LA VERDADERA FAMILIA

Homilía del martes de la 16.a semana «per annum»

El pasaje del evangelio que acabamos de proclamar pertenece al capítulo 12 de Mateo (vv.46-50) y no resulta fácil de comprender, ni siquiera en su descripción.

Parece ser que Jesús está en una casa, ya que se nos dice que su madre y sus hermanos están «fuera», que no pueden hablar con él.

Sin embargo, Jesús «estaba hablando a la muchedumbre», y no podemos imaginarnos cómo podía haber tanta gente en un lugar cerrado. Quizás haya que entender por «muchedumbre» un pequeño grupo, de pocas personas. En el pasaje de ayer eran los escribas y fariseos los que preguntaban al Maestro. Intentemos, pues, ver en aquella casa a Jesús, a los discípulos sentados junto a él, a unos cuantos escribas y fariseos y algunas otras personas más.

Este es el escenario.

Al otro lado de la puerta se agolpa una serie de personas, entre ellas María y sus parientes; hacen correr la voz hasta que alguno de los de dentro se entera y dice a Jesús: «Oye, ahí fuera están tu madre y tus hermanos que desean hablarte». «Y Jesús responde: "¡Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: "Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre"».

Podríamos entender que no quisiera hablar con sus hermanos, pero no logramos comprender qué significa que Jesús se niegue a hablar con su propia madre.

Este pasaje, como sabemos, no es un pasaje aislado. Hay uno todavía más duro, que leemos sólo en el evangelio de Marcos. Los parientes de Jesús (esta vez no se menciona a su madre) vienen a prenderlo, pues han oído decir que ni siquiera podía comer, y decían: «Está fuera de sí» (cf. Mc 3,20-21). Se cree que estos parientes eran los mismos de los que habla Mateo.

Hay otro texto en consonancia con el nuestro: a los doce años, Jesús es encontrado en el Templo, y María le dice: «Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». Jesús responde: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,48-49).

En esta misma línea, me gustaría recordar el episodio de las bodas de Caná, cuando Jesús se dirige a su Madre con estas palabras: «¿Qué tengo yo contigo, mujer?» (Jn 2,4).

Así pues, la respuesta de Jesús no es una respuesta aislada, y debemos comprender el mensaje que encierra.

1. Un primer significado del mensaje es que los lazos de parentesco carnal son de menor importancia que los del parentesco espiritual. Es éste un criterio totalmente revolucionario, tanto en Israel como en cualquier otra civilización. Toda la vida parte del parentesco carnal, que es la fuente de toda fraternidad, y la sociedad se basa en esta realidad de hecho. Incluso los filósofos antiguos, como Cicerón, reconocían que la caridad no es otra cosa sino la difusión a los demás del amor que se tiene a los propios familiares. Y esta caridad es verdadera justicia.

En el mundo de Jesús, el parentesco carnal era fundamental; de él dependía la religión, a partir de Abrahán y a lo largo de toda su descendencia.

Pues bien, Jesús no reniega de su calidad de hijo de David, pero explica su significado verdadero: el parentesco carnal es un punto de referencia para una comprensión más profunda.

2. El segundo significado del mensaje es que el verdadero parentesco viene de la voluntad de Dios. Esta misma afirmación aparece también en el Corán. Recuerdo que en cierta ocasión vino al Instituto Bíblico un maestro del Corán y dialogamos sobre nuestros respectivos Libros Sagrados. Al final me citó un versículo del Profeta que dice, más o menos, lo siguiente: el estudio de la Biblia emparenta a los que se dedican a él.

El parentesco espiritual que nace del estudio del Libro nace más profundamente, para Jesús, de la voluntad de Dios, del Padre.

Se esboza así una sociedad fundada en vínculos provenientes de la decisión del hombre y de la decisión de Dios, no ya sólo de unos vínculos recibidos de la naturaleza.

3. De aquí se sigue que en el Reino de Dios no hay más privilegios que los que se derivan de la voluntad del Padre.

No hay privilegios de sangre, de familia, y esto es muy difícil de asimilar. Los judíos de hoy no llegan aún a comprenderlo, ya que la descendencia, para ellos, es descendencia carnal.

Pero María lo comprendió y lo aceptó.

4. Un último significado es que Jesús se presenta como el Mesías definitivo, disponiendo en torno a sí todos los demás valores de la vida: «Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».

El valor supremo es Dios que se comunica en Jesús, y Jesús crea un nuevo orden de valores.

Nosotros lo comprendemos con la cabeza, pero no siempre logramos vivirlo. Bien mirado, debería ser éste el principio de la vida comunitaria; es la voluntad de Dios la que nos hace hermanos y hermanas en la vida religiosa. Así pues, la comunidad depende de la fe, del grado de fe con que nos entregamos de veras a la voluntad del Padre.

Por eso la comunidad religiosa es la comunidad de vida a partir del evangelio, no una realidad natural. La familia, a pesar de la diversidad de temperamentos y de caracteres de quienes la componen, tiene una fuerza casi física que la mantiene unida. En la vida religiosa, la fuerza es la fe, y si la fe es escasa, será muy difícil superar las dificultades de la vida en común.

Las dificultades que se experimentan en nuestras comunidades (y en toda comunidad cristiana) tienen su origen en una falta de entrega total a Jesús, y por eso las relaciones son superficiales, se vive la fraternidad a base de voluntad, no de corazón, y no hay comunicación, no hay apertura, no hay esa devoción de caridad que lo hace todo sabroso y fácil.

Es éste un problema muy serio en la Iglesia.

Incluso en las misiones que he visitado en Asia, en Africa y en América Latina, me han impresionado las interminables discusiones entre los misioneros, entre los cristianos. Y, sin embargo, se trata de hombres y de mujeres que lo han dejado todo, que han hecho un acto heroico al irse a países lejanos y que deberían encontrarse, por tanto, en una fraternidad profunda. Pero no es así.

Se trata ciertamente de un misterio incomprensible, pero real.

Si, por una parte, no debe asombrarnos demasiado, por otra, tampoco debemos acostumbrarnos a la idea. Porque está mal, es anormal, no es justa. Y es preciso que cada día nos esforcemos por entrar en el corazón de Jesús para dejarnos cambiar el nuestro; que cada día le supliquemos que aumente nuestra fe.

Pidamos perdón en esta Eucaristía por todos los errores que hemos cometido contra la caridad fraterna, por todas las veces que no hemos mirado a los hermanos y hermanas como verdaderos hermanos y hermanas a quienes se les puede perdonar todo de corazón, con alegría. Jesús es para nosotros hermano, hermana y madre, y lo es en las personas que viven con nosotros, que comulgan con nuestros ideales de vida, que nos sostienen en el camino común.

«Perdónanos, Señor, las divisiones; cura nuestras heridas y nuestras divisiones internas. Concédenos la paz que viene de Ti y que es el signo de que somos una sola cosa en Ti».