LA CREENCIA ECOLÓGICA


Una antigua súplica, por supuesto precristiana, a la Tierra rezaba así: «Sagrada diosa Tierra, madre de la naturaleza, que vas engendrando y regenerando todo... Das los alimentos necesarios para vivir con fidelidad perpetua y, cuando se retire el alma, nos refugiaremos en tu seno. Todo cuanto das recae dentro de ti, de modo que con razón tú, Tierra, eres llamada madre grande de los dioses... Tú eres la Madre de los hombres y de los dioses, sin la cual nada nace ni alcanza la madurez. Tú eres la Grande, tú, diosa reina de las deidades. Diosa, te adoro e invoco tu divinidad»1. Es posible pensar que aquí, por Tierra, se entiende esta costra que pisamos, pero, también, todo lo que hay en ella (plantas, animales), junto a ella (mares y ríos), sobre ella (el aire). En una palabra: el paisaje humano, la seguridad de lo firme, el «misterio» de lo que nace y renace y muere y renace.

Las formas religiosas más primitivas han venerado a la Tierra. Un antiguo Himno a la Tierra (del siglo vi a. C.) dice así: «Voy a cantar a la Tierra, Madre Universal de sólidos cimientos, anciana venerable, que nutre sobre el suelo todo lo que existe»2. «Sólidos cimientos», seguridad, apoyo.

1 Texto en la interesante obra de M. GUERRA, Historia de las religiones, 3 volúmenes, cita por vol. 3, Eunsa, Pamplona 1980, p. 25.
2 Historia de las religiones, 3,
p. 24.

Después de más de veinte siglos, el ecologismo descubre, quizá inconscientemente, algo de esta creencia primitiva. Pero en medio han sucedido muchas cosas. Tres, principalmente. La primera es la «desdivinización», por parte del cristianismo, de los «elementos del mundo». El cristianismo, con la definitiva revelación de un Dios personal y creador, supone quitar a las criaturas el carácter «divino». No su importancia, ni su consistencia, sino su «divinidad». El universo es creación de Dios confiada al hombre. El hombre, después de Dios, se convierte en lo más digno de ese universo. «Microcosmos» en el «macrocosmos».

Desde entonces, las relaciones del hombre con la tierra, el aire, el mar, con las demás criaturas se pueden «complicar». ¿Qué significa el dominio del hombre sobre la Naturaleza afirmado en el Génesis? El mundo «desdivinizado» se convierte en algo ya no «misterioso», sino inteligible. Esta revelación del Génesis está pues en los fundamentos de la posibilidad de la ciencia. Cuando la Naturaleza es entendida como lo «absolutamente otro» cabe la adoración, no la ciencia; cuando sólo Dios es el «absolutamente otro», el hombre tiene a su disposición lo natural, para conocerlo, utilizarlo.

Se ha descrito que el cristianismo —y, antes, la revelación del Génesis—, al hacer posible la ciencia (y la técnica) ponía al hombre en camino de lo que hoy tanto se deplora: la degradación tecnológica, el estropicio de lo natural, la confusión de órdenes, la contaminación. ¿Es cierto? Hay aquí un gran equívoco. La mayoría de los escritores cristianos, hasta bien entrado el siglo xIv, consideraban lo natural como «cifra» o como «mensaje» de la acción de Dios. Basta, como ejemplo máximo, el Himno a las criaturas, de San Francisco de Asís. Ya no es un Himno a la Tierra, sino a las criaturas; pero, precisamente por eso, las criaturas son tratadas con el mayor respeto. Francisco de Asís llegó a predicar a los peces, a mantener un estupendo diálogo con el Hermano Lobo, a aconsejar a sus frailes que no se limpiasen los pies en el río, para no manchar el agua, que es «blanca y humilde y casta»; que sacasen fuera un poco de agua, para la limpieza, pero que no contaminasen.

El segundo fenómeno importante es, precisamente, una desvirtuación de lo cristiano e incluso de lo religioso: es colocar al hombre, poco a poco, en el lugar de Dios. Teoréticamente —se vio— el proceso no se «completa» hasta el siglo xIx (Hegel, Feuerbach, Marx, Nietzsche). En la práctica, el camino se inicia, por ejemplo (por señalar una fecha convencional), en la obra de Francis Bacon, en su famoso «saber es poder». El saber, el dar con la causa de las cosas, no se entiende ya como contemplación, sino como utilización, como ejercicio del dominio del hombre sobre la Naturaleza. Esta línea, con la que en parte se confunde el nacimiento de la ciencia moderna, no va a dejar de afirmarse. Descartes, en el siglo xvll, orienta la filosofía hacia ese hacer al hombre «dueño y señor de la Naturaleza». Saber es poder, poder es dominar, transformar. El hombre ocupa primero el lugar de ese «demiurgo» o intermediario entre Dios y lo creado; después, el demiurgo —con el nombre de Espíritu, Humanidad, Superhombre, abolición de las clases— ocupa ya el lugar de Dios. El Progreso es el progreso del hombre en su lenta, pero implacable, suplantación de Dios.

El tercer acto es el desencanto del hombre, culturalmente hablando, ante las consecuencias de una ciencia y de una técnica que, dominando lo natural, lo está degenerando. El hombre, que ha perdido la creencia de Dios, se desilusiona con la misma obra de las manos del hombre, con sus resultados más espectaculares y más terribles (piénsese en el terror ante la catástrofe nuclear). Desencantado del hombre, ¿qué le queda? El retorno a la Tierra, a la Madre Tierra, a la Madre Universal, de «sólidos cimientos». El ecologismo, en algunas de sus corrientes, es, así, un retorno al primitivismo.

Sin embargo, el hombre que «retorna» a la Tierra no es ya el ingenuo creyente de hace más de veinte o treinta siglos, sino el desencantado científico y técnico, el que sólo hasta hace muy pocas décadas empuñaba la simbólica antorcha del Progreso que debería revelar, definitivamente, los «enigmas del universo» (según la célebre entonces y hoy olvidada obra de Haeckel).

Tanto el planteamiento ecologista como su crítica son algo «razonable», en el sentido de que han de ofrecer razones, algo a lo que los hábitos científicos nos han acostumbrado. La «práctica ecológica» no se propone como una «religión» (aunque, como se verá, algunos gestos la delatan), sino como una «cultura» o, mejor, como un «adelanto de una nueva cultura».

¿Cómo y sobre qué fundar esa nueva cultura? La mayoría de los grupos ecologistas saben bien «contra qué» están y son capaces, como suele decirse, de proponer «medidas alternativas», pero desconfiando, por experiencia, de «grandes» construcciones del pasado (por ejemplo, el determinismo afirmado por la mayoría de los científicos del siglo xIx), se niegan a «confesar» una línea clara en las cuestiones fundamentales. Poco a poco, y como en negativo, algunas líneas se van afirmando, hasta componer un «universo de creencias» y, en los ritos, una «religión».

Así, la creación de «grupos ecológicos de base» (demasiado similares a las «comunidades cristianas de base» y a todas las estructuras de ese estilo que han existido en la historia). Esos grupos están en contra, naturalmente, del «sistema», del Estado que sirve a ese sistema y ponen en marcha «su propia vida» con independencia de las estructuras.

El peso de la tradición occidental «organizativa» es, sin embargo, demasiado fuerte. Poco a poco, los grupos ecológicos se sienten llamados a intervenir; crean un partido que no quiere serlo, pero que, como en la República Federal Alemana, en Francia y en otros países se presentan a las normales elecciones políticas y a veces consiguen escaños. De ahí que en el seno del «ecologismo» (con toda la ambigüedad de este término) se creen en seguida fracturas. Otros grupos se sienten traicionados por esa «claudicación», por ese ceder a lo político. Tienen, entonces, que «reincidir» en el «culto», en las acciones simbólicas, en el rito casi ancestral.

¿Qué hacer? Las críticas «políticas» a la ingenuidad ecológica son razonables. Maurice Duverger escribió: «Cuando el discurso ecológico pretende ofrecer un modelo de sociedad para reemplazar al actual modelo técnico y productivista, debe justificar su proyecto con algo más que buenos sentimientos que todos compartimos. Es un bello proyecto prometer que el "trabajo ya no será considerado como un fin o como una obligación, sino como el medio de elaborar los bienes necesarios para el desarrollo de cada uno según sus propias cualidades"; ¿pero cómo elaborar esos bienes sin recurrir a una técnica muy compleja, que exige un fuerte consumo de energía?».

Otros, en cambio, prefieren creer que está surgiendo, precisamente a través del motivo ecológico, una nueva cultura. Roger Kleine, animador en el Instituto Europeo de Ecología, dice: «La apertura hacia lo espiritual, integrada en una búsqueda de equilibrio y el desarrollo de todas las dimensiones de la existencia humana, es, sin duda, uno de los rasgos característicos de la ecología. El interés demostrado por las grandes religiones históricas, la búsqueda de la sabiduría olvidada, depositada en el pensamiento oriental o cristiano (en particular en el Evangelio), el redescubrimiento de la contemplación, forman parte integrante de la avant-culture ecológica». Y, sin querer, encontrarmos aquí otra experiencia ya muchas veces registrada en la historia: el sincretismo. El «sentido» de la naturaleza en el pensamiento y en las religiones orientales presenta caracteres muy respetables, pero está en cierto modo en las antípodas del pensamiento cristiano. La «síntesis» parece más un «arreglo» que una verdadera creación. Los movimientos ecológicos, en 0muchos casos, no llevan, por ejemplo, la defensa de lo vivo a la defensa de la vida humana concebida y no nacida, es decir, a la oposición al aborto. Esos mismos movimientos son «ordenancistas» en todo lo que se refiere a la cuestión demográfica. Aparece en seguida un «cálculo» no basado en una «sabiduría antigua» o en la «contemplación», sino más bien en la organización «racional» de un idílico paisaje para el hombre.

Una vez más: es la antigua creencia telúrica la que vuelve, una creencia compatible con cualquier tipo de manipulación no tecnológica (que entonces no existían en un grado sofisticado). Una creencia, sin embargo, «pasada» a través de la experiencia cientifista; de la tierra se busca no la «numinosidad», sino la seguridad, la conservación o quizá la recuperación. El «ecologista» en este sentido marginal (es decir, no el integrado ya en un grupo político o en una disciplina científica) es comparable al iniciado en algunos de los misterios paganos, como los eleusinos. A él la Tierra (Deméter) puede dirigir las palabras de un antiguo mito: «¡Hombres ignorantes e insensatos, incapaces de presentir la venida de la buena ni de la mala suerte! Yo había hecho a tu hijo (un humano cualquiera) libre de la vejez e inmortal. Pero ya no podrá evitar el destino de la muerte. No obstante, le corresponderá siempre sempiterno honor por haberse sentado sobre mis rodillas y dormido en mis brazos... Soy la venerada Deméter, la más abundosa fuente de provecho y de gozo para los inmortales y para los mortales. Pero, ¡ea!, que todo el pueblo me erija un templo espacioso y un altar en él junto a la acrópolis... Yo misma voy a fundar unos misterios para que, en adelante, volváis propicio mi corazón celebrándolos piadosamente»3.

Roto el «equilibrio ecológico», he aquí que la Tierra se demuestra propicia para su restablecimiento, en bien de los «iniciados» (ecologistas). Estos celebrarán los ritos (procesiones de protestas, manifestaciones contra los vertidos nucleares, arrojar rosas al mar, quizá comidas vegetarianas) y, en cambio, «experimentarán» la «respuesta» de la Gran Madre. Se sentirán «puros» al combatir a los profanadores de la tierra, del mar y del aire.

Todo esto no puede realizarse sin una cierta «ingenuidad», no en vano es algo que se da «después» que el hombre ha creído, durante siglos, que era el «dominador de la Naturaleza», que la ciencia había dado ya con todas las claves. De ahí el sabor «primitivo» y casi infantil de muchas demostraciones de ecologismo. Infantil no en sentido peyorativo; al contrario, hace falta valor, en una época aún predominantemente racionalista, para defender lo imposible, la «pureza originaria», la tierra incontaminada, la «vuelta» a un mundo en el que las fuentes de energía eran la fuerza humana, la animal, el agua y el viento. La «creencia ecológica» se encuentra, de este modo, en una situación contradictoria: utilizará altavoces (energía eléctrica) para hacerse oír; quizá querrá participar de los «misterios» de la electrónica (radio, televisión) para llevar el mensaje al mayor número posible de personas. Utilizará la ciencia contra la ciencia o, si tiene que matizar, contra «un mal uso de la ciencia», con lo que se coloca, insensiblemente, en un «racionalismo moderado».

De estas contradicciones se vale el enfoque agnóstico o materialista de la ecología, tal como ha sido preconizado, entre otros, por John Passmore: «Sólo si los hombres se contemplan tal cual son, desenlaces de procesos naturales enteramente indiferentes a su destino, de sus congéneres sólo custodios y protegidos, haráse posible una consciencia cabal de los problemas ecológicos. Lucidez dolorosa, que no reconoce la existencia de una voluntad sagrada»4. Curiosa actitud, nuevo redescubrimiento de una mezcla antigua: materialismo, estoicismo y epicureísmo. «El cristianismo no es peligroso porque niegue el carácter sagrado de la naturaleza. Lo es en tanto en cuanto cree al hombre hijo de Dios y, por ende, inmune, garantizada su existencia sobre la tierra. Incúrrese en hybris: se diría que el hombre puede devastar con impunidad absoluta. La biosfera, sin embargo, no le pertenece. Hecho éste que reclama un reconocimiento urgente»5.

3 Historia de las religiones, 3, pp. 34-35.
4
J. PASSMORE, La responsabilidad del hombre frente a la naturaleza (Man's Responsability for Nature), Alianza, Madrid 1978, p. 209.

5
Ibidem.

Reclama, en cambio, un conocimiento urgente saber en nombre de qué puede afirmarse que «la biosfera no le pertenece» o que el hombre tiene una responsabilidad para la naturaleza. Con los presupuestos de Passmore (y de otros muchos con él), si el hombre es un simple «desenlace de procesos naturales enteramente indiferentes a su destino» no puede hablarse de «deber ser», de «pertenencia», de «responsabilidad». No puede hablarse de «lucidez» y menos de una «lucidez dolorosa». No se puede, al mismo tiempo, acudir a una ciencia ciega —para que resulte fría y objetiva— y a una ética salida de no se sabe dónde.

Passmore tiene que atacar, a la vez, por eso mismo, en un doble frente. Contra el cristianismo, por afirmar éste el primado del hombre sobre la Naturaleza. Contra el paganismo (y, en realidad, muchas otras formas religiosas) por sacralizar la Naturaleza: «No han de encontrar alivio los asuntos ecológicos porque confiramos, una vez más, carácter sagrado a la Naturaleza. Doctrina que, también, "se interpone en la vía del conocimiento". Queriendo remontar así la corriente daremos las espaldas a toda la tradición científica occidental, la más grande acaso de las consecuencias humanas. Sacralizar la Naturaleza sería caer en una tentación que ya rechazaron griegos y judíos: la de reconocer una vida misteriosa que sería sacrilegio, impropio, entender o dominar, una vida a la que ha de tributarse culto. La ciencia, por el contrario, troca los misterios en problemas a los que espera dar solución»6.

6 Ibidem, p. 200.

Casi se entiende, a la vista de estas posiciones (que falsifican, además, la historia), las posiciones ecológicas «místicas», la vuelta a la Madre Tierra. En cualquier caso, puede asegurarse, sin necesidad de poseer dotes de futurólogo o de profeta, que la «sacralización» de lo natural perdurará cuando la actitud racionalista a ultranza sea sólo un recuerdo histórico. La formas «sacras» de la ecología son, en definitiva, una consecuencia directa de la tradición científica racionalista que, paradójicamente, apela ahora a un «temor» cuasi-religioso para sostener sus posiciones: «No es el hombre señor de la biosfera; su locura puede, en cualquier momento, derribarlo de una posición precaria»'.

¿Qué son el «terror nuclear» o el «terror al desequilibrio ecológico» sino la traducción, en racionalismo, de ese «temor» al mal posible que ha sido el fundamento de algunas formas religiosas primitivas (no de todas y no del cristianismo)? Se nos dice, por un lado: «seamos racionales, científicos». Y, por otro: «si no somos racionales, la catástrofe puede venir en cualquier momento». No se demuestra, sin embargo, cuáles son los mecanismos mentales de la catástrofe, ni se tiene en cuenta que también «el sueño de la razón produce monstruos».

7 Ibidem.