Capítulo II

UN SOLO CORAZÓN Y UNA SOLA ALMA


«El mundo, antes de Cristo, era un mundo sin amor»; este juicio de un historiador 1 puede que sea exagerado. No obstante, es una manera de expresar la asombrosa seducción que el cristianismo ejerció tanto sobre las masas como sobre las élites. El evangelio de la caridad venía a explicar y a realizar la fraternidad humana, inscrita en lo más profundo del ser humano y que ningún filósofo había conseguido que se viviera en los hechos cotidianos. La Iglesia quiere ser fundamentalmente una fraternidad, como ya lo hacía notar Ignacio de Antioquía2. Lo que llama la atención de los paganos es encontrarse con hombres que se aman, que viven la unidad y la ayuda mutua; les sorprende encontrar una sociedad que pone en práctica una distribución equitativa de bienes entre ricos y pobres, en una .fraternidad auténtica. El emperador Juliano ha de reconocer, dos siglos más tarde, que el secreto del cristianismo consiste «en su humanidad hacia los extraños y en su previsión para el entierro de los muertos»3, en una palabra, en la hondura de su caridad.

Los paganos del siglo II piensan del mismo modo: «¡Mirad —dicen— cómo se aman!» 4. Y Tertuliano, contundente y exagerado como de costumbre, añade: «Ellos se detestan». Séneca, el santo pagano, también pide que se tienda la mano al náufrago, que se abran los brazos al exiliado, que se ponga la bolsa a disposición de los necesitados, para compartir los bienes con los hombres. Pero añade: «El sabio se guardará bien de afligirse por la suerte del desgraciado, pues su alma debe permanecer insensible ante los males que él mismo alivia: la piedad es una debilidad, una enfermedad»5. Estas expresiones «nietzscheanas» dan la medida de la distancia que existe entre el paganismo y el Evangelio.

En medio de la avalancha de filosofías y de cultos orientales, el cristianismo no aporta ni un sistema nuevo ni siquiera una religión nueva, sino que, según dice Lactancio6, para el mundo el cristianismo es una «gracia de humanidad, para amar, socorrer y defender a los hombres». El Evangelio de Jesucristo anuda relaciones nuevas entre los hombres, remueve y crea, actúa y transforma, pues de por sí mismo es una provocación a la acción. Dondequiera que florece la fe, la caridad amontona los frutos de su acción.

La palabra de Santiago resuena, lacerante, en todas las comunidades de la Iglesia naciente: «Alguno podría decirme: ¡Ah! Tú tienes la fe, pero yo tengo las obras. Enséñame tu fe sin obras; yo lo que haré es mostrarte mi fe por medio de mis obras» 7. Y el mismo Apóstol amalgama religión y acción, servicio a Dios y servicio a los hombres: «La religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse de la corrupción de este siglo»8.

La Iglesia de Cartago o la de Lyon acogen a los hombres concretos y diversos, cada uno con su propia situación personal, profesional, económica y social; los hay ricos, los hay pobres, los hay jóvenes, los hay viejos, pero todos confraternizan. Tanto a unos como a otros hay que hacerles tomar conciencia de que forman una misma familia, que tienen que vivir la fraternidad, es decir, que traducirla en actos.

Ante este programa, el oriental y el occidental, el cristiano de Viena (Francia) y el de Efeso actúan y reaccionan según sus respectivos temperamentos9, y todo esto produce una fluidez en las instituciones y en las realizaciones. Por ejemplo, las funciones y las actividades de las viudas y de las diaconisas no son iguales en Oriente y en Occidente, porque las condiciones de vida son diferentes. El oriental, empírico, inventa e improvisa, mientras que el latino organiza y reglamenta.

Es difícil localizar una comunidad cristiana de término medio, que nos ofrezca el modelo de una iglesia de metrópoli a escala pequeña. Estamos mejor informados acerca de Roma que acerca de Tiatira, pero Roma no es toda la Iglesia, como París no es toda Francia. ¿Cuál es la diferencia entre una parroquia de la capital y la de un burgo o un pueblo de un cantón? Roma tampoco es Cartago, lo cual se refleja incluso en el presupuesto económico de ambas comunidades cristianas. En una ocasión, el alcalde de Atenas, de visita en Montreal, observaba que la metrópoli canadiense gastaba en quitar la nieve la misma cantidad que el total del presupuesto de su propia capital. Los problemas de Atenas no son los de Montreal, ni las necesidades ni los recursos 10.

 

La acogida en la comunidad

En la época en que estamos, la comunidad, fuera de las grandes metrópolis, casi ni sobrepasa el marco de una casa acogedora. La palabra fraternidad tiene en ella un sentido concreto: los hermanos y las hermanas todos se conocen, incluso se llaman por sus nombres diminutivos.

La iglesia de Doura Europos, una de las más antiguas que han sido encontradas, representa ya un estadio evolucionado del edificio transformado en un lugar de reunión. Se trata de una pequeña ciudad del siglo III medianamente poblada. Ahora bien, la iglesia apenas si tiene cabida para unas sesenta personas, es decir, como una gran familia.

La Didascalia siríaca describe una comunidad que todavía tiene una dimensión humana, en donde el obispo personalmente acude a socorrer a los pobres, porque conoce a la perfección a todos los que tienen dificultades 11. Si un hermano de paso se suma a la reunión, ha de «mostrar la patita blanca», antes de ser admitido en la asamblea12.

Lo que llama la atención de las directrices que contiene la Didascalia13 es su carácter a la vez patriarcal y personal. Nada hay en ellas de burocrático ni de administrativo. El diácono se pone en la puerta para recibir a los que van llegando. A todos los conoce de vista. Conoce a los que viven con holgura y a los que padecen necesidad, a los niños que son felices y a los que son huérfanos, a los hombres que no tienen trabajo y a las viudas. Sabe lo que para cada uno ha representado el bautismo: ruptura de ciertos lazos, obstáculos de toda clase, constitución de nuevas relaciones con la comunidad. Hay muchos que en adelante ya no podrán tener más apoyo que el que encuentren en esta nueva familia, de la que han entrado a formar parte al precio de todo lo demás.

«El diácono debe ser los oídos del obispo —dice la Didascalia—, su boca, su corazón y su alma»14. Para un diácono estas recomendaciones están cargadas de sentido. «Este corazón, esta alma», son el hogar de todos los hombres, de todas las hermanas, cada cual con su historia, cada cual con sus necesidades materiales y espirituales. No hay uno solo para quien la fe no represente un riesgo, un reto, un desgarramiento. La historia de Perpetua nos permite entrever hasta qué profundidad la conversión era como sajar en la carne viva de los afectos familiares, y al mismo tiempo encontrarnos una gran delicadeza en la amistad entre Perpetua y Felicidad, entre los compañeros de martirio y la comunidad de Cartago. Los diáconos asedian materialmente las puertas de la cárcel, tratando de suavizar la situación de los presos incluso con sobornos. Es la imagen misma de la fraternidad vivida y compartida.


La viuda y el huérfano

Socorrer a la viuda y al huérfano viene a significar para nosotros, por sinécdoque, la generosidad de quien acude en ayuda de los oprimidos y de los marginados de la sociedad. Desde Justino a Tertuliano encontramos sistemáticamente, entre los casos sociales de primera urgencia, a las viudas y a los huérfanos15. La asociación de ambas clases de necesitados tiene profundas raíces bíblicas. «No haréis daño a la viuda ni al huérfano. Si se lo hiciereis, clamarán a mí y yo escucharé sus clamores, y se encenderá mi enojo»16. Unas y otros representan a quienes son miembros privilegiados de la comunidad, precisamente porque carecen de protección ni defensa.

Siguiendo lo que dice Santiago 17, la comunidad primitiva concibe la labor asistencial como la expresión y la prolongación de la fe y del culto. Luciano18, el sarcástico observador de los cristianos, describe el lugar que viudas y huérfanos ocupan en los grupos cristianos; hasta el más miope podía darse cuenta de la privilegiada situación de unos y otros en la vida y ante los recursos económicos de la comunidad.

Los huérfanos eran como los «hijos naturales» de la Antigüedad. Será preciso llegar a la época cristiana y al reinado de Constantino para encontrar establecimientos dedicados a recogerlos. La situación de los hijos sin padres, legítimos o no, era de lo más precario. Legisladores y filósofos autorizaban incluso la exposición de hijos no deseados 19. Tertuliano20 reprocha violentamente este crimen a los paganos de su tiempo, pero no habla ni de los bastardos ni de los hijos ilegítimos, pues posiblemente son asimilados púdicamente a los huérfanos.

En Grecia y en Roma solamente eran protegidos los intereses de los niños nacidos libres y ciudadanos. La ley no se ocupaba de los otros, cuyo número era proporcional al de los huérfanos cristianos, recogidos entre las clases trabajadoras y modestas. Plinio escribe desde Bitinia, preguntando al emperador acerca de la condición jurídica y del mantenimiento de los niños que, nacidos libres, habían sido expuestos y después recogidos y educados para ser esclavos21. La respuesta de Trajano consagra los principios admitidos por los griegos, ya que no existía una legislación común para todo el Imperio; de esta manera ratifica los abusos de que eran víctimas esos niños 22.

Un gran número de niños expuestos se libraban de la muerte por medio de la esclavitud y de la prostitución. Para poner remedio a esta situación, Plinio otorga donaciones en favor de los niños pobres de diferentes ciudades, particularmente de Como, su ciudad natal23. Exhorta a sus amigos para que sigan su ejemplo24. Una mujer, Celia Macrina, deja por testamento de qué alimentar a perpetuidad cien niños, chicos y chicas, hasta la edad de dieciséis o trece años25.

En Roma, las distribuciones de trigo no eran suficientes para cubrir las necesidades de los niños sin familia. Trajano fue el primer emperador que organizó una asistencia pública para los niños sin genealogía, aunque excluyendo a los esclavos. Esta organización, limitada primeramente a Roma, se extendió a toda Italia. Fue la obra social más meritoria de su reinado26. Una medalla de bronce conmemora el acontecimiento: ante el emperador sedente, una mujer le presenta unos niños sobre los que se extiende su protección27.

Este contexto sociológico nos permite situar mejor las disposiciones que toman los cristianos de esa misma época: ¿Recogían a los niños abandonados? No conocemos texto alguno que lo afirme explícitamente. ¿Cómo podría Tertuliano28 calificar de infanticidio, con tan gran violencia, el abandono de niños que tiene ante su propia vista, si los cristianos no habían considerado que era un crimen no recoger a «uno de esos pequeños»?

Sea lo que fuere de esos niños encontrados, la Didascalia29 nos informa acerca de la actitud de los cristianos para con los huérfanos y las huérfanas. El primer responsable es el obispo. Siendo padre de la comunidad, ¿no lo es ante todo de aquellos y aquellas que ya no tienen padre? De ordinario confía el huérfano a una familia cristiana.

Si un cristiano se encuentra huérfano, sea niño o sea niña, será hermoso que uno de los hermanos que no tienen hijos tome por hijo a tal niño, y si tiene ya un hijo, que tome a la niña y se la dé por esposa, a su debido tiempo, para coronar su obra en servicio de Dios30.

No se trata, pues, de explotar una situación para aprovecharse de ella, sino de abrir los hogares para ofrecer una familia al huérfano, darle una formación y situarlo en la vida. El obispo debe cuidar de casar la huérfana con un cristiano, y para ello habrá de constituir la correspondiente dote. ¿Se trata de un niño?, entonces el jefe de la comunidad debe cuidar de que aprenda un oficio y de que adquiera las herramientas necesarias para que se gane honradamente la vida y deje de estar a cargo de la comunidad.

Los más desahogados económicamente no siempre se prestaban a una acción tan fraterna, ya que el hecho de recibir el bautismo no bastaba para volverlos del revés. A quienes no sabían hacer buen uso de sus bienes, la Iglesia, el obispo, les recordaba el conocido dicho: «lo que los santos no se coman se lo comerán los asirios» 31.

Los hijos de los mártires eran como lactantes privilegiados para la comunidad. En Cartago32, una mujer recoge y adopta espontáneamente al hijo de Perpetua, puesto que su familia era rica y no estaba a cargo de la comunidad. El joven Orígenes también es recogido por una mujer de Alejandría33, cuando su padre, Leónidas, muere mártir. Eusebio habla de un cristiano llamado Severo, que en Palestina se hace cargo de la viuda y de los hijos de mártires.

En Pérgamo, en Asia Menor, la multitud invoca a los hijos para debilitar el valor de su madre Agatonicé:

Agatonicé sabía que los hermanos y hermanas en la fe recogerían a sus hijos.

Las viudas, junto con los niños, planteaban a la comunidad un caso social diferente. Su existencia sólo es alegre en las operetas; la realidad histórica es otra. En Roma, la mujer volvía a caer bajo la férula de su familia o de la familia del marido cuando éste moría35. Pero su situación se hace muy incómoda, cuando ninguna de las dos familias son cristianas. Además, las disposiciones jurídicas favorecían a los hijos y no a la viuda.

En el mundo griego, la ley y las costumbres preconizaban las segundas nupcias, en caso de viudez 36. La carta a Timoteo se adapta a los usos recibidos cuando aconseja: «Que las viudas jóvenes se vuelvan a casar»37. Por el contrario, Roma era menos favorable a nuevos casamientos. Se rendía honor a las mujeres que permanecían viudas38. Esta reserva se encuentra apoyada en los autores cristianos de la época39.

La situación de la viuda, que ya es precaria cuando está cargada de hijos, se agrava cuando éstos son mayores de edad y los bienes han pasado a sus manos; en estos casos, los hijos tendrían que subvenir a la subsistencia y a la habitación de su madre. «Una madre alimenta mejor a sus hijos, que los hijos a su madre», dice el proverbio, que es experiencia de siglos. Ricos o pobres, es difícil que los hijos acudan en ayuda de sus padres ancianos. Así pues, las viudas de condición pobre estaban a cargo de la comunidad, como lo habían estado en el judaísmo 40

Al tomar a su cargo a estas mujeres, la Iglesia expresaba su humanidad y su sentido social, frente a la dureza de la sociedad antigua. Cartas y otros escritos recomiendan insistentemente a los pastores y a las comunidades que cuiden a las viudas41: «Es hermoso y útil visitar a los huérfanos y a las viudas, sobre todo a las que son pobres y tienen muchos hijos»42. Las viudas incluso ocupan un lugar de honor en la comunidad. Policarpo las llama «altar de Dios»43, lo que quiere decir que viven de las ofrendas de los fieles.

Es difícil determinar a partir de qué momento las viudas viven en comunidad, en casa de un cristiano con fortuna o bajo la dirección de una de ellas mismas. El hecho de estar a cargo de alguien permitía que las viudas no tuviesen que volver a casarse y que llevaran una vida ascética en cierto modo monástica44.


Dios en harapos

En tiempos del papa Cornelio, la Iglesia alimentaba «a mil quinientas viudas y necesitados" 45

Los pobres eran la mayor parte de esta cifra impresionante. Esto que ocurría en Roma, ocurría también en todas las comunidades. Cada una de éstas tenía sus pobres. Esta situación expresa, incluso en la época dorada de los Antoninos, la condición económica de una sociedad en la que las disparidades eran flagrantes; los económicamente débiles eran numerosos, como actualmente en algunos países de América Latina.

Las distribuciones de cereales en Roma sólo paliaban lo esencial. Pero las provincias no tenían derecho a ellas.

Acá y allá encontramos filántropos como ese boticario que dejó 300 botes de medicinas y 60.000 sextercios para proporcionar remedios a los pobres de su ciudad natal46. Por muy loables qúe sean estos gestos, no eran más que una gota de agua en un mar de necesidades.

Quienes más gravemente se veían afectados por la situación social eran los enfermos, los disminuidos, los necesitados, los parados, las personas de edad, sobre todo los esclavos que ya no podían trabajar, los náufragos frecuentes en los puertos, en donde además se concentran las primeras comunidades. Esta lista puede alargarse en tiempos de mala cosecha, de guerra y de calamidad.

Son principalmente casos sociales, personas que atraviesan duras pruebas, sin familia, desplazados, quienes están a cargo de los hermanos. Entonces es cuando la fraternidad adquiere un sentido y una responsabilidad concretos. ¿De qué serviría —como dice Santiago47— desearles paz sin ofrecerles abrigo, alimento ni vestidos?

En función de este sufrimiento humano, la Iglesia pide que el obispo elegido sea un hombre que «ame al pobre»48: «Acuérdate de los pobres —le recomienda la Didascalia—, tiéndeles una mano y aliméntalos»49. Cuando el obispo poseía una fortuna personal, subvenía con ella a las necesidades mayores de la comunidad. El diácono conocía cada uno de los casos individuales, buscaba a los enfermos, estudiaba cada situación, examinaba cuáles eran los casos a los que había que prestar mayor atención, procuraba descubrir a los pobres vergonzantes, que disimulaban sus necesidades.

Los pobres eran más numerosos en las ciudades que en el campo. En Antioquía y en Roma representaban la décima parte de la población. En la capital a la que convergían tanto los extranjeros de todo el Imperio como los campesinos arruinados, los pobres vivían tradicionalmente de los dones gratuitos del Estado o de los particulares, de los repartos de trigo, la anona. La caridad cristiana hace suyos los usos recibidos de las costumbres de su tiempo50: comidas públicas, con el fin de adaptar las ayudas a cada una de las necesidades. Había una lista de las personas asistidas. En los presupuestos, la acogida a los extranjeros y a los pobres era una partida muy pesada.

La visita domiciliaria permite descubrir las situaciones más trágicas, especialmente los enfermos, a quienes los diáconos llevan el confortamiento de la comunión, porque los conocen bien y porque además con frecuencia los socorren materialmente51. Todavía en el siglo V el Testamento pide al diácono que «busque en las hostelerías para ver si encuentra algún enfermo o pobre, o si hay algún enfermo abandonado» 52. En Oriente, las diaconisas o las viudas, como ya hemos visto, se encargan de modo especial de las mujeres pobres y enfermas53.

El hacerse cargo de los necesitados era cosa de todos. No pueden los hermanos descargar su tarea, pasivamente, sobre los ministros de la caridad. No basta con que paguen con su dinero, sino que deben contribuir con su persona y con su tiempo. Aprenden a hacerlo ya desde el catecumenado, porque la fe abría para ellos una nueva familia, con sus alegrías y con sus penas. Sabemos, por la Tradición apostólica54, que el examinador de los candidatos al bautismo hacía, entre otras, estas preguntas: «¿Han honrado a las viudas? ¿Han visitado a los enfermos? ¿Han hecho toda suerte de obras buenas?». El catecismo se aprendía y se experimentaba en la vida.

Caridad concreta que se imponía, tanto más cuanto que los hospitales todavía no existían. Los médicos eran normalmente monopolio de los ricos. En Egipto y en Grecia hay médicos públicos, pero en Italia se van estableciendo muy lentamente55. En tiempo de los Antoninos, la mayoría de los médicos que vienen a Roma proceden de Grecia y de Asia Menor. Los hermanos o los sacerdotes médicos que conocemos por los epitafios encontraban amplio campo para ejercer su arte y su asistencia.

En muchos casos, el diácono procuraba por todos los medios encontrar una familia o un particular que acogiera y cuidara a un enfermo solitario. En Roma los esclavos enfermos o minusválidos eran con frecuencia abandonados en la isla del Tíber y confiados al dios Esculapio. Era tal el abandono en el que se encontraban, que el emperador Claudio obligó a los amos a que cuidaran a sus esclavos enfermos. Además, estipuló que los que llegaran a sanar fueran libertados. El amo que matara a un esclavo enfermo para no tener que cuidarlo sería perseguido por homicidio 56

Esta ley dice más que suficiente acerca de la inhumanidad de las costumbres romanas en una época en que la civilización es de lo más brillante57.

 

Muertos sin sepultura

La sepultura, en la Antigüedad, tenía un carácter más bien religioso que familiar o social. Amos y esclavos, libertos y artesanos, dictaban disposiciones en vistas a sus obsequias fúnebres, ya desde la plenitud de su edad. Era esencial para ellos no «fallar su salida» y efectuarla según las reglas del arte. Los distintos colegios, profesionales o no, establecen una caja de solidaridad, administrada por personas encargadas de ello. Se establecía un fondo inicial de hasta 750 denarios, al que se añadían las cotizaciones mensuales. Esta asociación podía también recibir legados y donaciones58.

En la comunidad cristiana la sepultura era la última forma de la caridad para con los pobres. Como hemos visto, el emperador Juliano atribuye la expansión del cristianismo principalmente a la filantropía hacia los extranjeros y la sepultura a los muertos59. Ambas manifestaciones de caridad se conjugaban con frecuencia, porque los extranjeros alejados de sus familias y de sus países, a veces sin parientes, no tenían a nadie que tomara a su cargo sus funerales.

Esta actitud cristiana había llamado la atención de los paganos, porque la Iglesia no se cuidaba sólo de enterrar a sus propios muertos, sino que cumplía este deber también con todos los muertos que no tenían sepultura, víctimas de las calamidades públicas y de los naufragios60. Era una de las obligaciones del diácono: «el diácono los viste y los adorna». «Si el diácono vive en una ciudad situada a orillas del mar, debe recorrer con frecuencia el litoral para recoger a quien hubiera perecido en un naufragio. Lo debe vestir y enterrar»61.

La Antigüedad concede la mayor importancia a la sepultura, que es lo único que proporciona descanso y un lugar para el culto a los muertos. Todavía hoy, los malgaches de las altas mesetas se arruinan literalmente para dar sepultura a sus antepasados; la vida dura un tiempo, mas la muerte siempre, dicen. Generalmente, es la familia la que se encarga de ello, pero también los demás están implicados en esto. En Atenas, quien encuentra el cuerpo de un muerto tiene obligación de enterrarlo. Este fue el drama de Antígona. Dejarlo sin sepultura es una impiedad, aunque se trate de un enemigo62. El odio no traspasa este umbral.

En los cristianos, pobres y extranjeros son enterrados a costa de la comunidad63: «Cada vez que un pobre abandona este mundo y que un hermano se entera, éste se encarga de su sepultura, según sus medios»64. Se trata de enterrar y no de incinerar. Estos dos modos se practicaban en Roma, pero a los cristianos les repugna la cremación, ya sea por fidelidad a las costumbres bíblicas, ya sea, quizá mejor, por imitar la sepultura de Cristo.

En Roma las familias ricas ofrecen sus panteones a los pobres de la comunidad65. Por eso, la cripta de Lucina remonta al siglo I. En las catacumbas están enterrados cristianos de origen modesto, en parte descendientes de libertos, que se benefician de la concesión funeraria. Cuando los terrenos en la superficie ya no son suficientes, se cavan galerías subterráneas. Hasta en la muerte los cristianos, ya sean patricios o ya sean esclavos, reafirman su comunión y su fraternidad en una misma esperanza.

El castigo supremo que los paganos infligían a los mártires consistía en dejarlos sin sepultura. En Lyon, arrojan sus cadáveres a las rapaces, bajo una vigilancia militar; ni siquiera pagando los cristianos consiguen sustraerlos a esta última ignominia66. El relato que nos ha llegado explica el motivo: «Creían los paganos que así triunfaban de Dios y arrebataban a sus víctimas la posibilidad de una resurrección. Decían: Veamos si ahora resucitan, si su Dios puede socorrerlos y arrancarlos de nuestras manos».


Los que sufren por la justicia

Lo precario de su situación unía más a los cristianos; eran solidarios de una misma fe y vivían bajo una misma amenaza. Si en tiempos ordinarios la solidaridad era algo vivo entre los miembros de la comunidad, la persecución y las pruebas a que esta misma solidaridad daba lugar reforzaba todavía más los lazos entre todos. Todos se preocupan, se conciertan, saben lo que cada cual vale.

Sabina, abandonada en el monte por un ama indigna, a causa de su fe, es socorrida clandestinamente por los hermanos, que llegan a liberarla67. Los que no han sido aún detenidos se preocupan por los hermanos que están en la cárcel. Van a visitarlos68, les llevan provisiones, a base de regalos suavizan su muerte y mejoran su habitación69. Así, los dos diáconos de Cartago, Tercio y Pomponio, consiguen a costa de dinero que Perpetua y sus compañeros sean autorizados a descansar durante algunas horas en un sitio mejor que la prisión. Algunos confesores rechazan esas suavizaciones para no ser una carga para la comunidad70. Entonces, los carceleros, frustrados, se vengan sobre los prisioneros, del chasco que se han llevado.

A veces los hermanos pagan un rescate para la liberación completa71. En Roma, Lucio protesta ante el prefecto de la ciudad contra la detención de Tolemeo, y esta intervención le cuesta la vida72. Vetio Epagato, en Lyon, perteneciente a una familia importante, se lanza a defender públicamente a sus hermanos, y paga este rasgo de valor con su sangre73.

El mismo sarcástico Luciano describe a los cristianos y cristianas asediando la cárcel en la que un hermano está encerrado y haciendo todo lo que pueden para liberarlo. Pasan la noche con él, le llevan alimentos y tratan de conquistar a los carceleros sobornándolos74. Incluso con su caricatura, Luciano tiene que reconocer la fraternidad y la solidaridad de los cristianos, y la preocupación que tienen por los confesores de la fe.

El relato más emocionante es el del joven Orígenes, cuando tenía dieciocho años. Se consagra literalmente, durante la persecución del año 203, al servicio de los mártires.

Efectivamente, no sólo los asistía cuando estaban en la cárcel, ni sólo cuando eran interrogados y hasta la sentencia suprema, sino también después de ésta; se quedaba con ellos cuando los santos mártires eran conducidos a la muerte, mostrando el mayor arrojo y exponiéndose así a peligros. Cuando llegaba valientemente, y con un arrojo extraordinario saludaba a los mártires con un beso, sucedía con frecuencia que la multitud de paganos que los rodeaba se enfurecía y estaba a punto de precipitarse sobre él, pero cada vez encontraba la mano auxiliadora de Dios, que hacía que escapase milagrosamente75.

La fraternidad es grandísima entre los que y las que sufren por la misma causa. Hay una gran delicadeza y un cúmulo de atenciones recíprocas entre los confesores de la fe. En Lyon, la joven Blandina sostiene el valor de Pontico, que sólo tiene quince años76. La gesta de los mártires es una epopeya de la fraternidad. La condición social de cada uno ya no existe. La grácil Blandina es la protagonista en Lyon: por ella tiembla toda la comunidad; al final mostrará tal entereza «que agota y harta a los verdugos»77, y gracias a esto, hermanos que habían apostatado vuelven y acaban por confesar su fe.

En Cartago, vemos una delicadeza exquisita entre Felicidad y Perpetua. La una cuida de que el pudor de la otra no sea ofendido. ¡Cómo se comprenden estas jóvenes madres! ¡Qué mujeres son, en el sentido más noble de la palabra! Han experimentado y experimentan las mismas aprensiones antes de dar a luz. Perpetua, firme en la fe, no deja un momento de pensar en su hijo, al que todavía está amamantando78. La víspera de los juegos sangrientos del anfiteatro, Perpetua y Felicidad se confortan mutuamente.

En atención a los más jóvenes, a los más débiles, a los que tienen miedo o a los que flaquean, se crea un clima de calor y de ternura para confortarlos y, después de una debilidad, levantarlos. Cuando llega la hora suprema, los hermanos y las hermanas se dan el beso de la paz, igual que lo hacían en el momento de ofrecer juntos el sacrificio eucarístico, con el fin de sellar su comunión fraterna79.

Más allá de la perseverancia y de la muerte ¡qué orgullo para los que quedan! ¡Con cuánta piedad recogen sus osamentas!80. Escriben a las otras iglesias contando la historia de sus mártires, cuyo sacrificio es un honor para todos81. De comunidad en comunidad los cristianos se pasan copias de estas cartas82, pues se trata de una historia y de una gloria de familia.


«¿Que un miembro sufre? Todos sufren con él»

No todos los confesores de la fe eran condenados a la espada o a la hoguera. Los hay que son enviados a las minas, comparables al destierro a Siberia. «Apenas menos crueles que la muerte», se decía. En griegos y romanos la mano de obra de las minas era propia generalmente del mundo de los siervos. Al lado de los esclavos, los romanos empleaban hombres libres, que sufrían condena. La duración de los trabajos forzados era de diez años83.

Esta fue la suerte reservada a los cristianos, hombres y mujeres, durante las persecuciones en Africa, en Italia y en Palestina.

Los condenados eran marcados con un hierro al rojo en el brazo o en la mano, con el fin de poder ser fácilmente encontrados, si huían. Hacían un trabajo en cadena, en el que los equipos se iban turnando sin interrupción: la duración de las lámparas marcaba la duración de los turnos. En las galerías, el aire era irrespirable; el minero, echado boca abajo sufría con un calor agobiante durante diez horas o más. Ni la salud más recia lo resistía. Soldados y esbirros vigilaban, torturaban, interviniendo al menor gesto de protesta84.

Los hermanos no se quedan en sólo rezar por los hermanos condenados a las minas, sino que acuden a ayudarles de diversas maneras. La comunidad de Roma, especialmente vigilada y periódicamente afectada por este castigo, envía recursos para aliviar a los hermanos que están en las minas, como lo atestigua Dionisio obispo de Corinto85. La iglesia de Roma está continuamente al tanto de la situación de los proscritos. Les envía hermanos para llevarles alimentos, para suavizar de algún modo el rigor de su condición y hacerles sentir que la fraternidad no es una palabra hueca, sino que quiere expresarse en las horas más dolorosas.

El obispo de Roma, Víctor, posee la matrícula de los fieles que trabajan en las minas de hierro de Cerdeña. Obtiene su liberación por el intermedio de un sacerdote, hacia el año 190, gracias a la intervención todopoderosa de Marcia, la amante del emperador Cómodo; Jacinto, que la ha educado es quien va a llevar la carta, en la que se concede la gracia, al gobernador de Cerdeña, que deja en libertad a los cristianos86.

Más prosaicamente, hay otros hermanos que se encuentran en prisión por no haber pagado sus deudas o los impuestos87. En aquella época el derecho penal era intransigente. El que iba a ser futuro papa Calixto, se encontraba en Cerdeña, junto con otros hermanos cristianos, condenado a las minas, porque había hecho una malversación de fondos. Por este motivo Calixto no figuraba en la lista de Víctor. No obstante, pudo beneficiarse de la gracia concedida a todos. Jacinto había llevado bien su negociación y el gobernador conocía sus relaciones en la corte.

Los hermanos condenados a prisión o a las minas son una carga más para la comunidad, que «se esfuerza en economizar el dinero necesario, con el fin de sostenerlos y, eventualmente, liberarlos»88. Los cristianos condenados durante la persecución de Diocleciano a las minas de cobre de Feno, cuarenta kilómetros al sur del Mar Muerto, son tan numerosos que forman una comunidad 89.

Otros hermanos son víctimas de los piratas en Africa y en las costas del Mediterráneo. Por eso es por lo que, una generación más tarde, en tiempos de Cipriano, la comunidad de Cartago recauda rápidamente 100.000 sextercios, para el rescate de las víctimas a las que se había puesto precio90

Ya desde sus orígenes la Iglesia anima a los amos cristianos para que liberten a sus esclavos, pero sin grabar la caja común. Ignacio de Antioquía indica: «Que los esclavos no tengan demasiada impaciencia en ser libertados a cargo de la comunidad, pues esto sería mostrarse esclavos de sus propios deseos»91.

Tanto para él como para el apóstol Pablo92, la verdadera libertad es interior. «Si soy esclavo, lo soporto. Si soy libre, no me envanezco »93.

La concepción marxista de la alienación, en especial cuando se trata de la condición del esclavo, se encuentra en los gnósticos y no en la Gran Iglesia94; ésta está más preocupada por una visión teologal que sociológica del hombre, y está convencida de que la fraternidad cristiana ha roto ya con eficacia las barreras de un modo como no podrá hacerlo una nivelación económica o social 95. Al mismo tiempo, la Iglesia tiene conciencia de que las condiciones de este mundo pasan, y que su tarea esencial consiste en preparar el reino que ha de venir.

Los problemas de asistencia no surgen sólo a nivel de la iglesia local. Toda la comunidad está por definición abierta, consciente de pertenecer a la Iglesia universal, de ser así solidaria de las necesidades y de las situaciones de los hermanos que «peregrinan» en otras partes. La fraternidad entre iglesias no se expresa simplemente por el recibir y el intercambiar cartas, de ciudad en ciudad y de país en país. El apóstol Pablo había ya forjado la cadena de la solidaridad haciendo la colecta por todas las iglesias de su misión en favor de la iglesia madre de Jerusalén.

Ya desde los tiempos de Domiciano, cuando una comunidad es acosada, saqueada, perseguida, las demás acuden en su ayuda96. Es una manera de expresar en lo cotidiano la conciencia de la catolicidad.

Ninguna iglesia iguala a la de Roma, cuya reputación en esto es legendaria. Ignacio la llama noblemente «la presidenta de la caridad», expresión que se interpreta como la que, por la caridad, merece el primer puesto97. El elogio que de ella hace Dionisio de Corinto no es menos entusiasta.

Desde el comienzo —escribe— es costumbre entre vosotros hacer de diversas maneras el bien a todos los hermanos y enviar socorros en cada ciudad a numerosas iglesias; así aliviáis la necesidad de los indigentes, sostenéis a los hermanos que están en las minas con los recursos que estáis enviando desde el principio 98.

Un siglo más tarde, sigue siendo verdad el mismo elogio. Roma sostiene a las comunidades de Siria99; ayuda a Capadocia100, para que rescate a los prisioneros cristianos que están en poder de los Bárbaros. Roma es la gran metrópoli en la que se fraguan los negocios, en la que el dinero rueda, se gana y se gasta. Testigo de esto es el armador afortunado que considera poco un «cheque» equivalente a diez millones de francos que entrega a la comunidad.


Los recursos de la comunidad

Roma batía el récord de personas asistidas, pero también el de recursos disponibles. La gestión de estos bienes era confiada a un diácono, y más tarde a un archidiácono, lo cual hacía de éste el primer personaje después del obispo, y normalmente sucedía a éste. Los recursos romanos fueron pronto equiparables a los de una gran parroquia del París actual. Roma no era toda la cristiandad. En el año 253, una petición de socorro a la comunidad de Cartago para los hermanos de Numidia dio como resultado la recaudación de la simpática suma de 100.000 sextercios.

Cada comunidad, igual que una asociación profesional cualquiera, tenía una caja que era alimentada por las donaciones de los fieles. Desde la época de san Pablo los fieles aportan una ofrenda en la reunión dominical101. En los comienzos, estos dones eran depositados sobre la mesa de la celebración102. Las ofrendas en especie, vestidos, alimentos, concretan las cargas que ha de tomar sobre sí la comunidad.

Justino de Roma describe en dos ocasiones, en su primera Apología, las ofrendas unidas a la celebración dominical103.

Los que poseen bienes acuden en ayuda de los que están en la necesidad y todos nos prestamos asistencia mutua. Los que están en la abundancia y quieren dar, dan libremente, lo que cada cual quiere. Lo que se recoge se pone en manos del presidente; éste asiste a los huérfanos, a las viudas, a los enfermos, a los indigentes, a los encarcelados, a los huéspedes extranjeros; en una palabra, socorre a todo el que está necesitado104

Igual que los judíos y los paganos, los cristianos también aportan ofrendas al culto, no «para ser consumidas inútilmente por el fuego, como los otros105, pues Dios no hace nada con ello, sino para que les sirvan a los desherados». La purificación y la espiritualización del sacrificio cristiano hacen entender que ahora las ofrendas responden a la pedagogía divina, que enseña al hombre el retorno de la creación universal a él y al mismo tiempo la participación fraterna de los bienes que a todos y para todos han sido dados.

Desde el siglo II la comunidad parece disponer de dos clases de contribuciones: las limosnas espontáneas en dinero, depositadas en el cepillo106 y que Tertuliano compara a las contribuciones mensuales que se hacían en los colegios profesionales, y las ofrendas en especie, oblaciones que recogían los diáconos; se apartaba de ellas una cantidad de pan y de vino para la celebración y el resto iba a los ministros del culto y a los pobres. Este es el inventario del vestuario recogido en Cirta (Constantina), formado por las donaciones, en el año 303: 82 túnicas de mujer, 38 velos, 16 túnicas de hombre, 13 pares de calzado de hombre y 47 de mujer107.

Lo que caracteriza a las ofrendas, ya sean en dinero o ya sean en especie, semanales o mensuales, es su entera espontaneidad. Todos dan libremente. Algunos cristianos dan incluso de lo que a ellos les es necesario108. Los más pobres ayunan con el fin de aportar lo ahorrado con el ayuno y no llegar con las manos vacías109. Todos quieren afirmar la fraternidad, que necesita signos concretos con los que expresarse. Los cristianos estaban convencidos de que habían superado y vencido la concepción legalista e institucional del Antiguo Testamento. A la era de la servidumbre sucede la era de los hombres nuevos, que no hacen su ofrenda constreñidos por la ley, sino con el fervor de su gratitud filial.

Desde el siglo III, la Iglesia, que se ha hecho más numerosa y menos generosa, se ve obligada a recurrir de nuevo a las contribuciones judías de las primicias y los diezmos110.

Si Tertuliano compara la ofrenda hecha en las reuniones cristianas con la cotización aportada a los colegios profesionales paganos, es para hacer resaltar los contrastes entre una y otra 111. Las asociaciones tenían una organización, una caja, un lugar de reunión, incluso a veces una capilla dedicada a un dios protector112, sus asociados se reunían para huir del aislamiento o para relacionarse unos con otros; su fin era lucrativo e interesado113.

En cambio, los cristianos cultivan la gratuidad. La cuota de entrada, que suele ser considerable en los colegios, entre los cristianos no existe: «las cosas de Dios no se adquieren por dinero. La religión cristiana no es una subasta»114. Las cotizaciones no son fijas. En los paganos, el dinero crea intereses mutuos; entre los cristianos sirve «para dar pan a los pobres, para darles sepultura, para educar a los huérfanos de uno y otro sexo, para socorrer a los ancianos» 115: esto es lo que los colegios paganos no han hecho nunca, y que es iniciativa propia del cristianismo.

La comunidad se ve algunas veces beneficiada con ofrendas excepcionales. Algunos convertidos hacen una donación cuando se bautizan116. Pero ya la Tradición apostólica 117 limita a cantidades modestas los regalos hechos a quien administra el bautismo, pues éste no se compra. Los grandes acontecimientos de la vida, un casamiento, por ejemplo, también se señalaban por una ofrenda, que se hacía en la celebración eucarística 118.

Las necesidades ocasionales, persecución, calamidades, levantaban un movimiento de solidaridad y una generosidad espontánea. La gesta de los mártires da lugar a muchos ejemplos de cristianas ricas que gastan su fortuna para ayudar a los confesores de la fe. En el año 253, los obispos de Numidia recurren a Cipriano de Cartago, con el fin de rescatar a los cristianos, vírgenes y niños, secuestrados por los bereberes119.

Los recursos tienen el valor que les presta la fraternidad que expresan. La Iglesia rechaza toda ofrenda que sea producto de una ganancia o de un oficio ilícito120. Al axioma de que el dinero no tiene olor, los cristianos responden: «Más vale morir de miseria que aceptar los dones de impíos y pecadores». Es un gesto de grandeza el de los cristianos de Roma, que devuelven a Marción, cuando este reniega de la fe, el dinero que había dado a la comunidad.

Con la perspectiva de la Historia, las iniciativas de la caridad, de la distribución entre los miembros de cada comunidad, pueden dar la impresión de ser una solución un tanto «artesana» para resolver las desigualdades y los conflictos. Su valor reside principalmente en su motivación. Para la antigüedad cristiana, evangelización y diaconía (servicio) son inseparables, no se concibe la una sin la otra121. El culto a Dios bien entendido exigía el servicio al hombre concreto, en la totalidad de su ser, de sus necesidades, de sus aspiraciones. «Imitad la equidad de Dios y nadie será pobre» 122, dice un texto cristiano de la época.

El reparto encuentra su razón de ser en la asamblea eucarística, en la que ricos y pobres, amos y esclavos, todos igualmente deudores, «mendigos a la puerta de Dios» 123, son gratificados y alimentados. La Iglesia es como la esclusa de Dios. «Es verdaderamente rico aquel que acude en ayuda de los demás e imita a Dios, que da lo que tiene; El es quien nos ha dado todo lo que poseemos. Acordaos, ricos, de que habéis recibido más de lo necesario para que lo repartáis » 124.

El que aporta, aporta lo que ha recibido; el que recibe, recibe de la munificencia de Dios. Lejos de envanecerse, el rico tiene conciencia de que él es también deudor; y el pobre insatisfecho aprende, en la economía de la salvación, que Dios cuida de los más pequeños. Lejos de hacer surgir diferencias, la ofrenda así entendida es el cemento que sella las «piedras vivas», la Iglesia, y hace de ellas la epifanía de Dios.
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1 G. UHLHORN, Die christiliche Liebestátigkeit, Stuttgart 1895, p. 7. El libro de H. BOLKESTEIN, Wohltdtigkeit und Armenpflege in vorchristilichem Altertum. Utrecht 1939, ha mostrado la importancia de la acción social en la Antigüedad.

2 Tral., 13, 1; Filip 11, 2; Rom 1, 1.

3 Ep. 84. En J. BIDEZ, L'Empereur Julien, lettres et fragments, I, 2, París 1924, p. 144.

4 TERTULIANO, Apol., 39, 7.

5 De beata vita, 25; De clement., II, 6.6 Institut., VI, 10.

7 Santiago, 2, 18.

8 Ibid., 1, 27.

9 El historiador Bolkestein (op. cit., p. 421) afirma que «la moral oriental se preocupa de las relaciones entre ricos y pobres, la occidental, de las relaciones de hombre a hombre».

10 Este problema ha sido algo olvidado por los historiadores de la antigüedad cristiana. Goguel, Zeller, Leitzmann; A. Harnack no cae bajo esta crítica, pues ha analizado ampliamente la cuestión en Mission und Ausbreitung, pp. 170-220.

11 Didascalia, IX, 27, 4.

12 Ibid., XII, 58, 1.

13 !bid., VIII, XII, XVII, XXII.

14 Ibid., I, 44 4.

15 Ver JUSTINO, Apol., 67; HERMAS, Vis., IV, 3; Mand., VIII, 10; Sim., I, 8; V, 7; IX, 26; ARISTIDES, Apol., 15; TERTULIANO, Apol., 39.

16 Ex 22, 21-23. Ver también nuestra Vie liturgique... pp. 12, 16, 100, 101, 140-143.

17 Santiago, 1, 27.

18 Peregrin., 12.

19 Tebas es una excepción a estoy prohibe la exposición. AELIANUS VA-RUS,. Hist., II, 7.

20 Apol., 9.

21 PLINIO, Carta, X, 65 (71).

22 Ibid., X, 66 (72).

23 !bid., VIII, 18.

24 Ibid., I, 8.

25 CH. GIRAUD, Essai sur le droit f rancais au Moyen Age, París 1866, I, p. 464.

26 Pueri puellaeque alimentarii. PLINIO, Panegyr., 25-27. Cfr. P. VEYNE, La table des Ligures Baebiani et l'institution alimentaire de Trajan, en Mélanges d'architecture et d'histoire, 69, 1957 y 70, 1958, pp. 177-241.

27 Ver Dictionnaire des Antiquités, I, 183.

28 Apol., 9, 6. Ver también LACTANCIO, Div. Instit., VI, 20.

29 Didascalia, VIII, 25, 2, 8; IX, 26, 3, 8.

30 Didascalia, XVII. Se encuentra en parte en la Carta de Clemente a Santiago, 8, 5-6, ed. IRMSCHER, p. 12. Ver también Const. ap., IV, 1-2.

31 Const. ap., IV, 1.

32 Acta Perp. et Fel., 15. La geste du sang, p. 81.

33 EuSEBIO, Hist. ecl.,, VI, 2.

34 Acta Carpi, Papyli, Agathonicae, 6. La geste du sang, p. 44.

35 Dictionnaire des Antiquités, V, 865.

36 /bid., III, p. 1647.

37 1 Tim 5, 14.

38 Ver art. Digamus, RAC, III, 1017-1020, que aduce textos en apoyo.

39 Ibidem.

40 Hechos, 6, 1.

41 IGNACIO, Smirn., 6; POLICLETO, ep. 6, 1; Bernabé, 20, 2; HERMAS, Sim., I; V, 3; IX, 26, 27; X, 4; Clem. a Sant., 8; TERTULIANO, Ad uxorem, 1, 7, 8.

42 Salmos. CLEMENTE, De virg., 1, 12.

43 Filip 4, 3; cfr. TERTULIANO, Ad uxorem, I, 7; Const. ap., II, 26; Didascalia, IX, 26, 8.

44 Ver nuestra Vie liturgique et vie sociale, pp. 140-143.

45 EUSEBIO, Hist. ecl., VI, 43, 11.

46 ORELLI, InsCr. lat., 114.

47 Santiago, 2, 16.

48 Const. ap., II, 50, 1. Ver también IGNACIO, Polic., 4; JUSTINO, 1 Ap., 67; HERMAS, Sim., IX, 27, 2; CIPRIANO, 5, 1; 41, 1; Const. II, 26, 4 y III, 3, 2; IRENEO, Adv. haer., IV, 34.

49 Didascalia, XIV, 3, 2.

50 Dictionnaire des Antiquités, III, p. 1717.

51 JUSTINO, 1 Apol., 67, 6.

52 Testament de notre Seigneur, II, 34.

53 Didascalia, XV, 8, 3.

54 Tradición apostólica, 20.

55 Dictionnaire des Antiquités, III, p. 1692.

56 SUETONIO, Claudio, 25.

57 Dictionnaire des Antiquités, III, 1687.

58 G. BOISSIER, La religion romaine, II, p. 299.

59 Cfr. SOZOMENO, Hist. ecl., V, 15.

60 LACTANCIO, Institut., VI, 12; Const. ap. III, 7.

61 Testam., I, 34; II, 34.

62 PAUSANIAS, I, 32, 5; IX, 32, 9. Ver también RAC, II, p. 200.

63 TERTULIANO, Apol., 39, 6.

64 ARISTIDES, Apol., 15.

65 Sobre esta cuestión ver F. DE VISSCHER, Anal. Boll., 69, 1951, pp. 39-54.

66 EUSEBIO, Hist. ecl., VI, 62, La geste du sang, p. 58. Ver también EusEBIO, Hist. ecl., VIII, 6, 7.

67 Mart. Pion., 9, 3.

68 1 Clem., 59, 4; IGNACIO, Smirn., 6; Clem. a Sant., 9; Acta Theclae; TERTULIANO, Ad uxorem, II, 4.

69 Mart. Perp., 3, 4.

70 Mart. Pion., 11, 4.

71 ARISTIDES, Apol., 15.

72 JUSTINO, 2 Apol., 2, 15-16.

73 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 1, 9-10. La geste du sang, p. 47.

74 Pereg., 12.

75 EUSEBIO, Hist. ecl., VI, 3, 4.

76 Ibid., V, 1, 53. La geste du sang, p. 57.

77 Ibid., V, 1, 18. La geste du sang, p. 49.

78 Mart. Perp,, 3, 6.

79 Ibid., 21, 3.

80 Act. Justin., 6, 2; Acta Carpi, 47. La geste du sang, pp. 40, 45.

81 Mart. Polic., prol. La geste du sang, p. 26.

82 Mart. Polic., 22, 2, 3. La geste du sang, p. 34.

83 Digesto, XLVIII, 19, 23.

84 TUCIDIDES, VII, 27; Dictionnaire des Antiquités, III, 1866.

85 EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 23, 10.

86 HIPÓLITO, Philosophoumena, IX, 12.

87 A esta situación aluden IGNACIO, Smirn., 6; HERMAS, Mand., VIII, 10; Sim., I, 8; Const. ap., IV, 9; V, 1.

88 Const. ap., IV, 9; V, 1.

89 EUSEBIO, Hist. ecl., VIII, 12, 9; De mart. Pal., VII, 2-4.

90 CIPRIANO, Carta, 62, 3.

91 IGNACIO, Ad Polic., 4.

92 1 COY 7, 21-22.

93 TACIANO, Orat., II, 7.

94 Ver G. UHLHORN, op. Cit., p. 113.

95 MINUCIO FELIx, Octavio, 37; Carta a Diogneto, 5, 10; IRENEO, Adv. haer., IV, 21, 3; TERTULIANO, De cor., 13.

96 EUSEBIO, Hist. ecl., III, 17.

97 TH. ZAHN, Comm. in Rom. ad loc. Patrum apost. opera, fasc. 2, Leipzig 1876, p. 57.

98 EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 23, 10.

99 Ibid., VII, 5, 2.

100 BASILIO, Carta, 70.

101 1 Cor 16, 1-4.

102 Alusión posible en Santiago, 2, 21; Hebr 13, 16.

103 1 Apol., 67, 6.

104 Ibid., 67, 1, 6.

105 Ibid., 13, 1.

106 TERTULIANO, Apol., 39, 5. Cfr. J. P. WALTZING, Apologétique, Commentaire..., ad loc. p. 250; Didascalia, IX, 36, 4-6.

107 Se lee en el CSEL 26, pp. 186-188. Para los dones de alimentación, ver Trad. ap., 5, 1-2; 28, 1-8.

108 Didascalia, V, 1-6.

109 HERMAS, Sim., V, 1, 3; Bernabé, 19, 10; ARISTIDES, Apol., 15, 7; Mart. de Lucius et Mont., 21; Didascalia, V, 1-6. Sobre este tema ver, A. GuILLAUME, Jeúne et charité, París 1954, pp. 21-45.

110 Didascalia, IX, 34, 5 y 35, 2; Const. ap., VII, 29, 1-3. Sobre esta cuestión, ver nuestra exposición L'Offrande liturgique, en Vie liturgique et vie sociale, pp. 251-295.

111 Apol., 39, 5-6.

112 CIL, III, 633.

113 ORELLI, Inscr. lat., 2252, 3217. Colegio de los habitantes procedentes de Berite, en Puzuol, MOMMSEN, Inscr. Neap., 2476, 2488; dos colegios de comerciantes asiáticos en Málaga, CIL, II, p. 254.

114 Apol., 39, 6.

115 Ibid., 31, 5.

116 Aparte del caso de Marción: TERTULIANO, Adv. Marcionem, IV, 4, ver EUSEBIO, Hist. ecl., III, 37.

117 Tradición apostólica, 20.

118 TERTULIANO, Ad uxorem, II, 8. Ver inscripciones que hacen alusión a la generosidad, en E. DIEHL, Inscr. 333 christ., vet., n, 1103, 1652, 1687, 2483.

119 CIPRIANO, Carta, 60.

120 Didascalia, XVIII. Las numerosas disposiciones ponen de manifiesto la amenaza y, sin duda, los abusos que se encontraban: Const. ap., IV, 6, 1-9; 7, 1-3.

121 Reflexión de W. SCHNEEMELCHER, en Das diakonische Amt der Kirche, Stuttgart 1965, p. 61.

122 Kerygma Petri, ed. Holl., TU NF, 20, 2, 1899, p. 233, n. 503.

123 Es un estribillo de Agustín, Sermones, 56; 9; 61, 4; 83, 2; 124, 5.

124 Kerygma Petri, loc. cit., p. 234.