EL HOMBRE, SER RITUAL


Bastaría evocar de nuevo la amplísima bibliografía etnológica o de historia de las religiones sobre lo sagrado1 para detectar la especificidad del hecho religioso. Hoy es frecuente hablar de secularización o desacralización como si se tratase de un nuevo eón por el que tendría que transcurrir toda la humanidad, según una idea ya difundida en el XIX por Comte y luego recogida por la mayoría de los cultivadores de la sociología religiosa. Sin embargo, todo nos lleva a pensar que lo que se llama desacralización (por otro lado, relativa y limitada a algunos sectores de la población) es un fenómeno occidental y casi europeo.

¿Qué significa, en ese contexto, desacralización? Romper toda distinción entre lo sacro y lo profano, en el sentido preciso de que también lo ex-sacro ha de adoptar formas profanas. Cabe otra interpretación: desacralización en cuanto eliminación de cualquier referencia y práctica religiosa. Esto último, sin embargo, cuando se da es en forma de persecución religiosa y, por tanto, como gesto antisacro que, por contraste, revela lo sacro. En Occidente la desacralización se advierte en los deseos de que las cosas más ordinarias y corrientes, las formas habituales de expresión, el comportamiento, la música, etc., sean, así como están, utilizadas como formas de expresión de lo sacro.

1 La mayoría de las obras citadas aquí están traducidas al castellano, pero se dan en sus ediciones originales, también para que se advierta la fecha de edición: R. OTTO, Das Heilige, Breslau 1917; E. DURKHEIM, Les Formes élementaires de la vie religieuse, París 1912; R. CAILLOIS, L'Homme et le sacré, París 1939; G. VAN DER LEUW, Phánomenologie der Religion, Tubinga 1933; M. ELIADE, Traité d'histoire des religions, París 1949. Para una introducción al tema, aunque desde un punto de vista limitado, M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Madrid 1979 (3.a ed.). En cambio puede obtenerse una perspectiva general en la obra, al cuidado del cardenal F. KOENIG, Christus und die Religionen der Erde, tres volúmenes editados en Friburgo de Brisgovia, 1951, traducidos al castellano y editados en la BAC: Cristo y las religiones de la tierra.

Esto, junto a otros factores de tipo económico, estético, incluso logístico (piénsese en el modo de vida urbano, de creciente y simultánea dispersión, extensión y atomización), ha influido en fenómenos que se han hecho corrientes, aunque no generales. Fijémonos ahora en esa intención de que lo sagrado se exprese del modo más ordinario posible, coloquial, como un comportamiento más.

Están aquí mezclados dos conceptos o, quizá mejor, dos intenciones: una, la de que la religión no sea algo extraño, desvinculado de la vida corriente; otra, la convicción de que lo sacro ha desaparecido del horizonte habitual de muchos hombres. Estas dos intenciones, sin embargo, no pueden convivir juntas, porque son contradictorias. La primera se apoya en una inteligencia profunda de lo religioso. Efectivamente, la vida de relación con Dios no puede ser algo extraño, anómalo; siendo lo más íntimo que existe en el interior del hombre, ha de reflejarse en todas sus acciones.

La segunda intención es la generalización de un hecho histórico convertido en categoría esencial, como si en la historia se hubiese operado una mutación sustancial. Se piensa, más o menos, así: si muchos hombres han perdido el sentido de lo sacro y funcionan con categorías simplemente temporales y terrenas, lo sacro ha de mostrarse también en esas mismas categorías, para que pueda volver a cobrar vigor.

La conclusión que se puede extraer es la siguiente: si, por un lado, es preciso fomentar el ensamblaje concreto de la fe con las acciones cotidianas, con la vida civil, con el trabajo humano, de otra parte no se puede desconocer que es necesario atribuir un tiempo y un espacio especial a manifestaciones esenciales de lo sacro. Y esto, sencillamente, porque el hombre es así, y con esa bipolaridad se manifiesta también en otros ámbitos.

No se puede, en efecto, eliminar de la experiencia humana el sentido de lo distinto, de lo apartado, de la solemnidad, del momento especial. Así se funciona en todos los ámbitos de la vida: desde la celebración de una fiesta familiar a la solemnidad civil de una conmemoración, desde el boato de una celebración deportiva hasta la presentación de una obra literaria, musical, artística, etc. En otras palabras: no es suprimible nunca la ceremonia, el rigor del rito, la aparente rigidez de lo que debe hacerse de un modo determinado y fijo.

El hombre es un ser ritual. En su sentido más amplio, el rito es un acto o una serie de actos concatenados (un comportamiento) que están destinados a repetirse. El rito no es un simple hábito o una costumbre. En general, se reserva el nombre de rito para aquellos comportamientos fijados cuyo fin no es sim  plemente (o no lo es en modo alguno) utilitario y pragmático. Puede ser algo utilitario el tomar café o té; pero el modo de hacerlo (piénsese en la «ceremonia del té» en algunos pueblos orientales) no es en modo alguno pragmático. Se puede, por utilizar un ejemplo, comer de muchos modos; en poco tiempo, en pie, andando, etc. Pero cuando se pretende algo más que la simple alimentación, la comida se da en medio de un rito, con unas maneras determinadas, con un orden rígido, con un principio y un final. Una comida conmemorativa no se hace mediante la entrega, a cada persona, de la porción correspondiente de alimento, para que la consuma cuando quiera y como quiera.

Los ejemplos podrían multiplicarse en todos los ámbitos humanos. Cuando el hombre, en cualquier época, se ha planteado su relación con Dios —cualquiera que sea la noción que se tenga del Ser Supremo—, ha visto la necesidad de un ritual, precisamente en comparación con el ritual que utiliza en otras acciones no específicamente sagradas. El rito marca la necesidad de la intensidad, de la concentración, del recogimiento o de la expansión gozosa. El rito acentúa la importancia de lo que ya se sabe que es importante.

Desde otro punto de vista, el rito muestra la naturaleza humana, que no es simple materialidad ni simple espiritualidad, sino unidad de alma y cuerpo. Por eso lo más interior es expresado mediante palabras, gestos y movimientos. La supresión de la importancia del rito es una reducción de lo humano. Si en la expresión de lo religioso se disminuye la importancia del ritual, el hombre queda privado de un rasgo fundamental para la demostración de su religiosidad. No desaparece el rito, sino que se traslada a otras esferas o ámbitos de la vida, no religiosos.

Esta última observación puede ser malentendida. No se trata de que exista en el hombre algo así como un «potencial ritual» que, de una u otra manera, se llenaría, tendría satisfacción. Este enfoque «formal» del rito es el que predomina en la bibliografía más difundida sobre el tema2, pero obedece al parti pris de un naturalismo sin una real apertura a lo trascendente. La confusión se ha engendrado de manera especial con los llamados ritos de paso y, en concreto, de los que se dan en todos los pueblos primitivos (en el nacimiento, en la pubertad, en el matrimonio, en la muerte). Celebrar el paso por algo —en el tiempo o en el espacio— puede ser una ceremonia completamente desprovista de sentido religioso («fiestas del paso del Ecuador», por ejemplo).

Es preciso caer en la cuenta de que lo religioso se muestra en el rito porque el hombre, estructuralmente, es un ser ritual. La necesidad de «ritualidad» se «llena» de diferentes modos. El rito religioso «utiliza» esa necesidad de ritualidad y, en cierto modo, la transforma, porque el rito sacro auténtico se diferencia esencialmente de cualquier otro. No darse cuenta de esto ha hecho posible las comparaciones, simplemente por caracteres formales, entre determinados «ritos de pasaje» y los ritos sacramentales. Es cierto que el hombre necesita «insistir» en los hechos importantes (nacimiento, amor, muerte, etc.) y que lo hace a través de un rito. Véase el caso del matrimonio. Se dice que hay un «rito religioso» y un «rito civil». Una mirada superficial vería en estas dos formas algo casi equivalente: la «celebración» del paso de soltero a casado. Sería irrelevante que el acto se celebrara en presencia de Dios o en presencia del juez. «En el fondo», se trataría del mismo «esquema».

2 Cfr., por ejemplo, J. CAZENUEVE, Les Rites et la condition humaine, P.I.F., París 1958; C. LECOEUR, Le Rite et l'outil, P.U.F., París 1939.

La homologación por «esquemas» es una tarea atrayente: una «ciencia» de la «formalidad» que puede dar la apariencia de la explicación. En el fondo, es un trabajo necesario, pero sólo de desbroce. En efecto, los esquemas fundamentales son pocos. Existe en todo una especie de «economía de funcionamiento» que no multiplica sin necesidad los «sistemas». La «ritualidad» del comportamiento se encuentra en lo religioso como en otras actividades humanas. Lo propio del rito religioso no es el «esquema», sino los términos entre los que se establece la conexión.

Ya se vio cómo la magia tiene «ritos» —algunos de una rigidez extrema, ridícula—, pero la magia no es religión, porque no existe conexión entre lo humano y Dios. Lo propio de la religión y, por tanto, del rito religioso es tender ese puente entre el hombre y Dios: la palabra pontífice tiene ese sentido etimológico evidente. Y lo propio del cristianismo es asegurar que, precisamente porque el puente se establece entre los hombres y Dios, lo demás (la naturaleza, los astros, los ríos, los animales, las plantas) no pueden ser sagrados en sí; a lo más pueden ser instrumentos de las acciones sagradas.