Cuarta Semana de Pascua

EN LA ESCUELA
DE TOMÁS

 

Domingo

La puerta cerrada de mi corazón (Jn 20,19)

«En la tarde de aquel día, el primero de la semana, y estando los discípulos con las puertas cerradas por miedo a los judíos, llegó Jesús, se puso en medio y les dijo: "iLa paz esté con vosotros!"» (Jn 20,19) . El Resucitado atraviesa las puertas cerradas. El miedo de los discípulos no le detiene a la hora de atravesar las puertas atrancadas y de desearles la paz. Es un retrato maravilloso de la Resurrección. Con demasiada frecuencia cerramos nuestras puertas a los demás. No dejamos que nadie entre en nosotros. Nos escondemos tras un escudo de miedo. La Resurrección significa que ningún cerrojo ni ningún pestillo pueden evitar que el Resucitado llegue hasta nuestro corazón y penetre en nosotros. Y ninguna comunidad cristiana que se aísle de los demás puede impedir que el Resucitado se ponga en medio y la transforme conjuntamente.

La puerta es en muchos cuentos y leyendas un símbolo importante de la existencia del propio yo humano. El propio Jesús dice de sí mismo en el evangelio que se lee el domingo del Buen Pastor: «Yo soy la puerta; el que entra por mí se salvará; entrará y saldrá y encontrará pastos» (Jn 10,9). Jesús no sólo atraviesa nuestras puertas cerradas, sino que él mismo es la puerta a través de la cual volvemos a la vida. La puerta es un símbolo de la transición de un terreno a otro; por ejemplo, de este lado a aquel, del ámbito profano al ámbito sagrado. Durante la Edad media, las puertas de las catedrales siempre se decoraban con Cristo en el trono. Se sabía que sólo a través de Cristo se puede entrar en el terreno de la verdadera vida. Si nos tomamos en serio las palabras de Jesús, nuestra vida estará sana y completa y llegaremos a nuestro verdadero yo cuando atravesemos la puerta que es él mismo. Jesús se sirvió de dos imágenes para explicar lo que significa esta vida: entramos y salimos por una puerta y encontramos pastos. La vida en nuestro interior circula de un lado a otro de la puerta. No debemos dar vueltas en el interior de nosotros mismos, introvertidos. Tampoco vivir sólo en la superficie. Debemos saber que en los sueños no encontramos la llave que nos conduce a casa. Estas palabras se dirigen a los que no tenemos ninguna entrada a nuestro corazón, a nosotros mismos, a los que solamente caminamos por el exterior, sin ningún contacto con nuestra alma. Si cruzamos la puerta que es Cristo entraremos y saldremos, tendremos relación con nuestro corazón y, al mismo tiempo, daremos forma a este mundo. Encontraremos el alimento que realmente nos nutre.

Cristo como puerta es una buena metáfora de la Resurrección. Podemos seguir atrancando nuestras puertas. Cristo, como puerta a la vida, abrirá y atravesará nuestras puertas cerradas. Cuando él llega a nosotros a través de nuestra puerta cerrada, también volvemos a estar en contacto con nosotros mismos.

iSé consciente hoy de las puertas que atraviesas! Hay puertas que están confeccionadas artísticamente. Puertas que nos conducen a la libertad. Puedes dejar el ambiente viciado de tu despacho a tu espalda. Otras puertas abren habitaciones en las que te sientes completo, habitaciones grandes y hermosas, luminosas, decoradas con mucho gusto.

Toma estas habitaciones como ejemplo de la habitación de la propia casa de tu vida. E imagínate que conduces al Resucitado a través de todas las habitaciones de tu casa, para que abra todo lo que está cerrado, para que vuelva a la vida todo lo que está desconectado y reprimido. ¿Recuerdas suerios en los que las puertas desemperien un papel importante? ¿Qué puertas debes atravesar para que tu vida continúe, para que puedas alcanzar la habitación que hasta ahora te estaba vetada? ¿Dónde está la puerta que está esperando a que tú la abras?

 

Lunes

La paz sea con vosotros (He 20,19-21)

Dos veces seguidas desea el Resucitado a los discípulos la paz (Jn 20,19.21). Esto es algo inusitado. Juan refleja en la escena de la tarde de Pascua lo que sucedía en cada celebración de la Eucaristía entre los cristianos primitivos. Entonces el obispo siempre comenzaba la Eucaristía con el saludo: «La paz sea con vosotros». Y todos los creyentes sabían entonces que el Resucitado estaba entre ellos. El Cristo resucitado les hablará entonces y les dispensará hasta el final el amor que se hace visible en la muerte y la resurrección de Jesús. Las palabras del evangelio de Juan son las palabras del Serior resucitado y ascendido. Con estas palabras Cristo habla a los discípulos sobre su ascenso al Padre. Con las mismas palabras nos habla a nosotros. Son palabras que proceden de la gloria del Padre y que llegan allá donde estemos. Son palabras de amor que se elevan sobre las fronteras de la muerte, que unen cielo y tierra.

La Eucaristía se puede entender a partir de las dos imágenes que Juan describe en esta tarde de Pascua: «Y les enseñó las manos y el costado» (Jn 20,20). El Resucitado no sólo nos habla cuando nos reunimos para partir el pan, sino que también nos muestra las heridas de sus manos y de su costado. Con sus manos atravesadas nos quiere decir que ha puesto la mano en el fuego por nosotros, que intercede por nosotros, que mantiene su mano de apoyo sobre nosotros. Lleva las heridas que taladran nuestras manos en nuestro lugar. Las manos de las heridas nos recuerdan todos los golpes que hemos recibido de otros, las manos que nos clavan las uñas, que no nos sueltan, que nos sujetan, que nos inmovilizan, que nos hieren. Nuestras manos están heridas cuando nos rechazan y nos vuelven la espalda. En cada Eucaristía debemos experimentar que Jesús toma nuestras heridas y se las inflige en sus manos. En el budismo, las manos abiertas significan que Buda no esconde ningún secreto. Así, Jesús también enseña con sus manos abiertas que lo ha mostrado todo. Él, que también nos muestra sus manos en la Eucaristía, quiere decirnos que somos sus amigos: «Yo os he llamado amigos porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre» (Jn 15,15).

En la Eucaristía, Jesús nos ofrece su costado atravesado. De su costado manan tanto sangre como agua. Para Juan esto es una metáfora del Espíritu Santo, que se extiende sobre nosotros, el amor de Cristo, que fluye por nosotros. En la Eucaristía bebemos del cáliz la sangre de Cristo, y en su sangre el amor encarnado de Dios. Tomamos su Cuerpo en nuestras manos, para que a través de su Cuerpo sanen las heridas de nuestras manos. Y bebemos del cáliz su Sangre, que mana de su costado para nosotros para que el amor con el que Cristo nos ha amado hasta el fin lo impregne y lo transforme todo en nuestro interior. Igual que los discípulos, debemos responder al misterio del amor, que se hace visible en las manos y en el costado del Resucitado: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20). En el cuerpo y la sangre de la Eucaristía podemos ver al mismísimo Señor.

La segunda imagen de la Eucaristía que Juan muestra en esta tarde de Pascua está claramente en las palabras de Jesús: «Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros» (Jn 20,21). Resucitar significa para nosotros que también seremos enviados. No basta con que nos alegremos ante la presencia del Resucitado. El Resucitado nos envía al mundo para que continuemos repitiendo su palabra y para que sigamos siendo testigos de su amor. Cristo penetrará a través de nosotros en todos los ámbitos de este mundo. A través de nosotros cruzará las puertas cerradas de la gente, que se han encerrado en sí mismos por miedo. A través de nosotros mostrará a la gente sus manos y su costado. A través de nuestras manos tocará cariñosamente a la gente, les alentará y animará. Debemos agarrarnos las manos en su nombre y actuar por el bien de los hombres. Y a través de nuestro corazón, Jesús mostrará su costado a los hombres. Su amor fluirá a través de nuestro corazón en la soledad y el aislamiento de las personas.

¿Qué agarrarás hoy con tus manos? ¿A quién quieres tocar cariñosamente, a quién alargas tu mano para reconciliarte? ¿A quién quieres mostrar tu corazón, tu amor, tu benevolencia? Presta atención a tu corazón, a si te presentas ante los hombres con un corazón cerrado y estrecho, o con un corazón abierto y amplio. Imagina que Cristo resucitado quiere dispensar su amor a los hombres a través de tu corazón.

 

Martes

Jesús nos insufla su amor (Jn 20,22-23)

«Después sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos"» (Jn 20,22-23). Jesús sopla sobre sus discípulos y de esta forma tan tierna les transmite su Espíritu. Es su Espíritu personal, con el que ha vivido, con el que ha obrado, hablado y amado. Si nos sopla su Espíritu, podemos hablar, obrar y amar como él. Es el Espíritu Santo lo que nos sopla, pero al mismo tiempo es su Espíritu personal, la forma concreta en la que se ha acercado y ha hablado a los hombres. Lo que nos transmite es su carisma personal.

Soplar a otro significa darle lo más profundo que tenemos. Jesús nos sopla su amor. En nuestro aliento ya no sólo respiramos aire, sino el Espíritu de Dios, el amor de Dios. El místico persa Dschalal ed-din ar-rumi habla del aliento del aroma del amor de Dios, que nos recorre completamente. No existe ninguna comunidad íntima entre Jesús y nosotros cuando nos sopla su amor. Con cada respiración podemos sentir vívidamente su amor. Tenemos que sumergirnos completamente en esta respiración. Entonces podemos adivinar que, con cada inspiración, nos recorre el aroma del amor de Cristo. Esto nos regala una intimidad entre Jesús y nosotros que ya no podría concebirse más entrafiable.

El término griego para respirar, emphysao, se utiliza en el Génesis para hacer referencia al acto de la creación de Dios. El aliento de Dios despierta la vida en toda la creación. Así, el soplo de Jesús tiene también algo de creador. Jesús crea, con su Espíritu, una nueva realidad en nosotros. Y esta nueva realidad es el amor que nos recorre. Para Juan este amor se plasma, ante todo, en el perdón de los pecados. Aquí no se trata del perdón que obtenemos de Dios, sino del que nos dispensamos los hombres los unos a los otros. La capacidad de perdonar a alguien que me ha hecho darlo es, para Juan, una plasmación del Espíritu Santo que el Resucitado ha soplado sobre mí. Si no puedo perdonar al otro, sigo ligado a él, mi interior está lleno de enfado, de dolor y de tristeza. Los demás definen nuestro humor. Cuando, al respirar, me recorre el amor de Cristo, puedo perdonar al otro. Ya no tiene poder sobre mí. Los pecados separan a la persona, la excluyen de la comunidad y lo separan a sí mismo. El amor indulgente une a las personas divididas dentro de sí mismas y las devuelve a la comunidad. La vida puede entonces también volver a discurrir por ellos, y el amor a circular.

iPresta atención hoy a tu respiración! Imagina que, en cada respiración, inhalas el Espíritu de Jesús; que, con cada respiración, el amor de Jesús penetra en cada poro de tu piel. ¿Cómo te sientes entonces? ¿Qué gusto tiene entonces tu vida? Si ese amor es tu realidad más profunda, no supone ningún desafío para ti perdonar, ni ninguna sobreexigencia. Liberas las ofensas de los demás porque el amor te recorre y porque la amargura ya no tiene cabida en ti. Sentirás que el indulgente amor de Dios te libera del poder de las personas que te han herido. El perdón que te facilita el amor de Cristo sana tu pasado herido. Ya no sigues viviendo de las heridas de la historia de tu vida, sino de la realidad del amor que te recorre al respirar.

 

Miércoles

Buscar la vivencia (Jn 20,24-27)

En la figura de Tomás, Juan nos describe cómo nuestra fe en la Resurrección puede crecer en medio de la duda. La figura de Tomás siempre ha fascinado a los hombres. Con frecuencia se ha visto a Tomás como el escéptico. En Tomás podemos encontrar que nuestra fe se ve desconcertada continuamente por la duda. Nos parece simpático. Realmente es nuestro gemelo, representa exactamente lo que sentimos. Pero veamos qué es lo que Juan señala sobre la conducta de Tomás. Tomás no estaba allí cuando Jesús se apareció a los discípulos ni cuando les insufló el Espíritu Santo. Cuando los discípulos le contaron todo, no le bastó. Les respondió: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20,25).

En realidad Tomás aquí no es el escéptico, sino el que busca la vivencia. No se conforma con creer lo que otros le cuentan. Él quiere ver por sí mismo, sentir por sí mismo, tocar por sí mismo. Sólo entonces estará preparado para creer. Juan nos invita a seguir la escuela de Tomás y a aprender, como él, a creer en la Resurrección. Nuestra fe necesita de la experiencia. Creer que simplemente es cierto lo que otros nos cuentan va en contra de nuestro carácter. Nuestro deseo de experimentar a Dios, de experimentar la Resurrección, es legítimo. Pero si queremos sentir en nosotros la maravilla del amor, tenemos que dejarnos llevar, como Tomás, por la diferente e inesperada respuesta de Jesús.

Tomás pone unos requisitos para creer que para nosotros rozan lo estrafalario. ¿Por qué da tanto valor a la señal de los clavos en sus manos y al costado abierto de Jesús?¿Sólo puede creer en la Resurrección si toca las heridas de Jesús? ¿Necesita una prueba para confirmar que el Resucitado es el Crucificado porque le resulta increíble que aquel que murió bajo aquel tormento vuelva a estar vivo? Probablemente esta muerte completamente inesperada y dolorosa de Jesús en la cruz lo desconcertara tanto en su fe en el Mesías, que necesitó una prueba palpable para creer en la Resurrección.

Ocho días después de la tarde de Pascua, los discípulos vuelven a estar reunidos, esta vez también con las puertas cerradas. Ocho es el número de lo infinito, de lo eterno. El octavo día es el de la Resurrección, que no conoce ningún atardecer. Pero también es el domingo, en el que los cristianos se reúnen para la Eucaristía. Y los cristianos durante el siglo I, dice el evangelio de Juan, se reúnen a menudo tras puertas cerradas. Tienen miedo de las represalias del poder del gobierno romano. Pero las puertas cerradas también son símbolo de que continúan viviendo con miedo, de que el encuentro con el Resucitado durante la tarde de Pascua aún no les ha liberado a una fe confiada. Con el saludo: «iLa paz sea con vosotros!», Jesús se coloca en medio de los discípulos, como hace cada domingo cuando los cristianos se reúnen para partir el pan y se reúnen en torno al Resucitado. Juan quiere mostrarnos en Tomás cómo nosotros, que celebramos la Eucaristía domingo tras domingo, podemos aprender a creer en la presencia del Resucitado.

Jesús le concede a Tomás lo que le ha impedido a María Magdalena: que toque sus manos y su costado. La tarde de Pascua sólo mostró a los discípulos sus manos y su costado. Sólo anima a Tomás a que meta sus dedos en las cicatrices de sus manos y a que toque con su mano la herida del costado. En la Eucaristía, Jesús no sólo está en medio de nosotros, sino que además se deja tocar. Cuando deposita su cuerpo en forma de pan en nuestras manos, metemos el dedo en su herida. Es su carne, entregada por nosotros, entregada por la vida del mundo (cf Jn 6,51). Y cuando bebemos del cáliz bebemos su sangre, que mana de la herida de su costado. Entonces sucede justo lo que Jesús concede a Tomás. Cuando devotamente metemos nuestro dedo en las heridas de sus manos y nuestra mano en la herida de su costado, tiene lugar en sus heridas el milagro de la fe. Entonces se cumple la promesa que formuló en su discurso eucarístico sobre el pan: «El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él» (Jn 6,56). Juan utiliza en el discurso del pan la palabra trogon, que significa «masticar», «morder», pero también «golosear» (dulces). Se trata de una comida apetitosa que tiene lugar con todos los sentidos. En estos bocados entro realmente en contacto con la carne del Resucitado. Justo allí toco sus heridas, en las que tiene lugar el milagro de su amor para nosotros. Las heridas son para Juan símbolo de amor por el cual Jesús se ha entregado por sus amigos. Comer el pan de la Eucaristía, el pan que viene del cielo, masticarlo con todos los sentidos, es para Juan como un beso de amor con el que celebramos con todos los sentidos el amor del amado. Y cuando bebemos el vino, la sangre que mana de su costado, podemos decir como en el Cantar de los Cantares: «Qué delicioso tu amor, más que el vino» (Cant 4,10). Pero sólo podemos percibir ese amor en el pan y el vino, en el cuerpo y la sangre de Cristo, cuando no somos escépticos, sino creyentes, cuando creemos que el Resucitado está realmente entre nosotros y cuando realmente tocamos su carne y su sangre. ¿En qué experiencia puede invocarse tu fe? ¿Cuándo han hecho las dudas que tu fe sea más profunda y te han liberado de ilusiones? ¿Qué significa para ti meter el dedo en las heridas de Jesús? ¿Cuándo has experimentado al Resucitado y cuándo lo has tocado?

 

Jueves

La confesión personal (Jn 20,28)

Tomás responde al ofrecimiento de Jesús tocando sus heridas con la confesión: «iSeñor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Es la afirmación más clara sobre la divinidad de Jesús en el evangelio de Juan. Juan representa de forma artística en el primer capítulo, en la llamada de los discípulos, cómo obtienen una compresión clarísima del misterio de Jesús. Los primeros dos discípulos se dirigen a él así: «Rabí (que significa maestro), idónde vives?» (Jn 1,38). Andrés le dice a Simón: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). Natanael, que al principio duda, como Tomás, si de Nazaret puede salir algo bueno, reconoce finalmente después de que Jesús haya leído sus pensamientos: «Rabí, tú eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel» (Jn 1,49). En el capítulo de la Resurrección, Juan vuelve a recurrir a la confesión de la historia de la llamada. También aquí escoge a alguien por separado, primero a María Magdalena en el círculo de las mujeres, y luego a Tomás en el círculo de los hombres. La comunidad como tal no puede creer. Creer es una cosa de individuos que tienen que comprender quién es Dios y quién es ese Jesús de Nazaret.

La exaltación en la confesión al final del evangelio de Juan se plasma en el «mi». Mientras los primeros discípulos llaman a Jesús rabí, María Magdalena dice: "Rabbuni. Mi Maestro». Jesús no es sólo un rabí cualquiera, uno que aventaja a los demás, sino que es su rabí. Ha demostrado con sus palabras, con sus heridas y con su muerte ser el rabí al que puede llamar «mi Maestro». En ese «mi» se refleja una profunda relación, una relación de cariñoso amor, una relación que crece a través de las experiencias, de los encuentros, de las palabras y los hechos de amor. De forma parecida retorna Tomás la confesión de Natanael: «Tú eres el hijo de Dios». Pero también añade el «mi»: «¡Señor mío y Dios mío!». No se trata de una fórmula teológica que sólo reproducen bien los dogmas de la Iglesia. Se trata de una confesión individual, que proviene de la experiencia. Y también aquí la experiencia es el amor que Tomás imprime a esta afirmación. El hecho de que Jesús acceda amablemente al enérgico requisito de Tomás de tocar sus manos y su costado es un símbolo de un amor capaz incluso de transformar a los escépticos y a los incrédulos. !Anota hoy tu propia confesión de fe! No te conformes con escribir lo que pone en el Catecismo o lo que has aprendido de otros. Intenta plasmar lo que Dios significa personalmente para ti, qué te dice Jesucristo, cómo entiendes la Resurrección. ¿Qué imágenes o nombres te vienen a la cabeza cuando piensas en Jesús? Di estos nombres en voz alta y añádeles el «mi». Escucha lo que dices con el corazón y lo que estas palabras provocan en ti: «Mi Pastor, mi Señor, mi Hermano, mi Amigo, mi Doctor, mi Roca, mi Refugio, mi Dios». Cuando lentamente dices con Tomás: «!Señor mío y Dios mío!», quizá vislumbres que en estas palabras coinciden todas las antítesis de este mundo. Coincide lejanía y cercanía, el amor y la imposición, la fe y la incredulidad, la duda y la certeza, Dios y el hombre, la experiencia y la no experiencia, el roce y la falta de roce. El Dios extraño y tu Dios, el impalpable Dios se hace palpable para ti, el intocable Dios deja que lo toques. Entonces desaparece en el amor la distancia entre Dios y tú, y eres uno en Cristo con Dios.

 

Viernes

Creer sin ver (Jn 20,29)

Juan concluye la historia de Tomás con la frase de Jesús: «Has creído porque has visto. Dichosos los que creen sin haber visto» (Jn 20,29). Algunos creen que Jesús nos dirige estas palabras a nosotros, que no podemos ver vivo al Resucitado y, sin embargo, debemos creer. Pero si Tomás es un ejemplo para nuestra fe, debemos entender las palabras de Jesús de forma distinta. Las dos cosas se corresponden siempre con nuestra fe: como Tomás, debemos ver, sentir y tocar al Resucitado, pero vemos y no vemos al mismo tiempo. Hay períodos de nuestra vida en los que no vemos ni experimentamos nada. Queremos profundizar la fe a través de la experiencia, pero no podemos ligar nuestra fe a la experiencia. No podemos forzar las experiencias. Eso corresponde al camino de nuestra fe, que con mucha frecuencia atraviesa el desierto, el vacío, la oscuridad. Entonces no vemos nada.

Jesús ensalza a los bienaventurados que creen sin haber visto. Aparentemente se trata de una forma de fe aún más elevada en la que quiere instruirnos. La fe supera a la experiencia. La fe es con mucha frecuencia también una ausencia de experiencia. Pero en esta ausencia de experiencia se sigue aferrando a pesar de todo a Dios, el Invisible y el Impalpable. Muchos creyentes conocen esta falta de experiencia. Se meten en agujeros oscuros. Ninguna luz brilla en su oscuridad. Se quejan de sus heridas y no experimentan ninguna transformación ni ninguna sanación. Sin embargo, creen que están en las manos de Dios. No se trata de que nosotros, hombres del siglo XXI, ya no podemos ver a Jesús como los discípulos de entonces. Se trata del problema básico de que hay épocas en las que no podemos ver nada de lo que la Biblia nos promete, en las que no experimentamos ninguna curación, ninguna liberación de nuestro miedo, ningún consuelo ni ningún Paráclito que nos haga ver la luz al final del túnel. Aquel que cree a pesar de esta oscuridad es digno de ser alabado. Jesús no alaba lo imposible. Evidentemente, él mismo conoce este tipo de experiencias. En su agonía en la cruz, cuando todo parecía perdido, creyó sin embargo en Dios y se aferró a El. Muchos judíos que fueron conducidos a la cámara de gas se aferraron a Dios a pesar de todo el miedo y de todas las dudas y le clamaron. Existe la gracia de que, a pesar de no ver nada de la cercanía de Dios, de no ver ninguna persona a nuestro alrededor que nos apoye ni nos dé esperanza, sin embargo creemos. Es un don de la gracia que en lo más profundo de nuestro corazón haya una fe que no se deja expulsar tan fácilmente por las contrariedades. Esta frase del evangelio de Juan es la novena bienaventuranza, con la que culminan las ocho bienaventuranzas del Sermón de la montafía. iDescubre hoy esta bienaventuranza! Puedes dejar que Tomás te introduzca en la fe en la que cree, aunque no vea. Puedes intentar creer en el buen corazón de las personas que hay a tu alrededor, aunque no veas más que la ruidosa agresividad que sale a tu encuentro. Quieres creer que estás en las buenas manos de Dios, aunque momentáneamente no lo sientas. Quieres confiar en que tu enfermedad o la convalecencia de tu vecino tienen un sentido, aunque no lo comprendas. Intenta hoy ver lo invisible en lo visible, el amor en las heridas, la salud en la enfermedad, en todo con lo que te encuentras el amor del Resucitado que se plasma en ello. Entonces, como Tomás, tocarás en todo lo que palpes cuidadosamente a aquel que quiere tocarte con su amor.

 

Sábado

La fuerza liberadora de la oración (He 12,6-17)

Lucas nos cuenta en los Hechos de los apóstoles qué aspecto tiene la fe que no ve, pero que sin embargo cree, y cómo podemos experimentar la Resurrección donde no se cuenta con nada. Herodes había ejecutado a Santiago. Cuando se dio cuenta de que los judíos estaban de acuerdo, también hizo prender a Pedro. Parecía que Pedro no tenía ninguna oportunidad. «La Iglesia oraba sin cesar por él a Dios» (He 12,5). Creía, aunque no veía nada, lo que decía sobre la salvación de Pedro. Herodes era un gobernante brutal. Con el asesinato de Santiago se había ganado la simpatía del pueblo. De ahí que quisiera continuar con esta política y enviar a Pedro a la muerte. Sin embargo la Iglesia, que creía aunque no veía, tuvo razón.

«La misma noche en que Herodes iba a hacerlo comparecer, Pedro estaba dormido entre dos soldados, atado con cadenas; los centinelas montaban la guardia en la puerta de la cárcel. De repente se presentó un ángel del Señor, y la celda quedó toda iluminada. El ángel tocó a Pedro en el costado y lo despertó diciendo: "Levántate enseguida". Y se le cayeron las cadenas de las manos» (He 12,6-7). El ángel condujo a Pedro fuera de la prisión. «Pedro salió y lo siguió, sin saber si era realidad lo que el ángel hacía, pues se figuraba que era una visión» (He 12,9). Sólo cuando el ángel lo dejó en una callejuela vuelve Pedro en sí y se dice: «Ahora sé realmente que el Señor ha enviado su ángel y me ha arrancado de la mano de Herodes y de todo lo que esperaba el pueblo judío» (He 12,11). Cuando llamó a la puerta de la casa en la que sabía que la comunidad estaba reunida, la criada reconoció su voz, pero los demás no la creyeron. Le dijeron: «Estás loca» (He 12,15). Aunque habían orado por la salvación de Pedro, no se lo creyeron cuando ocurrió. Sólo cuando Pedro les cuenta cómo el ángel del Señor lo sacó fuera de la prisión, creen.

La situación de Pedro es desesperada. Encarcelado, con dos cadenas entre dos soldados, no tenía ninguna oportunidad. Pero Dios puede hacer posible lo imposible. Con esta historia Lucas quiere alentar a los cristianos, mostrando que la Resurrección también es posible para ellos en medio de la persecución, también en el encarcelamiento sin esperanza. El evangelista también quiere animarnos a creer cuando todo parece perdido. Aunque no veamos ninguna luz en nuestra prisión, aunque las cadenas de nuestro miedo sean demasiado fuertes, aunque parezca que no tenemos ninguna oportunidad de liberarnos de nuestras ataduras e impedimentos, puede Dios enviarnos a su ángel en cualquier situación para liberarnos. No debemos abandonar la esperanza. Debemos creer en la Resurrección aunque aún no la hayamos vivido ni la hayan experimentado nuestros hermanos y hermanas. Sin embargo es posible. Dios puede enviarnos a su ángel. Y entonces se liberan las cadenas y los ángeles ya no tienen ningún poder. Ya no nos dan miedo. Podemos caminar libremente entre ellos.

El ángel del Señor también entra hoy en tu prisión. Te saca cuando te sientes encarcelado, encadenado, estancado, bloqueado, cuando estás entre soldados, cuando la voz de tu súper-yo te ha conducido a la necesidad. Apunta las palabras que el ángel le dice a Pedro: «Levántate enseguida. Cíñete y sígueme». Confía en el ángel que quiere conducirte hasta la libertad. Y ábrete a que Dios quiera enviarte como ángel a las prisiones de los demás. Libera a tu hermano o hermana y anímale a ponerse en pie y a recorrer el camino de la libertad. Las puertas se abren y el poder de Herodes se derrumba en ti. Lucas nos cuenta que Herodes se ve infestado por gusanos y muere. Si seguimos al ángel que nos libera y nos conduce a la libertad, se contrarrestan entonces las poderosas voces del súper-yo. Se sueltan. Somos libres para recorrer nuestro propio camino, el camino de la Resurrección.