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David y la cristología

 

«Te adoramos y te glorificamos, Padre omnipotente, rico en gracia y en misericordia.

Te pedimos que nos hagas conocer y comprender a tu Hijo Jesús como el Mesías, hijo de David, heredero de su trono, Rey de reyes, Señor de los señores, de forma que podamos amarlo y adorarlo como Dios y seguirle como Salvador de la humanidad.

Concédenos fijar los ojos en él, contemplarlo, para poder comprenderte a ti, Padre santísimo y justísimo, y el amor con que amas al mundo desde el principio, un amor que se dirige a todos los hombres de la tierra y que incluye también nuestra misión.

Te lo pedimos, Padre, por tu Hijo Jesucristo nuestro Señor, en la unidad del Espíritu Santo. Amén».

 

Esta meditación constituye un giro en el camino de los Ejercicios.

Hemos partido del principio y fundamento de la historia de David (que es el mismo que el de la historia de la salvación y de nuestra historia personal), comparándolo con el Principio y fundamento de los Ejercicios de san Ignacio.

Entramos luego en la primera semana, reflexionando sobre el pecado y el arrepentimiento de David, en el libro de Samuel y en el Salmo 51, para comprender el desorden que hay en cada uno de nosotros.

Vamos a comenzar ahora la contemplación de Jesús, que abre la segunda semana y que comienza con una meditación importantísima de Cristo, rey universal.

Esta meditación, en el libro de san Ignacio, sirve de introducción a todas las meditaciones evangélicas y se sirve de la llamada de un rey temporal para comprender mejor la vida del Rey eternal.

Se trata de una invitación a conocer a Jesús no sólo como amigo y maestro, sino como aquel a quien Dios ha confiado el poder sobre el mundo y nos pide que participemos en su misión, en su vida y en sus sufrimientos, a fin de llegar a reinar en él.

Es interesante advertir que san Ignacio habla siempre de «Cristo» o de «Cristo nuestro Señor», no de «Jesús» (cf. segunda semana, nn.9lss).

Como rey temporal tomaremos a David, y por eso debemos contemplar el contenido cristológico de su figura, su mesianidad, para conocer mejor a Jesús Mesías.

Procederemos en cuatro etapas:

2 Samuel 7 y Salmo 89

1. El pasaje de Samuel es el corazón de toda la historia de David, la raíz de todos los relatos que hablan de él. Si 1 Sam 16-17 constituye la meditación primordial —Dios ama a David—, este capítulo representa la meditación central —Dios le hace una casa a David— y explica por qué la Escritura menciona continuamente a David.

El capítulo se puede dividir claramente en tres partes:

— La primera (vv.1-3) es muy breve y expone el propósito de David de construir un templo. El profeta da su aprobación y hasta le anima a ello: «Anda, haz todo lo que te dicta el corazón, porque Yahvé está contigo».

— La segunda parte (vv.4-17) nos reserva una sorpresa. En efecto, el Señor se dirige a Natán diciéndole: «No he habitado una casa hasta ahora...»

Hay en estas palabras una cierta crítica del templo como lugar del Absoluto, y la línea mesiánica del texto es, de hecho, temporal y no espacial.

Luego, el Señor reafirma el principio y fundamento, su amor eterno a David y también a Israel:

«Yo te he tomado del pastizal de detrás del rebaño, para que seas caudillo de mi pueblo Israel. He estado contigo en todas tus empresas, he eliminado de delante de ti a todos tus enemigos y voy a hacerte un nombre grande como el nombre de los grandes de la tierra; fijaré un lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré allí para que more en él; no será ya perturbado y los malhechores no seguirán oprimiéndole como antes, en el tiempo en que instituí jueces en mi pueblo Israel; le daré paz con todos sus enemigos. Yahvé te anuncia que Yahvé te edificará una casa» (vv.8-11).

La revelación propiamente dicha está en el v.11: «Yahvé te edificará una casa». Es un oráculo solemne que domina casi la mitad del Antiguo Testamento y que es recogido por Isaías, Jeremías, Amós, Zacarías, los Salmos...

No se trata, naturalmente, de una casa en el sentido de lugar donde habitar, sino en el sentido de descendencia «Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza» (v.12).

En tiempo de los Jueces, el régimen era carismático. David es el primero a quien se le asegura que habrá de tener una descendencia.

El v.14 es muy misterioso. Sabemos que el capítulo 7 no es antiguo y que representa la clave interpretativa de toda la historia de David. Probablemente, el v.14 forma parte de un añadido y no se refiere al sucesor del rey: «Yo seré para él padre y él será para mí hijo».

La Biblia de Jerusalén observa que se trata de un fórmula de adopción, como en Sal 2,7; 110,3; pero es también la primera expresión del mesianismo real: cada uno de los reyes de la dinastía davídica será una imagen (imperfecta, como dicen el final del versículo y el Salmo 89,31-34) del rey ideal del futuro.

Y prosigue: «Si hace el mal, lo castigaré con vara de hombres y con golpes de hombres, pero no apartaré de él mi amor, como lo aparté de Saúl a quien quité de delante de mí. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme eternamente» (vv.14b-16). Recordemos que estas palabras están recogidas en el anuncio del ángel a la Virgen María.

— La tercera parte del capítulo es la respuesta de David (vv.18-29), una larga y bellísima oración llena de ternura y de gozo, y también de retrocesos y repeticiones, propia de quien advierte que ha sido colmado de todas las atenciones divinas. Es de subrayar también el agudo sentido del parentesco carnal que manifiesta David; la seguridad de que su descendencia subsistirá es una ventana abierta a la eternidad y, por tanto, una palabra maravillosa.

«,Quién soy yo, Señor mío, Yahvé, y qué mi casa, que me has traído hasta aquí? Y aun esto es poco a tus ojos, Señor mío, Yahvé, que hablas también a la casa de tu siervo para el futuro lejano... Señor Yahvé. ¿Qué más podrá David añadir a estas palabras ahora que me tienes conocido, Señor Yahvé?» (vv.18-20).

David se dirige siempre al Señor Yahvé y canta sus alabanzas y celebra su grandeza con espíritu de humildad, de compunción, de confianza: «Por eso eres grande, mi Señor Yahvé; nadie como tú, no hay Dios fuera de ti, como oyeron nuestros oídos...» (vv.22ss).

En el v.25 comienza la oración de confirmación. San Ignacio, en los Ejercicios, recomienda que, después de haber hecho la elección, se vaya a orar con mucha diligencia al Señor para que tenga a bien recibirla y confirmarla (cf. Segunda semana, n. 183).

«Y ahora, Yahvé Dios, mantén firme eternamente la palabra que has dirigido a tu siervo y a tu casa y haz según tu palabra... Tú eres Dios, tus palabras son verdad y has prometido a tu siervo esta dicha» (vv.25.28). Cuando Jesús, en su oración al Padre, dice: «Tu palabra es verdad» (Jn 17,17), podemos pensar no sólo en la verdad teórica, sino en sus promesas: tu palabra es estable, tú mantienes todo lo que prometes.

2. El Salmo 89 es el otro texto cristológico, escrito más de quinientos años después de la promesa davídica. Recoge todo el capítulo de Samuel; la promesa sigue estando perfectamente viva, a pesar del momento de oscuridad que está viviendo el pueblo de Israel. Ya no hay rey, ni templo, ni sacerdote; todo ha desaparecido, y el salmista vuelve a pensar en la situación presente a la luz de la palabra de Dios a David. Se trata, por tanto, de un gran acto de fe: «No sabemos cómo, pero ciertamente tus promesas se cumplirán».

El título es: Poema. De Etán el aborigen. Comienza con un preludio: «El amor a Yahvé por siempre cantaré, de edad en edad tu lealtad anunciará mi boca» (v.2).

Se recuerda luego la promesa: «Una alianza pacté con mi elegido,/ un juramento hice a mi siervo David:/ Para siempre jamás he fundado tu estirpe,/ de edad en edad he erigido tu trono» (vv.4-5).

Sigue un largo himno al Dios creador (vv.16-19). Los exegetas creen que está fuera de lugar, pero yo creo que está puesto ahí precisamente para subrayar la certeza de que aquel Dios que ha prometido a David es el mismo que creó los cielos, y por eso no puede desmentirse.

En el v.20 se repite, ampliándolo, el oráculo mesiánico. Tú, que creaste el cielo y que tienes en tu mano todo el universo, tú, oh Dios, «antaño hablaste en visión a tus amigos, y dijiste:/ He impuesto a un valiente la diadema,/ he exaltado a un elegido de mi pueblo./ He encontrado a David mi servidor,/ con mi óleo santo lo he ungido;/ mi mano será firme para él,/ también mi brazo le hará fuerte.../ El me invocará: ¡Tú, mi padre,/ mi Dios y roca de mi salvación!.../ Le guardaré mi amor por siempre.../ Su estirpe durará por siempre,/ y su trono como el sol ante mí,/ por siempre se mantendrá como la luna,/ testigo fiel en el cielo» (cf. vv.20-38).

Y en este punto surge la pregunta: ¿por qué no vemos realizadas todas estas promesas?; ¿a qué se debe la presente humillación? «Mas, con todo, has rechazado y despreciado,/ contra tu ungido te has enfurecido;/ has desechado la alianza con tu siervo,/ has profanado por tierra su diadema./ Has hecho brecha en todos sus vasallos,/ sus plazas fuertes en ruina has convertido;/ le han saqueado todos los transeúntes,/ se ha hecho el baldón de todos sus vecinos» (vv. 39-42).

La prueba que vive el pueblo se describe con palabras dramáticas, y es interesante señalar que la fe bíblica no tiene reparo en acusar a Dios. A nosotros puede sorprendemos esta forma de reprochar al Señor, porque quizá no tenemos una fe tan grande, una fe que es abandono total en Dios y que puede llegar a acusarlo. Es típica de la tradición israelita.

La pregunta se queda sin respuesta: «¿Hasta cuándo, Yahvé, te esconderás?;/ ¿arderá tu furor por siempre como fuego?/ Recuerda, Señor, qué es la existencia,/ para bien poco creaste a los hijos de Adán.../ ¿Dónde están tus primeros amores, oh Señor,/ que juraste a David por tu fidelidad?/ Acuérdate, Señor, del ultraje de tu siervo:/ llevo en mi seno todos los insultos de los pueblos;/ así ultrajan tus enemigos, oh Yahvé,/ así ultrajan las huellas de tu ungido/» (vv.47-52).

El Salmo termina, de suyo, con esta mirada oscura sobre la historia, pero como conclusión viene una última palabra: «¡Bendito sea Yahvé por siempre!/ ¡Amén! ¡Amén!». En realidad, en la colección hebrea es éste al final del tercer libro del salterio, pero es hermoso encontrar esta exclamación precisamente aquí, ya que indica muy bien el espíritu hebrero: Aunque todo vaya mal, ¡bendito sea Dios eternamente!

Hemos podido comprender así cómo la promesa davídica está viva en la conciencia más profunda del pueblo de Israel.

 

La mesianidad de David en el Nuevo Testamento

Nos preguntamos: ¿sobrevive esta promesa en el Nuevo Testamento? Ya no existe el trono de David, ha desaparecido el reino de Israel, el pueblo vive en condiciones humillantes...

Ya dije al principio que en el Nuevo Testamento se cita al menos 59 veces a David.

Ahora propondré brevemente una serie de textos que se refieren expresamente a la promesa davídica.

— En primer lugar, Lc 1,32-33. El ángel Gabriel le dice a María, hablando del hijo que va a concebir: «El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin». Es una palabra formidable para la historia de Israel: Jesús realiza la promesa. Y la referencia del ángel es exactamente el Salmo 89.

— Lc 1,68-69. Zacarías recoge puntualmente este tema, aun sin saber nada del anuncio a María; en sus pequeños acontecimientos familiares descubre una señal de que Dios mantiene las antiguas promesas: «Bendito el Señor Dios de Israel/ porque ha visitado y redimido a su pueblo,/ y nos ha suscitado una fuerza salvadora / en la casa de David, su siervo,/ como había prometido desde tiempos antiguos,/ por boca de sus santos profetas».

Dios había dicho: «Te haré una casa», y ahora, en esa casa ha germinado la salvación.

Esto es lo que sienten los fieles como Zacarías y María.

— Mc 10,47-48. Sin embargo, el evangelio atestigua que también la gente pobre y sencilla cree en el mito de David y que está dispuesta a poner sus esperanzas en la persona que parece más indicada para sostenerlas.

Cuenta Marcos que, yendo Jesús a Jerusalén, llegó a Jericó y se encontró con Bartimeo, un mendigo ciego que estaba sentado al borde del camino. Cuando el ciego oyó que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!».

— Mc 12,35-36. El mismo Jesús confirma su relación con David para superarla, no para negarla: «Jesús, tomando la palabra, decía mientras enseñaba en el Templo: "¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? David mismo dijo, movido por el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies. El mismo David le llama Señor; ¿cómo, entonces, puede ser hijo suyo?"». La gente estaba muy contenta de que se les recordase todo el mesianismo davídico y que, además, se les recordase con una nueva dimensión, no pensada anteriormente: podía ser hijo, pero mayor que David. Esto demuestra que en la época neotestamentaria existía, no sólo entre los judíos, sino también entre los cristianos —el NT es una catequesis cristiana—, el sentido de la mesianidad y de la «davidicidad» mesiánica de Jesús.

— Mc 11,9-10: «Los que iban delante y los que le seguían gritaban: "¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!"».

El reino que viene de nuestro padre David se manifiesta en Jesús, que aparece con las características de aquella esperanza que nunca había decrecido.

— Finalmente, recogeré un texto de la predicación primitiva para hacer ver cómo prosigue esta interpretación.

Hch 13,22-23.32-34: Pablo habla en Antioquía y recuerda las grandes hazañas de David en favor de su pueblo. Recuerda el tiempo de los Jueces, al profeta Samuel, al rey Saúl, y dice: «Depuso a éste y suscitó por rey a David, de quien precisamente dio este testimonio: "He encontrado a David, hijo de Jesé, un hombre según mi corazón, que realizará todo lo que yo quiera. De la descendencia de éste, Dios, según la Promesa, ha suscitado para Israel un Salvador, Jesús"... Nosotros os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús... Y que le resucitó de entre los muertos para nunca más volver a la corrupción, lo tiene declarado: Os daré las cosas santas de David, las verdaderas».

Este último versículo no es nada claro, pero parece significar que las cosas prometidas a David son santas y que no pueden fallar. No acababan de comprender —explica Pablo— cómo se habían realizado; ahora sabemos que se han realizado en la resurrección de Cristo.

 

¿Qué interés sentimos por la figura de David?

Podemos preguntarnos por el interés y hasta por el amor que sentimos por la figura de David.

Tengo la impresión de que nos interesa muy poco. Creemos que era importante para los judíos, que se alegraban justamente por la promesa. Pero desde el momento en que nosotros creemos en Jesús, Hijo de Dios, el pasado ya no tiene importancia. Hemos leído su historia, la hemos encontrado muy hermosa, y nada más; se nos escapa el concepto de Mesías, y Cristo no es para nosotros más que otro nombre de Jesús. Así llega a faltarnos la amplitud histórica de la economía de salvación que nos permita comprender que Jesús es Hijo de Dios mesiánico, cabeza de la humanidad nueva. Pero es inútil proclamar que es Hijo de Dios si no se admite su presencia y su misión en la historia.

Por otra parte, creo que el mesianismo está dentro de nosotros más de lo que pensamos. Estamos quizá impregnados de muchos mesianismos que nos impiden captar el sentido del auténtico mesianismo. Son los mesianismos ideológicos del progreso, del desarrollo, de la justicia, de la libertad, de la democracia, considerados como potencias liberadoras.

Sobre todo, no podemos renunciar a una visión del camino humano hacia una meta elevada y definitiva: una visión del camino humano no casual, no pesimista, no agonística, sino llena de esperanza en un futuro mejor y, si es posible, definitivo. Esta es la forma del mesianismo histórico.

Sin embargo, hemos separado a Jesús de los diversos mesianismos. Consideramos a Jesús como Dios, y las realidades por las que luchamos —desde la justicia hasta el humanitarismo— como realidades que sólo afectan a los hombres.

O bien, por el contrario, hemos humanizado a Jesús confundiéndolo con un Mesías libertador de los pobres, libertador político.

David es importante porque nos invita continuamente a poner en su debido lugar nuestra cristología, que en la práctica es siempre un poco «cojitranca».

Y quizá David nos interese poco porque nos interesa poco Jesucristo; ahora bien, ser hijos de Abrahán significa participar de la esperanza de Abrahán y de David, que es Jesús, cabeza de un pueblo, de una humanidad histórica, de un pueblo nuevo. No amamos a David, porque no amamos a Jesús en toda la plenitud de su realidad.

El mesianismo davídico es histórico personal; es decir, el Mesías se encuentra en una descendencia y en una persona. Jesús resume en sí todos los diversos mesianismos, llevándolos a la dimensión divina: Dios se comunica al hombre de tal modo que suscita al hombre perfecto, Jesús Hijo de Dios, cabeza de la humanidad, esperanza y centro de toda la historia, síntesis de todas las aspiraciones humanas auténticas. Para comprender cuáles son las aspiraciones humanas auténticas, debemos partir, sin embargo, de lo que representa Jesús, Hijo de Dios, con su vida. .

Entonces nuestra cristología dejará de ser ideológica, o racional, o humanista, como sucede muchas veces, para ser una cristología bíblica.

 

Cómo contemplar a Jesús

El autor de la Carta a los Hebreos nos ayuda a comprender a Jesús como Mesías y qué es lo que significa para su pueblo y para la humanidad.

Después de recordar a los grandes padres en la fe, desde Abrahán hasta Moisés, desde los Jueces hasta David, escribe: «Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan grande nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios» (Heb 12,1-2).

Es un espléndido resumen cristológico. Os invito a meditarlo con calma teniendo presente el contexto del anterior capítulo 11.

El autor habla de una nube de testigos para advertimos que no estamos solos en la carrera: está con nosotros todo un pueblo que nos ayuda, haciendo de gran testigo delante de Cristo.

Es Jesús quien da comienzo realmente a la andadura del pueblo de la fe, que arranca de Abrahán, y lo lleva a su culminación en su cruz y en su resurrección.

Es hacia Jesús, por consiguiente, hacia quien se encamina todo el itinerario de la fe, cuyos primeros testigos son los «antiguos».

Así pues, ¿qué es lo que hace Jesús como perfeccionador de la fe del Antiguo Testamento?

— Nos libera del pecado de David, de nuestra humanidad depravada; nos libera del pecado social, de la injusticia, de la esclavitud, etc.

— Lleva a su perfección las virtudes de David, testigo intrépido de la fe.

— Enseña a su pueblo a aceptar las pruebas de David y a superarlas como las superó él.

— Alcanza y realiza la esperanza vislumbrada por David: la paz, el Reino junto a Dios.

Podemos prever, pues, el programa de las próximas meditaciones, que quieren ser una explicitación de la cristología resumida en los versículos citados de la Carta a los Hebreos.

Ya hemos visto cómo somos liberados del desorden, del pecado de David, siempre presente en nosotros.

En adelante intentaremos contemplar, con la ayuda de David, la realidad de Jesús hijo de David, rey universal, salvador de la humanidad.

Entretanto, os sugiero que repaséis los textos que hemos leído juntos y que os preguntéis: ¿Amo a Jesús como al Cristo?

«Ayúdanos, Señor, a comprender lo que tú eres para este pueblo que es el tuyo, y lo que eres y quieres ser para tu pueblo mesiánico, que es el mismo de las promesas y que te fue dado en la cruz y en la resurrección.

María, hija de David, hija de Sión, haz que podamos entrar en esta perspectiva para integrar en nuestra fe toda la historia de salvación contenida en la Biblia. Concédenos comprender que el Antiguo Testamento no es un libro facultativo y preliminar, sino que forma parte de nuestra educación en la contemplación de la plenitud revelada en Jesús, el Cristo, Señor, Hijo de Dios».