LA PACIENCIA PASTORAL

Homilía del sábado
de la 16.a semana «per annum»

 

«Concédenos, Señor, comprender a qué se aplica la parábola de la cizaña, para no caer en interpretaciones superficiales o cómodas. Sólo tú puedes iluminarnos, dado que a lo largo de la historia de la Iglesia ha podido interpretarse de diversas formas. Queremos entrar en tu corazón y en tu vida para captar el verdadero significado de tus palabras».

 

Después de la parábola del sembrador, Jesús expone a la gente la llamada parábola de la cizaña (Mt 13,24-30). Podemos leerla dividiéndola en dos partes.

Los hechos nos dicen que se pusieron buenas premisas, pero que luego las cosas no respondieron plenamente al esfuerzo realizado.

1. Globalmente, la parábola quiere significar que no todo responde a nuestros proyectos, incluidos los pastorales, y en este sentido repite la enseñanza de la parábola del sembrador: se siembra bien, pero el resultado no es tan bueno.

Sin embargo, mientras que en el caso del sembrador el drama se desarrollaba entre las fuerzas de la naturaleza

—los pájaros, el terreno pedregoso, las espinas—, ahora el drama es entre hombres.

La pregunta, en el fondo, no cambia: ¿cómo es que ha crecido la cizaña?; ¿cómo es que en el Reino de Dios no brotan los frutos que se esperaban?; ¿cómo es que Jesús, después de predicar tanto, no ha tenido éxito?; ¿de quién es la culpa?

El dueño de la parábola nos tranquiliza diciendo que el grano era bueno y que la cizaña no se debe a la negligencia del sembrador, sino al Enemigo.

Así pues, la Iglesia no es una máquina electrónica en la que basta seguir las instrucciones para su uso y luego todo funciona a las mil maravillas. El principio tiene que aplicarse a toda nuestra acción: a la educación, a la pastoral, a la catequesis.

No tendremos los frutos esperados, porque la vida de la Iglesia es una continua confrontación con el Adversario, es conflictiva, es combate. Gran parte de los Salmos nos hablan de los enemigos para advertirnos que, de hecho, la existencia humana no es una evolución tranquila y simple, de un menos a un más. Hay que tener en cuenta la malicia del Enemigo, que no es fácilmente identificable.

Si en los años de noviciado pensábamos que iríamos creciendo de virtud en virtud, con el tiempo chocamos con graves dificultades y tenemos que arrastrar una lucha espiritual para vencer las tinieblas que están siempre intentando ahogar la luz.

Jesús es un hombre que lucha contra el Adversario durante toda su vida, y su ejemplo nos da ánimos y energías para seguirle en este combate.

2. La segunda pregunta de los criados es más delicada: ¿qué debemos hacer? Es delicada y difícil, porque se la puede traducir de muchas maneras, tanto en la vida eclesial como en la historia del mundo.

Podría apelarse a la economía de la salvación diciendo: ¿por qué Dios no aparta del mundo a los malvados? La Escritura responde que sólo al final se revelará verdaderamente el designio de Dios; que nosotros no hemos conocido aún la revelación de los hijos de Dios porque no hemos conocido aún la revelación de los «hijos de las tinieblas». Precisamente por eso nos hallamos en una economía provisional, que requiere mucha paciencia. Hay que esperar, dice el amo de la parábola.

El problema se hace más difícil cuando queremos aplicar esta enseñanza a la vida de la Iglesia.

Recordando las palabras de Jesús a propósito de la corrección fraterna (cf. Mt 18,1 Sss), se nos ocurre pensar que, si un hermano es advertido en varias ocasiones y no escucha, podemos tenerlo por un pagano y un publicano y expulsarlo de la comunidad. Pero ¿no dice acaso la parábola que la cizaña no debe separarse del trigo bueno?

A mi juicio, estamos invitados a vivir, como Iglesia, la paciencia pastoral, a imitación de Dios. Esta paciencia no equivale a la condescendencia que lo acepta todo sin distinciones. También san Pablo y el evangelista Juan, el discípulo del amor, tienen palabras muy duras contra los que no transmiten la verdadera enseñanza de Cristo.

No se puede sacar una deducción matemática de la parábola.

Quizá sea mejor preguntarse cómo se ha vivido en la historia de la Iglesia. Me gustaría referirme a san Ignacio, que se sirve a menudo de esta parábola para defenderse de aquellos —es la voz de los criados— que querrían que fuera más exigente con los miembros de la comunidad de Hipona.

De hecho, siempre hay criados así. En algunos momentos de la Iglesia, son los puros, los fervorosos, las «elites», que afirman: el cristianismo es una religión muy seria, y es preciso cerrar las puertas y quedarnos sólo con los fieles que creen de verdad y están dispuestos a hacer grandes sacrificios.

Los obispos, a veces, no saben qué hacer ante semejante discurso. Admiran a los fervorosos que luchan por una figura de Iglesia hermosa y santa; los estiman; pero ¿será justo pensar sólo en un pequeño rebaño y echar afuera a todos los demás?

Por eso quiero recurrir a Agustín, que entre finales del siglo IV y comienzos del V vivió una situación en muchos aspectos parecida a la nuestra: muchos querían el bautismo porque la religión cristiana estaba de moda y los cristianos podían tener privilegios en la sociedad.

También en la comunidad de Hipona había personas que no iban regularmente a la Iglesia, o que asistían a los cultos con muy poca atención, y otras que no practicaban las enseñanzas que recibían. Agustín era consciente del hecho de que estos cristianos eran un lastre para la Iglesia.

¿Qué hace? Medita en la parábola de la cizaña y decide espera, tener paciencia, seguir ayudando a la gente sin pretender grandes resultados. Su decisión no es fruto de la negligencia, de la pereza, de la comodidad; se basa más bien en la confianza en la longanimidad de Dios.

3. En la conclusión, creo que hay que rezar mucho y reflexionar largamente para comprender, en un tiempo histórico determinado, de qué modo hay que interpretar la parábola. Y dejar luego la decisión a la conciencia de la Iglesia y a la responsabilidad de los pastores.

Seguramente habrá siempre divergencias entre los puros, los fervorosos, las «elites», y los más pacientes. Los pastores están llamados —como san Ignacio— a encontrar el camino justo. Esto no quiere decir que si, frente a una situación, el obispo escoge la solución de mansedumbre y de comprensión, entonces está todo permitido. Significa simplemente que se deja el juicio a Dios y que, desde el punto de vista pastoral, se toma el camino de la espera, precisamente por el bien de todo el grano.

Personalmente prefiero, al menos para nuestro tiempo presente, la solución de san Ignacio, que es de todas formas una buena referencia.

En todo caso, hemos de pedir incesantemente al Señor que nos dé su luz para poder encontrar el equilibrio justo entre la rigidez, la severidad, y la dulzura que haga justicia a la fuerza viva del Evangelio y al amor de Dios.