Capítulo II

(Siglo IX)

La Herejía entre los muzárabes cordobeses.-El antropomorfismo.-Hostegesis.

I.Estado religioso y social del pueblo muzárabe.-II. Herejía de los acéfalos.-III. Espárcense doctrinas antitrinitarias. Álvaro Cordobés y el abad Spera-in-Deo las refutan.-IV. Apostasía de Bodo Eleázaro. Su controversia con Álvaro Cordobés-V. Hostegesis. El antropomorfismo.-VI. El «Apologético» del abad Samsón. Análisis de este libro.



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- I -

 

Estado religioso y social del pueblo muzárabe.

 

     Interesante aunque doloroso espectáculo es el de una raza condenada a la servidumbre y al martirio. So el amparo de pactos y capitulaciones había quedado entre los musulmanes la mayor parte de la población cristiana, que no era posible ni conveniente exterminar, dado que en tan pequeño número habían venido los invasores. La escasa resistencia que los árabes encontraron, el patrocinio y favor de los magnates visigodos conjurados para derribar el trono de Ruderico, causas fueron para impedir y mitigar en los primeros días de la conquista los rigores contra una gente vencida sin combate y en ocasiones [347] aliada. Ocupados los emires en intentonas allende el Pirineo o en atajar sublevaciones de los diversos pueblos que seguían las banderas del Islam y consolidar la prepotencia muslímica en nuestro suelo, hubieron de seguir forzosamente una política de tolerancia con los españoles sometidos, que ya entonces se denominaban mostaarab o muzárabes (mixti-arabes de nuestros latinistas). Indicamos en el capítulo anterior que el culto cristiano había sido, por lo general, respetado. En Córdoba, cuyos sucesos van a ocuparnos principalmente, conservaban los nuestros, según testimonio de San Eulogio, seis iglesias (San Acisclo, San Zoyl, los tres Santos, San Cipriano, San Ginés Mártir y Santa Eulalia). Dos monasterios cerca de la ciudad y seis en la sierra contribuían a mantener el fervor cristiano. Unidas a las iglesias duraban las escuelas que mandó establecer el cuarto concillo Toledano. En algunas Tasilicas, como la de San Acisclo, había pequeñas bibliotecas. Por tales medios vivía la tradición isidoriana, asiduamente cultivada por graves doctores, en quienes corría parejas la santidad de la vida con lo variado de la enseñanza. La escuela del abad Spera-in-Deo, apellidado por San Eulogio varón elocuentísimo, lumbrera grande de la Iglesia en nuestros tiempos (551), educó invencibles campeones de la fe, señalados a la par como ardientes cultivadores de las humanas y divinas letras. Del gimnasio de Spera-in-Deo pudiéramos decir como los antiguos del de Isócrates: Veluti ex equo troiano innumeri duces prodiere. Estudio principal de estos claros varones era, además de la ciencia religiosa, la erudición profana, registrada y compendiada en el libro de las Etimologías. Pero no se desdeñaban de buscarla en sus fuentes, y es muy de notar la frecuencia y el cariño con que Álvaro Cordobés invoca nombres y frases de clásicos paganos, la diligencia con que San Eulogio buscó en su viaje a Navarra códices antiguos, llevando a Córdoba, como triunfales despojos, la Eneida de Virgilio, las Sátiras de Horacio, las de juvenal, los opúsculos de Porfirio, las fábulas de Avieno y la Ciudad de Dios de San Agustín. «¿Qué libros católicos, de filósofos, de herejes o de gentiles se ocultaron a su aplicación?» (552), escribe Álvaro en la vida de su amigo. Uno y otro daban culto a las musas profanas, deleitándose en metrificar y hacer ejercicios de estilo. Su ciencia era residuo de la del grande Isidoro, Beatus et lumen, noster Isidorus, de cuya tradición se habían mostrado poco antes seguidores, en Toledo, Elipando; en Asturias, Beato y Heterio; en Francia, Alcuino. Para nada influye en las obras de los primeros muzárabes la cultura musulmana, fuese grande o pequeña la que entonces poseían los conquistadores. Bajo el aspecto literario son los muzárabes el último eco de una civilización ahogada por la esclavitud, mientras que en otras regiones [348] florecía y cobraba nueva vida al benéfico aliento de la independencia religiosa y civil.

     Alguna, aunque pequeña, disfrutaron los muzárabes. Gobernábalos un conde de su nación (comes christianorum), como en los tiempos visigodos. De la grey cristiana eran elegidos también el censor o juez, el publicano o arrendador de tributos y el exceptor o tesorero.

     En las ceremonias y prácticas externas del culto tampoco hubo, por de pronto, grande opresión. Podían los fieles ser convocados a los divinos oficios a toque de campana y conducir a los muertos a la sepultura con cirios encendidos, piadosos cantos y cruz levantada. Sólo estaba penada con azotes la blasfemia pública contra Mahoma (553).

     La necesidad en que los gobernadores mahometanos se veían a las veces de traducir documentos latinos y entenderse con reyes cristianos les hizo valerse de algunos muzárabes doctos en la lengua de Arabia. De ellos fue el abad Samsón, como adelante veremos.

     La división de razas, que en las monarquías restauradoras iba borrándose por influjo de la común empresa, se conservaba con harto vigor entre los muzárabes, latinos unos, otros visigodos. A éste que podemos calificar de elemento de rencilla y discordia, uníase otro más lamentable y profundo. El continuo trato de cristianos con infieles daba origen cada día más a enlaces matrimoniales o ilícitos concubinatos, de donde resultó una población mixta, designada por los musulmanes con el afrentoso título de muladíes o mestizos. Aunque obligados a seguir la ley alcoránica, eran tenidos en poca cuenta por los árabes de raza, de cuyo desprecio se vengaron prevalidos de su gran número, encendiendo más tarde feroz y sanguinosa guerra (554).

     Poco duró la tolerancia de los árabes en el califato cordobés. Ya Hixem, primer sucesor de Abderrahman, prohibió el uso de la lengua latina y mandó que asistieran a las escuelas arábigas los hijos de los cristianos. El primer paso para la fusión estaba bien calculado, y los efectos correspondieron al propósito. Buena parte de la población cristiana llegó, si no a olvidar del todo, a entender mal el latín, de lo cual mucho se lamenta Álvaro Paulo. Al contagio del habla debía seguir el de las costumbres, y a éste el de la religión, engendrando dudas y supersticiones, cuando no lamentables apostasías. Algo hubo de todo, como adelante veremos, pero ni tanto como pudiera recelarse ni bastante para oscurecer la gloria inmensa de los que resistieron lidiando a un tiempo por la pureza de la fe y por la ciencia y tradición latinas. [349]

     Antes de entrar en la lucha interior, en la batalla contra la herejía y el materialismo, que es la que me toca describir, conviene recordar de pasada el heroico esfuerzo de los confesores y mártires que en los reinados de Abderrahman II y de Mahomad fueron víctimas de la ya desatada intolerancia de los muslimes. Los pactos a que en el principio de este capítulo me refería habían sido ya rotos más de una vez en el siglo VIII, como testifica el Pacense; pero, aparte de estas infracciones pasajeras y de las tiránicas leyes de Hixem, mantúvose el statu quo, a despecho del fanatismo de los alfaquíes, hasta 850. Livianos pretextos sirvieron para quebrantar las leyes. Los dos primeros mártires fueron los hermanos hispalenses Adulfo y Juan, cuya vida escribió el abad Spera-in-Deo, aunque se ha perdido. Poco después fue degollado Perfecto, presbítero de San Acisclo, por haber maldecido de Mahoma, aunque no en público. Delatáronle varios infieles, faltando a la palabra empeñada. El año siguiente fue azotado públicamente y murió en las cárceles el confesor Juan. La sangre de las primeras víctimas encendió, en vez de extinguirse, el fervor de los muzárabes y su íntima aversión a la ley del Profeta. Del monasterio tabanense descendió el antiguo exactor Isaac para conquistar la palma inmarcesible. Pedro, Walabonso, Sabiniano, Wistremundo, Habencio y Jeremías se presentaron, de común y espontáneo acuerdo, ante los jueces pidiendo el martirio como aborrecedores de la ley islamita. Y tras ellos se ofrecieron al suplicio el mancebo portugués Sisenando, el diácono Paulo, que cursaba humanas letras en la iglesia de San Zoyl, y las vírgenes Flora y María. Para alentarlas había compuesto San Eulogio el Documentum Martyriale. Flora pertenecía a la casta de los muladíes, como hija de moro y de cristiana. En 852 padecieron el último suplicio Gumersindo, el monje Servus-Dei y el diácono Georgio. Aurelio y Sabigoto, Félix y Liliosa rescataron con la final confesión la flaqueza de haber ocultado por algún tiempo su fe. Abrasados en santo celo, que escritores sin alma apellidan fanatismo, dieron público testimonio de su creencia los cuatro monjes Cristóbal, Leovigildo, Emila y Jeremías. Rogelio y Servo-Deo llevaron más adelante su audacia, prorrumpiendo en sediciosos gritos dentro de la mezquita; crimen penado con el horrible tormento de cortarles los pies y las manos. La sangre corría a torrentes: hacíase cada día más imposible la reconciliación y convivencia de moros y cristianos. A la persecución oficial se añadían los insultos y atropellos de la plebe. Poco a poco se iba despojando a los cristianos de sus iglesias; los muslimes se juzgaban contaminados en tocar las vestiduras de nuestros fieles, no les consentían penetrar en sus barrios, denostábanlos con nombres de ignominia y torpes cantares, cuando no les arrojaban piedras o inmundicias. Al llamar la campana a las horas canónicas movían la cabeza. maldiciendo a los cristianos [350] y pidiendo a Dios que no tuviese misericordia de ellos (555). En cambio, toda abjuración era bien recibida y largamente premiada. Algunos, los menos, renegaron de la fe por librarse de tan humillante servidumbre. Otros, de sobra tibios, pero no apóstatas, comenzaban a murmurar del entusiasmo de los mártires, teniendo por manifiesta locura ir a buscar la muerte provocando a los verdugos, aunque fuera constancia y heroísmo el aguardarlos. De tal disposición de los ánimos trataron de aprovecharse los consejeros de Abderramán II para poner término a aquellas lamentables escenas. El califa obligó a nuestros obispos a reunir un concilio para que atajasen el desmedido fervor de su grey. Presidió Recafredo, metropolitano de la Bética (a.852), y los Padres, temerosos, por una parte, de incurrir en la saña del príncipe musulmán y no queriendo, por otra, condenar un arrojo santo y plausible que respondía a anteriores provocaciones, dieron un decreto ambiguo, allegorice edita, dice San Eulogio, que sonaba una cosa y quería decir otra (aliud gustans et aliud sonans), pero que parecía condenar la espontaneidad del martirio. La Iglesia muzárabe se partió en dos bandos: unos justificaron con la decisión conciliar su cobardía y descaecimiento de ánimo; otros, y a su frente San Eulogio, ornamento de la raza hispanolatina, y Álvaro Paulo, el cordobés, descendiente de familia judaica y condiscípulo de Eulogio en las aulas de Spera-in-Deo, levantaron su voz en defensa de las víctimas y de los oprimidos. Si algunos infames hicieron granjería de su culto, trocándole pro vendibilibus muneribus, una potente reacción católica levantóse contra tales prevaricaciones en tiempos del bárbaro califa Mahomad, sucesor de Abderramán II, príncipe ilustre a pesar de sus violencias. Mahomad hizo derribar toda iglesia levantada desde la época de los godos. En esta segunda persecución buscaron y obtuvieron el lauro de la mejor victoria Fandila, presbítero; Anastasio, diácono; el monje Félix, la religiosa Digna, Benildis, matrona de muchos días, y la contemplativa virgen Santa Columba. En los tres libros del Memoriale Sanctorum (556), de San Eulogio, pueden leerse los pormenores de todos estos triunfos y de los de Pomposa, Aurea, Elías, Argimiro y algunos más. El encendido y vehemente estilo del Santo y la impresión enérgica y cercana bajo la cual escribía dan a aquellas páginas un santo calor que nunca tendría mi seca y desmayada prosa. Y en el Documentum Martyriale, ya citado, así como en el Apologeticum SS. Martyrum (557), veránse descritos en rasgos enérgicos o patéticas frases el abandono de los templos, donde teje sus hilos la haraña; el silencio de los cantores y salmistas, las cárceles [351] henchidas, los continuos suplicios y la desolación universal. Lo extraño y verdaderamente maravilloso es que ni en la narración de aquellos horrores ni en las exhortaciones al martirio se olvida el escritor de sus aficiones clásicas, y mientras él atiende a imitar a los historiógrafos y oradores antiguos, su amigo Álvaro le felicita con serenidad rara por acercarse al lácteo estilo de Tito Livio, al ingenio de Demóstenes, a la facundia de Cicerón y a la elegancia de Quintiliano. ¡Singular temple de alma el de aquellos hombres, que en vísperas del martirio gustaban todavía de sacrificar a las Gracias y coronar su cabeza con las perpetuas flores de la antigua sabiduría! En la cárcel se entretuvo San Eulogio en componer nuevos géneros y maneras de versos que en España no se habían visto, dice su amigo y biógrafo.

     Ya durante la persecución de Abderramán había estado el Santo en prisiones, por oponerse tenazmente a los decretos de Recafredo y demás asistentes al concilio o conciliábulo de 852 y apartarse de su comunión. Él robustecía y alentaba hasta el último momento la firmeza de los confesores y recogía y guardaba con veneración los restos de los que morían. Pasada esta persecución, fue electo obispo de Toledo, aunque no llegó a ocupar la silla metropolitana, prevenido por adversos sucesos. En Córdoba, su patria, vino a morir degollado el año 859, 

 juntamente con la virgen Leocricia (558)

     Tal andaba la raza muzárabe en los tristes días que ha de describir esta historia. La persecución no debió limitarse a Córdoba, aunque ésta sola tuvo historiadores. El martirio de las Santas Nunila y Alodia en la Rioja y algún otro caso semejante, de que por incidencia habla San Eulogio, bastan a demostrar lo universal de la intolerancia alcoránica. Pero justo es advertir, en obsequio a los fueros históricos, que si el mayor número de los muzárabes resistió generosamente, no fue pequeño el de los que se dejaron vencer por el halago de aquella civilización y costumbres. Álvaro Cordobés se queja, al fin del Indículo, de los que olvidaban las Sagradas Escrituras y hasta la lengua latina, distinguiéndose, al contrario, en erudición arábiga, hasta el punto de vencer en filológicos primores a los mismos mahometanos. 

     En hora aciaga juntóse a todas estas causas de desorden la venenosa planta de la herejía, lozana y florida siempre en la decadencia de los pueblos. Pero no triunfó ni llegó a ahogar la buena semilla, como veremos pronto. [352]



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- II -

 

Herejía de los acéfalos.

 

     En 839 celebrése en Córdoba un concilio, no inserto en nuestras antiguas colecciones y del todo desconocido hasta que le dio a luz el P. Flórez, tomándole de un códice legionense.

     A este sínodo asistieron tres metropolitanos: Wistremiro, de Toledo; Juan Hispalense y Adulfo, de Mérida, y cinco obispos, enumerados por este orden: Quirico, de Acci; Leovigildo, de Astigis; Recafredo, de Córdoba; Amalsuindo, de Málaga, y Nifridio, de Ilíberis. El asunto fue condenar a ciertos herejes extranjeros llamados acéfalos o casianos, que, diciéndose enviados de Roma, habían esparcido graves errores en el territorio egabrense. Tenían por inmunda toda comida de los gentiles, renovando en esto el error migeciano. Ayunaban, como los maniqueos y priscilianistas, en el día de Natividad, si caía en viernes (sexta feria). Seguían a Vigilancio en lo de negar adoración a las reliquias de los santos. Daban la Eucaristía in manu a hombres y mujeres. Jactábanse de santidad especial, negándose a toda comunicación con los demás cristianos y prohibiendo a los suyos recibir de sacerdotes católicos la penitencia aun in hora mortis. Llegaron a constituir una iglesia cismática, supra arenam constructam, que dice el concilio, en el territorio de Egabro (Cabra). Con ellos andaban mezclados otros herejes llamados simoníacos y jovinianos, que autorizaban la bigamia, el incesto y los matrimonios de cristianos con infieles, permitiendo además a los sacerdotes el ejercicio de la cirugía (flebotomía) y el comercio. Para la bigamia se escudaban con el ejemplo de Lamec. El patriarca de estos acéfalos, que tienen poca o ninguna relación, fuera del nombre, con los herejes condenados por San Isidoro en el concilio Hispalense, parece haber sido un cierto Qunierico (559). No tuvo más importancia ni ulteriores consecuencias esta descaminada predicación, de la cual ni noticia lográramos, a no poseer, aunque mutiladas, las actas del referido concilio. Por cierto que está atiborrado de solecismos y tiene interés para la historia de la baja latinidad. La ejecución de los decretos confióse al famoso Recafredo, entonces obispo de Córdoba y luego metropolitano de Sevilla.



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- III -

Espárcense doctrinas antitrinitarias-Álvaro cordobés y el abad «spera-in-deo» las refutan.

     Álvaro Paulo, que veneraba a Spera-in-Deo como a padre espiritual suyo, dirigióle, no sabemos en qué fecha, una carta, que es la séptima en su Epistolario, invitándole a escribir contra ciertos herejes nebulosos e infandos, de quienes dice que [353] sentían mal de la Trinidad, rechazaban la autoridad de los profetas y doctores y ponían en duda la divinidad de Cristo, escudados en aquel texto: De die autem illa et hora nemo scit; neque angeli caelorum, neque Filius, nisi Pater solus (560). A esta recrudescencia de arrianismo se opuso Spera-in-Deo en un escrito que debía ir unido a su respuesta a Álvaro, la cual tenemos, aunque da poca luz para la historia. La refutación, por él sometida a la censura de su antiguo discípulo, ponía a continuación de las aserciones heréticas los textos de la Escritura y de los Padres, oportunos para combatirlas (561). Ni esta obra de Spera-in-Deo ni su Apologético contra Mahoma, del cual transcribe un breve fragmento San Eulogio en el Memoriale Sanctorum (l.1), han llegado a nuestros días. En la difusión del antitrinitarismo debemos reconocer influencia musulmana.



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- IV -

Apostasía de bodo Eleázaro.-Su controversia con Álvaro cordobés.

     «Sucedió en 839 (escribe el autor de los Anales bertinianos) un caso lastimoso para todos los buenos católicos. El diácono alemán Bodo, educado desde sus primeros años en la religión cristiana y en todo género de humanas y divinas letras, que aprendiera en el palacio de los emperadores, habiendo obtenido el año anterior licencia para ir en peregrinación a Roma, se pasó de la religión cristiana al judaísmo, circuncidándose, dejándose crecer barba y cabellos y tomando el nombre de Eleázaro. Aún llevó más adelante su maldad, vendiendo como esclavos a los que le acompañaban, fuera de un sobrino suyo que renegó asimismo de la fe. Casóse Eleázaro con una judía, y a mediados de agosto se presentó en Zaragoza, sujeta entonces al dominio de los musulmanes. Apenas podía creer el emperador semejante apostasía» (562). [354]

     No es fácil sospechar las causas de tan singular prevaricación. El autor de los Anales bertinianios la atribuye a codicia: magna cupiditate devictus; Álvaro Cordobés, a lujuria y femenil amor. Es lo cierto que Eleázaro se arreó con el cíngulo militar, accinctus etiam cingulo militari, y en 840 apareció en Córdoba para ser nuevo tormento de los muzárabes. Instaba a los sarracenos a que no tolerasen el culto cristiano, sino que por fuerza hiciesen a todos sus súbditos moros o judíos. La continua persecución atizada por aquel apóstata obligó a los flieles a dirigir en 847 una epístola a Carlos el Calvo, suplicándole que reclamase la persona de aquel tránsfuga, verdadera calamidad para el pueblo cordobés.

     Ya antes de esta embajada, referida por los Anales bertinianos, aunque sin indicar el resultado, tuvo Eleázaro áspera controversia con el insigne cordobés Álvaro Paulo, columna de la gente muzárabe en aquellos días. Daré alguna noticia de la correspondencia que medió entre Álvaro y el judío.

     Con el número 14 se lee en la curiosa colección epistolar de Álvaro (563) una carta al transgresor, a quien llama, sin embargo, dilecto mihi, sin emplear para él más que frases de benevolencia. Guiado Álvaro por la idea de que «quien convierte al pecador gana su alma y cubre la multitud de sus propios pecados» (Qui convertere fecerit peccatorem, lucravit animam eius, et suorum cooperit multitudinem peccatorum), atento a la verdad y no a las galas del estilo, ataca al adversario en un punto concreto, las setenta semanas de Daniel, no sin advertir antes la diferencia entre el cómputo hebreo y el de los Setenta por lo que hace a los años de la creación del mundo. Pero, si en este punto la opinión es libre, no quiso Dios, advierte Álvaro, que quedase indecisa la fecha del nacimiento de su Hijo: Non deficiet Princeps de Iuda neque Dux de femoribus eius donec veniat qui mittendus est, et ipse erit spectatio gentium. Y en efecto, prosigue Álvaro, no se interrumpe la línea antes ni después de la cautividad hasta la usurpación de Herodes, hijo de Antípatro, confirmado en el reino por un senatus-consulto de Roma. Entonces nació el Salvador del mundo y cumplióse la profecía de Daniel. Et Post hebdomadas sexaginnta duas occidetur Christus; et Civitatem et Sanctuarium dissipabit populus cum duce venturo, et finis eius vastitas, et post finem belli statuta desolatio. «Si esperáis todavía al Mesías (dice Álvaro), debéis temer nuevas calamidades, porque el profeta no os anuncia la redención, sino la desolación desde la venida de Cristo hasta el fin del mundo (564). Ya no os queda ni templo, [355] ni altar, ni príncipe. Ya se cumplió la profecía de Oseas: Et sedebunt dies multos filii Israel sine Rege, sine Principe, sine sacrificio, sine altari, sine Sacerdotibus, sine manifestationibus. ¿Dónde estará la hija de Sión cuando venga vuestro Mesías? ¿Dónde el templo, ya destruido y hecho cenizas, según la profecía de Daniel? Vuelvan los judíos a su antiguo estado: reedifiquen el templo para que descienda a él el Ángel del Testamento. Ya han cesado vuestros sacrificios...» Muestra después evidentísimamente el cumplimiento de la profecía de las semanas y cierra su carta provocando a controversia a Eleázaro.

     No dejó de contestar éste, aunque en el códice de las obras de Álvaro no hay más que el principio de su respuesta, habiendo sido arrancadas las hojas subsiguientes. Pero de la segunda epístola (16) de Álvaro al transgresor podemos deducir los argumentos de Eleázaro. Aparte de las blasfemias que largamente usaba, hacía cotejo de la moderna dispersión de los judíos con el cautiverio de Babilonia, alegando que también entonces faltaron reyes y jueces en Israel. A lo cual responde Álvaro que un interregno de setenta años es cortísirno período, y no puede decirse que durante él fuera cortada la línea de los caudillos israelitas, pues Jeconías, que fue cautivo a Babilonia, engendró a Salatiel, y éste a Zorobabel, que volvió a los judíos a su patria, sin que en medio de la cautividad se dispersara el pueblo ni perdiera la tribu de Judá su primacía. Búrlase Álvaro de la supuesta pericia de Eleázaro en las letras hebreas, como si un latino hubiese venido a ilustrar a los príncipes de la sinagoga. Se escudaba el apóstata con la diversidad de interpretaciones del texto bíblico, y Álvaro demuestra sin gran trabajo que lo mismo en la verdad hebraica que en los Setenta o en San Jerónimo están expresas las profecías mesiánicas y las que anuncian la futura desolación del pueblo de Israel. En esta segunda carta muéstrase el doctor muzárabe conocedor no sólo de las Escrituras y de las obras de San Jerónimo, sino de las historias de Josefo.

     Tornó a replicar el transgresor en una misiva tan pobre de razones como empedrada de textos bíblicos y de dicterios. Quedan sólo fragmentos por la razón antes indicada; pero podemos formarnos cumplida idea de ese escrito por la refutación de Álvaro, que tiene las formas y extensión de un verdadero tratado. El animoso polemista cordobés estrecha sin reposo al tránsfuga. Decía éste haber abandonado la ley falsa por la verdadera, como si Cristo hubiese venido a destruir la ley y no a cumplirla; como si la ley de Moisés, carnalmente observada, no se destruyese. Jactábase de las maravillas obradas por Dios en favor del pueblo de Israel, como si en sus libros sagrados no constasen a la par los crímenes y prevaricaciones de aquella gente de dura cerviz. «Tu ley -dice nuestro controversista- anuncia a Cristo aún más que la mía. Millares de judíos esperaron en él: por millares de años se estuvo disponiendo [356] el sacro convite. No somos gentiles, sino israelitas, porque de la estirpe de Israel procedieron nuestros padres. Pero cuando llegó el deseado de las gentes, el anunciado por los profetas, confesamos su venida y vinieron a nosotros los gentiles desde las más remotas playas de los mares. Nosotros somos el verdadero pueblo de Israel que esperaba al Mesías. Pero cuando se cumplió la plenitud de los tiempos, creció el número de los pueblos y, según el vaticinio de los profetas, la gloria del Señor llenó toda la tierra... Si nos reprendéis porque no observamos las ceremonias de la ley antigua, oye a Isaías: Ne memineritis priora, et antiquiora ne intueamini. Ecce ego facio nova. Hebreo soy por fe y linaje, pero no me llamo judío, porque he recibido otro nombre: Quod os Domini nominavit. El gentil que cree en Jesucristo entra, desde luego, en el pueblo de Israel» Con igual elocuencia y brío refuta, valiéndose de un argumento a simili, las blasfemias del judaizante contra la Encarnación. «¿Preguntas de qué manera la carne engendró a la carne sin menoscabo de la virginidad? Dime: ¿de qué manera fructificó la vara de Aarón sin ser plantada? ¿Por qué se detuvo el sol a la voz de Josué? ¿Cómo habló la burra de Balaam? ¿Por qué retrocedió quince grados el reloj de Ezequías? ¿No confiesas tú que todas estas cosas se hicieron no natural, sino maravillosamente?» (565)

     El estilo de Álvaro en todas estas contiendas es duro, valiente y agresivo. La copia de erudición escrituraria, grande; el vigor y nervio del razonamiento, no menores. Eleázaro juzgó conveniente suspender la polémica, aferrándose a su opinión y diciendo que no contestaba a los ladridos de perros rabiosos (superstitiosum duxi canum, rabidosorum respondere latratibus). ¡Qué antigua es en el mundo esta manera de cortar discusiones enfadosas! Álvaro felicitó al judío por la sabia cautela con que evitaba el peligro (te vitantem periculum sapienter miravi), y aquí hizo punto la cuestión.

     Como sólo de herejías trato, no juzgo necesario decir de las irregularidades disciplinarias cometidas en los primeros días de su pontificado por el obispo de Córdoba Saulo, escudo más tarde de los cristianos en la era de persecución; ni de la debilidad del metropolitano de Sevilla Recafredo, que, por complacer a los musulmanes, persiguió al mismo Saulo, a San Eulogio y a los demás cristianos que favorecían y alentaban el martirio voluntario. Álvaro Cordobés (Indículo luminoso p.244) llama a Recafredo perro rabioso contra la Iglesia de Dios y acúsale de haber puesto en manos de los infieles la espada para aniquilar [357] al pueblo de Cristo. La resistencia de Saulo contra Recafredo produjo un verdadero cisma. Para defender la causa de los mártires compuso Álvaro Cordobés, en vehemente y arrebatado estilo, su Indículo luminoso. Y en la Vida de San Eulogio achaca a Recafredo más que a Abderramán la primera persecución. Del perverso obispo Samuel, digno amigo y pariente de Hostegesis, daré razón en el párrafo siguiente. Saulo se negó por algún tiempo a comunicar con el metropolitano y los que seguían su opinión. Éstos le acusaron de donatista, luciferiano y discípulo de Migecio, persiguiéndole de tal suerte que anduvo oculto y sin jurisdicción sobre su grey algunos años. Reconcilióse al fin con los demás obispos en un concilio anterior al de 862, aunque la fecha exacta se ignora. Consta todo esto por una epístola de Saulo a otro prelado, la cual anda con el número 10 entre las de Álvaro.

     Pero todas estas tribulaciones de la iglesia cordobesa fueron leves en cotejo con la tempestad levantada por el malacitano Hostegesis.

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- V -

 

Hostegesis.-El antropomorfismo.

 

     De la vida y costumbres de este mal prelado nos dejó larga noticia el abad Samsón en el prefacio al segundo libro de su Apologético. Pero son de tal naturaleza algunos pormenores, que honestamente no pueden transcribirse aquí por temor de herir castos oídos y virginales mentes. Aprovecharé lo que buenamente pueda del relato de Samsón.

     «Fue el primer autor de esta maldad y renovador de esta herejía -escribe el abad de San Zoyl- Hostegesis, malacitano, a quien mejor pudiéramos apellidar Hostis-Iesu. El cual, arrebatado por pésima codicia y torpe fraude, compró a los veinte años la mitra, contra lo prevenido en los sagrados cánones. Adquirida simoníacamente la dignidad, usóla cada vez peor, elevando al sacerdocio, si sacerdocio es lícito llamarle, a los que antes le habían comprado con dones. Ni se descuidó en amontonar tesoros asemejándose a los mercaderes que el Señor arrojó del templo porque convertían la casa de oración en espelunca de ladrones. Arrastróle luego el demonio de la avaricia a azotar cruelmente a un siervo de Dios hasta dejarle a punto de muerte, la cual en pocos días sobrevino; todo por quitarle ciertos dineros. Las tercias oblaciones de las iglesias, que los obispos reciben legalmente y suelen emplear en la restauración de las basílicas o en el socorro de los pobres, este tirano y sacrílego las exigía por fuerza, como si cobrase un tributo. Con tales artes se enriqueció, y pudo hacer regalos al rey [moro] y a los príncipes de palacio, y servirles, en suntuosos convites, delicados manjares y selectos vinos. En estas reuniones se entregaban Hostegesis y los infieles a desenfrenadas liviandades, según contaba un cierto Aben-Jalamauc, [358] hombre impurísimo... (566) Tenía Hostegesis un escuadrón de gente armada a la puerta de su casa y lo empleaba contra sus propias ovejas. A unos clérigos que no le pagaron las rentas, hízoles azotar por mano de soldados en el foro, decalvar y pasear desnudos por las calles a voz de pregonero. Dicen que había comprado la dignidad episcopal con el solo fin de enriquecerse más que Creso con los tesoros de la Iglesia y poder oprimir impunemente al pueblo de Málaga. Recorriendo después las iglesias so pretexto de visita, fue tomando nota de los nombres de los cristianos de todas edades y condiciones. Después, como toda la provincia testifica, dirigióse a Córdoba con el registro y no cesó de asediar las casas de ministros y eunucos para que cargasen nueva contribución a sus diocesanos. En un día de la Virgen viósele abandonar los divinos oficios y la pastoral obligación para acudir a casa de un magnate llamado Haxim. Sucedió este hecho notable en la era 901.

     Ahora conviene (prosigue Samsón) declarar la infame progenie de este enemigo de Cristo. Fue su padre Auvarno, grande usurero y verdugo de los pobres, el cual, para librarse en una ocasión de la pena merecida, fingió hacerse musulmán y fue circuncidado por mano de su hijo. Por parte de madre era Hostegesis sobrino de Samuel, que con nombre de obispo tiranizó muchos años la iglesia de Ilíberis. Esclavo de todos los vicios, como quien dudaba hasta de la inmortalidad del alma y de la futura resurrección de los muertos, no sólo vivió mal, sino que trasladó la iniquidad a sus descendientes. Su fin fue semejante a sus comienzos. En un día de Pascua, habiendo sido depuesto de su silla pontifical, partió a Córdoba, renegó de Cristo, se hizo muzlemita y circunciso y comenzó a perseguir la Iglesia en sus miembros, encarcelando a sacerdotes y ministros y cargándolos de pesadas alcabalas.

     El auxiliador y colega de Hostegesis fue, como es notorio, Servando, hombre estólido y procaz, hinchado y arrogante, avaro y rapaz, cruel y terco, soberbio y atrevido. Por los pecados del pueblo fue elegido conde [gobernador] de la ciudad de Córdoba, sin ser de ilustre origen ni de linaje noble, sino hijo de siervos de la Iglesia. Casóse con una prima hermana de Hostegesis, porque, como dijo Salomón, toda ave busca su pareja (567) (omnis avis quaerit similem sui). Unidos, prestáronse mutuo auxilio en sus fechorías, infestando Hostegesis la iglesia de Málaga, y Servando la de Córdoba. Con un encabezamiento general obligó a muchos infelices a la apostasía. A los que, alentados por la misericordia divina, resistieron los males presentes con la esperanza de la vida futura, hízoles pagar largo tributo a los [359] reyes ismaelitas. Y, no satisfecho con la persecución de los vivos, mandó desenterrar los cadáveres de los mártires, secretamente inhumados por los cristianos, para irritar con tal vista los ánimos de los infieles contra los que así habían contradicho sus prohibiciones. Impuso largo tributo a todas las basílicas de la ciudad y osó acrecentar los tesoros del fisco con las oblaciones del templo de Dios y de la mesa de Cristo, arrancando de esta manera el agua a los sedientos para verterla en el profundo mar. Los sacerdotes eran casi siempre hechuras de Servando, y veíanse forzados, ¡miserable gente!, a ocultar la verdad y celebrar sus alabanzas. Del pastoral oficio pasaron a la adulación: hiciéronse como perros mudos para el lobo y que sólo ladraban a los pastores. Envanecido con tan prósperos sucesos, juntóse con Romano y Sebastián, herejes de la secta antropomorfista, contaminados con todo linaje de vicios. El primero, casi octogenario, tenía aún un serrallo de concubinas; el segundo, viviendo aún su mujer, tuvo un hijo de adulterio, que, con desprecio del temor de Dios, afrentó las canas de su padre.»

     Tales eran los caudillos del antropomorfismo en Córdoba. Nunca había caído tribulación igual sobre la Iglesia española. Dolor causa, y no pequeño, el haber de transcribir esas noticias, que hoy por vez primera suenan en lengua vulgar. Repugna a la razón y al sentimiento que en época alguna, por calamitosa que la supongamos, hayan existido en España obispos como Samuel y Hostegesis, traidores a su ley y a su gente como el gobernador Servando. Pero las leyes de la historia son inflexibles: es preciso decir la verdad entera, puesto que la gloria de nuestra Iglesia está demasiado alta para que ni aun en parte mínima se enturbie o menoscabe por la prevaricación e iniquidad de algunos ministros indignos y simoníacos, mucho más cuando al lado del veneno hallamos el antídoto en los esfuerzos del abad Samsón y de Leovigildo. Lo que en verdad angustia y causa pena es la situación de ese pueblo muzárabe, el más infeliz, de la tierra, conducido al degolladero y puesto bajo el cuchillo por sus pastores, esquilmado por malos sacerdotes, vendido por los que debían protegerle, víctima de jueces inicuos de su propia raza, cien veces peores que los sarracenos y, sin embargo, constante y firme, con raras excepciones, en la confesión de la fe. Esta última circunstancia vale para templar la amargura y convida a seguir la narración de estas iniquidades, siquiera para ofrecer a los herejes e impíos modernos un fiel y verídico retrato de algunos antecesores suyos.

     Hostegesis agregó pronto a sus demás crímenes el de la herejía, comulgando, como diría algún filósofo moderno, en la doctrina antropomorfista de Romano y Sebastián. Cuáles eran sus errores, decláralo el Apologético del abad Samsón y lo repetiremos luego. Ahora baste decir que, como los antiguos vadianos, suponía en Dios figura material y humana, afirmando que estaba el Hacedor en todas las cosas no por esencia, sino por [360] sutileza (per subtilitatem quandam). A lo cual añadía el dislate de creer que el Verbo se había hecho carne en el corazón de la Virgen y no en su purísimo vientre.

     Opusiéronse a tales novedades algunos sabios y piadosos varones, especialmente Samsón, abad de Peña Mellaria. En la era 900, año 862, redactó y presentó a los obispos reunidos en Córdoba para la consagración del prelado Valencio una clara, precisa y elocuente profesión de fe, enderezada visiblemente contra el yerro de Hostegesis (568). «Creo y confieso (decía entre otras cosas) que la Trinidad, autora de todas las cosas visibles e invisibles, llena y contiene (implet et continet) todo lo que creó. Está toda en cada una de las cosas y ella sola en todo. Toda en cada una, porque no es divisible; ella sola en todas, por ser incircunscrita y no limitada. Penetra todo lo que hizo, sabiendo y conociendo cuanto existe. Vivifica la criatura visible y la invisible. Pero cuando decimos que está en todas las cosas, no ha de juzgarse que el Creador se mezcla o confunde con las criaturas ni menoscaba en algún modo lo puro de su esencia. Decimos que está en todo porque todas las cosas viven por él: él las escudriña y conoce todas por sí mismo y no por intermedios; él crea sin molestia ni fatiga, y de ninguna criatura está ausente, sino presente todo en todas.» Esta profunda doctrina, indicio seguro de la ciencia teológica y metafísica de Samsón, a quien se ha apellidado, no sin fundamento, el pensador más notable entre los muzárabes cordobeses, va comprobada con textos de la Escritura y de los Padres (San Agustín, San Gregorio el Magno, San Isidoro), sobre todo con este del gran doctor de las Españas en el libro de las Sentencias.

     «No llena Dios el cielo y la tierra de modo que le contengan, sino de modo que sean contenidos por Él. Ni Dios llena particularmente todas las cosas, sino que, siendo uno y el mismo, está todo en todas partes. Inmensidad es de la divina grandeza el que creamos que está dentro de todas las cosas, pero no incluido; fuera de todas las cosas, pero no excluido. Interior para contenerlo todo, exterior para cerrarlo y limitarlo con la inmensidad de su esencia incircunscrita. Por lo interior se muestra creador; por lo exterior, monarca y conservador de todo. Para que las cosas creadas no estuviesen sin Dios, Dios está en ellas. Para que su esencia fuese limitada, Dios está fuera de ellas y lo limita todo.» Así razonaba el grande Isidoro, y así se prolonga su voz a través de los tiempos para encender el espíritu de Samsón y darnos hoy mismo armas contra la negación y absorción panteísta del creador en lo creado.

     Los Padres del concilio dieron por buena la fórmula de Samsón y aun alabaron su celo (569); pero el impío Hostegesis, escudado [361] con la autoridad de Servando, los obligó a retractar su primera decisión y suscribir una sentencia que él mismo redactó contra el abad melariense. La cual a la letra decía así: «En el nombre de la santa y venerable Trinidad: Nosotros, humildes siervos de Cristo y mínimos sacerdotes, nos hallábamos juntos en concilio tratando de los negocios eclesiásticos, cuando se levantó un hombre pestífero llamado Samsón, prorrumpiendo en muchas impiedades contra Dios y la Iglesia, en términos que más parecía idólatra que cristiano. Atrevióse primero a defender los matrimonios entre primos hermanos, para granjearse de esta suerte en sus demás impiedades el aplauso y favor de los hombres carnales, cuyos instintos halagaba. Censuró luego algunos opúsculos le los Padres e himnos que se cantan en la iglesia y llegó a la impiedad y perfidia de aseverar que la Divinidad omnipotente está difundida en todas partes como la tierra, el agua, el aire o la luz, y que se halla de igual manera en el profeta que vaticina, en el diablo que vuela por los aires, en el ídolo que es venerado por los infieles y hasta en los pequeñísimos gusanos. Nosotros creemos que está en todas las cosas no por sustancia, sino por sutileza. De aquí pasó a afirmar que fuera de las tres personas de la Trinidad hay otras sustancias, no criaturas, sino creadores; con lo cual, siguiendo la vanidad de los gentiles, introduce pluralidad de dioses. Y de una en otra aserción vana ha ido cayendo hasta pasar y romper toda regla. Deseosos de oponernos a tales errores, condenamos a su autor, le desterramos y privamos para siempre del honor sacerdotal y le apartamos del cuerpo de la Iglesia, para que un solo miembro corrompido no pervierta a los demás... Pues, como dijo el Apóstol, haereticum hominem post unam et aliam commonitionem devita. Si alguno, después de esta saludable amonestación, se asociare a él u oyere sus vanas e inútiles imaginaciones, sea anatema.»

     Hostegesis, con el brazo en alto y el puño cerrado, mandó a los obispos firmar esta sentencia, y ellos, por flaqueza indigna y miedo de la muerte, lo hicieron. El mismo Valencio, amigo de Samsón, que le honra con los dictados de varón lleno de fe ornado de virginidad, modelo de abstinencia, ferviente en la caridad, encendido en cristiano celo, docto en las Escrituras, amante de la rectitud y de la justicia, no juzgó conveniente resistir a los soberbios y contemporizó hasta que se presentara ocasión de enmendar el yerro. El decreto arrancado por la violencia fue transmitido a todas las iglesias andaluzas y lusitanas, entre ellas a la de Tucci, donde Samsón encontró luego un ejemplar e hizo sacar copia, que es la inserta en su libro. Los prelados que no habían asistido al conciliábulo y algunos de los que por fuerza habían asentido al anatema contra Samsón, no tardaron [362] desde sus diócesis en revocarlo y declarar al abad inocente y restituido a sus honores eclesiásticos. Samsón enumera los obispos que se declararon en su favor: Ariulfo, metropolitano de Mérida; Saro, obispo de Baeza; Reculfo, de Egabro; Beato, de Astigis; Juan, bastetano; Ginés, de Urci; Teudeguto, de Illici; Miro, asidonense; Valencio, de Córdoba (570). Este último nombró a Samsón abad de San Zoilo a ruegos del clero y pueblo de aquella iglesia. Inflamóse con esto la saña de sus enemigos, que, apoyados en un decreto del califa, juntaron nefando conciliábulo, llevando a Córdoba al metropolitano de Sevilla y a los obispos Reculfo y Beato, e hiciéronles firmar a viva fuerza en la iglesia de San Acisclo la deposición de Valencio, a quien sustituyó uno de los fautores del cisma, Stéfano Flacco, no elegido ni solicitado por nadie, dice Samsón, pero, ayudado por una tropa de musulmanes. Para mayor irrisión asistieron a la sacrílega consagración de Stéfano judíos y mahometanos, porque los muzárabes cordobeses se apartaron con horror de tales profanaciones.

     Servando se vengó de ellos imponiéndoles un tributo de cien mil sueldos; y, deseoso de acabar con Samsón, le acusó dos veces ante el califa; la primera, de haber divulgado el contenido de unas cartas al rey de los francos, cartas que Samsón, en su calidad de intérprete oficial, había trasladado del árabe al latín. No tuvo efecto este primer amaño, y el gobernador, para saciar su odio y el de Hostegesis, culpó a Valencio y a Samsón de haber incitado a blasfemar de Mahoma a un cristiano que días antes había padecido el martirio. De esta delación infame tampoco obtuvieron fruto los apóstatas, y el abad se salvó casi milagrosamente, aunque en su libro no expresa el modo (571).

     Mientras Samsón andaba errante y perseguido, Hostegesis tuvo en 864 una controversia con el presbítero Leovigildo, hijo de Ansefredo (572), reprendiéndole éste con dureza su peregrina opinión antropomorfista. Dióse por convencido el obispo de Málaga y modificó su sentir en cuanto a la sutileza, confesando que Dios estaba por esencia en las cosas, menos en algunas que tenía por indignas de recibir su presencia. Lo más extraño fue que en público documento enderezado a la iglesia tuccitana se diese aires de vencedor en la polémica con Samsón y no aludiese para nada a su error primero. La epístola en que tales cosas se hallan fue conservada por Samsón en el capítulo 5 de su Apologético. Hostegesis se atreve a decir: «Con sumo cuidado y vigilancia grande, mirando por la Iglesia que Dios nos ha confiado, procuramos apartar todo escándalo y cuestión inútil para que nuestra iglesia, tan combatida por los enemigos exteriores, se consuele a lo menos con la doméstica concordia... Hay algunos que [363] quieren decidirlo todo con la medida de su juicio y olvidan las reglas de los Padres, divinamente inspirados... Ahora poco se suscitó una controversia, que apagamos prestamente condenando a los que perseveraron en su obstinación. Pero a los que, arrepentidos de vanas novedades, han vuelto a la paz eclesiástica, a la concordia de la fe y a la doctrina de los Padres, recibímoslos con los brazos abiertos y, abrazándolos en la caridad, los volvemos al gremio de la Iglesia. Ni nos vanagloriamos de esta victoria, pues es de Dios y no nuestra.» Con esta increíble frescura, digna de cualquier polemista moderno, trocó Hostegesis los papeles. A renglón seguido dice: «Creemos, creemos que el Verbo encarnó en el útero de la Virgen, y no hemos de olvidar el texto de aquella antífona: O quam magnum miraculum inauditum, virtus de coelo prospexit, obumbravit uterum Virginis, Potens est maiestas includi intra cubiculum CORDIS ianuis clausis.» Condena luego la doctrina, que supone de Samsón, acerca de los casamientos entre primos hermanos. De la presencia de Dios escribe: «Creemos que Dios, ser incorpóreo y sin lugar (inlocalem), que lo dispuso, rige y llena todo con justa armonía, está todo en todas las cosas, pero no difundido como la tierra, el agua, el aire o la luz, que en cada una de sus partes son menores que en el todo.» Esto, como se ve, era torcer hábilmente los términos de la sentencia contra el abad, atribuyéndole proposiciones materialistas de que él estaba muy lejano. Corrobora Hostegesis su parecer con textos de la Escritura y de algunos Padres, como San Jerónimo y San Gregorio; pero los rastros y reliquias que de su antiguo error quedaban a nuestro obispo apuntan pocas líneas más abajo: «Los Santos Padres, cuando hablaron de la plenitud y presencia de Dios, omitieron cautamente el hacer mérito de los ídolos, gusanos, moscas, etc., confesando en términos generales la omnipotencia de la suma Trinidad, interior a todas las cosas, pero no incluida; exterior a todas las cosas, pero no excluida... Al que confesamos ser incomprensible y que no ocupa lugar, de ninguna suerte hemos de suponerle habitador de los ídolos ni de lugares inmundos... Contentos con esta confesión, bástenos saber que la incomprensible y divina Trinidad está sobre todo, bajo todo, ante todo y después de todo. Si alguno después de esto hace inútiles y ridículas preguntas sobre los puercos, cínifes, gusanos, ídolos, demonios, etcétera, o se atreve a afirmar que en tales cosas está Dios, separámosle perpetuamente del gremio de los fieles. Creemos fiel y sinceramente que Dios está todo en todas las cosas; y que es el Creador de todas.» Como vemos, Hostegesis se pone en abierta contradicción a cada paso, y sólo acierta a salvarla con estas frases, prudentes a la verdad, pero sospechosas en su boca: «Bástennos las palabras de los profetas y del Evangelio; sigamos con humildad las huellas de los doctores. Callemos acerca de aquellas cosas que ni han sido declaradas ni importan nada para la fe.» Y terminaba su carta con estas exclamaciones, que no sentarían [364] mal en boca de Osio o de Leandro: «Con júbilo bendecimos la paz, ya afirmada en la Iglesia, y cantamos con el salmista: Confirma hoc, Deus, quod operaris in nobis... Firmetur manus tua, Deus et exaltetur dextera tua. Creemos que ha sido exaltada tu diestra en fortaleza, porque estamos unánimes y del mismo sentir, porque abundamos en riquezas de caridad y bendecimos tu santo e inefable nombre, repitiendo con el profeta: Benedictus Dominus de die in diem..Prosperum iter faciat nobis Dominus Deus noster. Haga Dios que prosperemos en la fe y, caminando con justicia por las asperezas de la vida, lleguemos a la tierra de eterna promisión y allí disfrutemos la herencia perpetua con Jesús, que vive en una e igual sustancia con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén» (573).

     Esta epístola hipócrita y cautelosa no engañó al abad de San Zoyl. Él sabía los móviles de la conversión de Hostegesis y los revela en el capítulo 10 de la Apología. Leovigildo y otros buenos católicos se habían negado a comunicar con el impío y malvado obispo de Málaga. Pero, temerosos de las persecuciones y violencias de Servando, acabaron por consentir en la reconciliación, siempre que Hostegesis y Sebastián abjurasen públicamente su yerro. Hiciéronlo así por no concitarse la pública animadversión, y debió de costarles poco semejante paso, siendo, como eran, hombres de mala vida y de pocas o débiles creencias.

     Corría el referido año 864, cuando Samsón lanzó desde Tucci su Apología contra el escrito de Hostegesis. Pero esto, párrafo aparte merece.



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- VI -

 

El «Apologético» del abad Samsón.-Análisis de este libro.

 

     Fuera de algunas epístolas de Álvaro Cordobés, el Apologético de Samsón es la única obra de teología dogmática y de filosofía que de los muzárabes cordobeses nos queda. La ligera noticia que de ella voy a dar mostrará que el libro no tiene simple interés bibliográfico, sino que merece figurar honradamente en los anales de nuestra ciencia.

     Las relaciones entre el mundo y su Creador han sido en todos tiempos uno de los problemas capitales, si no el primero, de la filosofía. Como erradas concepciones para resolverle surgen el panteísmo, identificación de Dios con el mundo; el ateísmo, mundo sin Dios; el acosmismo, Dios sin mundo; el dualismo, que no sólo separa y distingue, sino que supone al mundo independiente de Dios. Rechazados estos absurdos, queda sólo el dogma ortodoxo de la creación ex nihilo y en tiempo, de la acción viva, conservadora, personal y presente de Dios en su obra. Si tal idea hubiere nacido en el entendimiento de algún hombre, habríamos de calificarla de divina, pues sólo con ella se [365] explica todo, y a la separación dualista y a la absorción Panteísta sucede la armonía, que enlaza al artífice con su obra. Pero no satisfecho el inquieto espíritu humano con vislumbrar invisibilia Dei per ea quae facta sunt, ha querido penetrar los misterios de la divina alteza y explicar a su modo, es decir, no explicar en manera alguna, la acción de Dios en cada uno de los seres, sustancias y partes. Y aquí han materializado algunos y otros idealizado de sobra. De los primeros fue Hostegesis.

     Para el obispo de Málaga, como para los antiguos antropomorfistas (574), Dios era un ser material y corpóreo, aunque ellos no se diesen clara cuenta de la especie de materia que atribuían a Dios. Imaginábanle colocado en altísimas esferas, desde donde contemplaba los objetos visibles. Pero, argüidos los partidarios de tal doctrina con lugares de la Escritura que claramente enseñan la presencia real de Dios en el mundo, dio Hostegesis la respuesta que sabemos: «No por esencia, sino por sutileza.» Y parecíale imposible que ni por sutileza estuviese en cosas bajas e inmundas, de donde nacía también su error respecto a la encarnación del Verbo en el corazón y no en el vientre de la Santísima Virgen.

     No podía ocultarse a Samsón el carácter materialista y grosero de todas estas enseñanzas, restos quizá de las que combatió Liciniano en la época visigoda o nacidas del trato con los doctores musulmanes. Aprestóse, pues, a refutarlas con todas las armas de la erudición y de la lógica.

     Su tratado se divide en dos libros y debió tener otro más; pero no llegó a escribirse o se ha perdido. En una introducción, escrita con loable modestia (ego nec ingenii fretus audacia, nec meriti succinctus fiducia alicuius, altitudinis tento profunda petere et impenetrabilia multis adire), calificando a los partidarios de Hostegesis de hombres llenos de elación y soberbia, privados de razón y ciencia de las Escrituras, ignorantes de la latinidad, desnudos de todo bien, llenos de estolidez y presunción, anuncia firme y elocuentemente sus propósitos de defender la verdad: «Con el favor de Dios levantaré un muro no pequeño delante de la casa de Israel y volveré contra los enemigos sus propias armas. No he de consentir que la pequeña grey sea devorada por los lobos. Ni cederé a amenazas o terrores, porque confío en Dios y no temo a los hombres. Y si algo padezco por la justicia, seré feliz en ello. No ha de tenerse por afrenta mía el resistir a los perseguidores ni por gloria suya el perseguir a un inocente. Pues, como dice San Cipriano, el sacerdote que defiende la ley del Evangelio puede ser muerto, pero no vencido. Con sincero corazón y mente serena estoy dispuesto a contradecir a la iniquidad» (575). Viene en pos una encendida y elocuente Oratio Samsonis Peccatoris atque Pauperrimi, solicitando [366] el amparo y favor divinos para su obra. Este primer libro no es propiamente de controversia. En diez capítulos trata de las excelencias de la fe, de los testimonios que prueban la omnipotencia y divinidad del Padre, de la consustancialidad del Hijo, del Espíritu Santo, de la unión esencial de las divinas personas, de la humanidad de Jesucristo, de la unión de las dos naturalezas en la persona del Salvador, de la Encarnación, de la presencia de Dios en todas las cosas. Fíjase con especial ahínco en los puntos negados o puestos en controversia por Hostegesis; retrae a la memoria del pueblo muzárabe las enseñanzas de los antiguos doctores y expone siempre la doctrina con lucidez y vigor y hasta con grandeza y galas literarias. De saber escriturario, hace gallarda muestra y conveniente, por cierto, al asunto. Por lo demás, ni su estilo ni su lenguaje pueden calificarse de bárbaros, antes se levantan muy por cima de todos los escritos del siglo IX. Los defectos de Álvaro Cordobés: retumbancia, oscuridad, copia de sinónimos, abuso de retórica, no existen o son menos visibles en Samsón, a quien después de San Eulogio corresponde la palma entre los cordobeses.

     El prefacio del segundo libro es, como ya advertimos, una relación de las vidas y costumbres de Hostegesis, Servando, Romano, Sebastián y demás antropomorfistas, escrita quizá con alguna saña y apasionamiento. Síguenla, a modo de documentos justificativos, la profesión de fe de Samsón y las dos cartas de Hostegesis. Preparado el apologista con otra oración, entra en pelea, encarnizándose primero, como varón docto y sabedor de gramática, en los solecismos y descuidos garrafales del estilo de Hostegesis, quien, como el vulgo de su tiempo, confundía los casos de declinación y construía bárbaramente, diciendo por ejemplo: Contempti simplicitas Christiana, y otras frases de la misma laya. «Admiraos, admiraos, varones sabios, exclama Samsón lleno de entusiasmo clásico. ¿Dónde aprendió estas cosas? ¿Bebiólas en la fuente ciceroniana o tuliana? ¿Siguió los ejemplos de Cipriano, de Jerónimo o de Agustín? Esos barbarismos los rechaza la lengua latina la facundia romana; no los pueden pronunciar labios urbanos. Día vendrá en que las tinieblas de la ignorancia se disipen y torne a España la noticia del arte gramatical, y entonces se verá cuántos errores cometes tú que pasas por maestro» (576).

     Tras estas observaciones, útiles para desagraviar el buen gusto literario, ofendido, no menos que la pureza del dogma, por los desacatos de Hostegesis, y curiosas porque manifiestan el loable empeño de los muzárabes en conservar la tradición latina, examina Samsón punto por punto las proposiciones de su adversario. No le seguiremos en todo el razonamiento, fijándonos sólo en dos o tres puntos capitales. De esta manera muestra el abad la falsedad de Hostegesis en atribuirle la afirmación de [367] estar la Divinidad difundida como el aire, la luz, el agua o la tierra: «Nadie ignora que estos elementos son corpóreos; y ¿cómo yo había de juzgar corpórea a la Divinidad, cuando siempre he afirmado y afirmo que por su propia incomprensible naturaleza está presente (adesse) igualmente a los ángeles y a los demonios, a los justos y a los impíos? El cuerpo está sometido a cantidad, y se alarga o estrecha según su masa. Si llamé a Dios corpóreo, mal pude decir que estaba por igual esencia en las cosas corpóreas y en las incorpóreas, puesto que todos los cuerpos no están terminados por la misma cantidad. Si yo hubiera pensado que la esencia divina estaba difundida, no hubiera dicho: Está toda en cada una de las cosas y ella sola en todas, dado que un elemento material difundido no puede hallarse todo en un solo cuerpo. De Dios afirmo que lo llena, contiene y rodea todo, no a la manera de los cuerpos, sino como ser incorpóreo e indivisible: todo en cada criatura, y todo en cada parte de ella (577). Dios ni está contenido en un lugar, ni se mueve de él a otro, ni tiene partes, ni longitud, ni latitud, ni altura, ni superior e inferior, ni anterior y posterior, en lugar o tiempo. Todo lo sostiene, preside, circunda y penetra. Toda la luz o todo el aire no pueden estar contenidos a la vez dentro y fuera, encima y debajo. La luz no llega en el mismo punto a todas partes.»

     Al efugio de Hostegesis: Dios penetra todas las cosas por sutileza, responde Samsón: «O la sutileza es un atributo de la Divinidad o no. Si lo es, los atributos de la Divinidad no se distinguen de su esencia. Toda la Trinidad, y no una parte de ella, se llama oído, porque toda oye. Toda ojo, porque toda ve. Toda mano, porque toda obra (operatur). Toda sutileza, porque toda sin menoscabo penetra lo grande y lo pequeño, lo corpóreo y lo incorpóreo. Toda fortaleza y sabiduría, por más que con relativo vocablo apliquemos la sabiduría al Hijo. Los atributos de Dios son esenciales, no accidentales, porque a la esencia de Dios, siempre perfecto e inmutable, repugna la mutación y el accidente. Si la sutileza no es atributo esencial de Dios, resta que sea o parte suya o criatura. No puede ser parte, porque en la idea de Dios está virtualmente incluida la indivisibilidad. No es criatura, porque sería imperfección en el Creador valerse de instrumentos para las cosas propias de su esencia» (578). [368]

     Allanado con esta hábil y poderosa dialéctica el principal baluarte de la herejía, prueba sin dificultad nuestro teólogo la encarnación in utero Virginis, y no en el corazón, con el texto de Isaías: Ecce virgo in utero concipiet et pariet Filium; con las palabras del ángel: Ecce concipies in utero et paries Filium, et vocabis nomen eius Iesum, y con las de Santa Isabel: Benedictus fructus ventris tui (579).

     ¡Con qué valentía y lucidez declara Samsón en capítulos diversos las teofanías o apariciones de Dios en el Antiguo Testamento; la morada del Espíritu Santo en algunas almas por gracia, en todas partes por naturaleza; el sentido místico en que debe tomarse la expresión Deus habitat in coelis, entendida a la letra por Hostegesis! ¿No es como un preludio del lenguaje vehemente de nuestros místicos este sublime final del capítulo 20 del Apologético: «Si quieres subir, como Paulo, al tercer cielo, trasciende con alas rapidísimas lo corpóreo creado y mudable: descansa en la contemplación beatísima de lo inmutable e incorpóreo; reconoce la inmaterialidad del alma humana, a quien por lo excelente de su naturaleza, medio entre la superior y la inferior, ha sido concedido mirar en la baja tierra el cuerpo ínfimo, contemplar en el cielo al Dios sumo? Tienes un alma que no sólo se llama cielo, sino cielo del cielo» (580).

     Hemos visto que, aun abandonando Hostegesis su yerro primero, negábase a reconocer que Dios estuviera en las cosas malas e inmundas. Contra esta opinión, en el fondo maniquea, demuestra Samsón la bondad de todas las cosas creadas por Dios (Vidit Deus cuncta quae fecerat, et erant valde bona), el concurso de cada parte a la universal armonía, la absorción de los que parecen males y dolores particulares en el bien general. El veneno, dice nuestro abad, es muerte para el hombre, vida para la serpiente.

     Un capítulo dedica Samsón a exponer la idea de universalidad (quid sit omnia) y mostrar la contradicción en que Hostegesis incurría al excluir de algunos objetos la presencia de Dios, después de haber afirmado que llenaba y contenía lo supremo y lo ínfimo, lo celeste y lo terrestre, lo viviente y lo privado de vida. (Quid debueras dicere quod non dixisti?) Ni paraban aquí sus antinomias; por una parte decía groseramente que, si Dios estaba en el insecto, con él moriría; si estaba en el leño, sería partido con él; si en el adúltero o en el ladrón, con él pecaría; y pocas líneas más abajo confesaba que Dios no se dividía con [369] las cosas divisibles ni se alteraba con las mudables y sujetas a accidente. (Neque in his quae dividuntur ipse dividitur, nec in his quae mutantur, ulla mutatione variatur.)

     Con autoridad de San Isidoro, en el Liber differentiarum, divide Samsón las criaturas en cinco grados (non viventia, viventia, sentientia, rationalia, inmortalia), y muestra la acción continua de Dios en ellas, modificando los cuerpos inanimados, dando vida a las plantas, etc., sin que se mueva una hoja del árbol contra la voluntad del Altísimo. Los objetos que decimos feos, malos e inmundos, ¿por qué han de serlo para Dios y dentro del plan de la creación? En el mundo no hay otro mal que el pecado, hijo de la soberbia y depravada voluntad de las criaturas racionales.

     La última y grave dificultad que podía ofrecerse era la presencia de Dios en el lugar donde se comete el pecado o en la persona que prevarica, a lo cual responde Samsón: «Asiste Dios como creador y conservador, no para incitar al mal. Asiste como testigo de la culpa, no como auxiliar en el crimen. Consiente la maldad, pero no participa de ella. Está presente por naturaleza y ausente por gracia.» (Adest ibi Deus, ut creet, non ut ad malum incitet. Adest testis culpae, non adiutor in crimine. Adest sinendo male conceptum libitum explere, non particeps ipse in scelere. Adest per naturam, sed deest per gratiam.) Es doctrina de San Gregorio el Magno.

     Los Morales de este santo Doctor, las obras de San Isidoro, muchas de San Agustín, las de San Fulgencio de Ruspe y el libro De statu animae, de Claudiano, son las fuentes predilectas del abad cordobés, que a cada paso exorna y ameniza su libro con flores de ajenos vergeles, entremezclándolas diestramente con propios conceptos para que no parezcan exóticas y como pegadizas. Del tratado de Claudiano, a quien llama siempre noster, había hecho ya grande aprecio y uso Liciniano en su preciosa carta al diácono Epifanio.

     El efecto de la Apología, aun sin el tercer libro, que hoy no conocemos, debió de ser rápido y decisivo. En parte alguna vuelve a hallarse mencionada la herejía de Hostegesis.

     ¡Así se salvó nuestra Iglesia de este nuevo peligro y volvió a triunfar la unidad católica en el tiempo más calamitoso, entre una raza vencida y humillada en un cautiverio más duro y tenaz que el de Babilonia! La nave que tales tormentas y las que en adelante referiremos, excitadas a veces por malos pilotos, pasó sin zozobrar, llegará al puerto, no hay que dudarlo. Dios está con ella.

     Después de Samsón, la historia de los muzárabes empieza a oscurecerse, porque sus escritores faltan.

     Grande debió de ser la influencia de aquella raza en la cultura muslímica, que era en el siglo VIII inferior a la nuestra y brilló después con tan inusitados esplendores. La ciencia arábiga fue siempre de segunda mano: en Oriente, como Munck confiesa (581), [370] nació del trato con los cristianos, sirios y caldeos. El más celebrado entre los primeros traductores árabes de Aristóteles fue el médico nestoriano Honein ben Is'hap, muerto en 873. Algo semejante, en cuanto a la transmisión de la ciencia cristiana, debió de acontecer en nuestra Península. Pero este punto importantísimo, y que directamente no hace relación a mi historia, será cumplidamente ilustrado por el Sr. Simonet en la suya, De los muzárabes, cuya publicación de todas veras anhelamos.

     Hizo la Providencia que los muzárabes sirviesen en otro concepto de mediadores entre la civilización musulmana y la nuestra, colaborando con los judíos en la traslación y difusión de libros orientales durante la era memorable que empieza con la conquista de Toledo por Alfonso VI y se corona con las maravillas científicas de Alfonso el Sabio.

     Pero los infelices cordobeses, cuyas vicisitudes religiosas he narrado, no gustaron los frutos de la libertad dada a sus hermanos de Toledo, Zaragoza y Portugal por la espada de los reconquistadores. Cada vez más oprimidos y anhelosos de venganza, se levantaron en la era 1161 contra la tiranía de los almoravides y llamaron en su auxilio a Alfonso el Batallador, ofreciéndole diez mil combatientes. En una expedición atrevidísima, por no decir temeraria, penetró el rey de Aragón hasta las costas de Andalucía y llevó de retorno unas doce mil familias muzárabes. Pero los que no pudieron seguir a las gentes libertadoras sufrieron todo el peso de la crueldad almoravide, y fueron llevados cautivos a Marruecos en la era 1162 (año 1124). Si alguna vez tornaron a España fue militando en ejércitos sarracenos. Los demás se perdieron entre la población árabe y berberisca, y cuando San Fernando rescató de manos de infieles a Córdoba, Jaén y Sevilla, apenas encontró muzárabes (582).
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NOTAS

551.        «Vir dissertissimus, magnum temporibus nostri Ecclesiae lumen» (Memoriale Sanctorum 1.1 n.7).

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552.        «Quae potuerunt eum latere ingenia catholicorum, philosophorum, hacreticorum, necnon gentilium?» (Vita B. M. Eulogii n.8).

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553.        «Lex publica pendet et legalis iussa per omne regnum eorum discurrit, ut qui blasphemaverit, flagelletur» (ÁLVARO, Indículo luminoso n.6).

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554.        Véase en el t.2 de la Historia de Dozy la interesante narración de estas turbulencias.

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555.        Cf. ÁLVARO CORDOBÉS, Indículo luminoso n.6, y SAN EULOGIO, Memoriale Sanctorum; passim.

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556.        Alcalá 1574, ed. de AMBROSIO DE MORALES, o en el t.2 de los Padres Toledanos.

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557.        Nárrase en este libro el martirio de Ruderico y Salomón, no incluido en el Memoriale.

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558.        S. Eulogi Cordubensis opera, studio ac diligentia Petri Poncii Leonis a Corduba Episcopi Placentini (Compluti 1574). Edición dirigida por Ambrosio de Morales. El mismo cronista tradujo al castellano la Vida de San Eulogio, escrita por ÁLVARO CORDOBÉS, y la inserta en el libro 14 de su Crónica, donde en su sencillo y apacible estilo narra la historia de los mártires cordobeses. Véase, además, el t.10 de la Esp. Sag. y el c.12 p.1.ª t.2 de la Historia crítica de la literatura española, del Sr. AMADOR DE LOS RÍOS, capítulo que es uno de los más excelentes de aquella obra monumental.

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559.        «Condemnamus atque anathematizamus damnabilem illam doctrinam cum suorum Auctores vel Antiphrasium illum Quniericum cum socios suos qui non vincunt malum, sed seducentes corda sua stimulant populum, qui quiescendo favorem in [353] Religione prophanatium vitam ducunt fanaticam. Propterea tam illos quam omnes qui reperti fuerint in quibuscumque regionibus vel locis, villulis ac vicis commorantes admonemus eos, et in praedictam catholicam fidem ut redeant exhortamus, sicut ad unionem Ecelesiae in charitatis connexione copulari mereantur» (t.15 de la España Sagrada).

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560.        «Caput autem ipsorum nequissimorum quod falce sit veritatis resecandum, illud est: quod Trinum in unitate et Unum in Trinitate non credunt: Prophetarum dicta renuunt: Doctorum dogma reiiciunt: Evangelium se suscipere dicunt... Christum Deum ac Dominum nostrum hominem tantum. asserunt...» (ALVARI, ep.7 p.148 de la España Sagrada) [Phophetarum en el original (N. del E.)].

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561.        «Ego vero humiliter ea proferam quae credo, atque simpliciter enarrem in quaestionibus sciscitatis quae sentio... Sed oppositiones illae, quae sunt in Epistola vestra taxatae, eas sub nomine assertoris exarando iuducam et textu vestro Sanctarum Scripturarum testimonia producam et cum Doctorum dicta...» (p. 151, ibid., ep.8).

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562.        «Interea lacrymabile, nimiumque cunctis Catholicae Ecclesiae filiis ingemiscendum fama perferente innotuit. Bodo Diaconus Alemanica gente progenitus, et ab ipsis pene cunabulis in christiana religione Palatinis cruditionibus, divinis humanisque litteris aliquatenus imbutus, qui anno praecedente Romam orationis gratia poposcerat... humani generis hoste pellectus a relicta Christianitate ad Iudaismum sese convertit et primum... quos secum adduxerat paganis vendendos callide machinari non timuit. Quibus distraactis uno tantummodo secum, qui nepos eius ferebatur, retento, abnegata (quod lacrymabiliter dicimus) Christi fide, sese iudaeum professus est.. Sicque circumcisus, capillisque ac barba crescentibus, et mutato, potiusque usurpato Eleazari [354] nomine... cuiusdam Iudaei filiam matrimonio sibi copulavit... Tandemque... Caesaraugustam urbem Hispaniae, mediante Augusto mense, ingressus est», etc. (Annales Bertiniani t.3 de la Colección Duchesne).

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563.        T.11 de la España Sagrada, primera y única edición que conozco de los escritos de Álvaro.

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564.        «Et si adhuc Christum, id est Messiam, expectatis, profecto adhuc desolationem maiorem timere debetis: quia non vobis redemptionem, ut vanam opinatis pollicit, sed vastationem ab eius adventu usque ad finem saeculi» (p.175).

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565.        «Dicis mihi quomodo caro carnem genuit, et violata non extitit? Dico tibi, qualiter virga Aaron nuces produxit, et plantata non fuit? Qualiter sol naturalem motum relinquens, longiuscule diem lucendo protraxit? Quomodo maris unda, fluentia naturae suae oblita, erectis marginibus glaciali rigore solidatis gurgitibus, ut murus firmus stetit? Qualiter asina, animal peculae, humanas rite loquelas produxit? Quibus modis Sol per horologium gradibus quindecim retro se vertit? Et dum ista omnia non rationabiliter sed potentialiter facta cognoveris, velis nolis invitus silentio, linguam constringes» (ALVARI, ep.18 p.201).

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566.        «Non parcit usque ad nauseam crapulis inservire, quos constat inter ipsas epulas effraenata libidine in alterutrum insurgere et inmunditias perpetrare. Et quia impiorum est, in malis actibus gloriari, quidam impurissimus Ibincalamauc dictus a nomine, iactari dicitur, se eo numerosis vicibus prostitisse...» (Apologético del abad Samsón p.378 t.11 de la España Sagrada).

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567.        Equivale a los refranes nuestros: Dios los cría y ellos se juntan; Cada oveja con su pareja, etc.

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568.        Insértala en el primer capítulo de su Apologético, y la reproduzco en el Apéndice.

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569.        «Hanc meae confessionis fidem compendio brevitatis paucissimis verbis comprehensam, et non multis sed certissimis admodum testimoniis munitam, dum per triduum ante Concilii diem omnibus Episcopis qui adfueram, traderem relegendam, et matute cum omni scrupulositate tractandam, atque ab eis non solum irreprehensibilis, verum etiam approbaretur laudabilis» (Apologético p.392).

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570.        De éstos, Beato puso su voto en manos del obispo de Córdoba. Teudeguto, Genesio y Miro declararon de viva voz el suyo. Los demás, todos por escrito.

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571.        Véanse punto por punto todos los sucesos referidos en el prefacio del libro 2 del Apologético del abad SAMSÓN (España Sagrada t.11).

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572.        Parece ser el autor de un tratado, De habitu Clericorum, cuyo prefacio dio a conocer el P. FLÓREZ en el t.11 de la España Sagrada.

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573.        Véase esta carta en el Apéndice.

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574.        Véase contra ellos el tratado de San Cirilo.

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575.        Apologético p.328. Publicóle por primera vez el P. FLÓREZ (t.11 de la España Sagrada), tomándole de un códice de la Biblioteca Toledana.

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576.        Apologético p.408.

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577.        «Et quomodo Divinitatem ego, ut corpoream quamlibet rem, in incorporeis et corporeis rebus putandus sum dixisse, quam saepe praedicavi et praedico per propriam incomprehensibilem naturam aequaliter Angelis et Daemonibus, iustis et impiis semper adesse?... Corpus enim quantitati subiacet, et molis porrigitur magnitudine aut contrahitur brevitate. Si Deum ut rem corpoream dixi, aequali inesse eum essentia corporeis et incorporeis rebus dicere non potui... Nam si diffusum, ut ipse mendax fingit, ego dixissem Deum, non utique ut dixi, dicerem: Et totus est in singulis et unus in totis. Nam in multis res corporea diffusa, non potest in uno comperiri tota... Omnia eum implere, continere ac circumdare asseram; Sed quia est incorporeus, idcirco indesecabiliter in omnem creaturam idem est unus, et in qualibet parte creaturae ipse est totus...», etc. (Apologético 1.2 c.8 p.410).

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578.        Abrevio y condenso la argumentación del abad de San Zoyl en el c.9 de su Apología.

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579.        En el c.15, y por incidencia, expone Samsón una teoría de los sentidos que no carece de interés, si era, como parece creíble, la de las escuelas de su tiempo: «E quibus ostiis primo loco ponuntur oculi: qui colorum species discernentes, ea quae longe posita cernunt, ad notitiam tradunt memoriae...», etc. (p.438).

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580.        «Nunc igitur ut possis per duos coelos usque in tertium coelum, Paulo praeeunte, raptari... incorporeum creatum idemque mutabile acriori admodum nisu et volatu perniciori transcende, atque abhinc in tertium coelum; in ipsius immutabilis incorporei beatissima contemplatione requiesce: teque, humana anima, incorpoream nosce: cui pro naturae excellentia promptum est simul et congruum inter imam vel summam tui tanquam mediante substantia, vel infra despicere corpus imum, vel supra conspicere Deum summum. Habes humanam mentem, non tantum coelum sed coelum coeli vocatam.»

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581.        Mélanges de philosophie arabe et juive p.314.

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582.       Cf. AMADOR DE LOS RÍOS, Historia crítica de la literatura española t.2 c.12, y el primer tomo de las Recherches de DOZY.