PRÓLOGO


El tratado De la Sagrada Escritura reviste una importancia particular. En cierto sentido domina toda la teología, puesto que versa sobre los textos a partir de los cuales debe el teólogo desarrollar sus reflexiones y le indica además la manera de servirse de ellos. Pero también domina la exégesis bíblica, puesto, que recuerda al exegeta lo que tienen de particular los textos que él mismo interpreta y las exigencias a que debe responder para no traicionar su misterioso contenido. Por estas razones, dicho tratado figura unas veces en los Manuales de teología y otras en las Introducciones generales a la Sagrada Escritura. En el primer caso adopta ordinariamente un tenor más teórico, más independiente de las cuestiones históricas y críticas que el teólogo estima no ser de su incumbencia, suponiendo que no las tenga por secundarias. En el segundo caso, sin descuidar los problemas de fondo, el tratado tiende a desarrollar más ampliamente lo que tiene valor práctico para la exégesis: métodos de crítica textual o literaria, historia del canon de los libros sagrados, etc.

Yo voy a situarme en el punto de vista de la teología. Dejaré por tanto de lado lo que concierne a la crítica bíblica bajo sus aspectos técnicos. Bajo este aspecto el tratado será voluntariamente incompleto. Pero no por ello perderé de vista las preocupaciones propias de la exégesis. En efecto, por una parte, todo teólogo debe conocer sus resultados y hasta su práctica si quiere utilizar con conocimiento de causa la Escritura en el curso de sus trabajos: el sentido de los textos bíblicos no puede definirse a priori; las sugerencias hechas por los teólogos del pasado necesitan siempre ser contrastadas; en una palabra, se requiere un esfuerzo metódico para comprender en toda su profundidad la palabra de Dios contenida en la Escritura.

Por otra parte, aun bajo los aspectos más técnicos, la exégesis pertenece con pleno derecho a la teología desde el momento en que se la practica a la luz de la fe. En efecto, el esfuerzo de la inteligencia humana que se aplica a la palabra de Dios, siquiera sea para precisar detalles ínfimos de la misma, no depende sólo de las ciencias profanas aun cuando utilice sus servicios. Importa por tanto precisar en esta perspectiva el estatuto de la exégesis como tarea de la Iglesia, a fin de que pueda desenvolverse plenamente y producir todos sus frutos. Cuando asoma una fisura aparente entre la teología y la exégesis, como ha sucedido alguna vez durante los últimos cien años a propósito de la crítica bíblica, en modo alguno se debe a que haya entre ellas la menor antinomia. La responsabilidad incumbe, según los casos, ya a los exegetas que comprenden mal el puesto que corresponde a su trabajo dentro de las funciones de la Iglesia, o que no sitúan en su debido lugar sus diversos elementos, ya a los teólogos, a los que una formación unilateral hace impermeables a un método cuyo manejo práctico ignoran. A los primeros se les preguntará si es posible interpretar críticamente los textos de uno u otro Testamento sin preocuparse de las incidencias doctrinales de esta exégesis; a loes segundos, si es posible disertar útilmente sobre el sentido de los textos bíblicos o sobre el problema de sus géneros literarios sin haberse percatado por sí mismo de la manera como se plantean concretamente las cuestiones, y si se pueden utilizar correctamente los textos escriturarios sin haberlas planteado primero. Así como la complejidad de los problemas hace hoy necesaria la especialización de las funciones en la Iglesia, así también esta especialización resulta perjudicial cuando conduce a un confinamiento en el que cada técnico ignora la técnica practicada por su vecino.

El tratado De la Sagrada Escritura exige, por tanto, un vaivén constante entre las preocupaciones del exegeta y las del teólogo, un recurso metódico a su doble experiencia. Pero exige además otra cosa. En efecto, el exegeta y el teólogo, aun trabajando de común acuerdo, se exponen a desconectarse de la actividad pastoral de la Iglesia, al servicio de la cual trabajan teóricamente. Ahora bien, la Sagrada Escritura, antes de ser asunto de los técnicos de la exégesis y de los teólogos de profesión, tiene primeramente su puesto en esta actividad pastoral, puesto que contiene — o, mejor dicho, puesto que atestigua — la palabra de Dios, expresión multiforme del evangelio único que la Iglesia tiene la misión de anunciar a los hombres a través de los siglos. Importa por tanto que una Introducción teológica al estudio de la Sagrada Escritura, aun preocupándose de tender un puente entre la exégesis y la teología, conserve también su contacto vital con todos los aspectos de la pastoral en que la Escritura desempeña un papel: liturgia, catequesis, apologética... Pensando en todo esto he dado a mi libro el título : La Biblia, palabra de Dios. La palabra de Dios es, en efecto, lo único que tenemos que buscar en la Escritura, el único misterio que encierra la Escritura bajo su revestimiento exterior de libro humano y que la hermenéutica debe poner en claro para que los hombres vivan de él.

Toda la primera parte, El misterio de la Escritura, tratará de analizar este misterio examinando sucesivamente sus aspectos esenciales : I. ¿Cómo la palabra de Dios cristalizó finalmente en libros, sin perjuicio de su transmisión viva por la Iglesia? II. ¿Qué carisma del Espíritu Santo constituyó a los autores sagrados en transmisores y fijadores de esta palabra? III. ¿Qué consecuencias resultan de la inspiración de los autores sagrados por lo que hace a los libros que ellos escribieron, particularmente respecto a su valor de verdad? IV. ¿Cómo podemos reconocer actualmente la lista auténtica de estos libros para distinguirlos de otros, excelentes si se quiere, pero que no son como ellos palabra de Dios? Las cuestiones tratadas en los capítulos II, III y IV son de las más clásicas. Pero ha parecido útil situarlas —gracias al capítulo primero— en un marco más amplio que ponga en valor su verdadero relieve.

Después de haber estudiado así la Sagrada Escritura en sí misma, la segunda parte, La interpretación de la Escritura, procurará mostrar cómo pueden los hombres penetrar hasta su sentido misterioso y adquirir de él una inteligencia correcta. Problema complejo, tan antiguo como la Escritura, regido en todo tiempo por principios inmutables, pero susceptible de soluciones prácticas flexibles y variadas. Este examen se hará en tres etapas: V. La historia del problema constituirá la mejor introducción a su planteamiento actual. VI. Su formulación clásica como doctrina de los sentidos de la Escritura, revalorizada en función de estos nuevos datos, conducirá a examinar primero el sentido de las realidades bíblicas en el conjunto de la revelación. VII. Partiendo de aquí, se estudiará finalmente el problema del sentido de los textos inspirados y se esbozará una metodología que trate de satisfacer a la vez las exigencias de la crítica, de la teología y de la pastoral. Las cuestiones abordadas en esta segunda parte habían sido ya objeto de una exposición parcial en mi anterior trabajo: Sentido cristiano del Antiguo Testamento 1. Aquí volveremos a tratarlas bajo un ángulo más amplio, evitando en cuanto sea posible inútiles repeticiones.

Naturalmente, no me hago la ilusión de haber resuelto definitivamente todos los problemas que se han presentado en el camino, dado que gran número de ellos son todavía objeto de discusiones entre los especialistas. En algunos, la abundancia misma de la bibliografía reciente habría resultado pronto un estorbo si me hubiera empeñado en reproducirla exhaustivamente: piénsese sólo en el problema de la hermenéutica en el protestantismo contemporáneo y en las interminables discusiones en torno a la obra de Bultmann. En tales casos me he limitado a jalonar un camino practicable en medio de un terreno sembrado de trampas sin tratar de discutirlo todo a fondo. Dos capítulos del libro habían sido ya publicados antes en forma de artículos.: el capítulo II dedicado a La inspiración escriturística, en RSR, 1963, y el capítulo III, dedicado a los Libros sagrados., en NRT, 1963. Pero los estudios publicados desde entonces sobre las cuestiones allí tratadas me han obligado a revisarlos para ponerlos al día.

A quien reflexiona sobre los problemas que plantea a la Iglesia la evangelización del mundo moderno, la Sagrada Escritura no tarda en aparecer como el lugar geométrica en que se encuentran necesariamente la razón y la fe, la apologética y la liturgia, el esfuerzo teológico y la contemplación mística. Nada tiene, pues, de extraño que durante siglos la unidad del pensamiento religioso se haya mantenido, en la Iglesia, gracias a la exégesis, en el marco práctico de los cuatro sentidos de la Escritura, como ha mostrado muy bien el padre H. de Lubac. Después de un período de disgregación, en el que las diversas disciplinas se conjugaban con dificultad ¿no podemos esperar ver reconstruirse esta unidad en torno a una renovada exégesis bíblica? En el umbral de una exposición que no trata tanto de proponer soluciones originales o nuevas como de integrarse en la gran corriente de la teología más tradicional, dispuesta a preferir ocasionalmente a una tradición reciente y discutible otra más profunda y más verdadera, éste podría ser nuestro mejor deseo.

Después de la publicación de este libro, el concilio Vaticano u ha promulgado su constitución sobre la revelación (Dei verbum), que expone la doctrina oficial de la Iglesia sobre la mayor parte de los puntos aquí tratados, sin decidir sobre algunos puntos difíciles, objeto de controversia entre los teólogos (por ejemplo, sobre la teoría de las «dos fuentes» de la revelación o sobre la inspiración de la versión de los Setenta). A esta constitución nos referiremos a su tiempo y en la medida que sea necesario. Una adaptación total del libro a esta nueva situación no habría modificado su contenido en ningún punto importante. Entretanto la bibliografía de los diversos capítulos se ha enriquecido y habría sido útil ponerla al día. Lamento no haberla podido hacer sino en contados casos, que he señalado en la nota con el empleo de corchetes [ ].

París, 28 de agosto de 1967