LAS RAZONES DEL ATEÍSMO


Desde hace varios siglos, las mayores, casi únicas objecicnes a la fe religiosa han sido presentadas como razones «científicas». Pueden verse a continuación las razones de una destacada personalidad en el campo de la biología, Jean Rostand. Dotado de un agudo sentido crítico y de una inteligencia muy fuera de lo común, podría decirse que la posición de Rostand resume muchas otras, también de científicos, y deja por debajo la objeciones usuales, las que no pasan de la categoría de un conversación en torno a una mesa de café.

Rostand propuso sus razones en la obra Ce que je crois, pera las reafirmó —y de un modo más claro— en las respuestas Christian Chabanis, en un libro que tuvo cierto eco en 19731

Anotemos, en primer lugar, que Rostand no es un ateo «tranquilo». El tema de la fe «me lo planteo todos los días, sin cesar. He dicho que no. He dicho no a Dios, por decirlo brutalmente, pero, en cada momento, la cuestión vuelve a presentarse. Por ejemplo, cuando se habla del azar. Yo me digo: No puede ser el azar el que combina los átomos. Entonces, ¿qué (...) Estoy obsesionado; digamos el término: obsesionado; si no por Dios, al menos por el no-Dios». Y continúa: «No es un ateísmo sereno, ni jubiloso, ni contento. No. Ni me satisface ni me llena; es algo vivo, siempre al rojo vivo. La llaga se abre sin cesar».

1 C. CHABANIS, Dieu existet-il? Non, repondent..., París 1973. Entre los famosoí responden también negativamente Frangois Jacob, Claude Lévi-Strauss, Edgard Morir Raymond Aron, Eugene Ionesco, Jean Vilar, Roger Garaudy.

Rostand no admite la fuerza del argumento de la insatisfacción ante el hecho de tener que morir: «Todos los animale tienen que morir, ¿por qué el hombre iba a ser una excepción? Me parece que la fe dice algo difícil de creer y que es un poco más hermoso que lo otro, para nosotros los hombres. El ateo se contenta con lo que ve: la gente muere. Un griego dijo en otro tiempo: el gran argumento contra la inmortalidad es la muerte. Uno se muere, se pudre: la supervivencia es una invención. Quizá es una invención verdadera, pero usted entiende lo que quiero decir. Si mis palabras son un poco violentas, no desearía que fueran agresivas. La fe es una imaginación, una creación del hombre. Quizá es verdadera; la ciencia también es una creación del hombre. Pero si uno se limita a lo que se ve, hay que decir: uno se muere».

El entrevistador plantea entonces una cuestión: «En el plano científico, que es el de usted, ha operado usted un cierto número de verificaciones. ¿Las ha agotado? En el tema de la aparición de la vida, por ejemplo, usted ha llegado a interrogar más profundamente a la naturaleza que el común de los mortales, ¿pero bastan esas cuestiones que usted ha planteado para llegar a la verdad?» Y la respuesta de Rostand: «Para mí, son cosas distintas. No es lo que yo he podido comprobar sobre el origen de la vida lo que me impide creer. Yo estaba en un ambiente en el que no existían esas preocupaciones». Después de recordar su infancia, entre padres agnósticos, añade: «A partir de los 10 o 12 años yo he leído, y quizá he sido pervertido por esos libros. Admito que yo estaba condicionado en el sentido del ateísmo. Yo no pensaba nada más que en la ciencia. Era un puro científico. Si después he hecho algunas pequeñas incursiones en otros terrenos, no lo veía (a Dios) como hipótesis. Se ha dicho, en cambio, esto muchas veces. En el terreno científico se ha afirmado que no teníamos necesidad de esa hipótesis. Es una palabra que choca; yo pienso que se puede admitir la palabra, o hablar de postulado. Para un científico impregnado del espíritu y del método científico es muy difícil admitir una hipótesis que no tiene ninguna presunción a favor. ¿Cuáles serían para usted las presunciones a favor de esa hipótesis?».

Chabanis alude a la falta de respuesta «científica» a las cuestiones fundamentales: cómo explicar la presencia del mundo, de los seres... «De acuerdo. El problema de la existencia. No puedo dejar de decirle que estoy terriblemente angustiado. Es un problema tremendo, pero no veo en qué sentido llama a la idea de Dios. El ateo dirá siempre: Dios, lo veo muy bien. Usted, creyente, lo pone en el origen, pero debe explicarlo. Hace falta una existencia que no tenga necesidad de explicación».

Rostand admite la presunción de una «existencia fundamental». Pero, «para mí, esta existencia fundamental llevaría a la idea de un creador infinitamente bueno, infinitamente poderoso. Es todo lo que se suele añadir a la idea de Dios. Pero por ahí no puedo seguir. Si usted se limita a decir existencia fundamental, sí, ¿por qué no? Cuando se quiere añadir más, me niego». Chabanis introduce entonces, con cautela, el tema de la Revelación. Para «ayudar» al hombre, Dios habla, se revela. Rostand comenta: «Creo que sobre la idea de Revelación se opera la separación de muchos creyentes. Mientras se permanece en el terreno puramente especulativo, teórico, se podría casi estar de acuerdo. Pero, para mí, la Revelación no se da. En este punto histórico, Jesucristo, ni siquiera me planteo la cuestión. Yo no digo que yo tenga razón, pero en ese punto yo sería irreductible. Irreductible sobre el valor de todo eso, de esos testimonios, de esa historia. Para mí, todo eso es nada. Yo respeto la figura de Cristo, pero para mí no tiene valor trascendente. Es una pequeña anécdota sin ningún valor. Y si se quita eso, ¿qué queda?».

Dolorosamente, el tema queda cerrado. Se plantea entonces otro, el del eco suscitado por el libro de Jacques Monod, El azar y la necesidad: «Es un libro que no aporta nada en el plano filosófico. Vuelve a tomar la vieja tesis cientista a la que yo me adhería cuando tenía doce años, aunque ahora se ha modificado un poco por la biología molecular, porque se trata del azar de las moléculas. Eso es Demócrito, Darwin, todo lo que usted quiera, pero nada de nuevo. Incluso diría que se puede responder a Monod con lo que decía Huxley, que era, por otra parte, un gran materialista o, por lo menos, un gran agnóstico. Decía sobre los tiempos de Darwin: "cuanto más expliquéis el fenómeno de la vida y del universo por razones mecánicas, estaréis haciendo el juego de los teólogos, que os preguntarán cómo ese encadenamiento causal ha sido preparado desde el principio". Yo admito esto. Por eso insisto en que si usted se limita a poner a Dios en el principio, no tengo nada que decir y, después de todo, quizá usted tenga razón. Lo que no puedo admitir es que Dios intervenga en el desarrollo de la cadena causal, porque, entonces, ya no podemos hacer ciencia. Pero Dios en el principio.... No tendría yo nada que objetar».

«Pero, por otro lado, Dios al principio no me enriquece nada, no aporta nada a la explicación. Volvamos a Monod. Tengo que decir que la tesis del azar absoluto no me satisface enteramente. He dicho con frecuencia que rechazo el dilema azar o Dios. ¿No hay acaso algo entre los dos? Desde el punto de vista científico, en la explicación por el azar falta algo. Es difícil sostener que el hombre haya venido, de golpe, después de esos lapsus moleculares. Todo esto es un terreno sobre el que no se puede discutir, algo puramente afectivo. Hay gente que dice: tengo la impresión de que a golpes de azar, durante miles de millones de años, se puede hacer el hombre. Otros dicen: tengo la impresión de que toda esa cadena de azar no basta.»

Chabanis propone una respuesta a esta pregunta: esas «impresiones», ¿no serán una forma de creencia extracientífica, casi de fe? Rostand: «De fe, sí».

El ateísmo de Rostand no es virulento. Mantiene siempre una rara ecuanimidad, pero es sorprendente cómo no advierte que está rozando continuamente temas clásicos de metafísica. Rostand es demasiado inteligente como para, después de negar a Dios, «sacralizar» cualquier cosa; se guarda mucho de hacer «sacra» a la ciencia. Lo «sacro» queda en él bajo la forma de la angustia permanente del no-Dios.

Esta «angustia», esta preocupación, sigue viva. Después del libro de Chabanis, en 1976, apareció en Francia II y a un autre monde, de André Frossard, ya conocido, entre otros, por el famoso Dios existe, yo me lo encontré 2.

2 A. FROSSARD, Il y a un autre monde, París 1976. Dios existe, yo me lo encontré, Rialp, Madrid 1971. El primer libro de Frossard fue traducido a una veintena de lenguas. s G. SUFFERT, Le cadavre de Dieu bouge encore, París 1973.

Un año antes, y como una muestra más de la inquietud religiosa, había aparecido un extraño libro de Georges Suffert, Le cadavre de Dieu bouge encore 3. La obra es una reflexión sobre las confidencias recibidas por Suffert de personajes famosos ante los «eternos» interrogantes: qué es la muerte, qué el amor, qué sentido tiene el dolor... En otros términos: ¿vale la pena vivir? Todo se mezcla en este libro, que un «científico» calificaría sin más de «extra-científico». Pero ¿no es un hecho el hecho de las preguntas de tanta gente ante la muerte, el dolor, el amor? El etnólogo Leroi-Gourhan contesta a Suffert que «el hombre es un animal en busca de un significado». Malraux confiesa: «cuando los dioses mueren y los sistemas de valor se derrumban, el hombre no encuentra más que una cosa: su cuerpo... La droga, el sexo y la violencia son los sustitutivos naturales de la desaparición de Dios».

Junto a estos testimonios existenciales, la «base» principal del ateísmo moderno —la «ciencia»— no está tampoco dispuesta a proporcionar «argumentos» como en los tiempos de Huxley. Heisenberg, el famoso físico atómico, Premio Nobel, transcribe esta opinión del también físico Pauli: «Si en el mundo occidental se pregunta qué es el bien y qué el mal, qué es lo deseable y qué debe rechazarse, nos encontraremos todavía y siempre con la jerarquía de los valores cristianos, incluso allí donde no se sabe ya qué hacer con las imágenes. Si llega un día en el que la fuerza magnética que ha orientado esta brújula se apaga completamente, temo que se producirán acontecimientos terribles, mucho más terribles que los campos de concentración y que la bomba atómica»4.

4 W. HEISENBERG, La Partie et le Tout, París 1973, p. 214. Traducción castellana, Diálogos sobre la física atómica, BAC, Madrid 1975, p. 269.

Si las «razones del ateísmo» vienen de la ciencia, no se sabe en nombre de qué cualquier científico puede afirmarlas absolutamente, al menos mientras existan otros científicos que digan lo contrario. Baste el testimonio de Max Planck: «En todas partes, y por lejos que dirijamos nuestra mirada, no solamente no encontramos ninguna contradicción entre religión y ciencia, sino, precisamente, en puntos decisivos, encontramos un pleno acuerdo. Religión y ciencia no se excluyen —como algunos han creído o lo temen aún hoy—, sino que se complementan y se condicionan mutuamente. La prueba inmediata de una posibilidad de acuerdo entre religión y ciencia, incluso en una óptica crítica fundamental, es el hecho histórico que permite comprobar que los demás grandes investigadores de todos los tiempos, como Kepler, Newton, Leibniz, estaban llenos de profundo sentido religioso»5. El número de los científicos de reconocido prestigio que han hecho clara afirmación de religiosidad podría fácilmente ampliarse, aunque no siempre se trate de una religiosidad con la afirmación de un Dios personal. Pero la lista que podrían formar desde Copérnico, Kepler, Galileo y Newton a Pasteur, Alexis Carrel, Lecomte de Nouy, Fabre, Linneo, Volta, Einstein, Leprince Ringet, Heisenberg, etc., permite por lo menos desechar de una vez para siempre la manida afirmación de que el avance del conocimiento científico trae consigo necesariamente el retroceso en las creencias religiosas.

5 M. PLANCK, Religion und Naturwissenschaft, Leipzig 1938, p. 17.

Al lado de esta especie de plebiscito de hombres de ciencia que son, además, creyentes, se pueden citar dos testimonios paradójicos y, quizá por eso, más atrayentes. Uno es de Bernard Shaw, de la obra teatral To true to be good, en boca de uno de los personajes: «La ciencia, en la que había puesto toda mi fe, ha declarado su fracaso. Sus historias eran más locas que todos los milagros de los curas. No era luz lo que ella difundía, sino una epidemia de cáncer. Sus dictámenes, que debían fundar el reino milenario, han llevado, por el contrario, al suicidio de Europa. ¡Y yo que había creído en sus supersticiones! Por amor de ella he ayudado a destruir la fe de millones de creyentes en los templos y en las doctrinas de salvación. Y ahora, miradme bien y veréis la suprema tragedia de un ateo que ha perdido la fe.»

En otro plano, Lévi-Strauss, en el libro citado de Chabanis, dice: «Un ateísmo que intente justificarse en bases científicas no se puede sostener, porque implicaría que la ciencia es capaz de responder a todas las preguntas. Evidentemente, eso no es así, ni lo será jamás.» Es decir, se ha llegado poco a poco a una singular experiencia: la del agnosticismo de la ciencia respecto a las cuestiones que la trascienden. Sin embargo, algunos conocidos científicos, como Pascual Jordan, dieron un paso más. Jordan —amigo y compañero de la generación de físicos como W. Pauli, N. Bohr, W. Heisenberg, C. von Weizsácker y L. de Broglie— escribió en 1969 una interesante obra titulada Der Naturwissenschafter von der religiósen6. Posteriormente vuelve sobre el tema en Creación y misterio7, donde dice: «Ya que en mi anterior libro era mi intención exponer el cambio producido en el pensamiento científico a partir de 1900, procuré subrayar la objetiva necesidad de dicho cambio, utilizando para ello el lenguaje y los términos mismos de la investigación científica. Huí de influencias extrañas que hubieran podido derivarse de una diferente valoración global del mundo. Sólo en el epílogo de aquel libro queda de manifiesto que no pertenezco a aquellos que vieron esta transformación de las categorías científicas con temor y resistencia: por el contrario, el cambio que la caída de los dogmas fundamentales del materialismo trajo consigo fue para mí algo gozoso y liberador; y esto debido al hecho sencillo de que soy cristiano bautizado y me sigo tomando en serio, hoy también, esa realidad. La ciencia actual se diferencia de la antigua en que no nos prescribe una mentalidad determinada.»

Jordan es testigo importante de la evolución que se ha registrado en la ciencia del siglo xx. Una evolución que se puede señalar mediante las siguientes fases: a) conciencia de que el mecanicismo dominante en el xix ha sido superado y «falsado» por las conquistas científicas del tipo de la teoría de los quanta, de la relatividad, etc.; b) que el sucesivo neopositivismo, en sus diferentes formas y que coinciden todas en limitarse a un estudio del lenguaje, ha entrado en crisis al chocar con la no-explicación de muchos fenómenos reales y angustiosos; c) que en muchos científicos nace una tendencia a desear una unificación de las ciencias y que esa unificación no sólo no se opone a lo religioso sino que, de algún modo, confluye con él.

6 P. JORDAN, El hombre de ciencia ante el problema religioso, Guadarrama, Madrid 1972.
7 P. JORDAN, Creación y misterio, Eunsa, Pamplona 1978.

Jordan entrevé constantemente una metafísica, en la que, sin embargo, no entra, en parte por falta de preparación y en parte porque el famoso principio de indeterminación de Heisenberg, dirigido contra el mecanicismo, parecía también echar por tierra el hecho de la causalidad (y sin causalidad no hay metafísica). La metafísica del ser, que ya en Aristóteles llegaba, por la vía de la causalidad, a la afirmación de la existencia de Dios, es todavía la gran desconocida de la ciencia actual. Sin embargo, también aquí existen importantes excepciones. Así, L. de Broglie, Premio Nobel 1929, escribe: «Yo nunca dudé de que mis nuevas concepciones fueran compatibles con las ideas tradicionales que afirman la causalidad de todos los fenómenos físicos. Pero, en esta época (1923-1924), N. Bohr, con sus muy bellas y fecundas ideas sobre la estructura de los átomos (...), desarrolló en Copenhague con brillantes discípulos (Pauli, Heisenberg, Jordan, Dirac) conceptos totalmente diferentes de los míos, en que el papel que atribuían a las incertidumbres cuánticas les condujeron a abandonar el determinismo y, en consecuencia, la causalidad, en el desarrollo de los fenómenos físicos.»

Veinte años después, desde 1949, De Broglie volvió a su primera posición. «Una idea que yo creo esencial conservar es la de la causalidad. (...) Pienso que todos los fenómenos cuyo estudio puede ser abordado por la ciencia están sometidos a la causalidad. Si esto es así, se puede deducir que toda teoría estadística, particularmente en física, es una teoría incompleta»8.

8 L. DE BROGLIE, Jalons pour une nouvelle microphysique, París 1978, pp. 1-5.

Un filósofo como Eduardo Nicol ha visto claramente, fundándose además en un excelente conocimiento de la física contemporánea, cómo el principio de causalidad no puede ser invalidado: «No se ha producido hasta el momento ningún hecho científico que permita invalidar el principio de causalidad, si éste se formula en sus términos más generales, a saber: nada ocurre en el universo sin una causa determinada. (...) Siendo esto así, una teoría general de la causalidad debe fundarse no sólo en la evidencia primaria de que todo sucede según causa o razón suficiente, sino además en el hecho de que las causas son específicas. Esto significa que ellas dependen de la constitución ontológica de los entes causantes y causados. (...) Cuando se trata de la forma de ser distintiva que es la materia inorgánica, la experiencia científica ha probado que el método más eficaz para su estudio es el método matemático. Con esta innovación no prescindió la física de su tradicional fundamento metafísico, porque este fundamento no se establece con razones de autoridad tradicional, sino con razones de hecho. Lo que se probó es que el ser físico es auténticamente definible, en tanto que ser, por unos rasgos o caracteres que son cuantificables. Solamente un prejuicio filosófico —contrario al método riguroso de la filosofía— ha permitido que cuajase la convicción de que lo cuantitativo no es ontológicamente definitorio, y de que el análisis matemático del ser y de las causas estaba indisolublemente vinculado a un criterio cualitativo (...). Aunque el método matemático sea el apropiado para el estudio del ser inorgánico, las proposiciones de la ciencia física no son privilegiadas con respecto a las de las otras ciencias que emplean métodos distintos»9.

Las razones de la ciencia «contra» la religión han «pasado» casi siempre por la ignorancia metafísica de los científicos. Nicol, que, por otro lado, no pretende en absoluto hacer una introducción a la metafísica de lo divino, desmantela el razonamiento que llevó a Heisenberg y a otros a ver en el principio de indeterminación la negación de la causalidad. Sólo puedo citar aquí lo esencial: «Las leyes estadísticas también son leyes causales. El fenómeno individual, no determinado, no es por ello incausado, aunque sea indeterminable. La causa que determina el movimiento de las partículas es la misma para todas ellas; los efectos que produce siguen siendo calculables, porque de otro modo el cálculo de las probabilidades de distribución no tendría base real a que aplicarse. Quiere decirse que un cálculo estadístico sólo puede versar sobre unos objetos o fenómenos cuyo conjunto sea homogéneo y uniforme. La curva estadística es todavía expresiva del orden real, aunque es expresiva también de la incapacidad del conocimiento humano para determinar con exactitud integral los factores individuales de cada uno de los componentes de un sistema complejo. Dicho de otra manera: la probabilidad no representa una falla de la causalidad»10

9 E. NicoL, Los principios de la ciencia, F.C.E., México 1965, pp. 176-177.
10 Los principios de la ciencia, pp.
147-148.

Hemos comenzado este recorrido con la figura y las palabras apasionadas y angustiosas de Rostand. Se termina con las precisas de un filósofo que disipa las posibles dudas de que la «nueva física» podría significar la ruina de la causalidad. De este modo, las «intuiciones» de tipo religioso en el mismo seno de la ciencia —las de Planck, Jordan, Einstein, Pauli, etc.—, por difusas que a veces aparezcan, encuentran o pueden encontrar el camino expedito de una metafísica del ser. También Heidegger, sin encontrar la solución, advirtió con la lucidez que lo caracterizaba que el olvido de lo Sacro era una consecuencia del «olvido del Ser».

El ateísmo sigue siendo un fenómeno complejo, pero una de sus raíces principales ha sido el descuido o el olvido del Ser. Por muchos caminos puede verse cómo las «transformaciones de lo sacro» son una consecuencia, más o menos directa o profunda, de ese olvido. Las palabras dichas a Moisés cobran una vez más toda su importancia: «Yo soy el que soy».