoridad que los reyes tienen para establecer impedimentos del matrimonio como contrato; y, finalmente, que cuando los pontífices abusan de su autoridad en perjuicio de la Iglesia, deben los obispos irles a la mano; mezclado todo esto con largas disertaciones sobre los votos de los prelados españoles en Trento, sobre los concilios toledanos y la liturgia mozárabe y la supuesta caída de Liberio y los Dictados, atribuidos a San Gregorio VII. Dejando ya aparte la cuestión de dispensas, Pereira rompe lanzas en pro de la sesión quinta del Constanciense, y va tejiendo larga y caprichosa historia de la supuesta independencia de la Iglesia española, desde el caso de Basílides y Marcial (¡un caso de apelación!) hasta la consulta de Melchor Cano, sin que falten por de contado ni el Apologeticon, de San Julián, ni el Defensorio, del Tostado, ni los pareceres del arzobispo Guerrero; eterno círculo de la erudición hispanista desde Pereira acá, siquiera en él conserve todavía alguna novedad. La crítica anda por los suelos, como en todo libro de partido; baste decir que Sarpi es para el autor de la Tentativa autoridad irrefragable en las cosas del concilio de Trento.

     Completó Pereira su sistema, casi tan radical como el de Fe, bronio, en otro libro, que tituló Demostración teológica, canónica e histórica del derecho de los metropolitanos de Portugal para confirmar y mandar consagrar a los obispos sufragáneos nombrados por Su Majestad y del derecho de los obispos de cada provincia para confirmar y consagrar a sus respectivos metropolitanos, también nombrados por Su Majestad aun fuera del caso de ruptura con la corte de Roma (2235). ¿Qué pensar de un canonista [418] que a mediados del siglo XVIII da por sentado (en su dedicatoria al arzobispo de Braga) que de España salieron las falsas decretales de Isidoro Mercator? Con este juicio y esta noticia de las cosas de su tierra escribían aún los más doctos entre aquella pléyade de renovadores de la pura disciplina, asalariados por el cesarismo de Pombal y de Aranda.

     En estas proposiciones se encierra la doctrina de la Demostración:

     1.ª Confirmar el metropolitano a los obispos de su provincia es derecho de institución apostólica, confirmado por muchos concilios generales, desde el Niceno I hasta el Lateranense IV, y por muchos antiguos sínodos provinciales de África, de Francia y de España.

     2.ª Este mismo privilegio o regalía fue confirmado por los romanos pontífices desde el siglo V hasta el XII.

     3.ª Se conservó aún por las Decretales de Gregorio IX y por el Sexto de las Decretales, por las Clementinas y Extravagantes.

     4.ª Por más de doce siglos, los obispos de Portugal fueron siempre sufragáneos de los metropolitanos del mismo reino y no del papa.

     5.ª La ordenación de los metropolitanos, tanto por el derecho antiguo de los cánones como por el nuevo de las Decretales, corresponde al sínodo de la provincia.

     6.ª. No era el palio quien daba la jurisdicción a los metropolitanos sino el sínodo provincial cuando confirmaba su elección.

     7.ª Sólo por las nuevas reglas de la Cancillería Apostólica, cuyo origen pone Pereira en tiempo de Clemente VI, comenzaron a reservar los papas el derecho de confirmación.

     8.ª Fuesen cuales fuesen los pretextos y causas de las reservas, no podían los papas abrogar de motu proprio la antigua disciplina.

     9.ª De la tolerancia de los obispos y condescendencia de los reyes saca todo su valor la presente disciplina de reservas; y así, hallando en ella inconvenientes, pueden unos y otros reclamar, y resistir los obispos, como celadores de los cánones y de sus derechos; los reyes, como protectores de los cánones y de los obispos.

     Aparte de esta argumentación, el autor defiende en varios lugares del libro la soberana potestad de los príncipes seculares en materias temporales, entiendo esta palabra en sentido latísimo, hasta incluir las cosas espiritualizadas; el derecho universal de patronato y nombramiento de obispos que les compete, como atributo inseparable de la majestad y no por privilegio o concesión apostólica, y la suprema autoridad del príncipe sobre los bienes eclesiásticos y hasta para la reforma del clero.

     Trituró tales doctrinas provocantes al cisma el cardenal Inguanzo en su admirable y harto olvidado Discurso sobre la confirmación [419] de los obispos (2236), donde, comenzando por sentar, cual hecho histórico innegable, que los metropolitanos habían ejercido legítimamente la facultad de confirmar obispos en distintas épocas de la Iglesia, se remontó a la fuerza y origen de este derecho, que no es otro que la jurisdicción delegada. ¿De qué sirve reconocer el primado, si una a una se le niegan todas sus prerrogativas? La jurisdicción universal de los apóstoles no pasó a sus sucesores; sólo el primado de San Pedro tiene promesa de perenne duración en las Escrituras; sólo él es inmediatamente de derecho divino, y de él procedieron como mandatarios los primeros obispos y el orden y forma de la Iglesia: Episcoporum ordinatio et Ecclesiae ratio, que dice San Cipriano (ep. 27 De lapsis). Los patriarcados, los arzobispados, son instituciones de derecho humano, sin más autoridad sobre los demás obispos que la que el papa quiere concederles. Si hubo cánones y concilios que les dieron grande autoridad, otros pudieron quitársela, porque unas leyes derogan otras, y esa potestad no era esencial ni irrevocable. Ni es cierto tampoco que se la diesen los concilios, pues el mismo de Nicea no hace más que sancionar la tradición antigua y apostólica: Antiqui mores serventur, cuyo origen ha de buscarse en San Pedro, que estableció los dos primeros patriarcados de Oriente. El papa, sin contradicción de nadie, delegaba vicarios a las iglesias griegas y latinas. No se hable de independencia de la nuestra, como no nos empeñemos en borrar de nuestra historia la apelación de Basílides, las dos decretales de Hormisdas nombrando vicarios a los obispos de Sevilla y Tarragona y decidiendo consultas suyas; la decretal de Siricio a Himerio Tarraconense Salubri ordinatione disposita, y cuyo cumplimiento se encarga lo mismo a los prelados de la Cartaginense que a los béticos, lusitanos y galaicos; la de Inocencio I anulando las elecciones anticanónicas de Rufino y Minicio; la de San León el Magno sobre el caso de los priscilianistas; el recurso de los obispos de la provincia cartaginense al papa San Hilario contra los desmanes de Silvano, que ordenaba obispos auctoritate propria; la causa del obispo de Málaga Ianuario, absuelto por Juan Defensor, a quien comisionó para ella San Gregorio el Magno, y a este tenor otros casos infinitos, en que los romanos pontífices aparecen interviniendo en la institución, destitución y traslación de obispos y en todo género de causas mayores. Y después que volvieron a la Iglesia romana, raíz y matriz de la Iglesia católica, como hermosamente dice San Cipriano, las facultades que ella en otro tiempo concedió a los metropolitanos, a nadie se le ocurrió invocar soñados derechos de reversión, reclamando lo que por su naturaleza había sido accidental y transitorio; y no se diga que en circunstancias difíciles puede tolerarse que confirmen los metropolitanos porque [420] esto sería abrir la puerta para que todo gobierno hostil a la Iglesia, en el solo hecho de cortar las relaciones con Roma, pudiera introducir en la disciplina la confusión más espantosa, llenando la Iglesia de intrusiones y de escándalos. «No consiste el bien de la Iglesia en tener obispos como quiera -prosigue Inguanzo-, sino en tenerlos de modo que no peligre la unidad.» Tal es el nervio de la argumentación de Inguanzo, el primero de nuestros canonistas que osó romper con la detestable tradición galicana y jansenística del siglo XVIII, poniendo de manifiesto cuán monstruosa contradicción era reclamar para los metropolitanos el derecho de confirmación, mientras que se negaba u oscurecía el antiguo e inconcuso de la elección de los obispos por el clero y el pueblo.

     Tornemos a la historia de Portugal, que ya es hora de conocer al sanguinario ejecutor (de las teologías de Pereira. Fue éste Sebastián José de Carvalho y Mello, después conde de Oeiras y a la postre marqués de Pombal, tipo de excepcional perversidad entre los muchos estadistas despóticos, fríos y cautelosos que abortó aquella centuria. Pondérense en buena hora los adelantos materiales que Portugal le debe: la suntuosa reedificación de la parte baja de Lisboa después del terremoto de 1755; el establecimiento del Depósito público; la reforma de la Junta de Comercio; la apertura del canal de Oeiras; la institución de la Compañía General de las Viñas del Alto Duero; la fundación del Real Colegio de Nobles y de la Escuela de Comercio y de muchas cátedras de humanidades; y, sobre todo, la abolición de la esclavitud en el continente portugués. Pero ¿qué vale todo esto enfrente del inmenso desastre que en las costumbres, en las creencias y en el modo tradicional de ser del pueblo lusitano produjo aquella política, no ya desatentada, sino diabólica? Hoy es el día en que más se sienten los efectos de aquel régimen, que, empezando por dar a Portugal un esplendor ficticio, acabó por anularle sin remisión y convertirle en el país más progresista de la tierra, en el sentido grotesco que tirios y troyanos damos en España a esta palabra. Por más que la erudición y la crítica moderna, no ya de católicos, sino de racionalistas y protestantes, haya disipado todas las nieblas de odio y de ignorancia acumuladas contra las órdenes religiosas y contra Roma, todavía se está en Portugal (2237) a la altura de la Enciclopedia, todavía se maldice en roncas voces a los jesuitas, y se tiene por evangelio la Tentativa, de Pereira, y a Pombal se le venera poco menos que como redentor y mesías de su raza. Y, sin embargo, Pombal no respetó ni uno solo de los elementos de la antigua Constitución portuguesa, ni una sola de las veneradas costumbres de la tierra; quiso implantar a viva fuerza lo bueno y lo malo que veía aplaudido en otras partes; gobernó como un visir otomano e hizo pesar por igual su horrenda [421] tiranía sobre nobles y plebeyos, clérigos y laicos. Hombre de estrecho entendimiento, de terca e imperatoria voluntad, de pasiones mal domeñadas, aunque otra cosa aparentase; de odios y rencores vivísimos, incapaz de olvido ni misericordia, en sus venganzas insaciable, como quien hacía vil aprecio de la sangre de sus semejantes; empeñado en derramar a viva fuerza y por los eficaces medios de la cuchilla y de la hoguera la ilustración y la tolerancia francesas; reformador injerto en déspota; ministro universal empeñado en regular lo máximo como lo mínimo con ese pueril lujo de arbitrariedad que ha distinguido a ciertos tiranuelos de América, v. gr., al Dr. Francia, dictador del Paraguay, ejerció implacable una tiranía a veces satánica y a veces liliputiense. Abatió al clero por odio a Roma y al catolicismo, como quien había bebido las máximas de la impiedad en los libros de los enciclopedistas, por cuyos elogios anhelaba y se desvivía. Abatió la nobleza, no por sentimientos de igualdad democrática, muy ajenos de su índole, sino por vengar desaires de los Tavoras, que habían negado a su hijo la mano de una heredera suya. La historia de la expulsión de los jesuitas de Portugal parece la historia de un festín de caníbales.

     ¡Y también es extraño que comenzase la expulsión por aquel país predilecto de la Compañía, y que sólo la debía beneficios! En otras partes, en Francia sobre todo, clamaban contra ella los insaciados odios jansenistas; pero en nuestra Península, en Portugal sobre todo, apenas era conocida de nombre aquella secta. De los protestantes no se hable. ¿Qué causa movió, pues, a nuestros gobernantes a hacerse solidarios de las venganzas de Port-Royal? Una sola: el enciclopedismo que ocultamente germinaba en las regiones oficiales, y que para descatolizar a las naciones latinas quería ante todo exterminar esa legión sagrada en cuyas manos estaba la enseñanza, que era preciso arrancarles a toda costa para infiltrar el espíritu laico en las generaciones nuevas. El pretexto no importaba: por fútil que pareciese, era bueno; si los pueblos no querían ni solicitaban tal expulsión, para eso tenían los reyes la espada del poder absoluto y la lengua asalariada de escritores sin conciencia, que calumniasen a las víctimas y entonteciesen al vulgo espectador. Entonces salieron a la arena todas las multiformes y portentosas invenciones que, desde Scioppio hasta Pascal, había engendrado la malignidad, el fervor de la controversia, el espíritu sectario y la mal regida saña. Entonces volvieron a estar en boga las Provinciales, libro admirable por el estilo (primer modelo de prosa francesa, tersa, viva, elegante y grave aun en medio de las burlas) y torpísimo por la intención; monumento insigne de mala fe, en el cual míseramente se empleó y se perdió un entendimiento nacido para ser gloria de la ciencia católica si no hubiera sido tan desalentado, escéptico y pesimista aun dentro de su fe, y, sobre todo, si no se hubiera rebajado hasta servir de testaferro a las mañosas falsificaciones y al ergotismo hipócrita de una secta. [422] Por de contado que, aun dando de barato la legitimidad de los textos, las Provinciales o no probaban nada o mucho más allá de lo que Pascal hubiera querido; ni era lícita forma de ataque desenterrar de unos cuantos casuistas opiniones laxas o extravagantes y achácaselas a toda la Compañía, como si esta debiera responder de todo lo que sus miembros habían escrito durante dos siglos y como si no pudieran entresacarse otras proposiciones semejantes, y más graves y en mayor número, de moralistas de otras órdenes o de escritores seculares. Pero la ligereza de los franceses se dio por contenta, como siempre, con que se la hiciera reír; el estilo lo cubrió todo, como el pabellón protege la mercancía, y quedaron proverbiales los cuentecillos y ocurrencias de Pascal, en otras cosas tan tétrico y solemne, sobre Escobar y Busembaum. ¡Terrible don el del ingenio cuando se prostituye a la mentira y a la detracción!

     En otras partes donde las gracias de Pascal no hacían tanta gracia traducidas, las Provinciales pasaron sin provocar tantos entusiasmos y exclamaciones ponderativas; y eso que los jansenistas tuvieron cuidado, muy desde el principio, de traducirlas a diversas lenguas y aun de hacer de ellas ediciones poliglotas, en las cuales figura una versión castellana del Sr. Gracián Cordero, de Burgos, personaje no sé si real o mítico, puesto que no he podido identificarle. Esto en el siglo XVIII en que los jesuitas tenían dentro de España muy pocos, pero muy encarnizados enemigos, por la mayor parte prófugos de la Compañía, como lo fue el Dr. Juan del Espino, natural de Vélez, Málaga, que en la Anti-epitomología y en varios Memoriales, impresos entre 1642 y 1643, los delató y persiguió ante el Tribunal de la Inquisición, llevando luego la causa a Roma con tenacidad extraordinaria y colmándolos de injurias, muchas de las cuales, no sé si por coincidencia, han pasado a las Provinciales, debiendo advertirse que la guerra del Dr. Espino contra el P. Poza primero, y luego contra toda la Compañía, fue guerra, aunque violenta, franca y a cara descubierta, y no alevosa, traicionera y de libelos anónimos, como la de Pascal y Nicole.

     Queríase a toda costa acabar con los jesuitas, y cuando el siglo XVIII vino aunáronse para la común empresa jansenistas y filósofos. El impulso venía de Francia. Salieron a relucir el probabilismo, el regicidio, los ritos chinos y malabares, el sistema molinista de la gracia; y juntamente con esto se les acusó de comerciantes y hasta de contrabandistas, de agitadores de las misiones del Paraguay y de mantener en santa ignorancia a los indios de sus reducciones para eternizar allí su dominio. Dio calor a estas murmuraciones la resistencia de los colonos del Río de la Plata a consentir en el tratado de límites ajustado entre España y Portugal, mediante el cual cedíamos las siete misiones del Uruguay a cambio de la colonia del Sacramento, entrando en el trueque no sólo el país, sino los habitantes, como si fuesen rebaños de carneros. Los indios se sublevaron en número de [423] 15.000 después de haber protestado contra la cesión, pero pronto dieron cuenta de aquella turba indisciplinada las fuerzas combinadas de Portugal y España, dirigidas por Gomes Freyre de Andrade, dejando en el campo 2.000 cadáveres de insurgentes (2238). Y, aunque la hazaña no tenía nada de épica, mereció ser cantada por un poeta brasileño de grandes alientos, José Basilio de Gama, novicio de los jesuitas, renegado después de la Orden, y, por ende, favorito de Pombal, que le dio carta de nobleza e hidalguía y le hizo secretario suyo y oficial del Ministerio de Negocios Extranjeros. Su poema titulado Uruguay (2239),escrito en versos sueltos, armoniosos y de construcción elegantísima, no basta a cubrir y hacer perdonar, con hermosos detalles descriptivos de costumbres de los indígenas y de la naturaleza americana, la repugnancia que inspira ver a un jesuita pagado por los verdugos de su gente para insultar en buenos versos a sus hermanos. Sobre todo, el libro 5 es intolerable e indigno del ternísimo cantor de la muerte de Lindoya.

     La muerte de D. Juan V en 1750 y el advenimiento al trono de José I, monarca imbécil, cuyo único acto conocido es haber nombrado ministro a Pombal, poniéndose a ciegas en sus manos, hizo que el tratado no se llevara a ejecución y que la colonia del Sacramento, activo foco de contrabando, quedase en poder de los portugueses. Díjose por de contado en Lisboa y en Madrid que los jesuitas habían tenido la culpa de todo, excitando a los indígenas a la revuelta, y hasta se esparció la voz absurda de que intentaban hacerse independientes en el Paraguay, eligiendo por rey a uno de ellos con nombre de Nicolás I.

     Pombal comenzó la guerra contra la Compañía quejándose a Benedicto XIV de los sucesos de América e impetrando de él un breve para que el cardenal Saldanha visitara las misiones del Brasil y las reformase (1755). Pero todo esto era muy lento y de resultado inseguro, por lo cual Pombal imagino complicar a los jesuitas en una trampa diabólica, que le iba a dar fácil venganza de otros enemigos suyos.

     En la noche del 3 de septiembre de 1758 volvía el rey José a su palacio desde el de la marquesa de Tavora, con quien parece sostenía tratos amorosos. Acompañábale un solo gentilhombre de cámara, dicho Pedro Texeira. De improviso, tres hombres a caballo se acercaron al coche e hicieron tres disparos, quedando el rey herido en un brazo. La noticia consternó al pueblo de Lisboa, y díjose de público que el duque de Aveiro y sus criados habían sido autores del atentado por cuestión de celos del susodicho duque.

     Así corrieron más de tres meses sin hacerse luz en aquel misterioso caso, hasta que en la mañana del 13 de diciembre fueron reducidos a prisión, con grande estrépito y aparato de fuerza, algunos señores de las principales familias del reino, al [424] mismo tiempo que, con general asombro, aparecieron cercadas de gente armada las casas y colegios de los jesuitas, cuyos papeles se recogieron y a quienes se conminó con gravísimas penas si intentaban salir de sus aposentos. El mismo día se publicó una especie de manifiesto excitando a los habitantes de Lisboa a delatar cuanto supiesen de los regicidas.

     Pombal saltó por todas las formas legales, y, no encontrando dócil instrumento en el procurador fiscal, Antonio de Costa Freyre, no sólo le apartó de la sumaria, sino que le procesó como cómplice de los reos, formó un tribunal especial para juzgarlos, o más bien los juzgó y condenó él por sí mismo, prodigó con bárbaro lujo el tormento, y, después de infinitas iniquidades, dictó en 12 de enero de 1759 la sentencia (2240), que es el mayor padrón de ignominia para su memoria. En ella se dice que, el duque de Aveiro, D. José Mascarenhas, descontento por haber perdido la influencia que él y los suyos habían tenido en el reinado anterior, se dejó arrastrar del espíritu diabólico de soberbia, ambición e ira implacable contra la augustísima y beneficentísima persona de Su Majestad, para lo cual se puso de acuerdo con los jesuitas, hombres apestados y enemigos del feliz y glorioso Gobierno de Su Majestad, teniendo con ellos frecuentes conventículos en el colegio de San Antonio y en la casa profesa de San Roque y asegurándole ellos que el matar al rey no era pecado ni venial siquiera. Que luego entró en la conspiración D.ª Leonor, marquesa de Tavora (a pesar de la natural y antigua aversión que había entre la marquesa y el reo), asimismo impulsada por los jesuitas, y especialmente por el P. Malagrida, bajo cuya dirección había hecho ejercicios espirituales en Setúbal. Que ella persuadió a su marido, Francisco de Asís de Tavora y a sus hijos, Luis Bernardo y José María, y a su yerno, el conde de Atouguía, y a varios criados suyos, así como el duque de Aveiro a otros de su casa, que dispararon los dos sacrílegos y execrables tiros.

     Los fundamentos con que se acusa de complicidad a los jesuitas son de lo más horriblemente peregrino que puede darse. A ellos ni siquiera se les había interrogado sobre el crimen del 3 de septiembre, cuanto más juzgarlos, y, sin embargo, se da por sentado que fueron instigadores de él, porque sola su ambición de adquirir dominios en el reino podía ser proporcional y comparable con el infausto atentado. ¿Hase visto más estúpida y ramplona iniquidad que llamar a esto no sólo presunción jurídica, sino prueba incontestable según derecho?

     Son horrendos los refinamientos de crueldad de la sentencia. Condénase al duque de Aveiro a que, «asegurado con cuerdas y con el pregonero delante, sea conducido a la plaza llamada de Caes, en el barrio de Belem, y, después de quebrarle las [425] piernas y los brazos, sea expuesto sobre una rueda, para satisfacción de los vasallos presentes y futuros de este reino, y... en seguida se le queme vivo con el cadalso en que fuere ajusticiado, que se reduzca todo a cenizas y polvo, que deberán arrojarse al mar». Y para borrar del todo su nombre de la memoria de las gentes, se manda arrancar y picar sus escudos de armas, destruir sus casas, y sembrar de sal los solares, y cancelar y anular todos sus títulos de propiedad.

     A iguales penas, jamás hasta entonces oídas en Portugal, se condenó a todos los restantes, Tavoras y Ataydes y a sus criados. Sólo se exceptuó de la pena de fuego a la marquesa D.ª Leonor, condenándola solamente (así dice la sentencia), a ser decapitada y arrojadas al mar las cenizas, eximiéndola, por justas consideraciones, de las mayores y más graves penas que merecía por sus delitos.

     Y es lo singular que a los tres jesuitas, Gabriel Malagrida, Juan de Matos y Juan Alejandro, a quienes en un documento judicial de esta naturaleza se califica de autores y sugestores del regicidio, no vuelve a mencionárselos en el proceso, donde mañosamente se calla la explícita retractación que el duque de Aveiro y los demás hicieron antes de morir de las declaraciones arrancadas contra ellos por el tormento.

     Entre tanto, Pombal preparaba la opinión y hacía atmósfera, como ahora se dice, contra los jesuitas, esparciendo innumerables libelos, que pagaba con larga mano (2241)y (2242). Entregó al padre Malagrida a la Inquisición, compuesta ya de hechuras suyas, y le hizo condenar, por visionario, iluminado y seudoprofeta, a la muerte en hoguera, saliendo encorozado a un auto de fe.

     En 19 de enero, siete días después de la truculenta sentencia que acabamos de ver, se expidió un decreto confiscando todos los bienes y temporalidades de los jesuitas en Europa, en Asia y en América y ordenando su venta en pública subasta, al mismo tiempo que se hacía salir a los jesuitas de sus colegios para distribuirlos en varios conventos de regulares (2243).

     En 20 de abril, José I, o séase Pombal, participaba al papa [426] ClementeXIII (Rezzonico), recién exaltado a la Cátedra de San Pedro, su soberana voluntad de expulsar a los jesuitas como incompatibles con la tranquilidad del Estado.

     Entre tanto, la enajenación de los bienes seguía, y el tribunal de la Inconfidenza o de sospechosos iba sepultando en las cárceles a todos los que pasaban por amigos o parciales de los jesuitas.

     El papa concedió en 11 de agosto de 1759 un breve que el rey solicitaba para proceder contra los regulares en crimen de lesa majestad, pero encargando que se hiciera escrupulosa distinción entre los culpados y el instituto a que pertenecían. No satisfizo a Pombal el breve, retuvo las letras apostólicas y procedió ab irato al extrañamiento de los jesuitas, que comenzó en la noche del 16 de septiembre, embarcando a 113 en una nave ragusea con rumbo a Civita-Vecchia para que el papa los mantuviese.

     El 5 de octubre de 1759 se fijó en las iglesias un edicto del cardenal Saldanha, patriarca de Lisboa, por el cual se participaba a los súbditos de Su Majestad fidelísima que desde aquella fecha quedaban «exterminados, desnaturalizalos, proscritos, y expelidos» los Padres de la Compañía como rebeldes públicos, traidores, enemigos y agresores actuales y pretéritos contra la real persona y sus estados; vedándose, so pena de muerte, toda comunicación verbal o escrita con ellos; de cuyas draconianas disposiciones sólo se exceptuaba a los novicios, «por no ser verosímil que se hallasen iniciados todavía en los terribles secretos de la Compañía». Pombal tenía la monomanía antijesuítica; hasta había querido atribuirles en 1756 el motín de Oporto, promovido por los cosecheros de vino contra la Sociedad del Alto Duero, que él protegía y de que era accionista.

     No todos los obispos portugueses asintieron dóciles a aquella cínica violación de todo derecho. Protestaron el arzobispo de Bahía y los obispos de Cangranor y Cochin, haciendo patente la ruina que aquella expulsión iba a traer sobre las misiones. Pero Pombal, que no entendía de réplicas, los extrañó inmediatamente y los privó de sus temporalidades.

     Tras esto vino la expulsión del nuncio, la ruptura con la Santa Sede, la publicación semioficial de las obras de Pereira, la prohibición de las bulas, In Coena Domini Apostolicum pascendi munus y Animarum salutis; el quitar a la Inquisición la censura de los libros, ordenando la creación de la Real Mesa Censoria, que prohibió todo género de obras compuestas por los jesuitas, dejando circular libremente muchas de los enciclopedistas; y, finalmente, la ridícula providencia de mandar borrar en los calendarios los nombres de San Ignacio, San Francisco Javier y San Francisco de Borja. La enseñanza se confió a maestros laicos, jansenistas o volterianos; penetraron en Coímbra todo género de novedades, hasta hacer de aquella Universidad un foco revolucionario, como veremos en el capítulo que sigue, [427] y de tal manera se persiguió la memoria de los jesuitas, que la mayor parte de los libros publicados por ellos en Portugal en los dos siglos anteriores son hoy rarezas bibliográficas. ¡Tal fue la destrucción de ellos! Ni siquiera acertó Pombal a proteger las letras, y, si gustó de la empalagosa retórica de Cándido Lusitano y de las pastorales de la Arcadia lisbonense, nunca olvidará la posteridad que persiguió con intolerancia de déspota ignorante y dejó morir en un calabozo al Horacio portugués, Pedro Correa Garçao, el poeta más de veras que había en la España de entonces.

     Nada violento permanece, y muchas de aquellas reformas, no orgánicas, sino impuestas por la fuerza, cayeron apenas murió el rey José, a quien había tenido como secuestrado Pombal, y le sucedió su hija D.ª María I la Piadosa en 29 de febrero de 1777. Entonces se abrieron las puertas de las cárceles para las numerosas víctimas de Pombal, que llegaron a 800, de ellos 60 jesuitas, únicos supervivientes entre tantos como habían perecido por la espada de la ley o al rigor de los tormentos. Obtuvieron proceso de rehabilitación los Tavoras en 10 de octubre de 1780, a solicitud del marqués de Alorna (padre de la célebre poetisa Leonor de Almeida, conocida entre los Arcades por Alcipe), principal representante de la casa, y en 7 de abril de 1781 fue reconocida la inocencia de todos los condenados en la sentencia de 1759, rehabilitada su memoria y declarado nulo el proceso por los patentes vicios legales que entrañaba. Volvieron a sus diócesis los obispos de Coímbra, Marañón, et caetera, extrañados y encarcelados en tiempo de Pombal por sus vigorosas protestas. La reparación fue aún más adelante; suprimido el tribunal de policía o de inconfedenza y examinados sus procesos, reconocióse pública y solemnemente la inocencia de más de 3.970 personas vejadas y oprimidas por Pombal sin forma de juicio. Aun nos parece leve el castigo del autor de tales tropelías, puesto que se contentó la reina con separarle de sus cargos y desterrarle a 20 leguas de la corte (decreto de 16 de agosto de 1781) por haberse atrevido a publicar una apología de su Gobierno. El disgusto y la vejez le acabaron al poco tiempo; murió en 1782, y los enciclopedistas le pusieron en las nubes «por haber librado a Portugal de los granaderos del fanatismo y de la intolerancia»: frase de D'Alembert.



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- II -

Triunfo del regalismo en tiempo de Carlos III de España. -Cuestiones sobre el catecismo de Mesenghi. -Suspensión de los edictos inquisitoriales y destierro del inquisidor general. -El pase regio. -Libro de Campomanes sobre la «regalía de amortización».

     «En tiempo de Carlos III se plantó el árbol, en el de Carlos IV echó ramas y frutos, y nosotros los cogimos; no hay un solo español que no pueda decir si son dulces o amargos». [428]

     Con estas graves y lastimeras palabras se quejaba en 1813 el cardenal Inguanzo, y ellas vienen como nacidas para encabezar este relato, en que trataremos de mostrar el oculto hilo que traba y enlaza con la revolución moderna las arbitrariedades oficiales del pasado siglo.

     De Carlos III convienen todos en decir que fue simple testa férrea de los actos buenos y malos de sus consejeros. Era hombre de cortísimo entendimiento, más dado a la caza que a los negocios, Y aunque terco y duro, bueno en el fondo y muy piadoso, pero con devoción poco ilustrada, que le hacía solicitar de Roma, con necia y pueril insistencia, la canonización de un leguito llamado el hermano Sebastián, de quien era fanático devoto, al mismo tiempo que consentía y autorizaba todo género de atropellos contra cosas y personas eclesiásticas y de tentativas para descatolizar a su pueblo. Cuando tales beatos inocentes llegan a sentarse en un trono, tengo para mí que son cien veces más perniciosos que Juliano el Apóstata o Federico II de Prusia (2244). Pues qué, ¿basta decir, como Carlos III decía a menudo, «no sé cómo hay quien tenga valor para cometer de, liberadamente un pecado aun venial»? ¿Tan leve pecado es en un rey tolerar y consentir que el mal se haga? ¿Nada pesaba en la conciencia de Carlos III la inicua violación de todo derecho cometida con las jesuitas? ¿Qué importa que tuviera virtudes de hombre privado y de padre de familia y que fuera casto y sobrio y sencillo, si como rey fue más funesto que cuanto hubiera podido serlo por sus vicios particulares? Mejor que él fue Felipe III, y más glorioso su reinado en algunos conceptos, y, sin embargo, no le absuelve la historia, aun confesando que hubiera sido excelente obispo o ejemplar prelado de una religión, así como de Carlos III lo mejor que puede decirse es que tenía condiciones para ser un especiero modelo, un honrado alcalde de barrio, uno de esos burgueses, como ahora bárbaramente dicen, muy conservadores y circunspectos, graves y económicos, religiosos en su casa, mientras dejan que la impiedad corra desbocada y triunfante por las calles.

     A pesar de su fama, tan progresista como su persona, Carlos III es de los reyes que menos han gobernado por voluntad propia. En negocios eclesiásticos nunca la tuvo mas que para la simpleza del hermano Sebastián. Empezó por conservar al último ministro de su hermano, al irlandés don Ricardo Wall, enemigo jurado del marqués de la Ensenada, del P. Rábago y [429] de los jesuitas, a quienes había atusado de complicidad en las revueltas de Paraguay. Así es que uno de los primeros actos del nuevo rey fue pedir a Roma (en 12 de agosto de 1760) la beatificación del venerable obispo de la Puebla de los Ángeles, D. Juan de Palafox y Mendoza, célebre, más que por sus escritos ascéticos y por la austeridad de su vida y por sus popularísimas notas, a veces harto impertinentes, a las cartas de Santa Teresa, por las reñidas y escandalosas cuestiones que en América tuvo con los jesuitas sobre exenciones y diezmos. De aquí que su nombre haya servido y sirva de bandera a los enemigos de la Compañía y que sobre su proceso de beatificación se hayan reñido bravísimas batallas, dándose en el siglo XVIII el caso, no poco chistoso, de ser volterianos y librepensadores los que más vociferaban y más empeño ponían en la famosa canonización.

     Carlos III, no contento con la carta postulatoria, mandó al inquisidor general, D. Manuel Quintano y Bonifaz, arzobispo de Farsalia, quitar del Índice algunas obras de Palafox que habían sido prohibidas por edicto de 13 de mayo de 1759.

     Por entonces obedeció el inquisidor general, dio nuevo edicto, revocando el primero, en 5 de febrero de 1161; pero el conflicto entre la Inquisición y el poder real quedó aplazado y no tardó en estallar con otro motivo. Entre tanto comenzó a ponerse en vigor el concordato de 1737 en lo relativo al subsidio eclesiástico y contribuciones de manos muertas.

     Instigador oculto de toda medida contra el clero era el marqués Tanucci, ministro que había sido en Nápoles de Carlos III, cuya más absoluta confianza disfrutó siempre y de quien diariamente recibía cartas y consultas. Tanucci era un reformador de la madera de los Pombales, Arandas y Kaunitz; en la Universidad de Pisa, donde fue catedrático, se había distinguido por su exaltado regalismo y en Nápoles mermó cuanto pudo el fuero eclesiástico y el derecho de asilo; incorporó al real erario buena arte de las rentas eclesiásticas; formó un proyecto más amplio de desamortización, que por entonces no llegó a cumplido efecto, y ajustó con la Santa Sede (aprovechándose del terror infundido por la entrada de las tropas españoles en 1736) dos concordias leoninas, encaminadas sobre todo a restringir la jurisdicción del nuncio. No contento con esto, atropelló la del arzobispo de Nápoles por haber procedido canónicamente contra ciertos clérigos y le obligó a renunciar la mitra.

     Tal era él consejero de Carlos III; y su influencia, más o menos embozada, no puede desconocerse en el conjunto de la política de aquel reinado. Si Tanucci hubiera estado en España, quizá, según eran sus impetuosidades ordinarias, habría comenzado por dar al traste con la Inquisición. Pero Carlos III no se atrevió a tanto. «Los españoles la quieren y a mí no me estorba», cuentan que contestó a Roda. Pero sus ministros la humillaron de tal modo, que a fines de aquel reinado no fue ya ni sombra de lo que había sido. [430]

     Corría por entonces con mucho aplauso, sobre todo entre los sospechosos de galicanismo y jansenismo, cierta Exposición de la doctrina cristiana o Instrución sobre las principales verdades de la religión, publicada por primera vez en 1748 y varias veces reimpresa; su autor, el teólogo francés Mesenghi. La Congregación del Índice la prohibió en 1757, lo cual no fue óbice para que se estampasen dos versiones italianas-(1758 y 1760), suprimidos los párrafos en que más derechamente se atacaba la infalibilidad del papa. El autor suplicó a Clemente XIII que se hiciera nuevo examen del libro, y de nuevo salió condenado por mayoría de seis votos en la Congregación del Índice, que en 14 de junio de 1761 prohibió las traducciones italianas, como antes el original. Atribuyóse todo a amaños de los jesuitas, y Carlos III, que en teología debía ser fuerte, escribió a Tanucci: «No sé que hacen los jesuitas con ir moviendo tales historias, pues con esto siempre se desacreditan más y creo que tienen muy sobrado con lo que ya tienen» (2245).

     Y no paró aquí la temeridad, sino que, habiendo recibido el arzobispo de Lepanto, nuncio de Su Santidad en Madrid, el breve condenatorio de Roma en 14 de junio de 1761, y transmitídole, según costumbre, al inquisidor general, Quintano Bonifaz, el rey, aconsejado por Wall y por el confesor Fr. Joaquín de Eleta, fraile gilito y luego obispo de Osma, a quien las memorias del tiempo llaman santo simple, prohibió la publicación del edicto y mandó recoger todos los ejemplares. ¿Quién eran Carlos III ni sus ministros ¡Dará impedir que tuvieran curso las censuras de Roma sobre un libro teológico de autor extranjero? ¡Qué impertinente y pueril abuso de fuerza! El inquisidor contestó que el edicto ya había empezado a circular por las parroquias de Madrid y que, de todas suertes, el mandato regio era irregular y contrario al honor del Santo Oficio y a la obediencia debida a la cabeza suprema de la Iglesia, y más en materia que toca a dogma de doctrina cristiana.

     A esta reverente, pero firme exposición, contestó Wall en 10 de agosto con una de aquellas alcaldadas tan del gusto de españoles, mandando salir desterrado al inquisidor al monasterio de benedictinos de Sopetrán, trece leguas de la corte. Bonifaz, que no había nacido para héroe (¿y quién lo era en aquel miserable siglo?), se humilló, suplicó y rogó antes de veinte días, protestando mil veces de su fina obediencia a todas las voluntades de su rey y señor, pidiendo perdón de todo si la real penetración había notado proposición o cláusula que desdijese de su ciega sumisión a los preceptos soberanos. ¡Y este hombre era sucesor de los Deza, Cisneros, Valdés y Sandoval! ¡Cuánto había degenerado la raza!

     Satisfecho de tal humillación, el rey le levantó el destierro y le permitió volver a su empleo (en 2 de septiembre) por su propensión a perdonar a quien confesaba su error e imploraba su [431] clemencia. Tan rastreros como su jefe estuvieron los demás inquisidores, y Carlos III, por primera vez en España, los conminó con el amago de su enojo en sonando inobediencia (8 de septiembre). Desde aquel día murió, desautorizado moralmente, el Santo Oficio.

     No perdieron Wall y los suyos la ocasión de dar su bofetada a Roma. Quitóles el miedo la debilidad del nuncio, que también quiso sincerarse echando toda la culpa al inquisidor, so color de que él no había hecho más que atemperarse a las prácticas establecidas. Se pidió parecer al Consejo de Castilla, que en dos consultas, de 27 de agosto y 31 de octubre, sacó a relucir todas las doctrinas de Salgado de retentione, acabando por proponer la retención del breve y la publicación solemne de la pragmática del exequatur, sin que de allí en adelante pudieran circular bulas, rescriptos ni letras pontificias que no hubiesen sido revisadas por el Consejo, excepto las decisiones y dispensas de la Sacra Penitenciaría para el fuero interno. El exequatur se promulgó en 18 de enero de 1762, y por reales cédulas sucesivas se prohibí al Santo Oficio publicar edicto alguno ni índice expurgatorio sin el visto bueno del rey o de su Consejo, ni hacer las prohibiciones en nombre del papa, sino por autoridad propia. Al fin, el proyecto de Macanaz estaba cumplido.

     A punto estuvieron de perder en un día los regalistas el fruto de tantos afanes, pero fue nube de verano y se deshizo pronto. Alarmada la conciencia de Carlos III por los escrúpulos de su confesor el P. Eleta, mandó dejar en suspenso la pragmática del exequatur año y medio después de haberse promulgado. Con esto el ministro Wall se creyó desairado e hizo dimisión de su cargo. Tanucci, Roda y sus amigos se lamentaron mucho del «terreno que iba perdiendo el rey en el camino de la gloria», y atribuyeron a las malas artes de Roma la caída de Wall.

     Ni fue éste grande inconveniente, porque en aquella corte todos eran peores in re canonica. A Wall sucedieron dos italianos: Grimaldi y Esquilache (mengua grande de nuestra nación en aquel siglo andar siempre en manos de rapaces extranjeros), y, muerto a poco tiempo el marqués del Campo de Villar, ministro de Gracia y justicia, le sustituyó D. Manuel de Roda y Arrieta, que había sido agente de preces y luego embajador de España en Roma. Aragonés de nacimiento y testarudo en el fondo, no lo parecía en los modales, que eran dulces e insinuantes al modo italiano. Sabía poco y mal, pero iba derecho a su fin con serenidad y sin escrúpulos. Su programa podía reducirse a estas palabras: acabar con los jesuitas y con los colegios mayores. Llamábanle regalista, y no alardeaba él de otra cosa, pero su correspondencia nos le muestra a verdadera luz tal como era: impío y volteriano, grande amigo de Tanucci, de Choiseul y de los enciclopedistas.

     Por el mismo tiempo llegó a la fiscalía del Consejo, puesto [432] de grande importancia desde los tiempos de Macanaz, otro fervoroso adalid de la política laica, menos irreligioso que Roda y de más letras que él: como que vino a ser el canonista de la escuela, representando aquí un papel semejante al de Pereira en Portugal. Era éste un abogado asturiano, D. Pedro Rodríguez Campomanes, antiguo asesor general de Correos y Postas y consejero honorario de Hacienda; varón docto no sólo en materias jurídicas, sino en las históricas, como lo acreditaban las Disertaciones sobre el orden y caballerías de los Templarios, que muy joven había dado a la estampa; sabedor de muchas lenguas, de lo cual eran clarísimo indicio su traducción del Periplo de Hannon (2246), acompañada de largos discursos sobre las antigüedades marítimas de la república de Cartago; y la versión que, juntamente con su maestro Casiri, hizo de algunos pedazos el libro árabe de agricultura de Ebn el Awam; economista conforme a la moda del tiempo y más práctico y útil que ninguno; insigne por su respuesta fiscal sobre la abolición de la tasa y libertad del comercio de granos y por lo que contribuyó a cercenar los privilegios del Honrado Consejo de la Mesta y abusos de la ganadería trashumante (causa en gran parte de la despoblación de España) y por la luz que dio a los escritos de antiguos economistas españoles, como Álvarez Ossorio y Martínez de la Mata, aún más que por sus propios discursos de la Industria popular y de la Educación Popular, que él mandó leer en las iglesias como libros sagrados, al modo que los liberales de Cádiz lo hicieron con su Constitución. Era época de inocente filantropía, en que los economistas (¡siempre los mismos!) creían cándidamente, y con simplicidad columbina, que con sólo repartir cartillas agrarias y fundar sociedades económicas iban a brotar, como por encanto, prados artificiales, manufacturas de lienzo y de algodón, compañías de comercio, trocándose en edenes los desiertos y eriales y reinando dondequiera la abundancia y la felicidad; esto al mismo tiempo que por todas maneras se procuraba matar la única organización del trabajo conocida en España, la de los gremios, a cuyas gloriosas tradiciones levantó Capmany, único economista de cepa española entre los de aquel tiempo, imperecedero monumento en sus Memorias históricas de la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona. Tenía Campomanes, en medio de la rectitud de su espíritu, a las veces muy positivo, un enjambre de bucólicas ilusiones, y esperaba mucho de los premios y concursos, de la introducción de artistas extranjeros, de los Amigos del País y de todos estos estímulos oficiales, tan ineficaces cuando el impulso no viene de las entrañas de la sociedad, a menos que nos contente un movimiento ficticio como el que ilustró los últimos años del siglo XVIII (2247). [433]

     Como quiera, el amigo de Franklin, el corresponsal de la Sociedad Filosófica de Filadelfia, aún más que de economista y de reformador, tenía de acérrimo regalista. Salgado, por una parte, y Febronio, por otra, eran sus oráculos. Durante su fiscalía del Consejo fue azote y calamidad inaudita para la Iglesia de España.

     Empezó por atacarla en sus bienes y facultad de adquirir, publicando el Tratado de la regalía de la amortización, en el cual se demuestra por la serie de las varias edades desde el nacimiento de la Iglesia, en todos los siglos y países católicos, el uso constante de la autoridad civil Para impedir las ilimitadas enajenaciones de bienes raíces en iglesias, comunidades y otras manos muertas, con una noticia de las leyes fundamentales de la monarquía española sobre este punto, que empieza con los godos y se continúa en los varios Estados sucesivos, con aplicación a la exigencia actual del reino después de su reunión y al beneficio común de los vasallos, obra estampada por primera vez en 1765 (Imprenta Real), muchas veces reimpresa después, invocada como texto por todos los desamortizadores españoles, prohibida en el Índice romano desde 1825 y refutada por el cardenal Inguanzo en su libro del Dominio de la Iglesia sobre sus bienes temporales. Es el de Campomanes libro de mucha erudición, pero atropellada e insegura, donde llega a citarse como ley de amortización un canon del concilio III de Toledo referente a los siervos del fisco. Campomanes con dificultad encontró aprobantes para su libro, pero al fin los venció la esperanza de futuras mercedes, y a uno de ellos, el escolapio padre Basilio de Santa Justa y Rufina, le valió su aprobación la mitra arzobispal de Manila, donde dejó triste fama de jansenista y creó el clero indígena, constante peligro para la integridad de la monarquía española, como lo han mostrado sucesos posteriores (2248).

     Bueno será advertir que Campomanes no propone ni defiende el inicuo despojo que luego hizo Mendizábal, sino que se limita a recopilar las leyes antiguas que ponen tasa a las adquisiciones de manos muertas, y, apoyado siempre en el derecho positivo, intenta prevenirlas para en adelante, lo cual no dejaba de ser un ataque, aunque indirecto menos escandaloso, al derecho de propiedad, siendo vano subterfugio el decir que la ley no tendría por objeto prohibir a los eclesiásticos adquirir bienes raíces, sino prohibir a los seglares enajenárselos.

     Con alguna mayor templanza sostuvo en el fondo las mismas [434] ideas el fiscal del Consejo de Hacienda, D. Francisco Carrasco, primer marqués de la Corona, si bien opinaba que para poner en práctica la regalía convendría solicitar la aprobación del Santo Padre.

     Desde el momento en que (por el concordato de 1737) pagaban contribución los bienes eclesiásticos, era violación arbitraria e ilógica del derecho común prohibir de raíz las adquisiciones. Así lo hizo notar el otro fiscal del Consejo, don Lope de Sierra, sosteniendo además que las leyes de Castilla no podían aplicarse a Aragón ni a Cataluña y que era contradictorio limitar la amortización cuando no se limitaba el número de eclesiásticos seculares y regulares que de algún modo habían de asegurar su subsistencia (2249). Por entonces no se pasó adelante y la desamortización quedó en proyecto.



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- III -

Expulsión de los jesuitas de España.

     La conspiración de jansenistas, filósofos, parlamentos, universidades, cesaristas y profesores laicos contra la Compañía de Jesús proseguía triunfante su camino. El Parlamento de París había dado ya en 1762 aquel pedantesco y vergonzoso decreto (reproducido y puesto en vigor por un Gobierno democrático de nuestros días, para mayor vergüenza e irrisión de nuestra decantada cultura) que condena a los Padres de la Compañía de Jesús, como «fautores del arrianismo, del socinianismo, del sabelianismo, del nestorianismo..., de los luteranos y calvinistas..., de los errores de Wicleff y de Pelagio, de los semipelagianos, de Fausto y de los maniqueos..., y como propagadores de doctrina injuriosa a los Santos Padres, a los apóstoles y a Abrahám». ¡Miseria y rebajamiento grande de la Magistratura francesa, que claudicaba ya como vieja decrépita, a la cual bien pronto dieron los filósofos pago como suyo suprimiéndola y dispersándola y escribiendo sobre su tumba burlescos epitafios; que así galardona el diablo a quien le sirve!

     El ministro Choiseul, grande amigo de nuestra corte, con la cual había ajustado; para desdicha nuestra, el pacto de familia, se empeñó en que aquí siguiéramos cuanto antes el ejemplo de Francia e hiciéramos lo que Roda llamaba grotescamente la operación cesárea.

     Hoy no es posible dudar de la mala fe insigne con que se procedió en el negocio de los jesuitas. En varias memorias del tiempo nada favorables a ellos, y especialmente en el manuscrito titulado Juicio imparcial, que algunos atribuyen al abate Hermoso (2250), [435] están referidos muy a la larga los amaños de pésima ley con que se ofuscó el entendimiento y se torció la voluntad de Carlos III.

     La guerra más o menos sorda contra los jesuitas había comenzado entre los palaciegos de Fernando VI con ocasión de las turbulencias del Uruguay. El habilidoso Wall y los suyos consiguieron separar del real confesonario al P. Rábago con ayuda del embajador inglés, M. Keene, y de Pombal, que acusaron al confesor de fomentar la rebelión de los indios. Así lograron su triunfo segundo los partidarios de la alianza inglesa, como habían logrado el primero con la caída de Ensenada, que pasaba por amigo de los jesuitas.

     Algo parecieron cambiar las cosas con el advenimiento del nuevo rey, pues, aunque su desafecto a los Padres era evidente, algo le contrarrestaban la influencia de la reina madre Isabel Farnesio y la de la reina Amalia, sin contar con la muy escasa del marqués de Campo-Villar, ministro de Gracia y Justicia, más de nombre que de hecho. Pero todos los demás aúlicos que rodeaban al rey eran enemigos, más o menos resueltos, de la Compañía, especialmente los extranjeros Wall, Esquilache y Grimaldi, el duque de Alba y el famoso Roda, protegido suyo, los cuales poco a poco y cautelosamente iban ganando terreno, como bien a las claras se mostró en ciertas providencias dirigidas contra los jesuitas de Indias. Al mismo tiempo, y ya muy despejado el camino, con la muerte de la reina y la del ministro de Gracia y Justicia, comenzó Roda a llenar los consejos y tribunales de abogados de los llamados manteístas, especie de mosquetería de las universidades, escolares aventureros y dados a aquellas novedades y regalías con que entonces se medraba y hacía carrera, al revés de los privilegiados colegios mayores, grandes, adversarios de toda innovación, y a quienes se acusaba, con harta justicias, de tener monopolizados los cargos de la magistratura y de haber introducido en nuestras escuelas un perniciosísimo elemento aristocrático contrario de todo en todo a las intenciones de sus fundadores. Roda odiaba estos institutos de enseñanza todavía más que a los jesuitas, y de él decía donosamente Azara que «por el un cristal de sus anteojos no veía más que jesuitas, y por el otro, colegiales mayores». Al mismo tiempo comenzaron a ser presentados para las mitras los eclesiásticos más conocidos por su siniestra voluntad contra los hijos de San Ignacio. Se hizo creer al P. Eleta, confesor del rey, que los jesuitas intrigaban para desposeerle de su oficio, y, con el [436] cebo de conservarle, entró, más por la flaqueza de entendimiento que por malicia, en la trama que diestramente iban urdiendo Roda, el duque de Alba y Campomanes.

     Sobrevino entre tanto el ridículo motín llamado de Esquilache y también de las capas y sombreros (domingo de Ramos de 1766), que puede verse larga y pesadamente descrito en todas las historias de aquel reinado, sobre todo en la de Ferrer del Río, modelo de insulsez y machaqueo. Los enemigos de los jesuitas asieron aquella ocasión por los cabellos para hacer creer a Carlos III que aquel alboroto de la ínfima ralea del pueblo, empeñada en conservar sus antiguos usos y vestimentas, mal enojada con la soberbia y rapacidad de los extranjeros y oprimida por el encarecimiento de los abastos; que aquella revolución de plazuela, que un fraile gilito calmó, y los sucesivos motines de Zaragoza, Cuenca, Palencia, Guipúzcoa y otras partes habían sido promovidos por la mano oculta de los jesuitas no por el hambre nacida de la tasa del pan y por el general descontento contra la fatuidad innovadora de Esquilache. Calumnia insolente llamo a tal reputación el autor del Juicio imparcial, y a todos los contemporáneos pareció descabellada, arrojándose algunos a sospechar que el motín había sido una zalagarda promovida y pagada por nuestros ministros y por el duque de Alba con el doble objeto de deshacerse de su cofrade Esquilache y de infamar a los jesuitas. No diré yo tanto, pero sí que en la represión del motín anduvieron tan remisos y cobardes como diligentes luego para envolver en la pesquisa secreta a los Padres de la Compañía, y aun a algunos seglares tan inocentes de aquella asonada y tan poco clericales en el fondo como el erudito D. Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, y los abates Gándara y Hermoso, montañés el primero y conocido por sus Apuntes sobre el bien y el mal de España, americano el segundo y nada amigo de la Compañía. Ni aun con procedimientos inicuos y secretos, donde toda ley fue violada, resultó nada de lo que los fiscales querían, porque una y otra vez declararon los tres acusados, especialmente Hermoso, que el motín había sido casual, repentino, y sin propósito deliberado; todo lo cual y la reconocida inculpabilidad del pobre abate no bastó para calmar la ciega saña de los pesquisidores, burlados en su esperanza de tropezar con alguna sotana jesuítica. Pero a lo menos tuvieron la bárbara satisfacción de dejar morir a Gándara en la ciudadela de Pamplona, de enviar a presidio por diez años al insigne autor del Ensayo sobre los alfabetos de letras desconocidas y de desterrar a Hermoso a cincuenta leguas de la corte, después de haber pedido para él tormento tanquam in cadavere. ¡Y esta barbarie les parecía razonable a los discípulos de Voltaire y de Beccaria! (2251)

     Aunque ni las denuncias, ni los testigos falsos, ni todo aquel [437] aparato de inmoralidades jurídicas dieron el resultado que sus autores se proponían, Carlos III, a quien Dios no había concedido el don de la sabiduría en tan copioso grado como el hijo de David y Betsabé, creyó buenamente que los jesuitas habían querido insurreccionarle el pueblo y hasta matarle; les tomó extraña ojeriza, sobre la prevención que ya traía de Nápoles, y se puso en manos del duque de Alba, de Grimaldi y del conde de Aranda, D. Pedro Pablo Abarca de Bolea, militar aragonés, de férreo carácter, avezado al despotismo de los cuarteles, ordenancista inflexible, Pombal en pequeño, aunque moralmente valía más que él y tenía cierta honradez brusca a estilo de su tierra: impío y enciclopedista, amigo de Voltaire, de D'Alembert y del abate Raynal; reformador despótico, a la vez que furibundo partidario de la autoridad real, si bien en sus últimos años miró con simpatía la revolución francesa no más que por su parte de irreligiosa. Tal era el conde de Aranda cuando, bien reputado ya por sus servicios en las guerras de Italia, pasó de la Capitanía General de Valencia a la de Castilla la Nueva y a la presidencia del Consejo de Castilla (caso inusitado en España, puesto que no era hombre de toga), en reemplazo del obispo de Cartagena, D. Diego de Rojas, a quien se sospechaba de complicidad con los amotinados.

     Aranda comenzó a mostrar muy a las claras sus intenciones, prohibiendo las imprentas en clausura y lugares inmunes so pretexto de que servían para reproducir papeles clandestinos y sediciosos, impetrando de Roma letras para proceder contra los eclesiásticos complicados en los recientes alborotos, suspendiendo todo fuero mientras durasen los procedimientos contra los autores del motín y encargando a obispos y prelados de religiones escrupulosa vigilancia sobre la conducta política de sus subordinados. Y entonces comenzaron las que el príncipe de la Paz llama (2252) atrocidades jurídicas de Aranda, que en breves días sosegó a Madrid no de otra manera que Pombal había sosegado a Lisboa después del terremoto: levantando una horca en cada esquina o, lo que es más abominable, asesinando secretamente en las cárceles.

     Los trabajos contra los jesuitas adelantaban sobre todo después de la muerte de Isabel Farnesio. Aranda, como presidente de Castilla, designó al consejero D. Miguel María de Nava y al fiscal D. Pedro Rodríguez Campomanes para hacer secreta pesquisa sobre los excesos cometidos en Madrid, y ellos en 8 de junio de 1766 elevaron su primera consulta, en que, disculpando [438] al vecindario, todo lo atribuían, con frases nunca hasta entonces oídas en España, a las malas ideas esparcidas sobre la autoridad real por los eclesiásticos y al fanatismo que por muchos siglos habían venido infundiendo en el pueblo y gente sencilla.

     Campomanes, verdadero autor de esta consulta, fue asimismo el alma de la Sala Especial o Consejo Extraordinario, creado inmediatamente por Aranda para entender en el castigo de las turbulencias pasadas, y en nueva consulta de 11 de septiembre dio por averiguado su deseo, viendo en todo la mano de un cuerpo religioso que no cesa de inspirar aversión general al Gobierno y a las saludables máximas que contribuyen a reformar los abusos, por lo cual convendría iluminar (sic) al pueblo para que no fuera juguete de la credulidad tan nociva, y desarmar a ese cuerpo peligroso que intenta en todas partes sojuzgar al trono, y que todo lo cree lícito para alcanzar sus fines, y mandar que los eclesiásticos redujeran sus sermones a especies inocentes, nada perjudiciales al Estado. La gallardía del estilo corre parejas con la nobleza de las ideas.

     Espías y delatores largamente asalariados declararon haber visto entre los amotinados a un jesuita llamado el P. Isidro López vitoreando al marqués de la Ensenada. Díjose que en el colegio de jesuitas de Vitoria se había descubierto una imprenta clandestina, todo porque el rector de aquel colegio había enviado, por curiosidad, a un amigo suyo de Zaragoza ciertos papeles de los que se recibieron en el motín.

     Sobre tan débiles fundamentos redactó Campomanes la consulta del Consejo Extraordinario de 29 de enero de. 1767 (2253). Allí salieron a relucir los diezmos de Indias y las persecuciones de Palafox, el regio confesonario y el P. Rábago, las misiones del Paraguay, los ritos chinos y, sobre todo el motín del domingo de Ramos. Repitióse que aspiraban a la monarquía universal, que conspiraban contra la vida del monarca, que difundían libelos denigrativos de su persona y buenas costumbres, que hacían pronósticos sobre su muerte, que alborotaban al pueblo so pretexto de religión, que enviaban a los gaceteros de Holanda siniestras relaciones sobre los sucesos de la corte, que en las reducciones del Paraguay ejercían ilimitada soberanía, así temporal como espiritual, y que en Manila se habían entendido con el general Draper durante la ocupación inglesa.

     De este cúmulo de gratuitas suposiciones deducían los fiscales no la necesidad de un proceso, sino de una clemente providencia económica y tuitiva, mediante la cual, sin forma de juicio, se expulsase inmediatamente a los regulares, como se había hecho en Portugal y en Francia, sin pensar en reformas, [439] porque todo el cuerpo estaba corrompido y por ser todos los padres terribles enemigos de la quietud de las monarquías. Convenía, pues, al decir del Consejo Extraordinario, que en la real pragmática no se dijesen motivos, ni aun remotamente se aludiera al instituto y máximas de los jesuitas, sino que el monarca se reservase en su real ánimo los motivos de tan grave resolución e impusiese alto silencio a todos sus vasallos que en pro o en contra quisieran decir algo.

     Como se propuso, así se efectuó. La consulta del Extraordinario fue aprobada en todas sus partes por una junta especial, que formaron, con otros de menos cuenta, el duque de Alba, Grimaldi, Roda y el confesor (20 de febrero de 1767). Informaron en el mismo sentido el funesto arzobispo de Manila, de quien ya queda hecha una memoria; un fraile agustino dicho fray Manuel Pinillos, el obispo de Ávila y otros prelados tenidos generalmente por jansenistas. Así y todo, Carlos III no acababa de resolverse, y es voz común entre los historiadores que como argumento decisivo emplearon sus consejeros una supuesta carta interceptada, en que el general de los jesuitas, P. Lorenzo Ricci, afirmaba no ser Carlos III hijo de Felipe V, sino de Isabel de Farnesio y del cardenal Alberoni (2254). Por cierto que, visto al trasluz, el papel que se decía escrito en Italia resultó de fábrica española.

     Convencido con tan eficaces razones, decretó Carlos III en 27 de febrero de 1767 el extrañamiento de los religiosos de la Compañía, así sacerdotes como coadjutores, legos profesos y aun novicios, si querían seguirlos, encargando de la ejecución al presidente de Castilla con facultades extraordinarias.

     No se descuidó Aranda, y en materia de sigilo y rapidez puso la raya muy alto. Juramentó a dos ayudantes suyos para que transmitieran las órdenes, mandó trabajar en la Imprenta Real a puerta cerrada y preparó las cosas de tal modo, que en un mismo día y con leve diferencia a la misma hora pudo darse el golpe en todos los colegios y casas profesas de España y América.

     El 1.º de abril amanecieron rodeadas de gente armada las residencias de los jesuitas, y al día siguiente se promulgó aquella increíble pragmática, en que por motivos reservados en su real ánimo, y siguiendo el impulso de su real benignidad, y usando de la suprema potestad económica que el Todopoderoso le había concedido para protección de sus vasallos, expulsaba de estos reinos, sin más averiguación, a cuatro o cinco mil de ellos; mandaba ocupar sus temporalidades, así en bienes muebles como raíces o en rentas eclesiásticas, y prohibía expresamente escribir en pro o en contra de tales medidas, so pena de ser considerados los contraventores como reos de lesa majestad. [440]

     Aún es más singular documento la instrucción para el extrañamiento, lucida muestra de la literatura del conde de Aranda: «Abierta esta instrucción cerrada y secreta en la víspera del día asignado para su cumplimiento, el executor se enterará bien de ella, con reflexión de sus capítulos, y disimuladamente echará mano de la tropa presente, o en su defecto se reforzará de otros auxilios de su satisfacción, procediendo con presencia de ánimo, frescura y precaución.»

     No eran necesarias tantas para la épica hazaña de sorprender en sus casas a pobres clérigos indefensos y amontonarlos como bestias en pocos y malos barcos de transporte, arrojándolos sobre los Estados pontificios. Ni siquiera se les permitió llevar libros, fuera de los de rezo. A las veinticuatro horas de notificada la providencia fueron trasladados a los puertos de Tarragona, Cartagena, Puerto de Santa María, La Coruña, Santander, etc. En la travesía desde nuestros puertos a Italia y durante la estancia en Córcega sufrieron increíbles penalidades, hambre, calor sofocante, miseria y desamparo, y muchos ancianos y enfermos expiraron, como puede leerse en las Cartas familiares, del P. Isla, y aún más en los comentarios, latino y castellano, que dejaron inéditos el P. Andrés y el mismo Isla, y que conservan hoy sus hermanos de religión.

     El horror que produce en el ánimo aquel acto feroz de embravecido despotismo en nombre de la cultura y de las luces, todavía se acrecienta al leer en la correspondencia de Roda y Azara las cínicas y volterianas burlas con que festejaron aquel salvajismo. «Por fin se ha terminado la operación cesárea en todos los colegios y casas de la Compañía -escribía Roda a don José Nicolás de Azara en 14 de abril de 1767-. Allá os mandamos esa buena mercancía... Haremos a Roma un presente de medio millón de jesuitas»; y en 24 de marzo de 1768 se despide Azara: «Hasta e1 día del juicio, en que no habrá más jesuitas que los que vendrán del infierno.» Aún es mucho más horrendo lo que Roda escribió al ministro francés Choiseul, palabras bastantes para descubrir hasta el fondo la hipócrita negrura del alma de aquellos hombres, viles ministros de la impiedad francesa: La operación nada ha dejado que desear; hemos muerto al hijo; ya no nos queda más que hacer otro tanto con la madre, nuestra santa Iglesia romana (2255). [441]

     En lo que no han insistido bastante los adversarios de la expulsión, y será en su día objeto de historia particular, que yo escribiré, si Dios me da vida, es que aquella iniquidad, que aún está clamando al cielo, fue, al mismo tiempo que odiosa conculcación de todo derecho, un golpe mortífero para la cultura española, sobre todo en ciertos estudios, que desde entonces no han vuelto a levantarse; un atentado brutal y oscurantista contra el saber y contra las letras humanas, al cual se debe principalísimamente el que España, contando Portugal, sea hoy, fuera de Turquía y Grecia, aunque nos cueste lágrimas de sangre el confesarlo, la nación más rezagada de Europa en toda ciencia y disciplina seria, sobre todo en la filología clásica y en los estudios literarios e históricos que de ella dependen. Las excepciones gloriosas que pueden alegarse no hacen sino confirmar esta tristísima verdad. La ignorancia en que vive se agita nuestro vulgo literario y político es crasísima, siendo el peor síntoma de remedio que todavía no hemos caído en la cuenta. Hasta las buenas cualidades de despejo, gracia y viveza que nunca abandonan a la raíz son hoy funestas, y lo serán mientras no se cierre con un sólido, cristiano y amplio régimen de estudios la enorme brecha que abrieron en nuestra enseñanza, primero, las torpezas regalistas, y luego, los incongruentes, fragmentarios y desconcertados planes y programas de este siglo (2256).

     Nada queda sin castigo en este mundo ni en el otro; y sobre los pueblos que ciegamente matan la luz del saber y reniegan de sus tradiciones científicas, manda Dios tinieblas visibles y palpables de ignorancia. En un sólo día arrojamos de España al P. Andrés, creador de la historia literaria, el primero que intentó trazar un cuadro fiel y completo de los progresos del espíritu humano; a Hervás y Panduro, padre de la filología comparada y uno de los primeros cultivadores de la etnografía y de la antropología; al P. Serrano, elegantísimo poeta latino; a Lampillas, el apologista de nuestra literatura contra las detracciones de Tirasboschi y Bettinelli; a Nuix, que justificó, contra las declamaciones del abate Raynal, la conquista española en América; a Masdéu, que tanta luz derramó sobre las primeras edades de nuestra historia, siempre que su crítica no se trocó en escepticismo, conforme al gusto de su tiempo; hombre ciertamente doctísimo, y a cuyo aparato de erudición no iguala ni se acerca ninguno de nuestros historiadores; a Eximeno, filósofo sensualista, matemático no vulgar e ingenioso autor de un nuevo sistema de estética musical; a Garcés, acérrimo purista, [442] enamorado del antiguo vigor y elegancia de la lengua castellana, dique grande contra la incorrección y el galicismo; al P. Arévalo, luz de nuestra historia eclesiástica y de las obras de nuestros Santos Padres y poetas cristianos, que ilustró con prolegómenos tan inestimables como la Isidoriana o la Prudentiana, que Huet o Montfaucon o Zaccaria no hubieran rechazado por suyos; al P. Arteaga, a quien debe Azara la mayor parte de su postiza gloria, autor del mejor libro de estética que se publicó en su tiempo, historiador de las revoluciones de la ópera italiana, hombre de gusto fino y delicadísimo en toda materia de arte, sobre todo en la crítica teatral, como lo muestran sus juicios acerca de Metastasio y Alfieri, que Schegel adoptó íntegros; al P. Aymerich, que exornó con las flores de la más pura latinidad un asunto tan árido como el episcopologio barcelonés y que luego en Italia se dio a conocer por paradojas filológicas, entonces tan atrevidas, como la defensa del latín eclesiástico Y del deslinde de la lengua rústica y la urbana; al P. Pla, uno de los más antiguos provenzalistas, émulo de Bastero y precursor de Raynouard; al P. Gallisá, discípulo y digno biógrafo del gran romanista y arqueólogo Ministres; a Requeno, el restaurador de la pintura pompeyana e historiador de la pantomima entre los antiguos; a Colomés y Lasala, cuyas tragedias admiraron a Italia y fueron puestas en rango no inferior a la Mérope, de Maffei; al P. Isla, cuya popularidad de satírico, nunca marchita, y el recuerdo del Fr. Gerundio bastan; a Montengon, único novelista de entonces, imitador del Emilio, de Rousseau, en el Eusebio; al P. Aponte, maravilloso helenista, restaurador del gusto clásico en Bolonia, autor de los Elementos ghefirianos, maestro de Mezzofanti e insuperable traductor de Homero, al decir de Moratín; al P. Pou, por quien Herodoto habló en lengua castellana; a los matemáticos Campserver y Ludeña; al P. Alegre, insigne por su virgiliana traducción de Homero; al P. Landívar, cuya Rusticatio mexicania recuerda algo de la hermosura de estilo de las Geórgicas y anuncia en el poeta dotes descriptivas de naturaleza americana no inferiores a las de Andrés Bello; a Clavijero, el historiador de la primitiva Méjico; a Molina, el naturalista chileno; al P. Maceda, apologista de Osio; al P. Terreros, autor del único diccionario técnico que España posee; al P. Lacunza, peregrino y arrojado comentador del Apocalipsis, acusado de renovar el milenarismo; al P. Gustá, controversista incansable, siempre envuelto en polémica con jansenistas y filosofantes, impugnador de Mesenghi y Tamburini y apasionado biógrafo de Pombal; al P. Pons, que cantó en versos latinos la atracción newtoniana; al P. Prats, ilustrador de la inscripción de Rosetta y de la rítmica de los antiguos; a Prats de Saba, bibliógrafo de la Compañía y fecundísimo poeta latino, autor del Pelayo, del Ramiro y del Fernando, ingeniosos remedos virgilianos; a Diosdado Caballero, que echó las bases para la historia de la tipografía española, sin que hasta la fecha [443] ni él ni el agustiniano Méndez hayan tenido sucesores; al padre Gil, vindicador y defensor de las teorías de Boscowich... ¿Quién podrá enumerarlos a todos? (2257) ¿Quién hallará en la lengua palabras bastante enérgicas para execrar la barbarie de los que arrojaron de casa este raudal de luz, dejándonos para consuelo los pedimentos de Campomanes y las sociedades económicas?

     ¿Y quién duda hoy que la expulsión de los jesuitas contribuyó a acelerar la pérdida de las colonias americanas? ¿Qué autoridad moral ni material habían de tener sobre los indígenas del Paraguay ni sobre los colonos de Buenos Aires los rapaces agentes que sustituyeron al evangélico gobierno de los Padres, llevando allí la depredación y la inmoralidad más cínica y desenfrenada? ¿Cómo no habían de relajarse los vínculos de autoridad, cuando los gobernantes de la metrópoli daban señal de despojo, mucho más violento en aquellas regiones que en éstas, y soltaban todos los diques a la codicia de ávidos logreros e incautadores sin conciencia, a quienes la lejanía daba alas y quitaba escrúpulos la propia miseria? Mucha luz ha comenzado a derramar sobre estas oscuridades una preciosa y no bastante leída colección de documentos que hace algunos años se dio a la estampa con propósito más bien hostil que favorable a la Compañía (2258). Allí se ve claro cuán espantoso desorden, en lo civil y en lo eclesiástico, siguió en la América meridional al extrañamiento de los jesuitas; cuán innumerables almas debieron de perderse por falta de alimento espiritual; cómo fue de ruina en ruina la instrucción pública y de qué manera se disiparon como la espuma, en manos de los encargados del secuestro, los cuantiosos bienes embargados, y cuán larga serie de fraudes, concusiones, malversaciones, torpezas y delitos de todo jaez, mezclados con abandono y ceguedad increíbles, trajeron en breves años la pérdida de aquel imperio colonial, el primero y más envidiado del mundo. Voy a emprender la conquista de los pueblos de misiones (escribía a Aranda el gobernador de Buenos Aires, D. Francisco Bucareli) y a sacar a los indios de la esclavitud y de la ignorancia en que viven (2259). Las misiones fueron, si no conquistadas, por lo menos saqueadas, y váyase lo uno por lo otro. En cuanto a la ignorancia, entonces sí que de veras cayó sobre aquella pobre gente. «No sé qué hemos de hacer con la niñez y juventud de estos países. ¿Quién ha de enseñar las primeras letras? ¿Quién hará misiones? ¿En dónde se han de formar tantos clérigos? (2260), dice el obispo de Tucumán, enemigo [444] jurado de los expulsados.» «Señor excelentísimo, añade en otra carta a Aranda (2261): No se puede vivir en estas partes; no hay maldad que no se piense, y pensada, no se ejecute. En teniendo el agresor veinte mil pesos, se burla de todo el mundo.» ¡Delicioso estado social! ¡Y los que esto veían y esto habían traído, todavía hablaban del insoportable peso del poder jesuítico en América! (2262)



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- IV -

Continúan las providencias contra los jesuitas. -Política heterodoxa de Aranda y Roda. -Expediente del obispo de Cuenca. -«Juicio imparcial» sobre el monitorio de Parma.

     El 31 de marzo de 1767 comunicó Carlos III al papa su resolución de extrañar a los jesuitas y de enviárselos para que estuvieran bajó su inmediata, santa y sabia dirección; providencia verdaderamente económica, aunque en muy diverso sentido de como el buen rey lo decía.

     Clemente XIII, poseído de extraordinaria aflicción, respondió en 16 de abril con el hermosísimo breve Inter acerbissima. «¡Tú también, hijo mío -le decía a Carlos III-, tú, rey católico, habías de ser el que llenara el cáliz de nuestras amarguras y empujara al sepulcro nuestra desdichada vejez entre luto y lágrimas! ¿Ha de ser el religiosísimo y piadosísimo rey de España quien preste el apoyo de su brazo para la destrucción de una orden tan útil y tan amada por la Iglesia, una orden que debe su origen y su esplendor a esos santos héroes españoles que Dios escogió para que dilatasen por el mundo su mayor gloria? ¿De esa manera quieres privar a tu reino de tantos socorros, misiones, catequesis, ejercicios espirituales, administración de los sacramentos, educación de la juventud en la piedad y en las letras? Y lo que más nos oprime y angustia es el ver a un monarca de tan recta conciencia que no permitiría que el menor de sus vasallos sufriese agravio alguno, condenar a total expulsión a una entera congregación de religiosos, sin juzgarlos antes conforme a las leyes, despojándolos de todas sus propiedades lícitamente adquiridas, sin oírlos, sin dejarlos defenderse. Grave es, señor, tal decreto, y si, por desgracia, no estuviese bastante justificado a los ojos de Dios, soberano juez de las criaturas, poco os habrán de valer la aprobación de vuestros consejeros, ni el silencio de vuestros súbditos, ni la resignación de los que se ven heridos a deshora por tan terrible golpe... Temblamos al ver puesta en aventura la salvación de un alma que nos es tan cara... Si culpables había, ¿por qué no se los castigó, sin tocar a los inocentes?» Y seguidamente protestaba aquel gran pontífice, ante Dios y los hombres, que la Compañía de Jesús era inocente de todo crimen, y no sólo inocente, sino santa en [445] su objeto, en sus leyes y en sus máximas. Al reparo de los políticos: «¿Qué dirá el mundo si la pragmática se revoca?», contesta él: «¿Qué dirá el cielo?», y trae a la memoria del rey el noble ejemplo de Asuero, que revocó, movido por las lágrimas de Ester, el edicto de matanza contra los judíos.

     A esta hermosa efusión del alma del gran Rezzonico respondió por encargo de Roda, el Consejo Extraordinario en su famosa consulta del día 30 (redactada, según es fama, por Campomanes), ramplona y autoritaria repetición de todos los cargos acumulados contra la Compañía en los infinitos libelos que mordiéndola corrían por el mundo. El lector los sabe de memoria como yo, y no hay que volver a ellos después que brillantemente los trituró Gutiérrez de la Huerta. Allí se invocaron contra la Compañía los odios de Melchor Cano, los recelos de Arias Montano, las quejas y advertencias intra claustra del austero P. Mariana, que nunca pensó en verlas publicadas; el despotismo del general Aquaviva, el probabilismo (olvidando, sin duda, que Tirso González había sido de la Compañía y general de ella); el molinismo (ni más ni menos que si fuese una herejía); la doctrina del regicidio, los ritos malabares, el Machitum de Chile, el alzamiento del Uruguay, el abandono espiritual de sus misiones., el motín del domingo de Ramos, etc., y, finalmente, la organización misma de aquel instituto, hasta decir que en la Compañía «los delitos eran comunes a todo el cuerpo, por depender de su gobierno hasta las menores acciones de sus individuos». A todo lo cual se juntaba la sangrienta burla de censurar la injerencia del papa en un negocio temporal aquellos mismos precisamente que, con ultraje manifiesto del derecho de gentes, acababan de enviarle a sus Estados temporales tan gran número de súbditos españoles. Por todas las cuales poderosas razones opinaban los fiscales que el rey debía hacer oídos de mercader a las palabras del vicario de Jesucristo y no entrar con él en más explicaciones, porque esto sería faltar a la ley del silencio impuesta por la pragmática. A tenor de esto contestó Carlos III, de su puño, en 2 de mayo, con frases corteses y que mostraban mucho pesar, pero ningún arrepentimiento (2263).

     En vista de tal obstinación, Clemente XIII se negó a recibir a los jesuitas, porque no podía ni debía recibirlos ni mantenerlos; y el cardenal secretario de Estado, Torrigiani, mandó asestar los cañones de Civita-Vecchia contra los buques españoles. ¿Tan leve casus belli era arrojar sobre un territorio pequeño como el Estado romano ocho mil extranjeros sin más recursos que una pensión levísima (unos cien duros anuales), revocable además ara toda la Compañía desde el momento en que a cualquiera le ellos se le ocurriese escribir contra la pragmática? [446]

     Todos estos motivos expuso Torrigiani en carta al nuncio Pallavicini (22 de abril de 1767), pero los nuestros no cejaron, y emprendieron negociaciones con los genoveses hasta conseguir que dieran albergue, o más bien presidio, a los expulsos en la inhospitalaria y malsana isla de Córcega, ensangrentada además por la guerra civil que sostenían los partidarios de Paoli. A vista de tal inhumanidad, Clemente XIII consintió, al fin, que se estableciesen en las legaciones de Bolonia y Ferrara cerca de 10.000, entre los procedentes de España y de América, en sucesivas expediciones. En los primeros meses ni siquiera tuvieron el consuelo de escribir a sus deudos y amigos, porque nuestro Gobierno interceptaba todas las cartas y perseguía bravamente a todo sospechoso, poco menos que como reo de lesa majestad. Roda escribía a Azara en 28 de julio (2264): «Se les han detenido varias cartas, en las que aplauden la resolución del papa en no admitirlos, y dicen que sufren estos trabajos como un martirio por el bien de la Iglesia perseguida. Los aragoneses son los más fanáticos

     Y a propósito de fanatismo será bueno hacer mérito del ridículo proceso que aquel mismo año se formó a unos infelices vecinos de Palma de Mallorca por haber creído que la Virgen de Monte Sión, que antes tenía las manos juntas, las había cruzado milagrosamente sobre el pecho. Una mujer del pueblo exclamó: «¡Pobres jesuitas, ahora se ve su inocencia!», y esto bastó para que se forjase un expediente enorme, y viniese al Consejo de Castilla, que ya en todo entendía, y provocara un dictamen fiscal de Floridablanca (entonces Moñino), el cual comienza con estas retumbantes palabras: No hay cosa más terrible que el fanatismo... Verdadera entrada de pavana que se inmortalizó, al modo que en tiempos más cercanos a nosotros el principio de la representación de los llamados persas. Por eso, entre los zumbones que guardan memoria de cosas viejas, se llama esta causa la del fanatismo, aunque en su tiempo se imprimió con este apetitoso título: Instrumentos auténticos que prueban la obstinación de los regulares expulsos y sus secuaces, fingiendo supuestos milagros para conmover y mantener el fanatismo por su regreso (2265). Para evitar los tales supuestos milagros y revelaciones, se circularon al mismo tiempo órdenes severísimas a los conventos de monjas (23 de octubre de 1767), por creerle afecto a los jesuitas, se desterró de Madrid al arzobispo de Toledo (2266).

     Peor le avino al anciano y virtuoso obispo de Cuenca, don Isidro Carvajal y Lancáster, con quien se extremó el furor regalista, aprovechando aquella ocasión de arrastrar por los tribunales [447] la majestad del Episcopado, que tanto ponderaban en los libros. Procesar a un obispo era para ellos un triunfo no menor que la deportación en masa de la Compañía.

     Arrebatado por su celo cristiano, aunque enfermo él y achacoso, había

escrito el obispo una carta particular al confesor del rey, Fr. Joaquín Eleta, recordándole antiguos pronósticos suyos, ya próximos a cumplirse, en que le anunciaba la ruina de España, perdida sin remedio humano por la persecución que la Iglesia padecía, saqueada en sus bienes, ultrajada en sus ministros y atropellada en su inmunidad, corriendo libres en gacetas y mercurios (embrión del periodismo) las más execrables blasfemias contra la Iglesia y su cabeza visible. De todo lo cual, aunque con términos de casi fraternal cariño, atribuía no escasa parte de culpa al Padre confesor, que, desvanecido con el arrullo de los que le incensaban para sus fines terrenos, no se cuidaba de hacer llegar la verdad a los oídos de Carlos III, más desgraciado en esto que el impío rey Achab, que tuvo a lo menos para aconsejarle bien al santo profeta Miqueas.

     Calificar de sedicioso un documento privado de esta naturaleza, y por todos conceptos mesuradísimo en el lenguaje, era el colmo del escándalo, y, sin embargo, lo dieron el confesor y los ministros. La carta pasó a manos del rey; y éste, por cédula del 9 de mayo de 1767, rubricada por Roda, mandó declarar al obispo con santa ingenuidad y libremente lo que se le alcanzase del origen de aquellos males; todo entre mil protestas de catolicismo: «Me precio de hijo primogénito de tan santa buena madre, de ningún timbre hago más gloria que del catolicismo; estoy pronto a derramar la sangre de mis venas por mantenerlo.» Explanó el obispo sus quejas, en virtud de tan amplio permiso, en una representación de 23 de mayo, quejándose de la pragmática del exequatur, de la mala administración de la renta del excusado, de los abusos en el recaudar de las tercias reales y de los proyectos de desamortización; de los atropellos contra el derecho de asilo y el fuero eclesiástico y de las impiedades que se vertían en los papeles periódicos, sin que nadie tratara de ponerles coto, sobre todo cuando iban enderezadas contra la Santa Sede o los jesuitas.

     Aunque esta carta, escrita a ruegos del rey, tenía de justiciable aún menos que la anterior, el rey, con mengua de su palabra, la pasó a examen del Consejo, y dio motivo a un largo expediente y a dos tremendas alegaciones de entrambos fiscales, D. José Moñino y D. Pedro Rodríguez Campomanes, aún mucho más dura y agresiva la del segundo que la del primero, como que en ella textualmente se afirma que las cartas del obispo son un tejido de calumnias... dictadas por la envidia y la venganza, un ardid astuto y diabólico para seducir al pueblo, frases nada jurídicas y menos corteses, sobre todo en aquel caso. Pero a Campomanes le traían fuera de sí las mitras; estaba entonces en su grado máximo de furor clerofóbico; el obispo había [448] osado poner lengua en su libro de la Amortización; motivos bastantes sin duda para que se olvidase de su gravedad ordinaria y de las solemnes tradiciones del Consejo, trocado entonces en inhábil remedo del Parlamento de París. Verdad es que para todo servía de antorcha a sus fiscales, y Campomanes es tan cándido que lo confiesa, «el famoso tratado de Justino Febronio, en que están puestas las regalías del soberano y la autoridad de los obispos en su debido lugar, con testimonios irrefragables de la antigüedad eclesiástica». A tal maestro, tales discípulos. De aquí que las malsonantes palabras estupidez, superstición, fanatismo, poder arbitrario del clero, hormigueen en aquel dictamen cual si fuera artículo de fondo de periódico progresista.

     «Podría el fiscal pedir -así acaba- que, en vista de las especies que en sus escritos manifiesta este prelado y su genio adverso a la potestad real, se le echase de estos reinos, quedando el régimen de su obispado en manos más afectas al rey, al ministerio y a la pública tranquilidad.»

     ¡Qué idea tendrían de la potestad episcopal estos canonistas, que querían subordinarla a la voluntad del ministerio, como si se tratase de alguna intendencia de rentas!

     Pero, en suma, el Consejo, aunque enternecido con la real cédula y con los suaves dictámenes de sus fiscales, no se decidió a echar de estos reinos al obispo para que el fanatismo no le venerase como mártir, y se dio por satisfecho con quemar sus papeles a voz de pregonero y hacerle comparecer en sala plena a sufrir una reprimenda, con amonestación de más duros rigores si volvía a incurrir en desacatos de esta especie, es decir, a quejarse en cartas particulares de las infinitas tropelías cismáticas de los ministros de entonces, o a poner en duda la infalible sabiduría de Febronio, de Pereira y de los fiscales. Tras de lo cual se le envió a su obispado con prohibición de volver a presentarse en la corte ni en los sitios reales, y a guisa de amenaza se expidió una circular a los demás obispos para que nadie fuera osado a seguir tan mal ejemplo (22 de octubre de 1767). El 14 de octubre de 1768 compareció el obispo en la posada del conde de Aranda, donde estaba reunido el Consejo, y tuvo que oír de pie la expresión del real desagrado (2267). Para sólo esto sacaron de Cuenca a un anciano de sesenta y cinco anos, postrado en el lecho por añejas e incurables dolencias. Y fue el postrer ensañamiento esperarle nueve meses a trueque de no indultarle. El caso era humillar la mitra ante la espada del conde de Aranda y la toga de los fiscales.

     A ellos y a sus amigos les esponjaba el éxito. «Terrible librote es el proceso del obispo de Cuenca -escribía Azara a Roda-, entre semana lo leeré... Viva el Consejo con la condenación del forma brevis. Viva la resurrección del exequatur. Vivan los [449] buenos libros que se darán al público. Viva... nuestro amo, que nos saca de la ignorancia y la barbarie en que nos han tenido esclavos» (2268).

     Entre tanto, las Cortes borbónicas de Italia iban siguiendo el ejemplo del jefe de la familia, Carlos III, y por todas partes se desbordaban las turbias olas del regalismo. De Nápoles arrojó a los jesuitas el marqués de Campoflorido en noviembre de 1767. En Parma, el duque Fernando, discípulo de Condillac y del abate Mably, y dirigido por un aventurero francés, Tillot, imitador débil de Pombal y Aranda, dio ciertos edictos contra la potestad eclesiástica, prohibiendo llevar ningún litigio a tribunales extranjeros, sujetando a examen y retención las bulas y los breves, limitando las adquisiciones de manos muertas y creando una magistratura protectora de los derechos mayestáticos.

     Ante tal declaración de guerra, la Santa Sede, que siempre había reclamado derechos temporales sobre aquellos ducados, publicó en 30 de enero de 1768 unas letras en forma de breve, declarando incursos en las censuras de la bula de la cena a los autores de tales decretos y a los que en adelante los obedeciesen.

     Semejante golpe no iba derechamente contra los nuestros, aunque de rechazo los alcanzase. Pero es lo cierto que tomaron la causa del duque como propia desde que Tanucci les dijo que se trataba de amedrentar al rey para que consintiese en la vuelta de los jesuitas. Y mientras el duque proseguía desbocado en su camino de agresiones y deportaba a los jesuitas, los demás Borbones recogieron a mano real el monitorio y pidieron la revocación por medio de sus ministros en Roma. No se les dio satisfacción, y en venganza ocuparon los franceses a Aviñón, y los napolitanos a Benevento, y en todas partes se prohibió la bula de la cena.

     En España aún fue mayor el escándalo. Empezó por levantarse la suspensión de la pragmática del exequatur, que volvió a estar en vigor desde 18 de enero de 1768, y que todavía desdichadamente rige, habiendo servido en tiempos de doña Isabel II para retener el Syllabus.

     Por de pronto se retuvo el monitorio de Parma, y Campomanes redactó en pocos meses un enorme y farragoso volumen en folio, que malamente se llama Juicio imparcial, cuando la parcialidad resalta desde la primera línea, llamando cedulones al breve. Es obra de Teracea, almacén de regalías, copiadas tumultuariamente de Febronio, de Van-Spen y de Salgado, sin plan, sin arte y sin estilo, atiborrado en el texto y en las márgenes de copiosas e impertinentísimas alegaciones del Digesto, de los concilios y de los expositores para cualquiera fruslería; tipo, en suma, perfecto y acabado de aquella literatura jurídica que hizo exclamar a Saavedra Fajardo en la República literaria: «¡Oh Júpiter! Si cuidas de las cosas inferiores, ¿por qué no das al mundo de cien en cien años un emperador Justiniano o [450] derramas ejércitos de godos que remedien esta universal inundación?»

     Rota aquella antigua y hermosa armonía, según la cual la potestad temporal se subordina a la espiritual como el cuerpo al alma que le informa, afírmase en el Juicio imparcial, como en tantos otros libros, no sólo el dualismo, sino la pagana independencia y absoluta soberanía de la potestad temporal, reduciendo la espiritual a las apacibles márgenes del consejo y la exhortación y negándole toda jurisdicción contenciosa y coactiva. Y aun pasa a afirmar, sin venir a cuento ni por asomo, que la natural forma y verdadera constitución de la Iglesia es el régimen aristocrático o episcopalista, siendo todos los obispos perfectamente iguales en poder y dignidad. Después de tal confesión no es maravilla que el autor cite sin reparo, antes con grandes elogios de su doctrina, autores no ya cismáticos, sino protestantes vel quasi, como el tratado de exemptione clericorum, de Barclayo contra Belarmino, y los de Fra Paolo Sarpi en defensa de la república de Venecia (2269), y hasta el Derecho natural, de Puffendorf. Ni disimula su mala voluntad al dominio temporal del Patrimonio de San Pedro, antes tiene sus fundamentos por oscuros y opinables, y a él por nacido de tolerancia y prescripción. Por huir de la amortización, viene a dar en el elástico y resbaladizo principio de que la propiedad de los particulares se debe templar al tono que quiere darle el arbitrio del soberano. ¡Y luego nos quejamos de los socialistas! En suma, para muestra de lo que el Juicio imparcial es, basten estas palabras copiadas de la sección 9: «En los primeros siglos de la Iglesia..., nada se hizo sin la inspección y consentimiento real aun en materias infalibles, dictadas por el Espíritu Santo (2270). ¡La inspección real corrigiendo la plana al Espíritu Santo! Es hasta donde puede llegar el delirio de la servidumbre galicana. ¿Qué inspección real vigilaría los cánones de Nicea o de Sardis?

     Con ser de tan cismático sabor el Juicio imparcial que hoy leemos, aun lo era mucho más en su primitiva redacción, que Carlos III sujetó a examen de cinco prelados, los cuales, jansenistas y todo, entre ellos el famoso arzobispo de Manila, hubieron de escandalizarse de varias proposiciones, que luego corrigió el otro fiscal del Consejo, D. José Moñino, tenido generalmente por hombre más frío y sereno que Campomanes (2271). Los primeros [451] ejemplares hubo que recogerlos y quemarlos a lo menos algunas hojas y serán rarísimos, si es que alguno queda.

     Entre tanto, se trabajaba con increíble empeño para lograr de Roma la total extinción del instituto de San Ignacio, cuya sombra amenazadora mortificaba sin cesar el sueño de los jansenistas y de los filósofos. Pombal había propuesto en noviembre de 1767 a las Cortes de España y Francia juntar sus esfuerzos contra los jesuitas, pedir a Roma la extinción e intimidar al papa con expulsiones del nuncio, clausura de tribunales, amenazas de concilio general y, finalmente, con una declaración de guerra si el papa no cedía. Nuestro Consejo Extraordinario aprobó tales proyectos en consulta de 30 del mismo mes, opinando, con todo eso que debían aplazarse todo género de medidas violentas hasta el futuro conclave, que ya se veía cercano. El monitorio contra Parma aceleró los sucesos, y en 30 de noviembre de 1.768 redactó el Consejo nueva consulta, que Carlos III autorizó y envió a su embajador en Roma, D. Tomás Azpuru, para que entablase en toda forma la suplicación.

     Así lo hizo en 16 de enero de 1769, siguiendo a la Memoria de España otras de Francia y Nápoles, que tampoco hicieron mella en el ánimo heroico de aquel pontífice, en quien, viejo y todo, hervía la generosa sangre de los antiguos mercaderes togados de Venecia. Resuelto estaba a sostener a todo trance a la Compañía, cuando la muerte le salteó en 2 de febrero de 1769, eligiendo el conclave por sucesor suyo al franciscano Lorenzo Ganganelli (Clemente XIV), hombre de dulce carácter y de voluntad débil, agasajador e inactivo, cuyo advenimiento saludaron con júbilo los diplomáticos extranjeros por creerle materia dócil para sus intentos. Cretineau Joly afirma (2272) que habían logrado del papa electo la promesa simoníaca de extinguir a los jesuitas. Yo no quiero creerlo ni las pruebas son bastantes; pero conste que el embajador Azpuru. y nuestros cardenales Solís y La Cerda lo intentaron y que se jactaban de haber obtenido cierta seguridad moral. Esto es lo que Azpuru confesó a Grimaldi en correspondencia de 25 de mayo, y, tratándose de materia tan grave y de un papa, no es lícito dar por hecho averiguado las ligerezas del cardenal Bernis y del marqués de [452] Saint-Priest. Repito que yo no lo creo hasta que alguien presente el texto del famoso pacto entre Clemente XIV y los españoles (2273).

Arriba

- V -

Embajada de Floridablanca a Roma. -Extinción de los jesuitas.

     El nuevo pontífice comenzó por anular de hecho el monitorio y absolver de las censuras al de Parma. En lo demás procedió ambiguamente, dando a los embajadores vagas esperanzas de satisfacer a las Cortes, mientras que por el breve Coelestium (12 de julio de 1769) renovaba los privilegios septenales de los jesuitas.

     Los nuestros recogieron el breve a mano real, según su costumbre, y tomaron a hacer hincapié en la pasada suplicación, amenazando con acercar cuatro o seis mil hombres por la frontera de Nápoles so color de proteger al papa contra el pueblo de Roma y las intrigas de los jesuitas. Aterróse con tal amenaza el flaco espíritu de Clemente XIV, y ofreció de palabra dar por bueno lo que habían hecha los borbones, aunque pidió largas, y sobre todo más documentos, antes de expedir el motu proprio (2274). En son de iluminarle, pidió Roma dictamen a los obispos (real cédula de 22 de octubre de 1769), aunque el resultado no fue del todo como él esperaba. Protestó abiertamente contra la expulsión el obispo de Murcia y Cartagena D. Diego de Rojas, gobernador del Consejo, acusado de complicidad en el motín de Esquilache. Menos explícitos anduvieron, pero siempre favorables a la Compañía inclinándose a lo más a cierta reforma, los dos arzobispos de Tarragona y Granada y doce obispos más, entre ellos el de Santander, el de Cuenca y el elocuente predicador D. Francisco Alejandro Bocanegra, de Guadix. Los de Ávila y León no contestaron. Los restantes se plegaron más o menos a la tiranía oficial, distinguiéndose por lo virulento el arzobispo de Burgos, Ramírez de Arellano (autor de la funesta pastoral Doctrina de los expulsos extinguida), con cuyo nombre es de sentir que anden mezclados los muy ilustres, por otra parte, de Climent, de Barcelona; Armañá, de Lugo, y Beltrán, de Salamanca. De los restantes, a unos los movía el espíritu regalista; a otros, la esperanza de mercedes cortesanas. La semilla empezaba a dar su fruto, y lo dio más colmado en tiempo de Carlos IV. Mala señal era ya ver calificada por un obispo (2275) [453] de pestilente contagio y podrido árbol a la Compañía, de maestros de moral perversa y engañosas máximas a sus doctores y de cátedras de pestilencia las de sus colegios (2276).

     Así se pasaron más de treinta meses, murmurándose en nuestra corte de la lentitud del embajador Azpuru, arzobispo de Valencia, a quien se suponía ganado por la curia romana con la esperanza del capelo. Y eso que en 3 de julio de 1769 había escrito a Aranda: «Su Majestad debe insistir más que nunca en pedir formalmente la destrucción de la Compañía y negarse a todo acomodamiento.» De todas suertes, estaba achacoso y apenas podía firmar, aparte de su incapacidad diplomática, harto notoria. Atizaba el fuego Azara, deseoso quizá de levantarse sobre sus ruinas, acusándole de amigo de los jesuitas y de ser obstáculo grande para la canonización de Palafox. Carlos III quiso remediarlo, y envió a Roma al fiscal del Consejo de Castilla, D. José Moñino, a quien llama, en carta a Tanucci, buen regalista, prudente y de buen modo y trato. El tal Moñino, más conocido, y asimismo más digno de loa por las cosas que hizo con el título de conde de Floridablanca que por las que ejecutó con su nombre propio escueto y desnudo, era hijo de un escribano de Murcia, y había hecho su carrera paso tras paso, con habilidad de abogado mañoso, y por el ancho camino de halagar las opiniones reinantes. Sabía menos que Campomanes, pero tenía más talento práctico y cierta templanza y mesura; hombre de los que llaman graves, nacido y cortado para los negocios; supliendo con asidua laboriosidad y frío cálculo lo que le faltaba de grandes pensamientos; conocedor de los hombres, ciencia que suple otras mucha y no se suple con ninguna; a ratos laxo y a ratos rígido, según convenía a sus fines, a los cuales iba despacio, pero sin dar paso en falso, conforme al proverbio antiguo festina lente; grande amigo del principio de autoridad, hasta rayar en despótico; muy persuadido del poder y de la grandeza de su amo, y más ferozmente absolutista que ninguno de los antiguos sostenedores de la Lex Regia, y a la vez reformador incansable, dócil servidor de las ideas francesas. Tal era el personaje que Carlos III envió a Italia, no sin celos de Roda, con instrucciones secretas y omnímodas para lograr la extinción de los jesuitas o por amenazas o por halagos.

     Tres mortales capítulos dedicó a esta negociación Ferrer del Río, sin contar los datos que añadió luego en su introducción a las obras de Floridablanca. Así y todo, la correspondencia diplomática de éste, principal, si no única fuente utilizada por el historiador progresista, nos da una parte sola de la verdad, y para completarla y ver detrás de bastidores a los héroes de la trama hay que emboscarse en la picaresca y desvergonzada correspondencia del maligno y socarrón agente de preces don [454] José Nicolás de Azara, aragonés (2277) como Roda y grande amigo y compadre suyo. Era Azara (antiguo colegial mayor en Salamanca) un espíritu cáustico y maleante, hábil sobre todo para ver el lado ridículo de las cosas y de los hombres; rico en desenfados y agudezas de dicción, como quien había pasado su juventud en los patios de las universidades y en las oficinas de los curiales, de cuyas malas mañas tenía harta noticia; ingenio despierto y avisado, muy sabedor de letras amenas, muy inteligente en materia de artes, aunque juntaba la elegancia con la timidez; epicúreo práctico en sus gustos, volteriano en el fondo, aunque su proprio escepticismo le hacía no aparentarlo. Más adelante logró fama no disputada, favoreciendo con larga mano las letras y las artes, amparando a Mengs y publicando sus tratados estéticos, haciendo ediciones de Horacio, de Virgilio, de Prudencio y de Garcilaso, y, sobre todo, protegiendo a Pío VI del furor revolucionario, cuando los ejércitos de la república francesa invadieron a Roma, y rechazando la soberanía de Malta, que le ofreció Napoleón. Pero el Azara embajador en tiempo de Carlos IV es muy diversa persona del Azara agente de preces, aborrecedor grande de las bestias rojas, y en 1772 más agriado, malévolo y pesimista que nunca, porque su incredulidad le hacía ser mal visto del rey, frustrando sus esperanzas de llegar a la apetecida Embajada. Así es que se desahogaba con Roda, llamando Don Quijote a Floridablanca por lo enjuto y emojamado de su persona y anunciando que caería de Rocinante.

     Y, sin embargo, no fue así, porque Moñino era más diplomático que Azara, aunque lo pareciese menos. Pero ¡qué diplomacia la suya! Con razón ha dicho Cretineau Joly que «él fue el verdugo de Ganganelli». En vano se niega la coacción moral; en las cartas de Azara está manifiesta: «Moñino dio al papa cuatro toques fuertes sobre el asunto...» (2278) «Moñino le atacó de recio hasta el último atrincheramiento, y, no hallando salida el papa, prorrumpió que dentro de poco tomaría una providencia que no podrá menos de gustar al rey de España...» (2279) «Moñino me ha dicho que ya estamos en el caso de usar del garrote...» (2280) «Es cosa de hacer un desatino con el tal fraile» (2281). «El papa hace por no ver a Moñino» (2282). «Resta sólo el arrancar la última decisión de manos del papa» (2283).

     Et sic de caeteris. Al lado de esta correspondencia sincerísima por lo truhanesca, poca fuerza hacen los despachos ceremoniosos de Floridablanca. Así y todo, viene a confesar, con eufemismos diplomáticos, que desde su primera audiencia (13 de julio) amenazó [455] al papa, exponiéndole con vehemencia que el rey, su amo, era monarca dotado de gran fortaleza en las cosas que emprendía. El desdichado pontífice se excusó con sus enfermedades y le mostró sus desnudos brazos herpéticos; pero Moñino, insensible a todo y calculando fríamente las resultas, prosiguió adherido a su presa. Atemorizó e inutilizó al cardenal Bernis, agente de Francia, hombre de cabeza ligerísima; desbarató cuantos efugios y dilaciones le opuso el franciscano Buontempi, íntimo del papa; y cuando éste, apremiado y perseguido, le prometió (en 23 de agosto) quitar a los jesuitas la facultad de recibir novicios, tenazmente se opuso a todo lo que no fuera la extinción absoluta e inmediata, y llegó a amenazar al papa con la supresión futura de todas las órdenes religiosas mediante conjuración de los príncipes contra ellas y con exaltar sobre toda medida la autoridad de los obispos.

     Cuando Clemente XIV volvió de la villegiatura a principios de noviembre, Floridablanca redobló sus instancias, procurando infundir al papa el terror que absolutamente convenía (son sus palabras), bien que acompañado de reconvenciones dulces y respetuosas; no de otra manera que aquel personaje de la ópera cómica quería representar el papel de un tirano feroz y sanguinario, pero al mismo tiempo compasivo y temeroso de Dios. Tales terrores abatieron a Clemente XIV; pero ni aún así quería dar el breve motu proprio, sino abroquelándose con el communis principum consensus. Triste consejero es la debilidad y Moñino, con astucia maquiavélica, dejaba resbalar al papa y enemistarse con los jesuitas y sin cesar le recordaba sus añejas promesas, que pesaban sobre la conciencia de Clemente XIV como losa de plomo.

     Al cabo cedió, angustiado por melancolías y terrores, y entre Floridablanca y el cardenal Zelada redactaron a toda prisa la minuta del breve, que se imprimió no en la tipografía Camerale, diga lo que quiera el P. Theiner, sino en una imprenta clandestina que existía en la Embajada de España, y de la cual se valían Floridablanca y Azara para esparcir libelos contra los jesuitas y hojas sediciosas que atemorizasen al papa. Aun surgieron otras dificultades sobre la restitución previa de Aviñón y Benevento; pero Floridablanca, resuelto ya a imponerse por la fuerza, disparó su arcabuz cargado con la conocida metralla (así escribía a Tanucci), amenazó con una ocupación armada, y al fin, en la noche del 16 de agosto de 1773, comunicóse a los jesuitas el famoso breve de extinción en todos los reinos cristianos, que comienzan con las palabras Dominus et redemptor noster (fecha 21 de julio), en el cual, después de todo, no se hace más que sancionar lo hecho, dejando a salvo el decoro de la Compañía.

     Clemente XIV lo firmó entre lágrimas y sollozos y desde entonces no tuvo día bueno. Remordimientos y espantos nocturnos le llevaron en pocos meses al sepulcro. Esparcióse, por [456] de contado, el necio rumor de que los jesuitas le habían envenenado. ¡A buena hora!

     A Floridablanca le valió esta odiosa negociación el título de conde, y al poco tiempo, y caído Grimaldi, el Ministerio, muy contra la voluntad de Aranda, que cordialmente le aborrecía (2284)

     Así alcanzó la filosofía del siglo XVIII su primer triunfo, no sin que grandemente se burlasen los filosofistas de la ineptitud, torpeza y mal gusto de los ministros encargados de la ejecución. «Las causas no son las que han publicado los manifiestos de los reyes -decía D'Alembert-; los hechos alegados por el Gobierno de Portugal son tan ridículos como crueles y sanguinarios han sido los procedimientos... El jansenismo y los magistrados no han sido más que los procuradores de la filosofía, por quien verdaderamente han sido sentenciados los jesuitas. Abatida esta falange macedónica, poco tendrá que hacer la razón para destruir y disipar a los cosacos y jenízaros de las demás órdenes. Caídos los jesuitas, irán cayendo los demás regulares, no con violencia, sino lentamente y por insensible consunción.»

     ¿A qué he de sacar yo la tremenda moralidad de esta historia si ya la sacó D'Alembert y la reveló D. Manuel de Roda?



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- VI -

Bienes de jesuitas. -Planes de enseñanza. -Introducción de libros jansenistas. -Prelados sospechosos. -Cesación de los concilios provinciales.

     La ruina de los jesuitas no era más que el primer paso para la secularización de la enseñanza. Los bienes de los expulsos sirvieron en gran parte para sostener las nuevas fundaciones, y digo en gran parte porque la incautación o secuestro se hizo con el mismo despilfarro y abandono con que se han hecho todas las incautaciones en España. Libros, cuadros y objetos de arte se perdieron muchos o fueron a enriquecer a los incautadores. Sólo dos años después, en 2 de mayo de 1769, se comisionó a Mengs y a Ponz para hacerse cargo de lo que quedaba.

     Para justificar el despojo y la inversión de aquellas rentas en otros fines de piedad y enseñanza habían redactado los fiscales Moñino y Campomanes su dictamen de 14 de agosto de 1768, donde, haciéndose caso omiso del capítulo Si quem clericorum vel laicorum del Tridentino, única legislación vigente, se traían a cuento olvidadas vetusteces de los concilios toledanos y hasta sínodos falsos y apócrifos, como el de Pamplona de 1023.

     Pero no bastaba despojar a los jesuitas y fundar con sus rentas focos de jansenismo, como lo fue la colegiata de San Isidro; [457] era preciso acabar con la independencia de las viejas universidades y centralizar la enseñanza para que no fuera obstáculo a las prevaricaciones oficiales. Así sucumbió, a manos de Roda y de los fiscales, la antigua libertad de elegir rectores, catedráticos y libros de texto. Así, por el auto acordado de 2 de diciembre de 1768 y la introducción de 14 de febrero de 1769, substituyéronse los antiguos visitadores temporales con directores perpetuos elegidos de entre los consejeros de Castilla. Así, por real provisión de 6 de septiembre de 1770 se sometieron a inspección de los censores regios, por lo general fiscales de audiencias y chancillerías, todas las conclusiones que habían de defenderse y se exigió tiránicamente a los graduandos el juramento de promover y defender a todo trance las regalías de la Corona: Etiam iuro me nunquam promoturum, defensurum, docturum directe neque indirecte quaestiones contra auctoritatem civilem, regiaque Regalia (real cédula de 22 de enero de 1771). De cuya providencia fueron pretexto ciertas conclusiones defendidas por el bachiller Ochoa, canonista de Valladolid, sobre el tema De clericorum exemptione a temporali servitio et saeculari iurisdictione. El Dr. Torres, émulo del sustentante, las delató al Consejo, y éste las pasó a examen del Colegio de Abogados de Madrid, que por de contado opinó redondamente contra el pobre bachiller ultramontano, y contra el rector, que había tolerado las conclusiones; por lo cual se le privó de su cargo, reprendiéndose gravemente al claustro.

     El bello ideal de los reformistas era un reglamento general de estudios; pero o no se atrevieron a darle fuerza de ley o no acabaron de redactarle; lo cierto es que se contentaron con meter la hoz en los planes de las universidades y mutilarlos y enmendarlos a su albedrío, sometiéndolos en todo el visto bueno del Consejo. A raíz de la supresión de los jesuitas, el enciclopedista Olavide, de quien hemos de hablar en el capítulo siguiente, hombre arrojado, ligero y petulante, había propuesto, siendo asistente de Sevilla, un plan radicalísimo de reforma de aquella Universidad, con mucha física y muchas matemáticas; plan que fue adoptado por real cédula de 22 de agosto de 1769, aunque no llegó a plantearse del todo. A las demás universidades se mandó que presentaran sus respectivos programas e indicasen las mejoras necesarias en los estudios. La de Salamanca, luego tan revolucionaria, se mostró muy conservadora de la tradición. Non erit in te Deus recens, neque adorabis deum alienum, decían. «Ni nuestros antepasados quisieron ser legisladores literarios, introduciendo gusto más exquisito en las ciencias, ni nosotros nos atrevemos a ser autores de nuevos métodos.» Lástima que no alegasen motivos más racionales, como sin duda los tenían, para seguir abrazados a la Suma de Santo Tomás, al modo de aquellos inmortales teólogos y maestros suyos los Sotos, Vitorias, Canos, Leones, Medinas y Báñez, cuya memoria gloriosísima, y no igualada por ninguna escuela [458] cristiana, tenían el buen gusto de preferir a las novedades galicanas que a toda fuerza querían imponerle sus censores (2285). Ni era muestra de intransigencia el señalar para texto de filosofía la Lógica de Genovesi, autor claramente sensualista, y la Física experimental, de Muschembroek.

     La Universidad de Alcalá secundó admirablemente las miras del Consejo, mostrándose ávida de novedades. Empezó por confesar y lamentar la decadencia de los estudios, no sin la consabida lanzada a los peripatéticos, y propuso para texto de filosofía al abate Leridano, con la Física de Muschembroek, y para el Derecho canónico, «viciado hasta entonces por las preocupaciones ultramontanas, contrarias a los decretos reales», la Instituta, de Cironio, y el Engel o Zoesio, las Praenotiones, de Doujat, y el Berardi (2286).

     La Universidad de Granada, aunque recomendando a Santo Tomás, se desató contra la teología escolástica, «conjunto de opiniones metafísicas y de sistemas, en su mayor parte filosóficos, tratados en estilo árido e inculto, con olvido de la Escritura, de la tradición, de la historia sagrada y del dogma» (2287).

     La de Valencia propuso la supresión de las disputas y argumentaciones públicas y en la materia de Derecho canónico se inclinó, como todas, al galicanismo, proponiendo como textos el Praecognita iuris ecclesiastici universi, de Jorge Segismundo Lackis; el Ius Ecclesiasticum, de Van-Espen, y las Instituciones, de Selvagio. En otras cosas, sobre todo en letras humanas y en medicina y en ciencias auxiliares, fue sapientísimo aquel plan (2288), ordenado por el rector, D. Vicente Blasco, y vigorosamente puesto en ejecución por el arzobispo, D. Francisco Fabián y Fuero, munificentísimo protector de la ciencia y de los estudiosos.

     También las congregaciones religiosas comenzaron, a instancias del Consejo, a reformar sus estudios, aunque atropelladamente y con ese loco y estéril furor de novedades que en España suelen asaltarnos. Así, el general de los Carmelitas Descalzos, en una carta circular de 1781, recomendaba en tumulto a sus frailes la lectura de Platón, Vives, Bacon, Gassendi, Descartes, Newton, Leibnitz, Wolf, Condillac, Locke y hasta Kant (a quien llama Cancio), conocido entonces no por su Crítica de la razón pura, que aquel mismo año salió a la luz, sino por sus Principiorum metaphysicorum nova dilucidatio y por muchos [459] opúsculos (2289). Así, el P. Truxillo, provincial de los Franciscanos Observantes de Granada, exclamaba en una especie de exhortación o arenga ciceroniana a los suyos: «Padres amantísimos, ¿en qué nos detenemos? Rompamos estas prisiones que miserablemente nos han ligado al Peripato. Sacudamos la general preocupación que nos inspiraron nuestros maestros. Sepamos que mientras viviéremos en esta triste esclavitud hallaremos mil obstáculos para el progreso de las ciencias.» Para el Derecho canónico, principal preocupación de la época, no escrupuliza en recomendar el Van-Espen, la Suma de Lancelot con las notas de Doujat y el Berardi (2290).

     Nervio de las universidades y de su autonomía habían sido los colegios mayores; pero la imparcialidad obliga a confesar que, decaídos lastimosamente de su esplendor primitivo, ya no servían más que para escándalo, desorden y tiranía, solicitaban imperiosamente una reforma. Los gobernantes de entonces, procediendo ab irato, según las aficiones españolas, prefirieron cortar el árbol en vez de podarle de las ramas inútiles; pero es lo cierto que los abusos clamaban al cielo. Léase el famoso memorial Por la libertad de la literatura española, que el sapientísimo Pérez Bayer, catedrático de hebreo en Salamanca y maestro del infante D. Gabriel, presentó a Carlos III contra los colegiales, y se verá hasta dónde llegaban la relajación, indisciplina y barbarie de aquellos cuerpos privilegiados en los últimos tiempos. Aquellas instituciones piadosas, a la par que científicas, que llevarán a la más remota posteridad los gloriosos nombres de sus fundadores, D. Diego de Anaya, D. Diego Ramírez de Villaescusa, D. Alonso de Fonseca, D. Diego de Muros y los grandes cardenales Mendoza y Cisneros, habían comenzado por obtener dispensaciones del juramento de pobreza, primera base de la institución, y habían acabado por prescindir enteramente de él, y convertirse en instituciones aristocráticas con pruebas y limpieza de sangre, en sociedades de socorros mutuos para monopolizar las cátedras de las universidades, las prebendas de las catedrales, las togas y hasta las prelacías, y, finalmente, en asilo y hospedería de segundones ilustres o de mayorazgos de poca renta, que vivían de las muy pingües del colegio a título de colegiales huéspedes; todo lo cual parecía muy bien a los rectores, a trueque de que no rebajasen su dignidad y la del colegio aceptando un curato parroquial o ejerciendo la abogacía; caso nefando y que hacía borrar al reo de los registros de la comunidad. Y los que en otros tiempo habían fatigado las prensas con tantos y tan sabios escritos, cuya sola enumeración llena una cumplida biografía (2291), donde figuran, amén de otros no tan [460] ilustres, los nombres indelebles de Alonso de Madrigal, de Pedro de Osma, de Hernán Pérez de Oliva, de Pedro Ciruelo, de Do mingo de Soto, de Gaspar Cardillo de Villalpando, de Martín de Azpilcueta, de D. Diego de Covarrubias, de Pedro Fontidueñas, de Alvar Gómez de Castro, de Juan de Vergara, de D. García de Loaysa y de D. Fancisco de Amaya vegetaban en la más triste ignorancia, hasta haberse dado el lastimoso caso de emplear los colegiales de Alcalá para una función de pólvora buena parte de los manuscritos arábigos que el cardenal Jiménez les había dejado, aunque no los códices hebreos de la Poliglota, como malamente, y para informar a nuestra Universidad, que siempre los ha conservado con veneración casi religiosa, se viene diciendo.

     Con sólo que fuese verdad la tercera parte de los cargos acumulados por Pérez Bayer, cuya sabiduría y buena fe nadie pone en duda, merecería plácemes la idea de reformar los colegios, aunque no el modo violento con que la llevó a cabo Roda, secundado o no contrariado por algunos colegiales, como el arzobispo Lorenzana y el mismo Azara. Con volver a su antiguo cauce y benéfico instituto aquellas corporaciones, que aún mantenían íntegras sus cuantiosas rentas, se hubieran cortado de raíz los abusos; pero en España nunca hemos entendido el insistere vestigiis, y el reformar ha sido siempre para nosotros sinónimo de demoler. Desde el momento en que el Consejo se arrogó el derecho de examinar las antiguas constituciones y de vedar la provisión de nuevas becas (15 y 22 de febrero de 1771), los colegiales pudieron prepararse a su completa ruina, la cual les sobrevino por decreto de 21 de febrero de 1777, que en tiempos de Carlos IV coronó Godoy incautándose malamente de sus bienes y vendiéndolos en parte (2292).

     Muchos de los colegios de jesuitas se destinaron a seminarios, y algunos obispos introdujeron en ellos reformas útiles, pero no sin algún virus galicano. Así, el obispo de Barcelona, D. José Climent (2293), prelado ciertamente doctísimo y benemérito, uno de los restauradores de la elocuencia sagrada, hombre austero, con austeridad un poco jansenística. Ya en su primera pastoral (1766) habló de reforma del estado eclesiástico por medio de sínodos que restableciesen la pureza y el rigor de la disciplina antigua. Después de la expulsión de los jesuitas publicó (en 1768) una carta y una instrucción pastoral, llenas de declamaciones contra la escolástica, el probabilismo, la concordia de Molina [461] y las que él llama opiniones laxas. Ni siquiera le satisface la Suma de Santo Tomás, y muestra deseos de que se escriba otro curso de teología, quitando las cuestiones inútiles que el Santo tiene, y prefiriendo a la lectura de los teólogos la de los Padres y concilios. Tan lejos llevaba su monomanía antijesuítica, que, habiendo de encabezar con un cierto libro francés Sobre el sacramento del matrimonio, traducido por la condesa de Montijo, no perdió ocasión de maltratar furiosamente al sutilísimo casuista Tomás Sánchez, de grotesca celebridad entre bufones ignorantes. Y, por otra parte, era tal el calor con que Climent hablaba de la autoridad episcopal, que los mismos regalistas, cuyo episcopalismo no era sincero en el fondo ni pasaba de una añagaza llegaron a alarmarse, y encargaron por real orden de 14 de octubre de 1769, que subscribió el conde de Aranda, hacer examen escrupuloso de los escritos, sermones y pastorales del obispo, de Barcelona, en los cuales se habían querido notar proposiciones ofensivas a la potestad pontificia y a la majestad real. Pero los censores, que fueron cinco arzobispos y los dos generales de la Merced y del Carmen, reconocieron en el autor muy sólida doctrina y un celo episcopal digno de los Basilios y Crisóstomos (2294). En nuestra literatura eclesiástica será memorable [462] por haber promovido una excelente edición de las obras de San Paciano, antecesor suyo en la mitra (2295).

     Pero de las libertades y tradiciones de la Iglesia española se hacía en el fondo poco caso. Por entonces cesaron los concilios provinciales y sínodos diocesanos, que habían sido frecuentes en los primeros años del siglo; y cesaron porque el Consejo, es decir, el fiscal Campomanes, se empeñó en someterlos a su soberana inspección para que no perjudicasen a las regalías de la Corona; ordenando además el tiempo de su celebración y haciendo intervenir en ellos, a guisa de vigilantes, a los fiscales de las audiencias (10 de junio de 1768, 15 de enero de 1784).

     Desde que Floridablanca fue ministro amansó un poco aquel furor y manía de legislar en cosas eclesiásticas. El mismo Aranda, hecho más tolerante a fuerza de escepticismo, escribía a Floridablanca desde la Embajada de París, en 10 de mayo de 1785, que quizá convendría dejar volver a los jesuitas expulsos y que con las universidades se tuviera tolerancia, prohibiendo sólo los nombres de escuela: tomista, escotista, suarista y de cualquier otro autor pelagatos (sic). ¡Pelagatos Santo Tomás, Escoto y Suárez! ¡Cómo habían puesto el seso al pobre señor sus amigos D'Alembert y Raynal!

     Campomanes, elevado en 1783 de fiscal a gobernador del Consejo, fue haciéndose, cada día más autoritario y duro, pero menos reformador. Su biógrafo, González Arnao, canonista de su escuela, y aun algo más, biógrafo suyo (y afrancesado después), confiesa que «mientras gobernó el Consejo disminuyó extraordinariamente la vehemencia y ardor con que había desempeñado el oficio fiscal; de modo que se le veía muy detenido y mesurado en cosas que antes parecía querer llevar a todo su extremo» (2296). Más adelante le hizo efecto terrorífico la revolución francesa, y sintió en la vejez remordimientos causados por la celebridad adquirida en su juventud. Así lo afirmó en las Cortes de Cádiz (sesión de 8 de enero de 1813) el diputado D. Benito Hermida, muy sabedor de sus interioridades harto más que Argüelles, que vanamente quiso desmentirle (2297). [463]

     También el conde de Floridablanca, ministro ya y presidente de la Junta de Estado, se mostró persona muy distinta del D. José Moñino, embajador en Roma. El regalismo de la Instrucción reservada de 1787 no corre parejas con el que había mostrado siendo fiscal del Consejo. Vémosle recomendar filial correspondencia con la Santa Sede, sin que por ningún caso ni accidente dejen de obedecerse y venerarse las resoluciones tomadas en forma canónica por el Santo Padre; y decoro y prudencia en la defensa del patronato, acudiendo a indultos y concesiones pontificias aun en aquellas cosas que en rigor podrían resolverse por la sola autoridad regia; proponer medios suaves y lentos para la desamortización y reforma de regulares; favorecer el Santo Tribunal de la Inquisición mientras no se desviase de su instituto, que es perseguir la herejía, apostasía y superstición, procurando que los calificadores sean afectos a la autoridad real, y hasta promover las conversiones al catolicismo dentro y fuera de España. En suma, si no se hablase tanto de regalías y no se mostrase tanta aversión a los sínodos diocesanos, no parecería que esta parte de la Instrucción (2298) había salido de la pluma de Floridablanca.

     Andando el tiempo, le sobrecogió la revolución francesa; quiso obrar con mano fuerte y no pudo; le derribó una intriga cortesana en tiempo de Carlos IV, y fue desterrado a Pamplona, y luego a Murcia, donde los años, la soledad y la desgracia fueron templando sus ideas hasta el punto de ser hombre muy distinto, si bien no curado de todos sus antiguos resabios, cuando el glorioso alzamiento nacional de 1808 le puso al frente de la Junta Central. Pero entonces su antiguo vigor se había rendido al peso de la edad, y nada hizo, ni mostró más que buenos deseos. Cuentan los ancianos que en Sevilla solían decir: «Si logramos arrojar a los franceses, una de las primeras cosas que [464] hay que hacer es reparar la injusticia que se cometió con los pobres jesuitas.» Y de hecho procuró repararla, como presidente de la Junta, alzando la confinación a aquellos infelices hermanos nuestros (sic) por decreto de 15 de noviembre de 1808, uno de los pocos que honran a la Central. Dícese, aunque no con seguridad completa, que en Sevilla hizo, antes de morir, una retractación en forma de sus doctrinas antiguas. Y bien tenía de qué arrepentirse aun como político, que no acreditan ciertamente su sagacidad el imprudente auxilio dado a las colonias inglesas contra su metrópoli, para ejemplo y enseñanza de las nuestras, ni la triste paz de 1784, fruto mezquino de una guerra afortunada en que estuvimos a pique de recobrar a Gibraltar (2299).



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- VII -

Reinado de Carlos IV. -Proyectos cismáticos de Urquijo. -Contestaciones de varios obispos favorables al cisma. -Tavira.

     En tiempo de Carlos IV, el jansenismo había arrojado la máscara y se encaminaba derechamente y sin ambages al cisma. Los canonistas sabían menos que Campomanes o Pereira y los hombres políticos eran deplorables, pero, en cambio, la impiedad levantaba sin temor la frente y las ideas de la revolución francesa encontraban calurosos partidarios y simpatías casi públicas. En aquel afán insensato de remedarlo todo no faltó quien quisiera emular la Constitución civil del clero.

     Para honra de Godoy, debe decirse que no fue él el principal fautor de tales proyectos, sino otros gobernantes aún más ineptos y desastrosos que desde 1798 hasta 1801 tiranizaron la Iglesia española con desusada y anárquica ferocidad. Era el principal de ellos D. Mariano Luis de Urquijo, natural de Bilbao y educado en Francia, diplomático y ministro a los treinta años gracias al favor del conde de Aranda, personaje ligero, petulante e insípido, de alguna instrucción, pero somera y bebida por lo general en las peores fuentes; lleno de proyectos filantrópicos y de utopías de regeneración y mejoras; hombre sensible y amigo de los hombres, como se decía en la fraseología del tiempo; perverso y galicista escritor, con alardes de incrédulo y aun de republicano; conocido, aunque no con gloria, entre los literatos de aquel [465] tiempo por una mala traducción de La muerte de César, de Voltaire, que el abate Marchena fustigó con un epigrama indeleble, aunque flojamente versificado:

                              

Ayer en una fonda disputaban

 

de la chusma que dramas escribía

 

cuál entre todos el peor sería.

 

Unos: «Moncín»; «Comella», otros gritaban;

 

el más malo de todos, uno dijo,

 

es Voltaire, traducido por Urquijo.

     A su lado andaban el conde de Cabarrús, aventurero francés, de quien se volverá a saber en el capítulo que sigue, arbitrista mañoso, creador del Banco de San Carlos, y el marqués Caballero, ruin cortesano, principal agente de las persecuciones de Jovellanos y hombre que se ladeaba a todo viento. Caballero alardeaba de canonista y los otros dos de filósofos. A Urquijo le importaban poco los cánones, si es que alguna vez los había aprendido; pero, como enfant terrible de la Enciclopedia, quería hacer con la Iglesia alguna barrabasada que le diera fama de librepensador y de campeón de los derechos del hombre. Y como el jansenismo regalista era por entonces la única máquina ad hoc conocida en España, del jansenismo se valió, resucitando los procedimientos de Pombal y la doctrina de Pereira, de Tamburini y de Febronio.

     Para esto comenzó por mandar enajenar en 15 de marzo de 1798, todos los bienes raíces de hospitales, hospicios, casas de misericordia, de huérfanos y expósitos, cofradías, obras pías, memorias y patronatos de legos, conmutándolos con una renta del 3 por 100 (ley 24, tít. 6. 1.1 de la Novísima).

     En seguida determinó abrir brecha en la Universidad católica, proponiendo a Carlos IV, para resolver las dificultades económicas, admitir a los judíos en España, creyendo cándidamente, o aparentando creer, que con sólo esto, el comercio y la industria de España iban a ponerse de un salto al nivel de las demás naciones. El ministro de Hacienda Varela, presentó a Carlos IV una memoria aconsejándole que entrase en negociaciones con algunas casas hebreas de Holanda y de las ciudades anseáticas para que en Cádiz y otros puntos estableciesen factorías y sucursales (2300). Pero este proyecto pareció demasiado radical y no pasó de amago.

     Falleció entre tanto, prisionero de los franceses, el papa Pío VI (29 de agosto de 1799), y Urquijo y Caballero y los suyos vieron llegada la ocasión de arrojarse a un acto inaudito en España y que les diera una celebridad semejante a la de los Tamburinis, Riccis y demás promotores del conciliábulo de Pistoya, condenados por el difunto pontífice en la bula Auctorem fidei. La idea era descabellada, pero tenía partidarios en el episcopado [466] español, duro es decirlo, y veíase llegado por muchos el ansiado momento de romper con Roma y de constituirnos en Iglesia cismática, al modo anglicano. Además, con esto se daba gusto a los franceses, cuya alianza procuraban entonces los nuestros con todo género de indignidades.

     Leyeron, pues, con asombro los cristianos viejos en la Gaceta de 5 de septiembre de 1799 un decreto de Carlos IV que a la letra decía así:

     «La divina Providencia se ha servido llevarse ante sí, en 29 de agosto último, el alma de nuestro santísimo Padre Pío VI, y, no pudiéndose esperar de las circunstancias actuales de Europa y de las turbulencias que la agitan que la elección de un sucesor en el pontificado se haga con aquella tranquilidad y paz tan debidas, ni acaso tan pronto como necesitaría la Iglesia; a fin de que entre tanto mis vasallos de todos mis dominios no carezcan de los auxilios precisos de la religión, he resuelto que, hasta que yo les dé a conocer el nuevo nombramiento de papa, los arzobispos y obispos usen de toda la plenitud de sus facultades, conforme a la antigua disciplina de la Iglesia, para dispensas matrimoniales y demás que le competen... En los demás puntos de consagración (sic) de obispos y arzobispos... me consultará la Cámara por mano de mi primer secretario de Estado y del despacho, y entonces, con el parecer de las personas a quienes tuviere a bien pedirle, determinaré lo conveniente, siendo aquel supremo tribunal el que me lo represente y a quien acudirán todos los prelados de mis dominios hasta una orden mía.»

     ¡Extraño documento, donde la ciencia corre parejas con la ortodoxia! ¡Tendrían que ver el rey y el primer secretario del despacho consagrando obispos! Para Urquijo lo mismo daba confirmación que consagración; no se hablaba de esto en la Pucelle d'Orleans y en los Cuentos de mi primo Vadé, que eran sus oráculos. Siquiera el marqués Caballero tenía más letras canónicas, como que quiso mutilar los concilios de Toledo.

     A este decreto increíble acompañaba una circular a los obispos, escrita medio en francés, la cual terminaba así: «Espera Su Majestad que V. S. I. se hará un deber el más propio en adoptar sentimientos tan justos y necesarios..., procurando que ni por escrito, ni de palabra, ni en las funciones de sus respectivos ministerios se viertan especies opuestas que puedan turbar las conciencias de los vasallos de Su Majestad y que la muerte de Su Santidad no se anuncie en el púlpito ni en parte alguna sino en los términos expresos de la Gaceta, sin otro aditamento.» Y como si temieran que alguna voz se alzase desde la cátedra evangélica a protestar contra los republicanos franceses, verdugos del Padre Santo, encarga el marqués Caballero, que firma la circular, escrupulosa vigilancia sobre la conducta de los regulares, sin duda para que no trajesen compromisos internacionales sobre aquel miserable Gobierno.

     Pero lo más triste no son el decreto ni la circular; lo que [467] más angustia el ánimo y muestra hasta dónde había llegado la podredumbre y de cuán hondo abismo vino a sacarnos providencialmente la guerra de la Independencia son las contestaciones de los obispos. Me apresuro a consignar que no tenemos el expediente entero y que la parte de él publicada lo fue por un enemigo juramentado de la Iglesia, sospechoso además de mala fe en todos sus trabajos históricos (2301). Sólo diecinueve contestaciones de obispos insertó Llorente en su Colección diplomática; lícito nos es, pues, decir que la mayoría del episcopado español todavía estaba sana y que respondió al cismático decreto con la reprobación o con el silencio. Además, no todas las diecinueve contestaciones son igualmente explícitas; las hay que pueden calificarse de vergonzantes evasivas. El arzobispo de Santiago, D. Felipe Fernández Vallejo, doctísimo ilustrador de las antigüedades del templo toledano, sólo contestó que obraría con el posible influjo «para cortar de raíz las máximas y opiniones contrarias a la pureza de la disciplina eclesiástica». «Quedo enterado de las soberanas intenciones de Su Majestad -dijo el obispo de Segovia-, y conforme a ellas y a lo que previenen los cánones y a la más sana y pura disciplina (no-dice cuál) de la Iglesia arreglaré puntualísimamente el uso de las facultades que Dios y la misma Iglesia me han confiado.» «Quedo en cumplirlo puntualmente, según se me ordena», dijo el de Zamora. «En el uso de las dispensas procederé con la economía prudente que exijan las necesidades, conforme al espíritu de los cánones antiguos», añadió el de Segorbe. El de Jaca llamó sabio al decreto. El de Urgel ofreció cumplirlo, «por que Su Majestad lo manda y porque es justo y conforme a las circunstancias, a los verdaderos sentimientos de la Iglesia y a la disciplina genuina y sana». El obispo prior de San Marcos, de León, se limitó a glosar las palabras del decreto, y dijo que viviría cuidadoso y daría arte de lo que ocurriera. «Si algún desgraciado se olvidare o desviare de su deber, daré parte a V. E. en seguida», escribió el obispo de Palencia. «Espero que en esta diócesis no han de ocurrir muchos de semejantes delitos, porque apenas se tiene en ella noticia de las ideas que tanto daño han acarreado a la subordinación, tranquilidad y orden público», advirtió el de Guadix. El de Ibiza procuró tranquilizar su conciencia, no del todo aquietada con la antigua disciplina, recordando que «las mismas reservas pontificias, según la más común y más fundada opinión, exigen que los ordinarios usen libremente de sus facultades cuando no se puede solicitar de otra parte el auxilio o remedio».

     Otros anduvieron mucho más desembozados. El cardenal Sentmanat, patriarca de las Indias, se quedó extasiado ante la sabiduría y el celo de Su Majestad. El inquisidor general, arzobispo de Burgos, D. Ramón José de Arce, hechura y favorito [468] de Godoy, prometió el más escrupuloso. cumplimiento de aquellas sabias y prudentes reglas. Estos siquiera, a título de prelados cortesanos, no se metieron en dibujos canónicos ni pasaron del voluntas principis, pero otros ensalzaron y defendieron la circular y el decreto como hombres de escuela. Así, el obispo de Mallorca, que en su respuesta dice: «Obraré por principios y convicción, y, por consiguiente, poco mérito creeré contraer en adoptar y practicar una doctrina que por espacio de doce siglos, y hasta que la ignorancia triunfó de la verdad, tuvo adoptada toda la iglesia católica.» El arzobispo de Zaragoza, don Joaquín Company, dio una pastoral (16 de septiembre de 1799) en favor del decreto, que él juzgaba «propio de la suprema potestad que el Todopoderoso depositó en las reales manos de Su Majestad para el bien de la Iglesia.» El obispo de Barcelona escribió una Idea de lo que convendrá practicar en la actual vacante de la Santa Silla, y cuando esté plena, para conservar los derechos del rey, y para el mayor bien de la nación y de sus iglesias; papel en que aboga por que las dispensas sean raras y gratis.

     En una pastoral de 25 de enero de 1800, el obispo de Barbastro, D. Agustín de Abad y Lasierra, tronó contra las falsas decretales de Isidoro Mercator, y dijo que la Santa Sede sólo tenía, en cuanto a las reservas, el título de una posesión antiquísima, de cuyo valor y fuerza no debe disputarse. Por lo cual redondamente afirmó que «la autoridad suprema que nos gobierna puede variar y reformar en la disciplina exterior o accidental de la Iglesia lo que considere perjudicial, según lo exijan los tiempos».

     También el obispo de Albarracín, luego abad de Alcalá la Real, Fr. Manuel Truxillo, salió a la defensa de la circular contra los genios inquietos y sediciosos que ponían en cuestión su validez, y recomendó la lectura de las obras de Pereira, «sabio de primer orden, eruditísimo y muy versado en concilios, cánones, Escrituras y Santos Padres, aunque no se puede negar que habla del papa y de la curia con demasiada libertad».

     En el mismo catecismo, o en otros peores, había aprendido el famoso obispo de Salamanca, antes capellán de honor, don Antonio Tavira y Almazán, tenido por corifeo del partido jansenista en España, hombre de muchas letras, aun profanas, y de ingenio ameno; predicador elocuente, académico, sacerdote ilustrado y filósofo, como entonces se decía; muy amigo de Meléndez y de todos los poetas de la escuela de Salamanca (2302), y muy amigo también de los franceses, hasta afrancesarse durante la guerra de la Independencia, logrando así que el general Thibaut, gobernador y tirano de Salamanca, le llamase el Fenelón español. [469]

     Tavira, pues, no se contentó con afirmar que «sólo por olvido de las máximas de la antigüedad y por el trastorno que produjeron las falsas decretales de Isidoro habían nacido las reservas, faltando así el nervio de la disciplina y haciéndose ilusorias las leyes eclesiásticas», sino que se desató en vulgares recriminaciones contra Roma, «que tanta suma de dineros llevaba», encareciendo hipócritamente los siglos de los Leones y Gregorios, «en que la Iglesia carecía aun de todas las ventajas temporales, de que toda la serie de sucesos de las presentes revoluciones la ha privado ahora», como alegrándose y regocijándose en el fondo de su alma del cautiverio de Pío VI y de la ocupación del Estado romano por los franceses.

     No a todos parecieron bien la respuesta y el edicto de Tavira. Un teólogo de Salamanca le impugnó en una carta anónima y muy respetuosa (2303), pero en que le acusa de querer trastornar todo el orden jerárquico de la Iglesia. En realidad, la cuestión de las dispensas era sencilla: cuando el recurso a la Sede Apostólica es absolutamente imposible, ¿quién duda que los obispos pueden dispensar por una jurisdicción tácitamente delegada? Pero no se trataba de eso; en primer lugar, el recurso estaba libre, y el conclave iba a reunirse canónicamente para elegir nuevo papa, a despecho de la tiranía francesa. Y luego, lo que pretendían Tavira y otros no era hacer uso de jurisdicciones delegadas, sino de la facultades que en virtud del carácter episcopal creían pertenecerles, fundando tales facultades no en pruebas de razón ni en la disciplina corriente desde el concilio de Trento, sino en cánones añejos y caídos en desuso, y en pocos, antiguos y mal seguros testimonios, que tampoco establecían el derecho, sino el hecho. «Los secuaces de estas máximas... -dice el anónimo impugnador-, teniendo siempre en su boca los tiempos de la primitiva Iglesia..., están muy lejos en sus corazones del espíritu de ella.»

     A esta carta respondieron con virulencia increíble el doctor D. Blas Aguiriano, arcediano de Berveriago, dignidad y canónigo de la catedral de Calahorra y catedrático de disciplina eclesiástica en los Reales Estudios de San Isidro de Madrid, gran vivero de jansenistas, y un anónimo de Salamanca, quizá el mismo Tavira, en cinco cartas que coleccionó Llorente (2304). Uno y otro trabajaron con relieves y desperdicios del libro de Pereira. Aguiriano llega a rechazar el concilio Florentino porque declaró que el papa es padre y doctor de todos los cristianos; lo cual a él le parece muy mal, así como los especiosos títulos de vicario de Dios y vicario de Cristo. Todo el nervio de su argumentación consiste en establecer sofísticas distinciones entre los derechos del primado pontificio y los que pertenecen al papa como primado de Occidente. Lo mismo decían los jansenistas de la pequeña iglesia de Utrecht, Harlem y Daventer, a quienes el [470] autor elogia mucho, y cuyo catolicismo defiende aun después de condenados y declarados cismáticos por Clemente XI. Ni le detiene tampoco el juramento que los obispos hacen de acatar las reservas pontificias y cumplir los mandatos apostólicos, porque esto sólo se entiende «en cuanto el rey, como protector de la disciplina eclesiástica, no les mande lo contrario o les excite a usar de sus derechos primitivos». ¡Estupenda teología, que pone al arbitrio de un Godoy o de un Urquijo la Iglesia de España! El otro impugnador es menos erudito, pero más redundante y bombástico; quiere que las reservas cesen de todo punto, y, entusiasmado, exclama: «La verdad, oscurecida durante largos siglos por la ignorancia y por la superstición, una vez descubierta, debe subir de nuevo a su trono; sus derechos sagrados no pueden ser aniquilados por la prescripción de muchas edades.»

     Por entonces hizo también sus primeras armas canónicas el famoso D. Juan Antonio Llorente, con quien tantas veces hemos tropezado y tantas hemos de tropezar aún, y nunca para bien, en esta historia. Este clérigo riojano, natural de Rincón de Soto, en la diócesis de Calahorra, era allá para sus adentros bastante más que jansenista y que protestante, pero hasta entonces sólo se había dado a conocer por trabajos históricos y de antigüedades, especialmente por sus Memorias históricas de las cuatro provincias vascongadas, que escribió asalariado por Godoy para preparar la abolición de los fueros y loables costumbres de aquellas provincias, mal miradas por el Gobierno desde la desastrosa guerra con la república francesa, que acabó en la paz de Basilea. Tenía Llorente razón en muchas cosas, mal que pese a los vascófilos empedernidos; pero procedió con tan mala fe, truncando y aun falsificando textos y adulando servilmente al poder regio, que hizo odiosa y antipática su causa harto más que la débil refutación de Aranguren.

     Llorente era entonces de los que más invocaban la pura disciplina de nuestra Iglesia en los siglos VI y VII, que él llama sublime Iglesia gótico-española, y clamaba por el restablecimiento íntegro de los cánones toledanos, con licencia del rey, aunque fuera sin asenso de Roma (2305). Por de contado que ni él mismo tomaba por lo serio estas descabelladísimas, pedantescas y anacrónicas lucubraciones; pero, como hombre ladino y harto laxo de conciencia, quería hacer efecto con su paradojal goticismo e ir medrando, ya que los vientos soplaban por esa banda.

     Además de Llorente escribieron en pro del decreto de 5 de septiembre el obispo de Calahorra y La Calzada, D. Francisco Mateo Aguiriano, pariente, sin duda, del canonista de Madrid y hermano gemelo suyo en ideas; D. Joaquín García Domenech, [471] que imprimió una Disertación sobre los legítimos derechos de los obispos, y D. Juan Bautista Battifora, abogado de los Reales Consejos y catedrático de Cánones en la Universidad de Valencia, que publicó allí, en 1800, un Ensayo apologético a favor de la jurisdicción episcopal por medio de una breve y convincente refutación del sistema que fija en la Santa Sede la soberanía eclesiástica absoluta y hace a los obispos sus vicarios inmediatos (2306). Ambos se distinguen por la templanza; el primero llama a la doctrina firme y ortodoxa hediondez pestilente que corrompe los sentidos y cenagoso charco de inmundicia, y se encara con el tan traído y llevado Isidoro Mercator o Peccator y le apostrofa, llamándole impostor malicioso, poseído de un sórdido interés, hombre vil y despreciable; indignación verdaderamente cómica tratándose de un copista del siglo IX, que acaso no hizo más que trasladar las falsedades de otros.

     Los jansenistas andaban entonces desatados, fue aquélla su edad de oro, aunque les duró poco. Urquijo y Caballero hicieron imprimir subrepticiamente el Febronio De statu Eclesiae, en hermosa edición por cierto, hecha en Madrid, aunque la portada no lo dice (2307), y quisieron vulgarizar la Tentativa, de Pereira, y el Ensayo, del abate italiano Cestari, sobre la consagración de los obispos, autorizados con un dictamen del Consejo, pero en éste los pareceres se dividieron, y por diecisiete votos contra trece se determinó que la impresión no pasara adelante (2308).

     El nuncio, D. Felipe Cassoni, había protestado contra el decreto de 5 de septiembre, y Urquijo le había dado los pasaportes, pero Godoy se interpuso y mudó el aspecto de las cosas. Entre tanto, la elección de Pío VII, canónica y tranquila contra lo que se había augurado, hizo abortar aquella y otras tentativas cismáticas por el estilo en varias partes de Europa, y nuestro Gobierno tuvo que cantar la palinodia en la Gaceta de 29 de marzo de 1800, volviendo las cosas al antiguo ser y estado. El nuevo pontífice se quejó amarguísimamente a Carlos IV de la guerra declarada que en España se hacía a la Iglesia, de las malas doctrinas y de la irreligión que públicamente se esparcían y, sobre todo., de la conducta de los obispos. Carlos IV, que al fin era católico, se angustió mucho y conoció que Urquijo le había engañado. Caballero, viendo que su amigo iba de capa caída, se puso del lado de los ultramontanos. El Príncipe de la Paz, por aquella vez siquiera, aconsejó bien al rey, y de sus consejos resultó la caída de Urquijo y el pase de la bula Auctorem Fidei, en que Pío VI había condenado a los jansenistas del conciliábulo de Pistoya; bula retenida hasta entonces por el Consejo (10 de diciembre de 1800). [472]



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- VIII -

Aparente reacción contra los jansenistas. -Colegiata de San Isidro. -Procesos inquisitoriales. -Los hermanos Cuesta. -«El pájaro en la liga». -Dictamen de Amat sobre las «causas de la Revolución francesa», de Hervás y Panduro. -La Inquisición en manos de los jansenistas.

     La Inquisición en tiempo de Carlos III apenas había dado señales de vida. Llorente asegura que la mayor parte de las causas no pasaron de las diligencia preliminares y que no se procedió contra Aranda, Roda, Floridablanca y Campomanes, aunque se recibieron delaciones acerca de sus dictámenes del Consejo; ni contra los arzobispos de Burgos y Zaragoza y los obispos de Tarazona, Albarracín y Orihuela, acusados de jansenismo por su informe sobre los bienes de los jesuitas. Por entonces vino a Madrid un M. Clément, clérigo francés, tesorero de la catedral de Auxerre, galicano inflexible, que muy pronto se hizo amigo de todos los nuestros y sugirió a Roda un proyecto para reformar la Inquisición, poniéndola bajo la dependencia de los obispos, y reformar las universidades, quitando los nombres y las banderías de tomistas, escotistas etc. M. Clément fue denunciado al Santo Oficio (2309) y Roda le aconsejó que saliese de la corte y de España.

     Urquijo pensó en abolir el Santo Oficio o reformarle, a lo menos, con ayuda y consejo de Llorente, que había sido desde 1789 a 1791 secretario de la Suprema. El decreto llegó a presentarse a la firma del rey, pero Urquijo cayó, y en su caída arrastró a todos sus amigos jansenistas. Ya en 1792 había sido denunciado uno de ellos, D. Agustín Abad y Lasierra, obispo de Barbastro, como sospechoso de aprobar la Constitución civil del clero de Francia, dada por la Asamblea Constituyente, y de mantener correspondencia con muchos clérigos juramentados; pero la Inquisición de Zaragoza no se atrevió a proceder contra él o no halló pruebas bastantes. Verdad es que era entonces inquisidor general su hermano D. Manuel, arzobispo de Selimbria (2310), jansenista asimismo y muy protector del secretario Llorente, cuyos planes no llegó a poner en ejecución por su caída y confinamiento en el monasterio de Sopetrán en 1794.

     El principal foco de lo que se llama jansenismo estaba en la tertulia de la condesa de Montijo, D.ª María Francisca Portocarrero, traductora de las Instrucciones cristianas sobre el sacramento del matrimonio, que Climent exornó con un prólogo. A su casa concurrían habitualmente el obispo de Cuenca, don Antonio Palafox, cuñado de la condesa; el de Salamanca, Tavira; D. José Yeregui, preceptor de los infantes; D. Juan Antonio Rodrigálvarez, arcediano de Cuenca, y D. Joaquín Ibarra [473] y D. Antonio de Posada, canónigos de la colegiata de San Isidro (2311). Esta colegiata, fundada en reemplazo de los jesuitas, era cátedra poco menos que abierta y pública de las nuevas doctrinas. Un canónigo de la misma colegiata llamado D. Baltasar Calvo, hombre tétrico y de malas entrañas, instigador en 1808 de la matanza de los franceses en Valencia, si hemos de creer al conde de Toreno (2312), denunció desde el púlpito a sus cofrades. Otro tanto hizo el dominico Fr. Antonio Guerrero, prior del convento del Rosario, publicando en términos bastantes claros que en la casa de una principal dama juntábase un club o conciliábulo de jansenistas. El nuncio informó a Roma de lo que pasaba, y por fórmula hubo que hacer aquí un proceso irrisorio. Los inquisidores de Madrid eran en su mayor parte tan jansenistas, o digámoslo mejor, tan volterianos como los reos. Baste decir que regía entonces la Suprema uno de los favoritos de Godoy y cómplice de sus escándalos, asiduo comensal suyo, hombre que por medios nada canónicos, y tales que no pueden estamparse aquí, había llegado, según cuentan los viejos, a la mitra de Burgos y al alto puesto de inquisidor general. Tal era D. Ramón José de Arce, natural de Selaya, en el valle de Carriedo, muy elogiado por todos los enciclopedistas de su tiempo como hombre de condición mansa y apacible y de espíritu tolerante; afrancesóse luego, abandonó malamente su puesto y vivió emigrado en París hasta cerca de mediar el siglo XIX.

     Con tal hombre, el peligro de los jansenistas no era grande desde que Godoy los protegía. Así es que los canónigos de San Isidro y el obispo de Cuenca salieron inmunes a pesar de una representación que dirigieron al rey contra los jesuitas (2313). Al capellán de honor, D. José Espiga, a quien se atribuía la redacción el decreto de Urquijo, se le obligó a residir en la catedral de Lérida, donde era canónigo. La condesa de Montijo se retiró a Logroño, y allí vivió el resto de sus días, hasta 1808, en correspondencia con Grégoire, el obispo de Blois, y con otros clérigos revolucionarios de los que llamaban juramentados (2314).

     Más resonancia y consecuencias más serias tuvo el proceso de los hermanos Cuesta (D. Antonio y D. Jerónimo), montañeses entrambos y naturales de Liérganes, arcediano el uno y penitenciario el otro de la catedral de Ávila. Del primero dice Torres Amat, autoridad nada sospechosa, que «disimulaba bien poco sus opiniones, mucho menos de lo que debiera». Por otra [474] parte, su rectitud en el tiempo que fue provisor de Ávila le atrajo muchos enemigos, que tomaron de él y de sus hermanos fácil venganza cuando llegó a la silla de Ávila D. Rafael Muzquiz, arzobispo de Santiago, después confesor de María Luisa, al cual Villanueva maltrata horriblemente en su Vida literaria. Muzquiz delató al arcediano Cuesta a la Inquisición de Valladolid en 1794, y por entonces no se pasó adelante; pero a fines de 1800 hízose nueva información, no en Valladolid, sino en la Suprema, instando Muzquiz con calor grande por el castigo de ambos hermanos, que le traían su iglesia desasosegada. Dictóse auto de prisión; pero, al ir a ejecutarle en la noche del 24 de febrero de 1801, el arcediano logró ponerse en salvo; trabajosamente atravesó el Guadarrama, cubierto de nieve, y vino a esconderse en Madrid, en casa de la condesa de Montijo, castillo encantado de los jansenistas, de donde a pocos días se encaminó a Francia escoltado por unos contrabandistas. Se le buscó con diligencia; pero, como tenía altos y poderosos protectores, pasó sin dificultad la frontera, y el 9 de mayo de 1801 le recibía en Bayona el conde de Cabarrús.

     Su hermano el penitenciario se defendió bien; logró que cinco teólogos de San Gregorio, de Valladolid, declarasen sana Su doctrina y que aquella inquisición se conformase con su dictamen en sentencia de 18 de abril de 1804, y como todavía apelasen sus enemigos a la Suprema, él impetró recurso de fuerza, y al cabo de dos años obtuvo una real orden (de 7 de mayo de 1806) en que Carlos IV, ejerciendo su soberana protección, le rehabilitaba del todo y mandaba darle plena satisfacción en el coro de la catedral de Ávila y en día festivo para que no le parasen perjuicio ni infamia su prisión y proceso. Torres Amat dice que «entrambos hermanos aplaudían las máximas de la revolución francesa» (2315).

     Hay algo de político en este proceso, no bien esclarecido aún. Parece que Muzquiz fue instrumento de la venganza de Godoy contra los Cuesta; pero, amansado luego el Príncipe de la Paz o convencido de que el arcediano no conspiraba contra su Gobierno, hizo pagar caro a Muzquiz el servicio, imponiéndole una multa de 8.000 ducados y otra de 4.000 al arzobispo de Valladolid. ¡Miserable tiempo, en que no valían más los regalistas que los ultramontanos!

     También el obispo de Murcia y Cartagena, D. Victoriano López Gonzalo, se le acusó en 1800 de jansenismo por haber permitido defender en su seminario cierta tesis sobre la aplicación del santo sacrificio de la misa y sobre los milagros. A los calificadores les parecieron mal, pero el obispo quedó a salvo, dirigiendo en 4 de noviembre de 1801 una enérgica representación [475] al inquisidor general (2316), y echando la culpa de todo a los jesuitas, según la manía del tiempo.

     Los restos de aquella gloriosa emigración habían logrado volver a España, como clérigos seculares, aprovechando un momento de tolerancia (desde 1799 a 1801), y veintisiete de ellos murieron gloriosamente asistiendo a los apestados de la fiebre amarilla, que en el primer año del siglo devastó a Andalucía. Con la vuelta y el prestigio de los expulsos, ganado a fuerza de heroica virtud y de ciencia, comenzó a decrecer el exótico espíritu jansenista y a dejarse oír las voces del bando opuesto. Tradújose un folleto del abate italiano Bónola, intitulado La liga de la teología moderna con la filosofía en daño de la Iglesia de Jesucristo, descubierta en la carta de un párroco de ciudad a un párroco de aldea (Madrid 1798, sin nombre de traductor), opúsculo encaminado a demostrar que los llamados jansenistas formaban oculta liga contra la Iglesia con los filósofos y partidarios de la impiedad francesa y que de esfuerzos combinados había nacido la extinción de la Compañía.

     Los jansenistas se alarmaron, y alguno de los más caracterizados en la Iglesia procuró que se refutase al abate Bónola, valiéndose para ello de la fácil pluma del agustiniano Fr. Juan Fernández de Rojas, fraile de San Felipe el Real, continuador oficial de la España Sagrada, aunque poco o nada trabajó en ella; adicionador del Año cristiano, del P. Croiset, con las vidas de los santos españoles, y más conocido que por ninguno de estos trabajos serios por la amenidad y sal ática de su ingenio, manifiesta en la Crotalogía o ciencia de las castañuelas, burla donosísima del método analítico y geométrico, que entonces predominaba gracias a Condillac y a Wolf (2317). El P. Fernández, ingenio alegre y donairoso, aprovechó aquella nueva ocasión más bien para gracejar que para mostrar jansenismo, y escribió El pájaro en la liga o carta de un párroco de aldea, papel volante de más escándalo que provecho.

     Urquijo tomó cartas en el asunto y pasó a examen del Consejo la Liga y su impugnación, prejuzgando ya el dictamen, puesto que en la real orden se decía: «Ha visto el rey con sumo dolor que en sus dominios han vuelto a excitarse de poco acá los partidos de escuelas teológicas, que han embrollado y oscurecido nuestra sagrada religión, quitándola el aspecto de sencillez y verdad... El objeto del libro del abate Bónola es el de establecer una guerra religiosa, atacando a las autoridades soberanas, cuyas facultades están prescritas por el mismo Dios y [476] que se han reconocido y defendido en tiempos claros y de ilustración por los teólogos que llama el autor modernos, y son sólo unos sencillos expositores de las verdades del Evangelio... El otro papel intitulado El pájaro en la liga, si bien está escrito con oportunidad y la ataca del modo que se merece, refutándola por el desprecio, con todo, da lugar a que en el cotejo haya partidos y disputas y se engolfe la gente en profundidades peligrosas en vez de ser útiles y obedientes vasallos» (2318). Por todo lo cual se mandó recoger a mano real los ejemplares de uno y otro libro, advirtiendo al Consejo que de allí en adelante procediera con más cautela en dar permiso para la impresión de semejantes papeles, o más bien que los remitiera antes a la primera Secretaría de Estado para que viera Su Majestad si convenía la impresión. Así se dispuso con fecha de 9 de febrero de 1799.

     Por culpa de esta intolerancia no pudo correr de molde hasta 1803 la obra de Hervás y Panduro Causas de la revolución de Francia en el año 1799 y medios de que se han valido para efectuarla los enemigos de la Iglesia y del Estado, y aun entonces se imprimió subrepticiamente con el título de Revolución religionaria (sic) y civil de los franceses, y fue delatada por los jansenistas a la Inquisición, que estaba ya en manos de los fieles de su bando (2319). El inquisidor Arce sometió el libro a la censura del arzobispo Amat, y éste opinó rotundamente por la negativa, fundado en que la obra contenía expresiones injuriosas al Gobierno francés y, sobre todo, en que llamaba inicua a la expulsión de los jesuitas y quería desenmascarar la hipocresía del jansenismo. El arzobispo de Palmira, muy picado de aquella tarántula, responde que no todo jansenista es hereje, porque «puede defender sólo alguna proposición que, aunque condenada, no lo sea con la nota de herética, o tal vez oponerse, con cualquier pretexto que sea, a las bulas y demás leyes de la Iglesia sobre jansenismo... Mil veces se ha dicho que los molinistas y jesuitas muy de propósito han procurado que la idea del jansenismo sea horrorosa, pero oscura y confusa, para que pueda aplicarse a todos los que sean contrarios de las opiniones molinianas sobre la predestinación y gracia y a todos los que antes promovieron la reforma o extinción de la Compañía y ahora embarazan su restablecimiento». Flaco servicio hizo el obispo de Astorga a la memoria de su tío con la publicación de este informe, en que vieron todos una solapada defensa de lo que Hervás impugnaba. El entusiasmo por los libros de Port-Royal [477] había llegado a tales términos, que se quitaron del Índice las obras de Nicole gracias al informe favorable que de ellas dio una junta de teólogos formada por D. Joaquín Lorenzo Villanueva; Espiga; el canónigo de San Isidro, Santa Clara, el P. Ramírez, del Oratorio del Salvador, y tres frailes de los que el vulgo llama jansenistas (2320). Así lo cuenta el mismo Villanueva, que era entonces consultor del Santo Oficio. ¡En buenas manos había caído la Inquisición!



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- IX -

Literatura jansenista, regalista e «hispanista» de los últimos años del siglo. -Villanueva, Martínez Marina Amat, Masdéu.

     Por entonces comenzaron a escribir y a señalarse, y aun llegaron al colmo de su fortuna eclesiástica, aunque no publicasen todavía sus obras más graves hoy incluidas en el Índice, los tres más notables teólogos y canonistas que jansenizaron o galicanizaron en España.

     Era el primero de ellos D. Joaquín Lorenzo de Villanueva, natural de Játiva (10 de agosto de 1757) y educado en la Universidad de Valencia, discípulo predilecto del insigne historiador del Nuevo Mundo, D. Juan Bautista Muñoz, de quien tomó la afición a nuestros clásicos y el elegante y castizo sabor de su prosa. Sobran datos para juzgar de su vida y opiniones; por desgracia son contradictorias. Entre la propia defensa, o más bien panegírico, que él hizo en su autobiografía, publicada en Londres en 1825, y las horrendas y feroces invectivas con que su enemigo Puigblanch le zahirió y mortificó, o más bien le despedazó y arrastró por todos los lodazales de la ignominia en los Opúsculos gramático-satíricos, el juicio imparcial y desapasionado es difícil. Mucho hemos de hablar aún de Villanueva y mucho de Puigblanch en esta historia; ahora baste hacer la presentación de entrambos personajes, trasladando el retrato picaresco que el segundo hizo del primero: «Es el Dómine Gafas así le llamaba) por naturaleza entreverado de valenciano y de italiano, y por estado, sacerdote de hábito de San Pedro, y sacerdote calificado. Es alto, bien proporcionado de miembros y no mal carado...; da autoridad a su persona no una completa calva, pero sí una bien nevada canicie, de modo que no le hubiera sentado mal la mitra que le tenía preparada el cielo; pero quiso el infierno que, hallándose con los que regían la nave del Estado, se moviese una marejada que él no previó, y que, al desprenderse de las nubes la mitra, en vez de sentar en su cabeza, diese en el agua. Su semblante es compungido como de memento mori, aunque no tanto que le tenga macilento la memoria de la muerte. Su habla es a media voz y como de [478] quien se recela de alguien, no porque haya quebrado nunca ningún plato, ni sea capaz de quebrarlo, sino por la infelicidad de los tiempos que alcanzamos... Tiene unas manos largas y unos dedos como de nigromántico, con las que y con los que todo lo añasca, extracta y compila, de modo que puede muy bien llamársele gerifalte letrado, y aun a veces lo hace de noche, como a los metales la urraca... Pondrá un argumento demostrativo en favor o en contra de una misma e idéntica proposición según que el viento esté al norte o esté al sur... Es implacable enemigo de los jesuitas, en quienes no halla nada bueno o que debe imitarse por nadie, y mucho menos por él, excepto el semblante compungido, el habla a media voz y la monita» (2321).

     Puigblanch era un energúmeno procaz y desvergonzadísimo, y no ha de creérsele de ligero cuando se relame y encarniza llamando a Villanueva «clérigo ambicioso y adulador nato de todo el que está en candelero, hombre de corrompido e inicuo fondo, hipócrita hasta dejarlo de sobra y de lo más réprobo que jamás se haya visto». Pero es indudable que Villanueva brujuleaba una mitra, prevalido de su aspecto venerable, que no parecía sino de un San Juan Crisóstomo o un San Atanasio (2322), y de sus muchas letras, que Puigblanch malamente le niega, No era tan vestigador ni tan erudito como su hermano el dominico P. Jaime Villanueva, a quien pertenece exclusivamente el Viaje literario a las iglesias de España, por más que los cinco primeros tomos saliesen con el nombre de D. Joaquín Lorenzo, más conocido y autorizado en los círculos de la corte. Pero escribía mejor que él y era hombre de más varia lectura y de juicio penetrante y seguro, siempre que la pasión o el propio interés no le torcían. Las obras que publicó antes de 1810 poco tienen que reparar en cuanto a pureza de doctrina, sobre todo su hermoso Año cristiano de España (2323), el más crítico o, por mejor decir, el único que tenemos escrito con crítica, aunque Godoy Alcántara (2324) le tacha de severidad jansenista. Tradujo con mediano estro poético y en versos flojos el poema de San Próspero contra los ingratos, es decir, contra los pelagianos, que negaban la gracia eficaz; libro que habían puesto en moda los adversarios del molinismo y del congruismo (2325). Y como alardeaba de rígida e incontaminata austeridad, divulgó dos trata, dos: De la obligación de celebrar el santo sacrificio de la misa con circunspección y pausa y De la reverencia con que se debe asistir a la misa y de las faltas que en esto se cometen (2326), por los cuales, si otra cosa de él no supiéramos, habríamos de declararle [479] monje del yermo o ermitaño de la primitiva observancia; tal recogimiento y devoción infunden. Quizá esforzó demasiado la conveniencia de leer la Biblia en romance; pero con todo eso, su tratado De la lección de la Sagrada Escritura, en lenguas vulgares (2327) es sólido, ortodoxo y eruditísimo, aunque en su tiempo le motejaron algunos con más violencia que razón, cuando después de todo no hacía más que comentar el breve de Pío VI al arzobispo de Martini.

     Hase dicho que Villanueva comenzó por ser ultramontano. No es exacto: Villanueva, jansenizó siempre, pero no fue liberal hasta las Cortes de Cádiz, y de aquí procede la confusión. El Catecismo de estado según los principios de la religión, publicado en 1793, en la Imprenta Real, y escrito con el declarado propósito de «preservar a España del contagio de la revolución francesa», es libro adulatorio de la potestad monárquica, por méritos del cual esperaba obispar, aunque luego le rechazó condenó (en su Vida literaria) viendo que a ultramontanos y liberales les parecía igualmente mal, aunque por motivos diversos. El Filósofo rancio dijo que, leído un capítulo, no había sufrimiento para leer más; y el penitenciario de Córdoba, Arjona, que frisaba en enciclopedista, se mofó de la afectada severidad de Villanueva con este zonzo epigrama:

                              

   Toda España de ti siente

 

ser tu piedad tan sublime,

 

que es cuanto por ti se imprime

 

catecismo solamente.

 

   De tus obras afirmé

 

que eran catecismo puro;

 

lo confirmo, aunque aseguro

 

que hay mucho que no es de fe.

     Las Cartas de un obispo español sobre la carta del ciudadano Grégoire, obispo de Blois, publicadas con el seudónimo de don Lorenzo Astengo, que era su apellido materno (2328), son una calurosa defensa del Santo Oficio, al cual sirvió en tiempo de Arce, y contra el cual se desató en las Cortes de Cádiz, sin reparar mucho en la contradicción. «Yo nunca sospeché -dice en su Vida literaria (2329)- que el poder real llegara a convertirse en arma para abatir y arruinar la nación que la hipocresía vistiese el disfraz de la religión para infamarla y perseguirla.» No obstante, quien con atención lea aquellos primeros escritos, no dejará de descubrir en germen al futuro autor de El jansenismo, de las Cartas de D. Roque Leal, de Mi despedida de la curia romana y de La bruja. Repito que muchas veces hemos de volver a encontrarle, y nunca para bien.

     Don Francisco Martínez Marina, canónigo de la colegiata de San Isidro, donde todos menos uno picaban en jansenistas, [480] era hombre muy de otro temple, digno de la amistad de su paisano Jovellanos. Español a las derechas, estudioso de veras, sabedor como ningún otro hasta ahora de la antigua legislación castellana, austerísimo, no por codicia de honores y de mitras, sino por propia y nativa severidad y bien regida disciplina de alma, pensaba con firmeza y escribía con adusta sequedad y con nervio, asemejándose algo al moderno portugués Alejandro Herculano. El Martínez Marina del tiempo de Godoy no era aún el doctor y maestro de Derecho constitucional, cuya Teoría de las cortes o grandes juntas nacionales fue Alcorán de los legisladores de Cádiz y tantas cabezas juveniles inflamó de un extremo a otro de España. Tampoco era el sacerdote ejemplar que en los últimos años de su vida, retraído en Zaragoza y desengañado de vanas utopías, dictó la hermosísima Vida de Cristo. Pero ya bajo el reinado de Carlos IV difería hondamente de todos los demás regalistas, y especialmente de Sempere y Guarinos, fervoroso defensor de la potestad real, como buen jurisconsulto (2330), en su espíritu más democrático y admirador de las antiguas Cortes. El germen de la Teoría está en el Ensayo crítico sobre la antigua segregación castellana, que en la Academia de la Historia no quiso poner al frente de su edición de las Partidas, y que el autor publicó suelto en 1808. El espíritu de este libro en cosas eclesiásticas es desastroso. Asiendo la ocasión por los cabellos, cébase Martínez Marina en la Primera partida, acusándola de haber propagado y consagrado las doctrinas ultramontanas relativas a la desmedida autoridad del papa, al origen, naturaleza y economía de los diezmos, rentas y bienes de la Iglesia, elección de los obispos, provisión de beneficios, jurisdicción e inmunidad eclesiástica y derechos de patronato, despojando a nuestros soberanos de muchas regalías que como protectores de la Iglesia gozaron desde el origen de la monarquía, v. gr., erigir y restaurar sillas episcopales, señalar o fijar sus términos, extenderlos o limitarlos, trasladar las iglesias de un lugar a otro, agregar a éste los bienes de aquéllas en todo o en parte, juzgar las contiendas de los prelados, terminar todo género de causas y litigios sobre agravios, jurisdicción y derecho de propiedades. Por el contrario, el derecho canónico vigente trajo el trastorno de la disciplina, la relajación de los ministros del santuario, la despoblación del reino... El célebre concordato de 1753 se reputó como un triunfo, sin embargo, que hace poco honor a la nación, y todavía los reyes de Castilla no recobraron por él los derechos propios de la soberanía (2331). Todo esto dicho así, con este magistral desenfado y sin más prueba histórica que referirse en tumulto, no ya a los concilios toledanos, porque a Marina no le parecía [481] del todo bien la teocracia, sino a las excelentes leyes municipales, a los buenos fueros y a las bellas y loables costumbres de Castilla y León, que en su mayor parte nada tiene que ver con el punto de que se trata. ¡Engañoso espejismo de erudito querer encontrarlo todo en los fueros y en los cuadernos de cortes porque habían sido predilecto objeto de sus vigilias!

     No se aventuraba tanto el confesor de Carlos IV, abad de San Ildefonso y arzobispo de Palmira in partibus, D. Félix Amat, nacido en Sabadell en 1750, catalán de prócer estatura venerable y prelaticio aspecto, ejemplo raro de severidad y templanza en la corte de María Luisa y al lado de los Arce y los Muzquiz. Su sobrino, el obispo de Astorga D. Félix Torres Amat, escribió con piedad cuasi filial su vida en dos grandes volúmenes, que merecen leerse, aunque a veces por la prolijidad de los detalles recuerdan un poco aquella biografía del obispo de Mechoacán de que habla Moratín en El sí de las niñas (2332). Educado por Climent, de quien había sido familiar, y por el agustino padre Armaya, ilustre arzobispo de Tarragona, Amat galicanizaba ex toto corde. No había llegado hasta el sínodo de Pistoya, pero [482] estaba aferrado a Bossuet y a su Declaración del clero francés. Afectaba, con todo eso, moderación relativa, y en ella se mantuvo hasta que escribió las Observaciones pacíficas, prohibidas en Roma, como a su tiempo veremos. En 1808 no se le conocía aún más que por su Historia de la Iglesia (en trece volúmenes), compendio bien hecho, aunque extractado por la mayor parte de Fleury y del cardenal Orsi. En los últimos tomos se desembozó algo más. Así, v. gr., en el 11 (1.5 c. 2 n. 67 viene a aplaudir, aunque en términos ambiguos e impersonales, la expulsión de los jesuitas, escribiendo estas capciosas frases: «Eran antiguos los clamores de gente sabia y timorata contra algunas opiniones y máximas de gobierno de la Compañía y los deseos de que se reformase. Eran fáciles de atinar algunas causas que influían en que se creyese entonces la reforma más necesaria y menos asequible, y, por consiguiente, convenientísima la expulsión. Era además cosa ridícula e injusta cerrar los ojos para no ver la buena intención con que muchas personas respetables por todas sus circunstancias procuraban la destrucción de la Compañía, como útil entonces a la Iglesia y a los estados. Y por lo mismo es un verdadero fanatismo atribuirla a manejos ateístas, manejos cuya existencia no se funda sino en leves sospechas y cuya eficacia en aquellos tiempos y circunstancias era del todo inverosímil.» ¡Leyes sospechosas le parecían al arzobispo de Palmira las explícitas confesiones de D'Alembert!

     Así procede Amat en todos los puntos de controversia, tímido y ecléctico, como quien camina per ignes suppositos cineri doloso. Pero no se guarda de disimular sus simpatías hacia «los famosos solitarios de Puerto-Real; le cuesta trabajo llamarlos herejes; sólo les culpa de falso celo y espíritu de partido. ¡Tan blando con Arnauld y Nicole, él, que en 1824 había de llamar iluso y fanático a José de Maistre! (2333)

     La Historia eclesiástica pasó sin tropiezo, aunque un fraile delató los primeros tomos a la Inquisición, no por el virus del jansenismo, sino por otros reparos menudos. Arce desestimó la delación y sólo se mandó corregir una que parece errata de imprenta.

     Amat aprobó, si no públicamente, en unas Observaciones que corrieron manuscritas, y que su sobrino publicó muchos años después, bien en detrimento de la buena memoria del tío, el decreto de Urquijo sobre dispensas, y aun insinuó que, «siendo uno de los mayores obstáculos para la reunión de las sociedades cristianas, separadas por el cisma o la herejía, el horror con que miran la dependencia del papa, parece que facilitaría mucho la conversión de herejes y cismáticos el espectáculo de un reino [483] católico, como España, en que la primacía del papa quedase ceñida a sus derechos esenciales y los obispos gozasen de su antigua libertad en el gobierno de las iglesias» (2334). Es decir, que los cismáticos vendrían a nosotros si promovíamos nosotros un nuevo cisma. ¡Excelente lógica! Por eso se inclinaba no a la abolición total y de un golpe de las reservas, sino a que éstas se fueren restringiendo, pero no por la voluntad aislada de cada obispo en su diócesis.

     Aunque a Amat le parecía sabia y de sólida doctrina la Tentativa, de Pereira, cuando se trató de imprimirla traducida, y el Consejo se dividió, y el cabildo de curas de Madrid la reprobó, al paso que los canónigos de San Isidro instaban por la publicación inmediata, el arzobispo de Palmira, acostándose en esto al parecer de D. Luis López Castrillo, único prebendado de aquella colegiata que en esto difería de los restantes, opinó que las cosas no estaban bastante maduras en España para arrojarse a tal publicación (2335). Así y todo, el libro portugués corrió profusamente entre la juventud de las universidades, haciendo no poco estrago. ¿Y cómo no, si los obispos lo recomendaban en sus pastorales? Por el contrario, todo libro de tendencia opuesta era severamente recogido o se atajaba su impresión. Así hizo Amat con el de Hervás y Panduro. Así más adelante con la Historia universal sacroprofana, del jesuita D. Tomás Borrego (2336), a la cual había añadido un tomo de reparos el fiscal don Juan Pablo Forner, buen católico, pero jurisconsulto regalista. Forner se inclinaba a que la obra se imprimiera corrigiendo algunas cosas. Amat se opuso por la manera como en el libro se hablaba de jesuitas, de jansenismo y de potestad de los papas, «en términos muy imprudentes, capaces de excitar disturbios muy terribles contra la pública tranquilidad». Y el libro de Borrego se quedó inédito e inédito yace todavía.

     No todos los jesuitas opinaban como Hervás y Borrego. Hubo uno de ellos, de quien no diré que fuera galicano, porque mayor enemigo de Francia y de sus cosas no ha nacido en España, pero sí que hispanizó terriblemente, afeando con ésta y otras manías, propias de su genio áspero, indómito y soberbio, una obra extraordinaria, monumento insigne de ciencia y paciencia. Tal es la Historia crítica de España, de la cual llegó a publicar veinte tomos el P. Juan Francisco Masdéu desde 1784 a 1805 (2337). Libro es éste de muy controvertido mérito, y, sin embargo, irreemplazable, y para ciertas épocas único, no tanto por lo que enseña como por las fuentes que indica, por los caminos que abre y [484] hasta por las dudas racionales que hace nacer en el espíritu. Más que historia son disertaciones críticas previas y aparato e índice de testimonios para escribirla. Las notas valen más y son más útiles que el texto. Pero cuando Masdéu empuña el hacha demoledora y empieza a descuajar el bosque de nuestra historia con el hierro no de la crítica, sino de la negación arbitraria y del sofismo; cuando duda no más que por el prurito de dudar, tala implacable los personajes y hechos que no le cuadran en o le son antipáticos o no encajan en su sistema, o declara a carga cerrada apócrifos cuantos privilegios y documentos se le oponen o le estorban, duélese uno profundamente de que tanto saber y tanta agudeza fuesen tan miserablemente agotados por el viento iconoclasta de aquel siglo. Masdéu es en historia la falsa, altanera y superficial crítica del siglo XVIII encarnada.

     Esta crítica tocó a la jerarquía eclesiástica como a todo lo demás. Los tomos 8, 11 y 13 abundan en proposiciones aventuradísimas, que les han valido ser puestos en el Índice de Roma donec corrigantur. En España se levantó general clamoreo contra él y hubo quien le supusiese comprado por los jansenistas. Nada más falso; Masdéu era harto independiente y recto para venderse y amaba bastante a la Compañía de Jesús, en la cual vivió y murió, para hacerle traición coligándose con sus más venenosos enemigos. Pero Masdéu adolecía de una ilusión histórica y de una soberbia científica desmedida. Como a muchos de aquel tiempo, púsosele en la cabeza, entusiasmado con las glorias de la primitiva Iglesia española, que era posible restablecer en su pureza aquella antigua disciplina, única verdadera y sana; de donde dedujo que todo cuanto había acaecido en España desde las reforma cluniacenses y la venida de los monjes galicanos la abolición del rito mozárabe eran usurpaciones e intrusiones de la corte romana, favorecida y ayudada por los franceses. Esta es la tesis que late en toda la Historia de Masdéu, repetida y glosada hasta la saciedad no sólo en los tomos impresos, sino en cuatro más que existen inéditos (2338) y en un opúsculo titulado Religión española, escrito en Barcelona en los primeros meses de 1816, cuando el autor estaba ofendido y agraviado por disgustos de intra claustra. Este manuscrito acaba de publicarse en la Revista de Ciencias Históricas de Barcelona, con no muy buen acuerdo (2339). Tiene más de escandaloso que de útil; las regalías son hoy vejeces; en iglesias nacionales nadie piensa; y para conocer a Masdéu, nada añade ese papel que no supiéramos por su Historia crítica y por la Apología católica, en que, queriendo sincerarse, empeora su causa, como incapaz de guardar término ni mesura en nada (2340). En su historia de la España gótica [485] todo está sacado de quicio y envenenado; véase, por ejemplo, cómo narra él las supuestas disputas de San Braulio y San Julián con la Santa Sede. Quien siga extensamente el tomo primero de esta nuestra obra, hallará otros ejemplos de este ciego furor con que Masdéu interpreta la historia, siempre que se atraviesan regalías, inmunidad personal o local, concilios nacionales, jurisdicción pontificia, liturgia gótica, etc.

     ¿Y todo para qué? Y esto es lo más triste. Con ese fantasma de Iglesia española se amparaban decretos como el de Urquijo, y venía a renglón seguido el estupendo canonista marqués de Caballero, que los suscribía, preguntando con gran misterio si la publicación de los concilios de Toledo en la colección canónica que preparó el P. Burriel, y que iba a imprimir la Biblioteca Nacional, contendría algunas especies perjudiciales a la potestad real o a la paz del Estado. Oportunamente le advirtió el fiscal Sierra que los tales cánones eran más conocidos que la ruda, como que los habían impreso García de Loaysa, Aguirre y Villanuño, por lo menos. Si no aciertan a ser del dominio público, Caballero, Urquijo y Godoy los prohíben y los mutilan por revolucionarios, teocráticos y antirregalistas (2341), a la manera que reservadamente mandaron en 2 de junio de 1805 quitar de la Novísima recopilación las leyes en que se habla de cortes o se cercena algo de las facultades del monarca. «Conviene más sepultar tales cosas en un perpetuo olvido -decía Caballero- que exponerlas a la crítica de la multitud ignorante.»

     A tan vergonzoso estado de abyección y despotismo ministerial había llegado España en los primeros años del siglo XIX. La centralización francesa había dado sus naturales frutos, pero era sólo ficticia y aparente. La masa del pueblo estaba sana. El contagio vivía sólo en las regiones oficiales. Todo era artificial y pedantesco; remedo y caricatura del jansenismo y del galicanismo francés, como lo habían sido en Italia el regalismo de la Historia civil de Nápoles, de Giannone, o las reformas de Escipión Ricci, o la farsa semisacrílega de Pistoya. Aquellos goticismos e hispanismos cayeron en la arena y no fructificaron. La rueda superior que dirigía toda aquella máquina, ya la descubriremos en el capítulo siguiente. [486]
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NOTAS

2231.       No quiere esto decir que faltasen en absoluto, y más adelante se leerán en esta historia nombres de teólogos dignos de honroso recuerdo. Entre los controversistas no debo omitir, siquiera por la extrañeza y novedad de la materia que trató, al dominico catalán Fr. Bernardo Ribera (a quien llamaron Ribereta por lo exiguo de su estatura), el cual, después de tres años de residencia en Rusia como misionero apostólico y como capellán del embajador español duque de Liria, escribió contra los errores del cisma griego un raro libro impreso en Viena, cuyo título dice así:

     Opus theologicum primam Catechismi Romani partem subsecans, in duas classes divisum, Symboli arliculos exponens, historiam et chronologiam sacro-politicam Moskoviae adiungens, Emm. Cardinali Ludovico Belluga de Moncada dicatum. Viennae Austriae (1733), 4.º

     Refiere de sí mismo que, hallándose el día 21 de julio de 1730 en Moscú, asistió a unas conclusiones de teología vestido con el hábito de su Orden, que era enteramente desconocido en aquel país (cunctis Moskovitis ignoto), y argumentó sobre la procesión del Espíritu Santo del Hijo, y no solamente del Padre, como afirma la Iglesia griega.

     Los cuatro errores principales de los cismáticos, que extensamente refuta en su obra, son por este orden:

     I. Spiritum Santum per Filium male explicant.

     II. Status animarum purgandarum post mortem negatur, quibus indifinite suffragium conceditur.

     III. In causa adulterii polest vir ttxorem dimittere, non e contra.

     IV. Negant Primatum Ecclesiae Romanae; nos schismaticos vocant quod Christum Ecclesiae unicum caput colunt, et unicum Corpus Apostolis communiter traditum diviserimus.

     Pero, sin duda, la tentativa teológica más importante y digna de consideración en el siglo XVIII es la del jesuita Juan Bautista Gener, que ideó y en parte llevó a cabo el vastísimo plan de una enciclopedia teológico-escolástico-dogmático-polémico-moral, que habla de abrazar todo cuanto directa o indirectamente se refiere a la ciencia de la religión o pudiese servirle de instrumento; abarcando en ella concilios, herejías, escritores, monumentos antiguos sagrados y profanos, lápidas y medallas, etc. El prospecto de esta obra, que de haber sido enteramente realizada hubiera puesto el nombre de su autor al lado del del P. Petavio, salió en Génova en 1766 con el título de Prodromus continens scholasticae theologiae historiam, encomia, refutationem obtrectationum scriptores. Del texto llegó a imprimir (en Roma) seis tomos en folio, que comprenden los tratados siguientes:

     I. Systema et methodus totius operis exponitur; auctores chronologice indicantur de re theologica, errores, etc.

     II. De Deo uno et trino.

     III. De Deo, principio et fine Creaturarum.

     IV. De felicitate hominis et aeterna vita.

     V. De virtutibus, de gratia sanctificante et auxiliante.

     VI. Prosigue la misma materia de las virtudes teológicas y morales, praemisso supplemento ex actis monumentis chaldaicis.

     La muerte del P. Gener, acaecida en 1781, impidió la conclusión de esta obra, aunque es fama que el autor dejó varios tomos manuscritos y preparados para la imprenta.

     Cf. GENER, P. JUAN BAUTISTA, Scholastica vindicata, seu Dissertatio historico-cbronologico-critico-apologetica pro Theologia Scholastica vel Speculatrice adversus obtrectatores: una cum conspectu plurium commentariorum, quos iam edendos idem spondet. Dissertationis auctor Joanes Baptista Gener, Hispanus, Societatis Iesu Theologus. Gennae, apud Bernardum Tarigum, 1766. [Priman en el original (N. del E.)].

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2232.       Conflictos de Portugal con Roma en el siglo XVIII. Benedicto XIII (Orsini, 1724-1730)... no pudo mantener la paz con el rey de Portugal Juan V, que exigía de una manera ruda e inconveniente que el papa concediese el cardenalato al nuncio Bichi, retirado de Lisboa. El colegio de cardenales protestó contra semejante elevación. Irritado Juan con esta negativa, llamó a todos los portugueses que había en Roma, interdijo toda relación con la Santa Sede y prohibió asimismo a los conventos de Portugal que enviaran a Roma sus acostumbradas limosnas.

     Clemente XII (Corsini, 1730-1740) arregló las diferencias con Portugal creando cardenal al legado Bichi; pero inmediatamente después tropezó con graves dificultades en la corte de España. Benedicto XIV (Lambertini, 1740-1758)... concedió a Juan, rey de Portugal, el título de rey fidelísimo (1748) y el derecho de proveer todos los [414] obispados y beneficios vacantes en su reino... Además celebró un concordato (1753) con España, en virtud del cual conservó el derecho de proveer cincuenta y dos beneficios y fundaciones del reino, siendo indemnizado con cierta cantidad de dinero de su renuncia a los derechos sobre los demás (ALZOG, IV 201-202).

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2233.       Antonio Pereira nació en la comarca de Thomar en 14 de febrero de 1725. En 1761 se hizo presbítero secular. Fue latinista eminente y hombre de copiosa erudición. Murió el 14 de agosto de 1797. Sus escritos sobre gramática latina, retórica, lengua portuguesa, historia, teología y antigüedades son numerosísimos. Pueden verse en el Diccionario bibliographico-portuguez, de INOCENCIO DA SILVA, y en su Elogio histórico, escrito por el Dr. LEVY MARÍA JORDÁN. La primera edición de su Biblia es de 1797 a 1803 (17 volúmenes).

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2234.       Tentativa theologica, em que se pretende mostrar, que impedido o recurso á Sé Apostolica, se devolve aos senhores bispos a facultade de dispensar nos impedimentos publicos do matrimonio, e de prover spiritualmente em todos os mais casos reservados ao papa, todas as vezes que asim o pedir a publica e urgente necessidades dos subditos. Seu autor Antonio Pereira de Figuereido, presbytero e theologo de Lisboa, deputado ordinario da Real Meza Censoria e official de Linguas da Secretaria de Estados dos Negocios Estranjeiros. Terceira impressao, revista e enmendada pelo mismo autor, que no fim da Obra lhe ajuntou a sua «Resposta Apologetica contra a censura do Padre Gabriel Galindo, theologo de Madrid». Lisboa, na officina de Antonio Rodriguez Galharde, impressor da Real Meza Censoria. M.DCC.LXIX (en 4.º, XI + 286 páginas y 62 más para la apología).

     Esta es la edición que tengo; la primera debió ser de 1766, a juzgar por la fecha de la dedicatoria a los obispos, que va al frente en 23 páginas sin foliar.

     -Appendix, e illustraçao da Tentativa Theologica, sobre o poder dos Bispos em tempo de Rotura. Seu auior Antonio Pereira, Presbytero da Congregaçao do Oratorio de Lisboa, e Deputado Ordinario da Real Meza Censoria. Lisboa, na offic de Antonio Vicente da Silva, anno M.DCC.LXVIII (en 4.º, 381 páginas).

     Hay de la Tentativa varias traducciones en diversas lenguas.

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2235.       Demostraçao tbeologica canonica e historica do direito dos Metropolitanos de Portugal para confirmarem, e mandarem sagrar os Bispos suffraganeos nomeados por sua Majestade: e do dircito dos Bispos de cada Provincia para confirmarem, e sagrarem os seus respectivos Metropolitanos, tamben nomeados por sua Majestade, ainda fora do caso de Rotura com a Corte de Roma. Seu Author Antonio Pereira de Figueiredo, deputado ordinario da Real Meza Censoria, e official de linguas da secretaria de Estado dos Negocios Estrangeiros (Lisboa, na reg. officina typographica, anno MDCCLXIX, 1769), XLIV + 474 páginas.

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2236.       Impreso por primera vez en Cádiz el año 1813, siendo el autor diputado de las Cortes generales y extraordinarias. Reimpreso en Madrid 1836, imp. de D. Eusebio Aguado, XV + 188 páginas.

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2237.       Siempre hay excepciones honrosas, pero véanse los libros que salen de Lisboa, y nadie dudará en darme la razón.

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2238.       Cf. COXE (WILLIAM), España bajo el reinado de la casa de Borbón t. 3 p. 349.

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2239.       Cf. WOLF, Le Brésil littéraire... c. 6 p. 50ss.

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2240.       Está traducida a la letra en el Dictamen fiscal de D. Francisco Gutiérrez de la Huerta, presentado y leído en el Consejo de Castilla, sobre el restablecimiento de los jesuitas (Madrid, imp. de Epinosa y Compañía, 1845) p. 158 a 186.

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2241.       Tales son: Retrato de los jesuitas, formado al natural por los más doctos y más ilustres católicos. Juicio hecho de los jesuitas, autorizado como auténticos e innegables testimonios, por los mayores y más esclarecidos hombres de la Iglesia y del Estado... Traducido de portugués en castellano. Para desterrar las obstinadas preocupaciones y voluntaria ceguedad de muchos incautos e ilusos que, contra el hermoso resplandor de la verdad, cierran los ojos... Segunda impresión, con superior permiso. En Madrid, en la oficina de la viuda de Eliseo Sánchez. Año de 1768 (142 páginas en 4.º).

     -Continuación del retrato de los jesuitas, formado al natural por los sabios y más ilustres católicos... Con superior permiso. En Madrid, en la oficina de Gabriel Ramírez, reimpreso en Barcelona por Tomás Piferrer, impresor del Rey nuestro Señor, plaza del Ángel, 1768 (278 paginas en 4.º).

     -Deducción chronológico-analítica... donde por serie de gobiernos portugueses, desde Don Juan III hasta el presente, se descubren los horrendos estragos que la Compañía llamada de Jesús ha cansado en Portugal y sus dominios por medio del plan y sistema que ha seguido inalterablemente desde que entró en el reino..., dada a luz por el Dr. José de Seabra de Silva... (Lisboa 1767).

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2242.       Hizo la traducción castellana de algunos de estos libelos el abogado D. José Maimó y Ribes, que antes había traducido las obras pedagógicas del arcediano de Évora Verney, alias el Barhadinho.

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2243.       Cf. MURR, Historia de los jesuitas en Portugal en tiempo de Pombal (Nuremberg 1787), dos tomos.

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2244.       El que quiera ver hasta dónde llegaba la ñoñez de Carlos III, lea íntegro el c. 6 del 1.6 (t. 3) de su Historia, escrita por FERRER DEL RÍO, fervoroso panegirista suyo. El estilo del autor corre parejas con la grandeza del héroe. Eso sí, él no seria un Felipe II, ni su historiador ningún Tácito; pero ¡qué costumbres domésticas tan apacibles e inocentes! Vean nuestros lectores alguna muestra, si es que pueden contener la risa: «Habitual capricho suyo era, cuando comía un huevo, poner hacía arriba en la huevera la parte de la cáscara no abierta, y descargarla tan atinado golpe con el mango de la cucharilla, que está quedaba perpendicular sobre aquella especie de promontorio».

     Grandes fueron los pecados de Carlos III, aunque él creyera otra coa; pero bien le castigó la Providencia deparándole un historiador progresista.

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2245.       FERRER DEL RÍO, t. 1 p. 387.

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2246.       Tradujo además del griego, pero no llegó a publicar, el libro De los dioses y el mundo, que corre a nombre del filósofo SALUSTIO.

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2247.       Cf. acerca de Campomanes el Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritos del reinado de Carlos III, por SEMPERE y GUARINÓS (Madrid 1785), t. 2. [433] p. 42 a 107. Con ser tan extenso este catálogo de las obras de Campomanes, todavía no es completo.

     Cf. la Bibliografía Asturiana, de D. MÁXIMO FUERTES ACEVEDO (manuscrita, en la Biblioteca Nacional). Nuestro amigo D. Vicente Abello, de Luarca, tiene recogidos casi todos los escritos impresos e inéditos de Campomanes.

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2248.       Aprobaron además la Regalía de amortización: Fr. José Luis de Lila, de la Orden de San Agustín, obispo de Guamanga; Fr. Isidoro de Arias, general de San Benito, catedrático de Teología en Salamanca; Fr. Juan Pérez, provincial de los Dominicos de Castilla; el P. José León, clérigo regular y antiguo lector de Teología. La Regalía se tradujo en seguida al italiano (1777), imprimiéndose en Milán y en Venecia

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2249.       Cf. estos dictámenes en el tercer tomo de la traducción italiana de la Regalía, impresa en Milán, 1777.

     Sobre las materias tratadas en este párrafo, consúltense especialmente FERRER DEL RÍO, Historia del reinado de Carlos III de España (Madrid 1956, imp. de Matute y Compagni) t. 1 cs. 1 y 4, y LLORENTE, Histoire critique de l'Inquisition (París 1818) t. 4 c. 62.

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2250.       El autor se firma sólo Un ilustrado español. Se ha atribuido con ningún fundamento al P. Ceballos, de cuyas ideas y estilo desdice. Corren de él varias copias manuscritas; pero puede decirse que lo más interesante ha sido ya impreso, ora en los artículos que D. Pedro de la Hoz publicó en La Esperanza contra la Historia de Carlos III, de FERRER DEL RÍO, ora en el folleto de D. Vicente de la Fuente La Corte de Carlos III (p. 2.ª, Madrid 1868), que es de polémica con el mismo Ferrer. El autor del Juicio parece haber sido un abate o petimetre de poco seso y letras, muy pródigo de galicismos, pero merece estimación por lo curioso de las noticias y por la extraordinaria imparcialidad.

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2251.       Véase un extracto de esta pesquisa en el Dictamen fiscal, de HUERTA, va citado, p. 232 a 241. Es lectura edificante y sustanciosa.

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2252.       En carta a Ferrer del Río, que cita éste cándidamente en la página 104 de su segundo tomo, añadiendo que él no ha encontrado rastro de tales atrocidades. ¿Pequeña atrocidad le parecía a Ferrer del Río lo que se hizo con el abate Hermoso, con Velázquez y con mi pobre paisano Gándara, a quienes no se probó nada? ¿Es pequeño vituperio para D. José Moñino (después conde de Floridablanca, y entonces delegado de Aranda) haber sido el último que aplicó el tormento en las cárceles de Cuenca, baldando de pies y manos a un infeliz labrador por complicidad real o supuesta en el motín de aquella ciudad? ¿No confiesa el mismo Ferrer del Río que de muchos de los encarcelados por Aranda no volvió a saberse nada? ¡Qué sindéreis de historiador!

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2253.       Huerta dice en su Dictamen fiscal que, cuando en 1815 se le mandaron remitir todos los papeles concernientes a este asunto, de la primera consulta del Consejo «sólo vino copia simple y tan defectuosa, que carecía de la primera parte, en que debió hacerse la historia del procedimiento y la especificación de los motivos legales» (p. 5). Ferrer del Río suple en parte la falta con ayuda de documentos posteriores (p. 137 del t. 2)

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2254.       Niega Ferrer del Río que tal carta existiese; pero lo afirman unánimes Cristóbal de Murr, diarista de Viena en 1780 (cit. Por CRETINEAU JOLY, Clemente XIV p. 154); RANKE (Historia del Papado t. 4 de la trad. franc., p. 494), COXE (España bajo el reinado de la casa de Borbón t. 4 p. 171 de la trad. esp.), SISMONDI (Histoire des Français t. 29 p. 370), el P. Ravignan y cincuenta, que fuera prolijo enumerar.

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2255.       Cf. CRETINEAU JOLY, Clemente XIV y los jesuitas c. 2 p. 151ss de la trad. cast. (Madrid 1848); El espíritu de D. José Nicolás de Azara descubierto en sus cartas a D. Manuel de Roda (Madrid, imp. de Sojo, 1846), 3 tomos en 8.º (un descendiente del autor que ha hecho muchas biografías, álbumes y coronas poéticas a su memoria negó la autenticidad de estas cartas, pero sin convencer a nadie); CARAYON (P. AUGUSTO); Charles III et les jesuites de ses états d'Europe et d'Amérique en 1767. Documents inédits: Paris, L. Eucreux... (1868), en 4.º, 550 páginas: Colección general de las providencias hasta aquí tomadas por el Gobierno sobre extrañamiento y ocupación de temporalidades de los regulares de la Compañía, etc. (Madrid, imp. Real 1767); COXE (WILLIAM), España bajo el reinado de la Casa de Borbón (t. 4 de la trad. esp., p. 171); Dictamen fiscal de GUTIÉRREZ DE LA HUERTA (Madrid 1845); THEINER (P. AGUSTÍN), Historia del pontificado de Clemente XIV (Florencia 1854), 4 vols.; P. RAVIGNAN, Clemente XIII y Clemente XIV (admirable libro; el mejor que hay sobre el asunto); FERRER DEL RÍO. t. 2 c. 4 p. 117 a 169; La corte de Carlos III (dos opúsculos de D. VICENTE [441] DE LA FUENTE en 1867 y 1868; publicados antes en forma de artículos en La Cruzada).

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2256.       Jesuitas. -Elogio de sus escuelas por el canciller Bacon:

     «Ad paedagogiam quod attinet, brevissimum foret dictu: Consule scholas Iesuitarum; nihil enim, quod in usum venit, his melius. Quae nobilissima pars pristinae disciplinae revocata est aliquatenus quasi postliminio in Iesuitarum collegiis, quorum quum intueor industriam sollertiamque, tan in doctrina excolenda, quam in moribus informandis, illud occurrit Agesilae de Pharnabazo: Talis quum sis, utinam noster esses.»

     (De Augmentis scientiarum.) ALZOG. IV 261.

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2257.       Hay dos bibliografías de los jesuitas expulsos: una, por Prat de Saba (Roma 1803); otra, por Diosdado Caballero; pero son ambas muy incompletas, como lo es todavía, a pesar de los suplementos, la de los P. Backer (Agustín y Luis).

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2258.       Colección de documentos relativos a la expulsión de los jesuitas de la República Argentina y del Paraguay en el reinado de Carlos III, con introducción y notas por D. Francisco Javier Brabo... (Madrid, imp. de J. M. Pérez 1872), 404 páginas en 4.º El colector es tanto menos sospechoso cuanto que acusa a los jesuitas hasta de aspirar a la monarquía universal. Pero merece aplauso por la buena fe con que publicó sus documentos.

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2259.       P. 30 y 31 de la colección citada.

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2260.       P. 159.

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2261.       P. 153.

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2262.       P. 151.

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2263.       Ferrer del Río (I.2 c. 5) se toma mucho trabajo para demostrar que Carlos III no podía ver a los jesuitas y que puso empeño (que yo llamo irracional y ciega terquedad) en sostener lo hecho. Si así fue y en alguna cosa obró de motu proprio y no por instigación de sus consejeros aún es mayor su culpa, sin que baste a disculparle su estrechísimo y cerrado entendimiento.

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2264.       Véase en CRETINEAU JOLY, Clemente XIV (fol. 167 de la trad. cast.). Está en facsímil.

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2265.       Puede leerse en el t. 2 de la Colección (oficial) de providencias, ya citada (p. 8 a 30).

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2266.       Este destierro está enlazado con un hecho muy curioso y significativo que refiere William Coxe (t. 4 p. 368 a 369 de la edición inglesa de 1815), y niega, sin fundamento alguno, Ferrer del Río (t. 2 p. 197-199), a saber: el clamor popular que pidió a Carlos III la vuelta de los jesuitas un día que se asomó el balcón de su palacio.

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2267.       Memorial ajustado, hecho de orden del Consejo Pleno, a instancia de los señores fiscales, del Expediente consultivo visto por remisión de S. M. a él, sobre el contenido y expresiones de diferentes cartas del R. Obispo de Cuenca... (Madrid 1768, oficina de Joaquín Ibarra), 204 folios.

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2268.       P. 40 del t. 1 de sus Cartas.

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2269.       A propósito de citas, es de notar en el Juicio imparcial la frescura con que Campomanes y el corrector Moñino se citan a sí propios llamando el segundo sublime a su literatura (nadie lo diría si él no lo jurase), y el primero, obra eruditísima, que nada deja que desear a la suya de la amortización. ¡Estos fiscales no tenían abuela!

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2270.       P. 143 de la edición de Rivadeneyra (obras de Floridablanca).

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2271.       Juicio Imparcial sobre las Letras en forma de Breve que ha publicado la Curia Romana, en que se intentan derogar ciertos Edictos del Serenísimo Señor Infante Duque de Parma, y disputarle la Soberanía temporal con este pretexto. Madrid, en la oficina de D. Joaquín de Ibarra, impresor de Cámara de S. M. (1768 [la primera edición] y 1769, fol.).

     Este libro está reimpreso (no se sabe por qué, siendo de Campomanes) en el tomo titulado Obras originales del conde de Floridablanca y escritos referentes a su persona, coleccionado por D. Antonio Ferrer del Río para la Biblioteca de Autores Españoles (Madrid 1867). Este tomo tiene circunstancias muy singulares. En primer lugar, [451] apenas hay en él doscientas páginas que pertenezcan a Floridablanca, porque el colector atiborró el volumen con el Expediente del obispo de Cuenca y otros papeles tan clásicos y amenos como éste. En segundo lugar, Floridablanca no era escritor, ni siquiera mediano, ni lo pretendió nunca, ni por ningún lado merece figurar en una colección de clásicos.

     El mismo año que el Juicio imparcial, y para corroborarle más, se imprimió la Historia legal de la Bula llamada «In Coena Domini», dividida en tres partes, en que se refieren su origen, su aumento y su estado; las defensas que los Reyes Católicos han hecho en particular a sus capítulos; las súplicas que han interpuesto de ellos a la Sede Apostólica, y lo que acerca de ellos han sentido y escrito diferentes Autores por espacio de cuatro siglos y medio, desde el año de 1254 hasta el presente de 1698. Recopilado por el Sr. D. Juan Luis López, del Consejo de S. M. en el Sacro y Supremo de Aragón. Va al fin, además del Apéndice, el discurso legal del Sr. D. Joseph de Ledesma, Fiscal del Concejo (Madrid, imp. de D. Gabriel Ramírez, 1768), folio. Con un prólogo de Campomanes.

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2272.       C. 3 de su Clemente XIV. En la Historia de los Jesuitas anda menos explícito.

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2273.       Cf. FERRER DEL RÍO, 1.3 c. 2. Con todo eso, Cretineau Joly en su réplica al P. Theiner (1853) prometió revelaciones supremas sobre este punto. Quizá acertó en callárselas, si es que las tenía.

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2274.       Desgraciadamente son harto significativas estas palabras de Carlos III en carta de 26 de diciembre de 1769: «Ya miro como logrado este bien desde el punto que Vuestra Beatitud me lo anuncia» (cf. en FERRER DEL RÍO, t. 2 p. 311). Bernis escribió a Choiseul: «Me ha entregado Su Santidad una carta para el rey..., en la cual se contiene la seguridad de que serán extinguidos los jesuitas, aunque con palabras encubiertas (ibid., p. 310).

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2275.       El de Segovia, D. José Martínez Escalzo, y el de Zamora, D. Antonio Jorge y Galván.

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2276.       Así lo dice el obispo de Lugo, Armañá, más adelante arzobispo de Tarragona.

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2277.       Había nacido en Barbuñales, junto a Barbastro. Fue hermano del insigne viajero D. Félix, que tanto ilustró la historia natural del Paraguay.

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2278.       16 de julio de 1772 (El Espíritu de Azara t. 2 p. 318).

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2279.       3 de septiembre (p. 334).

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2280.       5 de noviembre (p. 352).

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2281.       3 de diciembre (p. 362).

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2282.       31 de diciembre (p. 370).

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2283.       11 de febrero de 1773 (p. 285).

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2284.       La correspondencia diplomática de Floridablanca está publicada o extractada casi toda en la introducción de Ferrer del Río al t. 59 de la Biblioteca de Ribadeneyra, que contiene las llamadas obras de aquel ministro (p. XI a XXVI), y en el t. 2 1.3 cs. 4, 5 y 6 de su Historia de Carlos III. Cotéjese siempre con las cartas de Azara, de que él hizo poco uso, y con los libros de Theiner, Cretineau Joly y Ravignan.

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2285.       Plan de estudios dirigido a la Universidad de Salamanca por el Real y Supremo Consejo de Castilla, y mandando imprimir de su orden. En Salamanca, por Antonio Villagordo y Alcaraz, y Tomás García de Honorato, año de 1771.

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2286.       Real provisión del Consejo, que comprehende el Plan de Estudios que ha de observar la Universidad de Alcalá de Henares, año de 1772 (en Madrid, en la imprenta de Pedro Marín).

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2287.       Real Provisión de S. M. y señores del Consejo, por la que se establece el número de cátedras y el método de enseñanzas y estudios que ha de haber desde su publicación en la Real Universidad de Granada (Madrid, imprenta de Blas Román, 1766).

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2288.       Plan de Estudios aprobados por S. M. y mandado observar en la Universidad de Valencia (Madrid, en la imprenta de la viuda de Ibarra, 1787).

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2289.       Quizá sea más bien el teólogo y filósofo wolfiano Israel Canz, a quien cita mucho el P. Ceballos.

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2290.       Véase el artículo Planes de estudios, en el t. 4 del Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III, de SEMPERE y GUARINOS, p. 207 a 251.

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2291.       Biblioteca de los escritores que han sido individuos de los seis colegios mayores: de San Ildefonso de la Universidad de Alcalá de Henares; de Santa Cruz de la [460] de Valladolid; de San Bartolomé de Cuenca; de San Salvador de Oviedo y del Arzobispo, de la de Salamanca... por D. Josef de Rezabal y Ugarte (Madrid, en la imprenta de Sancha, año de 1805).

     El memorial de Pérez Bayer, Por la libertad de la literatura española, se conserva original en la biblioteca de la Universidad de Madrid y hay copia de él en la Nacional y en otras (dos tomos folio).

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2292.       Cf. GIL DE ZÁRATE, De la instrucción pública en España (Madrid imprenta del Colegio de Sordomudos, 1855) t. 1 c. 4.

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2293.       Véase su artículo en el t. 2 de SEMPERE Y GUARINOS, p. 189ss.

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2294.       Además de Climent, publicaron acerbas pastorales contra los jesuitas, obedeciendo al mandamiento real, el arzobispo de Burgos, Ramírez de Arellano, y, lo que es más de sentir, el insigne arzobispo de Méjico y luego de Toledo, D. Francisco Antonio Lorenzana, y el agustiniano Fr. Francisco Armaña, obispo de Lugo y después arzobispo de Tarragona, varón piadosísimo y de inculpada vida.

     La literatura antijesuítica en aquel reinado fue muy copiosa, pero nada original. Por el nombre de su autor, y no por otra cosa, puede citarse la Delaciónde la doctrina de los intitulados jesuitas contra el dogma y la moral, por el Dr. D. FERNANDO HUIDOBRO y VELASCO (Madrid 1768), seudónimo del P. Flórez, según nos reveló su biógrafo el P. Méndez.

     Se publicaron, además, entre otros infinitos papeles:

     -Discurso sobre las enfermedades de la Compañía, Por el P. Juan de Mariana. Con una disertación sobre el autor y la legitimidad de la obra, y un apéndice de varios testimonios de jesuitas españoles que concuerdan con Mariana... (en Madrid, en la imprenta de D. Gabriel Ramírez.... año de 1768), 308 páginas, 4.º (La disertación preliminar es de D. José Miguel de Flores.)

     -Idea sucinta del origen, gobierno, aumento, excesos y decadencia de la Compañía del nombre de Jesús, con un resumen de sus relaxadas y perniciosas opiniones morales (traducido del italiano [Madrid, por Joaquín Ibarra, 1768], 154 páginas).

     Y por de contado, se tradujo también la Monarquía de los Solipsos, famoso libelo de INCHOFER, y muchos folletos portugueses, entre ellos la Deducción cronológica de SEABRA, a la cual puso notas Campomanes.

     Tenía mucho de cómico esta manía de hablar, a tuertas o a derechas, de los jesuitas. ¿Quién esperaría encontrar en el prólogo que el Dr. D. Vicente Blasco, canónigo de Valencia, puso a los Nombres de Cristo, de FR. LUIS DE LEÓN, en la edición de Valencia de 1770, una rabotada furiosa contra «las falsas doctrinas de la moral, que algunos, usurpándose el título de maestros de ella, han derramado en medio de la Iglesia, dándoles nombres de suaves y benignas, siendo en la verdad una ponzoña tanto más cruel cuanto más adormece al hombre para que no sienta su mal, y así camine con mentida paz a la muerte eterna»?

     Hasta en los libros clásicos de latinidad impresos para los muchachos se ponían reclamos de este jaez. Así, v. gr.: D. Enrique Cruz Herrera, profesor de Letras humanas, hoc est, dómine de Oviedo, comienza el prólogo de una edición de los Tristes, de OVIDIO, con las notas de Minelli, hecha en 1790 (y bastante menos correcta que la de Villagarcía), con estos retumbantes clausulones: Illuxit tandem dies, qua velut fugatis tenebris, e cathedra deturbatis nebulonibus, optimisque suffectis in eorum locum magistris (la modestia antes que todo), per amoena Humanarum Litterarum vireta inoffenso pede expatiari possumus. Y para que no se dude de la ilusión, cita por nota el tratado De las enfermedades de la Compañía y la pragmática, que él llama senatus-consulto, de 5 de octubre de 1767.

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2295.       El futuro arzobispo de Palmira, Félix Amat, fue discípulo predilecto de Climent, y procuró honrar su memoria en el curioso opúsculo que se titula Breve relación de las exequias que por el alma del Ilmo. Sr. Climent celebró su familia en el convento de predicadores de Barcelona en los días 19 y 20 de diciembre de 1781, con la oración fúnebre que dijo el Dr. D. Félix Amat, su maestro de pajes y bibliotecario de la Biblioteca pública episcopal, y un elogio histórico para ilustración de la oración fúnebre (Barcelona, imp. de Bernardo Plá), 4.º, 99 páginas.

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2296.       Elogio del Excmo. Sr. Conde de Campomanes, leído en junta ordinaria de la Real Academia de la Historia, el día 27 de mayo de 1803, nota 40.

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2297.       Discusión del proyecto de decreto sobre el Tribunal de la Inquisición (Cádiz, Imprenta Nacional, 1813), p. 103. Además de los escritos de Campomanes hasta aquí citados, hay algunos de materia canónica en la Colección de sus alegaciones fiscales (cuatro tomos 4.º), que publicó en Madrid, por los años 1841 y 1843, el célebre ministro de Gracia y Justicia D. José Alonso, autor de una tentativa cismática en tiempo de la Regencia de Espartero. Su edición de Campomanes contiene mucho inédito, pero adolece de voluntarias mutilaciones, según la comprobó D. Vicente Abello cotejándola con los registros originales del Consejo. Así, v. gr., en el expediente de amortización, cercena la consulta de 18 de julio de 1766, dejándose en el tintero la respuesta del fiscal Sierra y el dictamen de la mayoría del Consejo, opuesta entonces a Campomanes y Aranda (cf. Obras de Jovellanos t. 3, que contiene sus Diarios, p. 144, nota. Este tomo no está publicado, pero sí impreso casi del todo desde 1861, y yo tengo a la vista los pliegos de capillas merced a mi buen amigo y compañero el Excmo. Sr. D. Cándido Nocedal).

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2298.       Cf. Obras de Floridablanca p. 213 a 727. Por cierto que Ferrer del Río, que con tanto fárrago llenó este tomo, hubiera podido darnos en él algunos escritos que verdaderamente son de Moñino, y cuyos títulos constan en el Ensayo de una biblioteca, etc., de SEMPERE y GUARINOS, sobre todo su Respuesta fiscal sobre la libre disposición, patronato y protección inmediata de S. M. en los bienes ocupados a los jesuitas, que corre impresa en la Colección oficial de providencias, ya citada, y que sirvió de base a la consulta del Consejo extraordinario, al cual se agregaron entonces los dos arzobispos de Burgos y Zaragoza y los obispos de Tarazona, Albarracín y Orihuela; otras Respuestas fiscales, que pasan de doce, y su Carta apologética sobre el tratado de Amortización, de CAMPOMANES. De donde resulta que las obras de Floridablanca se quedaron sin coleccionar, aunque hay un tomo, no pequeño, que lleva su nombre. Lo cual no es decir yo que valgan mucho la pena de ser coleccionadas, sobre todo como documentos literarios. Dos de estas respuestas fiscales son sobre diezmos y primicias y otras dos produjeron la recogida de sendos libros de derecho canónico antirregalista: los Puntos de disciplina eclesiástica, de D. FRANCISCO ALBA, y la Methodica ars iuris, de autor cuyo nombre no se expresa.

     Sobre la conversión de Floridablanca, cf. LA FUENTE (La Corte de Carlos III p. 2.ª p. 198), que oyó referir lo de la retractación a D. José María Huet y otros ancianos.

     Del duque de Alba cuenta el protestante Cristóbal de Murr (t. 9 p. 222 de su Diario, cit. por Cretineau Joly en su Clemente XIV p. 154) que confesó antes de morir haber sido fautor del motín del domingo de Ramos, de la carta interceptada sobre la legitimidad de Carlos III y de otras patrañas contra los jesuitas. Quede en tela de juicio esta noticia. El motín parece haber sido casual, aunque el de Alba y los suyos lo aprovecharon.

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2299.       Entre los juriconsultos regalistas del reinado de Carlos III merecen especial mención, aparte de los citados, el fiscal del Consejo de Indias D. Manuel Lanz de Casafonda, autor de la Representación fiscal sobre el recogimiento del Breve «Coelestium» de 12 de julio de 1769, y de una terrible respuesta en el expediente sobre extinción de los jesuitas, relativa, sobre todo, a diezmos y misiones de América, y supuesta usurpación de derechos reales (vid. SEMPERE, tomo II, páginas 144 a 151); y el consejero D. Pablo de Mora y Jaraba, a quien se atribuye el informe de Abogados sobre las conclusiones del bachiller Ochoa, en la cual se afirma, entre otras proposiciones gravísimas, que la regalía de los príncipes en la convocación, asistencia y aprobación de los Concilios no es efecto de la potestad eclesiástica o delegación de la autoridad canónica, sino derecho innato e imprescriptible de la soberanía. Además dejó manuscritos, según Sempere afirma (tomo IV, página 120), un Diálogo entre un Abogado de corte y un Scéptico, sobre recursos de fuerza, y disertaciones varias sobre la inteligencia del Concordato, sobre el recurso de nuevos diezmos, sobre la provisión de beneficios, sobre la inmunidad local y las pensiones de los Obispos.

2300.       AMADOR DE LOS RÍOS: Historia de los Judíos en España (Madrid, Fortanet, 1876) páginas 552 y 53.

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2301.       Colección diplomática de varios papeles antiguos y modernos sobre dispensas matrimoniales y otros puntos de disciplina eclesiástica. Su autor, D. JUAN ANTONIO LLORENTE... Segunda edición, Madrid, imprenta de Tomás Alban y C.ª, 1822, páginas 63 a 215.

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2302.       Tavira fue quien dijo en la Academia Española que la égloga Batilo «olía a tomillo». Meléndez le pagó con dos odas muy lindas, en estilo de Fr. Luis de León. Sobre los sermones de Tavira, véase su breve artículo en la Biblioteca de SEMPERE y GUARINOS.

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2303.       Cf. en LLORENTE, p. 75.

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2304.       P. 90ss de la susodicha Colección diplomática.

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2305.       Véase en la Colección diplomática (gracioso título para una colección de papeles contemporáneos, en que hay hasta cartas del autor, que él sin duda consideraba como diplomas) la representación que dirigió al obispo de Teruel, D. Francisco Xavier de Lizana, en 17 de septiembre de 1799, p. 44ss.

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2306.       Los reimprimió Llorente, p. 183 a 213.

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2307.       Cf. INGUANZO, Discurso sobre la confirmación de los obispos p. V del prólogo.

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2308.       Vida del Ilmo. Sr. D. Félix Amat... (1835, Madrid, imprenta de Fuentenebro) p. 87.

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2309.       Cf. LLORENTE, t. 4 p. 85.

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2310.       LLORENTE, t. 3 p. 92.

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2311.       Cf. LLORENTE, t. 2 p. 461.

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2312.       Cf. Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (ed. de la Biblioteca de Autores Españoles) p. 72. Fue ahorcado en la cárcel a consecuencia de aquellas matanzas.

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2313.       Cf. los respectivos artículos en el c. 25 de Llorente.

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2314.       Cf. LLORENTE, t. 2 p. 462.

ce a la vida del Ilmo. Sr. D. FéIix Amat, arzobispo de Palmira, Madrid, imprenta.

ce a la vista del Ilmo. Sr. D. Félix Amat, arzobispo de Palmira, Madrid, imprenta que fue de Fuentenebro, (1838).

     Además, Llorente dio noticias de este proceso en dos o tres partes de su desordenadísima Histoire critique de l'Inquisition, especialmente en los c. 25 y 43.

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2315.       El arcediano vivió mucho tiempo en París, dedicado al estudio de las ciencias naturales y de la economía política. Pasado el furor de la persecución, volvió a recibir su prebenda, y los liberales de Cádiz le hicieron en 1810 consejero de órdenes. En 1820 fue diputado a Cortes por Ávila. La reacción de 1823 le obligó a emigrar de nuevo. Murió en Calais el 18 de julio de 1828.

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2316.       LLORENTE, Histoire critique t. 4 p. 115ss.

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2317.       El P. Fernández fue discípulo de Fr. Diego González y coleccionó sus obras poéticas, anteponiéndoles la vida del autor muy bien escrita. Poéticamente se llamó Liseno; perteneció a la escuela salmantina y le estimaron mucho Meléndez y Jovellanos. Sus poesías se conservan inéditas entre los religiosos de su Orden, y yo tengo copia de algunas. No conozco más biografía suya que la que compuso el P. Olavarría para los Saecula Augustiana de Lanteri (Roma, typis Bernardi Morini, 1860), p. 268 a 270. Allí nada se dice de El pájaro en la liga, pero Torres Amat, en la biografía de su tío el arzobispo de Palmira (p. 86), se lo atribuye al P. Fernández, y la tradición lo confirma.

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2318.       Esta real orden se lee en el Apéndice de la vida del arzobispo Amat, p. 12.9 a 131.

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2319.       Cf. la biografía del arzobispo Amat (p. 105 y 106) y el apéndice (p. 172 a 188), donde se inserta textualmente el dictamen de Amat, opinando por la prohibición. Don Fermín Caballero no tuvo noticia de este documento, y así la noticia bibliográfica que da de las Causas de la revolución francesa resulta inexacta y enredosa (cf. Noticias biográficas y bibliográficas del abate D. Lorenzo Hervás y Panduro [Madrid, imprenta del Colegio de Sordomudos..., 1868] p. 121 a 129). El dictamen de Amat es de 27 de septiembre de 1803.

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2320.       Vida literaria de D. Joaquín Lorenzo Villanueva, o Memoria de sus escritos y de sus opiniones eclesiásticas y políticas, escritas por él mismo (Londres 1825), p. 70 del t. 1.

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2321.       Opúsculos gramático-satíricos de Dr. D. Antonio Puigblanch contra el Dr. D. Joaquín Villanueva... (Londres, imprenta de Guillermo Guthrie, 1828) t. 1 p. 207-8.

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2322.       PUIGBLANCH, p. 216.

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2323.       Madrid, Imprenta Real, 1791 a 1799, trece tomos.

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2324.       Historia crítica de los falsos cronicones p. 331.

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2325.       Madrid, Sancha, 1783; 8.º

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2326.       Madrid, Imprenta Real, 1791; 8.º mayor. Tradujo también el Oficio de Semana Santa.

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2327.       Valencia, Montfort, 1791; folio. Hermosísima edición.

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2328.       Reimpresas en 1798. No he visto la primera edición.

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2329.       T. 1 c. 4.

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2330.       Los trabajos de Sempere, realista siempre y afrancesado, sobre las Cortes y el derecho real de España no pertenecen a esta época, en que el autor era conocido sólo por su Biblioteca Económico-Política, por la de Escritores del reinado de Carlos III y por la Historia del lujo y de la leyes suntuarias.

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2331.       Impugnó estas afirmaciones el cardenal Inguanzo en el Discurso ya citado sobre confirmación de los obispos p. 55 a 61.

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2332.       Vida del Ilmo. Sr. D. Félix Amat, Arzobispo de Palmyra, Abad de San Ildefonso, confesor del señor D. Carlos IV, del Consejo de S. M., etc. La escribió por encargo de la Real Academia de la Historia, su individuo supernumerario D. Félix Torres Amat, dignidad de Sacristá de la Santa Iglesia de Barcelona, ahora Obispo de Astorga... (Madrid, imprenta que fue de Fuentenebro, 1835; 316 páginas, en 4.º). Apéndice a la Vida... que contiene varias notas y opúsculos inéditos... (Madrid, imprenta que fue de Fuentenebro, 1838; 497 páginas, en 4.º).

     Amat fue, sin duda, varón virtuoso, aunque en su tiempo se le acusaba de nepotismo. «Abad, ¿es cierto que tiene usted ochenta sobrinos?», cuentan que le preguntó un día María Luisa (Vida p. 153).

     Y en un libro impreso en Burdeos (por Lawalle, sobrino) en 1829, intitulado Poética y Sátiras de D. Manuel Norberto Pérez de Camino, magistrado afrancesado y semivolteriano, se lee, a la p. 143, la filípica siguiente:

        ¿Has conocido a Amat? Sabio estimable,

     de gobierno y de leyes escribía,

     con imparcialidad inapreciable.

        Doctor puro, a Molino combatía,

     y de la seda huía y el retorte,

     aunque el roquete altivo revestía.

        De Basilio la faz, de Ambrosio el porte;

     crece en fama, y el mérito eminente

     le lleva por sus pasos a la corte.

        Declárase el buen rey su penitente;

     y los días dulcísimos de Astrea,

     piensa de nuevo ver la hispana gente.

        Mas ésta cede a una grosera idea;

     amante de los usos nacionales

     Amat en sostenerlos se atarea.

        Y concilios cerrando y decretales,

     acopia beneficios y en sus manos

     dos báculos empuña pastorales,

        Es poco: el alto ser de treinta hermanos,

     cuatrocientos sobrinos le dio pío,

     que reclaman los dones soberanos.

        Amat oye su voz, sensible tío,

     la toga invade, invade la milicia,

     agota de la Iglesia el pingüe río.

        Tal dignidad, tal puesto no codicia,

     pues cuando ve si la mortal saeta

     arranca el poseedor a su delicia.

        Entonces él con precaución discreta

     corre al cebo, y su raza inagotable

     llena la promoción de la Gaceta.

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2333.       La Historia eclesiástica o Tratado de la Iglesia de Jesucristo comenzó a publicarse en Madrid, por Benito Cano, en 1792, y se acabó, por Bernardo Pla, en Barcelona, en 1803. Es preferible la segunda edición de 1807-1808 (Madrid, imprenta que fue de Fuentenebro), por tener añadido un resumen y dos índices, cronológico y alfabético de materias. Estas ediciones forman el t. 13.

     La delación del fraile y la respuesta de Amat están en el Apéndice de su Vida p. 196 a 211.

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2334.       Apéndice p. 136.

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2335.       Vida p. 87.

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2336.       Trece tomos en folio y tres de índices (está el manuscrito en la biblioteca de la Academia de Ciencias Morales y Políticas). Las Reflexiones, de FORNER, en el t. 2 del magnífico ejemplar manuscrito de sus Obras, que regaló al Príncipe de la Paz, y hoy se conserva en la Biblioteca Nacional. La censura de Amat, en el Apéndice de su Vida p. 232 a 235.

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2337.       En Madrid, en la imprenta de Sancha. El t. 18, impreso en 1797, contiene la Apología católica.

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2338.       En las Bibliotecas Nacional y de la Academia de la Historia.

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2339.       Cf. el art. Masdéu en las Memorias para ayudar a formar un diccionario crítico de escritores catalanes.... de TORRES AMAT (Barcelona, Verdaguer, 1836).

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2340.       Ni era inédito tampoco el opúsculo de Masdéu que como tal publicó la Revista de Ciencias Históricas, de Barcelona. Hace muchos años que estaba impresa con el siguiente título:

     «Iglesia española», obra escrita en Roma, y dirigida al M. R. Cardenal Primado, y [485] a los M. RR. Arzobispos y Obispos de España, por D. Juan Francisco Masdéu, en 1815; añádese otro opúsculo del propio autor titulado «Bosquejo de una reforma necesaria en el presente mundo cristiano en materia de jurisdicción», y presentada al gobierno de la misma en 1799. (Madrid 1841, imprenta de Yenes, 8.º marquilla). Publicado, según creo, por el obispo de Astorga, Torres Amat.

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2341.       Cf. Independencia de la Iglesia española, por D. JUDAS JOSÉ ROMO (2.ª ed.), p. 463. Allí están las órdenes.