Tercera Semana de Pascua

MARÍA MAGDALENA

 

Domingo

La victoria del amor sobre la muerte (Jn 20,1-2)

Juan sitúa en medio de su historia de Pascua la figura de María Magdalena. La religión cristiana siempre ha aceptado a esta mujer. San Anselmo de Canterbury le escribió una oración. Trata sobre la bienaventurada amiga de Dios. Comienza así: «Tú, elegida para ser amada y que elige amar». San Anselmo relaciona a María Magdalena, conforme a una antigua tradición, con la pecadora de Lucas 7 y con María de Betania, la hermana de Marta (Lc 10 y Jn 12). En esta oración medita sobre el misterio de que a aquel que mucho ama, mucho se le perdonará, y de que la pecadora también es merecedora de encontrarse con el Resucitado.

Marcos y Lucas dicen de María Magdalena que Jesús había expulsado a siete demonios de ella (Mc 16,9; Lc 8,2). Acompañaba a Jesús y, evidentemente, tenía una cercanía especial con él. Si reflexionamos sobre lo que significa que siete demonios salieron de ella, podemos deducir que María Magdalena era probablemente una mujer completamente rota. No tenía identidad ni estaba centrada. Si viviera hoy en día, diríamos de ella que tiene un «trastorno límite de la personalidad». Muchos terapeutas tienen miedo de hablar de trastorno límite de la personalidad. Confían poco en su curación. Jesús, evidentemente, no tenía ningún miedo a María Magdalena. Vio su desgarramiento y su inconsistencia, su abismal miedo. Pero también percibió su anhelo de amor. La libra de los siete demonios que le impiden vivir y amar realmente. Al encontrarse con Jesús, María recupera su dignidad como mujer. Se acercó a él y se centró. Y su centro era un enorme amor. María Magdalena le debe su existencia a Jesús. Al encontrarse con Jesús, es como si volviera a nacer. Experimenta que el amor ha vencido a la muerte y que todo lo que estaba entumecido en ella ha cobrado nueva vida.

Juan concibe a María Magdalena como la gran amante. Recurre en su relato sobre la Pascua a una canción de amor del Cantar de los Cantares. Su crónica sobre la Pascua es una historia de amor. El Cantar de los Cantares dice así: «En mi lecho, por la noche, busqué al amor de mi vida; lo busqué, pero no lo encontré. Me levantaré, recorreré la ciudad; por las calles y las plazas buscaré al amor de mi vida... Lo busqué, pero no lo encontré. Me encontraron los centinelas, los que hacen la ronda por la ciudad: "¿Habéis visto al amor de mi vida?". Apenas los había pasado cuando encontré al amor de mi vida. Lo abracé y no lo he de soltar» (Cant 3,1-4) . Por algo se leía el Cantar de los Cantares en la liturgia judía de la festividad de la Pascua. La Pascua es la victoria del amor sobre la muerte. Juan también lo entiende así. María Magdalena amaba a Jesús. María vuelve a la vida a través de Jesús y de su amor, ha descubierto su dignidad. San Agustín y san Anselmo de Canterbury están de acuerdo en que fue el amor de María el que la condujo por la mañana temprano, cuando aún era de noche, al sepulcro. San Agustín dice en un sermón: «Mientras que los hombres se fueron a casa, el sexo débil se mantuvo en el sitio gracias a un fuerte amor». Y san Anselmo pregunta en su oración: «¿Qué debería decir finalmente, o más bien, cómo debería decirlo? Cuando llena de amor lo buscabas en el sepulcro llorando y llorando buscabas, iqué inenarrable, qué íntimo se acercó para consolarte y de qué forma encendió aún más tu anhelo, cómo tapó lo visible y cómo mostró lo invisible y cómo te preguntó aquel a quien buscabas que a quién buscabas y por qué llorabas!» (ANSELMO DE CANTERBURY 100) .

La forma en la que María Magdalena busca al Resucitado también es una historia de amor. Se pone en camino de noche, cuando las penas del corazón son aún más oscuras, para buscar a aquel a quien amaba su alma. San Anselmo de Canterbury cree que María Magdalena lloraba «porque ya que no podía hablar más con el vivo, al menos debía llorar al muerto y quería balbucear al cadáver que tenía ante ella la enseñanza revitalizadora que había escuchado al vivo con sus palabras quebradas y su vida cansada: y acaso ahora piensa que se había perdido el cuerpo que se alegraba de tener ante ella» (ANSELMO DE CANTERBURY 101).

¿Cuál es tu deseo más profundo? ¿Hacia dónde te impulsa tu amor? ¿A quién busca tu alma? Si confías en tu deseo y sigues a tu amor hasta el final, te encontrarás —dice Juan en su evangelio— con el Resucitado, como María Magdalena. Como María Magdalena debes ponerte en marcha en medio de la oscuridad para encontrarte con aquel a quien tu alma ama.

 

Lunes

Un corazón que ama cree (Jn 20,3-10)

Juan nos cuenta que María va en busca de Pedro y del discípulo preferido de Jesús en cuanto ve que han quitado la piedra del sepulcro. Y les dice las palabras que Juan emplea tres veces: «Se han llevado del sepulcro al Serior y no sabemos dónde lo han puesto» Un 20,2). No se trata de fe en la Resurrección, sino simplemente de desconsuelo por no haber encontrado el cadáver. Aparentemente necesitaba el cadáver de Jesús para manifestarle su amor y para poder llorar junto a él. Para san Agustín, el motivo principal de su dolor es «que no sabía dónde debía ir para encontrar consuelo para su dolor» (26).

Ahí comienza una auténtica carrera pascual. Simón y Juan, el discípulo más amado, corren hasta el sepulcro. Juan es más rápido que Pedro y llega el primero, pero deja que sea el mayor el que entre primero. Pedro entra en el sepulcro, narra Juan, y simplemente narra lo que ve: «Vio los lienzos por el suelo; el sudario con que le habían envuelto la cabeza no estaba en el suelo con los lienzos, sino doblado en un lugar aparte» Un 20,6-7). Pedro lo ve, pero no lo entiende. No puede imaginarse por qué está vacío el sepulcro. Sólo puede constatar que María Magdalena les ha contado la verdad, pero no reconoce el significado de los hechos. En el evangelio de Juan, Pedro representa a las personas que se dejan guiar por la mente y por la voluntad. El que quiera juzgarlo todo solamente con la cabeza no comprenderá el misterio de la Resurrección.

El otro discípulo, el discípulo preferido, a quien la tradición identifica con Juan, entra en la tumba tras Pedro. «Vio y creyó» (Jn 20,8). Juan ve con el corazón, un corazón que ama, comprende y cree. El evangelio no nos dice qué es lo que Juan creía exactamente. Pero la siguiente frase muestra que evidentemente se tiene que haber rendido al misterio de la Resurrección: «Pues no había entendido aún la Escritura según la cual Jesús tenía que resucitar de entre los muertos» (Jn 20,9). No se puede creer en la Resurrección simplemente con la razón. Para eso se necesita un corazón como el de Juan, que ama y que se sabe amado. Por eso el discípulo preferido no sólo es el discípulo que ama a Jesús, sino que también es, como siempre dice el evangelio, «el discípulo al que Jesús amaba». El que sabe que Jesús lo ama hasta el fondo de su corazón puede creer en la Resurrección. Cree que el amor es más fuerte que la muerte, que el amor permanece en la muerte y que también rige después de la muerte. Ni Pedro ni Juan se encuentran con el Resucitado. Sólo se concede a María Magdalena el privilegio de encontrarse con él. Sólo la mujer que lo ha amado con tanta pasión, la que le ha regalado su amor, puede ver y hablar con el Resucitado. María Magdalena no sólo es la pecadora, sino la gran amante. El beato Santiago de la Vorágine interpretó así la afirmación del evangelio de Lucas de que se le perdonan tantos pecados porque ha amado mucho: «Esta es la María Magdalena que concedía tantos privilegios al Señor y que tantas muestras de su amor le había dado. Él expulsó a siete malos espíritus de ella y encendió su amor por completo, la convirtió en su amiga especial... Siempre la perdonó con gran amor: enfrentándose a los fariseos que la llamaron impura; a su hermana, que le reprochaba su holgazanería; a Judas, que la llamó derrochadora. Si la veía llorar, él lloraba también. Por amor a ella resucitó a su hermano, que llevaba cuatro días en el sepulcro» (VoRÄGINE 472). De pocas santas se han creado tantas leyendas como de María Magdalena. Evidentemente, en su figura las personas han captado de la mejor forma el misterio de la Resurrección. Ella amó mucho y Jesús también la amó de una forma especial. Este amor tras la muerte se le recompensó en su encuentro con el Resucitado. Y ella misma, tras su encuentro con el Resucitado, se convirtió en una fuente de amor. La leyenda posterior dice que María se trasladó con su hermano Lázaro al sur de Francia y allí predicó a las personas que, fascinadas por su belleza, se convirtieron a Cristo. Entonces vivió, solitaria, durante treinta años y los ángeles la elevaban al cielo en cada tiempo de oración para formar parte de la liturgia celestial. Durante una festividad de Pascua se dirigió por la mañana temprano a la iglesia, guiada por ángeles. Allí recibió la santa Comunión. Su rostro resplandeció como el sol. Cuando murió, tras recibir la santa Comunión, «se propagó un aroma tan dulce a través de toda la iglesia que pudo olerse durante siete días más por todos aquellos que entraban en la iglesia» (VORÁGINE 479). Así culminó en su muerte el misterio de la Resurrección de Jesús.

¿Hay una parte de ti que es como Pedro? ¿Encuentras también a Juan y a María Magdalena en ti? ¿Cuándo lo ves todo sólo con la razón? ¿Cuándo miras a las personas con tu corazón? ¿Y cuándo amas con tanta pasión como María Magdalena? ¿O tienes prohibido tu amor pasional porque no se corresponde con tu educación cristiana? Confía en tu amor y deja que María Magdalena te guíe para dejarte dirigir por ella hacia el misterio de la Resurrección, que triunfa sobre la muerte.

 

Martes

Llamada por su nombre (Jn 20,11-16)

Juan plasma magistralmente cómo la tristeza de María Magdalena se transforma en dicha. Mientras Pedro y Juan regresan a casa, María permanece en el sepulcro. Llorando, quiere quedarse cerca del lugar en el que su amado estaba enterrado. «Sin dejar de llorar, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles con vestiduras blancas, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". Contestó: "Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto"» (Jn 20,11-13). En medio de su pena entra en el sepulcro. Pero es tan presa de su tristeza que ni siquiera los dos ángeles vestidos de blanco pueden liberarla de ella. Los ángeles le preguntan cariñosamente sobre el motivo de su tristeza, pero ella sólo repite lo mismo que ya le ha dicho a los discípulos: «Se han llevado a mi Señor». Habla de su Señor, como si le perteneciera. Al menos el cadáver, pensaba ella, debía pertenecerle, ya que no podía ser suyo vivo. Lloraba porque ya ni siquiera le quedaba el cadáver de Jesús como recuerdo de su amado. Como la tristeza no la abandonaba, la condujo hasta su amado Señor. Tras lamentarse de su pena ante los ángeles se vuelve, de espaldas, tal y como describe detalladamente el texto griego. El encuentro con los ángeles la ha trastornado, la ha cambiado. Ha experimentado un giro en sí misma. Se transforma. Y al permitir la transformación y el giro en ella misma, ve al Resucitado allí de pie, pero no lo reconoce. Jesús le pregunta con el mismo cariño que los ángeles: «Mujer, ¿por qué lloras?» (Jn 20,15). Y de nuevo cuenta al presunto hortelano su pena. Quiere ver el cadáver de Jesús, tocarlo, llorarlo. Pero ni siquiera eso se le permite: «Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto, y yo iré a recogerlo» (Jn 20,15). Está tan obsesionada con el cadáver de Jesús que no se da cuenta de que está allí, vivo. Sólo cuando Jesús la llama por su nombre lo reconoce y le responde con familiaridad: «Rabbuni» . Lo llama «mi Maestro». Y Jesús la llama por su propio nombre, estableciendo una nueva relación. Jesús ya no es solamente el Maestro de todos, sino que también es su Maestro, al que se sabe unida por su amor. En estas dos palabras, «María-Maestro», tiene lugar el misterio de la Resurrección. Ahí es cuando se transforma su pena, cuando abre los ojos y reconoce a aquel que se ha llevado todo su amor y por el que se sabe totalmente amada y comprendida. Evidentemente, Jesús le ha hablado en lo más profundo de su corazón. Sus palabras de amor le han llegado y han hecho que le resulte más fácil creer que el amor es más fuerte que la muerte, que su amado, a quien le debe la vida, tampoco puede ser superado por la muerte.

San Anselmo de Canterbury plasmó este encuentro de Jesús con María Magdalena con agitadas palabras en una oración: «Sin embargo, el buen amor ya no puede soportar más que se la derrote a sí misma y a cada suspiro. La dulzura del amante estalla para que no lo haga la amargura de la doliente. El Señor llama a la Magdalena de forma familiar y la Magdalena reconoce la acostumbrada voz del Señor. Creo, no, estoy seguro de que experimenta el encanto de antes cuando la llama: María. iOh, voz de la dicha, qué halagadora, qué agradable es disfrutarla! Nadie podría haberlo plasmado de una forma tan rápida y tan breve: sé quién eres y sé qué es lo que quieres; mira, soy yo. No llores, mira. iSoy el que buscas! Y entonces las lágrimas ya son otras. Ya no se secan igual: lo que es más, lo que antes atormentaba al afligido corazón ahora circula por el dichoso corazón con júbilo» (ANSELMO DE CANTERBURY 102). La reflexión sobre el encuentro del Resucitado con María Magdalena enciende en san Anselmo el amor a Cristo. Y con su plegaria quiere despertar en muchas personas el amor al Resucitado. No conoce una meditación mejor que la reflexión sobre el encuentro de Pascua para ponernos en contacto con el amor, que es más fuerte que la muerte.

Medita hoy sobre esta magnífica escena y déjate guiar por el misterio del amor. Imagínate que Jesús, que al morir en la cruz te ha amado hasta el fin, se dirige a ti con este inconcebible amor, que te llama por tu nombre, que se dirige a ti personalmente. Eres importante para él. Él te quiere hasta el fin, sin reservas, sin condiciones. Tu nombre está trazado en su mano. Quizá esta meditación sobre este encuentro pascual pueda disipar tus dudas más profundas y tu valor. Si, como María Magdalena, te sabes completamente amado, ya no necesitas aspirar a ser aceptado sobre todas las cosas. Experimentar el amor incondicional de Jesús, que también perdura más allá de la muerte, puede proporcionarte una profunda paz interior. Con su amor se cumple tu deseo de paz.

 

Miércoles

iNo me toques! (Jn 20,17)

Evidentemente, María se dirige hacia Jesús llena de amor y lo toca cariñosamente, con la intención de abrazarlo. Los artistas lo representan de forma distinta. A veces María Magdalena está arrodillada ante Jesús y abraza sus pies. Otras veces toca su costado. Quiere abrazarlo. Por encima de todo quiere tener con él la misma relación que tenía antes de la muerte de Jesús. Quiere sentir al amado Maestro y sentir su cercanía. Su amada cercanía le ha devuelto la salud. Ahora también pudo transformar su tristeza en una continua alegría y consolarse para siempre. Sin embargo, Jesús le responde: «iNo me toques!» (Jn 20,17). Resucitar no significa que Jesús simplemente regresa al estado en el que estaba antes de morir. Se encuentra de camino hacia el Padre. No se deja tocar. El amor del Resucitado ya no recae en el contacto y los abrazos, sino en la pronunciación del nombre, en el profundo encuentro entre aquel que ha atravesado el terror de la muerte y aquella que le debe su existencia. El amor de Jesús hacia María Magdalena no se ha terminado con la muerte. La muerte no pudo arrebatarle nada. La muerte de Jesús ha enseñado a María Magdalena a soltar lo que se ama. Él ha transformado su amor y lo ha liberado de todo deseo de aferrarse. Juan entiende la liberación del hombre a través de Jesucristo como capacidad de amar. La miseria del hombre consiste para Juan en que está alienado. De ahí que sea incapaz de amar. El que no está en contacto consigo mismo tampoco puede comunicar al resto su amor. Exige el amor de los demás. Utiliza el amor de los demás para sentir el suyo propio. Succiona el amor de los demás, pero el amor no circula entre ellos. La persona alienada tampoco puede sentir el amor de Dios que fluye a través de él. Y por eso tampoco puede sentir ningún amor hacia Dios. El caudal de amor se ha agotado. Para Juan, la muerte de Jesús en la cruz en un símbolo del amor con el que Jesús nos ha amado hasta el final. La cruz es la consagración del misterio del amor divino. El amor de Jesús hacia nosotros culmina con la Resurrección. Al morir, Jesús hace visible la entrega del amor; al resucitar manifiesta su victoria. Por eso describe Juan el encuentro de Jesús con María Magdalena como una historia de amor. La expresión: «iNo me toques!» concuerda con el canto de amor de la esposa que finalmente ha encontrado a aquel a quien su alma ama: «Lo abracé y no lo he de soltar hasta que no lo haga entrar en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me engendró. Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas y las ciervas del campo, no despertéis ni turbéis a mi amor hasta cuando ella quiera» (Cant 3,4-5).

El amor que nos dispensa el Resucitado y que quiere instruirnos a través de su Resurrección se diferencia del amor erótico entre el esposo y la esposa. Ni se aferra ni deja que se aferren. El amor erótico abraza y sujeta al amado. El amor del Resucitado libera y suelta. Fluye en lo más profundo de nuestro corazón cuando Cristo menciona nuestro nombre cariñosamente, cuando nos mira y cuando nos muestra su rostro. Pero no podemos guardarnos ese amor para nosotros. Es un amor para todo aquel que esté relacionado con la resurrección de Cristo. Eso es lo que debe aprender María Magdalena. Y, tal y como Juan nos muestra, lo ha aprendido. Las leyendas han llevado la interpretación de Juan más lejos, describiendo a María Magdalena como la gran amante que reflexionó mucho sobre el amor de Dios, cuyo rostro aún sigue siendo amor. Quien se encuentra con ella queda fascinado por su amor. La reflexión sobre la Resurrección nos inicia también en el misterio del amor divino, que es completamente erótico, tal y como nos muestra María, pero que también ha atravesado la transformación de la muerte y ni nos aferra ni nos ata a un determinado sentimiento. A ese amor que se hace visible en la Resurrección se ajustan las palabras del Cantar de los Cantares: «Porque es fuerte el amor como la muerte; inflexibles, como el infierno, son los celos. Flechas de fuego son sus flechas, llamas divinas son sus llamas. Aguas inmensas no podrían apagar el amor, ni los ríos ahogarlo. Quien ofreciera toda la hacienda de su casa a cambio del amor sería despreciado» (Cant 8,6-7).

¿Córno tratas tu deseo de amar y de ser amado? ¿Dudas del amor que experimentas por parte de tu amigo o amiga, de tus padres, de tu pareja? No trates de disipar tus dudas. Estas deben existir. Quieren conducirte, a través del amor que nos manifiestan las personas, al amor del Resucitado que fluye a través de ti. Sólo puedes disfrutar del amor de los hombres si te dejas aconsejar por el infinito y absoluto amor de Jesús, que ha vencido a la muerte. Celebrar la Resurrección significa creer en el amor que la muerte no es capaz de disipar, sentirte amado por el eterno amor de Dios.

 

Jueves

Acogidos en el amor de Dios (Jn 20,17)

El motivo por el que María Magdalena no debe tocar a Jesús es porque aún no ha ido al Padre. Juan entiende la Resurrección como una Ascensión al Padre. La Encarnación era un descenso hacia nosotros, los hombres. En la cruz Jesús es exaltado y ensalzado por el Padre. Al resucitar sube al Padre. Desde el Padre se mostrará como el Crucificado, el Resucitado y el Ascendido. La cuestión es dilucidar lo que el concepto de Resurrección de Juan quiere decirnos. ¿Se trata sólo de una construcción teológica, o podemos vivir de eso?

Durante la Pascua se cogen muchas veces los evangelios para los días laborables de los discursos de despedida (Jn 14-17). En ellos Jesús siempre dice que ha de ir al Padre para prepararnos el hogar. «Me voy, pero volveré a estar con vosotros. Si me amáis, os alegraréis de que me vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes que suceda, para que cuando suceda creáis» (Jn 14,28-29). Al resucitar, Jesús va al Padre. Eso debería ser motivo de dicha para un discípulo.

Aquel con el que han vivido, al que han tocado y palpado, está ahora en la gloria del Padre. En él tenemos un intercesor ante el Padre. Gracias a él, una parte de nosotros ya está ante Dios. Con Jesucristo ya hemos ascendido al cielo. Y con él nos sumergimos en el amor entre Padre e Hijo. Uno de los continuos temas del discurso de despedida es que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre y que tomaremos parte en este amor. En la oración sacerdotal, Jesús pide que el amor con el que el Padre lo ha amado también esté en nosotros y que el propio Cristo esté en nosotros (Jn 17,26).

La Resurrección significa para Juan que se nos acoge en la gloria del Padre, que ascendemos al cielo a través de Cristo y que se nos incluye en el amor entre Padre e Hijo. La Resurrección no es tampoco una simple afirmación sobre Jesucristo, sino también sobre nosotros, los cristianos. La Resurrección nos posibilita otra forma de vida, una nueva manera de vivir. La verdadera vida, la que se gana su nombre, es la que es posible en primera instancia a través del evangelio de Juan, allá donde la vida divina fluye a través de las personas. La vida divina también es siempre para Juan amor divino. Como el amor divino fluye a través de nosotros, somos capaces de amar a los demás. Y sólo el amor hace que la vida sea digna de vivir.

Analiza el amor que sientes por las personas. iCómo sientes ese amor? /Qué produce en ti? Imagina que el amor que fluye a través de ti no se reduce a esta o a aquella persona, sino que, a través de tu amor, el amor de Dios fluye en ti, que tu amor te conduce a Dios y que te acoge en el amor eterno entre Padre e Hijo. Quizá vislumbres lo que Juan quiere decir cuando escribe: «Dios es amor; y el que está en el amor está en Dios, y Dios en él» (lJn 4,16). El amor es el lugar en el que experimentamos a Dios y en el que vivimos de una forma distinta. En él sentimos el misterio de nuestra vida. A través de él nuestra vida se vuelve digna de vivir. En él se nos acoge en el amor de Dios, se nos admite en su corazón.

Viernes

He visto al Señor (Jn 20,18)

Jesús le da a María Magdalena un encargo para los discípulos: «Anda y di a mis hermanos que me voy con mi Padre y vuestro Padre, con mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,18). Debe anunciar a los discípulos el misterio de la Resurrección, tal y como Juan lo entiende. Una mujer se convierte en pregonera de la noticia de la Resurrección. Es una valiente afirmación la del evangelio de Juan. Y causó un gran impacto en la Iglesia primitiva. Por esa razón, san Agustín llama a María Magdalena apostola apostolorum, la apóstol de los apóstoles. Que una mujer se convierta en predicadora es un atrevimiento para el círculo masculino de los apóstoles. Pero que precisamente fuera la pecadora, y la mujer de la que Jesús expulsó siete demonios, constituye una provocación aún mayor para la Iglesia masculina. La Iglesia primitiva vio en María Magdalena un ejemplo para las muchas mujeres que desempeñaban un papel importante en la propagación de la fe. Y ella comprendió en sí misma el misterio del mensaje de Jesús, que Jesús llamó a la pecadora para que le siguiera y para que diera testimonio de él ante todo el mundo.

María Magdalena no sólo anuncia a los apóstoles lo que Jesús le ha encargado. Ariade su propio testimonio: «He visto al Señor» (Jn 20,18). No sólo ha escuchado las palabras del Resucitado, sino que también lo ha visto y lo ha experimentado. Se ha encontrado con él. Al encontrarse con Jesús, se ha abierto al misterio de su vida. Continúa diciendo lo que ella ha vivido. Se basa en su experiencia subjetiva y no en frases objetivas. Para eso nos ofrece un ejemplo claro de cómo debemos hablar también nosotros de la Resurrección. No basta con repetir lo que otros dicen sobre la Resurrección. Debemos basarnos en nosotros y en nuestras propias experiencias. La Teología no es una construcción abstracta de ideas, sino una interpretación de las experiencias subjetivas que cada uno de nosotros tiene con Dios y consigo mismo. Si observamos nuestra vida también podemos atestiguar que hemos visto al Serior. Vemos al Señor en los pobres y en los enfermos, en los necesitados y en los forasteros. Vemos al Resucitado en las personas que nos hablan en lo más profundo de nuestro corazón y nos emocionan. Vemos al Resucitado en las experiencias de nuestra vida, en las casualidades aparentes en las que lo roto vuelve a unirse, en las que lo increíble se hace realidad. Vemos al Resucitado allí donde brilla la gloria de Dios, en la Liturgia, en la belleza de la naturaleza, en la música que hace que suene lo inaudito y en la pintura que hace visible lo invisible. Encontramos al Resucitado allá donde en una persona brille la luz de Dios, cuando en una flor resplandezca el misterio de Dios. No podemos ser otra cosa sino testigos de la Resurrección, como María Magdalena. Debemos hablar de nosotros mismos, de nuestra experiencia de la Resurrección. Si reflexionamos sobre la historia de María Magdalena, también podemos encontrar en nuestra vida suficientes experiencias en las que podamos decir: «He visto al Señor».

Reflexiona hoy sobre esta frase: «He visto al Señor». Verás a las personas con nuevos ojos. Verás los hechos de este día bajo otra perspectiva. Y quizá experimentes que tu día a día no sólo está marcado por la obligación y el trabajo, por el esfuerzo y la exigencia. En medio de la rutina también puede experimentarse la Resurrección, el resurgimiento de algo nuevo, la entrada de Dios en tu mundo. Si Dios irrumpe en tu vida, tu día a día será íntegro y brillante en medio de las turbulencias, y se producirá la Resurrección en medio de la muerte.

 

Sábado

Enviados a los hombres (He 8,26-40)

El jueves de la tercera semana de Pascua se nos lee la historia del bautizo del etíope. Vuelve a ser un relato característico de Lucas sobre la Resurrección. En él, el Evangelista nos muestra que el acontecimiento de la Resurrección se puede producir en un encuentro concreto entre dos personas de la más distinta procedencia. Aparece un ángel del Señor. En los Hechos de los apóstoles hay muchos ángeles de la Resurrección que atestiguan a los hombres que Cristo vive y que es el verdadero Mesías. «El ángel del Señor dijo a Felipe: "Ponte en marcha hacia el sur, por el camino que va de Jerusalén a Gaza a través del desierto"» (He 8,26). Felipe se pone en camino y se dirige hasta ese mismo lugar, sin saber lo que le espera. Allí el ángel del Señor le manda que siga al carro en el que un funcionario de la corte, de procedencia etíope, regresaba a casa. «Felipe corrió, oyó que leía al profeta Isaías y dijo: "¿Entiendes lo que estás leyendo?". Él respondió: "¿Cómo lo voy a entender si alguien no me lo explica?"» (He 8,3031). Felipe se sube al carro y le comenta el pasaje en el que el profeta Isaías habla del siervo de Dios, que como un cordero es llevado al matadero.

Partiendo de este pasaje, Felipe le anunció el Evangelio de Jesús. Este fascinó tanto al eunuco, que mandó detener el carro en el siguiente lugar donde había agua y pidió que le bautizara. Apenas el eunuco es bautizado, el Espíritu del Señor aparta a Felipe, de forma que el funcionario ya no puede verlo más.

Lucas describe este acontecimiento de forma parecida a la escena de los discípulos de Emaús. Pero ahora no es el propio Resucitado el que se aparece ante los desconsolados discípulos, sino que Felipe parte como mensajero de la Resurrección al encuentro del extranjero que había peregrinado a Jerusalén. Evidentemente, el eunuco buscaba a Dios. Pero aún no había encontrado al auténtico Dios. Estaba absorto, como los discípulos de Emaús. No tenía a nadie con quien poder hablar. Leía en voz alta las escrituras del profeta Isaías. Pero cuando el ángel pone a Felipe a su lado, abre los ojos, y con el bautismo recibe una nueva vida. La Resurrección tiene lugar siempre que el ángel del Señor nos envía a una persona para que le abramos los ojos. El camino de la conversión necesita, para comenzar, de nuestra compañía. Felipe debía seguir al eunuco y debía abrir los oídos a lo que le impulsaba y a lo que leía. Entonces puede preguntar si también comprende lo que ha leído. En nuestro caso, la pregunta quizá pueda formularse así: «¿Entiendes lo que te sucede? ¿Puedes explicarte por qué acabas de escoger ese camino, por qué nos encontramos ahora? ¿Entiendes qué es lo que te conmueve de ese libro y qué es lo que te fascina de esa música?». Si con nuestras preguntas encontramos a los demás, puede ponerse en marcha un proceso que puede culminar con la Resurrección y que puede ser celebrado.

¿A quién te envía hoy el ángel de la Resurrección? ¿A quién debes acompañar en su camino? ¿Cuándo debes abrir tus oídos a lo que alguien cerca de ti quiere decirte? ¿Cuándo debes pedir a alguien que te cuente sus experiencias, sus suerios, o que te hable sobre un libro que acaba de leer? En los cuentos siempre es importante formular la pregunta correcta. ¿Qué pregunta quieres formular a la persona que vive y camina junto a ti? ¿Qué pregunta podría ser clave para que él se abriera al misterio de su vida y para que se dirigiera al misterio de la Resurrección?