ORIGEN DEL HOMBRE: EL FRACASO DEL AZAR


La reflexión pascaliana —inspirada en un pasaje de San Agustín— es intuitivamente verdadera para el creyente: «No me buscarías si no me hubieras encontrado». En el fondo, se busca lo que ya se sabe, lo que ya se tiene de algún modo. La búsqueda es una anticipación, pero lo que se busca está ya, de algún modo, presente. El hombre busca a Dios porque existe en él el deseo de Dios; y existe ese deseo porque la realidad a la que hace referencia también existe ya.

Por otra parte, el hombre busca para poseer, para tener, porque sabe que aquello que busca no es él mismo, es algo o alguien que le ha sido dado como Otro. Busca, por tanto, poseer lo otro en cuanto otro: conocer y amar. Sólo Dios puede haber puesto ese deseo en el hombre, ya que el hombre no se satisface con nada inferior (según el famosísimo itinerario tantas veces descrito por San Agustín y muchas veces imitado después).

Sin embargo, las consideraciones anteriores pueden chocar con el sentido común. El no creyente no suele considerarlas dignas de valoración. A lo más, se les reconoce una cierta calidad poética. Por eso es preciso partir de una proposición mucho más elemental, con la que estarán de acuerdo sabios e ignorantes: se busca lo que no se tiene, lo que se desea que sea, lo que se anhela.

El hombre desea perennidad, ilimitación, plenitud. Desde el siglo XIX, de una forma general, se ve en esto «la esencia de la religión», procurando dar de ella una explicación racional, sinónimo de científica. Se dice, por ejemplo: lo que el hombre desea, pero no tiene, lo que quiere ser, es proyectado fuera y de este modo aparecen los mitos, los dioses y, en general, las creencias religiosas.

Resulta hasta cierto punto curioso cómo una explicación tan sencilla, tan diáfana (tan sospechosamente demasiado diáfana) esté en la médula de la mayoría de las obras de historia de las religiones, antropología, sociología religiosa, psicología social, etc. No se ha añadido un palmo de teoría a esa afirmación que, anticipada por algún autor griego (el mismo Aristóteles, en otro contexto), es desarrollada por Feuerbach y desde entonces transmitida como una «verdad inatacable». Es una postura que, como es lógico, no puede tener «pars construens». Una vez decidido que eso es la religión, que eso es lo que da origen a ella, cabe la tarea de «desmitologizar», de «desmitificar», de devolver al hombre a la «racionalidad», de forma que se acostumbre a no «proyectar» en lo ilusorio o, al menos, a que sea consciente de que se trata de una simple proyección. Como mucho, la religión sería incluso útil, con tal de que el hombre se dé cuenta desde el principio de que se trata de una creación suya, «objetivada» cuanto se quiera, pero nunca trascendente. El hombre creará la religión y lo religioso como crea continuamente arte.

Hay que anotar, en primer lugar, que esto es una simple comprobación, no una explicación. El hombre tiene necesidad de religión, como tiene necesidad de arte. De hecho, nunca ha sido suprimida la necesidad de religión. Por tanto, y en segundo lugar, lo que hay que explicar es esa necesidad. Decir simplemente que está ahí no es decir nada. Incluso para que pueda existir la supuesta «proyección» tiene que darse antes la necesidad de proyectar. No es la proyección la que crea la necesidad, sino, en el peor de los casos, la necesidad la que originaría la proyección. En otras palabras: la necesidad es un prius en el orden ontológico y, por eso, también en el orden psicológico y sociológico y antropológico. Si el hombre mantiene siempre un hueco para la religión (como para el arte y otras «necesidades») no hay más remedio que concluir que el hombre es así.

¿Por qué el hombre es así? ¿Por qué resulta y ha resultado siempre ser así? Estas preguntas fundamentales trasladan la investigación inexorablemente— al tema, también crucial, del origen del hombre. La única alternativa es: o nos preguntamos por el origen del hombre o aceptamos la simple comprobación de que ahí está, dejando de pensar más.

Sobre el origen del hombre sólo caben tres respuestas límite:

  1. el hombre ha sido engendrado por el hombre;

  2. el hombre es el producto casual de un azar ciego;

  3. el hombre es causado, hecho por alguien que es causa incausada.

Este trío de respuestas puede parecer simplificador, pero en él cabe toda la historia de la reflexión humana sobre el tema. No se ha avanzado nada en este campo desde hace varios miles de años, desde que el hombre empieza a pensar y a reflexionar sobre sí mismo.

La primera respuesta es insostenible, no sólo porque choca con el principio de no contradicción (el hombre tendría que ser antes de ser para poder darse el ser), sino porque no cabe aplicar a ella ni siquiera una razón dialéctica. Para que lo real engendre a su contrario ha de existir antes. Con la nada, incluso la dialéctica es impotente.

Se entiende, por tanto, que muchos intentos de explicación se hayan replegado hacia la segunda respuesta: el azar. Pero, ¿qué es el azar? ¿Qué sentido tiene la expresión «en el principio era el azar»? El azar es sólo un nombre para la falta de explicación. En efecto, no puede «personificarse» el azar; también para el azar vale la pregunta: ¿qué había antes del azar, cómo llegó el azar a ser el azar?

Supóngase, por un momento, que a causa de eso inexplicado e inexplicable que se llama azar empezó a existir algo y, finalmente, el hombre. En ese supuesto podría incluso admitirse, como producto de ese azar, la existencia de la necesidad religiosa; al fin y al cabo ese azar habría dado origen a otras numerosas complejidades. Lo que resulta más difícil de admitir es esto: ¿por qué el hombre —producto de un azar ciego (porque un azar previdente es una contradicción en los términos)— busca inteligencia y sentido de forma crónica e insistentemente? Es difícil pensar que el azar ciego haya terminado en una desesperada búsqueda de inteligencia.

Por otro lado, es preciso imaginar el azar evolutivo, no estático. Un azar estático no habría empezado a ser. Un azar evolutivo sólo puede serlo en dos sentidos: o ascendente o descendente, ir a más o ir a menos. Un azar descendente es incapaz de explicar las potencialidades adquiridas por el hombre a lo largo de su historia milenaria. La hipótesis corriente, sin embargo, habla de un azar ascendente. Y entonces se impone esta pregunta: ¿por qué la evolución no ha traído consigo una explicación definitiva y cierta sobre el enigma de los orígenes del hombre? Se han dado para esto —y se siguen dando— muchas condiciones objetivas y favorables: científicas, culturales, sociales, etc. El azar tendría que traer consigo al Superhombre. Nietzsche, si se analiza bien, no vaticinaba nada; simplemente describía una posibilidad epistemológica. Si Dios ha muerto —si la tercera explicación es desechada absoluta y definitivamente—tiene que advenir el Superhombre.

El ejemplo de Nietzsche es sólo un lugar literario. Si el Superhombre tenía que ser traído por el azar evolutivo y ascendente, hace siglos que tendría que haber aparecido sobre la tierra. ¿Qué podía frenar a un azar ontológicamente todopoderoso? Sin embargo, no hay más remedio que analizar la historia presente. Y, en este contexto, es significativo que las últimas direcciones de la filosofía (o antropología o psicología) que parten de la muerte de Dios insistan machaconamente en esa regresión que significa refugiarse en el hablar, en el discurso, prescindiendo ya de la cuestión del sentido. La muerte de Dios trae consigo la muerte del sujeto y, por tanto, la muerte del hombre, condenado a ser «cosa entre cosas». Si no hay sujeto, no hay preguntas. Nadie puede preguntar nada. Y no hay, por tanto, necesidad de respuestas.