JESUCRISTO


A) CRISTO, DIOS Y HOMBRE, PLENITUD DE LA HISTORIA

"Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5). A esta plenitud de salvación apunta como término la historia de Israel. Después de la liberación de Egipto, después del don de la tierra prometida, después del establecimiento del reino de David y Salomón, todavía queda algo por esperar; por otra parte, esto significa que también en el exilio, en medio de los enemigos, frente a la muerte, todavía queda una esperanza. Esta espera de la salvación empapa la vida, la oración y la fe de Israel. Se acerca en el sufrimiento mismo, en el fracaso, en el crisol de la prueba, que prepara el día del Señor. Al ser Dios el Señor de la historia, la historia de salvación siempre queda abierta a realizaciones nuevas de la promesa divina, a una salvación siempre mayor. Israel no da un nombre a Dios ni se lo figura (Ex 34,17), no cree en un Dios a su medida, tal como él pudiera imaginárselo. Vive, por ello, abierto a la revelación, a la manifestación de Dios.

La genealogía de Jesús, en Mateo, se remonta hasta Abraham. En Lucas es más universal y enlaza a Cristo con Adán. De Adán y de Cristo se dice: "hijo de Dios" (Lc 3,23.38). De este modo se establece la relación entre Jesús, nuevo Adán, y el Adán primero, padre de todos los hombres. Un árbol genealógico que llega hasta Adán nos muestra que en Jesús no sólo se ha cumplido la esperanza de Israel, sino la esperanza del hombre, del ser humano. En Cristo el ser herido del hombre, la imagen desfigurada de Dios, ha sido unido a Dios, reconstruyendo de nuevo su auténtica figura. Jesús es Adán, el hombre perfecto, porque "es de Dios".

En la persona de Eva la promesa está destinada a la humanidad entera (Gn 3,15). Poco a poco la promesa se concentra y se dirige a una raza, la de Sem (Gn 9,26); a un pueblo, el de Abraham (Gn 15,4-6;22,16-18); a una tribu, la de Judá (Gn 49,10); a un clan, el de David (2S 7,14). La promesa se precisa y el grupo se estrecha; se construye una pirámide profética en búsqueda de su cima: María, "de la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16). María se ha dejado plasmar por el amor de Dios y por ello es "bendita entre todas las mujeres", "todas las generaciones le llamarán bienaventurada". En María se ha cumplido plenamente el designio creador y salvador del Padre para todo hombre.

Las dos genealogías unidas nos dicen que Jesús es el fruto conclusivo de la historia de la salvación; pero es El quien vivifica el árbol, porque desciende de lo alto, del Padre que le engendra en el seno virginal de María, por obra de su Espíritu Santo. Jesús es realmente hombre, fruto de esta tierra, con su genealogía detallada, pero no es sólo fruto de esta tierra, es realmente Dios, hijo de Dios, como señala la ruptura del último anillo del árbol genealógico: "...engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16). Israel, nación materna, es bendita entre todas las naciones, pues lleva a Cristo en su seno, mientras los paganos están "sin Cristo" (Ef 2,12).

Dios se manifiesta en la historia como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como el Dios que guarda fidelidad a sus promesas y las lleva a cumplimiento (Lc 1,54). En el apocalipsis de la historia se manifiesta como el Padre de Jesucristo. El Señor, por quien todo fue hecho, es el fin de la historia humana, punto al cual tienden los deseos de la historia. Vivificados por su espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con el amoroso designio de que "todo tenga a Cristo por cabeza" (Ef 1,10). "He aquí que dice el Señor: Vengo presto y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Ap 22,12-13).

La encarnación de Cristo es la epifanía del amor de Dios al pecador (CEC 458, 516, 604, 609). Siendo Él la vida "bajó del cielo para dar vida al mundo" (Jn 6,33-63), para "hacernos partícipes de la vida eterna", pasándonos "de la muerte a la vida" (Jn 5,24). El es Jesús: "Yahveh salva" (Mt 1,21). Por ello, "ha venido a llamar a los pecadores" y "a salvar lo que estaba perdido" (Mc 2,17; Lc 19,10). Nuestra condición humana en el nacer y nuestra existencia en situación de esclavitud han sido libremente aceptadas por el Hijo de Dios, que quiso participar de nuestra condición humana plenamente, "igual en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Hb 4,15). Se revistió del hombre, que había caído, para que "como por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, alcanzando a todos los hombres, así también la gracia de Dios se desbordara sobre todos por un solo hombre: Jesucristo" (Rm 5,12-21; 1Co 15,21-22).

Cristo, verdadero Dios, se ha hecho verdadero hombre. Esta es la fe de la Iglesia. Si Jesús no es realmente Dios encarnado, verdaderamente hombre, no tienen sentido ni la muerte ni la resurrección: no nos ha redimido y seguimos en nuestro pecado (1Co 15,12-17). "Jesucristo se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser Dios. Es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban" (CEC 464). "La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana" (CEC 463). "La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre. El es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor" (CEC 469).

Jesús es el Hijo de Dios que hizo suyo desde dentro nuestro nacer y nuestro morir. El Hijo de Dios no fingió ser hombre, no es un "dios" que, con ropaje humano, se pasea por la tierra. Como niño fue débil, lloró y rió. Dios se hizo hombre y tuvo hambre y sed, se fatigó y durmió, se admiraba y enojaba, se entristecía y lloraba, padeció y murió. "En todo igual a nosotros menos en el pecado". En el himno a la kénosis (Flp 2,6-11) Pablo nos muestra a Cristo, que recorre el camino inverso al del hombre (Gn 3) para liberar al hombre de la ley, del pecado y de la muerte. El orgullo del hombre, al querer ser "como Dios", le lleva a la desobediencia y con ella a perder la vida, que le viene de Dios, experimentando la esclavitud de la concupiscencia, el pecado y la muerte. Cristo, siendo Dios, por el camino de la humillación, se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, siendo por ello exaltado como Señor. Cristo abre así al hombre el acceso a Dios. No es la autonomía de Dios lo que lleva al hombre a la libertad y a la gloria, sino la obediencia al Padre, que se complace en sus hijos, que confían en El, y les hace partícipes de su misma naturaleza, concediéndolos vivir en su seno con el Hijo Amado (Jn 17,24).


B) SIERVO DE YAHVEH E HIJO DEL HOMBRE

Jesús es el Siervo de Yahveh, que según los cantos de Isaías (Is 42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-54,12) es sostenido por Dios, ha recibido una lengua de discípulo, no tiene aspecto humano, ha cargado con los pecados del mundo... Jesús, como Siervo de Yahveh, es la piedra de escándalo, rechazada por los constructores, pero preciosa a los ojos de Dios y constituida en piedra angular. Para unos es piedra de tropiezo y caída y para otros es levantamiento salvador (1P 2,21-25). "Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (Isaías). Estos Cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús. Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de Vida" (CEC 713). "La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente. Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (Mt 20,28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús y luego a los propios apóstoles" (CEC 601). `Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores, vio y señaló a Jesús como el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo (Jn 1,29). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero y carga con el pecado de las multitudes y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera pascua. Toda la vida de Cristo expresa su misión: Servir y dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45)" (CEC 608).

Jesús, como Siervo de Yahveh e Hijo de Dios, dice amén incondicionalmente a la voluntad del Padre, haciendo de ella su alimento (Jn 4,34). En obediencia al Padre consuma la redención en la cruz, cargando con nuestros pecados. Muere como un cordero llevado al matadero sin resistencia. Por ello agradó a Dios y salvó a los hombres. El Padre, resucitándolo de la muerte, acredita el camino de su Siervo como camino de la vida y de la resurrección de la muerte. En el Siervo de Yahveh encuentra el cristiano cumplido el Sermón del Monte: "Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: No resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra. Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan" (Mt 5,38-48). Jesús lo vive en su carne, al morir perdonando a los que le crucificaban, remitiendo su justicia al Padre. Cuando venga el Espíritu le hará justicia "convenciendo al mundo de pecado, por no haber creído en El y condenando al Príncipe de este mundo" (Jn 16,8-11). El, el Siervo, aparece en la gloria a la derecha del Padre como el Cordero inmolado.

El título de Siervo de Yahveh va unido al de Hijo del hombre. Ambos títulos definen a Jesús como Mesías, que trae la salvación de Dios. Él es "el que había de venir" que ha venido. Con Él ha llegado el Reino de Dios y la salvación de los hombres. Pero, Jesús, frente a la expectativa de un Mesías político, que El rechaza, se da a sí mismo el título de Hijo del hombre. El trae la salvación para todo el mundo, pero una salvación que no se realiza por el camino del triunfo político o de la violencia, sino por el camino de la pasión y de la muerte en cruz. Jesús es el Hijo del hombre, Mesías que entrega su vida a Dios por todos los hombres (Mc 2,10.27; 8,31; 9,31; 10,33.45; 13,26; Lc 7,34; 9,58; 12,8-9; Mt 25,32; CEC 440).

El Mesías, de este modo, asume en sí, simultáneamente, el título de Hijo del hombre y de Siervo de Yahveh, cuya muerte es salvación "para muchos". Jesús muere "como Siervo de Yahveh", de cuya pasión y muerte dice Isaías que es un sufrimiento inocente, aceptado voluntariamente, querido por Dios y, por tanto, salvador. Al identificarse el Hijo del hombre con el Siervo de Yahveh se nos manifiesta el modo propio que tiene Jesús de ser Mesías: entregando su vida para salvar la vida de todos. En la cruz, Jesús aparece entre malhechores y los soldados echan a suertes su túnica (dos rasgos del canto del Siervo de Isaías 53,12). Y en la cruz, sin bajar de ella como le proponen el pueblo, soldados y ladrones, Jesús muestra que es el Hijo del hombre, el Mesías, el Salvador de todos los que le acogen: salva al ladrón que se reconoce culpable e implora piedad, toca el corazón del centurión romano y hace que el pueblo "se vuelva golpeándose el pecho" (Lc 23,47-48).

Pilato, con la inscripción condenatoria colgada sobre la cruz, proclama a Jesús ante todos los pueblos como Rey. Pero su ser Rey consiste en ser don de sí mismo a Dios por los hombres. Es el Rey que tiene como trono la cruz. Así es como entra en la gloria, con sus llagas gloriosas: "¿no era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?" (Lc 24,26). Cristo es Rey en cuanto Siervo y Siervo en cuanto Rey. Servir a Dios es reinar. Porque el servicio a Dios es la obediencia libérrima del Hijo al Padre.

Cristo Siervo de Yahveh, que carga con nuestros pecados y dolencias, dando la vida por ellos, deja al cristiano unas "huellas luminosas" (1P 2,21-25), para que camine por ellas hacia la gloria. Quien se entrega al servicio de los demás, el que pierde su vida, vaciándose de sí mismo por Cristo y su evangelio es el verdadero hombre, que llega a la estatura adulta de Cristo, crucificado por los demás. Esta unión entre servicio y gloria es lo que canta Pablo en su carta a los Filipenses (2,5-11). Cristianos adultos son aquellos que "llevan los unos las cargas de los otros" (Ga 6,2; CEC 618).

Dios, resucitando a Jesús, ha cambiado la muerte ignominiosa de la cruz en motivo de esperanza, de gloria y de salvación. La cruz ya no destruye al hombre unido a Jesucristo por la fe. La cruz "escándalo para los judíos y necedad para los gentiles", para el cristiano es "fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Co 1,17-25). En el misterio de la cruz se juntan la verdad y la vida: verdad revelada por Dios a los pequeños y vida ofrecida por el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos. Todo lo que tiene aspecto de cruz o muerte ha sido asumido por Jesús y transformado en camino de gloria. La cruz aparece, pues, como la luz radiante del rostro del Padre. Marcado con ella, el cristiano lleva en sí el signo de la elección por parte de Dios.

En la cruz de Cristo aparece el amor insondable de Dios, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros (Rm 8,32.39; Jn 3,16), para reconciliar en El al mundo consigo (2Co 5,18-19). Cada cristiano puede decir con Pablo: "El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20). La cruz es el símbolo por excelencia del cristiano. Marcado con la cruz en el bautismo, el cristiano levanta la cruz en todo tiempo y lugar, como símbolo de su pertenencia a Cristo crucificado. Como Pablo no quiere "conocer cosa alguna sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Co 2,2).

La cruz es también un escándalo. La cruz es signo de salvación y signo de contradicción, piedra de escándalo. Ante ella se definen quienes están con Cristo y quienes en contra de Cristo. A cada paso nos encontramos con la cruz en la vida, como piedra, en que nos apoyamos, o como piedra, en la que tropezamos y nos aplasta: Cristo crucificado es la señal de contradicción, "puesto para caída y elevación de muchos" (Lc 2,34).

Ante la cruz quedan al descubierto las intenciones del corazón (Lc 2,35). Es inevitable "mirar al que traspasaron" (Jn 19,37), "como escándalo y necedad" o "como fuerza y sabiduría de Dios" (1Co 1,17-25). La cruz es la piedra "que desecharon los arquitectos, pero que ha venido a ser piedra angular" (CEC 272-273; 20'15).

La salvación de Dios no se nos ofrece sino bajo la forma de cruz. Sólo por la cruz seguimos a Cristo: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y que me siga" (Mc 8,34). Confesar a Cristo crucificado significa decir que estoy crucificado con Cristo. El bautismo nos incorpora a la muerte de Cristo, para seguirle con la propia cruz hasta la gloria, donde El está con sus llagas gloriosas (Rm 6,38). "Llevamos siempre y por todas partes en nuestro cuerpo el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2Co 4,10-12).


C) MUERTO Y RESUCITADO

Jesucristo muerto y resucitado es la obra de Dios que se nos ofrece gratuitamente para que nuestros pecados sean destruidos y nuestra muerte sea aniquilada. Jesús es el camino que Dios ha abierto en la muerte. Por el poder del Espíritu Santo, el hombre puede pasar de la muerte a la vida, puede entrar en la muerte, sabiendo que no quedará en ella; la muerte es paso y no aniquilación. Al actuar así, Dios ha mostrado el amor que nos tiene. No decía la verdad la serpiente al presentar a Dios como enemigo celoso del hombre. En la obediencia filial a la voluntad de Dios reside la vida y la libertad del hombre. En la desobediencia y rebelión del hombre contra Dios, sólo puede hallarse muerte (CEC 599-602; 613-615).

Cristo va a la pasión siguiendo los designios del Padre, en obediencia a la voluntad del Padre: "Cristo, siendo Hijo, aprendió por experiencia, en sus padecimientos, a obedecer. Habiendo llegado así hasta la plena consumación, se convirtió en causa de salvación para todos los que le obedecen" (Hb 5,8-10). En su sangre se sella la alianza del creyente y Dios Padre: "Tomando una copa y, dadas las gracias, se la dio y bebieron todos de ella. Y les dijo: Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos" (Mc 14,23-24), "para el perdón de los pecados", añaden Mateo y Lucas. Esto es lo que Pablo ha recibido de la tradición eclesial, que se remonta al mismo Señor, y que él, a su vez, transmite: "Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado..., después de cenar, tomó la copa, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebáis, hacedlo en memoria mía. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1Co 11,23-26).

En todos estos textos aparecen las palabras "por vosotros", "por muchos", que expresan la entrega de Cristo a la pasión en rescate nuestro. El es el Siervo de Yahveh, que carga sobre sí nuestros sufrimientos y dolores, azotado y herido de Dios y humillado. Herido, ciertamente, por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas, soportando Él el castigo que nos trae la paz, pues con sus cardenales hemos sido nosotros curados. El tomó, pues, el pecado de muchos e intercedió por los pecadores (Is 52,13-53,12).

La hora de la pasión es la hora de Cristo, la hora señalada por el Padre para la salvación de los hombres: "Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna" (Jn 3,16). Siendo, pues, la hora señalada por el Padre, la pasión es la hora de la glorificación del Hijo y de la salvación de los hombres (Jn 12,23-28). La pasión es la hora de pasar de este mundo al Padre y la hora del amor a los hombres hasta el extremo (Jn 13,1). Por ello es también la hora de la glorificación del Padre en el Hijo (Jn 17,1). Con la entrega de su Hijo a la humanidad, Dios se manifiesta plenamente como Dios: Amor en plenitud.

Dios no se ha dejado vencer en su amor por el pecado del hombre. Su amor se ha manifestado en la resurrección de Jesús, -hecho pecado-, más fuerte que todos nuestros pecados. En realidad Dios no nos ha visto como malvados, a pesar de nuestros pecados. Dios nos ha amado porque nos ha visto esclavos del pecado, sufriendo bajo el pecado. El hombre, más que pecador, es un cautivo del pecado (CEC 1825; 545). Jesús reprochará a los fariseos el cumplimiento de la Ley como pretensión de autojustificación ante Dios y defenderá, en cambio, a los pecadores que están agobiados por el peso de la Ley y del pecado. Dios en Cristo nos ha manifestado su amor al pecador (Rm 5,6-11). La muerte en cruz era una maldición. Cristo se hizo maldito para librarnos de la maldición a nosotros, a quienes la Ley condenaba a muerte: "Cristo nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: Maldito el que es colgado de un madero. Así, en Cristo Jesús, pudo llegar a los gentiles la bendición de Abraham" (Ga 3,13-14).

El Dios de la misericordia, que ofrece el Reino a los pobres, es la esperanza de todos los oprimidos por el mal. Dios nos ha amado primero (1Jn 4,19). Como buen Pastor, Cristo "da su vida por las ovejas" (Jn 10,15). "Se entrega a sí mismo como rescate por todos" (lTm 2,6), "entregándose El por nuestros pecados, para librarnos de este mundo perverso" (Ga 1,4), que "yace en poder del Maligno" (lJn 5,19). Él, que no conoció pecado, se hizo por nosotros pecado, para que en El fuéramos justicia de Dios (2Co 5,21). En resumen, "El, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza" (2Co 8,9).

Y no sólo buen Pastor, Jesús es también nuestro Cordero pascual inmolado (1Co 5,7), "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29), "rescatándonos de la conducta necia heredada de nuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha" (1P 1,18-19). "Digno eres, Cordero degollado, de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes sobre la tierra" (Ap 5,9-10).


D) CONSTITUIDO KYRIOS

Con el anuncio de Cristo muerto y sepultado, que descendió a los infiernos y fue resucitado, de quien la cruz gloriosa es signo permanente en la vida del cristiano, se comienza a iluminar la historia como historia del amor de Dios, manifestado en su mismo Hijo. De aquí se pasa a reconocer con agradecimiento a Cristo como Kyrios, Señor a quien todo está sometido (CEC 446-451). Desde la experiencia de la salvación se pasa a la confesión de Jesucristo como Dios. En el poder del resucitado se reconoce su divinidad.

La resurrección de Jesús de entre los muertos, expresada en la fórmula pasiva -"fue resucitado"-, es obra de la acción misteriosa de Dios Padre, que no deja a su Hijo abandonado a la corrupción del sepulcro, sino que lo levanta y lo exalta a la gloria, sentándolo a su derecha (Rm 1,3-4; Flp 2,6-11; lTm 3,16). Cristo, por su resurrección, no volvió a su vida terrena anterior, como lo hizo el hijo de la viuda de Naím o la hija de Jairo o Lázaro. Cristo resucitó a la vida que está más allá de la muerte, fuera, pues, de la posibilidad de volver a morir. En sus apariciones se muestra el mismo que vivió, comió, habló a los Apóstoles y murió, pero no lo mismo. Por eso no lo reconocen hasta que El mismo "les abre los ojos" y "mueve el corazón". En el resucitado reconocen al crucificado y, simultáneamente, confiesan: "Es el Señor" (Jn 21,7).

Cristo Resucitado busca a los apóstoles, rompe el miedo, atraviesa las puertas cerradas y transforma su vida con el don del Espíritu Santo. Ellos, antes encerrados por el miedo a la muerte, ahora, despreciando la. muerte, testimonian la resurrección de Jesucristo confesándole como Señor: "Nadie puede decir Jesús es Señor sino con el Espíritu Santo" (1Co 12,3). Esta nueva situación, que viven los Apóstoles con el Resucitado, es idéntica a la nuestra. No le vemos más que en el ámbito de la fe. Con la Escritura enciende nuestro corazón y al partir el pan nos abre los ojos para reconocerlo, como a los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35). Ser cristiano es experimentar y reconocer a Jesucristo como Señor, vivir sólo de El y para El, caminar tras sus huellas, en unión con El, en obediencia al Padre y en entrega al servicio de los hombres, en primer lugar anunciándoles a Cristo como Señor. Ser en Cristo, vivir con Cristo, por Cristo y para Cristo es amar en la dimensión de la cruz, como El nos amó y nos posibilitó con su Espíritu (CEC 450).

En efecto, quienes antes de creer en el Señor Jesús sirvieron a los ídolos (Ga 4,8; lTs 1,9; 1Co 12,2; 1P 4,3) y fueron esclavos de la ley (Rm 7,23.35; Ga 4,5), del pecado (Rm 6,6.16-20; Jn 8,34) y del miedo a la muerte (Hb 2,14), por el poder de Cristo fueron liberados de ellos, haciéndose "siervos de Dios" y "siervos de Cristo" (Rm 6,22-23;1Co 7,22), "sirviendo al Señor" (Rm 12,11) en la libertad de los hijos de Dios, que "cumplen de corazón la voluntad de Dios" (Ef 6,6), "conscientes de que el Señor los hará herederos con Él" (Col 3,24; Rm 8,17).

El Resucitado se presenta como vencedor de la muerte y así se revela como Kyrios, como el Señor, cuya glorificación sanciona definitivamente el mensaje de la venida del Reino de Dios con El. Con la Ascensión, sentándolo a su derecha, el Padre selló toda la obra del Hijo: "El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo es SEÑOR para gloria de Dios Padre" (Flp 2,6-11).

Cristo, habiendo aniquilado a los enemigos con su pasión, sube victorioso a sentarse a la derecha del Padre. A la derecha del Padre está Cristo "sentado en el trono de la gloria" como Señor (Mt 19,28;25,3) o "en pie", como Sumo Sacerdote, que ha entrado en el Santuario del cielo, donde intercede por nosotros en la presencia de Dios (Hb 9,24; 10,11-14; Hch 7,55).

Con la resurrección y exaltación de Jesucristo a la derecha del Padre, se inaugura el mundo nuevo: somos ya hombres celestes, porque Cristo, Cabeza de la Iglesia está en el cielo. Pero el Reino de Dios se halla todavía en camino hacia su plenitud. La Iglesia peregrina en la tierra, esperando anhelante la consumación final, confesando y deseando la Parusía del Señor, la segunda venida de Jesucristo: "iMaranathá, ven, Señor Jesús!" (Ap 22,20).