Pobres
Y Ricos En La Iglesia Primitiva
Josep VIVES
Al comenzar a hablar sobre la Iglesia primitiva y
los pobres, tal vez no estará de más recordar cómo la Iglesia nace como
connaturalmente pobre de entre los pobres, porque su fundador había vivido
pobre y entre los pobres; y habría que recordar, también, que la categoría
sociológica de los primeros seguidores de Jesús es ya un signo de la cualidad
teológica de la salvación que él venía a ofrecer o del reino que venía a
instaurar: aquel reino que el profeta anticipó diciendo: “Venid y comprad sin
dinero vino y leche” (Is 55, 1); o cuya llegada proclamó el evangelista
poniendo en labios de la Virgen Madre: «A los hambrientos los sació de bienes
y a los ricos los despidió vacíos» (Lc 1, 53): el reino en el que se
proclaman “bienaventurados los pobres” (Mt 5, 3; Lc 6 20), mientras que los
ricos se declaran desgraciados, «porque ya tienen su consolación» (Lc 6, 24).
La Iglesia, siguiendo a su Señor Jesús, no anuncia
un reino o una salvación que hayan de ser comprados, conquistados o adquiridos
a cambio de algo humano –bienes materiales o espirituales– ni que se ofrezca
sólo a los que reúnan determinadas condiciones de orden religioso, moral o
social. Se trata de un ofrecimiento absolutamente gratuito de parte de Dios, que
ha de ser libremente acogido y aceptado, pero que de ninguna manera puede ser
merecido o conquistado: y que por esto está en principio a disposición de
todos, y, de hecho, es acogido ante todo por aquellos que, conscientes de su
indigencia radical, lo aceptan en su gratuidad, mientras que es rechazado por
aquellos que, fiados de sí y de sus méritos y privilegios, quieren comprarse
por sí mismos la salvación: «los publicanos y las meretrices se os anticiparán
en el Reino» (Mt 21, 31).
En orden al reino todos somos igualmente pobres y
todos lo hemos de recibir como puro don y como pura gracia: y el que no esté
dispuesto a reconocerlo así se autoexcluye automáticamente del reino. Y ésta
es la desventaja del rico y del privilegiado, frente al pobre y al marginado:
acostumbrado a comprarlo todo y a obtenerlo todo como por derecho propio, no
puede pensar que sea de otra manera en el reino de Dios. Es la tragedia descrita
en la parábola del fariseo y del publicano (Lc 18, 10s) o en las páginas en
que Pablo se esfuerza por mostrar que sólo la fe y la gracia pueden salvar.
La Iglesia, pues, queda constituida por los que «tienen
conciencia de ser pobres» (así podría traducirse el «pobres de espíritu»
de Mateo), que, de hecho, son ordinaria y sociológicamente pobres, débiles,
marginados. Son los que continúan la tradición de los antiguos anawim, los «pobres
de Yahveh», es decir, aquellos a quienes la propia indigencia lleva a poner
toda su esperanza en el Señor. No es que se excluya a los ricos: el mismo Señor
no había excluido a Nicodemo o a José de Arimatea. Pero son raros los ricos
que están en la disposición de aceptar el Reino en las condiciones en que se
ofrece. Pablo lo presentará como una prueba del triunfo de la gracia de Dios:
«Lo débil del mundo escogió Dios, para confundir a los fuertes» (1 Cor 1, 26
ss).
Y los de fuera lo aducirán cuando quieran denostar
al cristianismo como cosa de baja categoría: el pagano Celso, en el siglo
segundo, reprochará a Jesús el que “cuando vivía no fue capaz de ganar más
que a una decena de pescadores y recauda dores de impuestos, gente de la más
abominable”, añadiendo que los cristianos rechazan a «las personas educadas,
instruidas y dotadas de sensibilidad», mientras que hallan sus adeptos entre «los
necios, los indignos, los tontos, esclavos, mujeres y niños. En sus reuniones sólo
se ven “tejedores, zapateros, lavanderos, gente sin letras y tipos rústicos,
que no serían capaces de decir ni una palabra delante de sus mayores y amos
educados» (cf. Orígenes, C. Cels. I, 46: III 41-58, etc.). En su
intencionalidad polémica y hostil al cristianismo, Celso carga las tintas: en
su tiempo ya había cristianos de familias senatoriales y con cargos de
importancia en la misma corte imperial; pero su argumentación seguía teniendo
fuerza, porque seguía siendo verdad que la Iglesia era el lugar donde
connaturalmente se encontraban los más desheredados y despreciados.
Un “signo entre los gentiles”: ¿comunismo
cristiano?
Ya Jesús había dado como señal y garantía de la
autenticidad divina de su misión que «llega a los pobres un anuncio gozoso» (Mt
11, 5). Los cristianos seguirán presentando su solidaridad con los pobres y
necesitados como prueba de la autenticidad de su fe.
La cosa comienza en los capítulos iniciales de los
Hechos de los Apóstoles, que bien pueden considerarse como una primera apología
del cristianismo. Todo el mundo sabe que allí se hace un retrato un tanto
idealizado de la Iglesia primitiva, y que no hay lugar para hablar propiamente
de un «comunismo primitivo», si con esto se quiere entender una estructura de
formal abolición de toda propiedad privada. Tal estructura no está atestiguada
en ninguno de los documentos primitivos, y más bien hay testimonios de lo
contrario.
Pero lo que sí parece innegable es que, sin abolir
toda propiedad privada, los cristianos ponían efectivamente y de una manera
habitual sus bienes al servicio de los más necesitados, llegando en
determinados casos a ceder la misma propiedad de sus posesiones para
subvenirlos. El texto de Hech 2, 45 («vivían unidos y tenían todo en común:
vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos según
la necesidad de cada uno»), parece que ha de interpretarse por el de Hch 4, 32:
«No tenían sino un corazón y una sola alma: nadie llamaba suyos a sus bienes,
sino que todo lo tenían en común».
Apologistas del siglo II
El autor de los Hechos habrá podido idealizar y
generalizar: pero ello sólo era posible sobre una base de real y efectiva
solidaridad, que podía presentarse como algo nuevo e inaudito, como un signo
particular de la novedad cristiana. Lo más interesante es que este modo de
argumentar persistirá en la apologética cristiana por lo menos hasta el siglo
III y hasta más adelante. Casi todas las apologías repiten el argumento: los
cristianos son dignos de crédito porque entre ellos se da una solidaridad que
no se da en ninguna otra parte.
Los que amábamos por encima de todo el dinero y la
acumulación de bienes, ahora ponemos en común aun lo que es nuestro, y damos
parte a todo el que está necesitado... Justino, Apol I, 14, 2.
El autor de la Carta Diogneto dice, más
concisamente: ponen mesa común, pero no lecho (5, 7) Tertuliano expresa
lo mismo con su acostumbrado vigor:
Los que compartimos nuestras mentes y nuestras
vidas, no vacilamos en comunicar todas las cosas. Todas las cosas son comunes
entre nosotros, excepto las mujeres: en esta sola cosa, en que los demás
practican tal consorcio, nosotros renunciamos a todo consorcio. Apologético, 39.
Autores no cristianos
Puede sospecharse que en los pasajes apologéticos
citados haya una cierta idealización: seguramente no todos los cristianos eran
siempre tan generosos o tan solidarios como debieran, pero la excepción
confirma la regla: el caso de Ananías y Safira no impide que el autor de los
Hechos proclame la solidaridad de la primitiva comunidad; o los abusos que Pablo
condena en Corinto (1 Cor 11) son el contrapunto de una exigencia que se
consideraba esencial. Un texto de un enemigo del cristianismo, el emperador
Juliano el Apóstata, viene a confirmar el valor de la solidaridad cristiana:
Vemos que lo que más ha contribuido a desarrollar
ese ateísmo (= el cristianismo) es su
humanidad para con los extranjeros, su acogida para con toda clase de seres
humanos... He aquí algo de lo cual debemos preocuparnos, sin rebozo alguno.
Pues cuando los impíos galileos, además de a sus propios mendigos, alimentan
también a los nuestros, sería vergonzoso que se pusiese en evidencia que
nuestros miserables carecen de aquellos socorros que nosotros les debemos (cf.
Sozomeno, Hist. Ecl. 5, 15).
Esta había sido una de las constantes del
cristianismo, que se remonta a la colecta organizada por las cristiandades
paulinas en favor de los cristianos más pobres del judeocristianismo. No deja
de ser digno de notarse que en la primera confrontación dentro del
cristianismo, el llamado Concilio de Jerusalén, se llegara precisamente a lo
que hoy llamaríamos una cierta admisión de pluralismo ideológico, compensado
en contrapartida por una decidida resolución unánime en favor del socorro
mutuo. La unidad había de manifestarse ante todo en la solidaridad práxica
entre las Iglesias: «Sólo nos impusieron que nosotros debíamos tener
presentes a los pobres», dice Pablo con evidente satisfacción (Gál 2, l0).
Principios básicos de solidaridad cristiana (época
subapostólica)
Una serie de documentos de origen antiquísimo –
aunque de épocas diversas – exhortan a la solidaridad y a la comunicación de
bienes con fórmulas que parecen repetirse, Pongo a continuación los más
importantes, para comentarlos luego.
a. Didajé 4, S: «No rechazarás al necesitado,
sino que comunicarás en todo con tu hermano, y de nada dirás que es tuyo
propio. Pues si os comunicáis en los bienes inmortales ¿cuánto más en los
mortales?»
b.
Carta de Bernabé, l9, 8: «Comunicarás en todas las cosas con tu prójimo, y
no dirás que las cosas son tuyas propias, pues si en lo imperecedero sois partícipes
¿cuánto más en lo perecedero?»
c. Didajé 1, 5: «Da a todo el que te pide, y no lo
rechaces: porque a todos quiere el Padre que se dé de sus dones»
d. Doctrina de los XII Apóstoles: No vuelvas tu
espalda al necesitado, antes bien comunica todas las cosas con tus hermanos, ni
digas que son tuyas: porque si somos socios en las cosas inmortales, cuánto más
debemos dar entrada a partir de éstas. Porque el Señor quiere que se dé a
todos de sus dones.»
e. Constituciones Apostólicas VII, 12, 5: «Comunicarás
todas las cosas con tu hermano, y no dirás que son tuyas propias: porque Dios
dispuso la participación común para todos los seres humanos.»
f. Hermas, Mand. 2, 4: «Del fruto que Dios te da de
tus trabajos da con sinceridad a todos los necesitados, sin andar vacilante
sobre a quién darás y a quién no a todos, pues a todos quiere el Señor que
se dé de sus propios dones».
Un tema central en estos principios es el de
comunicarás en todo con tu hermano y no dirás de nada que sea tuyo propio, que
se halla en los textos a), b), d), e) Este tema parece provenir de una antigua
instrucción judía que se conoce con el nombre de «Los dos caminos», porque
se presentaba en forma de exhortación a seguir el camino del bien y evitar el
del mal. Probablemente era una instrucción originariamente dirigida a los
miembros de una comunidad de vida ascética en común, en la que la comunicación
de bienes y la renuncia a la propiedad de los mismos – en todo o al menos en
parte – era condición del mismo tipo de vida, como sucede hoy en la vida
monacal o religiosa. Los esenios, por ejemplo, formaban una comunidad de este
tipo: los documentos de Qumram atestiguan esta forma de vida comunitaria con
renuncia a la propiedad de los bienes.
En el cristianismo podríamos pensar que Hch 2, 45
podría representar un momento en el que todavía se piensa que –al menos
idealmente– la comunidad cristiana podría organizarse como una comunidad de
vida en común de aquel tipo. Hch 4, 32 parece recoger el texto mismo de la
instrucción de «Los dos caminos» cuando dice: «Nadie llamaba suyos a sus
bienes, sino que todo lo tenían en común»Pero en el cristianismo se dio
pronto como una suerte de trasposición y ampliación del sentido de la antigua
regla: lo que era principio como estructurante y jurídico de una comunidad
total de mesa y techo, pasa a ser principio meramente moral que se quiere que
inspire las relaciones de los que viven una misma fe y un mismo ideal religioso,
pero no en comunidad estricta y total de vida.
Esta trasposición viene bien marcada por el hecho
de que la antigua regla de comunicar con el hermano es puesta en conexión con
el mandato más general de no rechazar al necesitado, que se halla en los textos
a), c) d) y otros.
Este es también un tema que proviene del judaísmo
y que se halla atestiguado en la literatura sapiencial: Eccl 4, 5, «No apartes
tu rostro del pobre, ni alejes tus ojos del mendigo». Tob 4, 8: «No vuelvas la
cara ante ningún pobre». Prov. 3, 27: «No te niegues a hacer bien al
necesitado». Estas prescripciones no miran sólo a la comunicación con los
miembros de la propia secta o comunidad, sino que tienen un alcance más general
de solidaridad con todo necesitado. Al juntarse con la prescripción de «Los
dos caminos», amplían y generalizan su ámbito de alcance. En la Carta de
Bernabé esto se ha hecho explícito en el mismo texto: porque mientras que los
otros documentos hablan todavía de comunicar con el hermano –es decir, con el
miembro de la propia secta o comunidad–, en Bernabé se habla ya de comunicar,
con el prójimo.
Esta evolución queda confirmada cuando observamos
los dos distintos tipos de motivación que se presentan para exhortar a la
solidaridad. Una motivación que probablemente viene de «Los dos caminos» dice
que los que se unen para participar en los bienes espirituales o inmortales han
de estar dispuestos a participar también en los materiales o mortales. Es una
motivación que había usado el mismo Pablo al exhortar a sus comunidades
gentiles a contribuir a la colecta para los hermanos más pobres de Jerusalén:
“Si los gentiles han participado en sus bienes espirituales, ellos a su vez
deben servirles con sus bienes temporales» (Rm 15, 27; cf. 1 Cor 8, 11). Se
trata de una motivación de carácter restringido cuyo valor se limita al círculo
de los miembros de un grupo cerrado que se ha formado para alcanzar determinados
bienes espirituales. Pero al ampliarse el alcance de la solidaridad con la
admisión del principio sapiencial de no rechazar al necesitado, fuere quien
fuere, se requería también una motivación de tipo más general.
Aparece entonces como motivación la idea de que el
Señor o Padre de todos quiere que todos participen de sus dones, tal como se
expresa en los textos c), d), e), f). Ésta nueva motivación, desarrollada de
diversas maneras, será la que fundamentalmente retendrá la patrística
posterior para argüir en favor de la necesidad de solidaridad y de la
comunicación de bienes.
Resumiendo lo que hasta aquí hemos expuesto, podríamos
decir que hubo en el cristianismo desde sus comienzos una muy viva conciencia de
la necesidad de solidaridad con los más pobres y necesitados, expresada con el
concepto de koinonía o comunicación de bienes. El modelo más in- mediato de
esta comunicación parece haber sido el de los grupos o sectas de vida ascética
en común, como los esenios. Sin embargo, la comunidad cristiana no se estructuró
como una comunidad total estricta de mesa y techo, sino como una comunidad en la
que sus miembros, manteniendo su autonomía de vida, practicaban una real
solidaridad con los más pobres.
Ricos y pobres en el Pastor de Hermas
El Pastor de Hermas ofrece un interés particular
por tratarse de una obra que refleja las opiniones de un simple cristiano, al
parecer no demasiado culto, expresadas con desenvoltura un tanto ingenua y crítica
frente a los «doctores» de su comunidad. El tema principal del escrito se
refiere, sobre todo, a la estructura de la Iglesia y a cuestiones de moral
general y, sobre todo, de disciplina penitencial. Pero a propósito de estas
cuestiones se presentan curiosas indicaciones acerca de las relaciones entre
pobres y ricos, las cuales, al menos en parte, proceden de la experiencia
personal del propio Hermas.
Valor negativo de la riqueza
Al comienzo de la obra (1, 1) Hermas se presenta
como un antiguo esclavo: los estudiosos piensan que esto podría ser una mera
ficción literaria (cf. R. Joly, Le pasteur, Paris, 1958, pp. 17 ss). Más
adelante se revela a Hermas en una visión que la causa de haberse arruinado en
sus negocios temporales es una excesiva complacencia o condescendencia para con
sus hijos (3, 3). En la tercera de sus visiones contempla a la Iglesia como una
torre que está siendo construida con distintas piedras. Las piedras redondas
son rechazadas como ineptas. Preguntando por el simbolismo de estas piedras,
recibe esta respuesta:
Estos son los que, aunque tienen fe, poseen riqueza
de este siglo. Cuando sobreviene una tribulación, por amor de su riqueza y de
sus negocios, no tienen reparo en renegar de su Señor... Estos serán útiles
cuando se recorte de ellos la riqueza que los arrastra: entonces serán útiles
para Dios.
Hay en este pasaje un elemento autobiográfico que
explica, al menos en parte, la actitud de Hermas para con la riqueza: él sentía
que mientras tuvo fortuna había sido inútil para Dios: la pobreza, en cambio,
había Sido para él ocasión de darse más plenamente a Dios.
Ascesis individual
La segunda parte de la obra consiste en una serie de
«Mandamientos» o preceptos morales; el conjunto parece más impersonal y menos
auto biográfico; más bien parece como una compilación de normas morales como
las de «Los dos caminos» y otras por el estilo que debieron de circular en el
judaísmo y en el judeocristianismo. El amor al prójimo y la solidaridad con el
necesitado distan mucho de tener el lugar preponderante y principal que parece
debieran tener según el evangelio. Inspirados como están en las normas de las
comunidades ascéticas del judaísmo tardío parecen mirar más a la perfección
y purificación del sujeto que a la necesidad de que éste se preocupe de los
demás. Se habla mucho de virtud y de justicia: pero se trata de la virtud y de
la justicia con que uno se justifica ante Dios y ante sí mismo, y que se
traducen en las virtudes de la sinceridad y verdad, la castidad, la continencia,
la ecuanimidad, la penitencia, etc. El servicio al prójimo no parece ser más
que una de estas virtudes morales y al mismo nivel que ellas, no el principio
fundamental de la vida cristiana.
En toda la obra se pone de manifiesto que Hermas
tiene una comprensión bastante limitada del cristianismo. Es la actitud que se
refleja en el «Mandamiento VIII», que quiere ser como una pequeña suma moral:
Escucha las obras del bien que tienes que
practicar”. Lo primero de todo, fe, temor de Dios, caridad concordia, palabras
de justicia, verdad, paciencia… Nada hoy en la vida de los seres humanos mejor
que estas virtudes... Escarcha ahora lo que a éstas sigue: servir a las viudas,
socorrer a los huérfanos y necesitados, redimir de sus necesidades a los
siervos de Dios, ser hospitalario – pues en la hospitalidad se encuentra a
veces la ocasión de hacer el bien –, no enfrentarse a nadie, ser tranquilo,
hacerse el «más pobre de todos los seres humanos, venerar a los ancianos
ejercitar la justicia, conservar la hermandad, soportar la insolencia, tener
largueza de alma, no conservar rencor, consolar a los afligidos de espíritu, no
rechazar de fe a los que han padecido escándalo, sino trabajar puro
convertirlos y darles animo: corregir a los que pecan, no atribular a los
deudores y necesitados, y todo lo demás que a esto se asemeje (38, 8 ss.)
De entre este catálogo de virtudes vale la pena,
tal vez, subrayar el deber de la hospitalidad, que responde a un sentimiento y a
una práctica muy arraigados en el oriente antiguo y que hallamos repetidamente
recomendada en varios escritos de los primeros tiempos cristianos.
Derechos del necesitado
La tercera parte del escrito de Hermas está formada
por una serie de «Comparaciones» que quieren iluminar diversos aspectos de la
vida cristiana. Es tal vez aquí donde el pensamiento del autor se manifiesta más
original y vivaz. En la última de estas comparaciones –la décima– hace
como una declaración fundamental de los derechos del necesitado:
Proclamo que es necesario que todo ser humano sea
remediado en sus necesidades: porque el que se halla en la indigencia y sufre
estrecheces en su vida cotidiana está en gran tormento y angustia El que libre
a ese tal de su estrechez, adquiere pura sí un grande gozo.
Este texto puede ser suficiente indicio de las
condiciones de pauperismo en que se vivía en los estratos sociales inferiores
del imperio romano, más allá de su superficial brillantez. Ante esta situación,
Hermas, un pobre hombre del pueblo en condición de infortunio, no está en
disposición de exigir reformas sociales estructurales, que es lo primero que
hoy pensaríamos nosotros. Para él no hay más que una llamada a la
responsabilidad y a la solidaridad, y esto lo hace con una comparación llena de
vida que se ha hecho justamente famosa:
La vid, emparrada en el olmo, da mucho y buen fruto:
pero si se arrastre por le tierra lo da podrido y escaso. Esta comparación está
puesta pera los siervos de Dios pera el rico y el pobre... El rico tiene mucho
dinero, pero en lo que atañe al Señor es un mendigo, pues anda traído y
llevado por su riqueza, y muy pocas veces eleva sin alabanza al Señor cuando lo
hace, su oración es corta y floja, sin fuerza para remontarse a lo alto. Ahora
bien, cuando el rico se entrelaza con el pobre y le suministra lo necesario ha
de persuadirse de que cuanto hiciere por el pobre tendrá su galardón ante
Dios... y con esta fe ha de suministrar al pobre todo sin vacilar. Y el pobre,
socorrido por el rico, ruega por él y da gracias a Dios por el que le dio lo
necesario (51, 3 ss).
Podría tal vez, decirse que en esta curiosa
comparación de la vid y el olmo con los pobres y ricos se expresa de una forma
imaginativa y elemental lo que Juan Pablo II ha descrito como la «hipoteca
social» de la riqueza.
Los primeros moralistas
Hacia finales del siglo II aparece un género de
literatura cristiana que se ocupa predominantemente de temas de moral: es decir,
que intenta describir y proponer los principios de conducta que el cristiano
debiera adoptar en las diversas situaciones de la vida. Tertuliano de Cartago,
en Occidente, y Clemente de Alejandría, en Oriente, suelen considerarse, con
razón, como los primeros grandes moralistas cristianos. A ellos podrían añadirse
otros como Lactancio, Cipriano y Orígenes.
Tertuliano: moral estoica
En Tertuliano se deja sentir particularmente aquella
tendencia, que ya descubríamos en los «Mandamientos» de Hermas, que hace
consistir la perfección cristiana más en el cultivo de uno mismo y en la
pureza de costumbres que en el amor y servicio a los demás. Un estudio reciente
(RAM- BAUX, Tertullien face aux morales des trois premiers siècles, París
1979), ha mostrado que el principio fundamental de la moral de Tertuliano no es
el amor de Dios y deI prójimo, sino aquel afán de autosuperación y de
perfección propia que había llegado a ser el ideal de los mejores Filósofos
de la época. Es una moral en el fondo pagana, aunque se presente apoyada con
textos bíblicos Sin embargo, los escritos de Tertuliano ejercieron gran
influencia en la moral cristiana posterior: a él se debe, en buena parte, que
la moral cristiana haya revestido a menudo más un carácter de moral de
autoperfección que de amor y de servicio al necesitado: una moral que, en
definitiva, se fundaría más sobre el principio pagano de la enkrateia
que sobre el principio evangélico de la agape (cf. MINNERATH, Les chrétiens
et le monde, 265 ss.).
Clemente de Alejandría claridad teórica y
reduccionismo práctico
Clemente de Alejandría es un moralista de talante
bien distinto. Está imbuido como el que más del pensamiento ético de las
filosofías de la época: pero al mismo tiempo es un profundo conocedor de la
Escritura, a la que quiere profesar fidelidad. Si no siempre lo logra del todo,
no se puede negar que tiene una sensibilidad mucho más afinada que la de
Textuliano en lo que se refiere a las exigencias sociales del evangelio.
Mientras que éste apenas si toma conciencia del problema que presenta la
existencia de pobres y ricos en la comunidad cristiana, Clemente capta este
problema e intenta tomar postura frente a él. Su oficio de catequeta de la
Iglesia de Alejandría no le permitía soslayar el tema: Alejandría era la
ciudad más populosa del mundo antiguo, centro de la cultura, de la riqueza y
del comercio del mediterráneo; los contrastes entre la riqueza y el lujo de los
grandes palacios y la pobreza del proletariado de los suburbios debían ser
impresionantes. Un cristiano no podía permanecer indiferente.
En primer lugar, Clemente, con argumentos sacados a
la vez de la Escritura y de la filosofía social del momento, arremete contra el
lujo, el despilfarro y la ostentación. Todo el capitulo 3 del segundo libro del
Pedagogo está dedicado a este tema.
Como ideal del uso cristiano de los bienes presenta
Clemente el de atenerse a lo necesario y suficiente, que ya los filósofos y los
escritores del NT habían designado como autarquía (cf. 2 Cor 9, 8):
Los que se preocupan de la salvación han de tener
por principio primero que todas nuestras posesiones están ordenadas al uso, y
el uso a su vez ha de mirar a lo suficiente – autarqueia –, lo cual uno
puede alcanzar aun con pocas cosas. Son vanos los que en su insaciabilidad se
complacen en sus tesoros.
La escritura dice: «El que acumula su salario lo
echa en saco roto» (Ag 1, 6).(II, 39)
Consecuente con este ideal de autarqueia –cuyas raíces
se hallarían tanto en la literatura sapiencial de la Biblia como en la ética
de los estoicos– Clemente proclama que la pobreza no es nunca un bien por sí
misma:
Por la pobreza el alma se ve obligada a no poder
ocuparse dc lo más necesario, que es la vida interior y la lucha contra el
pecado Por el contrario, la salud y la abundancia de lo necesario mantiene al
alma que sabe usar bien de lo presente libre y sin impedimentos (Strom IV, 5: PG 8, 1233).
Si la pobreza no es en sí un bien, tampoco la
riqueza es en sí un mal, aunque sí algo que acarrea muchos peligros para la
salvación. Para Clemente todo depende del uso que se haga de las riquezas, y en
esto, fiel al Nuevo Testamento, no se entrega a la complacencia con los ricos,
pero tampoco hace demagogia pauperista.
Es sabido que Clemente escribió una homilía o
tratado Sobre la salvación de los ricos. A veces se ha dicho que este tratado
está escrito para tranquilizar las conciencias de sus amigos pudientes, echando
así agua al vino puro de la moral evangélica. Este juicio no parece del todo
exacto. Clemente comienza diciendo que no es cristiano halagar y tranquilizar
sin más a los ricos: pero cree que no por ello hay que desesperarlos de la
salvación desde un comienzo, porque entonces «se entregan más y más al
mundo, se pegan a esta vida como la única que les queda y se apartan más y más
del camino que les lleva a la otra, sin averiguar a quiénes llama nuestro Señor
y Maestro, ni de qué manera lo que es imposible para los seres humanos es
posible para Dios» (n. 2). Lo que hay que hacer es apremiarles y exhortarles a
que usen bien de su riqueza, comunicándola con los que no tienen.
Clemente sabe que la conversión del rico no es fácil,
y que el apego a lo que se tiene obnubila y ciega: pero cree que no por ello hay
que dejar de exhortar al rico, como lo hizo el mismo Jesús, que no condenó sin
más a los ricos por serlo, aunque sí insistió en la dificultad mayor que
tienen para salvarse.
Instrumento es la riqueza. Si de ella se usa
justamente se pone su servicio de la justicia Si de ella se hace un uso injusto,
se la pone al servicio de la in justicia. Por su naturaleza está destinada a
servir, no a mandar. No hay, pues, que acusarla de lo que de suyo no tiene, al
no ser ni buena ni mala la riqueza no tiene la culpa. A quien hay que acusar es
al que tiene facultad de usar bien o mal de ella, por la elección que de sí y
ante sí hace: y esto compete a la mente y juicio del hombre, que puede a su
arbitrio manejar lo que se le da para su uso. Lo que hay que destruir no son las
riquezas, sino las pasiones del alma que no permiten hacer el mejor uso de ellas
(n. 14)
No se puede negar que hay en los planteamientos de
Clemente sobre la neutralidad moral de la riqueza en sí un cierto optimismo
ingenuo. Veremos cómo algunos Padres posteriores no admitirán tan fácilmente
que las riquezas no sean en sí ni un bien ni un mal, ya que intuyen que, de
hecho, toda acumulación de riquezas estará inevitablemente implicada con
alguna forma de injusticia. Es prácticamente imposible acumular mucho para sí
sin privar a otros de lo que debieran disfrutar. La supuesta neutralidad de las
riquezas está siempre abierta a la sospecha de justificación ideológica, como
lo está también la idea de que las riquezas pueden ser instrumento para hacer
el bien por la caridad. La doctrina de Clemente es, en el plano de los
principios, correcta: los ricos pueden salvarse, si hacen buen uso de sus
riquezas. Lo difícil es que en la práctica los ricos cumplan esta condición.
Clemente no lo ignora: pero, en su intención de llevar a los ricos a la admisión
del evangelio le parece oportuno no cargar demasiado las tintas sobre aquella
dificultad. Podríamos decir que sustituye el tono comunitario de los evangelios
–sobre todo del de Lucas– por el de una catequesis de captación.
Doctrina clásica de los grandes pastores
Empieza a tolerarse una forma de cristianismo que,
de hecho, ignora sus exigencias sociales, o se contenta con cumplir con ellas de
una forma muy parcial cuando no simbólica. De ahí nace el fenómeno del
monacato: al darse cuenta de esta situación, hay seres humanos que ansiosos de
radical fidelidad al evangelio creen no tener otro camino que el de vender
literalmente todo lo que tienen y darlo a los pobres, y marchar al desierto a
vivir en pobreza total y entrega de sí mismos a Dios. El monacato puede
explicarse, al menos en parte, como un intento de recuperación de la identidad
cristiana amenazada por el conformismo social. Sin embargo, en su mismo
radicalismo rayano con la extravagancia, el monacato tampoco ofreció un modelo
de vida universalmente válido y generalizable.
Los pastores seguirán predicando la necesidad de
solidaridad efectiva en la comunicación de bienes, dentro de la vida común.
Entre el inmenso acervo de literatura homilética de los Padres de los seis
primeros siglos son innumerables los textos que surgen con esta intención:
homilías y tratados contra los ricos, contra el lujo, sobre la limosna, contra
la usura, sobre el tiempo de hambre, etc. Prácticamente ninguno de los grandes
Padres de la Iglesia dejó de tratar estos temas. Sería imposible intentar
resumir en pocas páginas ni siquiera lo más importante de este inmenso acervo
literario. Aquí no podremos dar más que unos pocos como botones de muestra de
la manera cómo algunos de los Padres más influyentes enfocaron el problema la
pobreza y de la riqueza en las comunidades cristianas.
San Basilio: los ricos son ricos a costa de los
pobres
San Basilio, hijo de una familia hacendada de honda
raigambre cristiana, cuando quiso seguir fielmente el evangelio optó por el
monacato, abandonando su tierra y pasando a Palestina y Egipto. Volvió para
introducir esta forma de vida en su propio país, pero pronto fue llamado a
regir la sede metropolitana de Cesárea de Capadocia. Allí, sin dejar de
fomentar las comunidades ascéticas de estricta comunicación de bienes, se
preocupó de inculcar en la generalidad de los cristianos sus responsabilidades
frente a la pobreza imperante. Lo que significaba esta pobreza queda dramáticamente
expresado en una de sus justamente famosas homilías contra los ricos. Es un
texto oratorio de los más vigorosos de su autor, que no cabe minimizar so
pretexto de que se trata de exageraciones retóricas:
El pobre busca por los rincones de la casa y ve que
no tiene oro ni lo tendrá jamás. Mira a sus hijos, y ve que, o ha de dejarlos
morir, o ha de llevarlos a vender al mercado. Pondera tú la lucha entre la
tiranía del hambre y el afecto paterno. El hambre amenaza con la muerte más
espantosa: la naturaleza induciría más bien a morir juntamente con los
hijos... Verdaderamente esto es un callejón sin salida... Si los quiero
conservar a todos, dejaré que todos se consuman a fuerza de privaciones. Si
entrego a uno, ¿cómo podré mirar aún a los otros, hecho ya reo de traición?
¿Cómo habitar en mi casa, cuando yo mismo me he causado la orfandad? ¿Cómo
comer de la mesa que ha sido abastecida a. tal costa? Aquel infortunado, entre lágrimas
interminables, marcha a vender al que más quiere de sus hijos, pero tú no te
conmueves de su tragedia, ni tienes en cuenta que os une la común naturaleza...
El entrega sus entrañas por el precio de la comida, y tu mano no sólo no se
paralizo al negociar “ con semejantes calamidades, sino que todavía regateas,
y sopesas el más y el menos, pretendiendo tomar lo más que puedas dando lo
menos posible... (PG 31, 269 ss;).
Los antiguos argumentos van adquiriendo desarrollos
que quedarán como clásicos:
Dices: ¿A quién hago daño reteniendo lo que es mío
Dime: ¿qué cosas son tuyas? ¿Las tomaste de alguna parte para venir con ellas
a la vida? Le que ahora tienes, ¿de dónde procede? Si respondes que del azar,
eres un impío, pues no reconoces al creador ni le das gracias por sus dones.
Pero si confiesas que todo te viene de Dios, confiesa la razón porque lo has
recibido. ¿Será Dios injusto repartiendo desigualmente los medios de vida? ¿Por
qué tú eres rico y el otro pobre? No será sencillamente para que tú puedas
tener el mérito de tu generosidad y buena administración, y el otro sea
honrado con los grandes premios de la paciencia?
(PG 31. 276 ss.).
Basilio, como vemos, no sólo repite el antiguo
argumento de que los bienes de la creación son don de Dios para uso de todos,
sino que insinúa la observación sociológica de que los ricos son ricos a
costa de los pobres. Pero en realidad a S. Basilio no le interesan tanto las
teorías sociológicas cuanto la exigencia de fidelidad al evangelio. En una
homilía sobre el pasaje evangélico del joven rico argumenta de nuevo con
fuerza inigualable:
Si realmente amases a tu prójimo, tiempo ha
hubieras pensado en desprenderte de lo que tienes. Pero la verdad es que llevas
más pegado a ti el dinero que los miembros de tu cuerpo, y te duele más
desprenderte de él que si te cortaran los miembros más importantes (PG 31, 281).
San Juan Crisóstomo: hipoteca social de la riqueza.
San Juan Crisóstomo fue no sólo un extraordinario
orador, sino un gran pastor plenamente identificado con los problemas de su grey
en las dos grandes ciudades en que hubo de ejercer su ministerio: primero en su
Antioquía natal, capital de la provincia de. Siria, y luego en Constantinopla,
capital del Imperio de Oriente. Sus sermones ofrecen extraordinario interés, a
la vez como testimonio de las condiciones sociales de la época y corno muestra
de la manera cómo los pastores urgían – aunque a veces confesadamente con
escaso éxito – la exigencia de solidaridad cristiana. Siendo sus textos al
respeto numerosísimos y de una claridad diáfana, prefiero limitar al mínimo
mi comentario, dejando que se oiga directamente la voz del gran pastor.
Recojo, en primer lugar, algunos de los textos en
los que se describe la mísera condición de los más pobres[1]:
...Al venir a vuestra reunión, atravesando plazas y
callejas, he podido ver a muchos tendidos en las esquinas, unos mutilados de
manos, otros ciegos, otros hechos una criba de llagas y heridas in- curables,
mostrando precisamente las partes que, por estar llenas de podredumbre, más
debieron cubrir, Ante este espectáculo me ha parecido que sería extremo de
inhumanidad no hablaros de ello., Así pues, ya que carecen de lo necesario más
que nunca, y además se les quita el trabajo, ya que nadie toma a jornal a los
miserables ni se los llama para servicio alguno, no queda sino que las personas
misericordiosas les tiendan las manos y hagan las veces de patronos que los
contraten He ahí nuestro mensaje de hoy.
(PG 51, 261 ss.)
Los que poseen campos y sacan de la tierra sus
riqueza son de lo más inicuo. Viendo cómo tratan a los míseros y trabajando
labradores, se verá que son más crueles que unos bárbaros 4 los que están
consumidos de hambre y se pasan la vida trabajando, todavía les imponen
exacciones continuas e insoportables y les obligan a los esfuerzos más penosos.
Sus cuerpos son como de asnos o de mulos o, por mejor decir, como de piedra No
les conceden un momento de respiro. Produzca o no produzca la tierra igualmente
les exigen y no les perdonan por ningún concepto. ¡Miserable espectáculo!
Trabajan todo el invierno y después de consumirse al hielo y a las lluvias y e
las vigilias, se encuentran con las manos vacías y, encima, cargados de deudas. (Ruiz Bueno, II, 274).
El cuadro difícilmente podría dibujarse con tintas
más fuertes: Por una parte, un pauperismo y unos abusos escalofriantes: por
otra, una irresponsable indiferencia en los más pudientes de entre los mismos
cristianos, que se conforman a las prácticas económico-sociales de su época.
En medio, la Iglesia intenta paliar la situación con obras de caridad benéfica.
Pero ello acarrea a la Iglesia problemas. S. Juan Crisóstomo es consciente de
que aquí la Iglesia jerárquica ejerce una función subsidiaria que no le es
propia y que más bien le entorpece en su función más específica:
Por culpa vuestra y por vuestra inhumanidad han
venido a parar a la Iglesia campos, casas, alquileres de viviendas, carros,
mulos y muleros y todo un tren de semejantes cosas. Todo este tesoro de la
Iglesia debería de estar en vuestro poder, y vuestra buena voluntad debiera ser
su mejor renta Mas lo cierto es que ahora se dan dos males el primero, que
vosotros no obtenéis el fruto de la limosna, y el otro, que los sacerdotes de
Dios no entienden en lo que debieran... De ahí que nosotros no podamos abrir la
boca, ya que le Iglesia de Dios no se diferencia en nada de los seres humanos
del mundo... Nuestros obispos andan más metidos en preocupaciones que los
tutores, los administradores y los tenderos. Su única preocupación debieran
ser vuestras almas y vuestros intereses y ahora se rompen cada día la cabeza
por tos mismos asuntos que los recaudadores, los agentes del fisco, los
contadores y los despenseros... (Ruiz Bueno, II 667)
No es correcto que los cristianos abdiquen de sus
responsabilidades de solidaridad, descargándolas en la Iglesia. Lo que han de
hacer es aguzar su sensibilidad, revestirse de entrañas de caridad y compartir
con todo necesitado:
Locura y frenesí manifiesto es llenar las arcas de
vestidos y despreciar el que fue creado a imagen y semejanza de Dios, dejándolo
desnudo y tiritando de frío y que apenas se tenga en pie. Me decís: Es que
finge todo esto del temblor y la debilidad., Perdonadme: esta palabra me hace
reventar de indignación. ¿Vosotros, que os regaláis y engordáis que seguís
bebiendo hasta bien entrada la noche, que luego vais y os arropáis en blandas
colchas, vosotros, digo, creéis que no vais a sufrir el castigo merecido al
hacer un uso tan in justo de los dones de Dios...? (PG 61, l76 ss.)
Sin duda que ya entonces se daba la picaresca del
que se fingía más pobre de lo que realmente era, aprovechándose para vivir
sin esfuerzo, aunque fuera malamente, de la caridad ajena. Los ricos sacaban de
ahí excusas justificadoras de su dureza de corazón. Otras veces la excusa era
la supuesta perversión o degradación moral de los pobres: el rico, desde su
situación de privilegio, siempre está dispuesto a pasar juicio moral contra el
que es menos que él: no se contenta con ser rico, sino que ha de presentarse
como bueno, y mejor que nadie. S. Juan Crisóstomo insiste en que el pobre no ha
de ser juzgado: se ha de socorrer su indigencia, no premiar su moralidad:
El que quiere practicar la bondad no ha de pedir
cuenta de la vida, sino remediar la pobreza y socorrer la necesidad. El pobre sólo
tiene una defensa, que es su indigencia y necesidad. No le pidas más aun cuando
fuere el ser humano más malvado, si carece del sustento necesario, remediemos
su hambre. Así nos lo mandó Cristo: «Sed como vuestro Padre del cielo que
hace salir el sol sobre buenos y malos» (Mt 5, 45)... No damos limosna a las
costumbres, sino a las personas. No le tenemos compasión por su virtud, sino
por su calamidad. De este modo nos atraeremos también nosotros del Señor su
mucha misericordia. (PG 48, 985 ss.).
De esta forma aparece, no como resultado de metódico
análisis de los mecanismos sociales, pero sí con clara intuición de lo que
está en el fondo de los mismos, la idea de que la acumulación de riqueza es en
realidad una rapiña encubierta: en vano el rico puede intentar tranquilizar su
conciencia:
El no dar parte de lo que se tiene es ya como una
rapiña. Las Escrituras dicen ser rapiña avaricia y defraudación, no sólo
arrebatar lo ajeno, sino también no dar parte de lo suyo a los otros... Esto
dice para demostrar a los ricos que lo que tienen pertenece al pobre, aún
cuando lo hayan adquirido por herencia paterna o les venga el dinero de donde
quiera que sea., Las cosas o riquezas, de donde quiera las recojamos, pertenecen
al Señor, y si las distribuimos entre los necesitados lograremos gran
abundancia (PG 48, 984).
Sólo en la verdadera y efectiva solidaridad
fraterna entre los hijos de un mismo Padre puede tener sentido la oración, el
culto y, sobre todo, la celebración de la eucaristía. Las palabras del Crisóstomo
a este respecto podríamos decir que siguen siendo de rabiosa actualidad:
Este sacramento no sólo exige estar en todo momento
puros de toda rapiña sino de la más mínima enemistad. Este sacramento es un
sacramento de paz. no nos consiente codiciar las riquezas... Y no pensemos que
basta para nuestra salvación presentar al altar un cáliz de oro y pedrería
después de haber despojado a viudas y huérfanos. Si quieres honrar este
sacrificio, presenta tu alma, por la que fue ofrecido. Esta es la que has de
hacer de oro... Este sacramento no necesita preciosos manteles sino un alma
pura. Los pobres, en cambio, sí requieren muchos cuidados. Aprendamos, pues, a
pensar rectamente y a honrar a Cristo como Él quiere ser honrado. ¿Qué le
aprovecha al Señor que su mesa esté llena de vasos de oro si El se consume de
hambre Saciad primero su hambre, y luego, de lo que sobre, adornad también su
mesa. (Ruiz. Bueno, II, 79 ss.).
De esta manera, Juan Crisóstomo, el más vigoroso y
elocuente entre los Padres, es a la vez el más ardiente defensor de los pobres
y el más insistente amonestador a los ricos para que no descansen en el uso egoísta
de sus riquezas.
Ambrosio de Milán: la tierra ha sido creada para
todos
Ambrosio, que por elección popular fue
inesperadamente trasladado de las funciones administrativas del Imperio a la
tarea de regir la Iglesia más importante del norte italiano, no es tal vez ni
un pensador muy profundo ni muy original. Improvisó su formación teológica
una vez elegido Obispo procurando asimilar lo mejor que había producido los máximos
pensadores de Oriente y de Occidente: y lo hizo con singular penetración, de
tal suerte que su obra puede considerarse como una vigorosa suma de todo el
pensamiento cristiano primitivo. En el tema que nos ocupa, vemos que insiste en
los argumentos que proponían un Basilio o un Crisóstomo: pero los elabora a su
manera y según las necesidades de su auditorio. Como botón de muestra, no
haremos más que reproducir algunos fragmentos de una de sus obras más
celebradas, un comentario a la historia bíblica de Nabot que, escrito hacia el
año 395, parece que es como un ensamblaje de varios de sus sermones contra los
ricos (PL 14, 765 ss.)
La historia de Naboth sucedió hace mucho tiempo,
pero se renueva todos los días. ¿Qué rico no ambiciona continuamente lo
ajeno? ¿Cuál no pretende arrebatar al pobre su pequeña posesión e invadir la
herencia de sus antepasados? ¿Quién se contenta con lo suyo?... ¿Hasta dónde
pretendéis llevar, oh ricos, vuestra codicia insensata? ¿Acaso sois los únicos
habitantes de la tierra? ¿Por qué expulsáis de sus posesiones a los que
tienen vuestra misma naturaleza y vindicáis para vosotros solos la posesión de
toda la tierra? En común ha sido creada la tierra pera todos, ricos y pobres;
¿ por qué os arrogáis, oh ricos, el derecho exclusivo del suelo? Nadie es
rico por naturaleza, pues ésta engendra igualmente pebres a todos. Nacemos
desnudos y sin oro ni plata Vosotros, oh ricos, no tanto deseáis poseer lo que
es útil como quitar a los demás lo que tienen. Cuidáis más de expoliar a los
pobres que de vuestra ventaja Estimáis injuria vuestra si el pobre posee algo
de lo que juzgáis digno de la posesión del rico. Creéis que es daño todo lo
que es ajeno. ¿por qué os atraen tanto las riquezas de tu naturaleza? El mundo
ha sido creado para todos y unos pocos ricos intentáis reservároslo Vosotros
revestís e vuestras paredes y desnudáis a los seres humanos. El pobre desnudo
gime ante tu puerta, y ni le miras siquiera. Es un hombre desnudo quien te
implora y tú sólo te preocupas de los mármoles con que recubrirás tus
pavimentos. El pobre te pide dinero y no lo obtiene; es un ser humano que busca
pan y tus caballos tascan el oro bojo sus dientes. Te gozas en los adornos
preciosos, mientras otros no tienen qué comer. ¡Qué juicio más severo te estás
preparando, oh rico! El pueblo tiene hambre y tú cierras los graneros; el
pueblo implora y tú exhibes tus joyas ¡Desgraciado quien tiene facultades para
librar a tantas vidas de la muerte y no quiere! Las vidas de todo un pueblo habrían
podido salvar las piedras de tu anillo...π
Algunos aspectos más particulares de la moral
social de San Ambrosio, y en particular las semejanzas y diferencias entre esta
moral y la filosofía social de la época, han sido objeto de estudio en mi
contribución al volumen colectivo Fe y Justicia, ya mencionado.
A modo de síntesis
La Iglesia no sólo fue desde los comienzos una
comunidad de pobres, sino que tuvo plena conciencia de que la fraternidad
traducida en solidaridad efectiva era la expresión connatural y necesaria de
aquella disposición de filiación para con Dios-Padre, que había sido el
centro de la predicación de Jesús y que había sido confirmada por la efusión
de su Espíritu prometido. Esto se expresa muy tempranamente en principios básicos
de conducta cristiana, como son los de «no dirás que nada sea tuyo propio», o
«comunicarás en todo con tu hermano». Estos principios se mantendrán
sustancialmente, aunque corran el peligro en determina- dos momentos de quedar
en segundo término frente a corrientes que tienden a llevar al cristianismo
hacia formas de religión más cultural o de autoperfección ascética (encratismo,
montanismo) o también de teosofismo gnóstico. La vigencia sustancial de
aquellos principios puede apreciarse por el hecho de que la apologética de los
tres primeros siglos puede presentar la efectiva solidaridad en las comunidades
cristianas como «novedad» singular y argumento en favor del valor intrínseco
del cristianismo.
Con la expansión numérica subsiguiente a la
conversión de Constantino, aquella solidaridad se hace cada vez menos efectiva,
y coexisten en las comunidades ricos y pobres, con una conciencia cada vez más
debilitada de las obligaciones de unos para con los otros. Los pastores se ven
entonces en la necesidad de reavivar la conciencia primitiva, multiplicando
exhortaciones que, al parecer, pocas veces obtenían el efecto deseado. Las
exhortaciones a la solidaridad y comunicación de bienes, a la autarquía y
sobriedad, a la limosna, contra la usura o el lujo, etc., ocupan gran parte de
la homilética patrística.
Se repiten los principios primitivos y se refuerzan
con nuevas formas de argumentación: el principio estoico de que la naturaleza
dispuso todas las cosas para uso común es reinterpretado teológicamente en el
sentido de que Dios creador y padre de todos quiere que todos disfruten de sus
dones. Urgiendo este argumento se llega a la afirmación de que el rico roba al
pobre de lo que es suyo y le pertenece cuando acapara los bienes de la tierra más
allá de lo necesario, con pretensión de uso y disfrute exclusivo. Más aún:
se descubre que los ricos lo son a costa de los pobres, y que las riquezas
aparentemente honestas o heredadas son siempre fruto de injusticia y rapiña más
o menos encubierta o remota. La riqueza sólo es justificable cuando se pone al
servicio del bien común de todos.
Sin embargo, los Padres, aunque son radicalísimos
en la condena de esos abusos, prácticamente no llegan a postular reformas de
fondo de la misma estructura social que los fomentaba: no tenían medios de análisis
de los mecanismos económicos, ni menos aún disponían de remedios para
subsanar sus deficiencias. Sólo podían exhortar a la limosna, a la
generosidad, a la sobriedad y a tener entrañas de humanidad y piedad cristiana.
La Iglesia como tal practicaba estas virtudes,
constituyéndose en una especie de institución de «Seguridad Social» o de
beneficencia pública de importancia muy considerable, como lo muestra el texto
de S. Juan Crisóstomo que nos informa de que más de 3.000 personas eran
socorridas diariamente en Constantinopla con fondos de la Iglesia. Aunque tal
vez con criterios modernos estas exhortaciones a la generosidad puedan parecer
poco eficaces, seguramente habría que conceder que en aquel mundo de crueles
desigualdades debieron de tener un efecto altamente beneficioso, y que debieron
de ser muchos los desgraciados que lograban subsistir gracias al amparo o a la
exhortación de la Iglesia.
Para no alargarme más, diré simplemente que los
cristianos del bajo Imperio tal vez cumplían tan mal como los de nuestro propio
tiempo las exigencias sociales del evangelio. Pero, al menos, entonces se oían
voces de pastores que tronaban contra la inconsciencia general, cosa que tal vez
hoy acontece más raramente y seguramente con menor fuerza.
Tomado
de la revista «Éxodo»
[1] Para las homilías que han sido traducidas por don Daniel Ruiz Bueno, «Obra de S. Juan Crisóstomo», Madrid, BAC, 1955 ss., cito según esta edición. Para las demás cito según la Patrología Graeca, de Migne, adaptando a veces la traducción de Sierra Bravo en la obra ya citada.