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Ideal de David

Ideal de Jesús

Ideal del pueblo de Dios

 

«Te damos gracias, Dios y Padre nuestro, porque has resucitado para nosotros a tu Hijo Jesucristo y has inaugurado la vida nueva de este siglo en la esperanza de tu venida.

Concédenos contemplar tu rostro de Resucitado en tu Iglesia; haznos disponibles a la acción del Espíritu Santo que edifica el cuerpo de tu Hijo resucitado hasta el momento en que te lo presente al final de los siglos, para que Tú seas todo en todas las cosas.

Padre, tú nos has dado en Jesús un ideal último y definitivo, capaz de iluminar cada uno de los momentos del caminar de los hombres; un ideal que corresponde a los deseos más profundos, a las necesidades más hondas de la humanidad, a los sufrimientos más verdaderos de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo. Te pedimos que nos ayudes a contemplar, mediante Jesús, este ideal, para poder servir mejor a tu proyecto de salvación».

 

Las contemplaciones de la cuarta semana de los Ejercicios de san Ignacio son de las más difíciles, porque se trata de meditar en Jesús, que está junto a nosotros y que no está ya entre nosotros; es decir, de alcanzar gracia «para me alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor» (n.221).

Por otra parte, meditar en la vida del Resucitado significa entrar en la economía permanente de la Iglesia. En efecto, la última gran contemplación de san Ignacio es la «contemplación para alcanzar amor» (cf.nn.230-235), esto es, ver al Resucitado presente en todas partes, ver a la Iglesia que camina y se construye a lo largo de los siglos, ver al Espíritu Santo que resucita a Jesús en el corazón de los fieles.

Si tenemos esta mirada de fe, reconoceremos el designio de Dios; si no la tenemos, consideraremos banales y negativas muchas realidades y muchos momentos de nuestra vida y de la Iglesia. Para ayudaros en la meditación de Jesús resucitado, he pensado en proponeros una meditación que podemos titular: Ideal de David, ideal de Jesús, ideal del pueblo de Dios.

 

Premisa

El ideal es lo que nos representamos o nos proponemos como tipo perfecto o modelo absoluto. Desde un punto de vista subjetivo, es lo que, en un determinado orden de cosas, daría una perfecta satisfacción a las aspiraciones de nuestro corazón o de nuestro espíritu.

Hablo de un ideal histórico, de una situación que, al menos en parte, llegue. a realizarse en este mundo.

Sin embargo, ningún ideal histórico puede prescindir del ideal escatológico absoluto; no tendría ningún sentido la búsqueda de ideales penúltimos o antepenúltimos sin referencia alguna al definitivo.

El ideal escatológico absoluto se puede expresar de maneras diversas:

— Teológicamente se le define como la visión beatífica, el ver a Dios cara a cara, lo mismo que Jesús ve al Padre: estar con Jesús ante el rostro del Padre, por la gracia del Espíritu, para siempre.

— La Jerusalén celestial es una imagen bellísima, un símbolo magnífico del ideal último (Ap 21).

— En Rom 8,11, san Pablo lo expresa como la resurrección final de todos los justos.

— O también, en 1 Cor 15,28, el ideal escatológico absoluto es el reino entregado al Padre: «Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo». Poco antes el Apóstol subrayaba que, sin esta esperanza en la vida eterna, no tendría sentido ningún ideal histórico: «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más desgraciados de todos los hombres!» (v.19).

La pregunta que me hago en esta meditación es la siguiente: a partir de la Jerusalén celestial, ¿es posible señalar en la historia algunos reflejos visibles, sociales, de la resurrección final?; ¿es posible concretar algunos ideales de realización del Reino en el tiempo que va de la resurrección de Jesús a la resurrección final?

Meditaremos primeramente en David, luego en Jesús y, finalmente, en el pueblo de Dios.

 

El ideal de David

¿Cuál era el ideal histórico de David? ¿Qué vislumbraba como modelo absoluto de realización de sus deseos y de los de su pueblo?

No es difícil encontrarlo en los libros de Samuel, expresado explícita o implícitamente, y en muchos pasajes de los Salmos que indican, en forma de oración, los deseos y las aspiraciones de David.

1. El texto fundamental, que ya hemos manejado, es 2 Sam 7.

El Señor le ha prometido una casa y, después de que el profeta Natán le ha referido todas las palabras de Dios, David comienza su oración: «,Quién soy yo, Señor mío, Yahvé, y qué mi casa, que me has traído hasta aquí?» (v.18).

Lo que el Señor le ha dado es maravilloso: le ha sacado del rebaño, mientras atendía a las ovejas; le ha hecho jefe del pueblo; le ha hecho vencer en las guerras; ha dado estabilidad y paz a Israel.

Así pues, el ideal de David es: el reino, la paz, la prosperidad, la seguridad frente a los enemigos, el gozo, la danza en el templo. El rey está contento, perfectamente satisfecho.

«Y aun esto es poco a tus ojos, señor mío, Yahvé, que hablas también a la casa de tu siervo para el futuro lejano...» (v.19).

Así pues, en el v.19 hay un segundo aspecto impotantísimo de este ideal: todo lo que se ha realizado —el reino, la paz, la prosperidad, etc.— seguirá en el futuro, es estable.

David no puede desear ya nada más; de hecho, en los vv.28-29 exclamará: «Ahora, mi Señor Yahvé, tú eres Dios, tus palabras son verdad y has prometido a tu siervo esta dicha; dígnate, pues, bendecir la casa de tu siervo para que permanezca por siempre en tu presencia, pues tú, mi Señor Yahvé, has hablado, y con tu bendición la casa de tu siervo será eternamente bendita».

2. Sin embargo, este ideal, que parece colmar todos los posibles anhelos de David, se realiza sólo en parte: ni la realeza ni la promesa divina le dan al rey una vida feliz. El capítulo 9, que sigue de cerca a la gran oración, lleva por título en la Biblia de Jerusalén: «La familia de David y las intrigas por la sucesión».

Son relatos de episodios muy dolorosos, familiares y sociales, hasta la rebelión del hijo Absalón y su muerte. El ideal sigue en pie, pero muy en el fondo, y por los Salmos vemos que David va más allá, que expresa aspiraciones más altas, que intuye que hay algo mejor que el reino y la paz: «Dios, tú mi Dios, yo te busco,/ sed de ti tiene mi alma...,/ tu amor es mejor que la vida» (Sal 63,2.4). El ideal es estar junto a Dios. Quizá David no entienda cómo se puede estar cerca de Dios din la paz, sin el reino, sin el templo, pero siente que es así. «Y tú, Yahvé, no contengas / tus ternuras para mí./ Que tu amor y tu verdad / incesantes me guarden» (Sal 40,12). Dios es más grande que el reino, porque es el autor de toda prosperidad, de toda paz, de todo reino. El es en sí mismo bueno, maravilloso, rico en gozo: «¡En ti gocen y se alegren / todos los que te buscan! / Repitan sin cesar: "¡Grande es Yahvé!" / los que aman tu salvación» (Sal 40,17).

Esta tensión presente en los Salmos nos ayuda a rezar hoy a nosotros. Si se tratase sólo del ideal de un reino terreno, los Salmos no tendrían un alcance universal. Se trata de la tensión mesiánica hacia el ideal absoluto de la historia, que en el Antiguo Testamento no llegará nunca a aclararse por completo, aunque alcance a veces cimas muy altas, como en Is 11: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé,/ y un retoño de sus raíces brotará./ Reposará sobre él el espíritu de Yahvé:/ espíritu de sabiduría e inteligencia,/ espíritu de consejo y fortaleza,/ espíritu de ciencia y temor de Yahvé.../ Nadie hará daño, nadie hará mal / en todo mi santo Monte,/ porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahvé,/ como cubren las aguas el mar» (vv.1-2.9).

La cumbre del ideal de David y de la dinastía davídica es, por tanto, un Reino de paz absoluta en el conocimiento de Dios, en la concordia entre los hombres, en la armonía con toda la creación.

 

El ideal de Jesús

Jesús expresa su ideal histórico, ante todo, con una palabra que se relaciona fielmente con David: el Reino.

No podemos comprenderlo en toda su densidad si no conocemos el ideal de David.

Jesús parte de este concepto y lo asume, enriqueciéndolo continuamente en sus parábolas, en sus discursos, en sus respuestas. En Mt 4,17, donde se dice que Jesús comienza a predicar la necesidad del arrepentimiento «porque el reino de los cielos está cerca», la Biblia de Jerusalén pone una nota en la que resume muy bien todos los datos neotestamentarios sobre el Reino. Convendría que os tomarais la molestia de leerlo.

Así pues, Jesús habla sin descanso de este ideal suyo histórico, incluso después de la resurrección: «Se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del Reino de Dios» (Hch 1,3).

Sin embargo, Jesús mezcla siempre el ideal histórico con el escatológico, y por eso no es fácil interpretar su predicación. Anuncia un Reino definitivo, absoluto, pero que comienza ya ahora, que afecta a los hombres, que cambia la forma de relacionarse de la gente y en el que priman la paz y el perdón. Y en este mundo, el Reino tiene aspectos oscuros, de sufrimiento y de humillación, que exigen la contemplación del Reino final para ser comprendidos y vividos.

— Esta palabra-clave no es la única, ya que el ideal de Jesús trasciende la terminología rígida y se declina en lenguajes diversos.

En Jn 17, en su oración, le pide al Padre lo que desea desde lo más profundo de su ser. También nosotros, cuando deseamos mucho alguna cosa, la pedimos en la oración; si pedimos la salud física, ello significa que nuestro ideal en ese momento es gozar de buena salud; si pedimos la paz en la Iglesia, significa que esa paz es nuestro ideal.

¿Qué pide Jesús? Que el Padre lo glorifique: «Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese» (v.5).

La gloria de Dios es el ideal absoluto, escatológico, de Jesús; él la pide para sí y para todos los hombres.

Pero, además, en esa oración expresa un ideal histórico: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (vv.20-21; cf.22-23).

Es el ideal de la unidad de los creyentes con él, la unidad de los suyos y de él mismo con el Padre, para que el mundo crea. El Reino se define con el lenguaje de la unidad. Efectivamente, nosotros decimos que la santa Iglesia es la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, realizada en este mundo; que es participación en la manera definitiva de ser de la humanidad.

— Mt 28,18-19: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». El ideal de la unidad en la Trinidad de forma dinámica, misionera. Este ideal histórico de Jesús se le ha confiado a la Iglesia.

— Lc 24,45-57: Jesús abre la mente de los apóstoles a la inteligencia de las Escrituras, de los libros del Antiguo Testamento, porque ya estaba escrito que tenía que padecer y resucitar, que en su Nombre se predicaría al mundo la conversión y el perdón de los pecados, «a partir de Jerusalén».

Es otra manera de expresar el ideal histórico de Jesús. Menciona la ciudad de David para indicar que Jerusalén representa de forma física la continuidad de las promesas. Y Jerusalén sigue siendo todavía hoy el principio de la misión de toda la Iglesia: es éste un gran misterio. Hemos de estar siempre vueltos espiritualmente hacia la ciudad santa. Roma reperesenta a la Iglesia local y tiene la responsabilidad, el encargo de la unidad, pero no borra el significado simbólico de Jerusalén como comienzo de la misión hasta el final de la tierra.

En este sentido, considero muy importante que hoy siga presente en aquella ciudad una comunidad judeo-cristiana, como para hacer visible el vínculo de la Iglesia con toda la historia de la salvación.

De los textos que he recordado se deduce que es sobre todo Jesús resucitado el que presenta la síntesis de su ideal. Durante su vida hablaba de ello en enigmas, en parábolas, o bien bajo el signo misterioso de la cruz. Después de la resurrección lo manifiesta por completo como el ideal de la unidad de todos los hombres en él, en la Iglesia.

La Iglesia como unidad del género humano; el género humano como unidad delante de Dios.

Es fundamental el comportamiento de Jesús para la pedagogía de la fe: no lo explicaba todo enseguida, sabiendo que los hombres tienen que recorrer un camino gradual hacia la unidad.

Estamos invitados a seguir su ejemplo, respetando las situaciones concretas de la gente y ayudando a todos, teniendo en cuenta lo que cada cual puede comprender en un momento determinado.

 

El ideal del pueblo de Dios

Sería muy hermoso hojear el Nuevo Testamento para ver de cuántas maneras distintas se describe el ideal que dejó Jesús a su pueblo.

Casi desaparece la palabra Reino, después de haber fructificado tanto en la opción de la línea davídica mesiánica real. El lenguaje puede cambiar ahora, ya que se ha comprendido lo que Jesús quería decir.

Lo volvemos a encontrar en Rom 14,17, pero casi de pasada, dado que Pablo estaba muy familiarizado con este término. El apóstol se siente irritado por el problema de la comida, y dice: «El Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo». Esto es típico del segundo momento de la predicación paulina. En un primer momento predicaba la venida escatológica de Cristo; más tarde predica la tensión hacia el

Reino en los corazones, hacia el Reino entre los hombres: gozo, justicia, paz, es decir, algo que afecta al modo de vivir y de obrar de la gente.

El idel se expresa en los reflejos morales del Reino.

Gal 5,22 presenta este ideal en términos profundamente personalistas: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza».

El pueblo movido por el Espíritu es, en la historia, una comunidad sencilla, pacífica, alegre, humilde, pura, servicial, paciente. Así pues, se precisa, se especifica, se adapta el ideal a las diversas circunstancias.

— En el tercer momento de su predicación, Pablo preferirá subrayar ese ideal, no como propio de la comunidad cristiana, sino como ideal cósmico que abarca todo el universo. Ef 1,10: el misterio de la voluntad de Dios, el ideal que se propone realizar en la historia, es recapitular todas las cosas en Cristo. Col 1,19-20 propone a Cristo como verdadera y única cabeza: «Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, cuanto hay en la tierra y en los cielos». Es el ideal del Cuerpo de Cristo, que crece hasta la estatura perfecta de Cristo.

Cambian las palabras, pero no la sustancia. Jesús hablaba del banquete, de la red; Pablo utiliza otros términos, pero el ideal profundo sigue siendo el mismo y va asumiendo otros lenguajes, según los momentos de la historia.

La gracia del Espíritu Santo enlaza el ideal de Jesús con el de Pablo, el de Pedro, el de Ambrosio, el de Agustín, el de Gregorio Magno, el del Vaticano II.

Lo importante es que cada lenguaje parta siempre de la contemplación de la cruz y de la resurrección, de la contemplación del Crucificado Resucitado, que es el ideal absoluto, el Mesías definitivo, clave de la historia.

— Por eso es interesante que nos preguntemos cómo piensa y expresa su ideal la Iglesia hoy, qué imágenes parecen más adecuadas para nuestro tiempo. Y es claro que la regla de expresión es para nosotros el Vaticano II, que nos ha dado páginas admirables especialmente significativas.

Me gustaría recordar algunas, ya que siempre hemos de confrontar con ellas nuestra manera de vivir y de expresar, en la predicación, el ideal del pueblo de Dios.

• En primer lugar, la introducción de la Lumen gentium: Cristo es la luz de las gentes «y la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (n.1). Es una fórmula muy afortunada de lo que la Iglesia es en el mundo, y ninguna otra realidad puede expresar mejor la unidad entre todos los hombres: el Concilio interpreta proféticamente el anhelo fundamental de nuestro tiempo. Los jóvenes sienten muchísimo este ideal de la unidad, que refleja la de la Jerusalén celestial. Es un ideal histórico que puede proponerse a la humanidad de hoy, pero que es irradiación del ideal de Dios, que quiere hacer de la humanidad una sola cosa en Cristo. La Iglesia se propone, pues, como «sacramento o signo».

• En la Gaudium et spes se especifica el ideal general.

El texto clave es el n.45, que encontramos precisamente en el centro de la Constitución. Es algo así como Mc 8,27-30 —la confesión de Pedro—, en torno a la cual gira todo el evangelio.

«La Iglesia, tanto en la ayuda que presta al mundo como en la que ella misma recibe de él, mira solamente a esto: a que venga el Reino de Dios y se realice la salvación de la humanidad entera... El Señor es el fin de la historia humana, el punto de mira de los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo de todo corazón, la plenitud de sus aspiraciones»: esta especie de confesión cristológica de la Iglesia está tomada de un alocución de Pablo VI pronunciada el 3 de febrero de 1965 y expresamente incluida en el centro del documento.

Luego, este ideal se expresa en términos de paz. «El nombre que hoy tiene la paz es desarrollo», dirá Pablo VI. «El nuevo nombre de la paz es solidaridad», dice, haciéndole eco, Juan Pablo II.

El texto conciliar afirma: «Mientras poco a poco se va unificando y en todo lugar se va haciendo cada vez más consciente de su propia unidad, la humanidad no podrá, sin embargo, llevar a cumplimiento la obra que aguarda, es decir, la construcción de un mundo más humano para todos los hombres y sobre toda la tierra, si los hombres no se dirigen todos ellos con ánimo renovado hacia la verdadera paz» (n.77). Un ideal histórico que corresponde al reino davídico: paz, seguridad para todos, pero extendida al mundo entero. «Por este motivo, el mensaje evangélico, en armonía con las aspiraciones y los ideales más elevados del género humano, resplandece en nuestros tiempos con renovado fulgor cuando proclama bienaventurados a los promotores de la paz, "porque serán llamados hijos de Dios"» (ibid.).

Y también: «La paz terrena, que nace del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que proviene del Padre» (n.78).

No se trata de confundir las realidades, sino de tener bien clara la apertura, el desenlace del ideal histórico: la paz terrena es imagen y efecto de la paz de Dios en Jesucristo. La paz definitiva que proclama la Iglesia guarda relación con la paz en la tierra.

• Finalmente, la Gaudium et spes indica el ideal histórico refiriéndose a la comunidad de las naciones y a las instituciones internacionales: «Dados los crecientes y estrechos vínculos de mutua dependencia que existen hoy entre todos los habitantes y pueblos de la tierra, la búsqueda y la consecución del bien común requieren que la comunidad de las naciones se dé un orden que responda a sus actuales funciones, teniendo particularmente en cuenta a aquellas numerosas regiones que todavía hoy se hallan en un estado de intolerable miseria. Para conseguir estos fines, las instituciones internacionales, cada una por su parte, deben atender a las diversas necesidades de los hombres» (n.84).

También es éste el tema fundamental de la encíclica Sollicitudo rei socialis.

La esperanza cristiana definitiva sigue siendo la paz, la justicia interior, la presencia de Dios, el Espíritu Santo que mueve el corazón del hombre; sin embargo, la Iglesia nos ayuda a dar a todo eso un contenido histórico, a situarlo en un contexto de irradicación histórica y social que tenga en cuenta las miserias del mundo, las desigualdades, los peligros de guerra, los sufrimientos de los pobres...

Así pues, estamos invitados a llevar estas realidades hacia una unidad, siempre difícil, en la que hemos de comprometernos como servidores del gran designio de Dios.

 

Conclusión

La gracia que hemos de pedir para esta contemplación es poder fijar nuestras miradas en Cristo resucitado, de manera que no estemos divididos en nuestro corazón, como individuos y como Iglesia, entre el ideal escatológico absoluto y los ideales históricos; entre la oración, la vida interior, y las responsabilidades pastorales, el trabajo apostólico.

Sólo la contemplación de Jesús podrá hacernos comprender el punto final de la historia, el cumplimiento de todas las aspiraciones más hondas de nuestro ser y, consiguientemente, hacernos ver cómo todo ideal histórico recibe su propio orden y cómo toda vocación se inserta dentro del maravilloso proyecto cósmico de salvación.