Capítulo sexto

EL SENTIDO DE LAS COSAS EN LA BIBLIA

 

La historia del problema de la hermenéutica nos ha permitido precisar los datos que codicionan su planteamiento actual. Después de esto sería lógico pasar a exponer el método que conviene para resolverlo satisfaciendo tanto las legítimas exigencias de la razón como las de la fe. Mas para llegar a esto hemos de hacer primero un largo rodeo. En efecto, entre los elementos del problema mismo, hay uno que rige en cierto modo, todo el examen de los textos escriturarios: es la manera como la fe cristiana comprende las realidades de que se trata en estos textos, ya se refieran a la persona de Jesucristo, a la historia del Antiguo Testamento o a las instituciones cristianas. Así pues, un examen previo de este punto despejará los caminos de la exégesis, que examinaremos en detalle en el capítulo siguiente.


§ I. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA
I. LA DOCTRINA DE LOS SENTIDOS DE LA ESCRITURA1

I. DE LA ÉPOCA PATRÍSTICA A SANTO TOMÁS DE AQUINO

En la era patrística, la teología y la predicación se desarrollaron en forma de exégesis, hallando su punto de partida en una Escritura que se leía a la luz de la tradición viva 2. Entonces, para efectuar esta operación halló la exégesis cristiana su fórmula reguladora en la doctrina de los sentidos de la Escritura. Sea lo que fuere de su doble formulación original, señalada por el padre de Lubac 3, ésta se fijó durante la alta edad media en una clasificación cuatripartita resumida en el famoso dístico citado por Nicolás de Lira:

Littera gesta docet, quid credas allegoria,
Moralis quid agas, quo tendas
(var. quid speres) anagogia 4.

De hecho, lo que aquí se presentaba como un principio' de exégesis era más bien una clasificación práctica de las disciplinas sagradas, referidas todas a la Escritura como a su fundamento necesario 5: la historia sagrada (gesta), el dogma (quid credas), la moral (quid agas), la mística (quo tendas). No debe por tanto sorprender que en la era escolástica (siglos xii-xiii) al desbordarse

1. Este problema se examina en todas las Introducciones generales a la Sagrada Escritura. La exposición clásica de F. X. PATRIZI, Institutio de interpretatiane Bibliarum, Roma 21876, ejerció influjo en todas las siguientes hasta la encíclica Divino afftente Spiritu (1943), aun cuando la evolución de la problemática comenzara a dejarse sentir en ellas. Exposiciones recientes: A. FERNÁNDEZ, en Institutiones biblicae', p. 366-393; H. HÜPPL - L. Lra.olR, Inlrcductio generalas, p. 407-450; J. SCHILDENBERGER, Vom Geheimnis des Gatteswortes, p. 87.105 (sentido literal), 392-470 (sentido espiritual).

2. Supra, cap. 1, p. 59-64; cap. v, p. 261.

3. H. DE LIBAC, Ezégése médiévale, Les quatre sexi de 1'Ecriture, Parte primera, p. 119-169.

4. Ibid., p. 23 s. En realidad este dístico aparece por primera vez bajo la pluma del dominico Aage de Dinamarca (Agustín de Dacia) en el siglo XIII. Cf. F. CHATILLON, Vocabulaire et prosodie du distique attribué d Augustin de Dacie sur les quatre sens de l'Écriture, en L'homme devant Dieu (Mélanges H. de Lubac), París 1964, t. 1, p. 17-28.

5. H. DE LuBAC, op. Cit., parte primera, p. 426-681, estudia en detalle esta presentación de la teología medieval a partir de la Escritura.

estas disciplinas 6 y al procurarse luego dar categoría de ciencia a la teología 7 se transformara la formulación que dominaba hasta entonces la exégesis : situada en un nuevo marco intelectual, necesitaba renovarse internamente.

En efecto, en santo Tomás se la ve sufrir una mutación 8: la distinción fundamental tiene ahora lugar entre el sensus litteralis y el sensus spiritualis. No obstante el uso de un vocabulario paulino, esta distinción no coincide en modo alguno con la de la letra y el espíritu tal como lo entendía san Pablo 9. El sensus litteralis es el sentida de los textos sagrados, en los, que Dios nos habla a través de las palabras; el sensus spiritualis es el sentido de las cosas de que tratan los textos. El primero constituye la materia de la exégesis propiamente dicha, que sirve de fundamento a la teología 10; el segundo no es otra cosa que una reflexión teológica sobre la historia, los personajes, las instituciones, etc., que se mencionan a lo largo de los textos escriturarios. Así, la alegoría, la tropología (o moral) y la anagogía se convierten sencillamente en los tres puntos de aplicación de la interpretación espiritual; definen las tres relaciones posibles de las cosas bíblicas con el misterio de fe, presente en la historia humana por Cristo' y su Iglesia, consumado más allá del tiempo. Esta nueva clasificación metódica, responde tan bien a las exigencias de la teología, que vendrá a su vez a ser clásica y penetrará en los tratados de hermenéutica de la época postridentina.

6. Ibid., parte segunda, t. 1, p. 418-429: el desbordamiento comienza a operarse en la escuela victorina misma, en pleno siglo xxx, es decir, en el momento en que se constituye la teología escolástica.

7. Sobre este punto remitimos al estudio de M. D. CHENu, La théolagie comme .cierre au XIII' siécle, París '1957.

8. H. DE LTBAC, op. Cit., parte segunda, t. u, p. 272-302, marca a la vez el carácter tradicional de la doctrina tomista y los nuevos elementos que rigen su presentación. Igualmente C. Ssicg, Esquisse d'une histoire de rexégése latirse au moyen-áge, p. 273-288.

9. Por lo demás, santo Tomás no alega a san Pablo para explicar el empleo de la palabra spiritualis, sino que se refiere al Pseudo-Dionisio: «Inde est quod sensus iste qui ex figuris accipitur, spiritualis vocatur» (Quodl. 7, q. 6, art. 2, in corp.). Y es más que evidente que su sensus litteralis no es la «letra que mata».

10. La teología tiene su forma propia en cuanto organización metódica del saber fundado en los principios de la fe; pero no aspira sino a poner por obra la sacra doctrina hallada en la Escritura con la ayuda de la hermenéutica tradicional. El desbordamiento de las disciplinas deja subsistir los lazos vitales que las reúnen.


II. DE SANTO TOMÁS DE AQUINO A NUESTRA ÉPOCA

¿Quiere esto decir que pueda detenerse aquí la historia del problema? De ninguna manera, puesto que para el lector moderno de la Suma la noción tomista del sensus litteralis resulta bastante ambigua. Por sensus litteralis entiende santo Tomás la enseñanza que Dios, autor principal de la Escritura 11, nos da por los textos bíblicos; su intención no se dirige precisamente a los escritores sagrados, autores instrumentales utilizados por Dios para transmitir-nos su palabra. Por esta razón, en no pocos casos, sobre todo en el Antiguo Testamento, no vacila en sobrecargar los textos proyectando sobre ellos la luz de la revelación total, de modo que su sensus litteralis desborda notablemente lo que un moderno llamaría sentido literal 12 Porque en la óptica actual se define el sentido literal por la intención didáctica de los autores humanos, accesible siempre a la crítica; así es como lo entiende la encíclica Divino afflante Spiritu 13 Ahora bien, ¿cómo enlazar este sentido literal restringido con la plenitud de enseñanza que santo Tomás refería a Dios, autor principal?

El problema ha seguido, pues, evolucionando al contacta con la crítica. Desde la antigüedad cristiana se decía: La Escritura tiene cuatro sentidos. A la cuestión: Utrum sacra Scriptura sub una linera habeas plures sensus, respondía todavía santo Tomás: Tiene dos sentidos, uno de los cuales implica tres especies. El moderno pregunta: ¿Hay que hablar de los sentidos o del sentido de la Escritura? En efecto, si la problemática tomista tiene todavía autoridad a los ojos de los teólogos, los críticos no conocen prácticamente más que el sentido literal; así los tres sentidos espirituales están en trance de no tener ya más interés que el histórico. De

11. «Sensus litteralis est quem auctor intendit, auctor autem Sacrae Scripturae Deus est, qui omnia simul intellectu suo comprehendit» (I, q. 1, art. 10, in corp.). c...Ista Scriptura cuius Spiritus sanctus est auctor, homo vero instrumentum» (Quodl. 7, q. 6, art. 3, in corp.).

12. De ahí la siguiente apreciación de un exegeta contemporáneo: <El peligro (de la exégesis teológica tal corno se practica en tiempo de santo Tomás) está en atribuir al texto bíblico pensamientos que le son posteriores y sobre todo demasiado precisos. La exégesis, más que explicar el sentido literal, lo desarrolla» (C. SPICQ, op. cit., p. 223).

13. "Exegeta, sicut litteralem, ut aiunt, verborum significationem, quam hagiographus intenderit atque expresserit, reperire atque exponere debet...» (Ench. B., 552).

hecho ¿qué puesto les reservan todavía los modernos comentaristas de la Escritura? Teólogos y exegetas estarían fácilmente de acuerdo en abandonarlos a los liturgistas, a los predicadores y a los autores espirituales, aunque formulando reservas y poniendo en guardia contra los excesos de los alegoristas intemperantes 14; es prácticamente la posición de la encíclica Divino afflante Spiritu 15. Hay que reconocer que esta manera de ver habría sorprendido, en gran manera a los padres y a los escritores medievales. La evolución del vocabulario no es la única responsable de ello. Más bien lo es la rotura de los moldes de las disciplinas operada hacia el siglo XIII y acentuada desde el Renacimiento, que llega a sus últimas con-secuencias dividiendo así la exégesis en tres campos que no parecen tener entre sí el menor vínculo vital: la crítica, la teología y la pastoral.

En una palabra, se ve con dificultad cómo la antigua doctrina de los sentidos de la Escritura, incluso en su refundición tomista, pueda enlazarse orgánicamente con la crítica bíblica de la actualidad. En una teología de estructura tradicional hace ésta el efecto de un cuerpo extraño; inversamente, para un espíritu moderno la exégesis patrística y medieval parece tejida de construcciones arbitrarias, fundada en métodos pasados de moda, solidaria de una cultura caducada, y la misma exégesis tomista no parece inspirar confianza, pues no posee el rigor objetivo que exige la crítica moderna. Tal divorcio es grave para la teología. Pero para evitarlo no basta con adherir a la doctrina tradicional elementos que le son heterogéneos; hay que emprender de nuevo desde su base el examen de todo el problema. Para hacerlo nos será provechosa la formulación tomista proporcionándonos un marco general perfectamente adecuado. Siguiéndola trataremos primeramente la cuestión del sentido de las cosas en la Escritura: asunto de pura teología, al que la crítica sólo puede aportar una contribución lateral, pero que sin embargo rige toda la exégesis cuando ésta trata de situarse bajo la guía de la fe. En el capítulo siguiente abordaremos

14. Basta con pensar en la publicación por P. Claudel de la Introduction au. «Livre de Ruth», Texte intégral de I'Ouvrage de l"abbé Tardif de Moidrey (1938), libro que había revelado la exégesis bíblica a Léon Bloy.
15. Ench B., 552.553.

la cuestión del sentido de los textos bíblicos: terreno mixto, en el que se encuentran la crítica y la teología.


II. ¿CUÁL ES EL SENTIDO DE LAS COSAS?

I. VALOR Y LÍMITES DE LA POSICIÓN TOMISTA

En la historia humana,, desde la creación hasta el juicio final_ no hay nada que escape a la realización del designio divino, cuyo desarrollo constituye la historia sagrada. Desde este punto de vista hay, pues, que decir que nada carece de sentido, por oscuro y enigmático que éste pueda parecer 16. Pero al hablar aquí del sentido de la Biblia nos situarnos en un punto de vista más restringido: el de la revelación sobrenatural. Ésta, como ya hemos dicho, se opera conjuntamente por la palabra de los hombres inspirados y por intermedio de ciertas realidades significativas 17. En esta perspectiva todas las cosas que se integran en la vida del pueblo de Dios tienen sentido con respecto al objeto único de la revelación: el misterio de Dios manifestado en el misterio de Cristo. Las que conciernen a la persona misma de Cristo son su signo esencial y su manifestación directa al nivel de la experiencia humana; las que preceden a su venida se refieren a Él a título de preparación, de pedagogía y de prefiguración; las del tiempo' de la Iglesia traducen sacramentalmente su presencia y acción en la tierra. Nos hallamos aquí ante un dato teológico que domina en cierto modo toda la interpretación cristiana de las Escrituras.

Santo Tomás, resumiendo los elementos proporcionados por la tradición, trazó firmemente sus contornos en tres textos que se completan: Quodlibet 7, q. 618; Comentario de la epístola a los

16. Es evidente que la historia profana tiene su consistencia propia, cuyas leyes y dinamismo interno puede y debe escudriñar la filosofía. Pero esto no quiere decir que el sentido descubierto a este nivel pueda bastar por sí solo; porque esta historia profana está subordinada a un fin último que es de otro orden, y ella no puede alcanzarlo sin la intervención de la gracia de Cristo (cf. Sentido cristiano del AT, p. 114-122).

17. Supra, cap. I, p. 31-35.

18. Utilizamos la edición de las Quaestiones quodlibetales, cura et studio R. SPIAllI, Turín-Roma 1949, p. 145-148. Se discute la fecha de este Quodlibeto: entre 1255 y 1257 según unos, en 1265.1267 según Mandonnet y Grabmann (H. DE LUBAC, op. Cit., p. 273, se inclina a la primera solución).

Gálatas 19, sobre 4, 24 a; Suma teológica, I, q. 1, art. 9-10 20. Podremos partir de estos textos, a condición de utilizar sus datos con discernimiento.

En efecto, su terminología no aparece muy feliz cuando se la traslada al marco de la exégesis y de la teología actuales. Santo Tomás, sin ignorar la palabra allegoria, consagrada por el uso 21, prefiere los términos de sentido espiritual, o místico, o figurativo (= figuralis 22 una de cuyas tres especies es el sentido alegórico o típico. En el vocabulario actual, la palabra espiritual remitiría implícitamente a ese espíritu de la Escritura que san Pablo distingue de la letra (2 Cor 3, 6); ahora bien, esto afecta tanto a los textos como a las cosas de la Biblia. La palabra figuralis, al evocar las figuras bíblicas, da una noción restrictiva del sentido de las cosas, cuya insuficiencia vamos a ver. La palabra místico sería la mejor, puesto que entiende subrayar únicamente la relación de las cosas con el misterio' de Cristo 23; pero desgraciadamente ha recibido acepciones tan diferentes que es difícil imponerle ésta, poco corriente hoy día. Nosotros renunciaremos, pues, a toda apelación particular para designar el sentido de las cosas en la Biblia.

A esta reserva superficial puede añadirse una crítica de fondo. Cuando santo Tomás habla del sentido espiritual se sitúa exclusiva-mente en la perspectiva de su síntesis teológica, que tiene por objeto a Dios, a Cristo y a nuestra vida en Él; se pregunta únicamente lo que la Biblia nos revéla de esto, ya por los textos, ya por las cosas de que hablan los textos. Ahora bien, este punto de vista restrictivo no abarca todo lo que un moderno entendería bajo esta expresión: sentido de las cosas, sentido de la historia. En efecto, entre las realidades bíblicas y el misterio de la salvación en Cristo

19. Utilizamos la edición de R. CAl, Super epístolas S. Pauli Lectura, Turín-Roma '1953, p. 620 a (nn. 253-254). El comentario datará de 1260.1261 según Mandonnet, de 1266-1267 según Synave y monseñor Glorieux.

20. Redacción de esta primera cuestión: en 1266 según Walz (DTC, t. 15, col. 639), en 1268 según P. SYNAVE, La doctrine de saint nomas d'Aquin sur le sens littérai des Écritures, RB, 1926, p. 57 s.

21. Ad Galatas, n.• 253. Sobre este empleo tradicional de la palabra alegoría, que enlaza finalmente con san Pablo, cf. H. DE LUBAC, op. Cit., parte primera, p. 373-396.

22. Este término no figura en los tres lugares clásicos citados más arriba. Pero está empleado en los artículos de la Suma en que santo Tomás interpreta figurativamente las instituciones del Antiguo Testamento (I-u, q. 101, art. 2; q. 104, art. 2).

23. H. DE LUBAC, op. Cit., parte primera, p. 498-511.

hay diversas clases de relaciones concebibles, todas las cuales deben entrar en consideración: el Antiguo Testamento no es únicamente una prefiguración de Cristo, sino también una preparación histórica y una pedagogía; estos dos aspectos de la cuestión no entran en la definición tomista del sentido espiritual. Además, cuando' santo Tomás enfoca las tres especies de sentidos espirituales (alegórico, moral y anagógico) aplica su definición en forma unívoca a las realidades de los dos Testamentos, aun cuando su situación con respecto al misterio de Cristo difiere profundamente según los casos; así en el Antiguo' Testamento ve la figura del Nuevo Testamento, y en éste la de las realidades celestiales, e incluso en la persona de Cristo la de su Iglesia 24. Esta asimilación formal introduce un equívoco real en la noción de figura, de suyo ya bastante compleja. Aquí, pues, santo Tomás no puede servirnos de guía sino a beneficio de inventario.


II. SENTIDO DE LAS COSAS Y SENTIDO DE LA HISTORIA

Que en los dos Testamentos tengan significado todas las cosas, no es nada desconcertante para un moderno que conozca la historia de las religiones y que esté habituado a los métodos de la fenomenología. Como hemos dicho más arriba 25, sea cual fuere el marco, el conocimiento religioso y el vocabulario que lo expresa, toman siempre' su punto de partida de la experiencia sensible del hombre, confiriendo valor simbólico a las cosas que en ella se integran. Por lo demás, este punto no había pasado desapercibido a santo Tomás, que recuerda a este propósito el principio fundamental de la simbólica dionisiana: Visibilia solent esse figurae invisibil'ium26, y que por este medio justifica el uso del símbolo en el lenguaje de la Es-

24. «Vetus Testamentum figura fuit Novi; Vetus simul et Novum figura sunt coelestium» (Quodl. 7, art. 2, in corp.). «Ipsum corpus verum Christi, et ea quae in ipso sunt gesta, sunt figura corporis Christi mystici, et eorum quae in ipso gerunturs (ibid., ad 2). Esta aplicación genérica de la noción de figura se explica por el hecho de que santo Tomás enfoca únicamente el desarrollo del tiempo que, por etapas sucesivas, va del Antiguo Testamento a Cristo, de Cristo a la Iglesia, de la Iglesia a la vida eterna. Sin embargo, la figuración de la vida eterna por los dos estamentos está enfocada en la perspectiva ejemplarista del Pseudo-Dionisio, al que se alega explícitamente en el Quodlibeto 7 (q. 6, art. 2, in Corp.) y en el comentario a la epístola a los Gálatas (n.' 254).
25. Supra, p. 122 s.
26. Quodl. 7, q. 6, art. 2, in corp.

critura 27. Desde este punto de vista muy general, el sentido de cada cosa es su relación inteligible con la misteriosa realidad que es el objeto de la experiencia religiosa. Pero en el interior de este hecho de aplicación universal existe también en la Biblia una simbólica particular que' tiene como punto de partida, no ya los datos de la experiencia común explotados en las corrientes religiosas, sino la experiencia específica ligada a la realización histórica del designio de salvación 28. La analogía antes reconocida entre cielo y tierra, entre tiempo y eternidad, no queda abolida; pero aquí adquiere un nuevo' valor, pues la revelación del Dios vivo se efectúa ahora ya por la mediación de los acontecimientos, en que su pueblo, iluminado por su palabra, reconoce su intervención soberana con vistas a la salvación de los hombres. Esta integración de la historia en la esfera de la simbólica religiosa 29, y consiguientemente esta reinterpretación de toda la simbólica religiosa en función de la historia de la salvación, pertenece en propiedad a la Biblia. Sólo aquí el dueño soberano' de todas las cosas utiliza para revelar sus designios el curso mismo de las cosas que dirige su divina providencia.

En esta perspectiva exacta debe entenderse el sentido de las cosas en la Biblia. Las cosas en cuestión no son objetos abstractos, sino realidades humanas ligadas a grupos sociales, a sus estructuras, a su vida; sólo tienen sentido porque son arrastradas por una historia (cursus rerum), en la que el designio de salvación se despliega poco a poco en el tiempo 30 Siendo Cristo el centro y la clave de este

27. I, q. 1, art. 9. Hay que notar en este artículo tres citas del Pseudo-Dionisio (in Corp., ad 2, ad 3). El ejemplarismo platónico, del que depende estrechamente el Pseudo-Dionisio, no hace sino elaborar filosóficamente el simbolismo subyacente a todos los cultos de la antigüedad oriental y griega (cf. Sentido cristiano del A7', p. 219 ss). No es, pues, sorprendente que santo Tomás descubra así un dato familiar a los historia-dores de las religiones.

28. Supra, p. 123-127.

29. M. ¿LIARE, Le mythe de 1'éternel retcvr, París 1949, p. 152-166.

30. Quodl. 7, q. 6, art. 3, in Corp.: «Spiritualis sensus sacrae Scripturae accipitur ex hoc quod res cursum suum peragentes significant aliquid aliud, quod per spiritualem sensum accipitur. Sic autem ordinantur res in cursu suo, ut ex eis talis sensus possit accipi, quod eius solius est qui sua providentia res gubernat, qui solus Deus est. Sicut enim horno potest adhibere ad aliquid significandum aliquas voces vel aliquas similitudines netas, ita Deus adhibet ad significationem aliquorum ipsum cursum rerum suae providentiae subiectarum... Unde in nulla scientia, humana industria inventa, proprie loquendo potest inveniri nisi litteralis sensus, sed solum in jata Scriptura...» Este texto muy claro está esta vez muy lejos del ejemplarismo del Pseudo-Dionisio.

designio, es por esto mismo el principio universal de inteligibilidad, en función del cual todo se ordena.

Esto sentado, es evidente que la relación de todas las cosas con Cristo es cualitativamente diferente según que se considere tal o cual etapa del designio de salvación: el tiempo de la encarnación, el tiempo preparatorio durante el que se aguardaba a Cristo, el tiempo de la Iglesia que sigue a su primer advenimiento. El problema del sentido de las cosas debe por tanto examinarse separadamente a los tres niveles.

 

§ II. CRISTO EN EL CENTRO DE LA HISTORIA31

I.
LA HISTORIA REVELADORA

I. SIGNIFICADO DEL VERBO HECHO CARNE

1. El problema de la relación de Cristo con el tiempo

En la juntura de los dos Testamentos existe una historia privilegiada que posee un valor único: la historia de Jesús mismo. Cuando considerando la revelación y la historia de la salvación en su conjunto se trata de situar el tiempo de Jesús con respecto a los dos Testamentos, se siente a veces cierta perplejidad. Es sabida la divergencia que en este punto divide actualmente a los teólogos de la escuela de Bultmann 32. Según Bultmann 33 y H. Conzel-

31. En la perspectiva de una teología de la historia de la salvación, que había iniciado en el siglo xtx J. C. K. von Hofmann, O. CULLMANN ha examinado en detalle este problema en Christ et le temps, Neuchátel-París 21957. La exposición llena de simpatía de J. FRrsQuE, Oscar Cullmann: Une théologie de l'histoire du salut, Tournai-París 1960 (particularmente p. 69-105), contiene a pesar de todo serias reservas (cf. P. 236 ss) mucho menos acentuadas que las de J. BARR, Biblical Words for Time, Londres 1962 (crítica de las bases semánticas, p. 47-81, de las posiciones filosoficoteológicas, p. 133-152). La manera de abordar el problema es mucho mejor en H. Gas vox BALTHASAR, Théologie de 1'histoire, París '1960 (trad. castellana: Teología de la historia, Guadarrama, Madrid 1959), y Das Ganze im Fragment, Einsiedeln 1963; J. Mouxoux, Le mystére du temes, Approche théologique, París 1962. En la 3.' edición alemana de Christus und Zeit, Zurich 1962, p. 9-27, respondió O. Cullmann a sus diferentes críticos, particularmente a R. Bultmann. Pero sobre este punto se pueden leer las justas observaciones de L. MALEVEZ, Les dimensions de l'histoire du salut, NRT, 1964, p. 561-578.

32. Exposición sumaria de la cuestión por. X. LÉON-DUFOUR, en Les évangiles et l'histoire de Jésus, p. 491.

33. Esta posición está evidentemente en conexión con la reducción radical de la predicación de Jesús que opera Bultmann en su Theologie des Neuen Testaments, Tubinga '1954, p. 1-33, sobre la base de una crítica igualmente radical de los textos evangélicos; cf. Der Mensch zwischen den Zeiten, en Glauben und Verstehen, t. itr, p. 35-54.

mann 34, el paso del mundo antiguo al mundo nuevo se opera entre la muerte de Jesús y la experiencia pascual de los apóstoles; consiguientemente, debido a esta discontinuidad radical, el judío Jesús pertenece al Antiguo Testamento, mientras que el Nuevo no lo conoce sino como Cristo-Señor. Por el contrario, según G. Bornkamm 35 y J.M. Robinson 36, el viraje se opera entre la predicación de Juan Bautista, que preparaba a los judíos para el reino futura, y la de Jesús, que anuncia el reino presente: Jesús se halla así en la vertiente cristiana de la revelación bíblica. En realidad, tanto por un lado como por otro, el tiempo de Jesús no se aprecia en función del misterio de su persona, que a lo que se ve no ofrece ningún interés, sino en función del mensaje de salvación, único que tiene importancia para los hombres: Jesús ¿es ya su anunciador cuando proclama el evangelio del reino de Dios, o bien hay que aguardar a su muerte para que cobre consistencia este mensaje? Nos vemos tentados a responder: «Da lo mismo», puesto que de todos modos la temporalidad de Cristo no recibe así su sentido de una teología de la encarnación retenida con su pleno realismo; lo quiera o no, se conforma con una concepción del tiempo, en la que sólo cuenta el aspecto existencial, puntual, sin duración, inobjetivable, en el que se opera la decisión del hombre frente a la palabra de Dios 37. Pero ¿pertenece Jesús verdaderamente a ese tiempo?

2. Cristo en la juntura de los dos Testamentos

Partiendo de los datos evangélicos, sin someterlos a la distorsión ligada con toda la problemática bultmaniana, J. Mouroux ha analizado con mucha más justeza la relación concreta de Cristo con el tiempo 38. Situémonos en la perspectiva del prólogo de san Juan: en la persona de Jesús hizo el Verbo irrupción en el tiempo

34. Aparte el artículo alegado por X. LÉON-DUFOUR (ZTK, 1957, p. 76 ss), cf. Die Mitte der Zeit, trad. ingl. The Theology of St. Ladee, Londres '1960, p. 185 ss.

35. G. BORNKAMM, lesas von Nazareth, Stuttgart '1957, p. 46.

36. J. M. ROBINSON, Le kérygme de l'Eglise et le Jésus de 1'histoire, trad. fr., Ginebra 1960, p. 109 ss.

37. J. Mouxoux, Le mystére du temps, p. 122-125.

38. Ibid., p. 81-167. ME QUEDO

humano; asumió la historicidad humana para transformar radical-mente su significado.. Si fue enviado por Dios entre los hombres, no lo fue ya como profeta, sino como Hijo que vive en una relación única con el Padre; por esta razón apareció en la tierra como la epifanía temporal del Padre invisible, cuya acción y cuyo ser mismo manifestaba bajo un velo. Cierto que para comprender con esta profundidad el sentido de su persona no basta con tomar en consideración los años de vida pública que se concluyen en el momento de la cruz 39. Hay que hacer entrar también en la cuenta el tiempo que les precedió, así como el tiempo, en que Jesús volvió a tomar contacto con los suyos en su gloria de resucitado 40: el objeto del mensaje de salvación, el evangelio, ¿no es, como dice el evangelista del Verbo, «lo que nosotros hemos oído, visto con nuestros ojos, contemplado, tocado con nuestras manos, respecto, al Verbo de vida»? (1 Jn 1, 1-2). Si la existencia eterna del Verbo en el seno del Padre escapa radicalmente a nuestro alcance, en cambio, a partir del momento en que se hizo carne para habitar entre nosotros entró en el campo de la experiencia humana, de modo que sus testigos pudieron «ver su gloria» (Jn 1, 14), y la visión de esta gloria no les fue dada plenamente sino' cuando les apareció resucitado.

Paradoja de la encarnación: todo el tiempo que duró esta asunción de la temporalidad humana por el Verbo de Dios, la mani-

39. Aquí volvemos a encontrarnos en nuestro camino con esa reducción de la historia de Jesús que heredó Bultmann de la crítica liberal. Jesús no pertenece a la ciencia histórica sino en los años en que su vida está atestiguada por testigos directos; y aun entonces hay que despojar su testimonio de lo que pertenece a sus creencias subjetivas. De este orden es en los evangelios todo lo que concierne a la experiencia de la resurrección; todo lo que evoca la infancia de Jesús es una traducción legendaria o mítica de la fe (cf. A. MALET, Mythos et Logos, La pensée de Rudolf Bultmann, p. 151). Quedan los años de vida pública, en cuyo relato se puede eliminar a priori todo lo que concuerda con la fe posterior de la Iglesia primitiva; porque es obvio que de esta fe no es Jesús, hablando con propiedad, el fundador o excitador, sino únicamente el objeto, representado míticamente en categorías de pensamiento, en las que creemos reconocer un sincretismo judeo-helenístico. En función de tales premisas, la cuestión de la conciencia filial de Jesús en sus relaciones con el Padre del cielo queda descartada como carente de sentido, sin preguntarnos siquiera si la fe en la encarnación, cualquiera que haya podido ser el desarrollo de su formulación en la Iglesia apostólica, no hallaría allí su punto de partida y su enraizamiento concreto en la historia humana. Tal método es tan extraño a la ciencia histórica como a la teología, pues introduce un prejuicio tanto en la una como en la otra.

40. H. URS vox BALTHASAR, Théologie de l'histoire, p. 102-113.

estación de la gloria divina en la faz de Cristo (2 Cor 4, 6) conoció alternativas: unas veces se descubría bajo el velo de la carne que significaba en el mundo su presencia, como lo nota explícita-mente la segunda de Pedro a propósito de la transfiguración (2 Pe 1, 17-18); otras veces se espesaba el velo hasta sustraerla totalmente a las miradas de los hombres, como en el momento de la agonía y de la cruz (cf. Heb 5, 7-8). Así pues, estos aspectos correlativos de la «temporalidad peregrinante de Jesús» (para utilizar la expresión de J. Mouroux) 41, opuestos, pero indisociables, revelaron su sentido definitivo en la luz de la resurrección, cuando esta temporalidad se cumplió transformándose (cf. Heb 5, 9-10). Así Jesús, desde su entrada en el mundo hasta su entrada en la gloria, fue el sacramento' por excelencia 42 de la «salvación eterna, cuyo principio vino' a ser para nosotros» (Heb 5, 9) y del Padre, cuya gloria reposaba en Él desde su concepción (Heb 5, 5-6). En este punto las penetrantes reflexiones de la epístola a los Hebreos convergen con los textos en que el cuarto evangelio resumió la carrera terrena de Jesús (cf. n 16, 28; 17, 1-5). Es muy exacto que se produjo un corte entre la cruz y la resurrección, no ya en el plano de la historia profana, que guardó su continuidad fenoménica, sino en el de la historia sagrada, en que se realiza el designio de salvación. En efecto,. en el momento en que Jesús. pasaba del mundo antiguo al mundo venidero (para usar el lenguaje de la apocalíptica judía), el tiempo basculó en cierto modo: el de la Iglesia ocupó el lugar del tiempo en que vivía la institución judía, ya que la humanidad pecadora y el régimen de la ley, asumidos por Jesús durante su vida terrena, murieron con Él en la cruz. Sin embargo, desde el momento de la encarnación, la nueva humanidad con su tiempo regenerado se hallaba ya presente en él en el interior mismo del mundo antiguo, en el marco de la economía preparatoria; la resurrección no hizo sino manifestar con plenitud el señorío del Hijo

41. J. Mouroux, op. Cit., p. 126-132, muestra que estos dos aspectos, distintos en los sinópticos, están reunidos en el cuarto evangelio: en Jn 12, 23-32 se superponen la agonía y la transfiguración, y la elevación de Jesús en cruz es también su glorificación, como si la gloria de la resurrección absorbiera por adelantado la humillación de la pasión.

42. R. THIBAOT, Le sens de l'homme-Dieu, Bruselas-París 1942; E. H. SCHILLE-aEECxx, Le Christ, Sacrement de la rencontre de Dieu, .tLex Orandi», 31, París 1960; P. T. CAMELOT, Le Christ, sacrement de Dieu, en L'homme devant Dieu (Mélanges H. de Lubac), París 1964, t. III, p. 355-364.

del hombre, oculto hasta entonces bajo la condición de Siervo que había querido asumir (Flp 2, 6-11; cf. Heb 2, 6-9). Así el tiempo de Jesús no pertenece al Antiguo' Testamento ni al Nuevo: constituye su juntura misma 43.

43. X. Lfox-Duroua, op. cit., p. 491 s.
 

II. LA REVELACIÓN INSCRITA EN LOS HECHOS

Si Cristo contiene en sí la revelación en su totalidad, nada de lo que atañe a su persona debe estar desprovisto de significado: no solamente sus palabras, sino su vida, su historia. Hay que precisar, sin embargo, cómo esta historia desempeña efectivamente una función reveladora. En efecto, bajo la palabra historia nos exponemos a entender cosas bastante diferentes. Reflexionando precedentemente sobre la naturaleza de la historia como ciencia, hacíamos notar que su objeto estaba constituido no tanto, por los detalles externos que entran siempre en la composición de un hecho cualquiera, como por la experiencia vivida, en la que los detalles adquieren su unidad concreta, y de los que reciben su significado humana 44. En el caso de Jesús, los detalles externos de la historia se han perdido con frecuencia en el olvido: pensemos únicamente en los datos topográficos y cronológicos, que tan cruelmente se echan de menos en los evangelios. Pero no es esto lo que realmente importaba; eran más bien las secciones de experiencia humana, en las que estos elementos secundarios desempeñaban efectivamente un papel muy subordinado. Hablando aquí de experiencia humana se piensa en primer lugar en la de Jesús mismo: gestos intencionales reveladores de su actividad salvadora y de1su misterio íntimo; acontecimientos de su destino de hombre, que llevaban las marcas de nuestra condición terrena y eran sin embargo realizadores de nuestra salvación. Mas para que estos gestos y estos acontecimientos desempeñaran eficazmente su papel de reveladores, fue preciso que entraran también en la experiencia de los contemporáneos y testigos de Jesús. Después de haber sido para ellos la manifestación del misterio de Cristo, vinieron a serlo para nosotros por la mediación de su testimonio. Porque en vano se buscaría en los evangelios ese famoso testimonio neutro que nos entregara los hechos de la vida de Jesús en estado bruto, antes de su interpretación por la fe cristiana: los evangelistas, al referirnos los hechos, nos dan también su inteligencia, porque el hombre al que tales hechos conciernen se halla en el centro de su fe.

Gestos intencionales de Jesús : se queda en el templo a los doce años; predica el evangelio del reino, acoge a los pecadores y perdona los pecados, arroja a los vendedores del templo; se sienta a la mesa con los hombres como signo de comunión fraterna, condena a los «escribas y fariseos hipócritas», maldice a la higuera estéril; cura a los enfermos, calma la tempestad, resucita muertos, expulsa a Satán de los posesos; ora a su Padre, le suplica que aleje de Él el cáliz, pero acepta su voluntad; escoge a los doce, los envía en misión, les confiere ciertos poderes, les ordena que vuelvan a hacer «en memoria suya» lo que Él hizo en la última cena. Y si es cierto que la mayor parte de estos gestos, acompañados de palabras que los esclarecen, son anteriores a la cruz, algunos de ellos son referidos explícitamente al tiempo de las apariciones que siguen a la resurrección. Así Cristo resucitado puede trascender el campo de los fenómenos históricos, puesto que ha entrado en el «mundo venidero»; sin embargo, por el lado de la experiencia de los apóstoles vuelve a introducirse en Él de otra manera para consumar su obra en la tierra 45. Los evangelistas, al referir todos estos gestos signifi-

44. Supra, cap. ni, p. 159-163.

45. X. LÉOx-DUrouR, op. cit., p. 442-450, muestra cómo esta reintroducción paradójica de la resurrección, puro objeto de fe, en la experiencia histórica de un cierto número de hombres plantea al historiador una cuestión ineluctable sobre la persona de Jesús, cuestión cuya respuesta está reservada a la fe. H. Duss RY, La foi n'est pas un cri, p. 78, tiene igualmente razón de protestar contra los historiadores que «rompen el lazo entre Jesús y el resucitado» sustrayendo éste a la historia. Pero no podemos decir que sea plenamente satisfactoria su manera de tratar la cuestión (p. 78-89). En particular, la fe en la resurrección de Jesús (condición previa de las cristofanías, que alcanzan seguramente una realidad objetiva de orden sobrenatural) no puede fundarse sobre la fe previa en su mesianidad; porque si el judaísmo profesaba la expectación de la resurrección como la expectación del Mesías, no realizaba sin embargo la juntura de las dos. Por consiguiente, no es posible reconstruir así los acontecimientos: En vida de Jesús, los apóstoles 'do consideraron como el Mesías; a la sazón de su ejecución, quedaron desconcertados, decepcionados, desamparados; luego recordaron ciertas palabras del Maestro sobre el sufrimiento, ciertos versículos de Isaías, igualmente ciertos salmos sobre la liberación del justo de los lazos de la muerte; finalmente "vieron" y creyeron o, según el esquema de Jn 11, 40 (si crees, verás), creyeron y vieron, esto es plausible, coherente, conforme a los textos» (op. cit., p. 84 ss). En realidad, ni los versículos de Isaías alegados, ni los salmos de liberación eran leídos por los judíos como textos mesiánicos. Cierto que Jesús, al apropiárselos, preparó a sus discípulos para comprender el sentido de su muerte como condición previa de su resurrección y de su glorificación mesiánica. Pero es hacer violencia a los textos evangélicos situar antes de las cristofanías esta comprensión de su suerte a la luz de las Escrituras: todos los textos hacen depender esta iluminación de la fe, de la experiencia de las apariciones. Sólo entonces pudieron los discípulos aplicar a Jesús como Mesías los salmos de sufrimiento o Is 53 y transponer al plano del «mundo venidero» y de la resurrección los textos relativos al Mesías glorioso. Igualmente, en el caso de san Pablo (al que hace alusión H. D., p. 85), fue la cristofanía del camino de Damasco la que rigió todo el proceso de refundición de las creencias, cuyo resultado nos dan a conocer las epístolas. Habría por tanto razón de rectificar el conjunto del análisis.

cativos, no se contentan con decir qué sentido les atribuyeron sus primeros testigos en el momento mismo; estaban muy convencidos de la incomprensión de que fue víctima Jesús hasta su muerte, incluso por parte de los suyos (cf. Mc 4, 13; 7, 18; 8, 17. 33; 9, 32, etc.). A la luz de su resurrección es cuando comprenden sus intenciones profundas; la experiencia cristiana que hacen en la Iglesia les hace descubrir su alcance remoto, más allá de lo que Jesús mismo había manifestado explícitamente en un principio.

Con más razón se sirven de esta clave de interpretación para mostrar en los acontecimientos de su vida otra cosa que meros «sucesos» 46 situados en su lugar dentro de la sucesión de las cosas humanas. Porque es muy cierto que Jesús, en las circunstancias particulares en que se desarrolló su vida, participó plenamente de nuestra condición humana. Pero la asumió' en tal forma que se hallaba colocado en una situación única: con respecto al Padre, como «Hijo muy amado»; con respecto a los hombres, como realizador de su salvación escatológica. En esta perspectiva presentan los evangelistas sus propias experiencias, semejantes a las de otros muchos bajo tantos aspectos, pero al mismo tiempo sin equivalente en ninguna parte: Jesús, concebido del Espíritu Santo por una madre virgen, nace en Belén como Mesías davídico; sus años de crecimiento le permiten asimilar toda la tradición religiosa del judaísmo, que modela su espíritu y su sensibilidad 47; a la sazón de su bautismo hace una ex-

46. La historia profana no ignora el suplicio de Jesús bajo el procurador Poncio Pilato: tenemos por lo menos la alusión de Tácito, Anuales, 15, 44. Pero para Tácito se trata precisamente de un suceso relativo a la «detestable superstición» nacida en Judea y llegada hasta Roma antes del tiempo de Nerón. Este juicio de dis-valor constituye por sí solo una interpretación subjetiva del hecho, en función de una cierta concepción pagana y romana de la existencia. No es más desinteresado que el juicio de valor de los escritos apostólicos.

47. Cuando se dice que Jesús recapitula en sí el Antiguo Testamento, no hay que ver en ello una simple concepción del espíritu, puesto que, por su educación judía, el Antiguo Testamento determinó la forma particular de su pensamiento y de su vida religiosa. De esta manera las figuras y las promesas bíblicas, hechas sustancia de su vida humana, fueron llevadas a su realización. Pero, naturalmente, la realización desborda de todas formas los preludios y los esbozos que llevaban su sello (cf. H. URS vox BALTHASAR, op. cit., p. 65-73). Cf. infra, p. 360 s.

periencia mística paralela (pero no idéntica) a las vocaciones proféticas; conoce la lucha espiritual contra Satán, que se prolongará en el trasfondo de todo su ministerio público; ve su predicación acogida o rechazada por los hombres; es desconocido en Nazaret, per-seguido por enemigos que le espían y finalmente traicionado, arrestado por orden de las autoridades judías, juzgado, crucificado bajo Pando Pilato; sin embargo, sus testigos privilegiados vuelven a verle luego en la gloria de su resurrección y reciben el Espíritu prometido por Él... Los evangelistas no refieren nunca estos hechos sin poner en evidencia de una manera o' de otra, su significado, puesto' que no' hallan interés en ellos sino por razón de este mismo significado. Por eso unas veces los ilustran recurriendo a las Escrituras, y otras los ponen en relación con declaraciones de Jesús; y en todos los casos los escudriñan a la luz de la resurrección, única que hace desaparecer su carácter enigmático, desconcertante y hasta escandaloso.

Así es como se nos presenta en los evangelios la historia reveladora, de la que Jesús es el héroe. Queda por saber qué realidad se revela a través de ella, qué penetración en lo invisible hace posible para quien cree.

 

II. EL MISTERIO REVELADO EN JESUCRISTO

I. DE LA HISTORIA DE CRISTO AL MISTERIO DE CRISTO

1. El misterio de Cristo-cabeza

El puesto de la historia de Jesús en el centro del tiempo, en la juntura de la economía preparatoria y de la economía ,sacramenta-ría, hasta el punto de que el tiempo del mundo pecador gravado por la herencia de Adán se transforma en un tiempo nuevo cargado con la eternidad divina, hace de esta historia la clave de todo lo que la precede y de todo lo que la sigue, o (como dice H. Urs van Balthasar) la norma de la historia 48. Con relación a lo que la precede, al tiempo de las promesas y de la espera, es esa realidad escatológica que desde el origen ejercía una misteriosa tracción en él curso de las cosas 49. En efecto, si el misterio' que ella encierra aguardó siglos para tomar consistencia en un acontecimiento, no por ello dejaba de ser subyacente al Antiguo Testamento, al tiempo de la economía primitiva, a la creación misma (Col 1, 16): todo esto recibe de él su sentido, pues todo estaba ordenado' a él como a su arquetipo 50. En cuanto al tiempo que sigue a Cristo, el tiempo de la Iglesia, que mira hacia su segundo advenimiento y hacia la transfiguración de la duración terrena, la historia de Jesús revela su sentido por adelantado a título de ejemplar concreto y de promesa en acto 51. En efecto, aquí también el misterio que ella encierra inserta su presencia bajo signos sacramentales hasta que se patentice plenamente cuando «pase la figura de este mundo» (1 Cor 7, 31).

¿Cuál es, pues, este misterio, cuya traducción visible constituye la historia de Jesús, desde su concepción hasta la resurrección? Es la realización plenaria de la relación religiosa entre los hombres y Dios en el nuevo Adán, su cabeza; miembros de la humanidad caída, que soportan en su destino las consecuencias del pecado que los esclaviza desde los orígenes de la historia, están sin embargo llamados a entrar en comunión íntima con Dios, están en Jesucristo, su Hijo. Esto Jesús lo revela viviéndola Él mismo en medio' de los hombres: fatigándose, sufriendo, muriendo como ellos y con ellos es, sin embargo, el Hijo en quien se complace el Padre; su muerte misma es un paso de este mundo' al Padre, es, el camino hacia la gloria eterna. Así el misterio concierne en primer lugar a la persona del Verbo hecho carne: se manifiesta primero en el tiempo de «peregrinación» en que vive toda la raza de Adán, puesto que aquí es donde el Hijo de Dios asume nuestra naturaleza herida; luego se consuma más allá del tiempo, en esa duración de nuevo género en que Cristo resucitado introduce nuestra naturaleza glorificada.

48. Ibid., p. 99 ss.
49. J. MouROUx, op. cit., p. 95 ss.
50. Ibid., p. 156-162. Sentido cristiano del AT, p. 150-175.
51.
J. MouROUx, op. cit., p. 162-167.

Pero a través de la persona de Jesús se descubre a los hombres la intimidad misma de Dios 52. Cuando el Hijo, Verbo y sabiduría de Dios, se manifiesta visiblemente en la carne, da a conocer al Padre, al que nadie puede ver (Jn 1, 18); quien lo ha visto, ha visto al Madre (Jn 14, 19), pues el Padre está en Él, y Él en el Padre (Jn 10, 38), el Padre y Él son una sola cosa (Jn 10, 30). Teniendo en sí mismo la plenitud del Espíritu Santo (Mt 3, 16 par.), lo revela como una persona cuando promete su venida en calidad de don escatológico (Jn 14, 16. 26; 16, 13 ss; Act 1, 8). En esta revelación las palabras de Jesús desempeñan ciertamente un papel capital. Pero' lo que estas palabras expresan no es en manera alguna una especulación sobre Dios, a la manera de la que la crítica racionalista atribuye gratuitamente al cristianismo' primitivo' a propósito de la encarnación o de la Trinidad. Es el contenido de una experiencia espiritual, única en su género, perceptible cada vez que Jesús habla del Padre con una familiaridad pasmosa 53. Ahí está el secreto de su personalidad, la fuente profunda de toda su actividad humana. Por ello esta actividad, con la actitud interior que supone, y con los gestos que implica, es su traducción concreta al nivel de la historia más trivial.

52. Cf. a este propósito las reflexiones de Y. CONGAR, Dum visibiliter Deum cognoscimus... Méditation théologique, LMD, 59 (1959), p. 131-161 (reproducido en Les voies du Dieu vivan.t, París 1962, p. 79-107).

53. Aquí remitimos al estudio exhaustivo de W. MARCEL, Abba, Padre. El mensaje del Padre en el NT, Herder, Barcelona 1967. Es curioso cómo ciertos críticos, extraños a la fe cristiana auténtica, no tienen dificultad en explicar sus orígenes en función de un patrón fijado de una vez para siempre, aplicable universalmente en historia de las religiones. La idea de que hubiera podido haber en Cristo una experiencia espiritual de índole particular, no sólo sublime entre todas, sino irreducible a ninguna otra, es cosa que se descarta a priori. Los textos que pudieran conducir a pensar así deben explicarse de otra manera, como pura producción del sincretismo heleno-cristiano. Los textos se resisten; no importa, se procede con obstinación, pues la hipótesis es absolutamente necesaria para armonizar la representación de la historia del cristianismo primitivo con el repudio de la fe en Cristo, Hijo de Dios. Admitamos que la hipótesis no es absurda y que merece un examen serio. Pero reconozcamos al mismo tiempo que no puede pretender más objetividad científica que la hipótesis contraria sostenida por la fe cristiana. Y finalmente, la elección entre las dos no es asunto de la ciencia, sino de la creencia, sea cual fuere el partido que se adopte (cf. infra, p. 429 ss).

2. El misterio de la existencia cristiana

El misterio de Cristo tiene también otro' aspecto que nos concierne directamente. El hombre no puede afrontar en Jesús la palabra de Dios 'sin verse revelado a sí mismo' en su verdadera condición existencial, que oscila entre la desesperación trágica y la esperanza de la salvación. Uno de los aspectos más salientes del cuarto evangelio es la presentación del drama espiritual que, para los contemporáneos de Jesús como para todo hombre, se entabla en torno a su persona 54. Cuando Jesús aparece en la tierra, el hombre se ve en la necesidad de hacer una elección decisiva que determinará su situación en la existencia: la obediencia de fe le permitirá entrar en la existencia regenerada, donde Jesús vive ya en comunión con el Padre; el negarse a creer lo hundirá en la existencia decaída que tiene por su nacimiento. Helo, pues, empeñado en un debate fundamental en el que está en juego su suerte eterna: entre las tinieblas y la luz, entre la muerte y la vida. San Pablo añadiría: entre el hombre viejo nacido de Adán y el hombre nuevo recreado en Jesucristo. Esta revelación es de orden existenciario, y no se puede reprochar a R. Bultmann el haberlo subrayado enérgicamente 55. Los sinópticos no eran insensibles a ello (cf. particularmente Le 2, 34 s). En san Juan se constituye en cierta manera en la razón de ser de la aparición de Jesús en la historia: Dios envía a su Hijo al mundo; para que el mundo sea salvado por Él y que todo el que crea en Él participe efectivamente en la salvación; pero todo el que no crea, está ya juzgado (In 3, 16-21).

Sin embargo, sería un error reducir el contenido de la revelación aportada por Jesús a esta desvelación del drama humano más fundamental, como si las evocaciones metafóricas o realistas, de la salvación y de la gracia que encierra el Nuevo Testamento fueran construcciones humanas sin densidad ontológica, destinadas a traducir «místicamente» la experiencia cristiana de la fe 56. Lo existenciario y lo ontológico no se excluyen mutuamente, sino que se imbrican.

Jesús, por su sola presencia en el mundo, revela primero el mundo a él mismo en el estado en que lo había puesto el pecado. En la luz de su mirada, y sobre todo al pie de la cruz, se descubren a la vez la profundidad del misterio del pecado y lo que en el pecado está en juego, la impotencia radical del hombre ante esta fuerza que le domina y su necesidad absoluta de una gracia inmerecida 57'. Pero sería demasiado poco ver así en Jesús la palabra de Dios porque su cruz, revelando el pecado, dio ocasión al anuncio del mensaje de gracia. Él es en persona la palabra hecha carne. Con esta calidad introduce en el mundo esa humanidad nueva, en la que en adelante podrán participar los que creen. A éstos no sólo los arrancará a la existencia pecadora de un mundo condenado, sino que los arrastrará tras sí a la vida con el Padre, los hará partícipes de su sacrificio y de su gloria. En efecto, frente a ellos está en situación de cabeza con respecto a los miembros, de ejemplar con respecto a las imitaciones más o menos lejanas, de principio de salvación (Heb 5, 9) con respecto a los salvados. Así 'sus gestos y los acontecimientos de su vida tienen un valor revelador que apunta directamente a su vida de rescatados : sus gestos manifiestan concretamente los diversos aspectos de la gracia que Él aporta a los hombres; los acontecimientos de su vida muestran la existencia nueva vivida ya en plenitud por aquel que es su iniciador y su fuente. Todo un juego de correspondencia lbs enlaza así con los diversos aspectos de la existencia cristiana, ya al nivel de la vida en la Iglesia, en la que se esboza bajo signos sacramentales, ya al nivel de su consumación más allá del tiempo 58.

54. P. GRELOT, Le probléme de la foi dares le IVe évangile, BVC, n.° 52 (1963), p. 60-71; cf. M. BONNINGUES, La foi dans l'évangile de saint lean, Bruselas 1955, p. 70 ss.

55. Los datos de su comentario del cuarto evangelio sobre este punto están resumidos en su Theologie des Neuen Testaments2, p. 421 ss: La fe como existencia escatológica. Una insistencia semejante sobre la decisión de fe y sobre el drama existencial que se entabla en torno a ella, se hallará en la obra de R. GUARDINI, Der Herr, Colmar 1947, t. t, p. 177-186, 247-257 (trad. fr., Le Seigneur, Colmar 1945, t. t, p. 171 ss, 234 ss; tr. cast. Rialp, Madrid). Pero la hallamos ya en el Tractatus in Ioannem de san AGUSTÍN, por ejemplo, 12, 12-14 (PL, 35, 1490-1492), 27, 7-11 (PL, 35, 1618-1621), etc.

56. Para hallar en el cuarto evangelio una desmitificación del acontecimiento de la salvación tal como lo anunciaba el kerygma primitivo se ve Bultmann en la necesidad de negar el realismo de la encarnación supuesto en los relatos evangélicos, interpretando los rasgos milagrosos o sobrenaturales que contienen como puros simbolismos superpuestos por Juan a los relatos recibidos de la tradición (Theologie des N. T., p. 386-396; cf. A. MALET, Mythos et Logos, p. 164-169). Pero este resultado de los análisis exegéticos estaba contenido ya desde el comienzo en el postulado existencialista a que obedecía el proceso. Si se supone por principio que todo realismo ontológico depende de la razón natural que actúa en la filosofía griega, pero es extraño a la existencia escatológica en que nos introduce la decisión de fe, no se ve, en efecto, qué pueda subsistir de él en la enseñanza intencional del cuarto evangelio. Pero ¿qué vale esta superposición y esta con-fusión de tres distinciones heterogéneas: entre lo ontológico y lo existencial, entre la especulación griega y el mensaje bíblico, entre las obras del hombre viejo y la existencia cristiana?

57. Descubrimos aquí los modos de ver de san Pablo en Rom 5, 12-21 y 7, 14-25.

58. Este significado de la historia de Cristo con respecto a nosotros lo señala excelentemente santo Tomás en el Quodlibeto 7, q. 6, art. 2, ad 5: «Ipsum corpus verum Christi, et ea quae in ipso sunt gesta, sunt figura corporis Christi mystici, et eorum quae in ipso geruntur, ut in ipso scilicet Christo exemplum vivendi sumere debeamus. In Christo etiam futura gloria nobis praemonstrata est; unde quae ad litteram de ipso Christo capite dicuntur, possunt exponi et allegorice, referendo ad corpus chis mysticum; et moraliter, referendo ad actus nosotros, qua secundum ipsum debent reforman; et anagogice, in quantum in Christo est nobis iter gloriae demonstratum.» Cf. J. SCHILDENBERGER, Vom Geheimnis des Gotteswortes, p. 440-446.

Consideremos primero los acontecimientos de la vida de Jesús. Sus reveses, las persecuciones que sufre y finalmente su pasión determinan el valor del sufrimiento y de la muerte en la economía de la salvación. Consiguientemente, se puede prever una experiencia semejante, como participación de la suya, en la vida de su Iglesia (cf. Ap 12, 13-17), de sus servidores (Ap 11, 7-9; Mt 10, 24 s; Jn 15, 20 s), de todos los que creen en Él (2 Tim 3, 12); así hay que llevar la cruz con Él para obtener la salvación (Mt 16, 24 s par.), y el sentido mismo del bautismo consiste en hacernos morir en su muerte (Rom 6, 4), para que tenga fin la existencia pecadora del «hombre viejo» que hemos heredado de Adán (Col 3, 3). Como contrapartida, la resurrección de Cristo revela no sólo el término hacia el que está tensada la esperanza de la Iglesia (Rom 8, 19-23), sino también la obra misteriosa que se opera en el creyente al oir la llamada del Hijo de Dios (Jn 5, 25) cuando resucita espiritual-mente para llevar su nueva existencia (Rom 6, 4-5). El mismo principio de interpretación se aplica a todos los acontecimientos que constituyeron la experiencia humana de Jesús. La del bautismo, por ejemplo, que no deja de anunciar su bautismo en la muerte (Le 12, 50), manifiesta con plenitud la vida misteriosa en que nos introduce nuestro propio bautismo: entonces el Padre hace de nos-otros sus hijos adoptivos (Rom 8, 14-16), y se nos da el Espíritu Santo (Rom, 5, 5; 8, 15).

Igualmente en la transfiguración vemos qué metamorfosis quiere Dios hacer sufrir a nuestra carne mortal, una vez que confiriéndole su Espíritu inserte en ella la semilla de la gloria final (cf. Rom 8, 23; 2 Cor 1, 22) 59.

59. Recordemos la importancia de la transfiguración en la teología espiritual de los cristianos orientales; cf. V. LOSSKY, Essai sur la théologie mystique de 1'église d'orient, París 1944, p. 145 se, 218 ss. Cf. también las excelentes conclusiones de A. M. RAMSEY, The Glory of God and Transfigurados: of Crist, Londres 1949, p. 128-143.

Los hechos de la vida de Jesús hablan por tanto en sí mismos y conviene escudriñarlos con el mayor cuidado si queremos saber en qué consiste la vida cuyo principio es Él 60.

En cuanto a los gestos de Cristo viator, no hicieron sino inaugurar en forma velada los que lleva a cabo ahora en la gloria de su señorío. Para significar que realizaba acá abajo la obra escatológica anunciada en las Escrituras (Mt 11, 4-5) hizo en otro tiempo milagros simbólicos que mostraban su victoria sobre los males de que sufre la humanidad en su condición actual: curación de los paralíticos (Jn 5, 21) y de los ciegos (Jn 9, 5), resurrección de los muertos (Jn 11, 24). Ahora bien, esta misma victoria se perpetúa durante el tiempo de la Iglesia, gracias a la misma palabra operante que actúa en los signos sacramentales 61: el bautismo ¿no es una curación, una iluminación y una resurrección (cf. Ef 5, 14) hasta que venga más allá del tiempo la resurrección definitiva (Ap 19, 4-6; cf. Jn 5, 28 s), la curación perfecta (Ap 22, 2), la iluminación eterna (Ap 21, 23 s)? Igualmente la comida milagrosa a la sazón de la multiplicación de los panes, en la que las multitudes fueron invitadas a la mesa de Cristo, anunciaba simbólicamente la comida eucarística inaugurada en la última cena y continuada en la Iglesia (1 Cor 11, 26), hasta que llegue el festín celestial que consumará más allá del tiempo el mismo misterio de comunión (Ap 3, 20; 19, 19). Y así sucesivamente.

60. Sobre la relación entre el misterio de la encarnación y la antropología cristiana, cf. las profundas observaciones de K. RAHNER, Réflexions théologiques sur l'incarnation, en Écrizs théologiques, t. ni, Brujas-París 1963, p. 90-101 (versión castellana: Escritos de teología, tomo iir, Taurus, Madrid).

61. R. Bultmann subraya muy bien el carácter simbólico de los milagros — o más exactamente de los signos — realizados por Jesús, pero únicamente para ver en ellos la imagen de su obra de revelador, que aporta a los hombres la gracia y la verdad (Theologie des N. T., p. 391). Todo simbolismo sacramental queda evacuado por principio, pues se da por supuesto que en los escritos joánicos «falta todo interés eclesiológico, todo interés por el culto y por la organización eclesiástica» (ibid., p. 437). Una exposición inversa, sin salirse de la teología protestante, se hallará en O. CULLMAaN, Les sacrements dares 1'évangile johannique, París 1951.


II. LA REFLEXIÓN CRISTIANA SOBRE LA VIDA DE CRISTO

Para poner en evidencia este sentido de los actos de Jesús y de los hechos de su vida, un trabajo de reflexión fue iniciado desde los orígenes de la Iglesia. El anuncio del evangelio en la época de los apóstoles incluía ya sus fundamentos.. Los opúsculos evangélicos, cada uno a su manera, llevaron más lejos la búsqueda en función de sus preocupaciones particulares; tal reflexión se halla latente en las epístolas paulinas, aun cuando en éstas gira en torno a algunos hechos esenciales constitutivos del misterio de la salvación. Por lo demás, la contemplación del misterio no es lo único que entra en juego, pues toda vida de fe debe rematar en decisiones prácticas; así la conducta de Cristo da al cristiano un modelo al que debe conformar su existencia: si Cristo «siendo rico se hizo pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza», es éste un ejemplo de liberalidad que hay que imitar sin cesar (2 Cor 8, 9; cf. F1p 2, 5 ss). El Nuevo Testamento, haciendo así resaltar los diversos aspectos del misterio de Cristo a partir de su historia, abrió el camino a la teología.

Sin embargo, queda todavía mucho que hacer después de él, ya para sistematizar sus datos, ya para hallar las múltiples resonancias de cada gesto de Jesús, de cada acontecimiento evangélico. A esto se han aplicado, con diversa fortuna, la teología, la liturgia y la predicación de todos los tiempos. Por lo demás, los caminos por que se lanzaron no las condujeron siempre a desarrollar igualmente lo que nosotros hemos llamado la revelación existenci aria y la revelación antológica, íntimamente ligadas con la realidad concreta de Cristo. La teología ha cedido a veces a la tentación de separarlas por abstracción metódica; ha sacado de la Escritura una ontología de la Trinidad, de la encarnación, de la economía de la gracia, sin enlazarla bastante estrechamente con la consideración de la existencia cristiana, de su drama, de lo que en ella está en juego, cosas todas de las que la predicación, en cambio, no podía desinteresarse. Es posible que cierta filosofía de las esencias, heredada de Grecia, pesara aquí demasiado gravemente sobre las especulaciones de la gnosis cristiana (entendámonos: de la teología llegada a la categoría de ciencia). Inversamente, la forma de experiencia propia de Lutero y el existencialismo nacido de Kierkegaard pesan hoy día de otra manera sobre la teología de Bultmann y de su escuela, pronta a vaciar el misterio de Cristo de su contenido realista 62 con tal que quede

62. Tal era ya el caso de la desmitificación liberal y de la escuela de la historia de las religiones, a las que tcp,ut.ha Bultmann haber finalmente suprimido toda cristologia (cf. A. MALET, Mythos et Logos, p. 137-141). Su proyecto de desmitificación apunta precisamente a salirse de este camino trillado, mediante la interpretación existencial centrada sobre la decisión de fe. Pero ¿qué queda de la cristología así reinterpretada? A menos que paradójicamente la decisión de fe tenga implicaciones que desborden la conciencia clara del que la toma: «Los que mirando a Jesús, a su cruz y a su muerte, creen verdaderamente que en todo esto les ha dicho el Dios vivo su última palabra, su palabra decisiva, que no puede retirar y que lo abarca todo, y que así £1 los libera de toda cautividad y de toda servidumbre con respecto a los datos existenciales de su ser desgarrado, pecador y abocado a la muerte, creen en una cosa que sólo puede ser verdadera y real en el caso en que Jesús sea ese mismo que confiesa la fe del cristianismo; creen en el Verbo de Dios, tengan o no de ello un conocimiento reflejo» (K. RAHNER, art. cit., p. 98 s).

en salvo la decisión de fe. Importa asir firmemente los dos extremos de la cadena si queremos comprender cómo es Cristo la norma viviente de la historia, cuyo centro es, y de cada una de nuestras existencias individuales, insertas en la Iglesia, pero en tensión hacia la vida eterna.

Este conjunto de preocupaciones lo descubriríamos sin dificultad si examináramos de cerca la doctrina de los sentidos de la Escritura tal como nos la legaron la antigüedad patrística y la alta edad media. A partir de la historia de Jesuscristo, considerada desde su nacimiento hasta su resurrección, se trató allí de comprender tres cosas: la realidad eclesial en todos sus aspectos (era la alegoría); su consumación celestial, ya actual para Cristo y su Iglesia (cf. Gál 4, 26), pero futura para la generalidad de los fieles (era la anagogía); finalmente, la existencia cristiana, regida por una norma moral, pero arrastrada también por el movimiento de una mística, fundada en la decisión de fe e informada por la caridad (era la tropología). Tal hermenéutica de los hechos evangélicos no ha perdido su actualidad. Es independiente de los procedimientos de exégesis aplicados a los detalles de los textos que dan testimonio de estos hechos. Si en este punto se ha desarrollado con frecuencia la alegorización con demasiada exuberancia, conforme a los hábitos culturales heredados del mundo antiguo, su principio profundo se situaba en el núcleo mismo del mensaje cristiano; era en efecto la fe en el Verbo hecho carne, gracias a quien la experiencia histórica de los hombres se convierte en experiencia de fe y se expande en teología.

 

§ III. EL SENTIDO DE LAS COSAS ANTES DE CRISTO

I. LOS DATOS DEL PROBLEMA

I. EL TIEMPO DE LAS PREPARACIONES

Debemos enfocar ahora el sentido de las cosas que precedieron a la venida de Cristo al mundo. El tiempo de las preparaciones implica diversas etapas. La primera, la de los orígenes 63, determinó de una vez para siempre loes rasgos permanentes de la temporalidad humana, tal como la conocemos por experiencia (cf. Gén 1-3; Sab 2, 23-24; Mt 19, 4-8; Rom 5, 12 ss). Si esta temporalidad es ambigua, es porque depende de dos principios antagónicos: por una parte la finalidad que ha recibido del Creador; por otra parte el estado de decadencia en que se halla desde la entrada del pecado en el mundo. La segunda etapa, la, de la economía primitiva 64, era referida por la teología medieval a la ley de la naturaleza 65; no en el sentido de que hubiera existido entonces una naturaleza humana, en el sentido griego del término, que se hubiera bastado a sí misma en su propio orden; sino en el sentido de que los hombres, por mediación de su conciencia sometida a los impulsos divinos podían conocer a Dios a partir de sus obras (Rom 1, 19-21) y cumplir «naturalmente» las prescripciones de su ley (Rom 2, 14-15). Finalmente, a partir de Abraham se inauguró una nueva etapa de la economía antigua, o Antiguo Testamento, explícitamente orientada hacia la salvación que se realizó y reveló en Cristo.

Para saber lo que en este marco temporal encerraba un significado con respecto a Cristo, hay que volver al principio enunciado más arriba 66: las cosas (res) sólo eran significativas por su implicación en una historia (cursus rerum) dirigida hacia el advenimiento de Cristo. Pero ¿qué hay que entender aquí exactamente bajo la pa-labra historia? Porque la historia humana puede examinarse bajo dos aspectos muy diferentes. 1) Todo lo que concierne a las rela-

63. Sentido cristiano del AT, p. 109-11
64. Ibid., p. 127-133.
65. Cf. el título de la obra de HUGO DE SAN VICTOR: De sacramentis Legis naturalia et scriptae (PL, 176, 17-42).
66. Supra, p. 308 s.

cienes de los hombres entre sí constituye la historia profana: historia de las razas y de las naciones, de las lenguas y de las culturas. 2) Todo lo que concierne a las relaciones de los hombres con Dios constituye, hablando con propiedad, la historia sagrada. Estos dos aspectos son estrechamente correlativos 67. Primero, porque el problema de las relaciones con Dios está íntimamente mezclado con todo el resto de la vida humana. Luego porque la historia profana no halla su fin último y su última justificación sino en la historia sagrada, a la que está ordenada positivamente; por esta razón depende también del único mediador por el que la humanidad alcanza su salvación en todos los órdenes : Jesucristo. Sin embargo, estos dos aspectos de la historia humana no se refieren a Cristo de la misma manera. La historia sagrada halla consistencia en su primer advenimiento; tiene por centro de gravedad su encarnación, por la que se establece el enlace entre Dios y los hombres. Por el contrario, la historia profana se desarrollará en la ambigüedad hasta su segundo advenimiento: sólo entonces discriminará Él los valores positivos para transfigurarlos en la vida eterna.

Cuando tratamos aquí de elucidar el sentido de las cosas humanas durante el tiempo de las preparaciones, nos situamos en la perspectiva del primer advenimiento de Cristo. El significado «erístico» de los aspectos profanos que contiene este sector de historia no debe ciertamente descuidarse; pero no se esclarecerá plenamente sino en la etapa siguiente de nuestra reflexión, cuando examinemos el sentido de las cosas en el Nuevo Testamento. Lo que se revela por el momento es el significado de lo que antes de Cristo constituyó propiamente la historia sagrada. Ahora bien, en este punto las tres primeras etapas del designio de salvación no se hallan en la misma situación. La de los orígenes determina la relación con Dios de la temporalidad humana y de todo lo que en ella se desarrolle en el transcurso de las edades; pertenece, pues, a la historia sagrada por todo su contenido, sea cual fuere por lo demás la manera como se lo pueda evocar 68. La de la economía primitiva hace resaltar los

67. Sentido cristiano del AT, p. 114-124. H. lías vox BALTHASAR, Théologie de l'histoire, p. 157-162.
68. Lo que aquí pertenece a la historia sagrada no es la representación exterior de la humanidad original, sino el drama espiritual vivido por ella en el momento en que se desencadena el proceso histórico. En el primer punto usa la Biblia representaciones convencionales que dejan libre el campo a todas las investigaciones científicas. En el segundo subordina su material figurado a una concepción de Dios, del hombre, de sus relaciones, del pecado, que está en conexión con el conjunto de la revelación y alcanza sin dificultad nuestra propia experiencia espiritual.

rasgos generales que, en todos los siglos, manifiestan la relación permanente de la temporalidad humana con la historia sagrada, sean cuales fueren los acontecimientos particulares que hayan de revestir estos rasgos 69. En cuanto a la de la economía antigua, si todavía asume estos mismos rasgos generales, es para incorporarlos a una serie de acontecimientos singulares que revisten un significado específico porque preparan directamente el advenimiento de Cristo.

69. Sentido cristiano del AT, p. 127 ss. También aquí, la representación de la historia humana se hace conforme a procedimientos convencionales que están en relación con el nivel cultural de Israel. Los materiales anecdóticos de Gén 4-11, tomados de tradiciones populares, tienen un valor representativo que concierne a la teología de la historia. En este orden de ideas es como (refieren las verdades esenciales sobre las que reposa la prosecución de nuestra salvación eterna» (encíclica Humani Generis, en Ench. B., 618),


II. EL MISTERIO DE CRISTO Y EL SENTIDO DE LA HISTORIA

Toda la historia que precede a Cristo, todo lo que criba en su transcurso para constituirse en historia sagrada, reviste, pues, cierto sentido en relación con Cristo. Precisemos en dos puntos este principio todavía vago.

Diciendo: en relación con Cristo, no entendemos únicamente con ello a Cristo-cabeza considerado bajo el ángulo de su vida individual, que se insertó en el tiempo desde su encarnación hasta su cruz y se consumó más allá del tiempo a partir de su entrada en la gloria. Enfocamos el misterio de Cristo en toda su amplitud, incluyendo en él el despliegue histórico que se efectúa en la Iglesia y se consumará el último día en la gloria de la resurrección. Tal es la realidad a que se refiere toda la historia anterior al primer advenimiento de Cristo.

En cuanto al sentido de esta historia, ¿cómo hay que definirlo? La doctrina tomista de los sentidos de la Escritura lo reducía a una sola función: la de prefigurar a Cristo; ahora bien, este planteamiento del problema era, como ya hemos visto 70, demasiado estrecho. En efecto, la relación de la historia y de todo lo que ella contiene, con Cristo, que es su fin último, puede examinarse desde

70. Supra, p. 307.

tres puntos de vista. 1) La historia sagrada que precedió a Cristo constituyó la preparación de su venida; desde este punto de vista el advenimiento de Jesús aparece como el cumplimiento de los tiempos (Mc 1, 15). 2). En este marco se realizó una pedagogía divina, cuyo medio práctico fue la ley (Gál 3, 24); desde este punto de vista Cristo puso fin a la pedagogía (Gál 3, 25), pero aportando el cumplimiento dé la ley (Mt 5, 17). 3) Finalmente, la venida de la salvación en Cristo fue prometida a los hombres no sólo con palabras proféticas, sino también con realidades concretas que constituían su prefiguración; desde este punto de vista Cristo realizó en la tierra el cumplimiento de las promesas divinas, en palabras o en actos. Tales son los tres puntos que vamos a estudiar sucesivamente.

La toma de conciencia de este sentido de las cosas arrastradas en el dinamismo de la historia sagrada no se efectuó sino progresivamente. Antes de Abraham y fuera del pueblo de la antigua alianza no era completamente ignorado; pero el instinto religioso de los hombres, minado por las deficiencias de una conciencia vulnerada, no era entonces sino un presentimiento ambiguo, y en ciertos puntos sumamente vago 71. En el Antiguo Testamento fue objeto de una revelación continuada, cuyas etapas se pueden seguir; pero entonces sólo se trataba todavía de una manifestación incompleta. La revelación entera se efectuó en Jesucristo; así pues, a partir de su historia y de sus palabras, tales como las comprendió y refirió el testimonio apostólico, es como hay que ponerlo en evidencia. Bajo este respecto los elementos suministrados por el Antiguo Testamento (o incluso por la historia de las religiones) deben integrarse en una visión sintética que los supere, si se quiere hacer una exposición teológica completa.

71. Esto se comprueba analizando los mitos y los ritos de las religiones antiguas: las cosas de la naturaleza, de la vida familiar y social, son en ellas objeto de una sacralización constante, pero con frecuencia equívoca; los acontecimientos de la historia en cuanto tales parecen, por el contrario, imposibles de sacralizar (cf. Sentido cristiano del AT, p. 125 ss). Nótese que el texto conciliar del Vaticano II (Sesión III) sobre las religiones no cristianas aprecia en forma muy positiva estos presentimientos de la revelación que afloraron casi por todas partes (se cita explícitamente el hinduismo y el budismo).


II. LA PREPARACIÓN HISTÓRICA DE CRISTO
72

La preparación histórica de Cristo se comprendería en forma superficial si se la redujera a la secuencia de acontecimientos exteriores que precedió a su venida a la tierra y a la lista genealógica que remató en su nacimiento según la carne. De hecho, la trama histórica en que se realizó esta doble preparación de su primer advenimiento desempeñó también otra función: en ella se reveló la temporalidad humana, tal como Jesús había de asumirla como hijo de Adán (Le 3, 38) y bajo la forma particular que revestiría para Él como hijo de David e hijo de Abraham (Mt 1, 1).


I. LA HERENCIA HISTÓRICA DE ADÁN

Por temporalidad 73 entendemos la condición existencial del hombre en el tiempo, ya al nivel individual, ya al nivel de las sociedades cuyo devenir constituye la historia. Esta condición reviste rasgos antinómicos que no han escapado a la atención de los filósofos. Pero para resolver completamente su enigma hay que referirse al misterio de los orígenes enfocándolo en sus dos facetas: como llamamiento a la existencia dirigido por Dios al hombre, y como dramatización de la existencia por la entrada del pecado y de la muerte en el mundo 74. En la intención del Creador el tiempo del hombre tiene un sentido muy definido: es un tiempo para la gloria y el servicio de Dios, un tiempo para el amor, para el gozo, para la vida. Este punto no es una especulación abstracta, pegada artificialmente a la realidad. Está inscrito en el corazón del ser humano, que lleva en sí un sentido innato de Dios y un pro-

72. H. Urs vox BALTHASAR, op. cit., p. 74 ss, 92 ss; J. Mouaoux, op. cit., p. 156-162-

73. J. Mouroux, op. cit., p. 57-58. La terminología utilizada aquí está evidentemente en contacto con la de Heidegger (en Seltz und Zeit, traducción parcial de R. BoExM y A. DE \VAELxExs, París 1964; traducción fragmentaria por H. COREIN, en Qu'est-ce que la métaphysique, París 1951 (hay trad. española de J. GAos, Colegio de México, ld '1962). El uso que hace de ella J. Mouroux muestra que es adecuadla al problema que tenemos que examinar, pero no implica una adhesión a todos los modos de ver de Heidegger ni una utilización teológica de su filosofía, semejante a la que hace Bultmann. Sobre Bultmann y Heidegger, cf. A. MALET, Mythos et Logos, p. 277-311, y supra, p. 300, nota 195.

74. J. Mouroux, op. cit., p. 77, habla excelentemente del pecado original como inversión del tiempo.

fundo deseo de alcanzarlo, una sed ilimitada de vivir y de amar, un sueño de felicidad paradisíaca. Sin embargo, la condición con-creta que experimenta el hombre a cada instante contradice a ojos vistas estas exigencias fundamentales: el tiempo del hombre, marcado por la presencia del mal y la propensión a rechazar a Dios, aparece como un tiempo para la lucha, un tiempo para la desgracia, un tiempo para la muerte. ¿Es, pues, el hombre un ser absurdo? 75.

Los capítulos 1-11 del Génesis, meditados ocasionalmente por los sabios de Israel, y releídos luego a la luz de Cristo por los autores del Nuevo Testamento, son el lugar teológico, donde se revela, no ya esta temporalidad misma, que una experiencia secular basta para darnos a conocer, sino el sentido que reviste en la perspectiva de la historia de la salvación. Por ser la condición humana la condición de una raza pecadora, implica las contradicciones que ponen en marcha la dialéctica de la historia76: antagonismos de los sexos (cf. Gén 3, 16b), de las clases y de los grupos sociales, de las naciones y de las culturas; lucha del hombre contra una naturaleza hostil (Gén 3, 17-18; 7, 11 ss), a la que sin embargo se siente llamado a dominar (Gén 1, 28; 2, 20a); división de cada individuo contra sí mismo en el debate íntimo de su conciencia desgarrada (Rom 7, 15-20).

Jesús, haciéndose hombre, quiso adoptar la condición humana. Nacido de una mujer (Gál 4, 24), hijo de Adán por su genealogía (cf. Le 2, 23-38), asume íntegramente esta herencia que lo hace solidario de todos los hombres pecadores. Por esto la larga experiencia histórica de los hombres, estratificada en el transcurso de las edades, marcada contradictoriamente por el dinamismo del designio del Creador y por los estigmas del pecado, formó por una

75. El existencialismo ateo de Sartre se instala deliberadamente en esta absurdidad radical, tratando de dar un sentido a la existencia del hombre por la toma de partido que sigue a esta aceptación fundamental de la desesperación.

76. Reconocer que la historia humana tiene una estructura dialéctica, que su proceso resulta de una sucesión de enfrentamientos, es cosa del sentido común, que no depende de teorías filosóficas. La dificultad está en cualificar este acto, en reconocer su significado. Hegel y Marx, al hipostasiar la historia haciendo de ella una ley de la naturaleza en cuanto tal, vician todo el planteamiento del problema. La dialéctica histórica es la ley de hierro bajo la cual se pliega una humanidad caída, uno de los aspectos mayores de su condición pecadora. El problema de la salvación es el de hallar un camino para salir de este estado, y no hay otro camino que el que se revela en Jesucristo.

parte el basamento humano de su yo, y por otra parte el medio social cuyo afrontamiento debía determinar su destino particular. De esta manera, sin perder nada de su situación única de Hijo de Dios, recapitula en sí la experiencia existencial de la humanidad entera, a la que se asimiló en todo, excepto el pecado (Heb 4, 15). Por esta razón experimentó como todos los hombres el tiempo humano como tiempo para la lucha, para la desgracia, para la muerte 77. Así la preparación del drama de la cruz no se efectuó únicamente durante los años de su vida pública, sino a todo' lo largo de la historia humana desde el drama de sus orígenes. Consiguientemente, esta historia revistió siempre, hasta en sus rasgos más comunes, un significado escatológico con relación a Cristo que era su fin.


II. LA HERENCIA HISTÓRICA DE ABRAHAM Y DE DAVID
78

En el interior de esta historia puso Dios aparte cieno sector del tiempo para hacer que emergiera en él en forma visible su designio de salvación: es el Antiguo Testamento. Su desarrollo presenta los mismos rasgos generales que descubrimos en todas partes, puesto que el grupo humano al que afecta nació del mismo tronco que los demás y pasó por la experiencia de la misma condición temporal. Pero tiene algo de especial, a saber, que de un extremo al otro se realiza en él una serie de elecciones 79 divinas que ponen aparte el resto, por el que la salvación debe llegar a los hombres: elección de Abraham y de los patriarcas (cf. Is 41, 8), del pueblo de Israel (Is 41, 9), de la tribu de Judá y de Jerusalén (Sal 78, 67s), de David y de su raza (Sal 78, 70)... Debido a esta disposición providencial, única en su género, se ve emerger en la historia humana una historia particular polarizada en forma inmediata por la finalidad propia del designio de salvación: historia social, política, cultural, religiosa, que engloba todos los aspectos de la experiencia

77. Cf. las observaciones de J. MOUROUX, op. cit., p. 132-136, sobre la temporalidad carnal de Cristo.
78. Ibid., p. 84.91.
79. Sobre el importante tema de la elección, cf. Sentido cristiano del AT, p. 138 s (bibliografía en la nota 37 de la p. 147). Sobre la elección de un resto como ley general del plan divino realizado en la historia de la salvación, cf. Rom 9, 6-29; 11, 1-10.

humana; historia íntimamente mezclada con los trastornos de todas clases que agitan al medio oriente durante das milenios. Esta experiencia vivida tiene el efecto de conferir rasgos originales al resto de la humanidad pecadora, puesta aparte con vistas a la salvación: la descendencia de Abraham, el pueblo de Israel, la comunidad judía. La condición humana se mantiene aquí idéntica a lo que es en todas partes. Pero integrada en esta línea de acontecimientos singulares que tienden hacia un éskhaton, la salvación, recibe así un significado nuevo que no se revela en ninguna otra parte: el sentido de la temporalidad humana no se entiende ya aquí única-mente en función de los orígenes que habían determinado sus rasgos antinómicos, sino también en función de este fin, que ejerce una constante tracción en su desarrollo.

Este fin es Cristo. Como descendiente de David (Rom 1, 3) y descendiente de Abraham (Gál 3, 16) a través de una genealogía continuada (Mt 1, 1-6), asume, pues, la herencia de Adán con los condicionamientos particulares que ésta tomó en el judaísmo. En Él la ley de la elección y de la puesta aparte, que intervenía ya plenamente en el Antiguo Testamento, halla su aplicación suprema. Porque la raza de Abraham y el pueblo de Israel, pese al designio divino cuyos depositarios eran, se mantenían al nivel de la humanidad pecadora; pero la elección de Jesús recae sobre el único Justo 80, que por sí solo constituye el resto separado con vistas a la salvación de los hombres. Así se revela en su persona el ;sentido misterioso de las elecciones y de las puestas aparte precedentes, el sentido de aquella historia singular que tendía a Él sin que sus participantes tuvieran plena conciencia de ello. Recibiendo de su madre la herencia de Abraham, de Israel, de David, de toda una tradición nacional y religiosa 81, recapitula en sí toda la historia del Antiguo Testamento; bajo esta forma precisa es como hace la experiencia de la temporalidad humana, para incorporarla al misterio de la salvación por la encarnación y la cruz, la resurrección y la Iglesia. Para hacerse hombre, se hace judío. Para extender la salvación a

80. En Act 3, 14 recibe Jesús el título característico de «santo y justo» (cf. V. TAYLOR, The Narres of Jesus, Londres 1954, p. 80-83; L. SABOURtx, Les nonos et les titres de Jésus, Brujas-París 1962, p. 58-61).

81. H. URS VON BALTHASAR, op. Cit., p. 73 ss; L. D tss, Marie, filie de Sion, Brujas-París 1959, p. 65 s.

la humanidad entera, injerta la Iglesia, su cuerpo, en el tronco histórico de Israel (Rom 11, 17-24).

III. CRISTO Y EL CUMPLIMIENTO DE LOS TIEMPOS

Vemos cómo la historia anterior a Cristo, aun recibiendo de Él su sentido, es, sin embargo, reveladora de todo un aspecto de su misterio. En efecto, en función de ésta es como se comprende por una parte su destino trágico de hijo de Adán, y por otra su personalidad de hijo de David y de hijo de Abraham, elegido con vistas a la salvación de los hombres, pero rechazado por su propio pueblo. Su entrada en la historia marca la plenitud de los tiempos: el éskhaton hace irrupción en el seno de la temporalidad humana 82. Los tiempos se han cumplido (Me 1, 15) también en otro sentido: todo el contenido concreto de esta temporalidad, determinado en sus rasgos generales desde los orígenes y elaborado luego larga-mente en el transcurso de las edades, se concentra ahora en la persona de Jesús que lo asume íntegramente. Es verdad que bajo cierto respecto el tiempo de la historia profana continúa en torno a Él su movimiento, de expansión en el conjunto del género humano, en dirección hacia un día final que totalizará su adquisición; pero ¿para qué fin práctico y con qué resultado, si se juzga por la ambigüedad que caracteriza en forma permanente a la temporalidad humana? Desde este punto de vista el proceso histórico de la historia sagrada, que va de Adán a Cristo a través de una serie de elecciones sucesivas, aparece como una reducción progresiva del horizonte 83: de la humanidad entera a solo Israel, de todo el pueblo de Israel a su resto, y finalmente a solo Jesús, que constituye efectivamente este resto. Pero este estrechamiento de la perspectiva está precisamente destinado a disipar la ambigüedad del tiempo: gracias a ello puede surgir en Jesús una nueva temporalidad humana, salvada de sus taras y finalmente transfigurada. Ésta también cami-

82. El éskhatom está ahí porque en Jesús lo eterno hace irrupción en lo temporal, paradoja de la encarnación, con la que tropieza la teología de Bultmann (J. Mouroux, op. cit., p. 124). Por ello mismo su apreciación de la temporalidad de Cristo y de su significado escatológico se distingue radicalmente de la que tratamos de hacer aquí.

83. O. CULLMANN, Christ et le temes, p. 81 s; cf. J. FRISQUE, Oscar Cullmann: Une théologie de 1'histoire du salut, p. 88-103.

nará en adelante hacia el día final, extendiéndose progresivamente sobre toda la raza de Adán e integrando todos sus valores rescatados; tal es el sentido del tiempo de la Iglesia, que estudiaremos más abajo.
 

III. LA PEDAGOGÍA CON MIRAS A CRISTO

Ahora debemos penetrar hasta el núcleo del problema psicológico y espiritual que se plantea al hombre a todo lo largo de su historia. San Pablo nos va a introducir en él con una reflexión sobre el sentido del Antiguo Testamento considerado como el tiempo de la ley: «Antes de venir la fe estábamos encarcelados bajo la ley, en espera de la fe que había de revelarse. De suerte que la ley fue nuestro pedagogo para llevarnos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe» (Gál 3, 23s). ¿En qué consiste esta pedagogía 84 que define desde un segundo punto de vista el sentido de la historia sagrada?

84. G. BERTRAM, art. Paideuw, TVTNT, t. 5. p. 618 ss; L. CERFAUx, Le Christ dans la théologie de saint Paul, París 1451, p. 171-176.

I. SITUACIÓN DEL HOMBRE PECADOR

Cuando san Pablo emplea la imagen del ayo o pedagogo, no pone en ella el contenido positivo que nos viene a las mientes espontáneamente y que, como veremos, se le puede dar efectivamente situándose en otra perspectiva. La ley-pedagogo tiene al hombre bajo una férula para permitirle ser un día salvado por Cristo; pero es que tiene precisamente necesidad de esta férula. Volvamos a su situación existencial tal corno nos ha aparecido más arriba. Desde cualquier aspecto que se la mire — relaciones del hombre con el mundo, con sus semejantes o consigo mismo —, reviste un carácter dramático, que dimana de su componente fundamental: la posición de la humanidad pecadora frente a Dios. En las intuiciones espontáneas de la conciencia humana, este problema fundamental de la existencia es más vivido que percibido reflejamente, más presentido que definido. ¿Córmo, pues, se han puesto en claro sus datos? Aquí descubrimos la segunda función del Antiguo Testamento, como pedagogía concreta que dispuso a los hombres a reconocer en Jesucristo a su salvador. Los instrumentos utilizados por esta pedagogía fueron por una parte la ley divina, y por otra la experiencia histórica de los hombres 85

1. La ley y la revelación del pecado

La ley es la regla de vida dada al hombre por la palabra de Dios. Antes del Antiguo Testamento, y fuera de él no se puede decir que los hombres la ignoraran completamente: la palabra creadora de Dios la había inscrito en su ser 86; además se les manifiesta por la conciencia que, pese a sus vacilaciones y a sus oscuridades, «tiene para ellos el lugar de ley» (Rom 2, 14). Sin embargo, en el Antiguo Testamento es donde se pone claramente en evidencia la existencia y el contenido de esta ley divina 87: la ley es en el Antiguo Testamento objeto de una enseñanza revelada que, aun integrando los datos de la conciencia, los precisa y los desborda. En efecto, a los preceptos morales y religiosos fundamentales que constituyen la «ley de naturaleza», añade dos elementos capitales que están ligados al estatuto particular de la alianza sinaítica: gracias a una legislación fuertemente estructurada, apunta a introducir las exigencias de los mandamientos morales en las instituciones civiles de Israel, y las exigencias de los mandamientos religiosos, en las instituciones cultuales. En estos dos puntos toma, pues, la ley divina la forma de derecho positivo, adaptado a la sociedad cerrada que constituye entonces el pueblo de Dios. Esta manifestación de la voluntad divina a Israel poseería ya en sí misma un valor educativo, que el Deuteronomio subraya (Dt 4, 5-8; cf. Sal 119 passim). Sin embargo, lo esencial de la pedagogía divina está en otra parte.

En efecto, si bien la ley encierra un ideal de justicia y de santidad, los hombres a quienes aporta esta regla de vida son en el fondo pecadores. Sus preceptos, pues, pueden ser en sí mismos santos, justos y buenos (Rom 7, 12) y provenir auténticamente del

85. Sentido cristiano del AT, p. 204-218, 283-285.

86. Cf. C. H. Dona, Natural Laza in the Bible, en Theology, 1946 (trad. fr. en Morale de I'Avangile, París 1958, p. 117-141). E. HAnsar,, Loi naturelle et loí du Christ, Brujas-París 1964.

87. Sentido cristiano del AT, p. 182-187.

Espíritu de Dios (cf. Rom 7, 14); sin embargo, no pueden cambiar el estado de los hombres a quienes son dados. Así van ante todo a hacerles adquirir conciencia de su verdadera situación frente a Dios. Llegamos aquí a las reflexiones de san Pablo sobre el sentido de la ley en el designio de salvación 88. La ley fue dada «con vistas a las transgresiones» (Gál 3, 19), es decir «para que se multiplicara la falta» (Rom 5, 20); por ella se produce «el conocimiento del pecado» (Rom 3, 20), no el poder de triunfar de él. Cuando muestra al hombre el mal de la concupiscencia, descubre que de hecho esta concupiscencia lo posee (Rom 7, 7); comprueba que el pecado habita en él (Rom 7, 17.20) como un poder tiránico, cuyo esclavo es (Rom 7, 14), puesto que el pecado toma ocasión del precepto para seducirle y conducirle a la muerte (Rom 7, 11). En una palabra, el hombre se ve impotente delante de este pecado que lo domina y le hace obrar a su pesar (Rom 7, 17-20). Así la ley le revela su condición existencial como una verdadera alienación espiritual, que le hace esclavo del pecado (Rom 6, 17).

2. La revelación del juicio de Dios

Esta primera revelación de orden existencial acarrea una segunda, pues hay contradicción absoluta entre el pecado y el Dios santo. El hombre, por el juego mismo del pecado que lo domina y de los consentimientos voluntarios que él le da, se halla en estado de hostilidad con Dios. Por esto la ley, poniendo al descubierto el «misterio de la iniquidad» humana (cf. 1 Tes 2, 7) revela al mismo tiempo la realidad terrible que es el juicio de Dios 89. Engendrando el pecado produce la cólera (Rom 4, 15) 90; entrega a los pecadores a la maldición (Gál 3, 10), tanto que por sí misma es una «letra que mata» (2 Cor 3, 6). Así se explican todos los aspectos religiosos de la condición que sufre solidariamente toda la humanidad pecadora: la cólera de Dios se revela en ella contra la impiedad y la injusticia de los hombres (Rom 1, 18). Éstos se hallan

88. L. CERFAUX, Le chrétien dans la théologie paulinienne, París 1962, p. 397-404. C. LARCHER, L'actualité chrétienne de I'Ancien Testament, París 1962, p. 255-264.
89. Sentido cristiano del AT,
p. 278 ss, 314 ss.
90. J. FICHTNER - G. STAHLIN, art.'Opyil. TWNT, t. 5, p. 392-410 (A.T.), 419-448 (N. T.).

en bloque, desde su primer padre (cf. Gén 3, 14-19), sometidos al juicio divino; su experiencia histórica, con todas sus caras sombrías, la manifestación concreta de este juicio, pues los hombres son por naturaleza «hijos de ira» (Ef 2, 3) 91. La conciencia humana lo presentiría ya instintivamente, pero en forma vaga y como a tientas. El Antiguo Testamento lo revela claramente a partir del momento en que con el pacto de la alianza asocia los males terrenos a la inobservancia de la ley (Éx 23, 20-33; Dt 28; cf. 27, 11-26). Por medio de la ley, la situación existencial del hombre se revela, pues, como una situación de juicio. No sólo para Israel, al que afecta directamente la economía sinaítica, sino para la humanidad entera nacida del primer Adán: la muerte, sanción suprema del pecado, reinó en el mundo desde Adán hasta Moisés (Rom 5, 14); desde antes de Abraham, el Génesis presenta ya el juicio-tipo en la catástrofe-tipo del diluvio' (Gén 6-9); finalmente, en torno a Israel identifican los libros sagrados una multitud de juicios divinos en la historia de todos los pueblos, que por este medio saldan la deuda de sus pecados.

Así la economía de la ley, y hasta en cierta medida la economía primitiva, en la que la conciencia «tiene lugar de ley», enfrentan al hombre con un problema que él no puede resolver; ponen su existencia bajo el golpe de un juicio al que él no puede sustraerse y de una maldición que él es incapaz de alejar. Por esto mismo le revelan su necesidad absoluta de una salvación por gracia; le muestran el lugar que Cristo debe llenar en su existencia. Revelación, también aquí, de orden existenciario, que no se puede reprochar a R. Bultmann el haberla puesto fuertemente de relieve: el Antiguo Testamento, reducido a los elementos que acabamos de describir, es efectivamente la historia de un fracaso, el de la economía sinaítica, y por este fracaso mismo da testimonio de Cristo invitando a los hombres a volverse hacia la gracia que los ha de salvar 92. Cierto que hay que hacer reservas acerca de la concepción de la

91. Sobre la interpretación de esta expresión en la tradición teológica, cf. J. MEHLMANN, Natura filii irae, atAnalecta biblica», 6, Roma 1957.

92. Cf. A. MALET, Mythos et Logos, La pensée de R. Bultmann, p. 246 s. La exposición esencial es: Die Bedeutung des A. T.s für den christiichen Glauben, en Glauben und Verstehen, 1, 1933, p. 313 ss; trad. ingl. The Significante of the Old Testament for the Christian Faith, en The Old Testament and christian Faith, ed. B. W. ANDERSON, Londres 1964, p. 8.35 (seguido de una serie de estudios que discuten esta posición, y a los que se puede añadir H. SCHtn.TE, Rudolf Bultmanns Stellung aum Alten Testament und itere Bedeutung für den Religionsunterricht, en Zeit und Geschichte (Dankesgabe an R. Bultmann). ed. E. DINKLER, Tubinga 1964, p. 719-727).

fe y de la salvación latente en la teología buitmaniana 93, pero el tema que desarrolla aquí es en el fondo absolutamente clásico. Santo Tomás, comentando Gál 3, 22, escribe 94: «La ley, en forma general, sirve de dos maneras a las promesas de laos. Primera-mente, porque manifiesta los pecados: "Por la ley viene el cono-cimiento del pecado" (Rom 3, 20). Luego porque manifiesta la flaqueza humana, puesto que el hombre no puede evitar el pecado sino con una gracia que no había sido dada por la ley 95. Y así como el conocimiento de la enfermedad y la impotencia del enfermo inducen a éste a buscar al médico, así el conocimiento del pecado y el de su propia impotencia llevan al hombre a buscar a Cristo.» Tal es en el fondo el objeto de la pedagogía divina 96.


II. CRISTO, FIN DE LA LEY (Rom 10, 4)

1. Cristo pone término a la pedagogía de la Ley

Una vez venido Cristo, llega, pues, a su término la función del pedagogo (Gál 3, 25). ¿Cómo se ha de entender esto? Primero, en cuanto que con Cristo tiene fin no sólo el reinado del pecado en el mundo, sino también la economía de la ley que estaba ligada con éll97. En efecto, el misterio del pecado y del juicio, que había comenzado a manifestar el Antiguo Testamento, se revela plena-mente en el drama que se produce en tomo a Jesús. Aquí el cuarto evangelio es el mejor de los guías para la reflexión teológica. Los dirigentes judíos, por su incredulidad y su obcecación voluntaria (Jn 12, 37-41; cf, 9, 41) representan concretamente el mundo pe-

93. A. MALET, op. cit., p. 205 ss: concepción completamente negativa de la gracia y de la salvación, correlativa con el repudio de la teología de la encarnación que hemos señalado más arriba (p. 319, nota 56).

94. Super epistulam ad Gelatas, lect. 8 (ed. CAI, Turín 1953, n ^ 174, p. 604).

95. Cf. Super epistulam ad Romanos, Lect. 2 (ibid., nn. 297-298, p. 52).

96. Otros textos tradicionales están señalados en Sentido cristiano del AT, p. 214 s (con referencia a la documentación patrística de D. PETAU, De lege et gratia, y L. THOMASSIN, De adventu Christi).

97. L. CERSAUX, Le chrétien dosis la théologie paulinienne, p. 404 s.

cador 98 que no puede recibir a Cristo porque se ha aficionado a sus tinieblas (Jn 3, 19 s), que no puede escuchar su palabra porque tiene al diablo por padre (Jn 8, 43 s). La muerte de Jesús es el atentado supremo de este mundo contra Dios, el pecado por excelencia en el que morirá (Jn 8, 21-24; 15, 22; 16, 9), la manifestación última del poder de Satán (Jn 13, 2; 14, 30). Pero en el momento en que culmina el pecado en el mundo por la muerte de Cristo en cruz, el juicio del mundo viene a insertarse en la trama del tiempo: «Ahora es el juicio del mundo, ahora que va a ser derrocado el príncipe de las tinieblas» (Jn 12, 31; cf. 15, 11). Este juicio no significa únicamente la victoria de Cristo sobre Satán, sino también la condenación de todo lo que Satán arrastraba tras sí: en términos joánicos, el mundo malvado, y la institución judía que se hizo su instrumento; en términos paulinos, el hombre viejo nacido de Adán, prisionero' de su carne, dominado por el pecado y por la muerte. En una palabra, cuando muere Cristo tomando sobre sí la maldición de la ley (Gál 3, 13), llega virtualmente a su fin la condición temporal de la humanidad pecadora, en virtud del juicio de Dios. Consiguientemente, todos los juicios divinos des-cubiertas por la Escritura a lo largo de las edades precedentes, y todos los que se efectuarán en lo sucesivo hasta que pase la figura de este mundo condenado, cobran sentido en función de la muerte de Cristo. En cuanto a la economía de la ley 99, ésta también muere con este mundo del que era correlativa, una vez que su función ha terminado ya (Ef 2, 14).

En efecto, Cristo sólo murió para «pasar de este mundo al Padre» (Jn 13, 1), como su resurrección lo manifestó claramente a sus testigos. Ahora bien, can esto vino a ser el principio de una nueva humanidad (Ef 2, 15-17; 2 Col. 5, 17). La existencia escatológica, que Él había inaugurado velándóla bajo la condición de esclavo hasta su muerte en la cruz (Flp 2, 7 s), está ahora sustraída a tal servidumbre provisional 100. Más aún, la comunica a los que creen en Él: éstos resucitan con Él para llevar una vida nueva

98. E. K. LEE, The Religious Thought of St. John, Londres 1951, p. 121 ss.

99. L. CERFAUX, Le Christ dares la théologie de saint Paul, p. 116-119; C. LARCIIER, Actuante chrétienne de l'Ancien Testament, p. 264-277.

100. Le mystkre du temas, p. 136 ss.

(Rom 6, 4-11) que tiene su fuente en el Espíritu Santo101 Este Espíritu, prometido por Jesús (Jn 14, 16. 26; 16, 13 s), se da actual-mente a los hombres (Act 2, 38), y pone en los corazones el amor de Dios (Rom 5, 5)102. Así se halla resuelta la antinomia con que tropezaba su existencia pecadora. Los hombres, obligados a la observancia de la ley, pero incapaces de cumplirla, estaban en cierto, modo entregados a la desesperación. Pero el Espíritu las emancipó de la ley del pecado y de la muerte (Rom 8, 2), con lo cual la justicia de la ley puede ahora cumplirse en ellos (8, 4). Ya en el Antiguo Testamento, esta novedad absoluta de la existencia escatológica había sido objeto de una promesa (cf. Jer 31, 33 s; Ez 36, 25-28). La promesa se cumple ahora, y ya no hay conde-nación para los que están en Cristo Jesús (Rom 8, 1): están sus-traídos al juicio por su fe en Él (Jn 3, 18); escapan a la maldición y reciben la bendición prometida a Abraham (Gál 3, 9.14). Ya no están, pues, sometidos a la pedagogía de la ley (Gál 5, 18; cf. 3, 25), pues si se dejan guiar por el Espíritu Santo y llevan sus frutos, ya no hay ley que testimonie contra ellos (Gál 5, 22).

2. Cristo lleva la ley a su cumplimiento

¿Quiere esto decir que haya perdido su sentida la ley como expresión de la voluntad de. Dios sobre los hombres? Aquí es preciso hacer distinciones. En efecto, para los que viven según el Espíritu subsiste una ley, que' es la del amor 103. El amor es la ley

101. Le chrétien dosis la théologie paielinienne, p. 406 ss, analiza los temas vinculados al don del Espíritu en la vida cristiana.

102. Esta interpretación de Rom 5, 5 es impugnada por Bultmann, que entiende el «amor de Dios» como «el amor por el que nos perdona», lo cual nos lleva a la concepción negativa de la gracia y de la salvación, que hemos señalado más arriba (cf. A. MALET, op. cit., p. 231); por el Espíritu es como este acto de amor de Dios, significado en Cristo, se hace eficaz para nosotros.

103. La posición de Bultmann en este punto está regida por una concepción de la ley como norma de la «moral objetiva» (A. MALET, op. Cit., p. 223 ss), que es la de Grecia y no la del Antiguo Testamento, citado explícitamente por Cristo (Mt 22, 34-40 par.). Las antinomias: hombre natural-hombre nuevo, ley-gracia, concepción griega del hombre-concepción existencialista, se suponen allí recubrirse estrictamente y oponerse entre sí como el mal y el bien. Tal modo de ver las cosas es inaceptable, pues deforma la relación real entre los dos Testamentos. Sobre el amor como mandamiento capital de Jesús, cf. R. SCHNACxENBURG, La morale du Nouveau Testament, trad. fr., París 1963, p. 84 ss, 286-296.

en su plenitud (Rom 13, 10); es el mandamiento que engloba por sí solo toda la ley y los profetas (Mt 22, 40). Ahora bien, éste es el mandamiento de Cristo (Jn 13, 34; 15, 12. 17; 1 Jn 2, 8). Pero este mandamiento no es ya exterior al hombre una vez que éste ha entrado en la existencia escatológica: el Espíritu lo ha insertado en su corazón (Rom 5, 5; cf. Jer 31, 31); así en adelante vive «bajo la ley de Cristo» (1 Cor 9, 21; cf. Gál 6, 2)104. Así Cristo, en el momento mismo en que pone fin al régimen de la ley en lo que tenía de provisional y de caduco, en rigor no abroga la ley, sino que le da cumplimiento (Mt 5, 17)105; revela todo su contenido, positivo, la transforma y la incorpora al evangelio. Pero no se trata ya de una realidad de la antigua alianza. La ley así entendida pertenece por derecho a la nueva alianza: es la regla de acción para la vida en Cristo; es el fruto del Espíritu Santo en el hombre regenerado 106 En la medida en que el Antiguo Testamento e incluso el tiempo de la economía primitiva la conocían ya como tal, significaba, pues, allí la presencia anticipada de la economía de la gracia 107. En el seno de la pedagogía divina que revelaba al hombre su condición pecadora y su situación de juicio, el Espíritu Santo estaba en acción e inclinaba los corazones hacia la ley del amor.


IV. LA PREFIGURACIÓN DE CRISTO

Si la salvación aportada por Cristo fue objeto de espera por parte de los hombres, es que había sido prometida por Dios como la solución del problema de la existencia, cuyos datos acabamos de examinar. En el Antiguo Testamento la historia de Israel, y tras ella la entera historia humana, aparecía, pues, como polarizada por un acontecimiento final (un éskhaton) que determina el sentido de todos sus componentes porque constituye su fin úl-

104. C. H. DODo, "Evvo ros Xpmo'ro0: 1 Cor 9, 19-22, en Studtá paulina in honorem De Zwaan, p. 96-110.

105. Sobre esta realización o cumplimiento de la ley, cf. la solución matizada de C. LARCHER, L'actualité chrétienne de l'Ancien Testament, p. 231-255, 272-284.

106. L. CERFAUX, Condition chrétienne et liberté selon saint Paul, en Recueil L. Cerfaur, t. ni, p. 293 s; C. H. Doran, Gospel and Lazo, Cambridge 1951, p. 64-83 (trad. fr. Morale de 1'Évangile, p. 89-116).

107. Sentido cristiano del AT, p. 213, nota 133. Sobre la presencia de la gracia de Cristo en el Antiguo Testamento, cf. ibid., p. 162-174.

timo 108. No se trata aquí de examinar directamente el contenido de las promesas divinas que evocan por adelantado este éskhatan 109. Se trata únicamente de ver cómo las realidades encerradas en la experiencia histórica anterior a Cristo implican un sentido en relación con Él, cómo revelan por anticipación su fisonomía, no ya con plenitud y directamente, sino en forma simbólica, por medio de figuras.


I. LA NOCIÓN DE FIGURA EN EL NUEVO TESTAMENTO

En el Nuevo Testamento se utiliza la noción de figura en dos perspectivas diferentes. En san Pablo 110 se define en función del desarrollo de la historia sagrada. En relación con el misterio de Cristo que es el fin de esta historia, los acontecimientos y los personajes que preceden a su venida contienen un significado profético. Adán era la figura (T157roq) de Cristo que había de venir (Rom 5, 4), considerado en su función de cabeza (cf. 1 Cor 15, 45-49). Los acontecimientos del éxodo y del desierto eran «figuras ('rt not:) que nos concernían»; «tuvieron lugar figurativamente (Tuirsxccn)» (1 Cor 10, 6.10). Una figura (typoas) es, pues, un símbolo anunciador de las realidades escatológicas, inscrito en la filigrana de la historia sagrada. Lo que le corresponde en el Nuevo Testamento, particularmente al nivel de la experiencia cristiana que aporta al hombre la participación en la salvación, puede calificarse de antitypos; así el bautismo, según 1 Pe 3, 21.

A este simbolismo escatológico, elemento específico de la revelación bíblica, se superpone en la epístola a los Hebreos 111 un ejemplarismo que recuerda más la simbólica religiosa común a toda la antigüedad oriental y clásica. Las cosas del mundo, implicadas en el flujo de la vida del tiempo, eran miradas como reflejos imperfectos de un modelo situado allá arriba, fuera del tiem-

108. Ibid., p. 299 s.

109. Ibid., p. 335 ss.

110. S. AMSLER, L'Ancien Testament dans l'Église, Neuchátel-París 1960, p. 55.60; La typologie de rAncien Testament ches saint Paul, RTP, 1949, p. 113-128 (resume la tesis de teología del mismo autor).

111. Sentido cristiano del AT, p. 223 s, 303; C. K. BARRET, The Eschatology of the Epistle to the Hebrews, en The Background of the N.T. and its Eschatology (Mélanges C. H. Dodd), Cambridge 1955, p. 383.393.

po y por encima de él. Este mundo divino inmutable, había fijado para siempre los rasgos de todas las cosas en la historia mítica que allí había ocurrido en el tiempo primordial; el culto, como las instituciones sacrales de la sociedad, no hacían sino imitar este arquetipo supremo 112 La revelación bíblica no tiene inconveniente en recurrir a los simbolismos de este género para hablar de Dios y de las cosas divinas; pero fuera del acto creador, diversamente representado 113, suprime radicalmente toda historia divina primor-dial para sustituirla por su concepción particular de la historia sagrada orientada hacia un acto final de Dios, el éskhaton 114 En este marco se sitúa la noción de figura propia de la epístola a los Hebreos 115 El misterio de Cristo, sobrevenido al final de los tiempos, inaugurado en la tierra y consumado en el cielo, es él divino ejemplar a que se refiere toda la historia sagrada. Es la realidad celestial era Inoupávta : 6, 4; 8, 5; 9, 23; 11, 16; 12, 22), la realidad verdadera (Tá á),tOtvá : 8, 2; 9, 24), por tanto el arquetipo (Tóno : 8, 5), o mejor todavía el teleootipo 116 pues este ejemplar, en los tiempos del Antiguo Testamento, era todavía una realidad futura (ó µ&),),Wv: 6, 5; 9, 11; 10, 1; 13, 14), que debía tener efecto al final de los tiempos preparatorios. En relación con ella, la historia y las instituciones del Antiguo Testamento constituían, pues, un símbolo (napot.po).41: 9, 9; 11, 19), una sombra (azul: 8, 5; 10, 1), una copia (únó8eLyI„ta : 8, 5; 9, 23), una reproducción (ávTdrunos : 9, 24). Por el contrario, en la experiencia eclesial tocamos una imagen fiel que contiene su realidad (eixcóv: 10, 1). En tal concepción de las cosas el ejemplarismo queda, pues, radicalmente transformado por un simbolismo escatológico idéntico al de san Pablo.

Vemos que la inserción del misterio de Cristo' en la historia humana y la pertenencia de las cosas figurativas a la historia que preparó su venida son esenciales a la noción bíblica de figura, que

112. Sentido cristiano del AT, p. 219 s, 294-297.

113. P. VAN IwscaooT, Théologie de l'Ancien Testament, t. I, p. 94-104; cf. p. 96 s, las huellas de representación mítica de la creación como combate primordial de Dios contra las fuerzas del caos.

114. Sentido cristiano del AT, p. 298-301.

115. Para una comparación de esta doctrina con el ejemplarismo de Filón, cf. C. Srxcg, L'épitre aux Hébreux, t. I, p. 72-75, 346 s.

116. Sentido cristiano del AT, p. 299, nota 128.

bajo este respecto es única en su género en las religiones antiguas 117. El Antiguo Testamento había sentado sus fundamentas, primero por su concepción finalista de la historia, luego por su utilización de la historia pasada para representar el objeto' de las promesas escatológicas 118. ¿Hay que ver aquí únicamente, como lo ha pro-puesto R. Bultmann 119, una aplicación particular de la ley de recurrencia que en otras partes rige el eterno retorno de las cosas, efectuándose aquí el retorno una sola vez al término de un ciclo único? 120. Esto sería minimizar indebidamente la originalidad de la tipología bíblica, considerada como una de tantas expresiones «mí-ticas» de la fe. En efecto, esta originalidad no depende únicamente de la unidad del ciclo, que acertadamente ha señalado Bultmann, sino del vínculo que existe desde el Antiguo Testamento entre la experiencia histórica de Israel y la educación de su fe. Aquí abordamos el aspecto positivo' de la pedagogía divina 121, que no solamente dispuso los corazones de los hombres para tornarse hacia Cristo-Salvador, sino les dio también anticipadamente un cierto conocimiento de su misterio 122. Vamos a comprobarlo a pro-pósito de tres terrenos en que halla aplicación el principio figurativo: los orígenes, la experiencia histórica de Israel y el culto anterior de Cristo.


II. EL MISTERIO DE LOS ORÍGENES Y CRISTO

1. El doble Adán

La presentación bíblica de los orígenes revela en primer lugar el sentido de la condición humana, en la realidad actual y en su

117. Ibid., p. 223 s.

118. Ibid., p. 368 ss.

119. R. BULTMANN, Ursprung und Sinn der Typologie als hermeneutischer Methode, TLZ, 1950, 205-212 (= Glauben und Verstehen, 1, p. 315 ss).

120. Esta reducción de la escatología a la recurrencia cíclica de los grandes años había sido ya propuesta por R. BERTHELOT, L'astrobi•ologie et la pensée de 1'Asie, en 'eRevue de métaphysique et de morale», 1935, p. 194 s. Cf. las observaciones de H. DE LUBAC, Catholicisme, p. 110 ss.

121. H. DE LUBAC, op. cit., p. 190-198, utiliza desde este punto de vista (que era ya el de Clemente de Alejandría) la idea de pedagogía, cuya diferente orientación hemos señalado en el único texto de san Pablo que la menciona explícitamente. Cf. Sentido cristiano del AT, p. 286-293 (sobre la educación teologal de Israel).

122. Sentido cristiano del AT, p. 254 s, 328-331.

causa primordial. La imagen paradisíaca traduce concretamente el fin para que el hombre fue y está creado y situado en el mundo; la exclusión del paraíso le opone la situación en que se halla por razón del pecado. De esta manera incluye Adán en sí a la humanidad entera; al mismo tiempo que representa el punto histórico de partida del género humano y su calidad de epónimo, es el hombre-tipo tal como lo somos todos, encarna nuestra temporalidad bajo sus dos aspectos opuestos. Consiguientemente, su relación con Cristo es doble 123. Por su caída y por la condición inferior a que queda reducido, define la temporalidad menoscabada que asumirá Cristo, y muestra en negativo lo que deberá llevar consigo su acción redentora. Es el punto desarrollado por san Pablo en Rom 5, 12-19: la prefiguración de Jesús se entiende entonces en forma antitética. Pero la condición paradisíaca en que se había presentado antes a Adán esboza positivamente los rasgos de la existencia escatológica en que Cristo entrará por su resurrección y a la que nos llevará a nosotros tras sí. En efecto, desde la creación hasta la vida eterna conserva su unidad el designio de Dios. Así la familiaridad con Dios, el gozo paradisiaco, la unidad en el amor, el dominio del mundo, que la evocación de los orígenes atribuía a la pareja primordial de la que salió el género humano, se realizan de hecho en Cristo cabeza entrado en la gloria (Heb 2, 6 ss; 1 Cor 15, 25 y Ef 1, 22 con su cita de Sal 8), que hará participar en ella a sus miembros al término de su prueba terrena (Ap 2, 7; 21, 4; 22, 3. 14).

Todo esto permite decir que al crear Dios al hombre tenía puesta la mira en Cristo. Éste, en cuanto Verbo y sabiduría es la imagen del Dios invisible, y así todo fue creado en Él, por Él y para Él (Col 1, 15-16). A este título era, pues, el modelo según el cual «Dios hizo al hombre a su imagen, conforme a su semejanza» (Gén 1, 26 s). Ahora bien, por la encarnación el modelo mismo se hizo hombre en cuanto hijo de Adán; manifestó dentro del tiempo histórico el arquetipo que preexistía a su origen (cf. Heb 1, 2-3). Así la divinidad del Verbo asegura la primacía absoluta de Cristo, tanto en el orden de la creación como en el de la redención : Adán,

1223. Le Christ dans la théologie de saint Paul, p. 176-187; 0. CULLMANN, Christologie du Nouveau Testament, p. 143-156.

por llevar en sí la imagen de Dios, esbozaba los rasgos del Cristo futuro. Esta reflexión sobre la relación entre Adán y Cristo acaba de explicitar un pensamiento que era ya corriente en el antiguo Testamento 124. Aun antes de que se desarrolle la escatología profética, la evocación del paraíso primitivo que inaugura la historia sagrada yahvista (Gén 2) define en cierta manera el fin fundamental del designio creador; así esta evocación se cierne en el trasfondo de los textos que en el Pentateuco definen las promesas divinas y la esperanza de Israel a su nivel más antiguo (por ejemplo, Gén 27, 27-29; 49, 25-26; Éx 23, 25-26; Lev 26, 3-12; Dt 6, 3, etc.). En lo sucesivo los profetas la introducen en su descripción del éskhation, que restituirá al hombre al paraíso perdido (Os 2, 20.23 s; Is 7, 15; 11, 6-9; 51, 3; 65, 17-25; 25, 7; Ez 37, 35; 47, 8-12; J14, 18; Zac 14, 6-9 etc.).

2. Originalidad de la concepción bíblica

Podemos evidentemente preguntarnos si esta transposición de la perfección original al término, del tiempo no responde a un principio, de aplicación más general, del que las mitologías orientales ofrecen más de un ejemplo: Urzeit wird Endzeit 125 ¿Sería ésta sencillamente la forma particular que adoptó en Israel la ley del retorno cíclico, atestada en el pitagorismo por la espera del gran año que se opone simétricamente a la degradación primitiva del tiempo, tal como la describe Hesíodo? De hecho, la imaginería utilizada es prácticamente la misma en los dos casos 126. Pero esto no tiene nada de extraño, puesto que el mito paradisíaco (tomando aquí la palabra mito en un sentido técnico que no tiene nada de peyorativo y ni siquiera incluye la idea de una historia divina primordial) no es sino el reverso de nuestra experiencia existencial, abocada a la desgracia bajo todas sus formas a despecho de nues-

124. Sentido cristiano del AT, p. 390 ss. Para un análisis de los ternas literarios del paraíso, cf. H. GRESSMANN, Der Messias, p. 149-181; S. MOWINCKEL, He That Cometh, p. 81, 112, 146, 182, etc.

125. Supra, p. 345, nota 119.

126. Así, en la visión del paraíso terrenal que ocupa todo el canto 28 del Purgatorio, puede decir Dante de los poetas paganos: «Los que en los tiempos antiguos cantaron la edad de oro y su felicidad, soñaron quizá en el Parnaso con este lugar» (v. 139-141).

tro deseo radical de bienaventuranza 127. El pensamiento antiguo se había enfrentado con este problema, como lo hacen a su vez las filosofías modernas. No es, pues, en este punto donde hay diferencia entre el modo de expresión de la revelación bíblica y el de las mitologías circundantes.

Para mostrarlo hay que examinar el contexto, literario' en que se halla situada esta imaginería. Tomemos dos ejemplos característicos. En la epopeya de Gilgames 128 sirve para traducir una concepción pesimista de la existencia: la búsqueda de vida emprendida por el héroe es sin esperanza, pues la planta de vida se le escapará; su viaje al paraíso no le impedirá morir. Por el' contrario, en las especulaciones pitagóricas la espera de la vuelta a la edad de oro está ligada al mecanismo de los ciclos cósmicos regido por el fatalismo astral 129: el advenimiento del gran año reviste así un carácter de necesidad e ignora totalmente el juego de las libertades humanas. Ahora bien, en esta oscilación del pensamiento antiguo entre la desesperación y el ensueño faltan los dos elementos que en la Biblia especifican el sentido de la imaginería paradisíaca: el hecho de una historias de la salvación cuyo desarrollo' dirige Dios, y el hecho de una promesa divina notificada a los hombres en el tiempo, que da un fundamento' positivo a la esperanza de recobrar el paraíso. Con el Antiguo Testamento se ve, por tanto, completa-mente transformado el mito del paraíso. Sin embargo, el alcance de las imágenes que lo traducen sólo se descubre incompletamente y no acaba de revelarse sino en el momento en que Cristo, habiendo'

127. Sobre el simbolismo paradisíaco, cf. VAN DER LEEUW, Urzeit und Endzeit, en «Eranos Jahrbuch», 17 (1949), p. 11-51; E. COTHENER, art. Paradis, DBS, 7. 6, col. 1177-1220.

128. Sobre esta obra importante de la antigüedad oriental, cf. la bibliografía completa recogida por L. DE MEYER, en Gilga1nes et sa légende, ed. P. GARELLI, París 1950, p. 1-30. Numerosas traducciones, entre las cuales se pueden señalar: E. EBELING, en AOT', Berlín-Leipzig 1926; G. CONTENAU, París 1939; A. HEIDEL, The Gilgamesh Ring and Old Testament Parallels, Chicago '1949; S. N. KRAMER y E. A. SPEISER, en ANET', Princeton 1955; A. SCHOTT - W. vox SODEN, Stuttgart 1958, F. M. TH. DE LIAGRE Bdttr., Het Giigamsj - Epos, National Heldendicht van Babylonie, Amsterdam, 31958. Cf. F. M. TH. DE LIAGRE BÓHL, Das Problem ewigen Lebens im Zyklus und Epos des Gilgamesch, en Opera minara, Groninga 1953, p. 234-262.

129. Sobre esta cuestión, cf. los textos de CICERÓN, De natura deorum, 2, 20; De republica, 6, 22.24; J. CARCOPINO, Virgile et le mystére de la quatriéme églogue, París 1930; P. BoyANcÉ, La religion de Virgile, París 1963, p. 124-132 (subraya en este punto la dependencia de Virgilio con respecto a Cicerón, Varrón y Nigidio Fígulo).

asumido la condición humana hasta la muerte en cruz, pasa de este mundo al Padre: el estado de resucitado en que entonces entra cambia la naturaleza de su relación con el universo, y este universo transfigurado constituye el verdadero paraíso al que en adelante llevará consigo a los que mueran en la fe en Él (cf. Lc 23, 43). La tipología de Adán, cuyos fundamentos hemos visto, se ex-tiende de esta forma a todo el conjunto de la imaginería paradisíaca.


III. LA EXPERIENCIA HISTÓRICA DE ISRAEL Y CRISTO

1. Planteamiento del problema

El hecho de la historia de la salvación y el hecho de las pro-mesas divinas que polarizan su desarrollo constituyen, como acabamos de verlo, dos coordenadas esenciales de la revelación bíblica. En estas condiciones podemos preguntarnos qué papel desempeñó aquí la experiencia histórica de Israel, desde la vocación de Abraham hasta los tiempos apostólicos. Sería insuficiente ver en ella simplemente el marco exterior en que se afirmó esta revelación gracias a la palabra de los enviados divinos; fue un elemento de-terminante de su desarrollo mismo. El influjo que ejerció sobre la evolución de las ideas en Israel y sobre la formación del lenguaje bíblico es cosa sabida de todos; pero los pareceres se dividen tan luego se trata de emitir sobre este hecho un juicio de valor 130

Sin tener en cuenta las interpretaciones propuestas por el protestantismo liberal, por la escuela de historia de las religiones y por el modernismo católico, tomemos un ejemplo de un período más reciente. Si en una perspectiva de teología luterana se redujera el objeto de la revelación a una proclamación del mensaje de gracia, y la fe a una actitud existencial de apertura a este mensaje, podríamos vernos tentados a atribuir a un simple proceso natural la elaboración progresiva de las creencias y del lenguaje que las expresa. Viniendo a ser la toma de conciencia del mensaje de gracia el único elemento absoluto de la experiencia de fe, su traduc-

130. Dejamos aquí de lado las apreciaciones de los historiadores racionalistas, para quienes la evolución de las ideas religiosas no puede tener diferente carácter en Israel y en el resto del mundo.

ción nocional será entonces una pura creación del espíritu humano, completamente relativa a las circunstancias en que viera la luz. Las reminiscencias históricas que se encuentran en ella mostrarían cómo la fe, para crearse un lenguaje, había transformado la historia en mito. En efecto, la historia humana tomada en sí misma ¿cómo podría ser reveladora del misterio de Dios? Hablando con propiedad, Dios no interviene en ello, no se manifiesta; aquí como en otras partes, queda fuera del alcance del hombre. Se habrá reconocido aquí la posición de R. Bultmann 131 que, aun reaccionando contra la teología de la historia del protestantismo liberal, depende todavía de él en todo lo que concierne a la interpretación de las expresiones nacionales que adopta la experiencia de fe. Esta manera de ver no la comparten hoy todos los teólogos protestantes. Buen número de ellos insisten por el contrario en el valor propiamente revelador de la historia de la salvación, cuya presencia reconocen en la Biblia. Es el caso particularmente de O. Cullmann, a cuyos ojos esta historia de la salvación, cuyo centro es Cristo, constituye precisamente el objeto esencial de la revelación bíblica 132. En cuanto a la teología católica, sin desconocer la importancia de la crítica del lenguaje sobre la que con toda razón ha atraído la atención Bultmann 133, recusa la reducción que éste opera de la revelación y de la fe a sus meras dimensiones existenciales.

La palabra de Dios no tiene por único objeto dar al hombre una seguridad relativa a su salvación. La fe que la acoge implica, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, un conocimiento 134 real del misterio de la salvación, comprendido' como una

131. A. MALEr, Mythos et Logos, p. 87 s. Por lo demás, la idea de una manifestación .directa de Dios en la historia es impugnada por otros teólogos protestantes; cf. G. W'n-MER, Événement chrétien et théologie de 1'histoire, RTP, 1963, p. 138.151, que prefiere hablar de ética o de espiritualidad de la historia más bien que de teología.

132. Cf. sobre este punto las reservas formuladas desde un punto de vista de teólogo católico por J. FR'sguE, op. cit., p. 230-259, y sobre todo por L. MALEVEZ, Les dimensions de l'histoire, NRT, 1964, p. 561-578, que señala lo justo de algunas críticas hechas por Bultmann a O. Cullmann.

133. Infra, p. 440-444.

134. Para Bultmann toda pretensión de hablar de Dios por parte de la teología lo reduce al estado de objeto, lo que equivale a desconocer su trascendencia. Hasta la tradicional via negatiotis fracasa en su empresa: "A partir de la naturaleza y de la historia, el hombre no tiene sino un concepto negativo de Dios. Su saber es un no saber» (A. MALEr, op. cit., p. 88). «No podemos decir de Dios cómo es en si, sino únicamente lo que hace para nosotros» (cita reproducida ibid., p. 106). Porque el objeto de la palabra de Dios como mensaje dirigido al hombre es exclusivamente la gracia del perdón y de la salvación. La relación de la fe cristiana con Cristo versa únicamente sobre esto: «No hay al lado de Dios otra persona divina, como si la fe judía en el Dios único fuera completada por la fe en una segunda persona divina; la fe cristiana no significa un asentimiento a especulaciones metafísicas sobre la divinidad de Cristo y sus dos naturalezas. Más bien, la fe en Cristo no es otra cosa que una fe en el acto de Dios operado en Cristo» (The Old Testament and Christian Faith, trad. ingl., en B. W. ANDERSON, The Oid Testament and Christian Faith, p. 28-29). Este agnosticismo radical se explica como reacción contra el racionalismo griego, cuya presencia descubre Bultmann en toda teología ortodoxa (A. MALE-r, op. cit., p. 21-27) y a la que opone el existencialismo del pensamiento bíblico, atento a la historicidad del hombre. No es el caso de discutir aquí a fondo este problema; nos basta con señalar el punto exacto en que se opera la divergencia entre Bultmann y el catolicismo (cf. F. REFOULÉ, La vague Bultmannienne, RSPT, 1964, p. 263-270).

ME QUEDOrelación vivida y consciente con Dios, en la que el hombre se ve así introducido. En el Nuevo Testamento se funda este conocimiento en el signo perfecto' que es Jesucristo. Anteriormente estaba todavía en un estadio imperfecto, pero no por ello se deben subestimar sus aspectos positivos: los hombres del Antiguo Testamento' «murieron en la fe», como dice la epístola a los Hebreos, «sin haber recibido el objeto de las promesas, pero lo vieron y lo saludaron de lejos» (Heb 11, 13). ¿Cómo, pues, había despertado Dios este cono-cimiento en su corazón? ¿Cómo había hecho progresivamente su educación? Por dos medios correlativos: su palabra y los signos concretos, cuyo sentido fue descubriendo poco a poco esta palabra. En este punto volvemos a hallar el papel de la experiencia histórica de Israel en la revelación 135.

Por una disposición divina completamente particular, Israel es a la vez una nación de este mundo, semejante a todas las otras, y el pueblo de Dios, puesto aparte con vistas a la salvación. Consiguientemente, su experiencia histórica es a la vez semejante a todas las otras y está situada en un marco aparte. Su destino temporal no se sustrajo a ninguna de las leyes que rigen en otras partes el desarrollo de las cosas humanas; sin embargo, por él camina hacia su término el designio de Dios. Sus elementos constitutivos pueden, por tanto, ser extrañamente semejantes a los que hallamos en otras muchas historias, y sin embargo revisten un sentido que trasciende el orden de las cosas profanas. Hecho único en la historia humana, cuya razón se comprende sin dificultad: sólo la trama

135. Sentido cristiano del AT, p. 259.293. Igualmente, S. AMSLER, L'Ancien Testament dares I'Église, p. 161-163.

de acontecimientos en que desde el Antiguo Testamento se desarrolla la historia de la salvación y se inscribe el llamamiento de los hombres a la vida de fe, puede ser reveladora del misterio de salvación hacia el que esta fe está orientada... A todo lo largo de su desarrollo lleva, en efecto, la marca del acontecimiento por excelencia que constituye su fin último: el hecho de Cristo, «entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 24). En medio de las realidades terrenas esboza sus rasgos en forma concreta, y esta anticipación figurativa permite a los creyentes tener por adelantado algún conocimiento oscuro de él y prestarle adhesión por la fe 136.

Para captar en todo su realismo la función reveladora de la historia importa, pues, apreciar correctamente la relación de la experiencia histórica y de la experiencia de fe en el interior mismo del Antiguo Testamento. Partiendo de ahí es como se pueden comprender verdaderamente las prefiguraciones bíblicas.

2. Examen de los datos escriturarios

a) Antiguo Testamento. En el estadio más antiguo de la revelación, el mensaje de los profetas enseña a Israel a reconocer en su historia la huella sensible de los actos de Dios en el mundo. Los personajes que desempeñan en ella un papel de importancia nacional, los acontecimientos que ocurren, las instituciones que se desarrollan, no son frutos ocasionales de una serie de felices coincidencias casuales; Dios los dispuso providencialmente para realizar su designio y por esto mismo desarrollar poco a poco sus intenciones secretas. Reconociendo su significado es, pues, como la fe de Israel es iluminada acerca de su propio objeto 137. Sin embargo, en esta primera etapa de la revelación su interpretación es todavía sumaria: si Dios salvó a su pueblo para conducirlo a Canaán, si le envió jefes como Moisés, Josué y David, si le dotó de instituciones destinadas a estructurar su vida nacional, ¿no es por-que su reinado y la salvación de los hombres deben realizarse por

136. Sentido cristiano del AT, p. 328-331.

137. Ibid., p. 275-280. Naturalmente, este reconocimiento no se hace sino gracias a la palabra de Dios.

medio del éxito temporal de Israel? Concepción ambigua, cuyos espejismos quedarán disipados en la era siguiente. En efecto, Israel aprenderá pronto por su propia experiencia cuál es el mal humano del que debe triunfar el designio de salvación.

Lo aprende primeramente haciendo la experiencia del pecado: pese a todos los dones recibidos, Israel se muestra infiel a Dios; se revela con claridad la condición pecadora del hombre, como lo repite infatigablemente la predicación profética. Así es necesario que se manifieste el juicio de Dios también en la historia de Israel: los profetas anuncian, pues, la catástrofe nacional que significará su venida. La salvación no podrá sobrevenir sino después de la consumación de este juicio, no como armónico desenvolvimiento de una historia tan bien comenzada, sino como gracia in-merecida otorgada por Dios a un pueblo de pecadores 138. Tal es el objeto preciso de las promesas proféticas: el designio de Dios no puede ser frustrado por la mala voluntad de los hombres; pero su realización queda diferida a un futuro indeterminado: constituirá la conclusión escatológica de la historia. A la revelación del pecado humano y del juicio divino, objeto esencial de la pedagogía divina 139, se añade así una revelación más completa y más pro-funda del misterio de la salvación. Ahora bien, en esta nueva perspectiva el significado de la experiencia histórica pasada halla su actualidad, pues ella es todavía la que permite representar concretamente el éskhaton: lo que Dios hizo una primera vez de manera imperfecta y limitada en la historia temporal de su pueblo, lo realizará plenamente al final de los tiempos. La salvación final adquiere así los rasgos de un pasado idealizado, como si la historia de Israel debiera en alguna manera volver a comenzar sobre un nuevo plano: nuevo éxodo, nueva alianza, nueva ley, nueva tierra prometida, nueva Jerusalén, nuevo rey, etc. Lo esencial de las grandes experiencias reveladoras se repite por tanto en estas profecías en len-

138. Ibid., p. 341-345; sobre la promesa de gracia, cf. p. 361-363. Nótese que aquí nuestra apreciación coincide con la de R. BULTMANN, The Significante of the Old Testament, p. 22-29. En efecto, la promesa de gracia constituye el núcleo de la escatología profética, y su realización está en el centro del mensaje evangélico. Pero el disentimiento comienza tan luego se define la noción de gracia y se trata de apreciar sus elementos constitutivos.

139. Supra, p. 335-339.

guaje figurativo, en el que las imágenes de la historia de Israel coinciden con las del paraíso recuperado 140

b) Nuevo Testamento. La integración de la historia en la experiencia de fe es, pues, un hecho consumado mucho antes del advenimiento de Jesús. No obstante, la significación de esta historia no se ha puesto totalmente en claro, puesto que falta todavía la clave que había de disipar la ambigüedad de las promesas divinas, inscritas en la trama de los acontecimientos o enunciadas en oráculos proféticos 141. El advenimiento de Cristo, en cuanto realización de la salvación prometida y aguardada, conserva así su carácter imprevisible e inédito; pero cuando se produce, aparece como el cumplimiento de todas estas promesas. Consiguientemente se ilumina a su luz al mismo tiempo que pone en claro su verdadero alcance 142. Así no es extraño que el Nuevo Testamento, aun subrayando la originalidad absoluta de Jesús, construya sistemáticamente su cristología y su soteriología a partir de los oráculos escatológicas de los profetas y de las prefiguraciones históricas que les servían de basamento. La 'interpretación tipológica de la historia de Israel, es decir, el reconocimiento de su pleno valor revelador, constituye así una parte esencial del mensaje apostólico. De rechazo, la manera como se realizó la salvación en Jesucristo es la única que permite apreciar correctamente el alcance de las prefiguraciones y coordinarlas entre sí. En efecto, la vida de Jesús es el lugar donde se efectúa el paso del mundo antiguo al mundo venidero, de la existencia doliente ligada al misterio del pecado, a la existencia escatológica puesta al abrigo de la muerte, de la temporalidad peregrinante a la temporalidad transfigurada. Ahora bien, estos dos estados sucesivos por los que quiso pasar el Hijo de Dios fueron también esbozados, aunque en formas diferentes, en la experiencia histórica de Israel.

El primero nos muestra a Jesús participando en todas las servidumbres de nuestra vida terrena para poder anunciar a los hombres el evangelio del reino de Dios. Bajo este respecto el Verbo realiza en persona una verdadera misión profética, que la escatología clásica había presentido hasta cierto punto (cf. Is 42, 1-6;

140. 140. Sentido cristiano del AT, p. 368-392.
141. Ibid., p. 393-401.
142. Ibid., p. 402-407; S. AMSLER, op. Cit., p. 121-134.

49, 1-6; 61, 1-2, reproducido en Le 4, 18 ss) y que corona la serie de las misiones semejantes cumplidas por otros enviados divinos 143. Por lo tanto, cuando se le ve presentarse entre los hombres como profeta, legislador, maestro de sabiduría 144, se puede decir que sus rasgos habían sido esbozados desde hacía mucho tiempo por todos los portadores de la palabra de Dios, Moisés y sus sucesores (cf. Act 3, 22). Pero hay más que esto, pues Jesús, asumiendo de esta manera la temporalidad humana, entra también en la vía que le conducirá necesariamente 145 a su pasión y a su cruz. Ahora bien, tampoco esta perspectiva era extraña a la escatología clásica y a la experiencia pasada del pueblo de Dios. El misterio del sufrimiento del justo, enlazado ya con el de la redención por la profecía del Servidor de Yahveh (Is 52, 13-53, 12) 146 adquiere su pleno sentido cuando el justo por excelencia, hecho solidaria de sus hermanos pecadores, muere en la cruz para expiar sus faltas. En este momento viene a ser claro que esta cruz arrojaba su sombra sobre el mundo cada vez que en el pasado un justo sufría en forma inmerecida los rigores de la condición humana. Abel asesinado (Heb 12, 24), Isaac en la hoguera (Heb 11, 17-19), Moisés renegado (Act 7, 37), los profetas perseguidos (Lc 11, 47-51; Act 7, 52), los salmistas exhalando su angustia (Sal 22, cf. Mt 42 ss), son otros tantas esbozas impresionantes de la pasión de Jesús, o mejor dicho, otras tantas participaciones anticipadas en el misterio de la cruz 147. El cumplimiento de la misión de Jesús dentro de la temporalidad humana estuvo, pues, precedido de multitud de indicios hasta entonces indescifrables, cuyo sentido aparece ahora en forma clara 148.

143. «Propheta Dominus, et Verbum Dei Dominus, et nullus propheta sine Verbo Dei prophetat; cum prophetis Verbum Dei, et propheta Verbum Dei. Meruerunt priora tempora prophetas afflatos et illatos Verbo Dei; meruimus nos prophetam ipsum Verbum Dei» (san AGUSTIN, Tractatus in Iohannem, 24, 7).

144. H. DUESRERG, Tésus prophéte et docteur de la Loi, Maredsous 1955; F. GILs, Tésus prophéte d'aprés les évengiles synoptiques, Lovaina 1957; O. CULLMANN¡ Chrietologie du Nouveau Testament, p. 18-47.

145. Esta necesidad se entiende en función de la voluntad de Dios y del designio de salvación, como lo muestra el empleo de la fórmula en el Nuevo Testamento; cf. W. GRUNDMANN, art. DEL , TWNT, t. II, p. 21-25.

146. Sentido cristiano del AT, p. 382, 484 s. Sobre Jesús, Siervo de Yahveh, cf. O. CULLMANN, Christologie du Nouveau Testament, p. 48-73.

147. Sentido cristiano del AT, p. 319, 322, 464 ss.

148. Estos indicios no se hallan solamente en la profecía del Siervo doliente. Según Lc 24, 26 han de buscarse en «todos los profetas», según 24, 44, en «la ley de Moisés, los profetas y los salmos». Es cierto que en estos dos lugares concierne la profecía al conjunto del misterio de Cristo, y no únicamente a la cruz.

No se puede decir lo mismo de la entrada de Jesús en su gloria, fuente y modelo de la existencia escatológica a la que desde ahora están llamados los hombres. En este punto el misterio de la salvación franquea los límites de la temporalidad humana, en que se hallaba encerrada la historia de Israel149 Pero existe justamente una relación de homología entre los aspectos de esta historia que en otro tiempo fueron comprendidos como, experiencias de la salvación 150 ,por imperfectas que fueran tales experiencias —, y la salvación verdadera que inauguró Cristo con su resurrección, que actualmente comunica a los hombres bajo signos sacramentales y cuya plenitud es objeto de la esperanza cristiana. En este sentido hay que hablar todavía de una historia figurativa, puesto que las experiencias hechas por Israel, sin salirse del plano temporal al que tiene directamente acceso el conocimiento humano, esbozaban positivamente los rasgos del nuevo estado a que Cristo quiere conducirlos tras sí. Figuras imperfectas, sombras lejanas de esa realidad misteriosa en que se transfigura el viejo mundo; pero símbolos llenos de sentido, gracias a los cuales la revelación bíblica puede hablar correctamente de un ámbito al que no tiene acceso el ojo humano (1 Cor 2, 9)151. Jesús resucitado es ese Mesías glorioso cuya marca llevaba ya la realeza de Israel (Act 2, 30-36). La Iglesia es esa ciudad celestial (Gál 5, 26; cf. Ap 21, 2 ss) cuyo papel futuro anunciaba oscuramente la Jerusalén de la tierra (Heb 12, 22). Nosotros estamos llamados a ese verdadero reposo de Dios, del que la tierra prometida no era sino la imagen, a la vez prometedora y decepcionante (Heb 4, 1-11); y por los sacramentos de

149. La escatología profética tendía a rebasar estos límites cuando presentaba el éskhaton como un retorno al paraíso. Pero el rebasamiento no es completo sino en el apocalipsis de Daniel, con el personaje del Hijo del hombre; cf. Sentido cristiano del Al', p. 384 ss. Sobre el uso de este símbolo bíblico en el Nuevo Testamento, cf. O. CULLMANN, op. cit., p. 118-166.

150. Sentido cristiano del AT, p. 316-321.

151. El desconocimiento de este punto constituye el principal reproche hecho a Bultmann por A. RICHARDSON, Is the Old Testament the Pro¢aedeutic to Christian Faithf, en The Old Testament and Christian Faith, p. 45 s: «Si se supone que la acción de Dios en la historia es mera mitología, la concepción neotestamentaria de la historia se dejará de lado para sustituirla por una visión de la naturaleza de la historia que tiene su origen en el racionalismo del siglo de las luces. Y habrá que admitir que la tipología se debe descartar juntamente con la interpretación alegórica, puesto que no hay correspondencias históricas conocibles, en las que se pueda fundar.»

la iniciación cristiana experimentamos una salvación que estaba prefigurada en el primer éxodo (1 Cor 10, 1-11).

3. Lugar de la tipología en la revelación

La interpretación tipológica de la historia de Israel es, pues, algo muy distinto de una comparación artificial efectuada entre los detalles de los dos Testamentos: forma parte de lo más esencial de la revelación. En el Antiguo Testamento la experiencia histórica del pueblo de Dios determinó la estructura de su experiencia espiritual y de su conocimiento de fe; por eso se integró en los simbolismo religiosos con que se tejió en lo sucesivo el lenguaje de la revelación 152. En el Nuevo Testamento, una vez manifestado en la historia el signo por excelencia que revelaba con plenitud el misterio de la salvación y el misterio de Dios, Jesucristo, el conocimiento de fe y la experiencia espiritual conservaron paradójicamente la misma estructura. Al mismo tiempo, los simbolismos religiosos nacidos de la experiencia histórica de Israel manifestaron su valor figurativo.

Como mejor se comprende el hecho es examinándolo al nivel de Cristo mismo. Éste, viniendo al término de una historia preparatoria, cuyo legado entendía asumir, dejó que los antiguos signos modelaran su personalidad humana de hijo de Abraham y de hijo de David, sus actitudes, su psicología, su lenguaje 153. Ésta es la razón por que, en el marco concreto de su propia experiencia histórica coronada por la cruz y la resurrección, pudo dar cumplimiento a todos aquellos signos figurativos, de los que sólo' Él tenía perfecta inteligencia. Para nosotros que participamos en el misterio de Cristo por la fe y la experiencia cristiana, su sentido aparece ahora ya en su plenitud 154. Allí donde los judíos leían ya el presagio oscuro y enigmático de un éskhaton, que ellos aguardaban sin conocerlo enteramente, nosotros reconocemos el anuncio imperfecto pero definitivamente patentizado de la salvación, tal como Cristo la realizó.

152. Supra, cap. os, p. 124.127.
153.
Supra, p. 332 s.
154. Sentido cristiano del AT,
p.
396-407.
 

IV. LA VIDA CULTUAL DE ISRAEL Y CRISTO

Al examinar la experiencia propia del pueblo del Antiguo Testamento, hemos dejado de lado hasta aquí su aspecto cultual155. Ahora bien, éste, como traducción de la relación entre Ios hombres y Dios, reviste una importancia especial en el problema que nos ocupa. En efecto, la salvación sobrevenida en Jesucristo tiene por objeto primario sellar esta relación dándole su norma. El culto de Israel se refiere, pues, al misterio de Cristo en una forma mucho más inmediata que la historia temporal, cuya importancia acabamos sin embargo de comprobar. Siguiendo el desarrollo de la revelación veremos cómo este misterio fue significado anticipada-mente en el culto.

1. Datos del Antiguo Testamento

El culto de Israel tomó en gran parte sus ritos y su lenguaje de las religiones circundantes, aunque filtrándolos primero severa-mente 156. Así integró en la revelación todo un material simbólico elaborado en el marco de lo que nosotros hemos llamado la economía primitiva (o ley de naturaleza): tiempos sagrados ligados a los ciclos cósmicos o estacionales, oblaciones y sacrificios en relación con las actividades sociales y económicas, ritos de purificación o de expiación, santuarios y objetos sagrados de diversos órdenes, sacerdocio funcional, etc. La existencia de tales préstamos no quita nada de la originalidad del culto israelita, que se sitúa en un orden muy distinto de ideas. En efecto, la naturaleza de la relación religiosa que traduce se define de una vez para siempre por la experiencia histórica particular que hizo de Israel una comunidad cultual aparte, «un reino de sacerdotes y una nación con-sagrada» (Ez 19, 6) : el éxodo, la alianza sinaítica, la promesa de la tierra santa. Consiguientemente, los símbolos cultuales de procedencia más antigua se reinterpretan ya en función de la his-

155. Ibid., p. 236-250. En este capítulo consagrado a la ley del Antiguo Testamento se tratan las instituciones cultuales al mismo tiempo que las instituciones civiles, mientras que aquí vinculamos estas últimas a la experiencia histórica de Israel.
156. Ibid., p. 193-199 (con bibliografía sumaria),

toria sagrada 157, que sigue su curso y en la que se sitúa el culto israelita: las fiestas estacionales (Éx 23, 14-17) vienen a ser los memoriales del éxodo (Éx 12, 25 s), de la alianza del Sinaí (sentido de pentecostés atestiguado en la antigua tradición judía), de la permanencia en el desierto (Ley 23, 42 s); la ofrenda de las primicias recuerda el don de la tierra prometida (Dt 26, 1-11); la circuncisión viene a ser el signo de pertenencia al pueblo de la alianza (Gén 17, 1-14), y el sábado, da celebración del Dios creador (Gén 2, 1-3; Éx 31, 12 ss), etc. Si se piensa que los acontecimientos así recordados en el culto fueron adquiriendo poco a poco un sentido escatológico hasta convertirse, en los oráculos proféticos, en las figuras de la salvación final, resulta claro que este significado figurativo debió colorear también los ritos que los celebraban o los recordaban en alguna manera: la carga de esperanza que llevaba consigo el recuerdo del éxodo no podía menos de asociarse al banquete pascual que lo conmemoraba cada año 158.

Pero esto no basta. En efecto, a partir del momento en que tomó cuerpo la escatología profética, tendió a incorporar a su evocación de salvación todos los elementos del culto israelita o, mejor dicho, a representar con rasgos esencialmente cultuales la vida de Israel rescatado y de la humanidad reconciliada. Ni podía ser de otra manera. Una vez que Dios haya puesto fin a los enfrentamientos entre pueblos, que constituyen actualmente la más claro de su experiencia histórica, ¿no será la única meta de su existencia aquella para la que puso Dios aparte a Israel como comunidad cultual, a saber, el cumplimiento de su servicio y, por medio de él, la consagración de toda actividad terrena? Así en Ez 40-48 el éskhaton adquiere el tenor de una liturgia perpetua, cuyo centro es Jerusalén en cuanto lugar de la presencia divina en el mundo (48, 35). Otros textos evocan el cortejo de los pueblos que vienen a tributar homenaje a Dios en el nuevo santuario (Is 2, 1-4; 60); allí toman parte en el festín escatológico, que se celebra en una alegría paradisíaca. (Is 25, 6-8). El Déutero-Zacarías asocia explícitamente la

157. Ibid., p. 290 s, 324 s.
158. Sobre la expectación del Mesías y del nuevo éxodo en la noche pascual, cf. el estudio exhaustivo de D. LE DÉAUT, La nuit pastare: Essai sur la signification de la p@que juive á partir du Targum d'Erode XII, 42, Roma 1963.

misma imagen con el marco concreto de la fiesta de los tabernáculos, y al hacerlo determina su significado escatológico 159. Esta entrada de la liturgia en el lenguaje de la profecía repercute necesariamente en el espíritu con que se celebra: por muy imperfcto que sea todavía el culto judío, no es ya únicamente una conmemoración del pasada; recuerda con insistencia la salvación hacia la que tiende la historia de Israel y hasta la de la humanidad entera. Constituye el esbozo y el comienzo del misterio de Dios con los hombres, tal como se espera que se ha de realizar al término de los tiempos preparatorios; así queda especificado el alcance de los símbolos que toma la escatología de la experiencia histórica de Israel.

2. Datos del Nueva Testamento

Nada es más exacto desde el punto de vista de la teología cristiana. Siendo Cristo el único mediador de religión para todos los hombres de todos los siglos, en Él y por Él celebraba ya Israel a su Dios, buscaba verse purificado de sus pecados y entrar en comunión con Él, etc. Cierto que los signos de su culto eran por sí mismos deficientes e ineficaces, incapaces de producir tales efectos (cf. Heb 9, 9-10; 10, 1-4). No obstante, implicaban un significado positivo con respecto al único acto cultual eficaz que, realizándose en el tiempo, sellaría de una vez para siempre la unión de los hombres con Dios 160 En realidad, cuando aparece Jesús en el mundo, salta a la vista el fin esencialmente religioso de su misión; no solamente porque sus propias actitudes muestran que son tales las disposiciones íntimas de su alma (cf. Heb 10, 5 ss), sino también porque su predicación y todos sus actos están centrados sobre una cuestión única: la relación de los hombres con Dios. En este te-

159. J. DANIELOUI, Le symbolisme eschatologique de la féte des Tabernacles, en «Irenikon», 1958, p. 19-40.

160. Sentido cristiano del AT, p. 172 s. A la fe de los hombres en el Cristo futuro refiere santo Tomás el significado que daban a sus ritos: «Post peccatum, fuit explicite creditum mysterium incarnationis Christi, non solumn quantum ad incarnationem, sed etiam quantum ad passionem et resurrectionem, quibus humanum genus a peccato et morte liberatur; aliter non praefigurassent passionem quibusdam sacrificiis et ante Legem et sub Lege» (II-II, q. 2, art. 7, in corp.). La única reserva que se impone es la relativa al carácter explícito de esta fe en los maiores, que procuraban a los minores «quandam velatam cognitionem». En los mismos profetas no fue nunca el conocimiento de Cristo sino un conocimiento velado (cf. ibid., p. 160).

rreno preciso' es donde ejerce su mediación; si aporta a los hombres la salvación desde todos los puntos de vista, es como fruto de su conversión al reino de Dios, en el que quiere introducirlos primeramente. Es verdad que su relación personal con el Padre escapa a las normas comunes, de modo que el nivel religioso a que se situaba el culto israelita queda muy por bajo de ella. Pero no por ello deja de ser la actitud religiosa de un hombre frente a Dios, y de un hombre cuyo pensamiento, cuyos gestos y cuyos comportamientos fueron modelados en este punto por el culto judío. El dato cultual del Antiguo Testamento, al igual que el legado histórico de Israel, es plenamente asumido por Jesús cuando sella con su sangre la alianza que salva a la humanidad entera: en función de él piensa su propia vida como homenaje religiosa ofrecido al Padre, y su muerte como sacrificio' expiatorio y como sacrificio de alianza (Mt 26, 28), gracias al cual se cumplirá la pascua escatológica (Lc 22, 15-16).

Así el alcance figurativo' de todos los ritos judíos se revela en plenitud en el acto único del culto' nuevo, que realiza aquello a que tendía el culto antiguo sin poderlo lograr. En este último todo se refería figurativamente a Él, como Él por su parte da consistencia y eficacia al culto' de su Iglesia. Se comprende que la epístola a los Hebreos, interpretando tipológicamente las instituciones cultuales de Israel, presentara a Cristo como el único sumo sacerdote de los hombres 161, cuya muerte y resurrección constituirían el verdadero sacrificio, de expiación y de alianza a la vez, ofrecido en el santuario del cielo' (Heb 8, 1-10, 18). En la perspectiva así abierta resulta posible buscar un significado figurativo de cada ritual del Antiguo Testamento, significado que varía según los casos y que es más o menos importante para la inteligencia del misterio de Cristo; los autores del Nuevo Testamento no' dejan de hacerlo cuando se les ofrece la ocasión (cf. 1 Cor 5, 7 s; 1 Pe 1, 19; Ap 5, 6; Rom 12, 1; Heb 13, 10-15; Gál 5, 1-2, etc.). Incluso más allá del Antiguo Testamento es posible descubrir cierto alcance figurativo, y por tanto un valor religioso positivo, en los ritos efectuados en el marco de la ley de naturaleza; en efecto, como

161. Sobre Cristo sumo sacerdote, cf. O. CULLMANN, Christologie du Nouveau Testament, p. 74-79; C. Setcp, L'épitre aux Hébreux, t. 1, p. 291-300.

dice santo Tomás 162, «puesto que antes de la ley (antigua) había hombres dotados de espíritu profético, fueron llevados por un instinto divino a adorar a Dios de una manera que traducía convenientemente el culto interior y que era apta para significar los misterios de Cristo, igualmente significados por otros aspectos de su historia». En una palabra, Cristo con su sacrificio dio cumplimiento a todas las prefiguraciones cultuales que le habían precedido, por-que en Él cobra consistencia la religión del género humano, del que ha sido constituida cabeza y mediador.


V. DISCERNIMIENTO Y ESTUDIO SISTEMÁTICO DE LAS FIGURAS
163

1. La prefiguración y la crítica bíblica

Para comprender la noción bíblica de figura hay que admitir de antemano todo lo que hemos dicho más arriba sobre la preparación histórica de Cristo y sobre la pedagogía divina con vistas a su venida. En el interior de esta preparación y paralelamente a esta pedagogía se trata de discernir en la historia anterior a Cristo una revelación de carácter simbólico, que juntamente con la palabra de Dios efectuó la educación de la fe en los hombres que se beneficiaron de ella. Las dificultades suscitadas a este propósito vienen ya de la idea superficial que de ello se tiene, ya de la ausencia de un método seguro para discernir las figuras auténticas. En particular, la existencia de una exégesis alegórica que 'ha usado y abusado del principio tipológico, contribuye en gran manera a des-considerarlo a los ojos de los modernos, habituados a la lectura crítica de los textos 164. Sobre este punto habría que disipar un equívoco.

162. «Quia ante Legem fuerunt quidam viri praecipui prophetico spiritu pollentes, credendum est quod ex instinctu divino, quasi ex quadam privata lege, inducerentur ad aliquem certum modum colendi Deum, qui et conveniens esset interiori cultui, et etiam congrueret ad significandum Christi mysteria, quae figurabantur etiam per alia eorum gesta» (1-11, q. 103, art. 1, in corp.). Diversos problemas hay que estudiar en esta perspectiva: el del valor de las religiones no cristianas, el de la salvación de los infieles.

163. Cf. P. Grelot, Les figures bibliques, NRT, 1962, p. 568-573 y 687-695 (re-producido en Sentido cristiano del AT, p. 225-228 y 306-310).

164. Bultmann, criticando la prueba de Escritura alegada por los autores del Nuevo Testamento, en función de una noción de la profecía que la reduce a una predicción de los hechos futuros, escribe: «Tal prueba de Escritura es en realidad imposible. Las pretendidas profecías del Antiguo Testamento, tomadas en su sentido propio, en ciertos casos no son en modo alguno profecías; en otros casos no apuntan a Jesús o a la Iglesia cristiana, sino que sencillamente pintan el objeto de la esperanza israelita y judía. Muchos de los pasajes en cuestión deben, con la ayuda del método alegórico, entenderse contrariamente a su sentido original, si se quiere que ofrezcan una predicción pasable...» (The Significante of the Old Testament..., p. 33). Habría mucho que decir, tanto sobre esta noción de la profecía (que fue la de la apologética en el siglo xix), como sobre esta confusión implícita de tipología y alegoría.

Los padres, y ya ciertos autores del Nuevo Testamento, sacaron partido de los textos bíblicos alegorizándolos (cf. Gál 4, 24), es decir, superponiendo a todos sus detalles significaciones particulares relativas a tal o cual aspecto del misterio de Cristo. Esta alegoría cristiana hallaba incontestablemente en la tipología su fundamento y su punto de partida 165, puesto que miraba a mostrar la relación entre la historia preparatoria y su éskhaton, Cristo. Pero a despecho de este carácter original que la distinguía formalmente de la alegoría helenística 166, no podía menos de inclinar los espíritus a confundir dos operaciones, estrechamente ligadas, pero muy diferentes: la interpretación teológica de las realidades bíblicas a la luz de Cristo y de su misterio, y la exégesis de los textos en que se mencionan estas realidades. La distinción tomista del sensus litteralis y del sensus spiritualis permitió volver aquí a un enfoque más exacto del problema 167. No obstante, el uso masivo del procedimiento alegórico había introducido un elemento perturbador en la búsqueda de las figuras bíblicas, puesto que inducía a los intérpretes a considerar separadamente los detalles de los textos y de las realidades correspondientes, para valorizarlos independientemente de su contexto 168. Ahora bien, el discernimiento de las figuras auténticas exige que nos remontemos más atrás, puesto que las realidades en cuestión no adquieren su valor figurativo sino mediante su inserción en una experiencia viva, histórica o cultual, en la que sus detalles se agrupan en conjuntos orgánicos. La pulverización de estos conjuntos vuelve aleatorio el resultado

165. Como lo muestra en cuanto a los autores del Nuevo Testamento S. AMsLER, op. cit., p. 164-172, que ve sin embargo en la alegoría un error de método.

166. H. DE LUBAC, A propos de l'allégorie chrétienne, RSR, 1959, p. 5-43; Exégése médiévate, parte primera, p. 373-396.

167. Supra, p. 302.

168. Como hemos dejado dicho anteriormente (p. 254 s), la exégesis de cada tiempo contiene un elemento cultural variable. La de la época patrística utilizó a este objeto el alegorismo alejandrino (cf. Sentido cristiano del AT, p. 230, nota 183). Aquí se descubren los límites que le impuso la cultura de su tiempo.

de la investigación, y le hace perder todo contacto con el estudio crítico de las textos, que exige un distanciamiento análoga. Distinguiendo entre el estudio teológico de las figuras y la exégesis alegórica se introduce, pues, claridad en el debate y se restituye a la teología el apoyo crítico que le sustraía la alegoría.

Tomemos un primer ejemplo en el orden de las prefiguraciones históricas. Porque la salida de Egipto, desde la vocación de Moisés hasta el paso del mar Rojo, forma un todo, pudo cobrar valor de signo, ser para Israel la experiencia de un acto de Dios, revelarle a Dios como salvador y, por tanto, prefigurar la salvación definitiva que había de operar Jesucristo. Este acontecimiento — como se puede decir de cualquier acontecimiento— no es, pues, una mera colección de detalles yuxtapuestos, a los que se podrían atribuir significados particulares, ya al nivel de la fe de Israel, ya al de la fe cristiana. Culmina en algunos de ellos, que determinan o manifiestan el alcance de los otros : la celebración de la pascua, el paso del mar Rojo... Pero cuando con procedimientos muy di-versos lo evocan los autores sagrados, tienen clara conciencia de esta unidad de conjunto, de la que depende el significado que ellos le reconocen y que integran en sus relatos o en sus poemas. La lectura crítica de las textos bíblicos, que pone justamente en evidencia esta interpretación religiosa de la historia, sin la cual carecerían de interés los hechos brutos, es por tanto el primer guía que se ha de seguir para descubrir las prefiguraciones reales. Esta lectura permite distanciarse lo necesario de los relatos, muestra a veces el carácter muy relativo de ciertos detalles, descubre en todo caso la razón por la que la experiencia histórica pudo adquirir el valor de una experiencia de fe. Esto se observa particularmente cuando el recuerdo de un acontecimiento se incluye en una profesión de fe (Éx 13, 14-15; Dt 26, 5-9), se transforma en oración (Sal 105; Is 63, 8-14, etc.) a suministra una representación convencional del éskhaton (Is 43, 16-21). La exégesis literal es así la base de toda investigación tipológica.

El mismo principio debe aplicarse a las realidades cultuales. También aquí los detalles minuciosos se agrupan para adquirir un significado que exprese la vida de fe. Su sentido figurativo no toma cuerpo sino a partir de este significado de conjunto, y sería descaminada buscar uno para cada uno de ellas tomado separadamente, ya se trate del mobiliario del templo, de los diversos rituales, de los entredichos formulados por el código de la pureza, etc. Aquí el estudio crítico debe tener en cuenta los datos facilitados por la historia de las religiones, a fin de asociar el culto israelita con la fenomenología religiosa más general, aunque precisando sus caracteres propios. Operación compleja que permite ya apreciar correctamente el alcance de los objetos y de los tiempos sagrados, de las funciones cultuales y de los ritos, en el doble plano de la economía antigua y de la ley de naturaleza. Partiendo de aquí se puede emprender en buenas condiciones el examen objetivo de las prefiguraciones. En el terreno de la historia y en el terreno del culto suministra, pues, la crítica bíblica un primer punto de apoyo, del que no puede prescindir la teología.

2. Homología de las dos experiencias de fe

El segundo punto de apoyo es el estudio comparativo, de las dos experiencias de fe que caracterizan a los dos Testamentos. En efecto, estas dos experiencias se recubren perfectamente en un plano existencial: en cuanto aceptación de la palabra de Dios, apertura a su gracia, espera de la salvación prometida por Él, entrada consciente en una historia sagrada en que se realiza el designio de salvación. Esto muestra que en los dos Testamentos la fe reviste una estructura fundamentalmente idéntica. No obstante, sus dos realizaciones tienen coordenadas diferentes, tanto por lo que se refiere a los signos que las fundan como a los que las expresan: la historia de Israel y sus instituciones cultuales por un lado, la persona de Cristo y la vida eclesial por otro. Del Antiguo al Nuevo Testamento «los signos cambian, pero la fe es la misma» 169: paradoja única en su género, que tiene importantes consecuencias en la cuestión de las prefiguraciones. En efecto, la comparación de estas dos experiencias de fe pone en evidencia la homología de las situaciones que ocupan sus signos respectivos. El papel desempeñado provisionalmente por Moisés, por David, por el templo,

169. «Sacramenta sunt mutata, non fides. Signa mutata sunt, quibus aliquid significabatur, non res quae significabatur» (san Acusrfx, Sermón 19, PL, 38, 133).

por el cordero pascual, por los justos dolientes de otro tiempo, etc., lo desempeña actualmente Cristo considerado bajo los diversos aspectos de su misterio; el que incumbió durante algún tiempo a la nación israelita como sociedad política centrada en Jerusalén o como comunidad cultual centrada en su templo, corresponde hoy día a la Iglesia, cuerpo de Cristo; lo que en otro tiempo fue para Israel la experiencia de la salida de Egipto, o del maná y de las aguas del desierto, o de la entrada en la tierra prometida, o de la victoria sobre los enemigos circundantes, o de la alianza en el Sinaí, o de la comunión con Dios en las comidas cultuales, tiene su paralelo en la experiencia cristiana que saca toda su eficacia del misterio de Cristo. La comparación de las dos experiencias de fe, utilizando sistemáticamente los datos proporcionados por la crítica, facilita, pues, el criterio necesario para el discernimiento de las figuras auténticas. El error de la alegorización generalizada fue justamente el de descuidarla, si no en cuanto a las grandes realidades cuya clave proporcionaba ya el Nuevo Testamento, por lo menos en cuanto a una multitud de detalles artificialmente relacionados entre sí 170

Aquí se podría hacer una objeción. El Nuevo Testamento halla ocasionalmente figuras de Cristo y de la salvación fuera del marco de la economía antigua, al nivel de la economía primitiva y de los orígenes humanos. ¿No es esto señal de que la experiencia de fe propia de Israel no era necesaria para la existencia de aquéllas? La dificultad es más aparente que real. En efecto, si bien es cierto que se trata entonces de experiencias históricas o de realidades cultuales ligadas con la ley de naturaleza (la historia de Noé, el sacrificio de Abel o el de Melquisedec) 171, su interpretación se da siempre en función de la revelación que caracteriza a la economía antigua. Por ejemplo, la historia de Noé representa la experiencia tipo de la salvación, enlazada con el designio de alianza que hicieron y siguen haciendo los hombres en el marco de la economía

170. Sentido cristiano del AT, p. 247 ss.
171. Cuando hablamos a este propósito de experiencias históricas, hay que entender la expresión en función de las formas literarias propias de Gén 4-11, donde el valor representativo de los relatos rebasa el material anecdótico utilizado en los mismos. Cada anécdota representa una cierta experiencia humana, anterior a la economía antigua y más amplia que ella. En este sentido es objeto de una interpretación religiosa.

de naturaleza; desde este punto de vista la tradición bíblica presenta una visión universalista del plan de Dios que desborda el marco estricto del pueblo de Israel y que los capítulos 1-11 del Génesis permiten expresar literariamente. Pero esta experiencia de salvación seria incomprensible y hasta pasaría desapercibida si no diera la clave la revelación ligada a la economía antigua. La prueba es que el material literario utilizado aquí por el Génesis, aunque tomado de las tradiciones mesopotámicas, es reinterpretado en un sentido que éstas ignoraban totalmente. Ahora bien, a partir de este sentido es como se desarrolla en el Nuevo Testamento la interpretación figurativa de la que hará abundante uso la tradición cristiana (cf. 1 Pe 4, 20 s; 2 Pe 2, 5) 172.

El estudio de las figuras bíblicas es por tanto una operación delicada y compleja. Para hacerla correctamente no basta con interrogar al Nuevo Testamento 173 sin hacer la crítica del material suministrado por él, pues el recurso a los procedimientos rabínicos y a la alegorización interfieren en él en ocasiones con la reflexión teológica sobre los relatos bíblicos. Ahora bien, estos elementos culturales que encierra la exégesis neotestamentaria no tienen el mismo valor que las aserciones doctrinales en que toma cuerpo la predicación apostólica. Por otra parte, nada permite pensar que los autores del Nuevo Testamento ofrezcan una lista limitativa de las prefiguraciones encerradas en el Antiguo Testamento. Los principios que dan son claros, pero las aplicaciones que hacen de ellos son ocasionales y limitadas. Es por tanto legítimo sistematizar la operación que ellos iniciaron, a condición de que se haga con método y rigor. Pero un estudio detallado de este punto desbordaría el marco de nuestro tratado.

172. Sobre la tipología del diluvio en la tradición patrística, cf. J. DANIÉLOU, Secramentum futuri, París 1950, p. 55-94.
173. Sentido cristiano del AT, p.
228.

3. Los diversos puntos de aplicación de la tipología

Queda por precisar un punto. La noción de figura no es unívoca, pues el eskhafon a que tendía toda la historia sagrada anterior a Cristo implica varios niveles, estrechamente ligados, pero distintos : el de Cristo cabeza y el de la Iglesia su cuerpo; el de la temporalidad peregrinante en que Cristo pasa su vida terrena y en el que la Iglesia vive su historia sacramentaria en espera del día final, y el de la eternidad en que Cristo entra por su resurrección y adonde le seguirán sus miembros en el tiempo de la restauración universal (Act 3, 21). Ahora bien, el significado figurativo de las realidades bíblicas se define por su relación con un aspecto, determinado de este misterio multiforme o con varios de ellos. Contiene, pues, diversas especies, que corresponden a los diversos aspectos del misterio de Cristo. La exégesis y la teología tradicional lo intuyeron cuando distinguieron tras el sentido literal o histórico de la Escritura un sentido alegórico, un sentido anagógico y un sentido tropológico. La alegoría correspondía a las prefiguraciones que esbozan el misterio de Cristo y de la Iglesia al nivel de la temporalidad peregrinante (vida terrena de Jesús, historia terrena de la Iglesia). La anagogía buscaba en las cosas de la Escritura una figura del misterio tal como se consuma más allá del tiempo: actualmente para Cristo resucitado, después de la parusía para todos sus miembros.

En cuanto a la tropología, su orientación práctica la situaba aparte, puesto que con ella se buscaban ante todo en la historia bíblica ejemplos concretos que proporcionaran al pueblo cristiano su regla de vida. Enlazada orgánicamente con la alegoría y la anagogía, se situaba en la frontera de las prefiguraciones propiamente dichas, muy cerca del ejemplarismo moral. Por ejemplo, la reflexión sobre las calamidades de Israel en el desierto se desarrolla sobre un fondo de tipología tanto en 1 Cor 10, 5-11 como en Heb 3, 7-4, 11. Pero ¿se puede decir que las lecciones morales que se sacan en estos pasajes rebasen en sí mismas las que sacaba el Salmo 95, 7-11, comentado por la epístola a los Hebreos? El mismo misterio de endurecimiento humano que se manifestó en otro tiempo en filos israelitas del desierto se manifiesta también en los cristianos entibiados; pero ¿se puede decir que el primer caso era figura del segundo? El castigo de los culpables cambia de plano porque tras la promesa de la tierra santa ha aparecido ahora la del verdadero reposo de Dios (Heb 4, 5-11). Pero esta nueva perspectiva que nos ha abierto Cristo precisa el objeto del drama espiritual más que cambia su naturaleza y sus reglas. Las experiencias históricas en cuestión formaron parte de la pedagogía divina que preparó los corazones a tornarse hacia Cristo Salvador, más bien que educar la fe de los israelitas esbozando figurativamente la salvación esperada de Él. Valdría más, pues, asociar la tropología clásica con el estudio de la pedagogía divina, y no precisamente con el de las prefiguraciones. Sus estrechos vínculos con la alegoría y la anagogía muestran solamente que hay vínculos análogos entre el significado pedagógico de la historia bíblica y su significado figurativo.

 

§ IV. EL SENTIDO DE LAS COSAS DESPUÉS DE CRISTO

I. CRISTO Y EL TIEMPO DE LA IGLESIA

I. EL PASO DEL ANTIGUO TESTAMENTO AL NUEVO

1. Mutación en la historia de la salvación

La historia sagrada tiene por centro a Cristo. Antes de Cristo todo tendía a Él para permitir que el misterio de la salvación se anudara en su persona. A partir de Él, el mismo misterio se despliega en el tiempo para extender al género humano la economía de la gracia que fue inaugurada por su venida 175. También el tiempo preparatorio tomaba su sentida de un acontecimiento futuro: el éskhaton, progresivamente revelado por las promesas proféticas. El tiempo de la Iglesia toma su sentido de un acontecimiento, pasado: el primer advenimiento de Cristo, y si bien por su parte tiende hacia una plenitud final, ésta ha venido ya a ser actual con la resurrección de Jesús.

El paso de un Testamento al otro lleva, pues, consigo una transformación radical, tanto en la historia sagrada como en la comunidad que la vive. A la preparación de la salvación 176 sucede su actualización permanente en la Iglesia. Habiendo tenido fin la pe-

175. Supra, p. 316 ss.
176. Supra, p. 330-336.

dagogía de la ley 177 cuando la cruz de Jesús reveló en forma total el pecado y la gracia, el juicio y la salvación, los hombres se ven ahora directamente confrontados con la plenitud del evangelio: cuando se les anuncia éste tienen que optar por Jesús o contra Jesús. Del tiempo de las prefiguraciones 178, de los esbozos, de las sombras, se ha pasado, pues, al de la realidad aguardada. Cierto que Cristo, al entrar en la gloria del Padre, nos privó de la percepción directa de esta realidad; pero ésta se halla con todo presente en el mundo en un conjunto de signos (Elx(v, Heb 10, 1) que contienen su sustancia y nos la hacen accesible bajo un velo sacramental 179. Así, el fin del Antiguo Testamento no acarreó la desaparición de la sociedad visible que era depositaria del designio de salvación, sino más bien su mutación. Bajo la antigua alianza, el pueblo de Dios estaba ligado a un soporte temporal de amplitud restringida: la nación israelita constituida en comunidad cultual. Ahora se ha suprimido esta limitación provisional: el pueblo de Dios se revela como cuerpo de Cristo, es decir, como extensión visible de su persona en el tiempo 180. Por tal razón da la Iglesia cumplimiento a las diversas figuras de que estaba cargado el antiguo Israel: es el Israel de Dios (Gál 5, 16), el pueblo de la nueva alianza (1 Pe 2, 9 s), la verdadera comunidad cultual, la Jerusalén de la alto, madre de los hombres rescatados (Gál 4, 26) y esposa de Cristo, (Ap 21).

El misterio de la cruz y de la resurrección marca así el momento en que el tiempo humano ha cambiado de forma, por así decirlo. Sin embargo, si vamos hasta la raíz de las cosas, esta metamorfosis sólo fue posible por la encarnación del Hijo de Dios. En efecto, por mediación de su cuerpo individual, marca tangible de una naturaleza humana sometida a la condición común de los hijos de Adán, fue como Cristo pudo asumir toda la humanidad para arras-

177. Supra, p. 335-343.
178. Supra, p. 343-368.
179. Sobre el sentido de etx15v en Heb 10, 1, cf. C. SPicq,
L'epitre aux Hébreux, t. II, p. 302: «Hay que dar a stxúv el sentido derivado de: figura en que se expresa la realidad de una cosa, su "esencia" (G. KITTEI., TWNT, t. II, 393), su forma.»
180. Sobre el origen de la idea del cuerpo de Cristo en la teología paulina, cf. L. CXRFAUZ, La théologie de 1'Église suivant saint Paulz, p. 201-218, 247.260; P. Be-NOIT,
Corps, séte et pleróme dan: les épitres de la captivité, RB, 1956, p. 5-44 (reproducido en Exégése et théologie, t. II, p. 107-153); L. OUELETTE, L'Église, corps du Christ, en L'Église dans la Bible, Brujas-París 1962, p. 85-93; R. SCHNACEENBURG, L'Église dans le Nouveau Testament, trad. fr., París 1964, p. 183-196.

trarla al misterio de su cruz y de su resurrección, hacer de ella su cuerpo del que nosotros somos miembros, su esposa cuyos hijos somos (cf. Ef 5, 29-32). Por eso se arruinaría totalmente la fe en la salvación misma si se pusiera en tela de juicio el realismo de la encarnación 181, pues si la cruz puede significar algo, es porque con-cierne al Hijo mismo de Dios. Este hecho nos invita a aplicar nuestra reflexión al momento de la encarnación y a la mujer (Gál 4, 4) en quien se operó, pues aquí tocamos el punto central de la economía de la salvación.

2. Situación de María en la historia de la salvación182

María, de quien nació Jesús, ¿pertenece al Antiguo Testamento o al Nuevo? ¿Depende del Israel sometido a la ley o del Israel depositario de la gracia? Frente a esta cuestión debemos guardarnos de toda hipótesis precipitada. En efecto, por una parte María pertenece al tiempo de las preparaciones, que ella precisamente tiene la misión de llevar a su término. La raza de Adán, el linaje nacido de Abraham y de David, se concentra en ella para dar nacimiento a Cristo, mediador de la salvación 183. Por ella le es transmitida la temporalidad humana con todos los caracteres que le había conferido la humanidad pecadora 184. En el ejercicio de esta función materna no es María un instrumento pasivo, útil a lo sumo para dar a Jesús su cuerpo de hombre: como éste, debe conocer un crecimiento real «en sabiduría, en estatura y en gracia» (Lc 2, 52) antes de llegar a ser un judío adulto, María desempeña para con Él la función educadora de toda madre. Así gracias a ella el retoño de David germina verdaderamente 185 de la historia que lo preparó y que precedió a su venida.

181. Cf. supra, p. 320, nota 56, y 324, nota 62 (sobre la cristología de Bultmann).

182. El fin restringido de nuestro estudio teológico nos dispensará de dar aquí una bibliografía detallada sobre la virgen María, cuya situación exacta con respecto a los dos Testamentos es lo único que queremos apreciar aquí. Señalaremos, sin embargo, algunos estudios que se mantienen muy próximos a los textos bíblicos: F. M. BRAUN, La mére des fidéles: Essai de théologie johannique, Toumai-París 1954; R. LAURENTIN, Structure et théologie de Luc 1.11, París 1957; J. GALOT, Marie dan: Yévangile, París-Lovaina 1958; L. DEISS, Marie, filie de Sion, París-Brujas 1959; M. TxuRIAN, Marie, mére du Seigneur, figure de l'Église, Taizé 1962.

183. Supra, p. 330-334.
184. Supra, p. 317.
185. «No preguntéis por qué nació tan tarde el Señor. No debía ser sólo el rocío del cielo y el regalo de arriba, sino también el "fruto de la tierra" (Is 4, 2) que debía "germinar" de la tierra (Is 45, 8). No debía volar sobre el mundo como una flecha, sino que debía germinar del suelo como una planta» (cardenal FAtn.HABER, citado por H. DE LuBAC, Catholicisme, p. 346).

Pero por otra parte la manera como los evangelistas hablan de María muestra que, a diferencia, por ejemplo, de Juan Bautista, no la consideran como un personaje del Antiguo Testamento. Sien-do la primera que recibe un llamamiento a la fe que tiene explícita-mente por objeto a la persona de Jesús, Mesías davídico e Hijo de Dios (Le 1, 31-37), responde la primera a este llamamiento (Le 1, 45) en perfecta obediencia (Le 1, 38); con ella comienza, pues, la fe de la Iglesia 186. Evidentemente su fe experimenta un crecimiento, cuyas etapas hasta la cruz están jalonadas discreta-mente por los episodios evangélicos (Jn 19, 25 ss); pero la última mención de María en la Escritura (Act 1, 14) la muestra entrando de lleno en el tiempo de la Iglesia, una vez que la resurrección de su hijo había dado remate al desarrollo de su fe. Pero hay más que esto, pues su situación clave con respecto a Jesús, el vínculo único en su género que la liga con Él, hacen que Dios inaugure para ella el orden de la gracia al que serán llamados los creyentes en la Iglesia: desde el momento de la anunciación es ya María colmada de gracia (Lc 1, 28), como lo serán más tarde todos los que crean (Ef 1, 6). Así se entrevé en ella un misterio de vida con Dios (Le 1, 28) que una perfecta discreción sustrae a nuestras mi-radas, pero que confiere su sentido profundo a las rasgos originales de su personalidad espiritual: su disponibilidad ante el llamamiento de Dios (Lc 1, 38) y su estado de virginidad 187. Este último punto es el más notable, pues es la condición esencial del misterio de la encarnación: sólo el Espíritu Santo, la hace fecunda (Mt 1, 20; Le 1, 35), para que el hijo de María (Me 6, 3) aparezca claramente como el Hijo del Altísimo (Le 1, 32). Así, aunque a los ojos de los hombres la tome José consigo (Mt 1, 20), María no conoce realmente ningún otro esposo (Le 1, 34) sino a Dios mismo, realizando así en su espíritu y en su carne la situación de esposa virgen

186. Sobre la fe de María, cf. E. SCHILLEBEECaz, Marie, mire de la rédemption, París 1963, p. 18-44.
187. L. LEGRAND, La virginité dan: la Bible, «Lectio Divina», 39, París 1964, p. 107-127.

a que serán llamados los fieles (2 Cor 11, 2) y que define el misterio mismo de la Iglesia (cf. Ap 21, 2).

Finalmente, todo esto no se entiende sino en la perspectiva de la maternidad de María: para desempeñar su papel de madre es por lo que tiene acceso a la fe en Cristo; por el hecho de realizarse en ella la encarnación del Hijo de Dios es «bendita entre las mujeres» (Le 1, 42); por haber sido puesta aparte para ser la «madre del Señor» (Le 1, 43) se halla aun antes de la encarnación «colmada de gracia» (Le 1, 28. 30). Por esta razón, sin cesar de formar cuerpo con el antiguo pueblo de Dios, puesto que por ella debe heredar Jesús el trono de David (Le 1, 32 s)188, pertenece plenamente a la nueva humanidad que el cap. 12 del Apocalipsis describe con rasgos significativos 189. En este texto la Mujer que da a luz «al niño varón destinado a regir las naciones» (Ap 12, 5) representa sin duda en primer lugar a la nueva Jerusalén que anunciaba la escatología profética (Is 66, 7 ss). La forma como la protección divina la libra juntamente con su hijo de las maquinaciones del Dragón (Ap 12, 6. 14-16) muestra al mismo tiempo en ella el contratipo de Eva, víctima de la serpiente antigua, como Jesús es el contratipo de Adán en Rom 5, 12-21. Pero para cumplir efectivamente este acto de dar a luz que versa sobre Cristo cabeza, la nueva humanidad concentra su ser en María, hija de Sión, heredera de todo el Antiguo Testamento 190: Jesús es su propio hijo, que recibe de ella su cuerpo individual. La transmutación del antiguo Israel en el Israel nuevo se efectúa, pues, por la gracia de Dios en la per-

188. L. DEISS, Marie, füle de Sion, p. 39-67.

189. Sobre los difíciles problemas planteados por este capítulo del Apocalipsis, cf. F. M. BRAUi, La mire des fidiles, p. 134-176; B. J. LE FROIs, The Woman Clothed with the Sun, Roma 1954; L. CERFAUX, La vision de la Femme et du Dragon de l'Apocalypse en relation avec le protoévangile, ETL, 1956, p. 21.23 (= Recueil L. Cerfaux, t. III, p. 257-251); A. M. DURARLE, La Femme couronnée d'étoiles (Apoc. 12), en Mélanges bibliques rédigés en i'hemneur d'André Robert, p. 512-518; A. FEUILLEr, Le Messie et sa mire d'apris le chap. XII de l'Apocalypse, en Études johanniques, Brujas-París 1962, p. 272-310 (reproducción de RB, 1959, p. 55-86); A. KASSING, Die Kirche und Lfaria, Ihr Verhiíltnis in 12. Kapitel der Apocalypse, Colonia 1958. Sobre la exégesis de este capítulo en los siglos pasados, cf. P. PRIGENT, Apocalypse 12: Histoire de l'exégise, Tubinga 1959. Sobre la problemática actual, cf. A. FEUILLET, L'Apocalypse, «Studia neotestamentaria», Subsidio 3, Brujas-París 1962, p. 91-98. Todos los comentaristas del libro tratan, naturalmente, la cuestión.

190. Sobre María, personificación simbólica de Israel, cf. las sugestivas observaciones de P. BExoor, «Et toi-mime, un glaive te transpercera 1'áme» (Luc 2, 35), CBQ, 1963, p. 251-261.

sona de María para permitir el nacimiento de Cristo cabeza. Por esto mismo se inaugura en ella un misterio de maternidad que no cesará de realizarse espiritualmente en la Iglesia (cf. Gál 4, 26 s), para que el cuerpo de Cristo se vaya incrementando a medida que esta Iglesia engendre nuevos hijos 191

Así entre María y la Iglesia existe una relación especial que no tiene equivalente en ninguna parte 192. Cuando se trata de definir el sentido de las realidades de que está poblada la historia sagrada, no se puede tratar a María como a cualquier otro personaje, ni en el Nuevo Testamento, ni mucho menos en el Antiguo: tiene un significado fuera de serme 193. No sólo es María el primero de los miembros de la Iglesia en cuanto a la fecha, sino que además la situación que ocupa y el papel que desempeña hacen que se manifieste en ella el misterio de la Iglesia como en su tipo perfecto, en el plano de la fe y en el plano de la gracia, en la virginidad y en la maternidad. Sería muy poco decir que María es la figura de la Iglesia 194, si se dejara a la palabra figura el sentido que reviste

191. «La Iglesia es virgen. Quizá me digas: Si es virgen, ¿cómo engendra hijos...? Yo respondo: es virgen y engendra. Imita a María, que engendró al Señor. ¿No engendró la virgen María y permaneció virgen? Así la Iglesia engendra, y es virgen. Y si reflexionas bien, engendra a Cristo: porque los que están bautizados son miembros de Cristo. " Vosotros sois, dice el Apóstol, el cuerpo de Cristo y sus miembros" (1 Cor 12, 27). Si, pues, engendra a los miembros de Cristo, es absolutamente semejante a María> (San Acuse-Be, Sermón publicado por G. MORIN, Miscellanea agostiniana, 1, 1; traducción en Le visage de I'Église, textos escogidos por H. URS vox BALTHASAR, París 1958, p. 187).

192. H. DE LUBAC, Méditation sur l'Église, Paris 1953, p. 241-285. Obras colectivas: Marie et l'Église, Études mariales, I-III, París 1951-1953; H. RAHNxR, Marie et 1'Église, traducción fr., París 1955; Y. CONGAR, Marie et l'Église dans la pensée patristique, RSPT, 1954, p. 3-38 (refiriéndose a A. MüLLER, Ecclesia-Mario, Die Einheit Maraa und der Kirche, Friburgo de Brisgovia 1955); J. GALOT, Marie et 1'Église, NRT, 1959, p. 113. 131. Una clara exposición de la cuestión con abundante bibliografía se hallará en G. PHILIPS, Marie et l'Église, Un théme théologique renouvelé, en María, Études sur la sainte Vierge, bajo la dirección de H. nu MANOIR, t. VII, París 1964, p. 363-419. Este aspecto del misterio de María está subrayado felizmente en la constitución dogmática Lumen Gentium del concilio Vaticano n (nn. 53 y 60-65).

193. Se comprende por tanto la vacilación de los padres conciliares sobre el lugar que se había de asignar al esquema sobre la Virgen María con respecto al esquema sobre la Iglesia: ¿inclusión o tratamiento separado? (cf. R. LAURENTIN, L'enjeu du concite, II. Bita" de la deuxiéme se:sion, París 1964, p. 100 s).

194. La expresión es tradicional en la teología latina, aunque en otro sentido, como la muestra este texto del Pseudo-Agustín, que comenta Ap 12, 4: «Draconem Diabolum esse, nullus vestrum ignorat. Mulierem illam virginem Mariam significasse, quae caput nostrum integra integrum peperit, quae etiam ipsa figuram in se sanctae Ecclesiae demonstravit: ut quomodo filium pariens virgo permansit, ita et hace omni tempore membra eius pariat, virginitatem non amittat.» (PL, 39, 661).

en cuanto a los personajes y las cosas del Antiguo Testamento. María es más y mejor que una figura. Junto a Jesús, en la humildad de su condición, personifica a la Iglesia en alguna manera, y no sin intención la muestra el cuarto evangelio al pie de la cruz, hecha por voluntad de Jesús madre del discípulo amado que representa a todos los cristianos 195 por ser la madre de Jesús, porque su sufrimiento maternal la asocia a la pasión de su hijo (cf. Le 2, 35), puede entonces, en virtud de la voluntad de Jesús, personificar concreta-mente y significar como en su fuente la maternidad de la Iglesia, que es justamente el fruto de la cruz. En una palabra, en María se revela positivamente el misterio de la Iglesia baja su forma más acabada 196. Se puede, pues, pensar que de rechazo este misterio ilustra el de la gracia de Dios en María, que es objeto de simples alusiones en los textos del Nuevo Testamento 197.

195. Aparte las obras citadas en la p. 370, nota 179, cf. en último lugar A. FEUILLET, Les adieux du Christ a sa mire (In 19, 25-27) et la maternité spirituelle de Marie, NRT, 1964, p. 469-489.

196. «María... es el ideal de la Iglesia porque la idea de la Iglesia se realizó en su persona originalmente y de la manera más perfecta. Porque ella misma pertenece a la Iglesia y constituye su miembro principal como su razón y su corazón, la idea de la Iglesia, como principio sobrenatural que asiste a Cristo, recibe toda su forma concreta y viva» (M. J. SCHEEBEN, Dogmatique, § 276, trad. de A. KERKVOORDE, introducción a la traducción de la obra: Le mystére de l'Église et des ses sacrements, París 1946, p. 64; cf. La mire virginale du Sauveur, trad. fr., Brujas-París 1953, p. 104 s. Cf. O. SETSMELR0TH, Marie, archétype de 1'Église, trad. fr., París 1965; C. JOURNET, L'Église du Verbe incarné, t. II, París 1951, p. 382-453. La idea no es desconocida de la teología protestante; cf. M. THURIAN, Marie, mire du Seigneur, figure de l'Église, Taizé 1962, p. 175-259.

197. Cf. infra, p. 480 s.

II. LA IGLESIA Y EL TIEMP0198

1. La Iglesia en su condición peregrinante

La situación presente de la Iglesia constituye una verdadera paradoja, como la de Cristo durante su vida terrena. Por un lado, en cuanto cuerpo de Cristo, pertenece al orden de las realidades escatológicas: desde ahora, asociada al Señor resucitado de quien tiene todo su ser, es la Jerusalén de lo alto (Gál 4, 26 s), que se manifestará el último día con el nuevo cielo y la nueva tierra (Ap 21),

198. O. CULLMANN, Christ et le temps, p. 102-123, felizmente completado (y a veces rectificado) por J. MOUROUx, Le mystére du temps, p. 171-220.

la Jerusalén celestial que es la ciudad del Dios vivo (Heb 12, 22), la esposa santa e inmaculada de Cristo (Ef 5, 27). Desde este punto de vista, su modo de existencia no es, pues, el de la humanidad antigua, sometida a las servidumbres de la condición terrena, tal como las ha determinado el pecado: posee la existencia escatológica que inauguró la resurrección de Jesús, vive en una temporalidad rescatada, en la que vuelve a hallarse la del paraíso primitivo. Pero por otro lado, este misterio de gracia queda actualmente velado bajo sorprendentes formas exteriores; en efecto, hasta el día en que pase la figura de este mundo, este misterio se realiza dentro de la temporalidad antigua, sometida a las consecuencias del pecado. La Iglesia, como pueblo de Dios, debe llevar hasta la parusía una existencia peregrinante que la mezcla íntimamente con la humanidad caída y le hace compartir su condición terrena. Su realidad metahistórica, que se revelará en el momento de la parusía, se actualiza en este mundo en lo más tosco de la historia 199.

Al nivel de los individuos es donde aparece quizá más clara-mente la paradoja de esta situación 200. En ellos coexisten y entrechocan las dos temporalidades. Por su fe en el evangelio y por su bautismo han sido introducidos en la humanidad nueva (Ef 4, 24); participan en la existencia escatológica, viven en la temporalidad rescatada de los hijos de Dios (1 Jn 3, 1). Sin embargo, la manifestación plenaria del nuevo ser que han recibido no puede efectuar-se todavía ahora (1 Jn 3, 2); es únicamente objeto de esperanza (Rom 8, 23 s). Por ahora subsisten en ellos las servidumbres de la temporalidad antigua: mecanismos de la carne que los inclinan al mal (Rom 7, 14-24), sujeción al sufrimiento y a la muerte. Su existencia escatológica no está solamente — como la de Cristo mismo durante su vida terrena— sometida a servidumbres. pasajeras que hacen que si «el hombre exterior se desmorona, el hombre interior :se renueva» (2 Cor 4, 16); se ve empeñada en una prueba espiritual que a cada instante la pone en contingencia (cf. 1 Cor 10, 12 s; Sant 1, 13 s). Ahora bien, la presencia visible de la Iglesia

199. De ahí la coexistencia, en los textos del Nuevo Testamento, de dos tipos de escatología, futurista y realizada; cf. W. G. KUMMEL, Futuristic and Realised Eschatology in the Earliest Stages of Chrislianity, en «Journal of Religion», 1963, p. 303-314.

200. J. MouRoux, op. cit., p. 228-245.

en la historia no es asegurada sino por este pueblo de pecadores rescatados, instalados en forma precaria en la nueva temporalidad. Los signos mismos de la gracia de Cristo en este mundo están con-fiados a sus frágiles manos, de modo que las apariencias externas de la Iglesia son más decepcionantes de lo que lo fueron las de Jesús a los ojos de sus contemporáneos; la realidad escatológica está oculta bajo un velo desconcertante.

2. La Iglesia y la historia profana

Pese a estas sujeciones, la presencia de la Iglesia en la historia profana acaba por poner en claro el sentido de ésta, no sólo en el plano de la historia sagrada en la que se realiza el retorno de los hombres a Dios, sino en la de la historia profana, que le sirve de infraestructura 201. Cierto que la relación entre una y otra se establece diferentemente en los dos Testamentos. En el Antiguo la identificación del pueblo, de Dios con una comunidad temporal, la nación israelita, tenía como resultado el de integrar totalmente la historia profana de esta comunidad en la historia sagrada, en el sentido estricto del término, tanto que por el hecho mismo asumía un valor revelador 202. En el Nuevo Testamento, la distinción establecida por Cristo entre da comunidad de la salvación y las comunidades de este mundo, entre el dominio de Dios y el del César (Mt 23, 21), acaba con esta confusión de los planos: la historia profana y las realidades que le pertenecen no son por sí mismas reveladoras del misterio de la salvación 203; no es de este modo como hay que buscar su sentido. Pero al mismo tiempo su situación real con respecto a este misterio queda puesta a plena luz. En efecto, la historia profana está ordenada a la historia sagrada como a su fin último: a lo que aspira expectante toda la creación, es a la revelación final de los hijos de Dios en el momento de la resurrección escatológica (Rom 8, 19 ss). Las relaciones de los

201. H. URS vox BALTHaSAR, Théologie de 1'histoire, p. 157 ss.

202. Supra, p. 342 ss.

203. Recordemos las posiciones tomadas por M. L MoNTUCLARD, La médiation de 1'Église et la médiation de l'Histoire, en Jeunesse de l'Église, 7 (1947), p. 9-36, y sobre todo Les événements de la foi, 1950 (cf. una crítica rigurosa de estas posiciones en G. FESSARD, De l'actualité historique, t. n, Brujas-París 1960, p. 27-71).

hombres entre sí y sus relaciones con el mundo sufren, a consecuencia del pecado, de una perturbación radical, que sólo la gracia de la redención puede remediar; el antagonismo del hombre y de la naturaleza y las oposiciones internas de la sociedad, de donde nace la estructura dialéctica de la historia 204, no pueden, pues, superarse sino en Cristo salvador. Ahora bien, esta mediación de Cristo se ejerce actualmente por la Iglesia, y esto es lo que define la relación de la Iglesia con el mundo profano: éste conserva su consistencia propia en su orden, pero no puede lograr sus fines particulares sino integrándose en la nueva humanidad y entrando en la existencia escatológica.

Como cada uno de los individuos que componen la humanidad, la historia profana está, pues, distendida entre dos temporalidades: la del hombre caído y la del hombre rescatado. Todos los valores que pertenecen a su esfera son por eso mismo frágiles y ambiguos: conquistas técnicas y humanización de la tierra, edificación de los imperios y aspiración a la unidad humana, interpenetración de las culturas y tendencia a la universalidad del espíritu... Estos valores, abandonados a la lógica interna del mundo pecador, no pueden sino destruirse mutuamente, estas empresas no pueden menos de acabar en un fracaso e incluso volverse contra el hombre. Pero los mismos valores y las mismas empresas, asumidas por la humanidad nueva que es el cuerpo de Cristo, vuelven a hallar su destino providencial y su significado profundo, tal como los ha querida Cristo. Esto no puede, sin embargo, hacerse sino con la libre respuesta de los hombres a la gracia de Cristo y al llamamiento de su evangelio. Ahora bien, mientras dura el mundo presente, en tanto permanece la Iglesia en su temporalidad peregrinante, esta respuesta de los hombres es incierta, provisional, constantemente se ve puesta en contingencia. Es por tanto absolutamente imposible decir si la historia profana camina hacia un éxito o hacia un fracaso, hacia la asunción de sus valores por Cristo en una transfiguración final de la tierra, o hacia el aniquilamiento de sus valores en una catástrofe que significará el juicio de Dios 205. En medio de este mundo ambiguo, la Iglesia es

204. Supra, p. 331, nota 76.

205. Es quizá en este punto donde la visión optimista del padre Teilhard de Chardin, fundada en la fe en el Dios creador, que no puede menos de salir triunfante en sus designios, y en Cristo redentor, que no puede fracasar en la "pleromización» del mundo, parece más vulnerable, o por lo menos más unilateral. La idea de una tendencia natural de la historia hacia la "planetización» humana, es justa: «¿Por qué no admitir... que la chispa parusíaca sólo puede saltar, con necesidad física y orgánica, entre el cielo y una humanidad llegada a un cierto punto crítico evolutivo de maduración colectiva?» (Oeuvres, t. v, p. 348). La dialéctica de la muerte y de la vida, comprendida a la luz de la cruz y de la resurrección de Cristo no se olvida en esta perspectiva de asunción final del cosmos por el «Cristo evolutor»: «Yo admito fundamentalmente que el acabamiento del mundo no se consuma sino a través de una muerte, de una "noche", una vuelta del revés, una ex-centración y una cuasi-despersonalización de las mónadas. La agregación de una mónada a Cristo presupone en ésta una especie de desagregación interna, es decir, una refundición de todo su ser, condición de su re-creación e integración en el pleroma» (texto publicado en «Archives de philosophie», 24 [19611, p. 135). «Para pasar al más allá, el mundo y sus elementos deben alcanzar previamente lo que podría llamarse "su punto de aniquilación". Ahora bien, precisamente a este punto crítico nos conduce el esfuerzo por prolongar conscientemente en nosotros y en torno a nosotros el movimiento de convergencia universal» (Oeuvres, t. v, p. 77). Pero si esto muestra bien la cohesión del designio creador manifestado por la evolución universal, y del acto redentor que opera la gracia en la Iglesia, una cosa queda en suspenso: ¿cuál será finalmente la actitud de la sociedad humana llegada a su punto supremo de concentración (por tanto a su madurez biológica) frente a esta necesidad de morir con Cristo para vivir en él? ¿Será una adhesión o una negativa? Y por esto mismo, la parusía de Cristo venido por segunda vez para transfigurar el mundo ¿significará para la colectividad así concentrada una pérdida de sí en el éxtasis o una muerte catastrófica en la impenitencia final? De todos modos, la transfiguración tendrá lugar para la Iglesia, resto de la humanidad pecadora, aun cuando sus miembros deban sufrir la misma muerte corporal que Cristo para alcanzar así la entrada en la gloria; y de esta manera el designio creador habrá logrado su meta, por el camino de la cruz. Pero sería presuntuoso imaginar una especie de desaparición del pecado, que abriera el camino a una transfiguración final sin desasimientos ni sacudidas, como si la humanidad en conjunto hubiera sido hecha capaz de responder libremente a la gracia que la solicita. Para ella, como para cada uno de sus miembros, todo seguirá incierto y ambiguo hasta el último día. Sobre estos problemas, cf. la buena puesta a punto de P. SMULDERS, La visión de Teilhard de Chardin, Brujas-París 1964, p. 126 ss, que cita los textos en que Teilhard evoca la posibilidad de un fracaso final (cf. p. 151-157). Igualmente E. Rinasu, La pensée du Pére Teilhard de Chardin, París 1965, p. 351-355 (y las notas 132 a 151 del mismo capítulo).

el único signo verdadero de esperanza, porque en ello se ha transfigurado ya secretamente el tiempo humano, la historia ha alcanzado su fin. Queda por ver qué sentido revisten en esta perspectiva las realidades que la constituyen.


II. SENTIDO DE LAS REALIDADES ECLESIALES

Las realidades eclesiales reciben su sentido de Cristo cabeza, como hemos dejado dicho más arriba 206 pero este mismo hecho les confiere un valor revelador. Santo Tomás, tratando de esta cuestión

206. Supra, p. 319.323.

en el marco de los cuatro sentidos de la Escritura, hizo notar con justa razón que su significado sólo puede desarrollarse en dos direcciones: el de la vida cristiana individual, a la que facilitan una regla de acción, y el de la esperanza ultraterrena, de la que presentan un esbozo y un gusto anticipado: «Lo que se dice de la Iglesia en sentido literal no puede exponerse alegóricamente, a menos quizá que se interprete así lo que se dice de la Iglesia primitiva para aplicarlo al estado posterior de la Iglesia actual; pero se, puede decir de estos hechos una interpretación moral y anagógica» 207. En realidad sería todavía mejor decir que en la Iglesia primitiva tomada al nivel del Nuevo Testamento se revela como en su fuente el misterio de la Iglesia tal como será en todos los tiempos: para la Igllesia de hoy la Iglesia apostólica no es una figura, sino una norma; entonces como ahora nos hallamos con las mismas realidades eclesiales revestidas del mismo sentido.

I. LAS REALIDADES SIGNIFICANTES

El estudio de las realidades eclesiales recubre la totalidad de la teología. No es por tanto el caso de emprenderlo aquí de forma exhaustiva. Sin embargo, será útil mostrar que tanto en el Nuevo Testamento como en el Antiguo el significado de las realidades se funda en su relación con la historia de la salvación: no son única-mente res en general, 'sino res cursumn suum peragentes 208. La Iglesia es una realidad histórica, y como tal es significante. Hay sin embargo que distinguir en su historia dos aspectos muy diferentes: un aspecto de sacramento y un aspecto de acontecimiento 209.

1. La historia sacramentaria210

Desde el primer punto de vista tiene la Iglesia por misión la de significar en el tiempo la presencia y la acción de Cristo glorioso, de insertar en la historia humana una realidad metahistórica 211. En

207. Quodl. 7, q. 6, art. 2, ad 2.
208. Supra,
p.
308 s.
209. Cf. A.
FEUILL.ET, Le temps de l'Église selon saint lean, en Études johanniques, p. 152-174.
210. J. MOUROUx, Le mystére du temes, p. 204-212.
211. E. H. SCHILLEBEECKX, Le Christ, sacrement de la rencontre de Dieu, p. 75 ss.

efecto, Cristo glorioso no volvió a entrar en contacto visible con los suyos sino durante los 40 días que precedieron a la ascensión 212; pero con ello les reveló el género de actividad que no cesaría de ejercer en su Iglesia por el Espíritu Santo que le enviaría. Ya se ve en qué sentido se puede hablar aquí de historia: no en cuanto que se produzca en el mundo algo nuevo, inédito, sino en el sentido de que ciertos actos intencionales realizados por la Iglesia en el tiempos traducen para los hombres los actos mismos de Cristo glorioso 213. Estos actos pueden dividirse en dos categorías. La primera es relativa a la manifestación de la revelación acontecida en Jesucristo: anuncio del evangelio, que es «una fuerza de Dios para la salvación de los creyentes» (Rom 1, 16); cumplimiento de los signos que en prolongación de los que hizo Jesús en otro tiempo (Mt 11, 5) acompañan a la palabra para acreditarla cerca de los hombres (Me 16, 17.20). La segunda categoría es relativa a la santificación de los hombres por la palabra operante de Cristo y por la operación del Espíritu Santo: tales son los sacramentos, y más en general todos los ritos que giran en torno de ellos; tal es particularmente el rito que significa el sacrificio de Cristo reproduciendo el gesto de la última cena 214

Todo este conjunto de actos realizados por la Iglesia muestra en ella el sacramento por excelencia de Cristo glorioso, tanto que a propósito de ellos se puede hablar de una historia sacramentaria en que se efectúa la consagración a Dios, no sólo de los hombres, sino incluso de las realidades creadas que integra la Iglesia en su culto.

Desde este punto de vista las personas que desempeñan en ellos algún papel no poseen significado por razón de su individualidad, de su comportamiento o de su acción personal, sino únicamente por razón de su función eclesial, puesto que por ésta tienen valor representativo con respecto a la presencia y a la acción de Cristo. Así es como Pedro y los once, a los que se añade Pablo, independienmente de un testimonio apostólico estrictamente intransmisible, significan para la Iglesia de todos los tiempos la existencia de una jerar-

212. H. URS vox BALTHASAR, Théologie de I'histoire, p. 102-113.

213. J. DANIÉLOU, Essai sur le mystére de l'histoire, París 1953, p. 84 ss (trad. castellana: El misterio de la historia, Dinor, San Sebastián 1957). J. GEFFRÉ, Les sacrements et le temps, LMD, 65, (1961), p. 96-108.

214. E. H. SCHIILFBEECKX, op. Cit., p. 83.94.

quia sacramental, en el interior de la cual cobrarán sentido los ministerios eclesiásticos.

2. La historia como acontecimiento

Sin embargo, la doble misión de que acabamos de hablar es realizada por la Iglesia en un mundo sometido a la ley del tiempo, que sigue en torno a ella su propio desarrollo 215. Bajo este aspecto la vida de la Iglesia está hecha de acontecimientos particulares que re-cubren los de la historia profana y vienen a insertarse en la misma urdimbre. Cuando se los mira de cerca no se tarda en observar que estos acontecimientos prolongan en cierta manera los de la vida terrena de Jesús, inmersa también en el mundo actual. Jesús fue enviado al mundo para anunciar en él el evangelio, aportar en él la salvación a los hombres y fundar en él el reino de Dios; pero esta misión, tropezando con la nula voluntad de los hombres, tomó el sesgo de un enfrentamiento con el mundo que condujo lógicamente a la pasión y a la cruz. La Iglesia cumple la misma misión y conoce el mismo enfrentamiento 216.

a) Misión de la Iglesia. La misión de la Iglesia obedece a una ley de crecimiento 217, cuyas etapas marca ya virtualmente el libro de los Hechos: el testimonio dado con la asistencia del Espíritu Santo debe extenderse a partir de Jerusalén hasta las extremidades de la tierra (Act 1, 8) simbolizadas concretamente por la capital del mundo pagano (Act 28, 17-31); el evangelio debe anunciarse a todos los pueblos (Mt 24, 14; cf. 28, 19) y proclamarse en todas las lenguas conforme a la experiencia simbólica de pentecostés (Act 2, 11). El desprendimiento de la Iglesia con respecto a su matriz judía tiene desde este punto de vista uri significado que los textos subrayan a porfía (cf. Act 15, 8 s. 14-17: Rom 15, 8-12; etc.). El desarrollo efectivo de la Iglesia en el transcurso de las edades no hará sino realizar prácticamente una plenitud que estaba contenida en germen desde el momento de la cruz (cf. Ap 5, 9 s; Ef 2, 14 ss). Al mismo

215. Sobre esta relación de la Iglesia con la historia, cf. J. DANIÉLou, op. cit., p. 193-200 (Cristología e historia).

216. J. Mouaoux, op. cit., p. 184-193.

217. Ibid., p. 212-216.

tiempo este esfuerzo hacia una catolicidad de hecho realizará progresivamente la consagración a Dios de las sociedades y de las civilizaciones, que es uno de los aspectos de la historia sacramentaria de la Iglesia 218. Más aún, coincidiendo, con la tendencia de la humanidad a su unidad interna, le aportará el medio de alcanzar su fin dejándose asumir en un proceso superior a la historia profana, para que en Cristo se constituya la nueva humanidad, en la que se contarán todas las razas, naciones y lenguas (Ef 3, 15). En una palabra, por el crecimiento orgánico del cuerpo eclesial es como la historia profana, bajo todos sus aspectos, puede hallar el modo de encaminarse eficazmente a su fin específico. La catolicidad de la Iglesia, aun distinguiéndose formalmente de la universalidad de la sociedad temporal, deposita su fermento activo en un mundo al que la lesión del pecado había dividido contra sí mismo 219.

b) Enfrentamiento de la Iglesia y del mundo 220. Sin embargo, la misión de la Iglesia, como la de Cristo, no puede menos de chocar con el mundo. La nueva ciudad de Dios no se constituye sino con el resto de la humanidad antigua, sea judía o pagana, que se convierte al anuncio del evangelio. Por esta razón vemos operarse en la humanidad una separación de nuevo género: no ya entre judíos y naciones paganas, sino en el interior del judaísmo y de las naciones mismas, entre creyentes e incrédulos. Desde la era apostólica se produce ya la fisura en las comunidades judías, de las cuales salo un resto entra en el nuevo Israel (Rom 11; cf. Act 18, 5-8). De la misma manera se produce también en los medios paganos (Act 14, 1-5), de modo que el evangelio aparece en todas partes como el signo de contradicción que revela el fondo de los corazones (cf. Le 2, 34 s). Esta manifestación del pecado del mundo a la luz del día 221 se hace todavía más evidente cuando la lucha contra el evangelio es asumida por las autoridades temporales que gobiernan la sociedad pagana. Entonces se erige contra la nueva Jerusalén, ciu-

218. H. URS VON BALTHASAR, op. CH., p. 157-170.

219. Por esto el sueño de la unidad humana no ha nacido en el marco de las culturas paganas, sino en el seno del mundo cristiano. Dato teológico en su origen, se laicizó desde el Renacimiento, particularmente en la filosofía de las luces, en Hegel y en la corriente marxista; cf. M. J. CONGAR, Unité de 1'humanité et vocation des peuples, en Sainte Église, Études et approches ecclésiologiques, París 1963, p. 173-180.

220. H. URS VON BALTHASAR, Op. Cit., p. 170-180.

221. Supra, p. 336 s.

dad del Dios vivo, la ciudad del mal, Babilonia, cuya acción está inspirada por el dragón infernal (Ap 13-18). El hombre viejo y el hombre nuevo, en guerra en el interior de cada uno de nosotros (cf. Rom 7) se enfrentan, pues, visiblemente en la escena de la historia, no en una lucha política en que la Iglesia combata en el terreno de su adversario, sino en. una lucha espiritual 222, en la que asegura su victoria con el medio que empleó Cristo en su pasión: el testimonio de la sangre (cf. Act 4, 24-30; Ap 12, 10 s). El sentido de las oposiciones y persecuciones con que tropiezan los predicadores del evangelio y los fieles aparece así claramente desde los tiempos apostólicos en la estela dejada por la pasión y por la cruz.

La historia de la Iglesia como acontecimiento, tal como resulta de su relación con la sociedad temporal, se presentará, pues, constantemente a una doble luz: por una parte como ejecución de una misión de consagración y de salvación, y por otra parte como enfrentamiento con una potencia hostil 223. No se excluye que en el cumplimiento de esta misión los miembros de la Iglesia y sus autoridades en funciones se dejen ganar ocasionalmente por el espíritu del mundo al que son enviados — ya que ellos mismos son pecadores falibles — y así hagan entonces ambigua la situación de la Iglesia en el mundo 224. La época apostólica no presenta todavía los síntomas de una crisis de este género, en la que se vería a los hombres de Iglesia ceder a la segunda tentación de Cristo (Lc 4, 6) y comprometer la pureza de los dones del Espíritu. Sin embargo, no ignora las fechorías de Satán en su seno. Los mismos peligros de perversión doctrinal o moral que amenazaron en otro tiempo al pueblo de la antigua alianza, acechan hoy al de la nueva. Las epístolas pastorales, la de Judas, la segunda de Pedro, las cartas a las iglesias con que se abre el Apocalipsis, refiriéndose a los ejemplos que narran a este propósito las Escrituras o la tradición judía, hacen ya sentir el fragor del combate que hay que emprender contra los falsos doctores 225.

222. Cf. L. CERFAUX, Le conflit entre Dieu et le souverain divinisé dans 1'Apocalypse de lean, en Recueil L. Cerfaux, t. uI, p. 225-236.

223. Descubrimos aquí la dualidad señalada anteriormente a propósito de la relación de la historia profana con la historia sagrada (supra, p. 377 ss). Cf. A. FEUILLET, L'Apocalypse, eStudia neotestamentica», Subsidia 3, p. 62-65.

224. Tal será el peligro propio de las situaciones de cristiandad, bastante análogo al que amenazaba en otro tiempo a la institución judía.

225. Cf. los comentarios de estos libros, por ejemplo: C. SPIcQ, Les épitres pastorales, p. LII-LXXII; J. CHAINE, Les épitres catholiques, p. 58.80, 120 ss, 280-286. K. H. SCHEL. ELE, Die Petrusbriefe. Der ludasbrief, Herders theologischer Kommentar zuna N. T., p. 230-239; E. B. Au.o, Saint lean, L'Apocalypse, p. 57 ss.

El significado de esta lucha es claro: el mundo malvado, en lugar de convertirse realmente al mensaje evangélico, trata de asimilarse de él lo que le parece aceptable; más bien que romper con su existencia pecadora para tener acceso a la existencia escatológica, piensa en integrar las fuerzas vivas del cristianismo naciente en los viejos sueños acariciados por el paganismo (cf. ya Act 8, 18 ss: el episodio de Simón mago, al que los padres consideran como el fundador de la falsa gnosis). Todos los dramas futuros que ha de conocer la Iglesia cuando tenga que enfrentarse, ya con los poderes políticos profundamente marcados por el espíritu de este mundo, ya con los medios culturales en que éste se expresa, se esbozan así desde el momento en que la Iglesia apostólica entra en contacto con el imperio romano impregnado, de la civilización helenística.

Paralelamente a esta revelación del pecado del mundo, que no añade nada a la que había aportado la cruz, pero que muestra su permanente actualidad, se prosigue, pues, también !la revelación del juicio del mundo, cuyos signos ocasionales registra el Nuevo Testamento. Mateo y Lucas parecen tomar 'indirectamente nota del juicio divino que se abatió sobre la institución judía 226, infiel al llamamiento de Cristo (Mt 22, 7; Le 21, 20. 24; cf. 19, 43), mientras que el Apocalipsis otea los pródromos del juicio que no puede menos de descargar sobre el imperio romano perseguidor 227 (Ap 9, 14 ss; 16, 12-16 parece hacer alusión a la amenaen de los partos) 228.

En una palabra, el Nuevo Testamento proporciona una visión de la historia, en la que todo, de una manera o de otra, cobra valor de signo en función de ciertos simbolismos generales que formarán el trasfondo de todos los tiempos venideros. De esta manera se puede decir que toda la historia profana viene a desembocar en la histo-

226. A decir verdad, esta reconstrucción literaria de las palabras de Jesús, destinada a señalar su realización histórica, es discutida por los críticos. Nosotros nos apropiamos en este punto la posición de A. WIXENHAUSER, Introducción al Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1960, p. 160 y 175 ss.

227. Sobre la difícil cuestión de las alusiones históricas en el Apocalipsis, cf. el status quaestionis de A. FEuILLET, op. cit., p. 36-52.

228. E. B. ALZO, escéptico en cuanto a la interpretación historicizante del primero de estos dos pasajes (L'Apocalypse, p. 133 s), la admite positivamente en cuanto al segundo (ibid., p. 258).

ria sagrada y a integrarse en ella progresivamente a medida que sectores más amplios de la sociedad humana van entrando en contacto con el evangelio. La realización de la misión de la Iglesia en el mundo, enfocada en sus resultados positivas, llevaba a cabo algo semejante, pero únicamente en relación con un aspecto de la historia profana, en el que el designio originario del Creador aparecía en alguna manera visible bajo las desfiguraciones que le había impuesto el pecado. Es todo el aspecto negativo de la misma historia profana — imposible de integrar en la historia sacramentaria de la Iglesia, ya que desde los orígenes constituyó su contrapartida sacrílega — que ahora es conducido mal de su grado a la economía de la salvación, del mismo modo que en el tiempo de la vida terrena de Jesús la incredulidad judía, la oposición de las autoridades oficiales y finalmente la traición de Judas, inconscientes de la empresa monstruosa de Satán contra aquel que venía a instaurar en el mundo el reina de Dios, cumplieron paradójicamente su obra redentora. Mientras se va desarrollando la historia de la Iglesia, la totalidad de las cosas terrenas viene así a constituir esa masa enorme de las realidades significativas, cuyo sentido oculto hay que precisar.

II. EL MISTERIO SIGNIFICADO

Para esclarecer las realidades eclesiales, y más en general las realidades de la historia humana en su relación con la Iglesia, el Nuevo Testamento proyecta sobre ellas una doble luz: la que viene de Cristo, puesto que la Iglesia no es otra cosa que «Jesucristo derramado y comunicado» 229, y la que viene del Antiguo Testa-mento, puesto que el misterio del pueblo de Dios en la historia se había realizado ya para Israel en forma de esbozo, al nivel de una experiencia figurativa. Por la conjunción de estas dos iluminaciones el misterio de la Iglesia, sacramento de Cristo y de la salvación, y el misterio de la historia humana, puesta desde ahora bajo la norma de Cristo 230, aparecen en todo su relieve. Para nos-otros que estamos todavía implicados en la vida terrena, el significado de todas estas cosas se debe buscar en una dirección doble:

229. J. B. BossuET, Oeuvres oratoires, ed. Lebarcq-Urbain-Levesque, t. vi, p. 508.
230. H. URS vox BALTHASAR, Théologie de 1'histoire, p. 137 ss.

la del término hacia el que camina nuestra existencia cristiana (es la anagogía de los teólogos medievales) y la de esta misma existencia (es lo que los mismos teólogos llamaban la tropología). Se podría hablar de un sentido escatológico y de una aplicación existencial.

1. Sentido anagógico o escatológico

a) La experiencia cristiana y el misterio del cielo. Cristo, con su retorno al Padre, su resurrección, su entrada en el universo' transfigurado y en el paraíso recuperado, nos reveló el término a que tiende la existencia cristiana 231. Este término, sin embargo, no es todavía objeto de una aprehensión directa. Si el hombre, por el bautismo, «gusta del don celestial, es hecho partícipe del Espíritu Santo, gusta de la dulzura de la palabra de Dios y los prodigios del siglo venidero» (Heb 6, 4 s) 232, esta experiencia 233 se opera en la oscuridad de la fe. «Nuestra salvación es objeto de esperanza, y ver lo que se espera no es ya esperarlo... Pero esperar !lo que no vemos es aguardarlo con confianza» (Rara 8, 24 s). ¿Cómo podemos, pues, hablar de este terreno inaccesible a nuestros sentidos, donde Cristo se halla ya y nosotros esperamos «estar con Él para siempre»? (1 Tes 4, 17; 5, 10). Primero, porque la recepción del Espíritu Santo constituye sus primicias y sus arras (Ron 8, 23; 2 Cor 1, 22; 5, 8; Ef 1, 14). Pero también porque desde este mundo' nuestra comunión con Dios adopta una forma concreta en la vida eclesial, tanto que sobre esta base tangible podemos legítimamente represen-tamos lo que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que ama» (1 Cor 2, 9). El universo nuevo de los apocalipsis (Ap 21, 5) no es una pura construcción imaginativa, una representación mítica desprovista de alcance realista 234. Tanto si vemos en él una realidad actual, en que

231. Supra, p. 341 s. Sobre la tensión escatológica de la fe en Cristo, cf. L. M. DaWAILLY, Le temes et la fin du temes selan saint Paul, LMD, 65 (1961), p. 133-143.

232. Sobre este texto, cf. C. SPICQ, L'épitre aux Hébreux, t. II, p. 150 ss.

233. Los temas de la experiencia cristiana están analizados excelentemente por J. Mouroux, L'expérience chrétienne, París 1952.

234. Aquí nos vuelve a salir al paso el problema suscitado por Bultmann a pro. pósito del lenguaje «mítico» que traduce la experiencia de f e. Para Bultmann la fe no es un conocimiento de las realidades sobrenaturales, sino una pura actitud existencial, de la que dimana para el hombre una revelación de su propia existencia. La idea de un conocimiento por signos, traducido en lenguaje simbólico, parece rechazarla como un subproducto de la filosofía griega. No es aquí del caso discutir esta manera de ver, en la que el racionalismo del siglo xtx hace un curioso maridaje con el fideísmo luterano. Nos contentamos con indicar nuestro distanciamiento de tal concepción.

ya está Cristo, lo cual es anagogía, como si vemos una realidad futura en que entraremos después de nuestra muerte y nuestra resurrección, lo cual es escatología, en todo caso posee una estructura, cuyo sacramento vivo está constituido por la Iglesia en su condición terrena.

Este significado anagógico o escatológico de la Iglesia lo subraya el Apocalipsis joánico cuando, aun proyectando sobre la ciudad celestial de Dios las diversas tipologías tomadas del Antiguo Testamento (Jerusalén, la tierra santa, el paraíso, el pueblo de doce tribus), le da por fundamento los doce apóstoles de Jesucristo, fundadores de la Iglesia en cuanto sociedad terrena (Ap 21, 14; cf. Ef 2, 20). En esta perspectiva las experiencias de la Iglesia, esbozadas figurativamente en el Antiguo Testamento, deben considerarse como un gusto anticipado y prenda de la experiencia del cielo. En su fondo no será ésta otra cosa que una vida con Dios (Ap 21, 3), una visión de Dios cara a cara (1 Cor 13, 12; 1 Jn 3, 2), una transformación del hombre a imagen de Cristo (1 Cor 15, 45-53), una vida con Cristo (Flp 1, 23). Pero no convendría imaginarla bajo la forma de una contemplación y de una bienaventuranza solitarias: será, y es ya, una reunión de los elegidos en torno a Cristo (1 Tes 4, 15-17; Mt 24, 31; Ap 7; 22, 3 ss), como lo muestra la estructura terrena de 'la Iglesia, que constituye su proyección en el tiempo. Así la vida sacramentaria debe comprenderse como la imagen (elxc5v, Heb 10, 1) 235 de este misterio ultraterreno, en el que hace participar ya a los fieles. La celebración eucarística no: es solamente un memorial de la pasión (1 Cor 11, 26), o más exactamente del sacrificio del Señor que empezó con la efusión de su sangre, pero se consumó con su ascensión al cielo (Heb 3, 11 s. 24); es también un anuncio de su retorno (1 Cor 11, 26; cf. Heb 9, 28): en cuanto comida con el Señor resucitado, inaugura en forma velada el festín escatológico del cielo (Ap 3, 20; 19, 9)236. Igualmente, el hecho de

235. Sobre el alcance de este término, v. supra, p. 370, nota 179.
236. Esta presencia sacramental de la eternidad en el tiempo la subrayan paralela-mente dom O. CAsEa-, Hodie, LMD, 65, p. 127-132, y J. GUITTON,
L'éternité dans le temps, ibid., p. 144-154.

que nosotros resucitemos en el bautismo con Cristo para entrar en una vida nueva (Rom 6, 1-11; Jn 5, 25) inaugura en medio del tiempo el misterio de nuestra resurrección corporal, que constituye el objeto de nuestra esperanza (Rom 8, 23).

Si, pues, el retorno de Cristo, la resurrección de los cuerpos y la vida eterna están ahora fuera del alcance de nuestra imaginación y de nuestra razón razonante, nos es, sin embargo, posible decir de ello algo positivo, puesto que la experiencia cristiana nos instruye concretamente sobre' este acto final de la historia humana: viendo lo que la gracia de Dios hace actualmente en la Iglesia, vemos hacia qué término está orientada. El lenguaje mismo' del Nuevo Testamento subraya esta interdependencia de la existencia cristiana y de la escatología 237: unas veces, en efecto, actualiza la escatología para describir la existencia cristiana (Jn 5, 25, comparado con 5, 28 s), otras toma del Antiguo Testamento las mismas representaciones en imágenes para evocar alternativamente la vida de la Iglesia en el tiempo y su consumación más allá del tiempo.

b) La experiencia' cristiana y el misterio del juicio final. Hasta el mismo aspecto sombrío y doliente de la historia de la Iglesia implica también a su manera una significación escatológica. Porque la revelación del pecado del mundo y del juicio de Dios, comenzada en el Antiguo Testamento y acabada en el momento de la cruz 238, sólo se continúa actualmente en torno' a la predicación del evangelio para consumarse en el último día 239. El misterio de impiedad que está actualmente en acción en el mundo (2 Tes 2, 7) no puede me-nos de encaminarse por su parte hacia una especie de parusía (2 Tes 2, 3s. 8-11). A partir de la experiencia concreta de toda esta acción satánica por que pasa la Iglesia actualmente es, pues, posible representarse el tiempo en que ésta alcanzará su punto culminante (cf. Ap 13; 17), pues no hay discontinuidad entre los anti-

237. En esta perspectiva hay que situarse para reducir la oposición entre la escatología consiguiente y la escatología realizada, que algunos exegetas del Nuevo Testamento acentúan en forma abusiva (cf. A. FEUILLET, en Introducción a la Biblia, t. si, p. 693).

238. Supra, p. 319 s y 336 s.

239. Sobre el conjunto de los problemas suscitados aquí, cf. B. RIGAux, L'Antéchrist et 1'opposition au royaume messianique dans 1'Anclen et le Nouveau Testament, París 1932; el mismo, Les építres aux Théssaloniciens, p. 247-280; R. SCHNACRENBURG, Die Johannesbrief e, p. 127-132.

cristos actuales y el Anticristo240 final (cf. 1 Jn 2, 18 ss): nos hallamos ya en los últimos tiempos en que el mundo' malvado libra su último combate contra Cristo (1 Jn 2, 18; 1 Tim 4, 1), ese combate que evoca el Apocalipsis por medio de imágenes escriturarias (Ap 19, 19; 20, 7 ss).

Por consiguiente, el misterio del juicio de Dios, actualmente también en acción, camina del mismo modo' hacia su acto final. La representación de este desenlace de la historia humana en cuanto historia del mundo pecador pertenece desde hace mucho tiempo a la literatura profética y apocalíptica; no se puede decir que en este sentido el Nuevo Testamento, aporte nada verdaderamente nuevo, excepto en un punto: reordena todas las imágenes clásicas en torno a la persona de Jesucristo, Mesías glorioso e Hijo del hombre. El juicio final, manifestación solemne de una sentencia pronunciada en el momento de la muerte' de Jesús (Jn 12, 31), no será, en efecto, otra cosa que la integración tonal de todos los juicios particulares ocurridos en el transcurso de la historia, sea a propósito de los individuos pecadores (por ejemplo, 1 Cor 11, 30 ss), sea a propósito de las colectividades humanas adversarias del designio de Dios. Pero este tema, si bien se mira, no pertenece como propio al Nuevo Testamento: se despliega con perfecta homogeneidad desde el Génesis (Gén 3, 14-19; 6, 5-7, etc.) al Apocalipsis (Ap 6; 8-9; 14, 6-20; 16; 18...). No pertenece verdaderamente a la anagogía o a la escatología cristiana, a la que sirve más bien de preludio. Aplica a la colectividad humana el principio' fundamental de que en un mundo cautivo del pecado, la existencia no puede ser sino una existencia para la muerte. A este principio', firmemente sentado por el Antiguo Testamento (cf. Gén 3, 19; Sala 2, 23 s), el Nuevo Testamento aporta un solo correctivo: Cristo, con su cruz, cambió radicalmente el significado de la muerte para los que llegan por la fe a la existencia escatológica. De esta manera, la misma muerte corporal se convierte para los unos en el medio' de una victoria (Ap 12, 10 s), cuya realidad será manifestada por su resurrección (Ap 20, 4-6),

240. El término de anticristo sólo se halla en las epístolas de Juan, pero se lo cita (1 Jn 2, 18) como un dato muy conocido. Juan actualiza visiblemente una representación apocalíptica tradicional. Cf. J. BONSIRVEN, Épitres de saint lean, París 1935, p. 134 ss; J. CHAINE, Les épitres cathaliques, p. 166 ss; R. SCHNACKENBURG, (p. Cit., m loco.

mientras que a los otros les abre el camino de la muerte segunda (Ap 20, 14 s).

c) Valor y alcance de los símbolos en la escatología cristiana. Para caracterizar el lenguaje por medio del cual la Escritura evoca por adelantado el misterio de las postrimerías, tanto para los individuos como para la colectividad humana, más de un crítico se ve tentado a llamarlo mítico por la razón de que en este caso como en el de los orígenes, el objeto' descrito queda fuera del alcance de nuestro conocimiento sensible ligado a nuestra vida en el tiempo 241. Efectivamente, en esta perspectiva, la palabra mito podría recibir un sentido técnico perfectamente aceptable 242, pero no dejaría de ser equívoca. En efecto, el problema no está en saber solamente si el lenguaje en cuestión es realista o simbólico, sino en saber de qué fuente se tomaron los símbolos de que está tejido. Ningún lenguaje simbólico es puro producto de la imaginación humana; en su origen se halla siempre una cierta experiencia existencial, refractada en el prisma imaginativo de un hombre o de un grupo de hombres 243. ¿Cuál es el valor de esta experiencia? ¿Qué vale la imaginación simbólica que nos ha transmitido su traducción? Tales son las verdaderas cuestiones de que depende el valor del lenguaje mismo 244 En el caso que nos ocupa, la experiencia existencial en que están enraizados los símbolos, aun integrando los datos generales de' la experiencia humana más común, implica una experimentación práctica de la vida con Dios, tal como Cristo mismo la vivió y tal como la hizo posible a loas hombres abriéndoles el camino de la existencia escatológica: en el Antiguo Testamento', bajo el velo de una historia y de un culto figurativos; en el Nuevo, bajo las estructuras sacra-

241. La aplicación presente de la palabra mita (cf. supra, p. 347) desborda con mucho el empleo que de ella hace R. Bultmann, cuyas posiciones hemos discutido frecuentemente. Para una exposición histórica de la cuestión, cf. P. BARTHEL, Interprétation du langage mvthique et théologie biblique, Leiden 1963, p. 15-67.

242. El que le da al fin y al cabo P. RICOEUR, Finitude et culpabilité, It. La Symbolique da mal, p. 153-165. Pero puede verse la discusión de Ricoeur con G. FESSARD, Image, symbole et historicité, en Demitizzazione e immagine, ed. E. CASTELLI, Padua 1962, p. 43-79.

243. G. GUSDORF, Mythe et métaphysique, p. 203-239.

244. Pese a apreciaciones bastante someras sobre la teología católica, cf. el status quaestionis de G. DuRAND, L'imagination symbolique, París 1964 (con bibliografía); cf. S. BRETON, Présence et représentation, Essai sur l'imaginaire, en Demitizzazione e immagine p. 287-305.

mentales en que se hace presente la realidad ultraterrena 245. La fuente del lenguaje simbólico, por particular disposición de la pro-videncia divina, está, pues, íntimamente ligada a la revelación de la salvación, tal como Dios la proporcionó concretamente a su pueblo. Este lenguaje no es una vestidura accidental de que se habría recubierto la fe de los hombres en razón de las contingencias de la historia; es su traducción normativa, cargada de sentido y valedera para todos los tiempos, precisamente por razón de su enraizamiento en la historia 246. La experiencia de Israel, transfigurada ahora en experiencia de la Iglesia, da por sí misma testimonio acerca del misterio invisible' hacia el cual miran nuestra fe y nuestra esperanza.

2. Aplicación existencial o tropológica

La tropología de los exegetas medievales no se confinaba en el ámbito moral, en el sentido estrecho que adoptó este término en la teología de la contrarreforma. Incluía todo lo que concierne a la existencia cristiana, tanto en la vida de Ios individuos como en la de los grupos, «la antropología cristiana y la espiritualidad que fluye del dogma» 247; por esto el padre de Lubac puede hablar a este propósito de a-apología mística 248, puesto que se trata, de hecho, de la interiorización del misterio de Cristo vivido por el cristiano en la Iglesia. A decir verdad, este sentido de las realidades eclesiales atestiguadas por el Nuevo Testamento es de un orden muy distinto' del de la teología anagógica o escatológica, de que acabamos de ocuparnos 249 Supone que se, ha reconocido en la persona de Cristo, y más especialmente en su cruz y en su resurrección, la revelación existenciaria 25°, gracias a la cual queda definitivamente esclarecido el sentido de la vida humana; que optando por Cristo en la decisión de fe se ha introducido ya uno mismo en la existencia escatológica, actualmente vivida en la Iglesia y dirigida hacia su plenitud final.

245. J. DANIELOU, Essai sur le mystére de l'histaire, p. 127-141.
246. Nótese que en Bultmann van de la mano la reducción mítica del lenguaje y la negación de todo significado revelador de la historia.
247. H. DE LUBAc, E.régése médiévale, Les quatre seas de l'Écriture, parte primera, p. 555 ss.
248. Ibid., cap. ix (p. 549 ss).
249. Cf.
supra, p.
386 ss.
250.
Supra, P. 319-323.

En este marco, el problema que vuelve a plantearse cada día es el de actualizar de nuevo esta decisión fundamental, a fin de morir efectivamente en Jesucristo para vivir con Él la vida del hombre nuevo. Ahora bien, las realidades neotestamentarias, tanto las de la historia sacramentaria, como' las de la historia en cuanto acontecimiento, esclarecen este problema destacando todas sus dimensiones : a partir del momento en que la revelación existenciaria ocurrida en Jesucristo confirió sentido a las experiencias vividas de que habla la Escritura, se hizo posible hallar múltiples aplicaciones existenciales de cada una de ellas.

Estas aplicaciones, aunque presenten aspectos diversos, tienen un centro de gravedad: la decisión que debe tomar el hombre pecador frente a Jesucristo'. La toma de conciencia del pecado por una parte, de la gracia ofrecida y de la buena nueva de la salvación por otra, ponen al hombre ante una opción que determina su situación con respecto a Dios y, por consiguiente, determina su destino. Creer o negarse a creer, convertirse o permanecer adherido al mal, amar para responder al amor de Dios o cerrarse al amor: esta alternativa se presenta de nuevo a cada instante, en la vida de todos los hombres que han encontrado' a Cristo, ya a lo largo de su vida, ya a través del anuncio del mensaje evangélico. Es inútil entrar en más detalles a este propósito. Únicamente hay que recordar que poniendo así de relieve el drama espiritual del hombre no se agota el contenido del mensaje aportado por la Escritura 251, pues la naturaleza y el objeto del drama no se calibran verdaderamente sino' reconociendo todo su realismo al misterio de la encarnación, al misterio del Dios vivo tal como lo revela la encarnación de su Hijo, y al misterio del Espíritu Santo en la Iglesia tal como lo hace vivir el sacramentalismo cristiano. Así es como las aplicaciones existenciales de la Escritura, comprendidas en la prolongación de la tropología mística de los medievales, se distinguen de la interpretación existenciaria tal como la preconiza Bultmann. Pero lo que sobre este punto hemos dicho en las páginas anteriores nos dispensa de insistir más en ello.

251. Supra, p. 320.

 

§ V. CONCLUSIÓN: SENTIDO DE LAS COSAS Y SENTIDO DE LOS TEXTOS

El presente capítulo se ha desarrollado a partir de una cuestión teológica sumamente clásica: la de los sentidos de la Escritura. En este punto los tratados de hermenéutica se contentan generalmente con exponer la doctrina de santo Tomás, tratando de adaptarla a las perspectivas abiertas por la crítica bíblica 252. Hemos juzgado que esta manera de proceder era insuficiente. En efecto, en la Biblia el sentido de las cosas y eI sentido de los textos no pueden separarse el uno del otro, pero no se sitúan en el mismo plano. Los textos dan testimonio de las realidades, que constituyen el objeto de la revelación; pero estas realidades, debido a su inserción en la historia de la salvación, son de suyo portadoras de significado: a través de ellas se nos hace perceptible el misterio en que nos introduce la vida de fe. Así la hermenéutica de los textos bíblicos desemboca en una hermenéutica de las realidades de que hablan, y esta última no es finalmente otra cosa que la teología. El sensus rerum de santo Tomás no depende por tanto directamente de lo que los modernos llaman exégesis, y se comprende que santo Tomás pudiera escribir: el sentido de las cosas no tiene valor demostrativo en teología, pero esto no perjudica lo más mínimo al valor de la Escritura, pues el sentido espiritual no contiene nada necesario a la fe que la Escritura no enseñe en alguna parte en su sentido literal'". En verdad este sentido espiritual forma parte de la misma reflexión teológica. Resulta de la relación que la comparación de los textos permite establecer entre las diversas realidades que constituyen, ya el fundamento, ya el objeto de la fe. Así el conjunto del presente capítulo se presenta como una especie de síntesis teológica que tiene por centro a Cristo y que a partir de Él se despliega en forma de historia sagrada: desde la creación hasta Cristo pasando por el Antiguo Testamento, y desde Cristo hasta la consumación escatológica de las cosas pasando por el tiempo de la Iglesia.

252. Es lo que hemos hecho nosotros en nuestra exposición sobre La interpretación católica de los libros sagrados, en A. ROBERT - A. FEUILLEr, Introducción a la Biblia, t. 1, p. 193-201. 253. i, q. 1, art. 10, in Corp.

¿Quiere decirse que tal exposición no esté en su lugar en un tratado de hermenéutica? Pensar así sería un error. En efecto, el sentido de los textos bíblicos no se entiende exactamente sino dentro de una perspectiva general, que es la de la revelación de la fe. Ciertamente, no se trata de determinarlo a priori sin recurrir a los métodos propios de la exégesis. Pero la exégesis no es una operación independiente, instalada en la racionalidad pura, capaz de desarrollarse por 'su propia cuenta. Los textos a que se aplica son la palabra de Dios, revelan el misterio de Dios y el misterio de la salvación. Si bien la razón humana debe aplicarse a ellos con todas sus fuerzas para entenderlos, debe hacerlo en el interior del acto de fe, que la abre a esta palabra de Dios reveladora del misterio. Examinando ahora los problemas propios de la exégesis, volveremos a encontrar constantemente en nuestro, camino los datos que el presente capítulo ha organizado en síntesis: estos datos constituirán su trasfondo, presente en todas partes, incluso cuando las exigencias metodológicas obliguen momentáneamente a hacer abstracción de ellos.