EL MÁS GRANDE ES EL QUE SIRVE

Homilía en la festividad del Apóstol Santiago


Santiago, llamado el Mayor, es el primero de los Apóstoles que sufrió el martirio, uno de los patronos de la Europa cristiana. Seguramente habría merecido para su fiesta litúrgica un texto evangélico más «honorable», como, por ejemplo, el que narra su vocación y la de su hermano Juan.

Mt 20,20-28 es un relato extraño, un tanto fuera de lugar y desconcertante. Recuerda el capítulo 3 de Marcos, cuando los parientes de Jesús se entremeten en su vida y llegan a afirmar que no están en sus cabales; Jesús rechaza esa intervención, porque la considera un atentando contra su libertad.

También en nuestro pasaje hay una intervención que provoca la indignación de los apóstoles, que se alborotan más de la cuenta.

El episodio es bien conocido: la madre de Santiago y de Juan le pide a Jesús que sus hijos se sienten, en el Reino de Dios, uno a la derecha y otro a la izquierda del Señor.

Jesús, entonces, se dirige expresamente a los dos apóstoles e inicia un diálogo. Luego la enseñanza se extiende a los otros diez apóstoles.

1. ¿Quién buscó ese desagradable encuentro entre la madre de los hijos de Zebedeo y Jesús? ¿Ella o sus hijos?

Detrás de esta escena, ciertamente histórica, aparece un drama de familia. Podemos imaginarnos que Santiago y Juan fueron a casa por unos días, y que la madre les preguntó cómo estaban. «Muy bien —responden—; da gusto estar con Jesús, porque es un maestro poderoso, nos quiere, se muestra muy cariñoso con Juan; quizá le haga sucesor suyo. Nos ha llevado a los dos al monte y nos ha manifestado un secreto que no podemos revelar a nadie».

La madre se queda satisfecha con la respuesta, pero tiene la impresión de que hay algo más. Insiste en saberlo, y los hijos confiesan que preferirían una función más concreta.

También nosotros decimos: no está claro mi papel; me gustaría saber exactamente quién soy en la Iglesia.

A petición de la madre, los hijos explican que a veces Pedro parece ser el primero, mientras que otras veces parecer serlo Juan.

Entonces la madre les dice: «¡Dejádmelo a mí!».

Naturalmente, Juan y Santiago se oponen, porque temen quedar mal; pero ella no se resigna y les pide tan sólo que le busquen un momento para que pueda hablar con el Maestro.

Los hijos acceden; ella prepara un largo discurso, se lo remite, lo retoca y, finalmente, decide: «Eres un gran maestro —le diré—; eres bueno y quieres a mis hijos; también ellos te quieren...» Poco a poco le haré comprender que merecen un puesto de honor. Si me escucha, le daré las gracias; si me dice que no, le preguntaré qué es lo que han hecho mal...

Las personas que no han obtenido un puesto, un oficio, el cargo que esperaban, suelen preguntarse: «¿Qué es lo que he hecho mal? ¿En qué me he equivocado?». Y no siempre es fácil hacerles ver que el motivo de haberle dado a otro ese cargo no tiene nada que ver con ellos, que no han cometido ningún error.

Sin embargo, cuando la madre se ve con Jesús, se olvida del discurso que tenía preparado, y brutalmente, con poca maña, le apostrofa: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Reino» (v.21).

Es una intervención inoportuna y que recuerda también las palabras de Marta en Betania: «Dile a mi hermana que me ayude...» (cf. Lc 10,40).

La mujer está tan confusa y emocionada por sus hijos que les hace quedar fatal.

2. ¿Cómo se comporta Jesús? Nosotros le habríamos sugerido que respondiera con claridad que no era posible, que el primado se lo había concedido ya a Pedro, que los padres no deben entrometerse en la marcha del ministerio...

O le habríamos aconsejado que diera largas al asunto.

Pero Jesús hace, ante todo, una observación severa, sin culpabilizar, sin embargo, a la madre: «No sabéis lo que pedís». Son palabras que abren los ojos, pero sin herir. Jesús comprende el amor de aquella mujer a sus hijos y la trata con delicadeza, intentando hacerle ver que quizá lo que pide no sea lo mejor para ellos.

Luego añade: «¡Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?» (v.22). Es una pregunta muy hermosa, que eleva el nivel del discurso.

La respuesta de los dos —«¡Sí, podemos!»— no le gusta ciertamente a Jesús, que habría preferido que dijeran: «¿Cuál es ese cáliz y qué significa tener que beberlo?».

Subrayo, además, la sagacidad de Jesús, que se dirige a los hijos, no a la madre, porque ha intuido que la madre no ha hecho más que indicar un deseo que les preocupa a ellos, y que quiere ayudarles.

Entonces sigue: «Mi cáliz sí lo beberéis». No dice: «de buena gana», porque ya sabe que los apóstoles no logran entrar fácilmente en su visión de fe.

Llegará el tiempo en que rechazarán el cáliz y el tiempo en que lo aceptarán. Santiago, en el martirio, bebió verdaderamente el cáliz.

De nuevo se eleva el tono del discurso: «Pero sentarse a mi derecha y a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre» (v.23). Jesús subraya con su ejemplo que el puesto no tiene ninguna importancia: Yo mismo no me preocupo de eso; le dejo al Padre que actúe él, porque lo que cuenta es su voluntad.

3. Comienza entonces la magnífica exhortación que dejo a vuestra meditación: el más grande es el que sirve. La intromisión indiscreta de una madre de familia fue la ocasión de una enseñanza extraordinaria de Jesús, que constituye la verdadera ley de la Iglesia y que concluye con una confesión cristológica: «De la misma manera el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (v.28).

No podemos leer estas palabras sin ruborizarnos, sobre todo yo, porque el servicio es la divisa de los obispos, un servicio que debe llegar hasta el don de la vida.

4. El pasaje de la segunda Carta a los Corintios que hemos proclamado es un buen comentario de la página evangélica: «Llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que la extraordinaria grandeza del poder es de Dios y que no viene de nosotros...» (cf.2 Cor 4, 7-15).

Santiago, Juan y su madre son pobres gentes y de estrechas miras que no han intuido la grandeza del Reino de Dios. Son, pues, vasos de barro sin valor. Pero llevan dentro un increíble tesoro: Juan, el evangelio de la contemplación del Verbo; Santiago, la fuerza del martirio. Precisamente por eso soportan todo género de pruebas sin sentirse aplastados; son perseguidos, pero no abandonados; golpeados, pero no matados; derrotados, pero no aniquilados (cf.v.8).

Pablo utiliza los términos de la indigencia material para indicar la vida del apóstol; y el apóstol no se debe avergonzar de ello, porque esa indigencia encierra el tesoro de Dios.

Todos somos un poco como Santiago y Juan, preocupados de nuestro papel, de obtener un puesto distinguido. Pero lo que cuenta son las maravillas que el Señor realiza en nosotros. Yo las he visto estos días de Ejercicios, acercándome a cada uno de vosotros, conociendo vuestra historia, vuestros ejemplos de coraje y de abnegación, de oración y de entrega hasta el riesgo de vuestra vida. Las he admirado en vosotros y en vuestro pueblo, en esta Iglesia, en todos aquellos con quienes me he encontrado y que son el testimonio del poder del Resucitado. La Iglesia de Dios es guiada por el Espíritu Santo, incluso en los más humildes comienzos de las jóvenes Iglesias, y no podemos menos de alabarle y de darle gracias.

Al veros a vosotros, pienso también en Europa y en su empeño por ser un factor de unidad del mundo.

Llegará el día, según la profecía de Isaías, en que Egipto —es decir, Africa—, Assur —Asia— e Israel serán una sola cosa, a partir de Israel, precisamente.

Pedro y Santiago partieron de Jerusalén para llevar el cristianismo a Europa. Pero el camino es largo, muy largo todavía. Nosotros estamos llamados a orar y a trabajar contemplando siempre el ideal de la unidad; la celebración de la Eucaristía es la primera gran obra de la Iglesia, ya que a través de ella podemos conseguir la unidad del mundo, simbólicamente y en la realidad.

Es la gracia que pedimos en esta Eucaristía que nos reúne por última vez en torno al santísimo Sacramento, verdadero centro de la Iglesia y del universo.