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David, pecador y creyente

 

«¡Oh Dios, tú eres mi Dios, tú eres el que me amó primero, el que me ama; tú eres el que me busca y me desea. Pero también yo te busco, mi alma tiene sed de ti; tú eres mi bien supremo!

¡Quiénes son, Dios mío, los que atentan contra mi vida? (cf. Sal 63,10); ¿qué es lo que empuja a mi alma a su perdición y no me permite gozar de ti, beber en tu fuente, ni me deja sentir el grito de mi corazón?

Concédeme comprenderlo, Señor, en esta jornada de penitencia, en la escuela de tu siervo David, pecador y creyente, pecador pero creyente».

Al contemplar a David pecador comprenderemos algo de nosotros mismos y podremos vivir así la primera semana de los Ejercicios de san Ignacio, es decir, los ejercicios de la penitencia y de la confesión. En las dos meditaciones de hoy pensamos en dos de los pecados de David. Porque David, a pesar de que cree y ama a Dios, es un hombre cruel, vengativo, sensual. Para ver su crueldad para con sus enemigos, basta leer 2 Sam 8, 2.4.5; sobre su sensualidad, son muy elocuentes los pasajes de 2 Sam 3, 2-5; 5,12ss; y las últimas palabras de David son de venganza (1 Re 2, 5-6).

Sin embargo, la Biblia sólo nos presenta dos actos de David como propios y verdaderos pecados, limitándose a narrar lo demás sin dar ningún juicio sobre ello. Por eso es interesante comprender el porqué de este hecho.

Empecemos leyendo la página más difícil (2 Sam 24,1-25) con el mismo espíritu con que san Ignacio nos propone el camino. El dice que para buscar la voluntad de Dios hay que alejar de sí todos los afectos desordenados (cf. anotación n.1), con el convencimiento de que siempre hay algo que impide al hombre esa búsqueda.

Y este convencimiento reaparece en diversas ocasiones, por ejemplo cuando escribe: «Ejercicios espirituales para vencer a sí mismo y ordenar su vida, sin determinarse por affección alguna que desordenada sea» (título, n.21).

Ya hemos recordado que el camino real para entrar en la oración es el reconocimiento de la propia fragilidad e indignidad.

Así pues, pidamos al Espíritu Santo que nos purifique el corazón, especialmente hoy.

 

El relato (2 Samuel 24,1-25)

«Se encendió otra vez la ira de Yahvé contra los israelitas e incitó a David contra ellos diciendo: "Anda, haz el censo de Israel y de Judá". El rey dijo a Joab y a los jefes del ejército que estaban con él: "Recorre todas las tribus de Israel desde Dan hasta Berseba y haz el censo para que yo sepa la cifra de la población". Joab respondió al rey: "Que Yahvé tu Dios multiplique el pueblo cien veces más de lo que es y que los ojos de mi señor el rey lo vean. Mas ¿para qué quiere esto mi señor el rey?".

Pero prevaleció la orden del rey sobre Joab y los jefes del ejército y salió Joab con los jefes del ejército de la presencia del rey para hacer el censo del pueblo de Israel.

Pasaron el Jordán y comenzaron por Aroer, la ciudad que stá en medio del valle, y por Gad hasta Yazer. Fueron luego a Galaad y al país de los hititas, a Cadés. Llegaron hasta Dan y desde Dan doblaron hacia Sidón. Llegaron hasta la fortaleza de Tiro y todas las ciudades de los jiveos y cananeos, saliendo finalmente al Négueb de Judá, a Berseba.

Recorrieron así todo el país y al cabo de nueve meses y veinte días volvieron a Jerusalén. Joab entregó al rey la cifra del censo del pueblo. Había en Israel ochientos mil hombres de guerra capaces de manejar las armas; en Judá había quinientos mil hombres.

Después de haber hecho el censo del pueblo, le remordió a David el corazón y dijo David a Yahvé: "He cometido un gran pecado. Pero ahora, Yahvé, perdona, te ruego, la falta de tu siervo, pues he sido muy necio". Cuando David se levantó por la mañana, le había sido dirigida la palabra de Yahvé al profeta Gad, vidente de David, diciendo: "Anda y di a David: Así dice Yahvé: Tres cosas te propongo; elije una de ellas y la llevaré a cabo" . Llegó Gad donde David y le anunció: "¿Qué quieres que te venga, tres años de gran hambre en tu país, tres meses de derrotas ante tus enemigos y que te persigan, o tres días de peste en tu tierra? Ahora piensa y mira qué debo responder al que me envía". David respondió a Gad: "Estoy en grande angustia. Pero caigamos en manos de Yahvé, que es grande su misericordia. No caiga yo en manos de los hombres". Y David eligió la peste para sí.

Eran los días de la recolección del trigo. Yahvé envió la peste a Israel desde la mañana hasta el tiempo señalado y murieron setenta mil hombres del pueblo, desde Dan hasta Berseba. El ángel extendió la mano hacia Jerusalén para destruirla, pero David se arrepintió del estrago y dijo al ángel que exterminaba el pueblo: "¡Basta ya! Retira tu mano". El ángel de Yahvé estaba entonces junto a la era de Arauná el yebuseo. Cuando David vio al ángel que hería al pueblo, dijo a Yahvé: "Yo fui quien pequé, yo cometí el mal, pero estas ovejas ¿qué han hecho? Caiga, te suplico, tu mano sobre mí y sobre la casa de mi padre" .

Vino Gad aquel día donde David y le dijo: "Sube y levanta un altar a Yahvé en la era de Arauná el yebuseo" . David subió, según la palabra de Gad, como había ordenado David. Miró Arauná y vio al rey y a sus servidores que venían hacia él. Entonces Arauná salió y se postró rostro en tierra ante el rey. Y dijo Arauná "¿Cómo mi señor el rey viene a su siervo?" David respondió: "Vengo a comprarte la era para levantar un altar a Yahvé y detener la plaga del pueblo".

Arauná dijo a David: "Que el rey mi señor tome y ofrezca lo que bien le parezca. Mira los bueyes para el holocausto, los trillos y yugos para leña. El siervo de mi señor el rey da todo esto al rey". Y Arauná dijo al rey: "Que Yahvé tu Dios te sea propicio".

Pero el rey dijo a Arauná: "No; quiero comprártelo por su precio, no quiero ofrecer a Yahvé mi Dios holocaustos de balde". Y David compró la era y los bueyes por cincuenta siclos de plata. Levantó allí David un altar a Yahvé y ofreció holocaustos y sacrificos de comunión. Entonces Yahvé atendió a las súplicas en favor de la tierra y la peste se apartó de Israel».

Este capítulo, probablemente añadido, es bastante extraño. Ya está casi terminada la historia de David, y al comienzo del libro siguiente, el de los Reyes, se hablará de David anciano y de la sucesión, y más tarde de su muerte.

Pero, después de referir en el capítulo 23 las últimas palabras del rey, la Biblia nos presenta este relato como un hecho importante en la historia de David.

Para comprender la razón de esto, intentemos dividir el episodio en tres partes:

En su conjunto, se trata de un misterioso pasaje sobre el pecado, aunque no se comprende inmediatamente de qué pecado se trata.

 

El censo del pueblo y el pecado de David

«Se encendió otra vez la ira de Yahvé contra los israelitas e incitó a David contra ellos diciendo: "Anda, haz el censo de Israel y de Judá"».

El libro de las Crónicas, en el capítulo paralelo (1 Cr 21), explica, de un modo teológicamente más difuminado, que no fue la cólera del Señor, sino que «alzóse Satán contra Israel e incitó a David a hacer el censo del pueblo» (v.1)).

Pero ¿qué tiene de malo hacer el censo del pueblo, que es una operación civil que se realiza en orden a la eficacia...? Algo de malo tendrá, ya que la primera reacción de Joab, uno de los más fieles al rey, es contraria.

— Por otra parte, tenemos en la Biblia otros ejemplos de censo. Se habla de él, en el Exodo, como de una operación a través de la cual se conoce al pueblo y se toma nota de sus posibilidades, pero en este caso se subraya más bien la sacralidad del censo. En efecto, Moisés dice al Señor: «Con todo, si te dignas perdonar su pecado... Y si no, bórrame del libro que has escrito» (Ex 32,32). Hacer el censo equivale a entrar en el número de los que pertenecen a Dios; es él el que escribe los nombres en el libro y el que los borra.

Por eso he hablado de sacralidad.

— Otro pasaje, también en el libro del Exodo: «Habló Yahvé a Moisés, diciendo: "Cuando cuentes el número de los hijos de Israel para hacer su censo, cada uno pagará a Yahvé el rescate por su vida al ser empadronado, para que no haya plaga entre ellos con motivo del empadronamiento"» (Ex 30,11-12). El empadronamiento pertenece a Dios y hay que hacerlo con mucha atención, porque puede introducirse en él algo malo. Luego se dan algunas reglas: «Esto es lo que ha de dar cada uno de los comprendidos en el censo: medio siclo, en siclos del Santuario. Este ciclo es de veinte óbolos. El tributo reservado a Yahvé es medio sido» (v.13).

Es la señal de que la vida pertenece a Dios y que el pueblo es de Dios; si hay que tocar al pueblo, hay que hacerlo con reverencia y con respeto, porque es el tesoro del Señor. Así pues, sacralidad de la vida y sacralidad del pueblo en su conjunto, no sólo de cada individuo.

— Tenemos otro caso de censo en el libro de los Números (que es justamente un censo): «Yahvé habló de Moisés en el desierto del Sinaí, en la Tienda de la Reunión, el día primero del mes segundo, el año segundo de la salida de Egipto. Les dijo: "Haced el censo de toda la comunidad de los hijos de Israel por clanes y por familias, contando los nombres de todos los varones, uno por uno"» (Num 1,1-2).

Así pues, el censo es algo normal en Israel, aunque es necesario hacerlo con manos puras.

En Occidente hemos perdido la sacralidad de este acto, pero en otras civilizaciones se conserva todavía.

De todas formas, en la Biblia está claro que no se puede tocar a las personas ni al pueblo en cuanto tal sin tocar la propiedad de Dios.

— ¿En qué consiste, pues, el pecado de David? La operación realizada por Joab y sus hombres se describe con toda exactitud: se parte de la otra orilla del Jordán, se recorre todo el sur, luego el norte hasta Sidón. Para David es un momento de gloria, ya que Israel hasta entonces no había tenido tanta extensión.

Sin embargo, creo que la clave para comprender el relato está en el v.2: «Recorre todas las tribus de Israel, desde Dan hasta Berseba, y haz el censo para que yo sepa la cifra de la población».

David no quiere reconocer la propiedad de Dios, sino que ve al pueblo de Israel como su fuerza, como su ambición.

En términos más modernos, podemos decir que el censo significa, en la intención de David, posesión, eficacia, poder. El siervo humilde cae en la tentación de sentirse amo; más aún, adquiere un corazón de amo, entra en el espíritu de posesión. Quiere medir el éxito —recordad el comentario al evangelio de ayer: cf. la homilía del cap. 1: La economía humilde del Reino—, gozar de su secreto, estar seguro de la eficacia.

El resultado es maravilloso: Israel contaba con 800.000 hombres capaces de manejar la espada, y Judá con 500.000. David no necesita ya apoyarse en Dios, como en tiempos de Goliat, porque ahora es el rey más poderoso de la tierra. ¡Se las puede arreglar él solo!

 

El castigo

La sensación de poder adquirida por David está claramente manifestada en sus mismas palabras: «Después de haber hecho el censo del pueblo, le remordió a David el corazón (le palpitó el corazón) y dijo David a Yahvé: "He cometido un gran pecado"» (v.10). El mismo se da cuenta del error que ha cometido.

Es interesante ver el paralelismo con otro momento de la vida de David, cuando rechaza la posibilidad de matar al rey Saúl: «Levantose David y, calladamente, cortó la punta del manto de Saúl.

Después su corazón le latía fuertemente por haber cortado la punta del manto de Saúl, y dijo a sus hombres: "Yahvé me libre de hacer tal cosa a mi señor y de alzar mi mano contra él, porque es el ungido de Yahvé"» (1 Sam 24,5-7). Sentía que había tocado algo sagrado, que había puesto sus manos en la propiedad de Dios.

«He cometido un gran pecado. Pero ahora, Yahvé, perdona, te ruego, la falta de tu siervo, pues he sido muy necio» (2 Sam 24,10).

Entonces el Señor le da a escoger el castigo, y la respuesta de David es admirable: «Estoy en grande angustia. Pero caigamos en manos de Yahvé, que es grande su misericordia» (v.14).

He aquí a David pecador, pero creyente: su confianza en la misericordia de Dios está también presente en este oscuro episodio.

¿Cuál es el castigo del Señor?

Es exactamente lo contrario de la hipnosis del éxito: es la angustia del fracaso total. En efecto, David se ve desposeído de sus hombres: mueren 70.000.

En lugar de la eficacia, ve cómo se derrumba la estructura de su pueblo. En lugar del poder, siente toda la impotencia del hombre frente al azote de la peste. Experimenta su propia debilidad, la inutilidad de todas las medidas humanas, y se da cuenta de que está a merced de unas circunstancias imprevisibles.

De esta manera, se ve corregido en las tres pasiones que le habían embriagado. Y queda profundamente humillado.

 

El esplendor del templo

La misericordia de Dios, que David invoca al escoger el castigo, se revela más luminosamente en la tercera parte del episodio.

El ángel exterminador está a punto de extender su mano sobre Jerusalén, cuando «Yahvé se arrepintió del estrago y dijo al ángel que exterminaba al pueblo: "¡Basta, retira tu mano"» (v.16). Dios tiene misericordia de Jerusalén.

«El ángel del Señor estaba entonces junto a la era de Arauná el jebuseo. Cuando David vio al ángel que hería al pueblo, dijo a Yahvé: "Yo fui quien pequé, yo cometí el mal, pero estas ovejas ¿qué han hecho? Caiga, te suplico, tu mano sobre mí y sobre la casa de mi padre"» (vv.16-17).

A partir de estas palabras del rey, el profeta le dice a David que levante un altar sobre la era del jebuseo.

Luego David hace un sacrificio y construye un altar, que es el comienzo del templo, porque precisamente en aquel lugar se edificaría el templo de Salomón, que todavía hoy veneramos en Jerusalén.

Así, de la derrota humana de David surge el signo luminoso de la presencia de Dios, de su infinita misericordia.

 

Actualización del relato

Os he ofrecido algunas pistas, pero sigue siendo difícil la interpretación del texto. Siguen oscuros muchos aspectos; la idea de Dios resulta bastante rígida, pero creo que encierra algunas enseñanzas para comprender el alma primitiva que hay en cada uno de nosotros y que aún no ha sido iluminada por la luz de Jesús: por ejemplo, cierto miedo a provocar la cólera de Dios, el temor de haber tocado algo sagrado.

Pero, sobre todo, queremos preguntarnos qué significa la tentación de David para nosotros hoy.

La obsesión de la eficacia, del éxito, del poder, es, desgraciadamente, una tentación moderna colectiva, particularmente en Occidente.

La Iglesia vive en esa atmósfera y se siente inclinada a verificar la eficacia de sus medios, de su acción, a usar métodos de eficacia tecnológica. No es malo utilizarlos si la intención es buena; pero la idolatría del éxito se introduce con demasiada facilidad.

David no pecó por haber hecho el censo, sino por el espíritu con que lo hizo. Y debemos estar atentos, porque un acto exterior plausible nunca nos garantiza por sí solo que lo realizamos con la actitud debida.

1. La tentación del éxito puede darse en los hombres de Iglesia y, consiguientemente, también en nosotros, cuando cedemos a la obsesión de la visibilidad de los frutos, de los resultados inmediatos: queremos que los demás reconozcan la bondd de nuestros proyectos.

Se puede incluso llegar a medir la economía divina con la medida de las multinacionales: ¿Por qué no nos ayuda Dios a encontrar los instrumentos más eficaces? ¡Quizá nos ha abandonado!

Precisamente por eso se dan tantas tensiones en la Iglesia. Es verdad que el demonio realiza su oficio, pero es legítimo preguntarse cómo puede hacerlo con tanta facilidad.

A mi juicio, una de las razones es que muchos en la Iglesia consideran su pequeño y personal proyecto como el proyecto de Dios. De ahí las luchas, las divisiones y hasta los cismas.

2. La tentación puede darse en las instituciones eclesiales (por ejemplo, en los movimientos, en las escuelas católicas, en las universidades) cuando se introduce la pasión por el número, por la verificación del propio poder o de la propia eficacia.

Se pretende estar en el centro de la Iglesia y se acaba despreciando a los demás.

El propósito inicial es bueno, pero luego el corazón se deteriora.

En realidad, habría que obrar sirviendo a la Iglesia, no al grupo o a la etiqueta.

Pienso, por ejemplo, en todos esos movimientos que recomiendan al obispo sus iniciativas como si fueran la clave de salvación de la Iglesia y de la humanidad. Y no es fácil hacer comprender que la clave también la tienen otros y que hay que integrar los diversos proyectos en un marco más amplio.

La Iglesia local es precisamente el marco global donde hay que insertar la pequeña aportación de cada uno.

3. A veces la tentación es también individual y se manifiesta como miedo a la pobreza evangélica, en la queja por no tener lo que parece necesario. Esa queja puede ser razonable, pero muchas veces es amarga y se relaciona con el pecado de David: si tuviera más, tendría éxito, podría contar con mis fuerzas...

 

Conclusión

Quiero, finalmente, subrayar que el éxito tiene también su importancia y es una parte de nuestro trabajo. Realmente, no quisiera que cayésemos en el extremo opuesto de buscar el fracaso en cuanto tal, siendo así que el equilibrio es una característica católica. El propio Jesús deseaba que su predicación fuese bien acogida. Por consiguiente, la gratificación humana es un bien, no un mal, y la espiritualidad bíblica así nos lo enseña.

Sin embargo, es fundamental la jerarquía o el orden de los valores, ese orden que David perdió de vista.

Por eso insiste San Ignacio en que debemos vencer el desorden que hay en nuestra vida.

El que pone a Dios en el primer puesto («Dios, tú eres mi Dios») no tiene nada que temer. Si he escogido a Dios como Bien supremo, del que ninguna fuerza del mundo —ni la vida, ni la muerte, ni la enfermedad, ni la derrota— puede separarme, lo demás vendrá como consecuencia.

El Bien último es Dios que se comunica; por eso, bienes últimos son la gracia, la oración, la caridad. Asentada esta primacía, vienen luego los bienes penúltimos, reflejo histórico de los primeros: la amistad, el gozo, la lealtad, la fidelidad, la justicia, el amarse, el encontrarse.. . Y los bienes antepenúltimos —que constituyen los presupuestos naturales de los otros—, como son la salud, la comida, el trabajo, el éxito, los buenos resultados, las gratificaciones...

Fijaos cómo también el éxito tiene su lugar.

Lo que el Señor quiere es aquel orden interior que reinaba en el corazón de David cuando cantaba el salmo 63.

Nosotros podemos desear los bienes antepenúltimos, podemos luchar por conseguirlos y lamentarlos cuando no llegan, pero sabiendo con claridad que los bienes últimos son otros.

Y yo creo que, no ya en teoría, sino en la práctica cotidiana, confundimos el orden que Dios quiere. Por eso, oremos:

«Oh, Señor, muéstrame lo que en mí es desorden, confusión. Purifica mi corazón, ordena mis deseos, rectifica mis intenciones, para que yo te escoja ante todo a Ti, Bien supremo, y para que vea todos los demás bienes que son necesarios para mí y para los demás y por los que hay que trabajar. Señor, todas las cosas del mundo son bellas, pero en el orden del amor que Jesús nos enseña, que nos enseñas tú, nuestro Mesías, verdadero hombre y verdadero Dios, con tu muerte y tu resurrección».