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La inadvertencia de las circunstancias

 

Reflexionemos sobre el segundo pecado de David que subraya la Biblia, meditando el tema del Salmo 51, que lleva por título: «Del maestro de coro. Salmo. De David. Cuando el profeta Natán le visitó después que aquél se había unido a Betsabé».

«Ten piedad de mí, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame. Pues mi delito yo lo reconozco» (Sal 51,1-5).

«Concédeme, oh Dios, reconocer mi pecado como lo reconoció David. Haz que la Virgen María me obtenga, como sugiere San Ignacio en el tercer ejercicio de la primera semana (cf. n.63) tres gracias: tener un conocimiento interno, profundo, de mis pecados y detestarlos. Conocer el desorden que hay en mí para que vuelva a ordenarme; David dice que tú amas la verdad en lo más profundo del ser y que en el secreto me puedes enseñar la sabiduría (cf. Sal 51,8). Enséñame este orden. Y finalmente, como tercera gracia, dame el conocimiento del mundo para apartar de mí todo lo que es vano. Es decir, concédeme el conocimiento de las circunstancias de la vida, de esas pequeñas cosas que son causa de grandes errores. Haz que no minimice ni descuide las pequeñas faltas. Purifícame, Dios mío, con tu hisopo para que sea puro; lávame y hazme más blanco que la nieve. Devuélveme el sentido del gozo y de la fiesta, y que salten de alegría los huesos quebrantados (cf. Sal 51,9-10)».

El segundo pecado de David es en realidad el primero que nos narra la Escritura. Podemos leerlo en el segundo libro de Samuel, capítulo 11.

 

La estructura espiritual de David

Este pasaje (2 Sam 11,1-27) es una de las obras maestras de la literatura bíblica y hemos de tener presente, al meditarlo, el maravilloso análisis psicológico que en él se hace del corazón de David.

Os dejo la tarea de leerlo con calma. Me propongo tan sólo subrayar algunos detalles para reflexionar sobre la inadvertencia de las circunstancias.

Mi hipótesis de lectura intenta realmente responder a la pregunta: ¿cómo la inadvertencia de algunas pequeñas circunstancias llevó a David a ser todo lo contrario de lo que era?

Ya hemos dicho que era ciertamente un pecador, no un santo; sin embargo, tenía unos principios a los que nunca renunciaba, tenía una estructura espiritual muy determinada.

Es decir, era fiel, leal a sus amigos hasta la muerte, capaz de respetar los juramentos y las reglas de juego de la guerra.

1. Pensemos, por ejemplo, en los diversos pasajes que describen el profundo sentido de amistad que albergaba para con Jonatán, el hijo de su enemigo. Incluso después de la muerte de Jonatán, David pregunta: «¿Queda todavía algún hijo de Saúl? Quiero favorecerle por amor a Jonatán» (2 Sam 9,1). Esta lealtad, que estima más que cualquier otra cosa, constituye la grandeza de David ante su pueblo.

2. Es cruel, pero respeta las reglas de juego de la guerra. Recordemos las dos ocasiones en que pudo haber matado al rey Saúl y no lo hizo, por respeto hacia el ungido del Señor y porque sería deshonroso matar a un enemigo a traición (cf. 1 Sam 24;26).

3. Otro ejemplo maravilloso, que hace de David el héroe más atractivo del Antiguo Testamento, es el llanto sobre Saúl y Jonatán, su luto tan sincero por la muerte del rey. La elegía que pronuncia revela un corazón completamente fiel hacia aquel que, si hubiera podido, habría borrado de buena gana su nombre de la tierra. Os leeré algunos versos:

«Saúl y Jonatán, amados y amables,
ni en vida ni en muerte separados,
más veloces que águilas, más fuertes que leones.
Hijas de Israel, por Saúl llorad,
que de lino os vestía y carmesí,
que prendía joyas de oro de vuestros vestidos.
¡Cómo cayeron los héroes
en medio del combate!

¡Jonatán! Por tu muerte estoy herido,
por ti lleno de angustia,
Jonatán, hermano mío,
en extremo querido,
más delicioso tu amor que el amor de las mujeres»

                                                                                    (2
Sam 1,23ss).

Pero el capítulo 11 describe la historia de un proceso en el que, a través de pequeñas circunstancias insignificantes, el héroe David se hace desleal, infiel, traidor. Si alguien le hubiera dicho el día que subió a pasear a la terraza: «Mira que vas a matar a tu mejor amigo, al hombre más fiel que tienes», seguramente habría contestado: «Eso es imposible que ocurra».

 

La historia de un pecado

«A la vuelta del año, al tiempo que los reyes salen a campaña, envió David a Joab con sus veteranos y todo Israel. Derrotaron a los ammonitas y pusieron sitio a Rabbá, mientras David se quedó en Jerusalén» (2 Sam 11,1). David ni siquiera se plantea el problema de ir a la guerra: le gusta su trono y no se arriesga ya como antaño. Podemos decir que ahora está seguro de sí mismo. Este primer versículo sirve de introducción al relato.

— Con gran finura psicológica, el redactor indica que todo comenzó con una simple mirada curiosa: «Un atardecer se levantó David de su lecho y se paseaba por la terraza de la casa del rey cuando vio desde lo alto de la terraza a una mujer que se estaba bañando. Era una mujer muy hermosa» (v.2). ¿Por qué la miró? Probablemente pensaba que, al ser viejo y rico en experiencia, le estaba permitido hacerlo; una simple curiosidad que no podía tener consecuencias para alguien como él.

— El segundo paso es una imprudencia: «Mandó David a preguntar por la mujer y le dijeron: "Es Betsabé, hija de Eliam, mujer de Urías el hitita"» (v.3).

Se trata también de una circunstancia muy pequeña, y David no se da cuenta de lo que le está pasando.

— Ahora la imprudencia se hace mayor: «David envió gente que la trajese» (v.4a).

Para excusarlo, podemos pensar que se trataba de un simple capricho. Sólo quería conocerla, nada más; quizá quería traerla a la corte para hacerla realizar algún servicio...

En realidad, en su corazón ya había decidido.

— El texto avanza rápidamente: «Llegó ella donde David, y David se acostó con ella cuando acababa de purificarse de sus reglas. Y ella se volvió a su casa. La mujer quedó embarazada y envió a decir a David: "Estoy encinta"» (vv.4-5).

De la mirada, a la mujer encinta: todo se ha desarrollado como en un sueño.

Comienza la verdadera historia del pecado de David. Hasta aquí se puede hablar de debilidad, de estupidez, de vanidad: se creía fuerte, superior a ciertas menudencias. Ahora se presenta el problema: ¿qué hacer?

— Primero, David piensa: saldré del apuro y haré todo lo posible por salvar mi reputación y la honorabilidad de la mujer; las cosas están feas, pero pueden arreglarse...

Seguro de sí mismo, «David mandó decir a Joab: "Envíame a Urías el hitita". Joab envió a Urías a donde David. Llegó Urías donde él y David le preguntó por Joab, por el ejército y por la marcha de la guerra» (vv. 6-7). Hace como si no pasara nada e intenta halagar a Urías subrayando sus habilidades de soldado, pero está fingiendo.

Luego, como de pasada, le dice: «Baja a tu casa y lava tus pies». «Salió Urías de la casa del rey, seguido de un obsequio de la mesa real, y se acostó a la entrada de la casa del rey, con la guardia de su señor, y no bajó a su casa» (vv.8-9). Quizás Urías había sospechado algo porque, al hablar, le hubiera traicionado la voz a David.. O quizá no sospechaba nada y se limitaba a respetar las leyes de la guerra.

Aquella primera noche, el rey empieza a pensar que las cosas no van a ser tan fáciles como imaginaba, que no va a poder controlar la situación como había creído. Sin embargo, no pierde el dominio de sí mismo.

— «Avisaron a David: "Urías no ha bajado a su casa". Preguntó David a Urías: "¿No vienes de un viaje? ¿Por qué no has bajado a tu casa?" Urías respondió a David: "El arca, Israel y Judá habitan en tiendas; Joab mi señor y los siervos de mi señor acampan en el suelo, ¿y voy a entrar yo en mi casa para comer y beber y acostarme con mi mujer? ¡Por tu vida y la vida de tu alma, no haré tal cosa!"» (vv.10-11).

El texto rebosa ironía, y da la impresión de que Urías está jugando con el rey, como si sospechara algo y quisiera tenderle una trampa. David, ahora totalmente confuso, trata de engañar al otro con su amabilidad y su hospitalidad, mientras que Urías, dando la vuelta a la situación, se apoya en la lealtad, en el respeto a Dios y a las reglas. Se trata de una auténtica lucha, y el rey lleva las de perder.

Pero David no quiere darse por vencido e invita a Urías a beber y a comer en su presencia, logrando que se emborrache. Pero, incluso borracho, Urías duerme con sus criados y no entra en su casa.

Aquella noche terrible, David se da cuenta por primera vez de que está verdaderamente prisionero de sí mismo.

Pero no es capaz de decir: «¿Qué he hecho?». Sólo piensa en una cosa: quiere salvar tres valores, tres grandes valores que le tienen hecho un lío:

No sabe qué hacer: ¿permitir que se deteriore la honorabilidad del rey? ¡Imposible! ¿Dejar morir a la mujer y al hijo? ¡Ni pensarlo! ¿Eliminar al amigo? ¡Tampoco!

Pasa de un valor al otro, sin querer renunciar a ninguno. Esto es el pecado, el desorden: el haber llegado por negligencia, por falta de atención, por superficialidad, a una situación que se hace cada vez más complicada, hasta resultar prácticamente insoluble.

Quizá por primera vez en su vida, David tiene miedo y se da cuenta de que no tiene más remedio que renunciar a uno de los tres valores. Durante toda la noche no hace más que cavilar, y al amanecer está exhausto. De pronto toma la decisión: sacrificará al amigo.

Con astucia y perfidia, pero quizá con el corazón destrozado, escribe a Joab una carta y se la envía por medio de Urías: «En la carta había escrito: "Poned a Urías frente a lo más reñido de la batalla y retiraos de detrás de él para que sea herido y muera". Estaba Joab asediando la ciudad y colocó a Urías en el sitio en que sabía que estaban los hombres más valientes. Los hombres de la ciudad hicieron una salida y atacaron a Joab; cayeron algunos del ejército de entre los veteranos de David; y murió también Urías el hitita» (vv.15-17).

— La historia no acaba aquí, porque el pecado tiene consecuencias muy graves. Los versículos siguientes son también una maravilla de narración: los hombres se mofan del rey, comprenden muy bien lo que ha pasado, y la respetabilidad que David quería salvar a toda costa cae por los suelos. El fiel Joab es el primero en darse cuenta. Comunica al rey todos los detalles del combate y dice al mensajero: «Cuando hayas acabado de decir al rey todas tus noticias sobre la batalla, si salta la cólera del rey y te dice: "¿Por qué os habéis acercado a la ciudad para atacarla? ¿No sabíais que tirarían sobre vosotros desde la muralla? ¿Quién mató a Abimélek, el hijo de Yerubbaal? ¿No arrojó una mujer sobre él una piedra de molino desde lo alto de la muralla y murió él en Tebés? ¿Por qué os habéis acercado a la muralla?", tú le dices: "También ha muerto tu siervo Urías, el hitita"» (vv.20-21).

Todo ocurrió como había previsto Joab, y el relato avanza lentamente, como para hacer saborear todos los detalles. Parte el mensajero, llega ante el rey y le comunica el mensaje. David se irrita, el mensajero le cuenta cómo han ocurrido los hechos y concluye: «También ha muerto tu siervo Urías, el hitita» (v.24).

En ese momento David le dice: «Esto has de decir a Joab»: "No te inquietes por este asunto, porque la espada devora ya a uno ya a otro. Redobla tu ataque contra la ciudad y destrúyela". Y así le darás ánimo» (v.25).

David se queda encerrado en su pecado, convencido de que no podía haber obrado de otro modo, autolegitimándose.

Esta es la conclusión a la que llegan todos cuantos faltan a la fidelidad, a la amistad, a la familia: no querrían obrar mal, pero no tienen otro modo de salir de lo que creen que es un callejón sin salida.

Ahora el rey no tiene ninguna dificultad para tomar a la mujer de Urías, precisamente porque cree que ha hecho lo único que podía hacer. Betsabé será esposa de David y le dará un hijo.

 

Dios guía a David al arrepentimiento: 2 Sam 12,1-14

El capítulo 11 termina con una frase que da la vuelta a la situación: «Pero aquella acción que había hecho desagradó a Yahvé» (v.27b).

En realidad, el rey se había olvidado por completo de Dios y de los cantos que había compuesto: «Dios, tú eres mi Dios... Tengo sed de ti... Tú eres mi roca, mi defensa...»

En toda esta triste historia no se nos dice que David orara en ningún momento. Nunca se le ocurrió pedir: Señor, ¡ayúdame a salir del atolladero!

Pensaba que el problema era sólo suyo y que nadie, ni siquiera Dios, podía echarle una mano. Así pues, David se había alejado mucho de aquel espíritu de fe, de humildad y de abandono en Dios que le era propio. Más aún, probablemente pensara: El Señor ha permitido que me metiera en este lío; ya no está conmigo.

El pecado le ha llevado a la confusión, a la sequedad, a la tristeza. Un pequeño desorden fomentado le ha llevado a cometer un error tras otro.

En el capítulo 12, Dios vuelve a tomar el hilo de la historia: «Envió Yahvé a Natán donde David» (v.]). Si no lo hubiera enviado, David habría seguido toda su vida convencido de que había escogido el único camino posible.

Pero el Señor quiere el orden, la paz, la verdad, según las palabras del Salmo: «Tú amas la verdad en lo profundo del ser» (v.8).

El relato prosigue con una parábola que poco a poco va reconstruyendo la verdad en David: «Había dos hombres en una ciudad; el uno era rico y el otro era pobre. El rico tenía ovejas y bueyes en gran abundancia; el pobre no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. Ella iba creciendo con él y sus hijos, comiendo su pan, bebiendo en su copa, durmiendo en su seno igual que una hija. Vino un visitante donde el hombre rico y, dándole pena tomar su ganado lanar y vacuno para dar de comer a aquel hombre llegado a su casa, tomó la ovejita del pobre y dio de comer al viajero llegado a su casa» (12,1-4).

La narración es sencilla y un poco ingenua, ya que describe una situación extrema.

David vuelve sobre sí mismo. Dios lo libera apelando, con su infinita bondad y su finura psicológica, a sus mejores sentimientos: la lealtad y la necesidad de defender la justicia. No le reprende, como habríamos hecho nosotros en un caso semejante. Si Natán le hubiera acusado, probablemente David habría encontrado alguna justificación. La llamada no se dirige al David pecador, sino al David justo, leal, y por eso tiene éxito: «David se encendió en gran cólera contra aquel hombre y dijo a Natán: " ¡Vive Yahvé, que merece la muerte el hombre que tal hizo!"». Y, preocupándose de la justicia, añade: «Pagará cuatro veces la oveja por haber hecho semejante cosa y por no haber tenido compasión» (vv.5-6).

Llega ahora el momento más delicado: ¿qué dirá Natán? ¿Tendrá el coraje de hablar? Sabemos por experiencia lo difícil que es tener que afrontar ciertas situaciones y cómo muchas veces nos falta el coraje de la verdad.

«Entonces Natán dijo a David: "Tú eres ese hombre. Así dice Yahvé, Dios de Israel: Yo te he ungido rey de Israel y te he librado de las manos de Saúl. Te he dado la casa de tu Señor y he puesto en tu seno las mujeres de tu señor; te he dado la casa de Israel y de Judá; y si es poco, te añadiré todavía otras cosas. ¿Por qué has menospreciado a Yahvé haciendo lo malo a sus ojos"» (vv.7-9).

David queda vivamente impresionado y le confiesa a Natán, que le ha anunciado el castigo de Dios: «He pecado contra Yahvé» (v.13). Recobra entonces toda su talla espiritual, sale de su terrible pesadilla y descubre la que podría haber sido la solución más simple y más obvia: renunciar a su honorabilidad y afirmar el supremo valor de Dios. Al haber querido defender sus privilegios de rey, fue cayendo en una serie de mentiras, de infidelidades, hasta llegar al homicidio. Su reconocimiento nace de un corazón humillado y sincero, y Natán le dice que el Señor lo perdona, dejándole con vida. Pero morirá el niño nacido de Betsabé.

 

Reconocernos en David

Esta historia llena de sabiduría no nos resulta demasiado ajena, porque David es un gran modelo para todos los tiempos.

Nos enseña cómo, a partir de pequeños descuidos, el hombre puede meterse en graves dificultades y, si no tiene la mirada fija en Dios, puede ir cayendo en errores cada vez más graves por su empeño en cubrir los anteriores. Pero Dios es rico en misericordia e interviene para ayudarnos a recuperar lo mejor que hay en nosotros, lo que el Espíritu ha puesto como don en nuestro corazón: el amor a la verdad, a la justicia, a la lealtad.

Las palabras de Jesús nos iluminan hoy y siempre: «De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre» (Mt 15,19)).

Nos reconocemos en David, porque en cada uno de nosotros anida ese corazón malo de donde procede el desorden.

Por eso el Salmo 51 y este relato nos invitan a reflexionar seriamente: no podemos presumir de estar libres de culpa sólo porque no seamos reyes o no tengamos el poder de David.

Es nuestra condición humana la que se halla en un estado de desorden y la que, por tanto, corre el peligro de hacernos prisioneros, al menos en las pequeñas circunstancias, de nosotros mismos, incapaces de reconocernos y de confesarnos pecadores.

Sólo la gracia de Dios, continuamente invocada y acogida, nos resitúa cada día en la verdad.