LAS PARÁBOLAS:
UN EJEMPLO DE PACIENCIA

Homilía del miércoles
de la 16.° semana «per annum»


«¿Por qué, Jesús, hablaste en parábolas? Tú que conoces a Dios mejor que todos, tú que eres el Hijo de Dios y que podrías hablar directa y abiertamente de él, ¿por qué no lo hiciste? ¿Por qué no explicaste con claridad el misterio de Dios y el misterio del hombre?».

El pasaje evangélico de hoy nos presenta la parábola del sembrador (Mt 13,1-9). El problema de las parábolas preocupó también a los evangelistas, y veremos en el evangelio de mañana una posible clave de interpretación.

Hoy me interesa más subrayar que Jesús habló en parábolas para darnos un ejemplo de paciencia.

Siempre estamos impacientes cuando se habla del misterio de Dios o del misterio del hombre; nos gustarían las definiciones exactas, ciertas. Pero eso sería una falta de respeto a Dios, cuyo misterio es profundísimo; y una falta de respeto al hombre, al que no es posible conocer como si fuera una piedra.

Ya es bastante difícil conocer una piedra, un árbol, un organismo animal; mucho más lo es conocer a un hombre o a una mujer.

El que conoce de veras el misterio de Dios se queda en silencio. Así lo hizo Jesús. Habría podido revelarlo todo —y los evangelios apócrifos le atribuyen muchas instrucciones secretas dadas a los discípulos—, pero durante treinta años no habló.

Así pues, ante el misterio de Dios se nos invita, ante todo, a adorar, a respetar, a guardar silencio.

Ante el misterio de la humanidad, del hombre, no podemos hacer otra cosa más que mantener una actitud de gran reverencia, ya que nuestro conocimiento sólo puede ser aproximativo.

En las parábolas, Jesús nos enseña a hablar del misterio de Dios y del hombre por aproximación, por sucesivas comparaciones, sin darnos nunca un cuadro homogéneo, para hacernos comprender que Dios y el hombre trascienden toda explicación.

Creo que tanto a vosotros como a mí, sobre todo en unos Ejercicios, nos ocurre que después de la meditación experimentamos un sentimiento de vergüenza al darnos cuenta de que lo que hemos dicho no es el misterio de Dios: lo es y no lo es.

La parábola sigue este proceso: es así, pero no es así. Apela a la intuición profunda que es el Espíritu Santo en nosotros. El Espíritu Santo está en nosotros, como estaba en Jesús y como hablaba en él.

Por tanto, es el Espíritu Santo el que nos da la intuición del misterio.

En el Espíritu, que está en mí y en los que me escuchan, el que da sentido a ese «más allá» al que yo me remito con la pobreza de mis palabras. A veces la escasa eficacia y la incertidumbre de la predicación remiten precisamente a ese misterio que está siempre más allá.

Lo que interesa, pues, es abandonarse al Espíritu y acoger las palabras sobre la fe como indicadoras de dirección. Naturalmente, existen fórmulas precisas sobre la fe, pero que no expresan la realidad.

Incluso la fórmula más perfecta —el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo; el Hijo que se encarnó y murió por nosotros— no expresa el movimiento, el impulso del misterio.

Sólo el Espíritu Santo nos da la intuición y nos hace tocar con la mano todo lo que expresan las palabras a través de signos que muestran el camino.

Creo que es por esto por lo que a Jesús le gustaban las parábolas. Porque, conociendo al Padre, sabía que no se podía hablar directamente de él, que era oportuno dar el sentido del Padre partiendo de las realidades de la vida: la pesca, la agricultura, el trabajo, la familia, la mesa, la fiesta, las bodas, la amistad. En estas realidades se revela una dinámica, un ir más allá, hacia lo que hay de más trascendente en la experiencia humana y que proviene de Dios, que es gracia.

Lo trascendente se inserta en una parábola para atraernos, más allá de nosotros mismos, hacia el origen y el fin de todo.

Nuestra oración ante Jesús, que habla en parábolas, debería ser ésta:

«Desde lo hondo a ti grito, Señor. Tú que habitas en la altura, líbrame de mi interpretación banal y superficial del mundo. Hazme comprender, Señor, las fuerzas del Espíritu sembrado en la tierra del mundo, para tener confianza en esta tierra; para tener confianza en el impulso que impregna el universo y para dejarme arrastrar por él hacia la profundidad del Padre; para entregarme al Hijo dejándome abrazar por el abrazo del Espíritu Santo que abre dentro de mí las fuentes de la vida.

Concédeme, Señor, comprender qué es la parábola, leer la parábola de la vida, de la historia, de mi vida, y verte a ti, Señor, como nos has prometido; conocerte como somos conocidos; mirarte, no ya a través de un velo, de un enigma, en un espejo, sino directamente, empezando esta contemplación con los ojos de la fe. Concédeme fijar mi contemplación en esa semilla que penetra en la tierra y la cambia, la Eucaristía, que se siembra en la tierra del mundo y produce el ciento por uno en los corazones que la acogen con fe y con humildad».