MUERTE DE DIOS Y MUERTE DEL HOMBRE


La idea de que no fue Dios el que hizo al hombre, sino el hombre el que se fabricó una cierta imagen (de sus temores, esperanzas, ilusiones, etc.) a la que llamó Dios es muy antigua. Aristóteles, en un plano que hoy se diría de etnología o de antropología cultural, ya notó que las formas que los pueblos daban a sus dioses tenían mucho que ver con el modo de vivir de estos pueblos. No es nada probable que el filósofo sacase de esa observación una afirmación metafísica. En cambio, en el mismo tiempo, aproximadamente, la afirmación de Protágoras («el hombre es la medida de todas las cosas») tiene un claro sabor agnóstico. Lo mismo cabe decir de la especulación epicúrea. Esto se hace después calderilla cultural entre los escépticos. Es famosa la afirmación de Petronio (en el Satyricon) de que «Primus in orbe deos fecit timor, ardua coelo / Fulmina cum caderent discussaque moenia fluminis». Es el temor ante lo inexplicable (la caída del rayo, el río que arrasa la ciudad) lo que engendraría la creencia en Dios.

Un agnosticismo de otro tipo puede verse en otros famosos versos, los de Ovidio en el Ars amandi: «Expedit esse deos: et ut expedit, esse putemus». Es conveniente la creencia en Dios; luego hagamos que exista. No hay, quizá, otra idea en el fondo de la famosa sentencia de Voltaire en la Epitre á l'auteur des trois imposteurs: «Si Dieu n'existait pas, il faudrait 1'inventer».

En un plano más filosófico, el giro decisivo tiene lugar con la posición de Hegel de la filosofía englobante la religión, el mundo a Dios a la vez que Dios al mundo: «Sin el mundo Dios no sería Dios». Poco trabajo costó luego a Feuerbach escribir que «el secreto de la teología es la antropología», que Dios no es más que la Humanidad. Y este pensamiento, ya maduro en la cultura occidental desde hace tiempo, impulsa al Comte de la ley de los tres estadios y, más tarde, al Durkheim de las formas elementales de la vida religiosa.

Se podría hacer una historia menuda de la difusión de esta idea. En los Essays de A. Huxley, publicados en 1929, se lee textualmente: «Men make God at their own likeness»: los hombres hacen a Dios a su semejanza. «Dios» será lo que a cada uno convenga, si lo necesita. En las Historias de almanaque (Kalendergeschichten, 1949), Bertolt Brecht escribe: «Alguien preguntó al señor K. si existía un dios. El señor K. respondió: "Te aconsejo que medites si tu comportamiento variaría según la respuesta que se diese a esa pregunta. Si permaneciera inalterable, la pregunta sería ociosa. Si, por el contrario, tu conducta variase, en tal caso puedo ayudarte diciendo que tú mismo habrías zanjado la cuestión: efectivamente, necesitarías ese dios"».

Por influencia del cientismo, según el cual sólo puede afirmarse objetivamente la verdad de los hechos experimentables, las afirmaciones sobre Dios (sobre su existencia o sobre su inexistencia) quedan relegadas al terreno de lo no-científico y, por tanto, irracional o, al máximo, no-racional. No por esto se señala que la creencia en Dios es inhumana (salvo para el ateísmo militante, el radicalismo, el marxismo, etc.); simplemente se dirá que es una «creación cultural» que puede, en determinadas circunstancias, resultar ventajosa. En otras palabras, Dios no queda «suelto», en un nivel epistemológico propio, sino que es incluido en el mundo del hombre, al mismo nivel, por ejemplo, que lo estético.

Rotos así los puentes con la metafísica realista, sólo cabe la solución fideísta. Dios, se dirá, está oculto por completo al mundo de la ciencia (que es el de la razón), pero es manifiesto al mundo de la fe. Hay que darse cuenta de lo que se puede decir con esto. Se trata de una afirmación de un calibre incalculable. Propiamente hablando se dice que el hombre es capaz de afirmar la realidad de un mundo sobrenatural, ontológicamente sobrenatural. Es decir, tan real, por lo menos, como el mundo al que tiene acceso la ciencia.

El pensamiento retrocederá asustado ante esto. Si la razón no puede descubrir la existencia de Dios, como autor del mundo natural, ¿cómo es capaz el hombre de llegar a dar con el mundo de lo sobrenatural? Porque Dios se revela. Pero, podría decirse: si Dios se revela y revela un mundo tan superior a lo que conocemos, ¿no habría hecho al hombre con la capacidad de llegar a conocerle a través de la luz natural de la razón? No es nada irracional, en efecto, que la fe cuente con unos preámbulos, según la expresión clásica.

En realidad, esa adhesión a lo religioso —rechazada la metafísica realista, la metafísica del ser— es también una creación del hombre; es un sentimiento, una sensación de dependencia, es llegar a lo íntimo humano y calificarlo de «divino», «numinoso», «santo», pero poniendo entre paréntesis que responda a una realidad divina trascendente, al Señor del Mundo y de la Historia, al Dios eterno.

Una versión simplemente matizada de esa posición es la teología de la secularización; la atención exclusiva a esta historia, a estos momentos, y la afirmación de que Dios se ha ocultado completamente, de que «ha muerto». La fe consistirá en algo humano: en el trabajo de vislumbrar en otras cosas (trabajo, política, lucha revolucionaria) los primeros síntomas de la posible reaparición de Dios en el horizonte de la historia. Esta versión, muy sofisticada (que recuerda algo a la de Feuerbach) permite utilizar conceptos religiosos para referirse a lo exclusivamente humano. De ahí la buena acogida que, entre este modo de pensar, tuvo el libro de Bloch Ateísmo en el cristianismo. (Casi por el mismo juego mental se podría hablar de Cristianismo en el ateísmo.)

Si están así las cosas, referirse a lo sacro debe llevar consigo una clara afirmación de la sustancia del asunto. En otras palabras: no basta el cómodo refugio de la fenomenología de la religión o de la historia de las religiones. La disyuntiva está clara, porque remite a una afirmación óntica: o Dios crea al hombre o el hombre crea a Dios. La disyuntiva es también terminante. Si Dios crea al hombre, el hombre debe «volver» a Dios y ése es el sentido fundamental de su vida, su fin último. En cambio, si es el hombre el que «crea» a Dios, la pregunta siguiente no se puede soslayar: ¿quién o qué crea al hombre? Y entonces hay que afirmar que el hombre es producto del azar, en la evolución de un algo material preexistente y, por tanto, eterno.

La consecuencia teórica y práctica más grave de esta afirmación es la desaparición del hombre como tema, la «muerte del hombre». Así, por encima de los intentos híbridos de una serie de escritores1 de hablar de Dios sin hablar de El, de «funcionar» como si Dios no existiese, pero realizando lo humano, se coloca ese anuncio mucho más drástico de la muerte del hombre.

La muerte entendida como negación de cualquier futuro, como el acabarse del acabarse, el término del término, la nada. La vida humana ya no puede considerarse algo sacro, puesto que no es manifestación de algo trascendente, se agota en sí misma. El estructuralismo, al intentar dar con una sustitución de la objetividad, necesita afirmar la muerte del hombre, «cosa entre cosas» según Lévi-Strauss o, más claramente aún, en Foucault: «Hoy no es tanto la ausencia o la muerte de Dios lo que hay que afirmar, cuanto la muerte del hombre... La muerte de Dios y el fin del hombre están relacionados... Según Nietzsche es el último hombre el que anuncia que ha matado a Dios. Más que la muerte de Dios, o mejor en la línea de esa muerte y profundamente relacionada con ella, lo que el pensamiento de Nietzsche anuncia es el fin del asesino de Dios»2.

Pero, ¿qué significa «la muerte del hombre»? Que el hombre no es propuesto como tema, como asunto, como realidad sobre la que filosofar. «Cosa entre cosa», el hombre no puede pretender para sí mismo un estatuto privilegiado. No puede hablar en primera persona. No hay yo ni, por tanto, tú. Existe sólo el se,

1 Las obras más importantes son: G. VAHANIAN, The Death of God. The culture of our Post-Christian Era, Nueva York 1961. J. A. T. ROB[NSON, Honest to God, Londres 1963. P. VAN BUREN, The secular meaning of the Gospel, Nueva York, 1963. H. Cox, The Secular City, Nueva York 1965. J. J. ALTIZER, The Gospel of Christian Atheism, Filadelfia 1966. Una amplia referencia bibliográfica hasta 1969 en J. L. ILLANES, «La secularización en la teología anglosajona contemporánea», en «Scripta Theologica», v. 1 (enero-junio 1969), pp. 189-210. A partir de los años setenta este movimiento se transforma en parte en las distintas «teologías» regionales: de la esperanza, del mundo, «política», de la liberación, etc. Cfr. J. DANIELOU, C. Pozo, Iglesia y secularización, BAC Minor, Madrid 1971. Útil también B. MONDIN, Le teologie del postro tempo, 2.' ed., Alba 1976. En general, puede decirse que todas las teologías más o menos célebres aparecidas desde 1960 —y que del área anglosajona se trasladan a Europa—parten de la secularización como de un hecho indiscutible, casi como un «dato revelado». De ahí, como se dice en el texto, la «muerte del hombre».

2 M. FOUCAULT, Les mots et les choses, París 1966, p. 396. Cfr. J. RASSAM, Michel Foucault: Las palabras y las cosas, Emesa, Madrid 1978.

la estructura lineal o segmentada, pero anónima. Naturalmente, ese hombre, del que ya no puede afirmarse nada, no puede haber inventado a un Dios. La idea de Dios sería, como máximo, el sueño de un sueño.

Contrastemos, sin embargo, esas conclusiones con la realidad. Veremos cómo, machaconamente, el tema del hombre sigue existiendo. Las teologías que han seguido a la de la secularización no se olvidan del hombre; al contrario, pretenden una reafirmación de su consistencia, de algo que tiene que ser «liberado» o salvado. Es obvio que, porque el hombre es consistente, puede hablar de una teología de la liberación humana.

Uno de los autores de la llamada «teología de la liberación» escribe: «No tendremos una auténtica teología de la liberación, sino cuando los oprimidos mismos puedan expresarse libre y creadoramente en la sociedad y en el pueblo de Dios. Cuando ellos sean los artífices de su propia liberación y den cuenta con sus valores propios de la esperanza de liberación total de que son portadores»3. ¿Qué puede querer decir esto después de la muerte de Dios y de la muerte del hombre? Un intento de reinterpretación de Dios y del hombre tiene, por lo menos, que darlos por vivos. No liberan los muertos, ni un Dios de muertos. Pero, si es así, hay que interrumpir la línea, al parecer recta, entre la «teología de la secularización» y las sucesivas «teologías». ¿Cómo pueden dejar de ser sacrales estos intentos claramente mesiánicos? Sólo de un modo: negando la trascendencia divina. Pero entonces no podemos hablar de teología, sino, sin más, de política, en nombre .de una utopía en el sentido justo de la expresión: de algo que no está en ninguna parte, ni puede estarlo. Una teología de la liberación sería un fracaso in nuce. Una política de «liberación» (como, por ejemplo, la que ha sido puesta en práctica en los países comunistas) es posible, pero ya se sabe a qué precio; no el de la muerte del hombre, sino el de su anulación física o psíquica, del asesinato del hombre.

3 G. GUTIÉRREZ, en Fe cristiana y cambio social en América Latina, Sígueme, Salamanca 1973, p. 245. La bibliografía sobre el tema es muy amplia, pero continuamente se repiten las mismas ideas. Cfr. G. GUTIÉRREZ, Teología de la liberación, Sígueme, Salamanca 1972. H. ASSMANN, Teología desde la praxis de la liberación, Sígueme, Salamanca 1973. R. A. ALVES, Cristianismo, ¿opio o liberación?, Sígueme, Salamanca 1973. Para este último autor, la «muerte de Dios» significa la liberación del hombre, que ha de hacerse de forma política. En ese momento, como se indica en el texto, este tipo de teología significa una regresión respecto a las consecuencias extraídas, con mucha más coherencia, por los estructuralistas.

Si el hombre sigue existiendo a pesar de los anuncios de su muerte teórica, si, siglos después, sigue teniendo más eco el comentario de uno de los personajes de Terencio («Homno sum et nihil humani a me alienum puto») que las modas culturales de los años sesenta y setenta del siglo xx, es preciso extraer las consecuencias no ya sólo lógicas, sino topológicas, o incluso topográficas. Es preciso, en otras palabras, darse cuenta del dato. El hombre sigue ahí, impertérrito.

Analógicamente, puede decirse lo mismo, en una primera consideración (todo lo superficial que se quiera), de Dios. Dios sigue ahí. El anuncio de la «muerte de Dios» es renovado, aunque cada vez con menos entusiasmo. Nietzsche fue el único que utilizó un recurso dialéctico cuando escribió que los grandes hechos (corno éste) tardan tiempo en realizarse y en ser conocidos. Pero esta especie de «profecía» con cumplimiento a la vez indeterminado y prefijado no significa nada y mucho menos para los que afirman la historia como único horizonte del hombre. Antes de que se pudiera dar tiempo a que se demostrase la «eficacia» implícita en la muerte de Dios, otras teologías lo han «restaurado» para que sirva, por lo menos como deus ex machina, de unos proyectos de liberación del hombre (que, mientras tanto, tampoco ha conseguido morir, sino que desea vivir plenamente).

Anotemos, por ahora, simplemente el dato: el hombre —que no «muere» tan fácilmente— sigue necesitando a Dios. Incluso en el caso de que lo divino fuese una creación humana merecería la pena detenerse en este fenómeno. Pero es que muchos hombres siguen afirmando que dependen de Dios, que rezan a Dios, que lo adoran. Esto es un dato.