Primera Semana de Pascua

LA CELEBRACIÓN

DE LA RESURRECCIÓN

 

Domingo

Las mujeres en el sepulcro (Mt 28,1)

En todos los evangelios de Pascua se menciona a las mujeres que van al sepulcro y se encuentran con el Resucitado. Esto seguramente supuso un desafío para los hombres de la Iglesia. El escepticismo de los hombres a propósito de las noticias de las mujeres se muestra en la observación de Lucas: «Aquellas palabras les parecieron un delirio, y no las creían» (Lc 24,11). Los hombres quieren ver y experimentarlo todo. Sin embargo, no pueden ver lo invisible. Las mujeres tienen un sentido especial para el nacimiento y la muerte. Ellas permanecieron junto a la cruz mientras los hombres huyeron. Las mujeres fueron también testigos del nuevo nacimiento, de la nueva vida que se alzó desde la tumba.

En el evangelio de san Mateo, las mujeres fueron al amanecer del Sabbat y al atardecer al sepulcro «a ver» (Mt 28,1). La palabra griega theorein significa «ver», «meditar», «reflexionar», «contemplar». Las mujeres querían contemplar el sepulcro, y quedaron mudas ante una visión que conmovió sus corazones. Seguramente querían montar guardia en el sepulcro. También querían estar junto a Jesús en la muerte, permanecer junto a él y meditar sobre el misterio de su vida. Tuvieron el valor de superar a la noche y guardar el luto en el sepulcro. Y justo por eso experimentaron la Resurrección y el encontrarse con el Resucitado. Las mujeres tienen menos miedo a visitar a los moribundos o a ir al cementerio para estar junto a las tumbas de los parientes. Para ellas la muerte forma parte de la vida tanto como el nacimiento. Los hombres prefieren evitar temas como la enfermedad y la muerte. Les tienen miedo. No saben qué deben decir a los moribundos y les resulta difícil asistir a los dolientes. Y tampoco son capaces de experimentar la transformación de la muerte. Las mujeres confían en la vida por encima de la muerte. Por eso se acercan espontáneamente al Resucitado cuando este sale a su encuentro en el camino hacia la ciudad. Ellas «se acercaron, se agarraron a sus pies y lo adoraron» (Mt 28,9). Se arrodillaron ante el misterio de la vida, que es más fuerte que la muerte. Se abrazaron cariñosamente a sus pies. Como no temían acercarse al sepulcro, fueron capaces también de tocar al Resucitado y así sintieron en él la vida que había vencido a la muerte. Tanto en Marcos como en Lucas las mujeres acuden al sepulcro por la mañana, para ungir el cuerpo de Jesús con aceites perfumados. Quieren dedicarle su último acto de amor. Ellas mismas habían preparado los ungüentos perfumados con distintas especias. Su amor por Jesús no terminó con su muerte. También envolvieron al cadáver de Jesús. A primera vista esto parece absurdo, pero es posible que, debido al cálido clima, el cuerpo pudiera haber comenzado ya a descomponerse. Sin embargo, el amor siempre cree en los milagros. El amor es más fuerte que la muerte. Las mujeres lo experimentan en sus propias carnes. No se encuentran con el cadáver de Jesús, sino con el Resucitado: Jesús está vivo. Su amor no cae así en saco roto, sino que es el amor del que vive para siempre y siempre ama.

Hoy en día, la Iglesia presta gran atención al mensaje de las mujeres. Las mujeres tienen un sano sentido para aquello que puede despertar vida en nosotros. Así, los evangelios de Pascua son una invitación para que prestemos hoy especial atención a lo que las mujeres quieren decirnos, tanto en la familia y en el trabajo como en las relaciones personales. ¿Escuchas de ellas algo nuevo o insólito? ¿Dónde percibes en ellas la marca del Resucitado? Cada uno de nosotros tiene su «lado anima». Las mujeres que se encuentran con el Resucitado en el sepulcro quieren animarnos a confiar en nuestra propia anima. El anima representa el alma, los pensamientos internos de nuestro corazón. En los débiles latidos de nuestro corazón experimentamos la Resurrección. Allí entramos a menudo en contacto con el Resucitado, para que tengamos el valor de resucitar, de acercarnos a las personas, de expresar las palabras que tenemos en nuestros labios, de hacer frente a los problemas que nos agobian. Por lo tanto, escucha hoy conscientemente las suaves voces de tu corazón. Ellas saben que la Resurrección también puede hacerse realidad para ti hoy. Confía en que la vida vencerá a la muerte y en que el amor es más fuerte que la muerte.

Lunes

El ángel de la Resurrección (Mt 28,2-3)

Todos los evangelios narran que a las mujeres se les aparece un ángel en el sepulcro. El ángel les aclara la razón por la que la tumba está vacía, ya que al principio no lo comprenden. Y también les llama la atención sobre el Resucitado. Les explica las palabras que Jesús les dijo en vida. Y es bajo la luz del ángel que las mujeres comprenden las palabras de Jesús. En los Hechos de los apóstoles, Lucas nos habla siempre de la actuación del ángel cuando la Resurrección se hace realidad para los apóstoles. De este modo, no podemos hablar de la Resurrección sin hablar también del ángel de la Resurrección. Allí donde tiene lugar una resurrección, está el ángel. Nos explica los hechos sorprendentes o incomprensibles de nuestra vida como parte del misterio de la Resurrección.

En Mateo parece que es el ángel quien ha obrado la Resurrección. Por eso, cuando las mujeres se acercan al sepulcro, aún a oscuras, bajó un ángel del Señor del cielo, «se acercó, hizo rodar la losa del sepulcro y se sentó en ella. Su aspecto era como un rayo, y su vestido blanco como la nieve» (Mt 28,2-3). Cuando un ángel irrumpe en nuestra vida se produce la resurrección para nosotros, se abre nuestro sepulcro y rueda la losa que nos bloquea. Dios obra en nuestro mundo a través del ángel. Dios ilumina nuestra oscuridad a través del ángel. Los ángeles, dice la Teología, son criaturas reales. A través de ellos, el infinito e impalpable Dios se hace tangible. Así, un ángel puede ser una experiencia iluminadora en nuestra oscuridad. Destella en nosotros. Ya no estamos en la niebla. De repente se hace la luz. Ya no nos sentimos manchados por la basura de la rutina, que nos ocupa continuamente. También nuestras ropas se vuelven blancas como la nieve. Nuestro interior se vuelve claro, puro y limpio. El ángel puede ser una persona que no habla o que nos mira. En su mirada podemos ver una luz que también nos ilumina a nosotros. Así nos ilumina algo que nos llena de luz y que nos acerca a nuestra propia alma. Siempre que vemos luz en los ojos de una persona, resucitamos.

En Marcos, la losa ya está movida cuando las mujeres llegan al sepulcro. Entran en el sepulcro y, al ver «a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca, se asustaron» (Mc 16,5). En Lucas se encuentran a dos hombres con ropas deslumbrantes que hablan a las asustadas mujeres. En ambos evangelistas, las mujeres reaccionan asustándose. «Los ángeles asustan», dice Rainer Maria Rilke. A través del ángel irrumpe en nosotros otra realidad, la realidad de Dios. Y no sólo es fascinante, sino que también asusta. Puede hacernos estremecer. El ángel no es nada inofensivo ni inocuo. La Resurrección es algo poderoso. Se abre el sepulcro, lo rígido y lo aterido se pone en movimiento. «Asustarse» quiere decir aquí en realidad «saltar de golpe». El que se asusta ante el ángel del Señor debe saltar de golpe, no puede quedarse sencillamente tal como estaba, no puede permanecer en el rol de espectador. Tiene que encontrarse en su corazón y tiene que saltar para entregarse a la poderosa realidad del ángel.

En el evangelio de Juan hay dos ángeles sentados en el sepulcro. Pedro y Juan pasan por alto a los dos ángeles vestidos de blanco. Pero María Magdalena los reconoce nada más entrar. El ángel le habla con cariño: «Mujer, ¿por qué lloras?» (Jn 20,12). Aquí los ángeles no producen ningún miedo. Ellos mismos le dirigen la palabra a la triste mujer. En su pregunta se puede advertir que comprenden sus lágrimas. Ambos ángeles provocan una reacción con sus preguntas. María Magdalena se conmueve y se encuentra con el Resucitado. Cuando las palabras de una persona nos conmueven es cuando realmente se produce la Resurrección. Cuando las palabras de alguien nos llegan tanto como para conseguir que reaccionemos, el misterio de la Resurrección irrumpe en nuestra vida. No siempre tiene por qué ser una persona quien nos hable. El ángel de la Resurrección puede hablarnos también a través de la palabra de Dios. Cuando las palabras de la Biblia llegan a nuestro corazón hasta el punto de conseguir que reaccionemos, es cuando salimos de nuestro estupor, cuando experimentamos nuestra propia resurrección.

¡Mira hoy al ángel que está junto a ti en tu sepulcro, en tu oscuridad! i Escucha al ángel que te habla! ¡Escúchale cuando irrumpa en tu vida! ¡Aléjate de las palabras que te sugieren que no hay nada nuevo bajo el sol! También existe para ti lo increíble, lo imprevisible, el milagro de la Resurrección.

 

Martes

La losa que retiene la vida (Mt 28,2)

La losa que cierra el sepulcro es un símbolo de los bloqueos que nos detienen en la vida. Muchos conocen el sentimiento de tener una losa encima que no te deja vivir. Puede ser el lastre del pasado, las heridas y el sufrimiento lo que nos impide levantarnos y continuar sencillamente con nuestro camino. Pueden ser impedimentos que nos entorpecen. En ocasiones son los eventos futuros los que caen como una piedra en nuestro corazón. Tenemos miedo de un discurso, de un examen, de una operación complicada. En ocasiones son las personas las que representan una piedra en nuestro corazón. Tienen poder sobre nosotros. Cerca de ellos no podemos respirar libremente. Nos coartan. Nos bloquean. No nos mostramos como somos. Tenemos miedo de sus opiniones, del poder destructivo que emana de ellos. Como una piedra bloquean la vida que quiere florecer en nosotros.

Resucitar quiere decir que un ángel baja del cielo y corre la losa. La carga que nos retiene en la vida se nos aparta. Podemos volver a respirar con libertad. Ya no sentimos la losa. El ángel se sienta, vencedor, sobre la losa corrida. La losa es un símbolo de la victoria de la vida sobre la muerte. Nos recuerda que ha tenido lugar un milagro en nosotros, que se ha abierto nuestro sepulcro y que podemos levantarnos. Quizá hemos pensado muchas veces y hemos intentado de muchas formas librarnos del peso de la losa, pero todo ha sido en balde. De repente un ángel irrumpe en nuestra vida y, sin saber cómo, la losa ha rodado y volvemos a experimentar la vida.

Algunos tienen un corazón de piedra. Se han cerrado tanto a los sentimientos que su corazón se ha vuelto de piedra. Son fríos, se han cerrado a la vida. Tras la losa que cierra el sepulcro se pudre el cadáver. En la historia de Lázaro, la losa que cierra su sepulcro es un símbolo de su falta de relaciones. El que reposa tras la losa ya no tiene relación con los hombres. Y cuando se cortan las relaciones se mata al hombre, es entonces cuando comienza a «oler» mal (Jn 11,39). El amor de Jesús atraviesa la losa. Es tan fuerte que recupera su relación de amistad con Lázaro a través de la piedra. Es válida hasta en el sepulcro. Jesús muestra su amor, ya que llora y se estremece por dentro (Jn 11,35.38). Los judíos advierten su amor: «Mirad cuánto lo quería» (Jn 11,36). Pero Jesús no se conformó con su sentimiento de amor. Dio una orden: «Quitad la piedra» (Jn 11,39). Alzó entonces su mirada hacia el cielo, hacia su Padre, y llamó fuerte a su amigo: «¡Lázaro, sal fuera!» (Jn 11,43). La voz de Jesús no puede atravesar la losa. Pero cuando se quita la losa es cuando nos alcanza la palabra de Jesús, aunque estemos muertos, aunque nos estemos descomponiendo. La relación de amistad de Jesús con Lázaro es tan fuerte que devuelve la vida a los muertos. Es la palabra del amor la que llama al muerto desde la tumba y lo libera de todas sus ataduras. Jesús también nos liberará a todos nosotros, con su palabra de amor, de las ataduras del miedo y la adaptación, de las vendas y el sudario tras el que ocultamos nuestro verdadero rostro. La palabra del amor nos permite abandonar el sepulcro y todos los escondites de nuestro verdadero rostro.

En la historia de Lázaro es el amor de Jesús el que alcanza el corazón muerto de Lázaro y lo despierta a una nueva vida. En la resurrección de Jesús, es el amor del Padre el que envía al ángel para que corra la losa. El amor del Padre penetra en la oscuridad de la muerte, en la rigidez de la muerte, en la descomposición. El amor del Padre despierta al Hijo. Pero también vale para nosotros. El Padre también nos enviará a su ángel cuando nos encerremos en el sepulcro de nuestro miedo y de nuestro estupor. Su amor correrá la piedra que nos mantiene en el sepulcro para despertarnos a una nueva vida.

¿Qué «losa» bloquea tu vida? Nómbrala e intenta presentarla ante Dios en tu oración. Si quieres, puedes buscar un par de piedras. Escribe en ellas qué es lo que te impide vivir. Y lánzalas después a un arroyo o al mar. Celebra la Resurrección, lleno de gozo, lanzando tantas piedras como quieras. E imagina que con cada piedra se abre un bloqueo en ti. Intenta entonces respirar con libertad, sentir la grandeza interior que surge cuando la losa ya no te aparta de la vida.

 

Miércoles

Los vigilantes de la muerte (Mt 28,4)

En el relato de Mateo de la Resurrección, dos soldados romanos vigilan el sepulcro de Jesús. Los sumos sacerdotes y los fariseos temen que las palabras de Jesús sobre su Resurrección puedan ser verdad, así que quieren asegurarse y piden a Pilato que vigile el sepulcro. Pilato les responde: «"Tenéis guardias, id y aseguradlo como creáis". Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y montando la guardia» (Mt 27,65-66). Sin embargo, cuando el ángel del Señor baja y mueve la losa, los guardias «temblaron de miedo y se quedaron como muertos» (Mt 28,4) . Uno no puede asegurarse contra Dios. Se puede proteger y vigilar muy bien el sepulcro. Pero cuando Dios irrumpe en nuestra vida, los vigilantes de la muerte caen al suelo. Dios no se deja encerrar en un sepulcro.

Los vigilantes que vigilan al muerto para que no vuelva a la vida caen al suelo como muertos, mientras que el muerto vuelve a la vida. Esta es la paradoja de la Resurrección. Conocemos a estos vigilantes de la muerte en nosotros. Se ocupan de que todo esté como antes, de que nuestros principios no se vean alterados. Los guardias vigilan nuestros principios. Las cosas deben ser tal y como nos han enseñado. Eso es lo que pensaron los fariseos. Pero no contaban con Dios. Evidentemente, tienen miedo de que sus ideas no se correspondan con la realidad. Por eso quieren imponer sus ideas a través de la violencia. Necesitan soldados para mantener su poder. El miedo siempre lleva a montar guardias y a ordenar que los soldados combatan.

También nosotros tenemos ese miedo. A menudo tememos simplemente a la vida. Queremos que nuestra vida se adapte a nuestros prejuicios. Tenemos miedo de Dios, de que sugiera algo contrario a lo que nosotros deseamos. Por eso también ponemos en nuestra vida religiosa vigilantes de nuestros principios de fe. Ante ellos nada debe verse sacudido. Nos protegemos de Dios. Pero el Dios de la Resurrección sacude todos nuestros principios. Cuando Dios irrumpe en nuestra vida, se produce un terremoto. De ahí que los vigilantes de la muerte caigan al suelo.

Pero los vigilantes de la muerte no sólo están en nosotros. Hay suficientes en el mundo. Son siempre los que quieren cimentar su poder, los que quieren salirse con la suya cueste lo que cueste. Los fariseos usan la mentira para mantenerse en el poder. Cuando los guardia no pueden detener a Jesús Resucitado, los sumos sacer lotes les sobornan para que no vuelvan a decir la verdad. Deben divulgar falsos rumores para que no se tambaleen ni el poder ni las ideas de los sumos sacerdotes. Así, hay todavía numerosos tiranos que tergiversan la verdad y que vigilan el sepulcro de su pueblo para que no se levante ningún profeta que cuestione su poder. Los vigilantes del sepulcro representan la dimensión política de la Resurrección. Pero por mucho que los partidos políticos, los tiranos, los dirigentes que poseen el poder vigilen el sepulcro, sus naciones no tendrán éxito. El poder de Dios es más fuerte. Despierta la vida. Provoca una sacudida en el cimentado poder de los hombres y no deja una piedra sobre otra. De ahí que los guardianes de la muerte no tengan nada que hacer. No pueden evitar que la vida triunfe, que la verdad prevalezca. ¿Dónde están tus vigilantes de la muerte? ¿Por qué no quieres dar cabida a algunos pensamientos? ¿Por qué te escondes tras normas y principios? ¡Detén a tus guardias de la muerte ante la luz del ángel de la Resurrección! Él los derribará para que tú puedas levantarte.

 

Jueves

El sepulcro del miedo y de la resignación (He 3)

Resucitar tiene algo que ver con levantarse. Muchos prefieren quedarse tendidos en el sepulcro de su miedo y su resignación, de su decepción y su sufrimiento. Se acomodan en el sepulcro porque tienen miedo a la vida. Levantarse implica la posibilidad de resultar herido. Si me levanto, debo enfrentarme a la vida. Sin embargo, muchos tienen miedo a eso, y por ello prefieren seguir tendidos. El vocablo griego para «levantarse», egeiren, se emplea para referirse tanto a la resurrección de Jesús como a las distintas historias de curaciones en las que Jesús exhorta a los enfermos a levantarse y caminar. En estas historias de sanaciones también tienen lugar resurrecciones. De ahí es de donde las personas sacan las fuerzas para liberarse de las ataduras de su miedo, para no dejar que los impedimentos y los bloqueos nos mantengan en la cama, sino que nos levantemos, tomemos la camilla bajo el brazo y nos echemos a caminar (cf In 5,1-10) . Lucas no sólo nos relata las historias de curaciones de Jesús, sino también las de los apóstoles. En ellas se ve continuado el misterio de la Resurrección en los discípulos. Lucas quiere mostrarnos que la Resurrección no es un hecho aislado, sino que al creer en la resurrección de Jesús experimentamos continuamente la Resurrección en nosotros mismos y podemos despertar a otros a la vida.

En el tercer capítulo de los Hechos de los apóstoles, Lucas relata que Pedro y Juan acuden a orar al templo a las tres de la tarde, la hora de la muerte de Jesús. «Todos los días llevaban a un cojo de nacimiento» (He 3,2). Cuando el hombre pide limosna a los apóstoles, Pedro le dice: «"No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, eso te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar". Lo agarró de la mano derecha y lo levantó; y al instante sus pies y sus tobillos se fortalecieron; y de un salto se puso en pie y echó a andar; y entró con ellos en el templo andando, saltando y alabando a Dios» (He 3,6-8). Con la fuerza de Jesús consiguen que el cojo de nacimiento se levante. La riqueza que los apóstoles pueden dar es la fe en el Resucitado. Y esa fe también puede conducir a los demás a la Resurrección. Exhortan a ese hombre a abandonar sus impedimentos y a confiar en la fuerza que Dios le ha dado. El cojo lo exterioriza entrando en el templo y alabando a Dios. Se produce un alboroto. Y es entonces cuando se produce la resurrección de Pedro, que se atrevió a hablar ante todo el pueblo. Aquel hombre iletrado fue capaz de anunciar los precedentes de la Buena Nueva de la Resurrección: «Matasteis al autor de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos» (He 3,15). Jesús es el autor de la vida. Quien cree en él halla la vida verdadera. Pedro concluye el sermón con las siguientes palabras: «Por vosotros, en primer lugar, Dios, después de haber resucitado a su Hijo, lo envió a bendeciros, para que os arrepintáis cada uno de vuestros pecados» (He 3,26). El objetivo de la resurrección de Jesús es que los hombres sean bendecidos a través de ella y recorran un nuevo camino, el camino de la vida y no el antiguo camino del pecado.

La experiencia de la Resurrección va aún más lejos. Pedro y Juan son detenidos por los guardias del templo y conducidos a prisión. Al día siguiente se les interroga. Pedro no tiene miedo. Se puede percibir en sus palabras que está lleno de dicha, no sólo por la resurrección que experimenta a través de Jesús, sino también por la que experimentan el cojo y él mismo. No se deja amedrentar por los saduceos. Estos perciben la franqueza de sus palabras, la libertad interior que ha obrado en él la curación en nombre del Señor crucificado y resucitado. Los dirigentes del pueblo quieren prohibirle predicar, pero Pedro le responde con la misma libertad con la que ha hablado de Jesús resucitado: «¿Os parece justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros antes que a Él? Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (He 3,19-20). La experiencia de la Resurrección no se deja prohibir por amenazas.

¡Confía en la fuerza de la Resurrección! i Evita tus parálisis y tus impedimentos! ¡Levántate y camina sin miedo a lo que las personas puedan pensar de ti! Cuando tengas miedo de una tarea, repítete las palabras de Jesús: «i Levántate, coge tu camilla y anda!». Coge tus miedos debajo del brazo y camina hacia el problema. Acéptalo en tus manos. Será entonces cuando experimentes la Resurrección. Puedes caminar. La fuerza de la Resurrección está en ti. No necesitas esforzarte para levantarte. Sólo debes confiar en la Resurrección que Cristo quiere obrar en ti.

 

Viernes

La Resurrección en la verdad (He 2,23-24)

La palabra preferida en el Nuevo Testamento para hacer referencia a la Resurrección es el vocablo griego egeiren o egerte. Significa «resucitar», «alzarse», pero también «levantarse», «incorporarse». Los griegos tenían aún otra palabra para referirse a la resurrección, anastasis. Esta está más relacionada con la resurrección activa, mientras que el término egeiren sitúa la obra de Dios en el punto medio. Dios ha resucitado a Jesús de la muerte. En el sermón de los Hechos de los apóstoles, Pedro y Juan hablan continuamente de que Dios no expone a Jesús a la descomposición, sino que lo resucita de entre los muertos: «Vosotros lo matasteis crucificándolo por manos de los paganos; pero Dios lo ha resucitado, rompiendo las ligaduras de la muerte, pues era imposible que la muerte dominara sobre él» (He 2,23-24). La Resurrección es una obra activa de Dios sobre su Hijo Jesucristo. Como Dios está junto a su Hijo, lo libera del poder de la muerte. Como Jesús, al morir, también está en manos de Dios, son las bondadosas manos de Dios las que lo arrancan de las ligaduras de la muerte.

Dios, que ha despertado a Jesús de entre los muertos, también nos resucitará a nosotros. También nosotros estamos en manos de Dios en la vida y en la muerte. Jesús, el Buen Pastor, nos promete que nadie puede arrancarnos de las manos del Padre (Jn 10,29). La muerte ya no tiene ningún poder sobre nosotros. La mano del Padre es más fuerte. A pesar de todo, Jesús ha muerto, y también tendremos que morir nosotros. Pero la muerte no es el fin. Dios nos despertará del sueño de la muerte para que resucitemos junto a Cristo a la vida eterna. No será nuestra propia fuerza la que nos resucite, sino que será el Padre; el propio Dios, lleno de amor, se hará cargo de nosotros.

Pero la resurrección no sólo se refiere a la muerte al final de nuestra vida. En nuestra propia cotidianeidad caemos constantemente en el sueño de la muerte. Muchas personas viven como dormidas. Viven en un mundo de ilusiones. Se engañan a sí mismas. No están en contacto con la realidad. El jesuita indio De Mello opina que el misticismo es una resurrección a la realidad. El que experimenta a Dios se mantiene despierto. El misticismo no sólo se refiere a los iluminados, impregnados completamente por la luz de Dios, sino también a los resucitados, a los que despiertan, a las personas que gracias a su camino espiritual se ven liberadas de las ilusiones que se han hecho sobre la vida. El propio Dios los ha despertado, los ha espabilado. En ocasiones este proceso de resurrección es doloroso. A menudo por las mañanas nos cuesta despertarnos y levantarnos. Sería mucho más bonito continuar remoloneando, seguir viviendo en la fantasía.

Romano Guardini nos habla de su juventud como si hubiera vivido bajo un caparazón. Vivía en su mundo, sin una auténtica relación con la realidad. Sólo se despertaba y volvía a la realidad cuando estudiaba. Hay muchas personas que atraviesan este tipo de etapas en las que no viven realmente, sino que caminan en un mundo de sueños, en un mundo irreal que no tiene relación con el mundo real. Creer en la resurrección de Jesús significa pedir a Dios que nos despierte de nuestro sueño, que nos abra los ojos para que reconozcamos la realidad. Hay muchas formas de sueño de las que Dios nos puede despertar. Está el sueño de la seguridad. Nos acunamos en la seguridad y no vemos que estamos en las manos de Dios y no en las nuestras. Se trata de un sueño para huir de la realidad. Hay personas que, cada vez que se encuentran con algo que les contraría, se refugian en la ensoñación. Se callan constantemente y huyen hacia el sueño. No pueden aceptar la realidad. Una profesora quería dejar su trabajo simplemente porque por las mañanas se sentía incapaz de levantarse de la cama. Desoír el despertador era probablemente una huida inconsciente de la dura realidad, una resistencia contra aquello que la vida le exigía.

Intenta hoy mantenerte despierto a lo largo del día. Observa cuándo te hundes en ilusiones, cuándo te refugias en la ensoñación. iAbre los ojos! ¡Despierta y levántate! i Vive atento, en pie, despierto!

 

Sábado

La Resurrección como liberación (He 16)

Mateo representa la Resurrección como un violento terremoto (Mt 28,2). Con la resurrección de Jesús, algo se pone en movimiento. De ahí que se sacudan los cimientos de nuestra vida. Lucas nos cuenta en los Hechos de los apóstoles que la Resurrección también puede provocar un terremoto en nuestra vida. Así, cuando Pablo y Silas fueron encerrados en prisión y les sujetaron los pies en el cepo, «de repente se produjo tan gran terremoto que se conmovieron los cimientos de la cárcel; se abrieron todas las puertas de la cárcel y se soltaron las cadenas de todos» (He 16,26). Es un bonito retrato de la experiencia de la Resurrección también en nuestras vidas. A menudo nos sentimos encarcelados en la prisión de nuestro miedo, de nuestra soledad, de nuestra depresión. A menudo también ciertas convicciones con las que guiamos nuestra vida construyen una prisión de la que no podemos salir. Estamos presos de nuestro perfeccionismo, de nuestra opresión, de la culpa que siempre buscamos en nosotros, de nuestro narcisismo, de nuestra obsesión neurótica por nuestra buena imagen exterior. Cuando rezamos a Dios en medio de nuestra prisión, confiando en que estamos, a pesar de nuestras ligaduras, en las buenas manos de Dios, es posible que también comience a removerse la tierra en nosotros. Así es como se tambalean los muros que obstruyen nuestra vida. Así se abren las puertas. Entramos en contacto con nosotros mismos. Ya no vivimos apartados de nosotros mismos, sino que comenzamos a entrar en nuestro corazón. Y se abren nuestras puertas hacia los hombres. De ese modo las personas pueden penetrar en nosotros y también nosotros podemos penetrar en los demás. Los encuentros se hacen posibles. Y caen las cadenas, las cadenas de nuestro miedo, de nuestros impedimentos y nuestras parálisis. Nos sentimos libres. El guardia de la prisión se despierta a causa del violento terremoto. Cuando ve las puertas de la prisión abiertas, coge su espada para suicidarse. Sin embargo, Pablo lo calma para que no lo haga, ya que todos los prisioneros están allí. Entonces el guardia de la prisión cae temblando a sus pies y les pregunta: «"Señores, ¿qué debo hacer para salvarme?". Ellos le dijeron: "Cree en Jesús, el Señor, y te salvarás tú y tu familia"» (He 16,30-31). Debemos entender que el guardia de la prisión es un retrato interior que representa nuestros propios prejuicios, nuestro perfeccionismo, nuestras ambiciones, nuestra desconfianza, nuestro afán de seguridad. Muchos reaccionan de forma eufórica ante la liberación de sus ataduras. Creen que todo será ahora diferente. Pero lo que implica es que ya pueden deshacerse de sus engorrosos prejuicios. Ahora son completamente libres y su pasado ya no tiene poder sobre ellos. Sin embargo, no podemos ni debemos acabar sencillamente con nuestros prejuicios. Debemos entrar en contacto con ellos. Cuando hayamos encontrado la fe en Cristo, estos ya no tendrán poder alguno sobre nosotros. Estarán ahí para servirnos, como el guardia de la prisión. Este acoge a Pablo y a Silas, lava sus heridas y se bautiza. «Los subió a su casa, puso la mesa y celebró con toda su familia el haber creído en Dios» (He 16,34). No podemos dejar las experiencias de nuestra vida sencillamente a un lado. Cuando nos reconciliemos con ellas se curarán nuestras heridas y nos nutrirán. Tiene lugar un banquete de dicha y todo cobra vida en nosotros. De ahí que los patrones ya no se comporten como carceleros, sino como hermanos en el bautismo. Se transforman. Nuestras ambiciones ya no nos mantienen presos, sino que se convierten en fuente de vida. Nuestro perfeccionismo se ve liberado de su compulsividad. Sirve para relacionarse cuidadosamente con las cosas.

Lucas traslada la resurrección de Jesús en los Hechos de los apóstoles a las situaciones concretas en las que los apóstoles hablan sobre Jesús. También mostrará el camino a través del cual puedes derribar tu prisión interior. Ese camino es la oración, la alabanza a Dios en medio de la noche de tu vida. Hoy puedes intentar por una vez orar a Dios sin ningún objetivo. Quizá entonces experimentes también cómo se derrumban los muros de tu prisión, cómo te liberas de tus ataduras y cómo se abren las puertas hacia los hombres. Cuando no quieres nada de Dios, sino que lo alabas, obtienes una noción de libertad en medio de la prisión de tu noche, de resurrección en tu opresión, de confianza en tus miedos.