Capítulo II

EL ENFRENTAMIENTO CON LA CIUDAD


La imagen de Epinal que muestra a la Iglesia de los mártires soterrada en las catacumbas no traduce de ningún modo la situación real a lo largo de los dos primeros siglos, ni en Roma ni en todo el Imperio de Marco Aurelio. La presencia de la Iglesia se manifiesta de manera más bien agresiva y conquistadora: invade el terreno, se enfrenta con el público. Se impone en todas partes: en la familia, en la profesión, en la ciudad. Después de la timidez de los comienzos, pasa a la ofensiva, se afirma. Interpela a los magistrados y a los filósofos.

La proclamación de un monoteísmo militante, la novedad de la institución, el rigor de las costumbres en los adeptos, la práctica de ritos insólitos, apartados de la sociedad, despiertan sospechas y provocan calumnias. Los mismos que no prestan crédito a nada de esto son los que se hacen sus portavoces.

Al predicar una religión internacional, universal, el cristianismo choca inevitablemente con el paganismo oficial, así como con el escepticismo de los filósofos, para quienes la suerte ya estaba echada. El intruso amenzaba con derribar las estructuras establecidas o con comprometer privilegios inveterados. El enfrentamiento se endurece en el plano de la ciudad, de la opinión pública y del pensamiento.

El cristiano se encuentra con dos ciudades que lo solici
tan y que se interfieren, aprende esta doble pertenencia suya. La Carta a Diogneto describe el camino de cresta que sigue el cristiano: cualquier tierra que pisa es su patria y
cualquier patria, para este peregrino de lo Invisible, es tierra extranjera1.

¿Cómo vivir en un mundo en el que la estructura religiosa del cristianismo es una provocación? ¿Cómo vivir la fe sin lanzar un desafío contra las creencias y los ritos tradicionales del hogar, de la calle, de la ciudad? ¿Cómo decir que se pertenece a otra ciudad, sin verse acusado de deserción y amenazado de ostracismo? Si bien se piensa, la vida cotidiana estaba cargada de problemas y dificultades.

 

El encuentro con la ciudad antigua

Al contrario que los judíos, los cristianos se integran en la ciudad. Se niegan a ser una raza aparte o a vivir como emigrados. Nada los distingue de sus conciudadanos, ni su lengua, ni su manera de vestir, ni sus costumbres2. No hay ghetto. Todo lo más, en la calle, el pagano puede notar la sencillez de su comportamiento y, en cuanto a la mujer cristiana, la ausencia de perifollos, la simplicidad de sus ropas, la discreción de su arreglo personal.

En los primeros momentos, la Iglesia participa de los privilegios que el Estado concede a la Sinagoga y a la religión judía, una religión extranjera, no integrada en el panteón romano. Las primeras persecuciones contra los cristianos de las que nos habla Suetonio parecen confundir a «los discípulos de Crestos» con los judíos. Los motivos para acusarlos son idénticos a los que se aducían contra el judaísmo: ateísmo, exclusivismo, odio a la humanidad3.

Pero a partir del momento en que el equívoco se deshace, los cristianos se encuentran cara a cara con el Imperio. Su monoteísmo impermeable a todo sincretismo, no limitado a una raza como el judaísmo, pretendía extenderse hasta alcanzar las dimensiones del mundo habitado, como la religión romana. ¿Cómo instalarse en una ciudad en la que el sitio estaba ocupado por una religión de Estado? ¿Cómo limitar a las fronteras del Imperio y a sus instituciones un Evangelio que por su misma naturaleza las desborda?

La religión romana estaba totalmente abierta a las aportaciones exteriores, dispuesta a otorgar carta de naturaleza a las divinidades extranjeras de los países conquistados, pero era fundamentalmente hermética a toda evolución espiritual. Sustraerse a sus ritos significaba faltar al patriotismo, a la ciudad.

El enfrentamiento era tanto menos evitable cuanto que la intervención imperial acentuaba el proceso hacia la unidad política y hacia la centralización administrativa4. El cristianismo se presenta como un fermento perturbador y refractario. Hacer frente a la religión era hacer frente al Estado y, por consiguiente, era ser revolucionario. No hay que olvidar que algunas sectas cristianas, como el montanismo, atacan al poder y provocan a la justicia hasta en el mismo pretorio.

Los primeros roces, los primeros encontronazos aparecen en las relaciones diarias habituales, en las que el paganismo empapa la trama de la vida familiar, profesional y cívica, donde el hombre está enteramente inserto en la ciudad, con sus bienes, sus pensamientos e incluso con su conciencia5. Es imposible dar un paso sin encontrarse con una divinidad. El cristiano tiene una experiencia cotidiana de lo difícil de su postura: está al margen de la sociedad, es un emigrado del interior.

La prueba empieza ya en el hogar. La conversión de un miembro de la familia plantea casos de conciencia y puede llegar a ser un drama. El cristiano se ve prisionero de las divinidades paganas hasta en su mismo interior: las divinidades lo acechan, lo cercan, desde el umbral de la casa en la que arde una lámpara hasta los montantes de las puertas donde florecen los laureles6. ¿Cómo tolerarlas, cómo no transigir?

¿Cómo puede, una mujer que se convierte, sustraerse al sacrificio que ofrece el padre de familia con la punta de la toga sobre su cabeza, en el ara del hogar, ante los hijos y los sirvientes?7. Tiene que respirar el humo del incienso al comienzo del nuevo año y en el primer día de cada mes8. Si quiere asistir a una reunión litúrgica, levanta objeciones y sospechas. Una inscripción expresa su desgarramiento: Pagana entre los paganos, fiel entre los fieles 9.

Tertuliano nos cuenta con una punta de humor la aventura divertida de un marido celoso. No podía oír el trotecillo de un ratón sin sospechar que su mujer le era infiel. De pronto, ve que cambia de conducta y teme que se haya convertido. Entonces prefiere que se busque un amante antes que saber que se ha hecho cristiana10.

Los problemas surgen en todo momento, en la casa, en las calles, en el mercado, donde se venden carnes sacrificadas a los ídolos, en la asamblea. El nacimiento de un hijo, la imposición de la toga blanca, el noviazgo, las bodas, todo esto lleva consigo gestos de culto.

El maestro y el alumno no pueden esquivar la mitología. El escolar aprendía a leer en las listas de nombres de las divinidades. Se va educando acompañado por poetas como Homero, que son «un veneno», como dice Tertuliano, tanto para la fe como para la moral. El maestro explica las tres fuerzas de la religión antigua, enseñada por Varrón11. Dos siglos más tarde, todavía Basilio en su célebre Tratado de la lectura y de los autores profanos, se esfuerza en una labor de criba e interpreta a los poetas a la luz del Evangelio. La Didascalia12 pide a los cristianos «que se abstengan totalmente de los libros paganos».

El profesor consagra a Minerva, patrona de las escuelas, el primer dinero que recibe de un alumno cristiano. La enseñanza de la literatura es una continua tortura para la conciencia del maestro cristiano, sobre todo si es un recién convertido. El fiel obedece cuando la Iglesia le permite estudiar los autores paganos, pero tiende a desobedecer cuando le prohibe enseñarlos. La Iglesia oscila entre la tolerancia y la repulsa.

En la calle, el cristiano, sea ciudadano romano o no, ha de descubrirse ante los templos y las estatuas. ¿Cómo no hacerlo sin despertar sospechas, cómo someterse a esto sin que parezca debilidad? Si se trata de un cristiano comerciante y pide un préstamo de dinero, el pretor le exige un juramento en nombre de los dioses. ¿Puede, debe decir que no?

Si es escultor o dorador, ¿cómo no sacar provecho de su oficio o de su arte, que es con lo que se gana la vida, fabricando ídolos o trabajando para un templo? Si acepta un cargo público, es de rigor hacer un sacrificio. Si se enrola en el ejército, ¿cómo sustraerse al juramento y a los ritos que lleva consigo el servicio militar?

En Cartago, en un desfile militar, todos los soldados llevaban en la cabeza una corona en honor de los dioses. Uno sólo de ellos la llevaba en la mano. Es cristiano. Se le detiene, se le interroga. «Soy cristiano y eso me está prohibido». Gran conmoción en la unidad. Es el acontecimiento del día. La reacción se enciende. Incluso los cristianos timoratos censuran ese gesto: ¡Qué atolondrado, qué temerario!13 ¿Qué hacer? ¿Cómo vivir? El cristiano choca con la ciudad.

Una simple omisión puede provocar un drama. En las ciudades de Bitinia, el problema que Plinio plantea al emperador parece que surgió del descontento de los paganos, artesanos, comerciantes y sacerdotes que vivían del culto y veían que se cegaban las fuentes de sus ganancias. Muchas veces las denuncias provienen de los vendedores de animales, a quienes ya no se les compran víctimas para los sacrificios, o de otros intereses lesionados. La vida cívica entera estaba penetrada de religión. «Ningún acto de la ciudad se llevaba a cabo sin recurrir a los dioses; hasta tal punto el elemento religión formaba cuerpo con el orden civil que, por regla general, los sacerdotes no eran más que magistrados del Estado, elegidos temporalmente por las mismas asambleas que los demás funcionarios»14. Plinio se felicita por haber sido admitido en el colegio de los augures, como si hubiera ingresado en una academia15.

Los emperadores, como Marco Aurelio, no llevaban nunca su escepticismo hasta el punto de renunciar a sus funciones rituales. Sacrificaban, sin ninguna preocupación por ahorrar, innumerables rebaños. Amiano Marcelino refiere la burlesca petición puesta en boca de los bueyes y dirigida al emperador filósofo:

Recriminación de los bueyes blancos a César.
¡Si vences, estamos perdidos!16.

Ni la indiferencia religiosa ni el escepticismo son obstáculo alguno para que griegos y latinos «se atengan a la disciplina de los antepasados, honren a los dioses que han adorado y que les han sido familiares desde su juventud»17. El pagano Cecilio, en el Octavio, ve en la religión una institución universal «común a todas las provincias, a las ciudades y a los imperios».

Cada ciudad tenía sus fiestas, que se celebraban con gran fasto. ¿Cómo podía el cristiano sustraerse a ellas? ¿Cómo negarse a gestos de piedad elemental casi maquinales, pero con los que uno se hacía solidario de un largo pasado?18.

Tertuliano19 ha pintado a lo vivo las dificultades del cristiano, solidario de la vida de la ciudad con sus celebraciones y sus festejos, que hieren el sentido moral y las convicciones religiosas. ¿Podemos tomar parte con los paganos en esas fiestas, en esas comidas, en esas diversiones? El día en que se veneraba a la diosa patrona de la corporación, sus devotos, con el capazo lleno de vituallas, iban en peregrinación a su santurario. Se comía, se cantaba, se bailaba; con la ayuda del vino, la temperatura subía, el comportamiento y las palabras bajaban. Los alegres compadres se desean tantos años de vida como vasos vacían20. Procuran asegurarse una buena longevidad. Por la tarde todos vuelven a casa dando trompicones, achispados. Y los mirones se ponen en las puertas de las casas para ver pasar esa procesión.

En Roma, los días festivos de origen y de inspiración religiosa —aunque uno y otra están con frecuencia olvidados— son más de la mitad del año. En tiempos de Trajano, hay un día laborable por cada dos días festivos21. Era de esta forma como Roma dominaba a la masa. Pero cada día festivo aislaba al cristiano y le hacía sentirse como desplazado.

Las fiestas estaban en todo el Imperio sembradas de ceremonias y de espectáculos22. «Los juegos eran la marca esencial de la fiesta; eran, por así decir, obligatorios». Los juegos del circo proliferaban de apuestas, tan populares como las quinielas de hoy y, en medio del hervidero de la masa, ofrecían mil ocasiones para la aventura. Las pantomimas de la época representaban el Festin de Thyeste23, que había deleitado los sentidos y había puesto a las mujeres en trance, antes de ser una fuente de inspiración para las acusaciones contra los cristianos. El teatro era una mezcla de vodevil y de music-hall; ponía en escena a maridos engañados y ménages trois24. Las actrices hacía striptease hasta el desnudo integral. Una inscripción contemporánea encontrada en Hipona la Real nos ha conservado el título de una obra de teatro que debió hacer furor: El marido cornudo25. ¿Podía un cristiano frecuentar y aplaudir un espectáculo que era una bofetada contra la moral más elemental y hacía enrojecer incluso al mismo Marcial?26. ¿Cómo mirarlo con repugnancia sin llamar la atención?

Los juegos del anfiteatro ofrecían a la masa desencadenada el pasto de matanzas feroces y de sacrificios humanos que nos estremecen. «El hombre se saciaba con sangre de hombre» 27. Y allí, entre condenados de derecho común, hermanos y hermanas: Ignacio en Roma, Potino, Atala, Blandina en Lyon, Felicidad, Perpetua en Cartago, son arrojados como pasto a los leones y a la ferocidad de una muchedumbre antropófaga. El heroísmo de los mártires servía de espectáculo en las celebraciones paganas.

La Iglesia tendrá que emprender no chica tarea arremetiendo contra la pasión del teatro y del circo28. Hubo fieles que abandonaron la comunidad para tornar sin remordimientos a esas diversiones. Todavía en tiempos de Agustín, ciertos días la iglesia está vacía, porque los fieles han ido a ver los mimos o las carreras de carros. Y el obispo confiesa, con una humildad no exenta de un cierto humor: «En otros tiempos, también nosotros éramos lo bastante estúpidos para ir a coger sitio; ¿qué os creéis? ¿Cuántos futuros cristianos no estarán ahora allí sentados? ¿Quién sabe? ¿Cuántos futuros obispos?»29.

Junto con la música, la comedia y la danza, el siglo II conoce una intensa actividad artística. Arquitectos y artesanos, venidos de Grecia, hacen fortuna vulgarizando, incluso en casas modestas, las obras de arte de la plástica helénica30. Pero los cristianos son casi tan reservados ante el culto a la belleza como ante los ídolos; por lo demás, ambos van juntos y unos mismos artistas consagran su talento a uno y otro.

Taciano e incluso su maestro Justino no muestran hacia el arte la comprensión que muestran hacia la filosofía. Ninguno de los dos relacionan la ética con la estética. La salvacioñ no nos ha venido de ningún hermoso Apolo, sino del «Hombre sin belleza»31. A sus ojos, arte y artistas son cómplices de la idolatría, a la cual sirven y la propagan; elevan estatuas a Safo y a las cortesanas célebres32. No es extraño, dice Justino bien informado, cuando es sabido que violan a sus modelos33. ¿Podría una virgen cristiana detener su mirada sin enrojecer en un arte que exalta las formas del cuerpo y celebra la voluptuosidad?

Por encima de los ritos de la familia y de la ciudad, Augusto había instaurado el culto al Imperio, encarnado en la persona del emperador34. El culto a Roma y al emperador era, en la época de los Antoninos, la forma suprema de la religión pública, la expresión de la lealtad hacia el Imperio. En Oriente, la apoteosis imperial es la más popular de las exportaciones romanas. Y en el culto al César es donde se van a estrellar cristianos y mártires, porque identifica convicción religiosa y lealtad política35; no era más que una fachada detrás de la cual se movían los dioses del Panteón.

El procónsul de Asia, pide a Policarpo: «Jura por la fortuna de César, vuélvete atrás; grita: ¡Abajo los ateos! »36. La divinización de César chocaba contra la conciencia cristiana, que reserva la adoración para el verdadero Dios y para su Señor. Por eso, Policarpo, «con mirada firme, contempla a la muchedumbre de los paganos impíos que cubrían el graderío del estadio, la señala con la mano, suspira, levanta los ojos al cielo y dice: ¡Abajo los ateos!».

Los choques, y más adelante la persecución, van siendo más graves a medida que el Imperio recela una amenaza, ve que surge una oposición a patricios y filósofos, a su estructura y a su orden inmutable. El hecho de la existencia del cristianismo exigía del Imperio imaginación y flexibilidad. La burocracia romana, recelosa y conservadora, se muestra incapaz de estar a la altura de las circunstancias. El choque se hace inevitable; la persecución, endémica y local en tiempo de los Antoninos, se extiende a la par que aumenta la amenaza.

La persecución sangrienta de un emperador sádico, Nerón, primer encuentro a cara descubierta entre la Iglesia y el Imperio, pesa en adelante sobre sus relaciones y da lugar a una desconfianza recíproca. Los cristianos se sienten vigilados, bajo sospecha. En Roma sus nombres figuran en los registros de la policía junto con el de los dueños de tugurios, los rufianes y los ladrones de los baños37: un incidente cualquiera o cualquier rencor bastan para que no se les deje tranquilos.

Un cristiano de Roma, Ptolomeo, es detenido por la denuncia de un marido cuya mujer se ha convertido, y no por la denuncia del prefecto. El centurión, oficial de las cohortes urbanas, que son el cuerpo de policía de Roma, actúa por propia iniciativa e impone la prisión preventiva38. Esta jurisdicción es de gran eficacia, pues ha sido instituida para actuar rápidamente y llevar ante un tribunal de excepción a todos los agitadores, a los adeptos de religiones ilícitas39. Va a ser una grave amenaza para los cristianos.

En los momentos difíciles, se llegará hasta provocar un incidente o a descubrir una conspiración imaginaria. Lo importante es llamar la atención sobre la secta cristiana y tenerla con el alma en vilo. Así pues, la situación de las comunidades es precaria; se encuentran a merced de la autoridad y de la masa.

En Roma cualquier religión tenía que estar autorizada por el Senado. Además, el derecho de asociación exigido para formar cualquier grupo, se obtenía por medio de un senado-consulto o por medio de una constitución imperial; sin esta autorización, las reuniones eran ilícitas y la comunidad no podía poseer bienes ni lugares de culto. Esa era la ley. La suspicacia y el miedo habían llegado a ser tales que Trajano prohibió en Asia la constitución de un colectivo de bomberos40.

Sin embargo, los fieles podían formar parte de asociaciones funerarias41, permitidas a la gente humilde para administrar la caja común, cobrar las cuotas mensuales y poseer cementerios. ¿Aprovecharon los cristianos la cobertura jurídica de estas asociaciones para poder reunirse? No lo sabemos exactamente. Pero la ley sobre los colegios autoriza a los tenuiores (la gente de condición modesta) a que se reúnan religiones causa (por motivos religiosos)42. Los emperadores no tenían miedo del pueblo, sino de las clases elevadas. La oposición les vino desde la nobleza, pues muy pronto el Evangelio penetró en las capas superiores de la sociedad, lo cual despertó las sospechas. De hecho, el Imperio practicaba la tolerancia religiosa como uno de los axiomas de su gobierno43.

Al arremeter contra el cristianismo, Roma ponía en tela de juicio su política tradicional44. Pero todo Estado autoritario está a merced de la opinión pública y de la calle, que derrumban los axiomas mejor fundados. ¿Qué crimen podría invocarse? ¿Existía el delito de cristianismo, por el que bastaría llevar el nombre de cristiano para ser perseguido? Muchos historiadores creen que así fue, apoyándose en lo que nos dice Tertuliano45. Eusebio46 habla de «nuevos edictos» que pesan sobre los cristianos. De todas formas, los gobernadores pueden invocar su deber de velar por el orden y por la seguridad pública, y no dejan de hacerlo cuando los movimientos populares hostiles a los cristianos les proporcionan el pretexto.

Hay que cuidar de no limitar las persecuciones a su aspecto jurídico. Los elementos pasionales, sicológicos, políticos, son con frecuencia determinantes47. Los cristianos viven en el Imperio como las minorías religiosas en el Imperio otomano, o como hoy en los países musulmanes. Situación siempre precaria.

A finales del siglo 1, fue suficiente que el emperador Domiciano, avejentado, sombrío, criticado por la aristocracia y por los filósofos, quisiera afirmar su autoridad, para que el cónsul Manilio Acilio Glabrio y los miembros de su familia, que eran todos cristianos, fuesen castigados por haber querido perturbar el orden y destruir el Estado48.

La rabieta de Domiciano hizo estragos incluso hasta en Asia Menor, lo cual explica los ataques del Apocalipsis contra el Estado totalitario y el culto al emperador. Un vuelco paradójico de las cosas, pues el culto a los Césares tuvo su origen en Oriente. La carta de Plinio hace todavía referencia a los alborotos que la acción imperial provocó veinte años antes.

Cuando Trajano envía un nuevo legado a Bitinia, los cristianos prosperan en Asia. Profesan abiertamente su fe. El Estado no puede reprocharles nada: pagan sus impuestos, embellecen y administran las ciudades, siempre están dispuestos a aceptar los cargos públicos. La función episcopal se transmite de padre a hijo, en algunas familias. Polícrates es el octavo de su linaje que cumple esa función49. En las ciudades prósperas, el obispo dispone de recursos financieros con frecuencia considerables. Es un personaje bien considerado. El irenarca de Esmirna, todo deferencia, hace subir a su lado en su carro a Policarpo50. Plinio el Joven, hombre de confianza del emperador, cuando es enviado a Asia encuentra cristianos por todas partes51.

Lleno de celo intempestivo, el legado empieza haciendo estragos; condena a muerte a los cristianos que dan pruebas de obstinación. Esta actitud del legado despierta la pasión popular, las denuncias se acumulan, los arreglos de cuentas proliferan. Ante este desastre, el funcionario pierde el aliento, se espanta y recurre al emperador para cubrirse las espaldas. ¡Ya era tiempo!

La vanidad literaria de Plinio, más preocupado por pasar a la posteridad que capacitado para juzgar con independencia, nos ha valido el que poseamos la carta de Trajano52, la cual sienta jurisprudencia para lo sucesivo. El emperador, con la cabeza fría, da pruebas de un realismo lúcido. Está en la obligación de proteger las instituciones y los dioses del Estado, sin dejarse influir por sus convicciones personales ni por el fervor religioso. Las fórmulas lapidarias que emplea disimulan mal la dificultad en que se encuentra. «En materia de tal índole, no se puede, en efecto, establecer una regla fija para todos los casos. No hay que buscar a los cristianos. Si son denunciados y confiesan, entonces hay que castigarlos».

Tertuliano no encontró ninguna dificultad en percatarse de la ambigüedad del rescripto imperial. «¡Oh extraña sentencia, ilógica por necesidad! Dice que no hay que buscarlos, como si fueran inocentes, y prescribe que hay que castigarlos como si fueran criminales. Perdona y flagela, cierra los ojos y castiga. ¿Por qué exponerte tú misma a ser censurada?».

Por lo menos, el emperador liberal detiene la precipitación del legado. Rechaza las denuncias anónimas, que Plinio había aceptado, porque son un «procedimiento execrable, indigno de nuestro tiempo». Es desmentir al funcionario. Niega a la autoridad el que tome la iniciativa en la búsqueda o en la indagación, y limita sus intervenciones a las denuncias en regla53

Por muy liberal y restrictiva que sea esta disposición, el hecho es que pone a la autoridad a merced de la opinión pública, de la vox populi: El emperador no se explica acerca de la naturaleza del delito, ni señala ninguna ofensa que atente contra la moralidad. Víctima de un formulismo jurídico, defiende la letra contra el espíritu. Trajano, igual que Marco Aurelio, está harto de la obstinación de los cristianos en seguir siéndolo.

El rescripto de Trajano, que en lo sucesivo sirve de regla, pone en evidencia hasta qué punto es precaria la situación de los cristianos: están a merced de cualquier revuelo popular o de cualquier funcionario intolerante. Tertuliano muestra fácilmente su iniquidad: «El cristiano es punible no porque es culpable, sino porque es descubierto»54. Hay funcionarios honestos, como Licinio Graniano55, que se ven perplejos para justificar la legitimidad de un procedimiento que le parece inicuo y que autoriza a los magistrados a enviar jovencitas cristianas a un lupanar.

La gesta de los mártires nos permite captar «en caliente» el enfrentamiento de la autoridad y de los cristianos. Por mucho que el procónsul quiere dar pruebas de comprensión, el diálogo con el acusado es tajante. No hablan el mismo idioma56.

—¿Queréis un aplazamiento para reflexionar?—, pregunta Saturnino a los mártires de Africa.

—Es asunto tan claro no hay nada que reflexionar57.

En el año 185, un personaje importante, Apolonio, es detenido en Roma; es un patricio letrado y filósofo58. Ha sido denunciado como cristiano por un esclavo. Presentado ante Perennis, prefecto del pretorio, se defiende con dignidad. La benevolencia del magistrado se transparenta en el interrogatorio. Se ve que desea salvarlo. Le concede un día, y después otros tres, para que reflexione. El funcionario imperial sólo le pedía que ofreciera algunos granos de incienso al genio de César. Apolonio explica lo absurdo del culto pagano: cometería una falta grave si sacrificara a los ídolos. Hasta aquí Perennis lo sigue; ¿no ha oído ya a otros filósofos desarrollar la misma tesis?

Pero Perennis no comprende absolutamente nada cuando Apolonio se niega a realizar un acto de mero formalismo, tanto más cuanto que le va en ello la vida.

—Entonces ¿tienes ganas de morir?

—Mi deseo es vivir en Cristo; el amor a la vida no me hace tener miedo a la muerte.

Perennis concluyó.

—No comprendo lo que quieres decir.

El acusado no se sorprende. La situación es trágica. El magistrado no tiene más que admiración para el acusado. Desearía absolverlo. Pero no puede. Los decretos se oponen a ello. El Imperio no comprende, ni admite la afirmación de una libertad interior, de la autonomía de la conciencia que pone fronteras a los imperios del mundo, en nombre de la soberanía de Dios. Al final, Perennis pronuncia la sentencia de muerte a regañadientes.

El problema religioso se complica con un problema político que el filósofo Celso pone en evidencia. Los cristianos son acusados de conspirar contra el Estado, de oponerse a sus estructuras. Lejos de ser una fuerza conservadora, como le echan en cara los socialistas y anarquistas de hoy, en tiempos de los Antoninos el cristianismo se presenta como revolucionario. Pone en tela de juicio la legislación y las instituciones de la ciudad. Los cristianos se ponen al margen de la sociedad.

Es una acusación grave, en un momento en el que los bárbaros están a la puerta en las orillas del Rin y del Danubio, en la que los persas atacan en Oriente. Hay que defender el Imperio, pero también hay que preservar el patrimonio de la cultura y de la civilización contra la destrucción59.

Pero los cristianos no defienden esos mismos valores; no se confunden con el Imperio romano; no pueden ni quieren identificar su historia con la del Imperio; el mensaje de los cristianos es más vasto y más duradero que los imperios y las civilizaciones, que se construyen y se destruyen. A esta actitud el Estado romano la califica de indiferencia, y de incivismo, porque la religión oficial forma una sola cosa con la ciudad. Dos concepciones inconciliables se enfrentan: una conciencia política, encarnada por el emperador y que quiere imponerse a todos en todos los aspectos, y una conciencia moral personal, que rechaza una religión política en la que el alma queda excluida y que se niega a admitir el culto a los dioses.

La acusación de ateísmo, sinónimo de apostasía de la religión, es desde ese momento el señuelo que basta agitar para sublevar a las masas y ver cerradas las puertas de la buena sociedad60. Se necesita tener la grandeza, la valentía y la libertad de Justino para responder a la acusación de los paganos: «Somos los ateos de vuestras divinidades»61. Separa cuidadosamente religión y lealtad, rechazando la primera y afirmando la segunda.

Desde Justino a la Ciudad de Dios sería inútil buscar en los cristianos de la Antigüedad una simpatía y ni siquiera una voluntad de comprender el interior del paganismo. Lo rechazan en bloque. Ni Tertuliano ni Agustín se preguntan si, más allá de las manifestaciones chocantes o imperfectas, no se expresará una aspiración auténtica o un valor religioso.

Con respecto al Estado, desde san Pablo los cristianos preconizan una lealtad sin quiebra, salvo algunos casos de resistencia muy aislados. Las persecuciones endémicas del siglo II no llegan a modificar esta actitud. Los apologistas defienden la causa del Evangelio con sus escritos ante los emperadores, convencidos —u obstinados en estar convencidos— de que éstos están de buena fe.

Afirman que los cristianos profesan, en cuanto ciudadanos, obediencia y lealtad al Estado. Tan grande es la admiración que tienen por el Imperio, que se lamentan de las persecuciones a que son sometidos. Melitón de Sardes considera que «la Iglesia es la hermana de leche del Imperio»62. Atenágoras63 celebra la solidaridad que une en adelante los destinos de Roma y de la Iglesia, la paz romana y la paz cristiana. Hermoso entusiasmo de un cristianismo joven, emprendedor, que navega viento en popa. El siglo II se encargará de desengañarlo.

Las acusaciones de la calle64

En una Roma pragmática, más supersticiosa que religiosa, donde los emperadores no son unos fanáticos, el peligro que amenaza a los cristianos está en la calle, pues la opinión pública juega un papel considerable en la Roma imperial, como contrapeso de su autoritarismo.

Ordinariamente, el pueblo no es ni intolerante ni fanático. Le interesa más un astrólogo que un pontífice. El comerciante le pregunta acerca de sus negocios, el novio le pregunta para saber el día fasto para la fecha de su matrimonio. La astrología practicada por griegos, asiáticos o egipcios, está prohibida pero tolerada, y duramente gravada de impuestos. Pero eso no importa, pues los clientes llenan la antesala. Agustín mismo confesará que consultó a un astrólogo65

El hombre de la calle, sensible ante la astrología y la magia, se entusiasma poco con un Evangelio que exige un cambio tan grande de vida: lo cede generosamente a otros. Por todo esto, ordinariamente los cristianos no son molestados. Pero cuando se siente amenazada por algún acontecimiento, o sucede alguna catástrofe, la opinión pública se desencadena. A su manera, el rescripto de Trajano es un freno contra la vindicta popular, anónima y descontrolada.

Ya puede el cristiano vivir como todo el mundo, frecuentar las termas y las basílicas, ejercer los mismos oficios que los demás, que siempre hará las cosas con ciertos matices, incluso a veces actuará con reservas. Hay una parte de su vida que no está clara, que extraña. Su fe es tachada de fanatismo, su irradación es proselitismo, su rectitud es reproche.

El pueblo acaba por notar que ha habido un cambio. La mujer evita los atuendos llamativos, el marido ya no jura por Baco o por Hércules66. Incluso el hecho de pagar los impuestos es sospechoso: «Nos quiere dar una lección», dicen esos mediterráneos. Se sabe que los cristianos son escrupulosos en cuanto a los pesos y las medidas67. Su honestidad misma es la que se revuelve contra ellos o los señala a la atención pública.

El pueblo ama a quienes se le parece y recela de quien se distingue o se aísla. Sospecha que haya en esa conducta desprecio o disimulo. Empiezan las habladurías; la ayuda que se prestan los cristianos es extraña, la fraternidad entre amos y esclavos se hace dudosa, incomprensible para un espíritu cultivado: ¿Cómo se puede confraternizar con gentes simples, ignorantes y sin letras? Tertuliano nos ha conservado, incluso con nombres concretos, algunas de estas habladurías que circulan en Cartago:

«Es un buen hombre ese Gayo Sexto, ¡lástima que sea cristiano!». Otro personaje dice: «Estoy verdaderamente sorprendido de que Lucio Ticio, un hombre tan inteligente, se haya hecho cristiano de repente». Y Tertuliano apostilla: «No se le ocurre preguntarse si Gayo es buen hombre y Lucio es inteligente precisamente porque son cristianos; si no se han hecho cristianos porque el uno es un buen hombre y el otro es inteligente»68.

En la escuela de los pajes imperiales hay un alumno, Alexameno, que es cristiano. Sus compañeros se burlan de él y dibujan en la pared un asno crucificado, con una inscripción: ¡Alexameno adora a su dios!

«Pintada» que se conservaba (hoy está en el Museo Kirchner) en una de las paredes del Pedagogium (la Escuela de los pajes que entraban al servicio del Emperador). En este dibujo elemental, se ve a un hombre rezando ante un crucificado con cabeza de asno. La leyenda dice, con letras muy toscas: «Alexameno adora a su dios». Ese Alexameno era un cristiano que frecuentaba la Escuela de los pajes y sus compañeros de clase no cristianos se burlaban de él, dejando en esta «pintada» plasmada esa burla, que era una de las que corrían entre los gentiles.

 

El joven cristiano, con valentía, responde escribiendo también: ¡Alexameno fiel!69. Esta «pintada» fue descubierta en el Palatino, en el Pedagogium del palacio de Nerón, y se conserva en Roma en el museo Kirchner70. No se puede saber cuántas veces, en circunstancias diversas, se repetirá este diálogo en todas las esferas de la sociedad, donde paganos y cristianos vivían codo con codo71 .

Incluso las ausencias son espiadas. Los cristianos evitan todas las fiestas religiosas, ¡y bien sabe Zeus si las hay a lo largo del año! Se aparta del teatro, de los juegos del circo, lo cual parece inverosímil a los romanos y a los africanos que tienen un gusto inveterado por el espectáculo72.

La sospecha se agrava cuando empiezan los chismes ambiguos sobre las reuniones cristianas; las reuniones reservadas a los iniciados parecen turbias. Es cosa de siempre el que los cultos secretos hayan dado lugar a calumnias. No se ha olvidado del escándalo de las Bacanales. Cuando alguien se oculta es que tiene algo que ocultar, dice el pueblo. Circulan los cotilleos más inverosímiles, las acusaciones están calcadas de la imagen de la sociedad que las hace, es una proyección sobre los cristianos de sus propios vicios. Frontón, que es los oídos del emperador, se burla de todo ello y lo va repitiendo73. Los apologistas, antes de ponerse a refutarlas, refieren esas calumnias74.

La celebración eucarística, en la que el obispo dice: Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre, es presentada como un rito caníbal: los cristianos inmolan un niño —se dice— como en el festín de Thyeste. Todos los apologistas se sienten obligados a salir al paso de estas falsedades que corren de ciudad en ciudad a lo largo del siglo II75.

Las reuniones de la comunidad, en las que los cristianos se llaman «hermanos», «hermanas» y se dan el beso de la paz, se prestan a las peores interpretaciones. Y pasan por ser encuentros licenciosos76. Para la canalla es difícil creer en la virtud, al libertino le es difícil reconocer que hay hombres y mujeres castos. De ahí a tachar el celibato voluntario de incivismo o de desviación, no hay más que un paso, que se da con frecuencia77. El buen sentido se da cuenta de que en todo ello hay exageración, pero socarronamente dice: «No hay humo sin fuego».

Pero ese mismo pueblo deja de reír y de burlarse cuando sus intereses son lesionados. ¡Podríamos imaginar el revuelo de los pasteleros si la Iglesia suprimiera las Primeras Comuniones! Pues de ese mismo estilo fueron las denuncias a las que se refiere Plinio.

Por lo demás, son contradictorias. A unos se les reprocha la prosperidad, a otros la desidia78. Para un cristiano es igualmente peligroso apartarse de los negocios que prosperar en ellos. El éxito, el bienestar, la consideración exponen a los cristianos de Lyon a la denuncia pública. Basta con que el pueblo, como un niño dócil, sea puesto en movimiento por agitadores profesionales, viajantes de la calumnia, para que la turba exija rehenes.

En Lyon, el año 177, la policía busca a aquellos que la masa señala79. El tribuno de la cohorte XIII, en ausencia del legado, y la autoridad local no tienen nada que ver con la persecución: ésta proviene de un impulso popular. Los magistrados no hacen más que ejecutar, instruyen las causas, prescinden del rescripto de Trajano. En Esmirna, por la misma época, el anciano obispo es denunciado por el pueblo, que grita: «¡Que se busque a Policarpo!»80.

Los paganos están prontos para la calumnia, pero los cristianos, más agresivos, tienen una réplica mordaz. Basta con leer a Tertuliano, las imprecaciones de los Oráculos sibilinos81 o la literatura apocalíptica de la época para encontrar la efervescencia mística, la amenaza de catástrofes, hasta alcanzar la exageración y la desmedida.

¡Oh Roma! tú llorarás
despojada de tu laticlavia,
vestida con ropas de duelo,
roh reina orgullosa
hija del viejo Lacio!
Azotes, guerras, invasiones, hambres,
anuncian la revancha
que Dios prepara a sus elegidos82.

Estos cristianos apocalípticos interpretan al pie de la letra las amenazas del Apocalipsis de San Juan. Profetizan el fin del mundo y anuncian esta conflagración general como una gran fogata.

Existen los exaltados y existen los mal convertidos. Las sectas escapan con frecuencia al control de la Iglesia y en ésta no siempre la atmósfera es sana y algunas costumbres irreprochables. La masa no hace distingos, sino que generaliza y mezcla a cristianos con gnósticos y montanistas en una reprobación global. Los paganos se asustan y contratacan. Todo ello es como un pugilato de amenazas y de profecías de desgracias.

La religión popular está hecha de superstición y de pragmatismo. Lo que le pide a los dioses es: bienes temporales, salud, paz, victoria83. Surge una amenaza, por ejemplo: ¿Están los bárbaros ya en las puertas? Entonces el pueblo piensa que los dioses están enfurruñados. La autoridad se endurece, la gente se acalora y las acusaciones se disparan: «los cristianos nos traen el cenizo...84. Nos han echado mal de ojo, son unos gafes». Reproche grave en una época que siente terror por las brujas, en la que el pueblo se espanta de los maleficios, de los hechizos y de los filtros85. En Lyon, los paganos la emprenden contra Potino, creyendo que así aplacan a los dioses86.

Las detenciones y persecuciones están en relación directa con las amenazas que gravitan sobre el Imperio. Y los dioses saben los cataclismos que se desencadenaron durante el reinado de Marco Aurelio87. En el año 162, los soldados trajeron desde Asia la más grave de las epidemias de la Antigüedad. Poco después, los germanos invaden el Imperio, atraviesan el Danubio y penetran en Italia y en Grecia. En el año 167, se declara la peste en Roma. La terrible inundación del Tíber es causa de un auténtico exterminio. Tiempos apocalípticos y de terror.

El emperador y los sacerdotes asedian los templos y sacrifican rebaños88. La muchedumbre se apretuja; se busca con la vista a los ausentes; los cristianos no han acudido. ¿Dónde están?

Sequía, malas cosechas, hambre, se multiplican. El pueblo se figura que los dioses están desencadenados. Hacen falta culpables. El cristiano es «el pelagatos, el sarnoso del que todo el mal procede», así lo designa la vindicta popular. Tertuliano describe el ambiente: ¿Que el Nilo se desborda? ¿Que la sequía pone en peligro la cosecha? ¿Que la tierra tiembla? ¿Que la peste se declara en Africa o en Esmirna?, inmediatmente se grita: ¡Abajo los ateos! ¡Cristianos al león!89. Si por acaso los cristianos están viendo estas manifestaciones, su sonrisa divertida e irónica los traiciona y los denuncia90.

El furor popular se impone a los magistrados, que se esfuerzan en vano por mantener el orden y respetar la legalidad. El pueblo se vuelca sobre los cristianos, casi por impulso propio, con piedras y antorchas; profana los cementerios cristianos91, como en los tiempos de la guerra civil de España, y hasta los más graves de los crímenes quedan impunes92.

Durante siglos los fieles de Cristo siguen siendo tenidos por responsables de las desgracias del Imperio93. Celso y Apuleyo afirman que el progreso del cristianismo debilita al Estado. Los dioses habían hecho la grandeza de Roma y ellos solos podían mantenerla o restablecerla. Agustín94, en la Ciudad de Dios, se verá obligado a emprender la defensa de los cristianos, a la caída de Roma en el año 440, pues los paganos que quedan los acusan de haber desencadenado la ira de los dioses; esto muestra hasta qué profundidad habían llegado las raíces de este sentimiento en el alma pagana.

 

El asalto de la inteligencia95.

Las Homilías clementinas96, colección muchas veces retocada durante los primeros siglos, cuentan una escena que parece pintada del natural. Es la historia de una conversión, resultado de la búsqueda de la verdad, durante un viaje. Un ciudadano romano, Clemente, oye la buena nueva en Roma. Decide ir a Palestina. Se embarca, pero los vientos contrarios lo llevan a Alejandría. Aquí vive Bernabé, discípulo de Pablo, y se encuentra con él. El Apóstol, en esta ciudad de la inteligencia, expone al público las verdades cristianas en un lenguaje sencillo y directo. La muchedumbre las acoge con fervor.

Pero he aquí que llegan filósofos hinchados de ciencia profana. Intentan desconcertar al predicador a base de grandes argumentos, pero Bernabé no se deja arrastrar por su juego, sino que desarrolla su mensaje y presenta testigos que confirman lo que dice. El Clemente de nuestra historia, conquistado, acude en ayuda del Apóstol e increpa a los filósofos. La muchedumbre se divide en dos bandos.

Podemos imaginar a ese mismo Clemente, después de esta primera confrontación en la ciudad de Alejandría, continuar informándose, esforzarse por ver con mayor claridad, en un momento en el que Basílides, Isidoro, Valentín, Carpócrates, agrupan cenáculos ante los cuales exponen sus elucubraciones acerca de la caída del alma y su liberación por medio del conocimiento, o gnosis, que ellos ofrecen.

Estos mismos cenáculos se instalan en Roma, donde uno tras otro Valentín, Marción, Apeles y Rhodon coinciden, pero se separan «por desacuerdos entre ellos, pues sostienen opiniones inconciliables»97. Todos sienten repugnancia hacia la autoridad y la organización jerárquica. En Roma, que es poco dada al misticismo y a la filosofía, más que en ninguna otra parte hay gran desconfianza por parte de los fieles hacia los especulativos y los bullidores de ideas, «los sencillos y los ignorantes se extrañan de la exégesis atrevida y de las interpretaciones exageradas de los recién llegados»98. Bastantes fueron, seducidos, pero la gran mayoría resistió frente a esta nueva enseñanza.

La audacia doctrinal va con frecuencia emparejada con la audacia moral. Simón el Mago tiene a su lado a una prostituta retirada. Marción, según dice Tertuliano, fue condenado en Oriente por una falta contra la moral, antes de ir a Roma a enturbiar la fe99. La inclinación hacia las admiradoras jóvenes y ricas, «curas de alma fructíferas y dulces al mismo tiempo»100 perdió a más de uno. Un tal Marcos se aprovechó de la hospitalidad de un diácono de Asia para abusar de su mujer, de rara belleza y a la que a partir de entonces llevaba consigo a todas partes, con gran escándalo de las Iglesias101. En Cartago, Hermógenes, dado a la gnosis, pintor y amante de sus modelos, mezcla el perfume de las mujeres con las reminiscencias de la filosofía griega102.

El gnosticismo, con sus múltiples ramificaciones desde Asia a Egipto y desde Cartago a Lyon pasando por Roma103, es la primera herejía que amenaza a la Iglesia y obliga a que el cristianismo tome conciencia de sí mismo, de la unidad y coherencia de su mensaje y de su fe. El buen sentido y la prudencia acaban por triunfar.

La afluencia de medio-sabios y de medio-convertidos, amenaza con contaminar la verdad evangélica con extrañas elucubraciones, pero la efervescencia intelectual que por todas partes surge en la Iglesia, en las comunidades procedentes tanto del judaísmo como del paganismo, es ante todo una voluntad de conocer y de comprender: es intento antes de convertirse en tentación.

La gnosis, o conocimiento verdadero, es la cristianización del helenismo, la pseudo-gnosis es la helenización del cristianismo104. En vez de servir de conocimiento del Evangelio, los gnósticos alejandrinos, sirios o asiáticos, como Valentín o Marción, se precipitan en el mensaje cristiano para desviarlo hacia sus propias elucubraciones, vaciándolo así de su sustancia.

Las diferentes escuelas gnósticas oponen, de maneras distintas, al misterio abismal e impenetrable de Dios, la caída y la miseria del hombre. Entre el Creador y su obra, conciben como una cascada de intermediarios o de eones que aceleran la caída y la explican. La misión del Logos no puede ser una verdadera encarnación —pues correría el riesgo de contaminarse Él también—, sino que ha de ser la manifestación del Arquetipo y el retorno del hombre caído, despojado de la materia, a su estado primitivo e inamisible de espíritu finalmente liberado. Todos éstos son temas que recogerá el romanticismo del siglo XIX105

Esta visión pesimista de la creación y del hombre, inspirada en el pensamiento griego e incompatible con los datos de la fe, ofrecerá por lo menos a Ireneo de Lyon la ocasión para desarrollar, como en una pintura al fresco, la economía de la salvación, primera visión cristiana de la historia del mundo.

Lo que Ireneo y los textos gnósticos recientemente encontrados nos muestran, son los rebrotes de una efervescencia incandescente, que primero ha iluminado y después ha acabado por amenazar la esencia misma del cristianismo. El pagano Celso, que presencia este enfrentamiento, no ve en ello más que división y confusión106. El cristiano de Roma o de Alejandría, al ver que maestros, escuelas e incluso iglesias están a la gresca con estas cosas, encuentran dificultades para ver claro y para resistirse a la seducción de sistemas que pretenden dar respuesta a los interrogantes de su inquietud y clarificar la confusión de esa época.

El hombre siente que sobre él pesa el yugo del destino. El dios de Aristóteles se desinteresa del mundo; el dios de los estoicos, lejos de liberar al mundo, lo esclaviza con un determinismo universal. Las religiones orientales ofrecen dioses que salvan. A esta expectación en que está el mundo va dirigida la respuesta que Clemente de Alejandría107 da a un valentiniano: «de este poder, de esta lucha de poderes, el Señor nos libra, nos da la paz: ha venido a nuestra tierra para traérnosla».

La conversión de filósofos de oficio hacia mitad del siglo II enfrenta al cristianismo con la filosofía, la fe con la cultura, Jerusalén con Atenas108. En Roma dos hombres personifican este debate: un cínico, Crescente, y un cristiano, Justino. Ambos se envuelven con mantos iguales, el manto corto, de tejido basto y de color oscuro, atributo del filósofo; pero ese manto no abriga la misma filosofía.

Por esa época la capital está plagada de filósofos de todo pelaje, venidos de todas partes del Imperio. Marco Aurelio abre Roma a todas las escuelas, ofreciendo la posibilidd de una confrontación filosófica universal. Con pensadores de renombre se mezclan filósofos de tres al cuarto, bribones, charlatanes y farsantes hirsutos y andrajosos, con los pelos en desorden, barbas en cascada y uñas de fiera, según nos dice Taciano109, que los conoció: Su suciedad es proverbial y, para muchos de ellos, esa es su filosofía.

Metidos entre la muchedumbre, se les encuentra por todas las esquinas con facha de predicadores populares, «monjes mendicantes de la Antigüedad».

«Su barba nos cuesta diez mil sextercios —decía la gente—; más barato nos saldría contratar machos cabríos»110.

A Crescente el emperador le paga seiscientas piezas de oro a título de cátedra imperial111. La línea divisoria entre unas escuelas y otras fluctúa. Es prácticamente imposible distinguir a los estoicos de los cínicos por sus razonamientos o por su propaganda112. A todos ellos se les considera como niños de pecho del Estado por las pensiones y las exenciones de que disfrutan. Mientras más favores reciben, más aumentan sus apetencias. Ya el emperador Antonino decía con filosofía que, si fueran más desinteresados, tendrían más sabiduría113.

Marco Aurelio se rodea de filósofos. Sus maestros se convierten en sus ministros; Rústico, a quien le une tierno afecto, es prefecto del pretorio, y es quien condena a Justino. Parece ser que el emperador echó a los filósofos contra los cristianos que invaden la ciudad y, queriéndose asentar en ella, provocan controversias públicas114.

Crescente abre el fuego con Justino. Aunque pelean con armas iguales, el primero da tortazos al aire115, el segundo dice palabras de oro. El pagano enseña la filosofía de Diógenes, que profesa el desasimiento y vive de la mendicidad; pero Luciano, que tiene la lengua bien afilada, acusa a sus seguidores de acumular el oro en sus harapos116.

Crescente tiene mala fama. Taciano117 le llama pederasta, siempre rodeado de efebos, habilidoso para sacar tajada de las casas ricas que frecuenta. Frente a él Justino es el hombre íntegro, acogedor y desinteresado. Su doctrina no es un negocio, sino una regla de vida. El público no se engaña: esclavos y doctos, hombres y mujeres se amontonan para escucharle y encontrar la verdad en lo que dice.

Los filósofos tanto paganos como cristianos utilizan idéntico método de enseñanza, a base de conversaciones en tono familiar, en las que un texto o un acontecimiento de la vida ordinaria proporciona el tema para hacer consideraciones doctrinales. La formación continúa por medio de una charla del maestro con el discípulo en presencia de uno o dos compañeros. La vida corriente introduce al discípulo en la comunidad cristiana, que vive la doctrina que le han enseñado.

Un debate público entre Crescente y Justino es suficiente para confundir al pagano. Frontón acude volando en ayuda de Crescente, interviniendo en pleno Senado. Justino quiere repetir el debate en presencia del emperador mismo118. Pero su rival, escaldado de la primera vez, se quita de en medio. Pertenece a esa ralea de filósofos de quienes Minucio Félix dice: «Temen enfrentarse con nosotros en público».

Habiendo sido derrotado como argumentador, Crescente se convierte en difamador y después, al final del episodio, se dedica a denunciante. El emperador, que diariamente examina su conciencia y se acusa de pecadillos, no se daba cuenta de que con Justino y los cristianos se portaba como un verdadero tirano.

Ante el prefecto de Roma, Justino está rodeado de sus discípulos, homenaje supremo para un maestro.

—¿A qué ciencia te dedicas?

—He estudiado sucesivamente todas las ciencias. He terminado por adoptar la doctrina verdadera de los cristianos"119.

La enseñanza que ha asimilado y que profesa le permite enfrentarse con la muerte, temida por los filósofos, con la certidumbre de que la muerte es una aurora.

Marco Aurelio, «el santo del paganismo», es de madera distinta que Crescente, campana agrietada de la filosofía120. En su persona reúne el poder y la ciencia. Los autores cristianos Tertuliano y Melitón de Sardes, alaban «su humanidad y su filosofía»; y eso cuando no dicen de él que es el protector de los cristianos121. La objetividad exige que estas afirmaciones se miren con reservas. De nada sirve hacer cristianas a la fuerza grandes almas, como lo han hecho quienes han inventado una correspondencia entre el apóstol Pablo y Séneca. Los bustos del emperador filósofo lo representan barbudo, fino de trazos, con la mirada lejana y la barbilla retraída.

El emperador ha conocido y tratado a cristianos hasta en su mismo palacio. Lo esencial de su doctrina le es conocido. En sus Pensamientos hace alusión a los cristianos sólo para manifestarles su desprecio.

¡Qué alma la que está dispuesta, si es necesario, en cualquier momento a desligarse del cuerpo para apagarse, dispersarse o sobrevivir! Pero esta disposición tiene que ser el resultado de un juicio personal, no de una simple postura de oposición, como hacen los cristianos. Ha de ser razonada, seria, sin aparato trágico: ésta es la condición para persuadir a los demás122.

Miope por su filosofía, Marco Aurelio no ha penetrado el sentido del cristianismo. No ha captado que la muerte de cristianos como Justino o Apolonio era capaz de «persuadir a los demás», mientras que su filosofía astragante sucumbiría con él. Angustiado por la muerte, le molestan los cristianos que no la temen, porque su heroísmo, que él llama «aparato trágico» no tiene correspondencia con nada en su sistema filosófico. Para él, no es el espectáculo de lo trágico lo que persuade, sino la razón. Peguy dice que Marco Aurelio no tuvo la religión que merecía; la desgracia es que pasó a su lado sin conocerla y la condenó sin haberla comprendido bien.

Existe una incompatibilidad de hecho entre el estoicismo, tal como lo concibe el Emperador, y el cristianismo. La razón universal guía al hombre y al mundo; basta con someterse a sus leyes y a su determinismo123. Así no es posible concebir una mediación de Jesucristo, una irrupción divina en la historia universal; no se puede admitir la pretensión que tiene el Evangelio de querer cambiar al hombre, renovarlo interiormente.

Por mucho que Marco Aurelio quiera afirmar que todos los hombres pertenecen a una misma raza124, que todos están habitados por el mismo ser divino, que reparte a cada uno sus dones, él no puede amar de verdad a los hombres ni puede tener confianza en ellos hasta el punto de influir en su conducta, porque está demasiado introvertido, demasiado sometido a la sola razón. No muestra ninguna simpatía por los cristianos, no se siente hermano de ellos125. Tanto el filósofo como el emperador se sienten en él mismo agredidos por ellos, porque han llevado la discusión a su propio terreno y se han opuesto a su norma de vida.

En vano se refiere el filósofo a «la lámpara que luce en el fondo del alma»126, pues no hay esperanza que ilumine su camino; sólo la muerte puede librarlo de la vida y del ser. Así no es posible dar acogida a la fe de los mártires que, con su muerte, proclaman la resurrección de los muertos y no solamente la inmortalidad del alma.

Frente a los gnósticos, Ireneo ve en la incorruptibilidad final de la carne la piedra de toque de la antropología cristiana, la realización de la promesa inscrita en la creación del hombre127. Negar esta verdad es negar el cristianismo.

Al mismo tiempo que es filósofo, Marco Aurelio sigue fiel a las instituciones religiosas del Imperio. Por el contrario, Luciano de Samosata es un librepensador que preanuncia a Voltaire. Este sirio helenizado, ciudadano del mundo y no del Imperio, profesa un perfecto escepticismo en vez de cualquier religión o cualquier filosofía. De la divinidad, el artista que hay en él sólo aprecia la belleza de la estatua128. Disfruta con su elegancia, como disfruta con el arte griego y su cultura. Abarca en un mismo desprecio a los constructores de sistemas, a los predicadores de la moral y a quienes prometen la felicidad. «Aprovecha el presente, pasa riéndote ante todo lo demás y no te apegues seriamente a nada». La conclusión de Menipo es digna de Cándido.

Luciano es demasiado superficial y frívolo para considerar el fondo de las cosas, pero sabe observar. Los cristianos le resultan más bien simpáticos, en la medida en que su doctrina sabotea la religión pagana y hace la guerra a las brujas y a los taumaturgos. En ninguno de sus escritos se hace eco, como otros escritos de la época, de las acusaciones populares; nunca intenta, como sí lo intenta con los filósofos, poner en contraste la doctrina y la vida de los cristianos. Hemos visto que reconoce su sentido de la fraternidad y su espíritu de ayuda mutua.

Todo lo más que hace es echar en cara a los mártires «su suicidio pomposo y teatral»129, porque es demasiado ligero para comprender el heroísmo y la grandeza de la fe. Es un espíritu sarcástico y burlón, y su ironía es demasiado superficial para hacer un análisis del hecho cristiano y para no rechazar en una común reprobación todas las formas de la religión, la concepción misma de la fe y de lo sobrenatural.

Un amigo de Luciano, sin duda tan escéptico como «el burlón de Samosata», compuso en el año 178 la obra crítica sin duda más violenta del siglo contra el cristianismo. Palabra de verdad130 es su título; fue salvada del olvido porque Orígenes la refutó setenta años más tarde.

Celso es un filósofo de oficio, alimentado de Platón, de Zenón y de Epicuro131. Su libro nos hace ver mejor que ningún otro cuáles son las dificultades para creer. ¿Puede un filósofo hacerse cristiano? ¡Pues no! Se habría sorprendido al descubrir la escuela de Alejandría una generación más tarde.

La crítica de Celso tiene las raíces plantadas en una hermenéutica que no ha perdido nada de su actualidad. El artesano, el esclavo, a quienes nada ata a la cultura, extranjero en medio de la ciudad antigua, puede vibrar con el mensaje evangélico, pero ¿qué pasa con el heredero de la civilización de Atenas y de Roma? Este último busca la luz en el pensamiento de sus filósofos. Celso juzga en nombre de las ideas que imperaban en su época, igual que el hombre de hoy habla en nombre de la ciencia, de sus métodos y de su técnica.

Celso pretende haberse informado de la literatura bíblica propiamente dicha por medio de los cristianos mismos133. Les ha interrogado y les ha hecho hablar para conocer sus convicciones. Crítica y refutación están centradas alrededor de dos puntos: la doctrina y el comportamiento de los cristianos.

De entrada, hace profesión de racionalismo y mezcla al cristianismo con la avalancha mística de las religiones orientales134. La misma idea de revelación que los cristianos comparten con los judíos le parece presuntuosa.

Judíos y cristianos me dan la impresión de un tropel de murciélagos o de hormigas que salen de su agujero, o de ranas instaladas junto a su charca, o de gusanos reunidos en un lodazal, diciendo entre ellos: «A nosotros Dios nos hace revelaciones y nos anuncia con anticipación todas las cosas; no le preocupa ninguna otra cosa del resto del mundo; deja que los cielos y la tierra den vueltas por su cuenta y no se ocupa más que de nosotros»135.

Este es el tono que emplea. Aparte esta ironía, Celso aplica a la revelación cristiana la crítica que un David Strauss ilustrará en el siglo XX. No da muestras de ninguna ciencia exegética, ni distingue entre los géneros literarios de la Biblia; utiliza un método comparativo elemental para reducir los relatos bíblicos a las leyendas paganas, a tesis platónicas torpemente expuestas, a los relatos tomados de las religiones orientales de Mitra y Osiris. Así el relato de Sodoma y Gomorra resultaría tomado de la leyenda de Faetón136; para la descripción de la torre de Babel, Moisés habría copiado el episodio de Homero sobre los Aloadas, que soñaron con subir para tomar por asalto el cielo. Todo lo que a Celso le parece admisible ya se encuentra en Platón que lo ha expuesto excelentemente137. Se diría que estamos ante la crítica racionalizada del siglo XVIII.

A continuación, Celso se mete con el Nuevo Testamento, y más particularmente con los Evangelios. La encarnación de un Dios que viene a vivir una existencia humana le parece incomprensible, por no decir absurda.

¿Qué sentido puede tener para un dios un viaje como ése? ¿Sería para saber lo que pasa entre los hombres? ¿Pero no lo sabe todo? ¿Es que, a pesar de su poder divino, es incapaz de mejorarlos sin tener que enviar a alguien corporalmente, para que lo haga?138.

Para Celso, la doctrina cristiana rompe la armonía del cosmos, «y al mismo tiempo pone patas arriba el universo». Sin llegar al pesimismo de fondo que tienen los gnósticos, Celso imagina que, «si el Dios bueno, bello, feliz, desciende hasta el hombre, somete su naturaleza inmutable a las vicisitudes humanas»139.

La incomprensión del filósofo, tarada además por su burla despectiva, no supo observar en los hombres de su tiempo el ansia, incluso la angustia, por la salvación. «Jamás fue más acuciante la necesidad de perdón, de expiación, de redención». Era la reacción existencial contra la sequedad de los cultos oficiales.

El misterio de Cristo escapa al filósofo. A propósito del nacimiento de Jesús se pone a contar cuentos de cuerpo de guardia140. Nacimiento milagroso, ministerio público, curaciones, resurrección, a todo le pasa revista y todo lo hace pedazos. Ese miserable charlatán, que no era bello, ni elocuente, ni hombre de sentido común, ¿cómo puede ser el Logos de Dios?141. De manera particular sobre este punto, Orígenes, herido en el punto focal de su fe y de su devoción, reacciona de la manera más violenta y responde a los sarcasmos de Celso con pasión y con irritación142.

Para Celso, la salvación traída para sanar una humanidad herida, el sentido de un nuevo nacimiento143, de una conversión, son propiamente impensables, porque revolucionan el orden del mundo en los determinismos de su movimiento. La acogida del hijo pródigo le parece incomprensible. Para él, el hombre está determinado, «no se cambia la naturaleza de la gente». Los malos no se enmiendan ni por la fuerza ni por la mansedumbre144. La antropología cristiana, la humildad, y la contrición violentan la Weltanschauung de Celso. El dios de Celso se parece al dios de Nietzsche, el dios de la naturaleza altanera, y no el consolador de los afligidos o el dueño de los miserables145. El cristianismo le parece una docrina bárbara para gente sin cultura, que desprecian «los conocimientos hermosos», como si fueran un obstáculo para el conocimiento de Dios146. En esto Celso nos recuerda a aquel helenista que no quería leer el Nuevo Testamento, porque estaba escrito en un griego que no era puro. Jerónimo nos habla de repugnancias por el estilo. Mejor que nadie, Orígenes puede mirar a Celso desde lo alto de su cultura y de su erudición147. Se sintió herido en lo más vivo al verse clasificado entre los hombres sin letras.

Del análisis doctrinal, Celso pasa a la crítica de los cristianos que él ha visto vivir. Les echa en cara su indiferencia cívica, porque se sustraen a la ciudad y a los cargos cívicos. En esto repite los agravios ya imputados antes a los cristianos, sin mostrar la independencia propia de un gran espíritu148: La religión cristiana no es la religión nacional de nadie e impide que sus adeptos participen en los cultos que cimentan la ciudad.

¿Se niegan a observar las ceremonias públicas y a rendir homenaje a quienes las presiden? Entonces que renuncien también a tomar la veste viril, a casarse, a ser padres, a ejercer las funciones de la vida; que se vayan todos juntos lejos de aquí, sin dejar ni la más pequeña semilla de ellos mismos, y que la tierra se vea libre de  esa ralea. Pero si quieren casarse, tener hijos, comer los frutos de la tierra, participar en las cosas de la vida, tanto en los bienes como en los males, es necesario que rindan los homenajes que se deben a quienes están encargados de la administración de todo149.

El reproche esencial que Celso hace a los cristianos es que no tienen civismo, que se niegan a jurar al emperador, lo cual les parece esencialmente grave en momentos en que los bárbaros están a las puertas150. A este reproche la réplica de Orígenes es la más endeble, la menos percutiente: «Nosotros ayudamos a los príncipes de una manera más eficaz, revestidos de la armadura de Dios, proporcionándoles ayudas espirituales»151. Tendría que haberle preguntado a Celso por qué él no se había comprometido con el Estado. El polemista se recrea con las discusiones internas y con los anatemas que las iglesias se lanzan recíprocamente152. Conoce las sectas que pululan y distingue perfectamente lo que él llama ya «la Gran Iglesia»153. Orígenes contesta de bote pronto: «Nuestras asambleas salen airosas si se las compara con la de la ciudad de Atenas, de Corinto o de Alejandría»154. No da una respuesta de altura.

Incluso el martirio no es nuevo para Celso y no le hace ninguna impresión. Todas las creencias tienen ejemplos de mártires155. Le parece totalmente absurda la esperanza en la resurrección implícita en el martirio156. A lo cual Orígenes responde: «La vida de los verdaderos discípulos habla por Jesucristo, habla alto y confunde a la impostura»157.

La argumentación de Celso es más defensiva que ofensiva, defiende más una civilización o una cultura que una religión158. Los filósofos, ya se trate de Marco Aurelio o de Celso, están demasiado aprisionados por el cosmos de los griegos, para concebir en su orden eterno una mutación o un acontecimiento. La idea de una intervención divina, de cambios radicales, como la venida de Jesucristo, «una idea así era imposible antes que el cristianismo viniera a revolucionar el cosmos de los helenos»159.

Desde la perspectiva que da el paso del tiempo, Orígenes puede medir hasta qué punto, tanto Celso como Luciano y como Marco Aurelio, en definitiva lo que hicieron fue subestimar a sus interlocutores. La presencia en la Iglesia, a lo largo de los decenios siguientes, de personajes como Tertuliano, Lactancio, Clemente, Orígenes, más tarde Agustín, da la medida de la cortedad de vista de los paganos.

Celso sólo mira al cristianismo de refilón, y no se da cuenta de su significación ni de su parte vital, que constituyen su alma profunda. Orígenes sabía por experiencia que al espíritu humano le era dado descifrar «el enigma divino», del que habla Celso, cuando la inteligencia da un paso adelante y penetra más en los misterios de los Libros Santos, llegando hasta el fondo de la búsqueda: en el interior de la fe, la inteligencia bebe de la fuente misma de donde brota.

Un siglo antes, Justino había abierto esa vía nueva a través de la cual Platón podía conectar con Cristo160. Hermoso optimismo de que participan los maestros de Alejandría y de Capadocia, pero que no es por todos compartido. Occidente, más sensible al lenguaje del derecho, sigue siendo más pragmático que especulativo. Taciano, el asirio discípulo de Justino, señala ya la loca suficiencia de los griegos y su gusto por el sonido de las palabras161. Las glorias más excelsas, Sócrates, Platón, no encuentran gracia a sus ojos. Roma, Cartago, Tertuliano, Cipriano, están más cerca de Taciano que de Justino.

El enfrentamiento del cristianismo con la religión nacional degenera en oposición, y después en persecución abierta. ¿Es cierto que el Imperio ha recusado la doble pertenencia de los cristianos, ciudadanos de dos ciudades? ¿Se sintió amenazado por el fermento evangélico? En una palabra, ¿demolió la Iglesia al Imperio Romano, como pretenden Montesquieu, Gibbón, Nietzsche y Renán? ¿Es verdad que el cristianismo fue el «vampiro»162, el «disolvente»163 del mundo antiguo? Gastón Boissier164 ha dado una respuesta a esta acusación, más inspirada por la polémica que por la observación, poniendo como testigo a la historia. La decadencia había comenzado antes de la propagación cristiana.

El mundo antiguo estaba avejentado y cansado, la energía estaba en baja: despoblación, debilitamiento del espíritu militar y del celo cívico, corrupción de las costumbres, tales eran los males que se podían observar desde el fin de la república. Esta crisis se iba agravando sin cesar, mientras las masas bárbaras intentaban forzar la frontera del Danubio y del Rin165.

Un poder —aunque sea más resistente que el bronce—que mutila al hombre y no respeta su condición y sus aspiraciones más profundas, tiene que saber que los hombres libres, que retan a la prepotencia y se burlan de la muerte, se tomarán la revancha. La reacción pagana ante el progreso del cristianismo es una confesión del fin de una civilización. Toda civilización está llamada a tener un fin. Esta es una advertencia que la Iglesia hará bien en meditar.
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1 Diogneto, 5, 5. Ver sobre esta cuestión CH. GUIGNEBERT, Tertullien, París 1901. Análisis sugestivo, pero tendencioso.

2 Ibid., 5, 4. E contra, Hermas, Past., Sim. 1.

3 P. ALLARD, Lecons sur le martyre, París 1930, p. 117.

4 L. Hollo, Les empereurs romains et le christianisme, París, 1931, p. 29.

5 Para este análisis, ver A. J. FESTUGIERE, Le monde gréco-romain au temps de Notre-Seigneur, 2, París 1935, pp. 23-41.

6 TERTULIANO, De idol., 15.

7 FESTUGIERE, op. Cit., p. 38.

8 TERTULIANO, Ad ux., II, 6.

9 G. DE Rossl, Bull. arch. crist., r, ser. II, 1877, p. 112.

10 G. BOISSIER, La fin du paganisme, París 1894, I, p. 201.

11 Ver AGUSTIN, Ciudad de Dios, VI, 6, 1-3 y su argumentación.

12 Didasc., I, 6, 1-6.

13 De corona militis, I, 1-5.

14 FESTUGIERE, op. Cit., p. 42.

15 En J. CARCOPINO, La vie quotidienne á Rome, p. 151.

16 Rerum gestarum, XXV, 4, 17.

17 MINUCIO FELIx, Octavio, 6.

18 J. BAYET, Histoire politique et psycologique de la region romaine, París 1969, p. 268.

19 De idol., 14.

20 Ver APULEYO, El asno de oro; OvIDIO, Fastos, III, verso 325.

21 J. CARCOPINO, La vie quotidienne á Rome, p. 238. Utilizamos su exposición sobre los espectáculos.

22 Para convencerse basta leer la Vida de los Césares, de SUETONIO. Ver también NOVACIANO, De spectaculis.

23 LUCIANO, De Saltatione, 45; 68; 80.

24 JUVENAL, Sátiras, I, 35; VI, 41, 63.

25 VALERIO MÁXIMO, II, 18, 8.

26 MARCIAL, Epigr., III, 86.

27 SENECA, De tranquillitate animi, II, 13.

28 La filosofía estoico-cínica, antes del cristianismo, había puesto en guardia contra los espectáculos.

29 AGUSTIN, In Ps., 147, 7; 50, 1; 19, 6.

30 A. CUASSE, Essai sur le con flit du christianisme primitif et de la civilisation, París 1920, p. 56.

31 Cita de Isaías, 53, que Tertuliano y después Orígenes toman con intención visiblemente polémica.

32 TACIANO, Orat., 30-34.

33 1 Apol., 9, 1-15.NOTAS DE LAS PAGINAS 100-106

34 Reenviamos al estudio exhaustivo de L. CERFAUX-J. TONDRIAU, Le culte des souverains, París-Tournai 1957, pp. 313-397.

35 L. CERFAUX-J. TONDRIAU, op. Cit., pp. 391, 394.

36 Mart. Poi., 9.

37 TERTULIANO, De fuga, 13. Ver G. LOPUSZANSKI, en Antiquité classique, 20, 1951, p. 6.

38 JUSTINO, 2 Apol., 2.

39 R. CAGNAT, art. Praefectus Urbi, en Dict. des Antiq., IV, p. 620.

40 PLINIO, Carta, X, 34 (43).

41 Dig., XLVII, 22, 1, 3. Ver también J. GAGE, Les classes sociales dans l'Empire romain, París 1964, p. 308.

42 El Digesto (XLVII; 22) dice: «Sed religionis causa convenire (Momsem lee equivocadamente Coire) non prohibentur dum Lamen per hoc non fiat contra senatusconsultum, quo illicita collegia arcenturu. Este texto sigue al de los collegia funeraria. Mommsen ha unificado las dos situaciones, que, sin embargo, hay que distinguir cuidadosamente. En el segundo caso aquí citado, se trata de una autorización otorgada a los tenuiores para que se puedan reunir religionis causa, base jurídica que los cristianos pudieron utilizar. (Observación comunicada por M. Saumagne).

43 L. Hollo, Les Empereurs romains et le christianisme, p. 39.

44 L. Homo, ibid.

45 TERTULIANO, Ad nationes, I, 7, 9. Sobre esta cuestión, ver por ejemplo A. PIGANIOL, EL, 38, 1960, p. 450; J. MOUREAU La persécution du christianisme dans 1'Empire romain, París 1956, pp. 50-51; J. GAUDEMET, Institutions de I 'Antiquité, París 1956, p. 689. Sobre el conjunto del problema, H. LAST, art. Christenverfolgung, RAC II, 1208-1228. Más reciente E. GRIFFE.

46 Hist. ecl., IV, 26, 5.

47 J. MOREAU, op. Cit., p. 73.

48 Ver SUETONIO, Dom. 10; DION CASIO, Hist. rom., 67, 12; EUSEBIO, Hist. ecl., III, 18, 4; 20, 5, 7; JUSTINO, 2 Apol., 44.

49 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 24.

so Mart. Pol., 8.

51 PLINIO, Carta, X, 97.

52 Ibid., X, 98.

53 El derecho permite persecuciones por iniciativa de particulares, Dig., XXIX, 5, 25, § 2; XLVII, 23.

54 Ad Scapulam, 4-5.

55 Texto en EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 9.

56 Acta Pol., 31, en La geste du sang, p. 67.

57 Acta Scil., 11-12; ibid., 61.

S8 Acta Apollonii, en La geste..., pp. 63-69. Ver E. DE FAYE, Des dif ficultés qu'éprouvait..., pp. 25-26. Ver nota 95.

59 E. DE FAYE, loc. Cit., p. 15.

60 Los documentos sobre esta cuestión fueron reunidos por A. HAR. NACK, Der Vorwurf des Atheismus in den drei ersten Yahrhunderten, TU, 28, 4.

61 Apol., 6, 13. Ver también ATENAGORAS, Supl., 3; Mart. Poi., 3, 9; EusEBIO, Hist. ecl., IV, 13.

62 En EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 26.

63 Leg., 17.

64 H. LECLERO, art. Accusations, DACL, I, pp. 265-307.

65 Confes., IV, 3, 5.

66 TERTULIANO, De idol., 20.

67 Epist. ad lacob., 10.

68 Apol., 3, 1.

69 P. DE LABRIOLLE, La réaction paienne, p. 198.

70 Ver H. SOLIN y M. ITKONEN, Graffiti del Palatino. 1 Paedagogium, Helsinki 1966, pp. 209-212.

71 Ver la terracota del duque de Luques, Antiquités, Bibl. Nac., París.

72 Ya hemos visto que esto era todavía una preocupación de Agustín en Hipona.

73 En Octavio, 31, 1-2.

74 JUSTINO, 1 Apol., 2.

75 MINUCIO FELIx, Octavio, 9; JUSTINO, Dial., 10; 1 Apol., 3 y passim; ATENAGORAS, Legat., 3; TEOFILATO, Ad Autol., II, 4. Carta de Lyon en EUSEBIO, Hist. ecl., V, 1, 14.

76 Octavio, 9, 6.

77 Reproche que hace Celso, Contra Celsum, VIII, 55. La legislación romana prohibía el celibato. Ver las leyes de Augusto en SUETONIO, Octav., 34, 40; DION CASIO, Hist., 54, 16.

78 SUETONIO, Domiciano, 15; DION CASIO, Hist., 67, 14; EUSEBIO, Hist. ecl., III, 17; TERTULIANO, Apol., 42.

79 En EusEBIO, Hist. ecl., V, 1, 7.

80 Mart. Pol., 3, 2.

81 Carmina sibyllina, III, v. 356-362; V, v. 227-250; VIII, 70-130, 139-177, 182-215.

82 Ibid., VIII, 73-75, 90-93. En H. LECLERO, art. Eglise et Etat, DACL, IV, 2256.

83 Ver en A. J. FESTUGIERE, Le monde gréco-romain, 2, pp. 91-92.

84 SUETONIO, Nerón, 16; ORIGENES, Contra Celsum, 1, 7.

85 PAULINO, Sent., V, 23, 15-17; APULEYO, Apol., por ejemplo 48.

86 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 1, 31.

87 Sobre el endurecimiento de Marco Aurelio y las razones políticas, ver por ejemplo J. BEAUJEU, La religión romaine á l'apogée de l'Empire, París 1955, p. 356 (bibliografía).

88 CAPITOL., Ant. Phil., 13; VERUS, Entrop., VIII, 12. Cfr. TERTULIANO, :Ad nationes, 1, 9.

89 Apol., 40, 12. Ver también EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 15, 26; TERTULIANO, Ad Scapulam, 3.

90 MINUCIO FÉLIx, Octavio, 8, 4.

91 Cod. Teod., IX, 17, 3; cfr. IX, 16, 5.

92 Dionisio y Fabiano, en EusEBIO, Hist. ecl., VI, 41, 1.

93 Maximino, en EusEBIO, Hist. ecl., IX, 9, 60; ORIGENES, Contra Celso, III, 15; ARNOBIO, Adv. nat., I, 4; 1, 6; CIPRIANO, ep. 75, 10 (de Firmiliano).

94 De civitate Dei, II, 3. -

95 Sobre el conjunto de esta cuestión, se encontrará un estudio y documentación en P. DE LABRIOLLE, La réaction paienne, París, 1934, que es un estudio básico, y W. NESTLE, Die Haupteinwünde des antiken Denkens gegen Christentum, en Archiv fürReligionswissenschaft, 37, 1941, pp. 51-100; E. DE FAYE, Des difficultés qu'éprouvait un intellectuel du deuxiéme siécle á devenir chrétien, París 1910.

96 Hom. Clem., 1, 10.

97 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 13, 2.

98 B. AuaÉ, La pólémique paienne á la fin du deuxiéme siécle, en Histoire des persécutions, 2, París 1878, p. 32.

99 TERTULIANO, De praescipt., 30.

100 La frase es de RENAN, Marc Auréle, p. 115

101 Adv. haer., I, 6, 13; I, 13.

102 In Hermogenem; EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 24, 1.

103 Para el agnosticismo, posición actual y bibliografía, ver, M. SIMONA. BENOIT, Le judaisme et le christianisme antique, París 1968, pp. 146-147.

104 La expresión es de L. BOUYER, La spiritualité du Nouveau Testament et des Péres, París 1960, p. 271.

105 Ver LAMARTINE, La chute d'un ange.

106 ORIGENES, Contra Celso, V, 62.

107 Excerpta ex Theodoto, 72, 76. En G. BARDY, La conversion au christianisme, p. 142.

108 TERTULIANO, De praescr. 7; Apól., 46. Cfr. E. DE FAYE, IOC. Cit., pp. 12,

109 Orat., 19.

110 LUCIANO, Eunuch., 8, 9; Cynicus, 1.

111 TACIANO, Orat., 19. Ver también PLINIO, Carta, X, 55, 66.

112 M. SPANNEUT, Le stoi•cisme des Péres de l'Eglise, p. 49.

113 Dig., XXVII, 1. 6. 8.

114 Según K. HUBIK, Die Apologien des hl. Justinus des Phil. u. M., Viena

115 Juego de palabras de JUSTINO, 2 Apol., 3.

116 Fugitiv., 12.

117 Orat., 19. Reproche que tiene explicación por parte de un cristiano, pero no por parte de un historiador de la cultura griega. Ver H. MARROU, «De la péderastie comme éducation», en Histoire de l'éducation dans lAntiquité, pp. 55-67.

118 2 Apol., 3.

119 Acta Just., 2, 2. La geste du sang., p. 37.

120 La expresión es del P. Lagrange, en su estudio sobre Marco Aurelio, en Revue biblique, 1913, p. 243. Ver también el excursus D. de A. J. FESTUGIERE, L'idéal religieux des Grecs et l'Evangile, París 1932, pp. 264-280; J. BEAUJEU, La religión romaine á l'apogée de l'Empire, pp. 331-368.

121 MELITON, en EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 26, 7; TERTULIANO, Apol., 5, 5.

122 Pensamientos, XI, 3.

123 Ibid., XII, 14.

124 Ibid., II, 1, 3; 13, 3.

125 Según J. BEAUJEU, op. Cit., p. 357. Pensamientos, XI, 3, 2.

126 Pensamientos, V, 10, 6.

127 Ver Adv. haers., V, 6, 1-2; TERTULIANO, Apol., 48, 1-6; 10-11.

128 El lector puede ver el estudio de M. CASTER, Lucien et la pensée religieuse de son temps, París 1937.

129 Peregr., 12.

130 Edición O. Glóckner, en Kleine texte, 151, 1924, trad. francesa del texto reconstituido por B. AuBE, La polémique paiénne á la fin du deuxieme siécle, pp. 277-390.

131 Sobre Celso, estudio de conjunto y bibliografía, en PH. MERLAN, RAC, II, 954-965.

132 Ver E. DE FAYE, IOC. Cit., pp. 15, 27,

133 Descripción de la biblioteca de Celso, B. AUBE, op. cit., pp. 198-243. Añadir a esto, en lo que concierne a Justino, C. ANDRESEN, Logos und Nomos, Berlín 1955, pp. 345-372 y 399.

134 ORIGENES, Contra Celso, 1, 68; III, 50; VII, 9.

135 Ibid., IV, 23.

136 Ibid., IV, 21.

137 Ibid., VI, 1.

138 Ibid., IV, 7. Ver también CICERÓN, De Haurusp. responsis, 28.

139 ORIGENES, Contra Celso, IV, 14.

140 Ibid., I, 28. Sobre el origen, ver P. DE LABRIOLLE, La réaction paiénne, p. 126.

141 ORIGENES, Contra Celso, 1, 68; II, 76.

142 Ibid., III, 1; IV, 2. Ver F. BERTRAND, Mystique de Jésus chez Origéne, París 1951.

143 Ibid., III, 68, 78; I, 9, 32, 67.

144 Ibid., III, 62-65; 70-71.

145 Ibid., III, 72, 77; F. W. NIETZSCHE, Généalogie de la Morale, Tres, disertación, n, 17.

146 Ibid., III, 49.

147 Ibid., VI, 32; 24.

148 Ver PORFtRIO, Carta a Marcelo, 25.

149 ORIGENES, Contra Celso, VIII, 55. E. RENAN, Marco Aurelio, pp. 366-367.

150 lbid., VIII, 75; 55.

151 Ibid., VIII, 70; 73. Según Harnack, Celso está sobre todo preocupa-do por el futuro del Imperio.

152 ORIGENES, Contra Celso, III, 9, 10, 12, 14; V, 62-65.

153 Ibid., V, 59.

154 !bid., III, 29.

155 Ibid., VIII, 48.

156 Ibid., V, 14.

157 Ibid., Proemium.

158 PH. MERLAN, IOC. Cit., col. 962.

159 E. BRÉHIER, Histoire de la philosophie, I, p. 489.

160 1 Apol., 59, 5; 2 Apol., 13.

161 Orat., 21-26.

162 NIETZCHE, El Anticristo, 38, 58, 59.

163 E. RENAN, Marco Aurelio, p. 613.

164 G. BOISSIER, Le christianisme est-il responsable de la ruine de l'Empire? En La fin du paganisme, 2, París, pp. 339-385.

165 A. CAUSSE, Essai sur le conflit du christianisme primitif, p. 10, que resume G. Boissier.