ELEMENTOS SACRALES EN EL DEPORTE


Corresponde a la historia del deporte dilucidar el lapso de tiempo que, en diferentes culturas, se dio entre el juego de los atletas y la visión de ese juego como espectáculo de masas. Todo parece indicar que las dos cosas estuvieron unidas casi desde el principio. Tanto los datos etnográficos sobre algunas actividades deportivas (el juego de la pelota en el istmo centroamericano, por ejemplo) como los datos históricos griegos apuntan en esa dirección.

Detengámonos un momento en la ciudad de Olimpia, en el Peloponeso. La ciudad se forma, hacia el año 1000 antes de Cristo, en torno al santuario, como ocurría casi siempre. Más que de un santuario se trataba de un conjunto de ellos y aún hoy, después de los descubrimientos arqueológicos, hay importantes restos de los templos de Hera y de Zeus, muy cercanos al gimnasio y a la palestra.

Los primeros juegos olímpicos de los que existen testimonios históricos son del 776 a. C. Se iniciaban con ritos religiosos de preparación, con ceremonias de purificación. Este aspecto sacral estaba unido indisolublemente a las pruebas de carrera, lucha, pugilato y jabalina. Para los griegos de Olimpia (y Olimpia era la cita de atenienses, espartanos y otros pueblos), los juegos eran, antes que nada, fiestas, conmemoraciones. No eran un «culto al cuerpo», al menos directamente, sino a esas virtudes físicas y anímicas que los griegos trasladaron a sus dioses. Basta leer las odas de Píndaro para advertir cómo predominaba el elemento religioso. Durante varios siglos, los griegos fueron fieles a este culto, a través de 293 ediciones de los juegos. Cuando fueron suprimidos por Teodosio, en el año 393, al parecer por consejo de San Ambrosio, aún permanecía esa mezcla de «deporte» y «religión» que parecía un obstáculo a la difusión del cristianismo.

El origen de los juegos olímpicos es mítico. Enomao, rey de Pisa, había decidido entregar a su hija Hippodamia sólo al hombre que lograse vencerle en una carrera de carros, cosa al parecer imposible porque Hippodamia contaba con caballos celestes cedidos por Ares, el dios de la guerra. Pélope, el héroe epónimo del Peloponeso, se presentó a la competición con caballos obtenidos de Poseidón (el Neptuno de la mitología romana); según una de las versiones del mito, Hippodamia, enamorada de Pélope, soborna al cochero del rey Enomao; se produce un accidente y el rey muere. Pélope se casa con Hippodamia y se adueña del Peloponeso. (Es uno de los linajes más trágicos de la mitología griega: Pélope era hijo de Tántalo y padre de Atreo y Tiestes). Fue Pélope, según el mito, quien inicia los juegos, que, tras una etapa de decadencia, fueron restaurados por Hércules.

Con el cristianismo, los juegos paganos perdieron importancia, pero muy pronto las competiciones estarían también bajo influencia religiosa. La larga vida de los torneos y juegos medievales lo demuestra. Sólo hacia los siglos xv y xvI la fiesta adquiere un carácter profano. Es significativo, sin embargo, que cuando en 1896 tuvieron lugar los primeros juegos olímpicos modernos, se celebrasen en Atenas y que, poco a poco, fueran adquiriendo un sentido ritual. Todos recordamos ese inicio en Olimpia, bajo la mirada de unas supuestas sacerdotisas que entregan a un atleta el fuego; y el recorrido del fuego hasta lograr encender la llama de una especie de «lámpara votiva» en el lugar principal de la Olimpiada. Es un momento solemne, que muchos acogen con un silencio «religioso», mientras, como en los antiguos ritos, miles de palomas son soltadas al aire.

Los elementos «sacrales» del deporte pueden verse desde dos perspectivas: la del atleta y la del espectador. Esta última, con la transmisión televisiva, se ha convertido en un espectáculo de dimensión mundial. En su aspecto colectivo, las Olimpiadas representan, de algún modo, una tregua en las enemistades internacionales. Se interrumpieron durante la primera y la segunda guerra mundial. Habitualmente, en este aspecto colectivo, la Olimpiada «recoge» el carácter «sacro» del nacionalismo. El rito de los premios, cuando la bandera del país al que pertenece el vencedor es izada, provoca generalmente esa casi iden tificación entre el hombre y la tierra de donde procede, como un lejano eco del culto a la Madre Tierra. Las utilizaciones políticas o ideológicas de las Olimpiadas y de sus resultados son posteriores, en importancia, a ese «nacionalismo sacro».

De alguna manera, ese mismo esquema se reproduce en los seguidores de equipos de algunos deportes (fútbol, rugby, béisbol, etc.), en competiciones nacionales o internacionales. El «hincha» puede (y quizá «debe») ser algo que no se le permite ya al hombre religioso, pero que se dio antes en algunas formas patológicas de vivir lo religioso: el fanatismo. Se transforma al llegar al estadio; es capaz de vestir del modo más estrafalario; no conoce los mínimos postulados del raciocinio cuando se trata de su equipo; verá en el árbitro «vendido» la negra encarnación del mal. Todo interesa sobre la vida de los «ídolos» (la palabra se emplea sin inconveniente alguno): cualidades físicas, gustos, aficiones, enredos sentimentales. Los niños coleccionan, en cromos, que son como «santos» deportistas, las «estampas».

En el caso del fútbol, en España, se puede decir de una asociación deportiva determinada que «es más que un club»; la comparación con la «familia» —la gran familia del...— es casi obligada. Algunos presidentes con años de antigüedad y con una gestión de éxito son casi «venerados». Para cada socio del club, el club es «él mismo» y son muchos como él, con una fuerza casi telúrica. La imagen del campo, del estadio, es el equivalente a la de un templo al que se acude puntualmente, haga frío o calor. Quienes no pueden seguir directamente las incidencias de los partidos, pasan las tardes de sábados y/o domingos pegados al aparato de radio, al transistor, oyendo continuamente las mismas cosas, con una atención que probablemente no dedicará a ninguna otra realidad.

Como es lógico, en todo esto hay grandes dosis de entretenimiento, de empleo del tiempo libre; pero, una vez en el esquema, las reacciones y los comportamientos tienen un tono que evocan experiencias sacrales.

Las grandes espectáculos deportivos, a los que asisten masas, pueden degenerar con cierta frecuencia en manifestaciones violentas. En una época en la que no existen «guerras de religión» desde hace mucho tiempo, algunos encuentros internacionales (o incluso nacionales) dan origen a una especie de confrontación bélica. Los hinchas «invaden» el campo; son arrojados objetos más o menos contundentes y si, por casualidad, algunos hinchas tuvieran en sus manos un fusil, probablemente no dudarían en disparar.

El sentido de afiliación, la necesidad de la emoción, la necesidad de lo extraordinario se juntan para «explicar» sucesos que, en frío, se resisten a .cualquier análisis racional. La afiliación deportiva sirve, como se ha dicho, de vehículo para la «afirmación nacional» y esto, a su vez, ha sido aprovechado más de una vez política e ideológicamente. Los regímenes políticos totalitarios han comprendido, de forma aguda, esta realidad. La organización deportiva, el alistamiento y entrenamiento de los atletas tienen un toque «nacional» y «militar», sobre todo cuando se resuelven en una afirmación de la bandera, «símbolo sacro» de la tierra «sagrada».

Si nos trasladamos al terreno del ejercicio individual del deporte --o, en general, del ejercicio físico—, se pueden observar también fenómenos de «dedicación» y de «ascesis» que recuerdan algunas formas religiosas.

Mírese, para empezar, a ese hombre o a esa mujer, ya no tan joven (quizá rondando los cincuenta), corriendo en el parque, o en medio de la calle, todos o casi todos los días, muy de mañana. Personas que consideran difícil levantarse pronto para asistir a misa un domingo, no dudan ante el madrugón necesario para hacer jogging. La explicación habitual es «mantenerse en forma», pero detrás, en bastantes casos, hay una especie de «ascética». El correr adquiere, inconscientemente, el significado de un viaje, de un ir «más allá» de sí mismo, de poner a prueba capacidades del cuerpo y del espíritu. Esa idea engendra toda una preparación (desde el tipo adecuado de zapatillas hasta la indumentaria) y, antes y después de la carrera, un ritual y unas prácticas que, en algunos casos, se parecen mucho al ayuno.

En algunas ciudades, los ayuntamientos, haciéndose eco de esos deseos populares, han preparado un circuito en el que, además, de la carrera, están previstos determinados ejercicios gimnásticos. Y puede darse el caso de que individuos que no oirán nunca o casi nunca los consejos que el cura pueda dar en la iglesia, obedecerán «religiosamente» las anónimas prescripciones de esos circuitos: hacen quince flexiones, levantan un tronco cinco veces, saltan veinte veces sobre el propio terreno... Nada es desobedecido: dejar de cumplir algunos de esos «ritos» equivale a no realizar completamente lo mandado.

En el atletismo profesional (aunque en teoría sea amateur), todos estos ritos adquieren una importancia trascendental. Basta ver los ejercicios de concentración de un saltador de altura o de pértiga, de un especialista en triple salto o de cualquier otra especialidad, para darse cuenta de que aquí, en muchos casos, se da una «interiorización» semejante a la de los ejercicios espirituales ascéticos. El esquema es, en esencia, el mismo: una meta que conseguir, una preparación remota y próxima, un «hacer propio» ese momento en el que se consigue lo deseado y el gozo de haberlo alcanzado.

Los preparadores de estos atletas realizan también las características «formales» de un maestro de espiritualidad. Prescriben las metas, aconsejan o mandan sobre el modo de conseguirlas, señalan las condiciones físicas, alimenticias y «morales» que han de acompañar la prueba. En algunos deportes, las «concentraciones» previas a la competición tienen también los rasgos de un retiro espiritual, como si se tratase de un moderno «velar las armas», equivalente al de los antiguos caballeros.

Es posible que luego, la comercialización, el deseo de lucro y la degeneración del deporte como simple espectáculo vayan borrando algunos o todos esos rasgos; pero en los casos más claros y, sobre todo, cuando el atleta empieza todo resulta diáfano, en el sentido de una comparación con la ascesis espiritual.

En el quinto libro de la Eneida, Virgilio cuenta al lector unas «olimpiadas» con numerosas competiciones, descritas con la belleza y el vigor característicos del poeta latino. La motivación es, como puede esperarse, religiosa: «Llegado hemos al sepulcro en que yacen las cenizas y los huesos de mi padre, no sin intención ni favor de los dioses, a lo que pienso, pues nos ha traído él a este puerto amigo (...) Además, si la novena aurora trae a los mortales la luz del albo día, y ciñe el orbe con sus fulgores, os propondré, por primeras fiestas, regatas en el mar; los que descuellen en la carrera, los que confían en sus fuerzas, los mejores en disparar el venablo y las veloces saetas, los que se arrojan a luchar con el duro cesto, acudan a porfía y cuenten alcanzar en premio las merecidas palmas. Ahora, haced mucha oración y ceñíos con ramas las sienes».

Un hálito religioso, personal y colectivo, envuelve toda esta escena. Cuando se pierde el sentido de lo trascendente, el ejercicio individual del deporte y la asistencia a su ejercicio conserva, hasta hoy, algunas características formales de lo religioso, en una más de sus transformaciones.