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La confesión de David

 

«¡Oh Dios, Padre nuestro! Tú que comprendiste el corazón de David, haz que comprendamos este corazón de hombre para comprender nuestro corazón y el corazón de tu Hijo Jesús.

Virgen María, hija de Sión, tú que engendraste al salvador Jesús, concédenos comprender su corazón para poder comprender el nuestro y el de las personas que amamos, de las personas que nos han sido confiadas y, sobre todo, el corazón de los que sufren y de los que viven sin esperanza.

Concédenos el sentido del tiempo: del pasado, del presente y del futuro. Enséñanos el conocimiento del desorden de nuestra vida para que nos abramos a las dimensiones del tiempo de Dios, tiempo de la misericordia y del amor.

Te lo pedimos, Padre, por tu Hijo Jesús, en el Espíritu Santo, en unión con María, Amén».

 

La conclusión mesiánica de los pecados de David

Hoy vamos a meditar más concretamente en el salmo 51, todavía dentro del espíritu de la primera semana de los Ejercicios de San Ignacio. Pero antes me gustaría señalar que los dos pecados de David en que nos hemos detenido tienen una conclusión mesiánica; probablemente por ello es por lo que la Biblia sólo subraya estas dos acciones pecaminosas del rey.

Al leer la historia de David, tenemos que acostumbrarnos a captar la trama de los acontecimientos que, poco a poco, van formando un único proyecto que desemboca en la revelación de Jesús.

— El pecado del censo, como hemos dicho, concluye con el resplandor del templo: a través de la culpa, del castigo, del ángel, de Jerusalén, se llega a ver el primer altar, signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo, y el comienzo del templo que habría de prefigurar el templo definitivo: Jesús con nosotros, el Emmanuel.

— El adulterio con Betsabé y el asesinato de Urías conducen al nacimiento de Salomón, símbolo del príncipe de la paz.

Si leéis el comienzo del Nuevo Testamento, veréis que todo esto está muy claro en la conciencia del escritor sagrado: «Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán... David engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón» (cf. Mt 1,1 ss). Betsabé es citada como mujer de Urías precisamente para recordar los oscuros sucesos que llevaron al nacimiento de Salomón.

Y no sólo esto, sino que en el texto evangélico se menciona a otras tres mujeres (Tamar, Rajab y Rut) relacionadas con hechos significativos de la historia sagrada más o menos edificantes, como queriendo decir que Jesús resume en sí todo el pasado, el cual no es olvidado, consiguientemente.

Estamos llamados a conocer a este Jesús que es el Mesías de la humanidad.

Volviendo a David, os sugiero que penséis en todo el contexto de la historia de Betsabé y Urías, preguntándoos en la oración por qué los libros sagrados quisieron narrar esos sucesos, concediendo tanto espacio a la descripción de este pecado de David y tanta importancia a la sucesión (cf. 1 Re). Sólo así será posible comprender la figura de David en todo su significado y, consiguientemente, comprender la historia de la salvación; comprender que en el rostro de Cristo resplandecen la luz de Dios y la esperanza de los hombres.

Más adelante volveremos sobre ello.

 

El Salmo 51

El «Miserere» es para mí, y seguramente para todos vosotros, un salmo lleno de recuerdos: siempre que lo leo se suscitan en mí diversas emociones.

El año pastoral 1982-1983 lo propuse a los jóvenes de la diócesis de Milán para los encuentros de la Escuela de la Palabra, que luego se transcribieron y se publicaron en forma de libro; posteriormente me llegó de parte de un terrorista, detenido en la cárcel de la ciudad, una bellísima transcripción del Salmo. En efecto, el «Miserere» tiene una capacidad extraordinaria de penetrar en el corazón humano, y precisamente por ello no es fácil comentarlo en una sola meditación.

Sin embargo, de suyo es muy sencillo, y su núcleo lo constituyen las palabras que David dijo a Natán: «He pecado contra Yahvé» (2 Sam 12,13).

Una vez dicho esto, no es tan importante saber si el «Miserere» fue compuesto directamente por David o si se compuso más tarde, refiriéndose a su historia.

Seguramente revela una conexión profunda con la literatura profética, en particular con Isaías y con Ezequiel. Por ejemplo, el v.9, «Rocíame con hisopo y seré limpio, lávame y quedaré más blanco que la nieve», está en consonancia con la oración de arrepentimiento y de penitencia del profeta: «Venid, pues, y disputemos —dice Yahvé—: Así fueren vuestros pecados como la grana, cual nieve blanquearán» (Is 1,18).

Y también el v.12, «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro», recuerda a Ezequiel: «Yo les daré un corazón nuevo y pondré en ellos un espíritu nuevo» (Ez 11,119).

En la Biblia de Jerusalén podéis ver todas las otras referencias a los profetas.

Podríamos leer el Salmo como expresión de las emociones religiosas de un pueblo en su historia, pero nosotros lo referimos a cada hombre que reconoce su desorden ante Dios.

No es fácil analizarlo, porque está compuesto como una sinfonía del corazón, retomando temas ya expresados. Sin embargo, se pueden descubrir en él cuatro movimientos: el pasado, el presente, la llamada y el futuro. Veamos las palabras-clave de cada movimiento.

 

Los cuatro movimientos del Salmo

1. Primeramente el pasado, constituido por las palabras de David: «He pecado». Se repiten en el v.6: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí».

Los verbos están en pasado, y es interesante, sobre todo, advertir la estructura de la confesión del hombre que se da cuenta de haber caído en el desorden; evoca el pasado, pero muy brevemente.

2. En el presente se detiene algo más. Lo leemos, por ejemplo, en el v.5: «Pues mi delito yo lo reconozco; mi pecado está sin cesar ante mí».

Las palabras usadas en las diversas traducciones para señalar el desorden, la rebeldía, el pecado, no traducen adecuadamente, por desgracia, la lengua original. En el texto hebreo son cuatro las palabras que expresan aquello de lo que tiene conciencia David: peshet', 'awón, hattat y ra'áh. Significan desviación del camino recto, como si se avanzara en zigzag, tocando continuamente los extremos; una especie de extravío; o bien un corazón malo, malvado, rebelde, envidioso, ruin; falta de armonía en la vida, carencia de equilibrio, desvarío; lo contrario de lo que es bueno, el alejamiento del bien. Palabras distintas para indicar, todas ellas, la conciencia que tiene el hombre de no conseguir marchar siempre, como debería, por el camino recto; de no estar en armonía consigo mismo, con Dios, con la naturaleza y con los demás; de no ser benévolo, sino de dejarse llevar por malos pensamientos.

3. La llamada es el tema que aparece desde el principio y que se repite continuamente. Es una oración, una súplica, una invocación de purificación. Los verbos están en imperativo:

«Ten piedad de mí, oh Dios, según tu amor,
por tu inmensa ternura borra mi delito,
lávame a fondo de mi culpa
y de mi pecado purifícame...
Rocíame con hisopo...
Lávame...
Devuélveme la alegría de tu salvación...
Retira tu faz de mis pecados...
Crea en mí, oh Dios, un corazón puro,
un espíritu firme dentro de mí renueva».

Esta llamada está, ante todo, llena de fe. El Salmo no es sólo confesión de las propias culpas, sino que, a partir de la conciencia que se tiene de éstas, se convierte en confianza en Dios, expresada con todas las metáforas posibles:

«Devuélveme el son del gozo y la alegría,
exulten los huesos quebrantados».

En la expresión de este deseo, el hombre se apoya en la misericordia de Dios, y de este modo es reconstruido misteriosamente.

— La confianza es el tema que domina en la invocación, anunciado ya en el v.3: «Ten piedad de mí, oh Dios, según tu amor; por tu inmensa ternura borra mi delito».

El hebrero apela a la hesed de Dios, fuente primera de toda la historia de la salvación. Es la llamada que constituye el principio y fundamento: Dios ama al hombre.

Es impresionante que la confesión comience con este profundo sentido de confianza, con una alabanza de Dios, con la proclamación de su bondad; más tarde se expresará la vergüenza que se siente.

Se trata, por tanto, de un género de confesión que abre el corazón, que expresa esperanza.

Ni siquiera comienza con una justificación. Cuando pedimos perdón a otro, solemos empezar así: «No quería hacerte daño; no era ésa mi intención; siento mucho haberte herido...»

David comienza apelando a la bondad y a la ternura de «su» Dios, sin apoyarse en excusas ni en su propio arrpentimiento.

Es un cambio importante, porque el hombre siente siempre la tentación de justificarse delante de Dios o de proclamar que tiene el corazón destrozado, que lo siente mucho...

En el salmo se hablará de huesos quebrantados, pero después de haber proclamado la grandeza del amor divino.

Así pues, la confianza es un punto decisivo en el proceso de la confesión.

— Un segundo tema de la llamada es el deseo de purificación: «Lávame... purifícame... límpiame... retira tu faz de mis pecados... borra... líbrame de la sangre...»

Este deseo no nace de la fuerza del hombre, sino que lo suscita Dios.

No se dice: quiero estar atento, no quiero ya ser negligente; sino: lávame, purifícame, líbrame, porque sólo tú puedes hacerlo, sólo tu misericordia puede crearme de nuevo.

— Finalmente, en esta llamada encontramos el sentido de la novedad: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro» (v.12).

El verbo crear designa una acción divina, la gran acción divina de los comienzos, cuando «Dios creó el cielo y la tierra» (Gn 1,1 ss). Es muy importante la confianza en la novedad de vida en el Espíritu. Una de las experiencias más dolorosas que yo he tenido es la de haber constatado que nuestra sociedad está convencida de que, por ejemplo, no existe posibilidad de cambiar de vida para el que ha cometido faltas graves (pienso en los que están en la cárcel por robo, por tráfico de droga, por terrorismo, etc.). La gente no crece en un cambio verdadero del hombre, en una verdadera conversión, en la acción del Espíritu que puede transformar los corazones y las situaciones.

Es grave esta falta de esperanza en los hombres y, a veces, en nosotros mismos: «Siempre soy el mismo; no cambiaré nunca; no hay nada que hacer...» Es la tentación del Enemigo, que nos impulsa a la desesperación cínica, mientras que el «Miserere» nos hace respirar lo contrario: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, un espíritu firme dentro de mí renueva».

En el viejo latín se traducía así la segunda parte de este versículo: «Et spiritu principali confirma me». El «espíritu principal» se invoca sobre el obispo, en el momento de su ordenación, como el Espíritu que la Iglesia invoca sobre él.

La palabra hebrea no es fácil de traducir e indica un espíritu sólido, que sirva para una construcción bien estructurada.

«No me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, y en espíritu de nobleza afiánzame» (vv.13-14).

Se menciona tres veces el Espíritu, porque es el Espíritu el que crea la novedad del corazón; él es el don del Nuevo Testamento que hace nuevo el corazón del hombre.

Justamente, la Biblia de Jerusalén remite, para el v. 13 («tu santo espíritu«), a Rom 8,9. En realidad, todo el capítulo 8 de esta carta, que habla de la vida del cristiano según el Espíritu, puede meditarse en relación con el Salmo 51.

4. El cuarto tema del «Miserere» es el futuro, expresado a partir del v.15:

«Enseñaré a los rebeldes tus caminos
y los pecadores volverán a ti...
Aclamará mi lengua tu justicia...
Publicará mi boca tu alabanza».

Es la esperanza, propia del corazón nuevo, de que el futuro cambiará. Ya no estará, como el pasado, bajo el peso del pecado, del desorden, de la ambición, de la vanidad de la vida. Estará más bien en el sentido de la misión, del apostolado, de la predicación al mundo del cambio del corazón de los hombres: «Enseñaré a los rebeldes tus caminos». No sólo me levantaré yo, sino que ayudaré a los demás.

Estupenda la riqueza de este salmo, que nos encanta por la amplitud de los sentimientos que evoca y por la ternura, la sagacidad, la agudeza psicológica y la finura de sus palabras. En él se reflejan todos los movimientos malos y todos los movimientos buenos presentes en el corazón humano.

 

Conciencia del pecado y dimensiones del tiempo

Me gustaría concluir con una observación.

Los cuatro movimientos —pasado, presente, llamada, futuro— significan que la conciencia del pecado, ante la misericordia divina, revela a los hombres las dimensiones del tiempo.

Nuestro tiempo, replegado muchas veces sobre un presente aburrido, difícil, tenso, se ensancha en el momento en que tomamos conciencia de nuestro desorden, en la conciencia exhaustiva de lo real. El pasado no ha de ser olvidado nunca, porque en el presente se apela a la misericordia, y el pasado se convierte en certeza del futuro.

Por eso es desolador que los hombres tengan miedo a la confesión sacramental y no deseen reconocer ese camino, renunciando a la amplitud de espíritu que nace del proceso de purificación.

La confesión no es un suceso penoso, obligatorio, formal, sino que nos ayuda a apropiarnos de las dimensiones temporales de nuestra vida sin renegar de nada; nos ayuda a asumir los sentimientos tristes, que intentamos soslayar, expresándoselos a Dios. Yo diría que la confesión es un verdadero camino de liberación, absolutamente necesario.

Os sugiero, pues, que intentéis confesaros partiendo de la experiencia del salmista, poniendo en primer lugar la alabanza a Dios, la afirmación de su bondad y su ternura, las maravillas que ha realizado en vuestra vida.

Entonces el corazón se abre, reafirma el tiempo pasado y el presente, haciéndonos confesar lo que somos, diciendo a Dios los sentimientos de fondo —nerviosismo, inquietudes, amarguras, disgustos, enemistades— que nos abruman y que son la raíz de tantas faltas.

Entonces comienza la confesión de fe, la petición de ser liberados, purificados de lo que no queremos ser; de ser transformados: «Crea en mí, oh Dios, un corazón nuevo, concédeme la alegría de tu salvación; no me prives de tu santo espíritu, porque no es la grandeza de mi arrepentimiento, sino tu amor, lo que transforma mi vida». Es la plegaria que nos sume pacíficamente en la misericordia de Cristo, esa misericordia que desciende sobre nosotros en el sacramento de la penitencia.