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«Señor Dios y Padre nuestro, te pedimos el conocimiento de la cruz de tu Hijo.

Concédenos contemplarlo como lo contempló Juan, el testigo fiel; como lo contemplaron los primeros cristianos y Esteban en el último momento de su vida. Concédenos, Padre, contemplar la gloria que diste a tu Hijo y que resplandece en la cruz. Haznos partícipes de la contemplación de los Santos Padres de la Iglesia, de los santos y de los místicos de todos los tiempos, de aquellos que dieron su vida por la fe y que perdonaron a los que les hacían daño. Te lo pedimos por Jesús, que perdonó a sus enemigos, por este Jesús que es el Mesías, el Cristo Señor nuestro, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén».

 

La meditación anterior nos introdujo en la contemplación de la pasión y de la cruz, que hemos de hacer solos delante del Crucifijo y del santísimo Sacramento leyendo lentamente algún pasaje bíblico.

Me gustaría simplemente ayudaros en vuestra contemplación evocando un trozo de la Carta a los Hebreos que ya hemos considerado. En efecto, todas nuestras reflexiones han sido un intento de explicitar la cristología que contiene esta carta, para llegar —en el espíritu de los Ejercicios de san Ignacio— al verdadero conocimiento de la voluntad de Dios que resplandece en Jesucristo, rey universal.

Me gustaría reexaminar con atención los dos primeros versículos del capítulo 12: «Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios».

El conjunto del texto (cf. también vv.3-4) es una exhortación, un mensaje a una comunidad que corre el peligro de replegarse sobre sí misma, de entristecerse; una comunidad que quizá no había visto realizarse las esperanzas de los primeros tiempos y se preguntaba entonces si iba por el camino justo. El autor la invita a perseverar en su carrera, a resistir, a no venirse abajo.

En su tenor lingüístico, toda la Carta pone en el centro el nombre de Jesús: toda realidad converge hacia él y deriva de él. Ya al comienzo se nos dice que Jesús es «resplandor de la gloria de Dios e impronta de su esencia» (1,3).

Sin embargo, es el Jesús prometido en el Antiguo Testamento a David el que lleva a su perfección las virtudes, las actividades, las pruebas vividas por el rey humano, amado y elegido por Dios, del mismo modo que lleva a su perfección todo el Antiguo Testamento.

Nos detendremos, a modo de introducción, en Jesús. Luego comentaremos las palabras clave de los dos primeros versículos del capítulo 12 —nube de testigos, lastre, prueba, fijos los ojos, consumación y cruz, sentado a la diestra de Dios— para comprender mejor la verdad de Jesús.

Finalmente, nos preguntaremos cuál es el mensaje de todo esto hoy para nosotros.

 

Introducción

Para la Carta a los Hebreos, Jesús es claramente el Hijo por medio del cual nos ha hablado Dios en los últimos tiempos, el Hijo heredero de todas las cosas y que sostiene el universo con el poder de su palabra (cf.1.1-14).

Este Hijo es destinatario de las profecías que nos conducen a él como a uno que es hombre, pero superior a todos los demás hombres.

Las profecías citadas por la Carta están todas en la línea davídica: «,A qué ángel dijo alguna vez: "Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy", y también: "Yo seré para él Padre, y él será para mí Hijo"» (1,5). Este paso representa la línea profética que se relaciona con el Salmo 110, atribuido por Jesús mismo a David cuando dice: «,Cómo David, movido por el Espíritu, le llama Señor cuando dice: "Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies"» (Mt 22,43).

El segundo paso recoge exactamente 2 Sam 7,14: «Yo seré para él padre y él será para mí Hijo».

Encontramos otra referencia a la línea mesiánica, real, davídica, en el v.8: «Tu trono, oh Dios, por los siglos de los siglos ...el cetro de su realeza, cetro de equidad», palabras que recuerdan el Salmo 45.

De nuevo en el v.13: «¿Y a qué ángel dijo alguna vez: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies?». Vuelve la cita del Salmo 110, que se citará también en el discurso de Pedro para demostrar que David es figura y promesa de Jesús (cf. Hch 2,34-35).

En este sentido podemos comprender al Jesús del que hablan los primeros versículos del capítulo 12: es el cumplimiento de la esperanza davídica, mesiánica, profética del Antiguo Testamento.

 

La nube de testigos

Podemos reflexionar ahora sobre las palabras de los versículos, de las que la primera es la nube de testigos. ¿Qué significa esto? Ya lo hemos señalado, pero ahora queremos compenderlo de forma más completa. Es la serie de testigos del capítulo 11, que representan el camino de la fe veterotestamentaria. Jesús es el príncipe, el restaurador, el perfeccionador de esa fe.

Desde el principio, la Biblia nos presenta el camino de la vida y al hombre, que entra casi enseguida en el camino de la muerte. El de la vida, o sea, la voluntad de Dios, es que el hombre viva, y por eso, después de que ha caído, Dios lo salva poniéndolo de nuevo en el camino justo a través de la fe.

El camino de la fe es todo el Antiguo Testamento: el hombre que no se ha salvado en el simple camino de la vida entra en el camino de la fe.

Es, por consiguiente, una especie de confianza en Dios, de abandono en sus manos, en su palabra, en su proyecto de salvación.

Los dos caminos —el de la fe y el de la muerte—son la clave de toda la Escritura, y lo son también de los Ejercicios Espirituales.

El camino de la fe comienza con Abel, el primer justo. Luego, el autor de la Carta a los Hebreos describe a todos los demás patriarcas que caminaron por el camino de la salvación según el nuevo designio de Dios. Este designio no contenía aún la perfección, ya que la fe tenía que cumplirse en Jesús.

El capítulo 11 es un resumen muy hermoso que ve la Biblia como una unidad, como camino de educación en la fe que Dios hace recorrer a su pueblo. Desgraciadamente, sólo se habla de pasada sobre David, junto con Gedeón, Barac, Sansón, Jefté y Samuel. Sin embargo, en la descripción global encontramos muchos rasgos de su historia: conquistó reinos, ejerció la justicia, mostró valor en la guerra, rechazó la invasión de los enemigos (cf.11,33).

El capítulo termina afirmando que todos esos grandes modelos de fe no consiguieron la promesa, porque Dios tenía en su mente algo mejor, de forma que ellos no llegasen a la perfección sin nosotros (v.39).

Por tanto, es justo admirar la fe, las virtudes y los sufrimientos de los antiguos, pero eso no es todo.

Ahora también nosotros hemos entrado en ese pueblo de la fe que camina por el mundo, en ese universo de hombres y mujeres espiritualmente riquísimos; hemos entrado en el gran proyecto de Dios.

Nos acompaña una nube de testigos que sufren y rezan por nosotros; es el gran movimiento del pueblo del Dios vivo, que va hacia la victoria definitiva, hacia la vida eterna, la era escatológica.

 

Sacudir el lastre y correr la prueba

¿Y qué hemos de hacer, los que hemos entrado en la nube de testigos, en el momento en que el camino toma forma definitiva y se cumple en la fe perfecta de Jesús? El autor de la carta nos exhorta:

— En primer lugar, hemos de sacudir todo lastre de pecado (cf.12,1), de ese pecado que nos asedia.

Es el programa de los Ejercicios Espirituales concebidos como episodio de la historia de la salvación, como parte de la Biblia, como opción del camino de Dios para el hombre.

La fe nos vuelve a poner en el camino de la vida, pero para entrar en él hay que deshacerse de todo afecto desordenado, dejar todo cuanto hay de desorden en nuestra vida (es la primera semana de los Ejercicios).

Para los exegetas está claro el significado del término lastre: para caminar es necesario estar libres, no verse impedidos por la mundanidad y por la vanidad.

Menos fácil resulta comprender el término pecado, porque en griego es euperístaton amartían; literalmente: el pecado que está cerca de nosotros de modo positivo. Obviamente, esta dificultad constituye el gozo de la crítica literaria; entre otras, una interesante conjetura es leer, en lugar de euperístaton, la palabra euperíspaston, como se ve en el papiro 46 del siglo III. En lugar de amartían habría que leer apartían. La traducción en ese caso sería: carga que podría ser útil.

Es otra manera de señalar que, al tener que correr, hay que liberarse de todo. En efecto, a continuación se dice: «y correr con perseverancia la prueba» (v.]). Por tanto, no se trata de superar la prueba, sino de correrla. La carrera es signo del fervor. Como veis, el versículo no es fácil de interpretar. Seguramente el autor insiste en la necesidad de emprender un camino de perfección.

— «Correr con perseverancia la prueba que se nos propone» es el trabajo de la segunda semana de los Ejercicios, que hemos intentado realizar: contemplar las virtudes de Jesús, su modo de comportarse, la pobreza que vivió.

 

Fijos los ojos - consumación de la fe - cruz

Estamos en el pasaje decisivo:

«Fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz» (v.2).

Es un pasaje muy rico en significados:

«Fijos los ojos» es una expresión que nos recuerda enseguida la profecía citada por Juan: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37).

El testigo fiel, el discípulo amado por encima de todos los demás, fijando su mirada en el Crucificado, intuyó el sentido de toda la vida y de todas las palabras de Jesús.

La contemplación de la pasión nos muestra el cumplimiento del Antiguo Testamento: todas las pruebas vividas por David y por los demás santos del Antiguo Testamento encuentran su culminación en la cruz de Jesús. Por consiguiente, la cruz es la consumación de la historia de la humanidad, de la historia de las culturas y de las civilizaciones; la cruz es la clave de la historia.

«El que inicia la fe» o, según otras versiones, «la cabeza de nuestra fe». La fe de los patriarcas tenía un guía; la mayor parte de ellos no lo vio; pero Moisés lo vislumbraba, miraba hacia él, regulaba sus acciones contemplando misteriosamente a Cristo. «Por la fe, Moisés, ya adulto, rehusó ser llamado hijo de una hija del Faraón, prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios a disfrutar el efímero gozo del pecado, estimando como riqueza mayor que los tesoros de Egipto el oprobio de Cristo» (Hch 11,24-26).

El concepto de que Jesús consuma la fe podría ampliarse, ya que es fundamental en toda la Carta. La reflexión comienza donde se dice: «Convenía en verdad que Aquel por quien es todo y para quien es todo llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando, mediante el sufrimiento, al que iba a guiarlos a la salvación» (2,10).

El guía de la salvación se hace perfecto por la cruz, y de este modo conduce a todos a la perfección y ofrece la verdadera clave del discernimiento a la humanidad, a la historia, a la civilización, a las culturas.

Así pues, la perfección o consumación de Cristo es la opción de la cruz, en vez de la gloria que se le proponía.

El tercer grado de humildad propuesto por san Ignacio consiste en escoger el camino de la cruz para ser como Jesús y estar con Jesús (cf. n.167 de los Ejercicios).

 

Sentado a la derecha de Dios, el Crucificado resucitado

El v.2 del capítulo 12 termina afirmando que ese Jesús, despreciado con la infamia de la cruz, está sentado a la derecha de Dios.

Nunca hay que separar la cruz y la gloria; el mismo evangelista Juan contempla al Crucificado rodeado de gloria y dando el Espíritu.

Me gustaría recordar un pasaje de los Hechos de los Apóstoles que puede servir de comentario a Heb 12,2.

Esteban ha pronunciado su discurso en el Sanedrín, provocando la ira de todos: «Al oir esto, sus corazones se consumían de rabia y rechinaban sus dientes contra él» (Hch 7,54).

Se encuntra ahora ante una opción. Para que no lo lapidasen podía renegar de Jesús, como había hecho Pedro. Pero, «lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios, y dijo: "Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios"» (Hch 7,55-56).

Cada una de las palabras tiene su sentido:

Ve a Jesús en la gloria de Dios, pero como Hijo del hombre, como el Crucificado resucitado, como cabeza de la Iglesia, que no ha entregado aún el reino a su Padre, porque espera a que la innumerable serie de hombres y de mujeres de todos los tiempos venga a él.

Por eso está en pie, no sentado.

La contemplación del Crucificado resucitado aclara a Esteban el sentido de su vida, y ya no tiene ninguna duda sobre la opción: quiere llegar a la consumación de la fe.

La gente, después de oir sus palabras, prorrumpió en gritos, se echó sobre él, lo arrastró fuera de la ciudad y se puso a apedrearlo (cf.7,57-58).

Es la primera expresión de la perfección de la fe. Jesús terminó su vida entregándola, con plena confianza, en manos del Padre. Fue él el que condujo a Esteban a la cima del amor, al don de sí, a la perfección de la fe.

Por «fe de Jesús» entendemos, obviamente, el abandono completo en las manos de Dios, y en este sentido es el guía de los demás. El la posee de modo perfecto y nos hace partícipes de ella.

Esteban llega incluso a repetir sus mismas palabras: «Padre, recibe mi espíritu».

— «Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado!"» (7,60).

Es la otra expresión de la fe que ha llegado a su perfección: el perdón, el don perfecto. Desconocido para David y para todo el Antiguo Testamento, el perdón fue inaugurado por Jesús.

La cruz es la perfección de la historia humana, porque revela el éxito de todo el camino de trascendencia del hombre —la fe— y el punto de llegada de todo el camino de trascendencia horizontal del hombre —el perdón.

Partiendo de la realeza davídica y de la interpretación profética, Jesús lo perfecciona todo. Su amor a Dios hasta el don de sí mismo y su amor a los demás hasta el perdón se convierten en la clave definitiva de la historia.

El llevó realmente «el derecho a las naciones» (cf. Is 42,1), porque el derecho es la cruz comprendida como perfección de la fe y de la caridad.

 

El mensaje para nosotros

El camino de la fe es difícil y nos cuesta recorrerlo.

Sin embargo, es importante conocerlo para que no caigamos en el error, especialmente hoy, de confundirlo con el camino de una civilización cualquiera.

El camino de la fe es totalmente original y es la piedra de toque para toda cultura, que tiene entonces que releerse a su luz.

Pero es muy difícil predicar y presentar esta fe que culmina en la cruz.

La cruz no puede ser presentada con orgullo, y mucho menos con la presunción de imponerla. No se impone la caridad hasta el don de sí, hasta el perdón, hasta el don perfecto, hasta la gratuidad absoluta.

Debemos presentarla como la presentó Jesús, como la presentó David, que la atestiguó, de reflejo, en las numerosas pruebas que fueron tejiendo su vida: con humildad, con dulzura, con el ejemplo.

La caridad se enseña amando, el perdón se enseña perdonando. Y en la historia no hay nada tan alto como esta perfección.

Tenemos que contemplarla como una cima a la cual sólo puede hacernos llegar el Espíritu de Jesús; así pues, hemos de orar mucho y enfrentarnos continuamente con la realidad de la cruz.

Os sugiero entonces dos preguntas:

  1. ¿Sabemos perdonar de corazón? La capacidad de perdonar a alguien no está escrita en nuestra historia de hombres, sino en la historia de Jesús.

    «Señor Jesús, ponnos cada día en el camino de la fe, en tu camino de la cruz. Creemos en ti, en tu sangre de Crucificado, y queremos dejarnos invadir por el amor a ti; queremos contemplarte en tu belleza resplandeciente. Concédenos tu Espíritu Santo para que nos enseñe esta caridad».
     

  2. ¿Sabemos aceptar el perdón de los demás? Quizá sea más difícil que pedir perdón. Jesús nos pide que aprendamos a recibir de otro la gratuidad absoluta del perdón, para llevarnos a la perfección a través del camino de la fe.