SAGRADO Y MODERNO


La autonomía de las realidades humanas se manifiesta de forma profana, sin que aquí (como, en realidad, ocurre casi siempre) profano sea lo contrario de sacro. Se necesitaría un término para designar lo que, teniendo una raíz sagrada —y todo lo tiene, en cuanto que se conecta con lo santo, con el Santo, con Dios—, no se expresa de forma sacral o, más propiamente aún, organizativamente sacral, «eclesiástica». En otras palabras: hay varias formas posibles de vivir lo sagrado de un modo «humano», «Civil».

Nos encontramos aquí con una realidad difícil de precisar en sus términos, pero fácilmente inteligible en su expresión vital. Es un estilo de vida que se expresa en una «natural» y profunda familiaridad con las cosas de Dios, alejada de cualquier tinte clerical. He escuchado a veces a personas creyentes referirse a Dios, en una normal conversación privada, con expresiones tomadas del ordinario lenguaje coloquial.

Había una especie de hipersensibilidad ante la beatería. Y eran personas que, en los momentos expresamente dedicados al culto divino, se comportaban con respeto, incluso con solemnidad, muy lejos de esa «familiaridad irrespetuosa» que a veces se ha observado en algunos gestos «sacristanescos» o en quienes podrían ser definidos como «burócratas de lo divino».

Esas mismas personas que hacen compatibles todos esos rasgos (trato profundo con Dios, lenguaje normal, rechazo de la beatería) se caracterizan también por no plantearse (porque vitalmente lo han resuelto) el viejo tema de cómo atender, siendo creyentes, al llamado «mundo moderno». Es el momento de plantearse qué tipos de equívocos pueden existir en ese enfrentar «lo moderno» a las creencias religiosas.

La manera más drástica de resolver la situación es negando cualquier tipo de valor a la expresión «mundo moderno». Se me ocurren, en ese sentido, estas reflexiones que siguen. Todo «mundo», es decir, cualquier momento de la historia, ha sido siempre moderno. Sea lo que sea de la conciencia histórica, es difícil imaginar que los griegos del siglo III antes de Cristo, los romanos del siglo I, los bárbaros del siglo v, etc., se considerasen «no modernos». La polémica «antiguo-moderno», registrada con cierta periodicidad en la historia, es un motivo de índole cultural, no ontológico. Es producto de una lectura a posteriori de la historia transcurrida o de un cierto «avance» de lo que se estima que debe ser el futuro. Difícilmente se trata de una cuestión de «contenidos». En efecto, motivos «antiguos», incluso calificados de «reaccionarios» pueden adquirir, en otro contexto, un singular aspecto «moderno». Véase un caso muy comentado: algunos defensores del ancien régime frente al liberalismo-centralista estaban a favor de lo pequeño, de la autonomía local, de la «autogestión». Aparecieron entonces como «medievales» frente a la Razón, las Luces y el Progreso. Menos de cincuenta años después, el liberalismo-centralista ya había dado origen a una serie de males sociales. La primera reacción fue, genéricamente hablando, el «socialismo», que volvía a plantear el tema «reaccionario» de «más sociedad». Cuando el socialismo, al heredar algunas de las características del liberalismo (centralismo, planificación de la enseñanza, etc.), lleva, en algunas de sus realizaciones históricas, a la anulación de los derechos de la persona, surgen, a la izquierda de ese mismo socialismo, movimientos que reclaman el valor de la autogestión, de la autonomía, de la descentralización. En otras palabras: en menos de cien años los motivos citados pasan de ser «reaccionarios» a ser considerados como la vanguardia de la modernidad.

Podemos dar ahora un paso más: el énfasis en lo «moderno» es consecuencia de la falta de distinción entre el tiempo y la eternidad, lo que trae consigo, aunque resulte extraño, una descalificación del tiempo (de ahí la necesidad de reforzar el momento actual, llamándolo «moderno»). La falta de distinción entre el tiempo y la eternidad se produce tanto cuando se niega cualquier «duración» después del presente tiempo, como cuando se postula una duración cíclica. Muchas de las creencias existentes antes del cristianismo (preexistencia de las almas, ciclo de las reencarnaciones) eran un modo concreto de escapar de la tragedia del tiempo. Dicho de otra forma: eran el modo concreto de no ver la historia del hombre como algo completamente original, como un destino que se juega una sola vez.

Aquí hay que dejar paso a una filosofía/teología de la historia, la de San Agustín, que es, hasta ahora, la única que concede al tiempo humano toda su originalidad. Para San Agustín, desde la creación del mundo y del hombre, sólo está sucediendo una sola cosa: la historia humana, en la que interviene Dios. De este modo, la fatalidad de los ciclos ha sido rota. El alma no tiene tampoco una historia previa, ni se necesitan reencarnaciones. El hombre se juega su destino una vez, a una sola carta.

En la concepción agustiniana, la historia es un solo poema, una sola melodía, llena de variaciones: «Así va transcurriendo la hermosura de las edades, cuyas partículas son aptas cada una a su tiempo, como un gran cántico de un artista inefable, para que los que adoran dignamente a Dios pasen a la contemplación eterna de la hermosura mientras dura el tiempo de la fe»1. En ese cántico no se dan todas las notas al mismo tiempo. No sería música. Dios conoce la melodía y la produce, pero el hombre no tiene ese sentido de la totalidad; sólo con la fe puede abarcar más, aunque siempre «oscuramente».

1 S. AGUSTÍN, Carta 138, 1, 5; Carta 166, 5, 13; La Ciudad de Dios 11, 18.

La «oscuridad» de la fe permite que la historia humana sea siempre original. Siempre será moderna, como es moderna la última nota que suena. La atención del hombre a Dios ha de darse, por tanto, siempre, en una modernidad sucesiva.

Ahora se entiende, quizá, cómo en épocas de fuertes creencias religiosas, el estrecho contacto con Dios era también vivido como «modernidad». Por escandalosa que resulte la siguiente afirmación para cierta mentalidad, las Cruzadas fueron empresas modernas, eran lo que, en ese momento, «se llevaba»; «moderno» era San Benito, con un proyecto cultural para toda Europa; «moderno» San Francisco de Asís. Para descalificar como «no moderno» estas posiciones es preciso haber construido un esquema conceptual del tipo del de Comte: la Humanidad como «progreso» desde un estadio teológico a uno metafísico para terminar en uno «científico», positivo. Pero, ¿qué puede querer significar «terminar» en la historia? ¿Cómo puede haber historia clausurada de antemano?

Cuando San Agustín entiende la historia humana como una realidad bipolar (en ella «actúan» Dios y el hombre), la deja continuamente abierta. Si la historia es bipolar es porque en ella se desarrolla el juego cruzado de las combinaciones de dos amores, los que fundan las dos «ciudades»: «Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda, en Dios»2. Si descartamos en seguida las falsificaciones históricas de esta radical actitud agustiniana (la ciudad terrena no es la cultura humana, no es el Estado; la ciudad celestial no es la organización eclesiástica), nos encontramos con un mundo abierto a todas las combinaciones posibles y a la vez perfectamente encuadrado en la pasión, en el amor. «Siendo tantos y tan grandes los pueblos diseminados por todo el orbe de la tierra, tan diversos en ritos y costumbres, tan variados en lenguas, en armas y en vestidos, no forman más que dos géneros de sociedad humana, que podemos llamar, de acuerdo con nuestras Escrituras, dos ciudades. Una es la de los hombres que quieren vivir según la carne; otra, la de los que quieren vivir según el espíritu»3.

Nótense los rasgos de «diversidad». La historia humana ha añadido otros; las ciencias sociales y humanas los han estudiado detenidamente; sin embargo, la suma de las diferencias no entraña una diferencia cualitativa. Si la historia es bipolar, la Humanidad estará siempre dividida «en dos grandes grupos. Uno, el de aquellos que viven según el hombre; otro, el de aquellos que viven según Dios»4. En cada momento —y esto es esencial— la historia de esas dos ciudades es la historia moderna.

2 La Ciudad de Dios 14, 28.
3 La Ciudad de Dios
14, 1.
4
La Ciudad de Dios 15, 1.

En un caso, nos encontramos con una modernidad cerrada en sí misma. En otro, vemos una modernidad abierta, en la perspectiva de la eternidad.

Hemos llegado, quizá, a una conclusión importante: no se puede contraponer lo moderno a lo sagrado de modo absoluto y sin más. Hay un «moderno» opuesto a Dios y un «moderno» con Dios. «Moderno» es todo, en el momento en que es historia, en el momento en el que se da, en el tiempo. Y se entiende también cómo la atención a una historia abierta, la no clausura de «lo moderno» en un determinado estadio, haga posible la conexión entre el creyente y el no creyente. En otros términos: el creyente está a gusto en la modernidad, en su tiempo, junto a otros hombres no creyentes. Es más, la mayor parte de su vida transcurrirá en formas y modos de comportamientos ordinarios y generales, comunes a cualquier persona que viva en ese tiempo.

Si esto es así, ¿cómo se puede hablar de que «lo moderno» ha hecho que desaparezca lo sacro? ¿Cómo «eliminar» a los creyentes del mundo de lo moderno? Sólo en un sentido cuantitativo o, si se quiere, sociológico. La disminución de lo sacro suele medirse, en efecto, por la disminución del número de personas que «practican» la religión, por el aumento del número de personas que opinan que «Dios no cuenta nada en mi vida». Todo esto encierra cierta lógica, pero una lógica limitada. Supone, en efecto, leer toda la historia humana (desde el principio hasta el imprevisible final) con una teoría prefabricada: la de que Dios es una creación humana, típica del estadio infantil de la Humanidad; la de que el progreso en el tiempo señala, indefectiblemente, la desaparición de Dios.

Hay que asombrarse ante esta capacidad de «leer» todo de una sola vez, clausurando la historia. Por fortuna, nos ha quedado escrito un caso en el que la disminución de la «práctica religiosa» era general o casi: «Viendo Yavé cuánto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra y que su corazón no tramaba sino aviesos designios todo el día, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra, y dijo: Voy a exterminar al hombre que creé de sobre la faz de la tierra; y con el hombre a los ganados, reptiles y hasta a las aves del cielo, pues me pesa haberlos hecho»5. Aclaremos quizá algo que no necesita aclaración: el texto está pensado para que el hombre «entienda» de algún modo. Dios no puede «arrepentirse» de algo que ha hecho, ya que en El no existe antes y después; no hay tiempo. Por lo demás, el texto sigue, menos dramáticamente: «Pero Noé halló gracias a los ojos de Yavé»6. Basta, si deseamos expresarlo así, «un poco de práctica religiosa», un «resto» que reconozca a Dios, para que Dios continúe al lado del hombre.

El mismo Génesis relata la intercesión de Abraham a favor de Sodoma y Gomorra, la típica «ciudad terrena» en el sentido agustiniano. Es un texto misterioso. Abraham empieza pidiendo que por cincuenta justos que puedan existir salve a todos. Al final, habiendo bajado cada vez más la cifra, dice: «No se incomode mi Señor si aún le hablo otra vez: ¿y si se hallasen allí diez (justos)? Y le contestó: Por los diez no la destruiría»7. De forma inexplicable, Abraham no sigue insistiendo, no intenta rebajar más la cifra. ¿Hasta dónde hubiese estado dispuesto Yavé a ceder? Pero no es un tema de exégesis; queda claro que, en los planos de Dios, basta una «pequeña cantidad».

5 Génesis 6, 5-7.
6
Génesis 6, 8.
7 Génesis
18, 32.

La lógica usual del hombre es otra. En la normal estimación humana, las cosas «dejan de ser» en la medida en que existen muy pocas personas que las valoran. Al «dejar de ser» no están en el «último tiempo», no son «modernas». Pero obsérvese cómo esta lógica no se lleva hasta sus últimas consecuencias, ya que traería consigo el dominio del «hecho consumado», la consolidación de lo dado, un talante conservador, la imposibilidad de la novedad. Está claro, en efecto, que también en las tareas exclusivamente humanas, lo valioso puede empezar siendo «muy poco», cuantitativamente hablando; puede ser, incluso, sólo el pensamiento o la idea de una sola persona. La vanguardia no es nunca una mayoría. El «pionero», en cada época, es el más moderno, precisamente porque «anticipa» lo que todavía no se ha generalizado.

La historia sigue abierta, el poema no ha concluido. Basta —en el límite— un solo creyente, para que en él se dé la confluencia de «sacro» y «moderno».