1

Dios ama a David

 

Para la oración con que comienza esta meditación, voy a inspirarme en el primer versículo del salmo 63: «Dios, tú eres mi Dios, yo te busco».

«Concédeme, oh Dios, buscarte como Dios. Inspira en mi corazón las palabras que inspiraste al apóstol Tomás cuando, ante tu Hijo resucitado, exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Pon en mi corazón la palabra mío para indicar que lo eres todo en mi vida. Oh Jesús, que gritaste en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», concédeme buscarte siempre, incluso cuando me siento abandonado. Concédenos buscarte todos los días, desde por la mañana. Haz que nuestra búsqueda sea perseverante, sin conocer el cansancio ni el aburrimiento. Padre, infunde en nosotros tu santo Espíritu para que nos haga buscar tu rostro. Te lo pedimos por tu Hijo, cuyo rostro buscamos. Te lo pedimos por la intercesión de la Madre de Jesús, la Virgen María, que comprendió muy bien lo que significa el Mesías de todos los pueblos y el Mesías de un pueblo. Concédenos comprender lo que es Cristo para la humanidad, a través de la reflexión sobre la figura de David, tu siervo, padre de tu Hijo. Amén».

Me gustaría recordar ante todo, a manera de instrucción, los cuatro componentes de los Ejercicios Espirituales, para proponeros luego la meditación que lleva por título: Dios ama a David.

 

Los componentes de los Ejercicios Espirituales

  1. El primero es la oración litúrgica, de la que habla San Ignacio en la anotación 20 de los Ejercicios: aunque uno se retire a un lugar desierto, ha de poder ir todos los días a Misa y a Vísperas.

    Nosotros vamos a tener la Misa, Laudes y Vísperas, pero lo importante es que la oración litúrgica se haga bien, lentamente y con paz, ya que tiene en sí misma una fuerza extraordinaria.
     

  2. La oración personal. San Ignacio pide cinco tiempos de oración personal. Nosotros vamos a dejar el quinto, que es la meditación de media noche. Así pues, cada cual tiene que establecer cuatro tiempos a lo largo de la jornada, dedicando tres a la lectura o a la escucha de la Palabra en oración, y uno a la oración simple, afectiva. Este cuarto ejercicio se realiza dejando incluso la Biblia y fijando la mirada en Jesús; es fundamental para condensar todos los sentimientos de la jornada en un impulso contemplativo.
     

  3. La propuesta de los puntos para la meditación. Probablemente tendré por la mañana una lectura amplia de la Escritura, y por la tarde, siempre que no sea necesario continuarla, tendré una pequeña instrucción. Son los dos momentos que corresponden al predicador. El tercero será la homilía durante la celebración eucarística.
     

  4. La comunicación en la fe. Efectivamente la fe, si se queda solitaria en el corazón, se deteriora. Tenemos una primera forma de comunicación en la oración en común. Sin embargo, para los que quieran, tendremos por la tarde un encuentro para que cada cual exprese lo que haya meditado y lo que crea que puede ser útil para los demás. Un intercambio muy sencillo y libre.

También es posible la comunicación de la fe personal entre dos o tres ejercitantes y, naturalmente, conmigo, que estaré a vuestra total disposición.

El principio y fundamento de la historia de David

San Ignacio, después de explicar en el título el objetivo de los Ejercicios Espirituales (cf.n.21), propone en el n.23 el Principio y Fundamento, es decir, algunas verdades de las que se deriva y en las que se apoya nuestra vida.

Por eso vamos a preguntarnos: ¿cuál es el principio y el fundamento de la historia de David? ¿Cuál es la dinámica interna de su historia, su punto de explicación más secreto?

Os recomiendo que leáis los textos del primero y del segundo libro de Samuel para que encontréis vosotros mismos la respuesta a esta pregunta. Entretanto, os propongo en esta meditación el principio y el fundamento que me parece que son la clave para nuestra contemplación de Jesús a través de la figura de David.

Luego intentaré aplicarlo a la historia personal de cada uno de nosotros.

— Podríamos pensar que el comienzo del Salmo 63 es fundamental para definir la vida de David. Hemos dicho que el salterio contiene 73 salmos atribuidos a él y que, aunque esa atribución no tenga un valor histórico, vale la pena hacer nuestra la indicación de la Biblia de Jerusalén: «La colección davídica debe vincularse de algún modo al gran rey. Teniendo en cuenta lo que los libros históricos refieren de su genio musical (1 Sam 16,16-18; cf. Am 6.5) y poético (2 Sam 1,19-27; 3,33-34) y de su gusto por el culto (2 Sam 6,5.15-16), se ha de reconocer que en el Salterio debe haber textos que tienen a David por autor... y siempre deberemos reservar a David, `el suave salmista de Israel' (2 Sam 23,1), un papel esencial en los orígenes de la lírica religiosa del pueblo elegido» (cf. Introducción a los Salmos).

Por consiguiente, hemos de entrar en la óptica del pueblo hebreo y en la de Jesús, que recitó los Salmos considerándolos como de David.

No es casual el que haya dicho que el Salmo 63 es muy interesante: muestra cómo toda la historia de David está sostenida por la búsqueda, por el deseo ardiente de Dios. Hombre débil y pecador, suspira, sin embargo, ardientemente por Dios, al que ama más que a cualquier otra cosa. Ama a las personas de su aldea, ama a sus amigos, ama a las mujeres, ama a las guerras..., pero, por encima de todo, ama a Dios.

También el Salmo 18, que lleva por título: Del maestro de coro. Del siervo de Yahvé, David, que dirigió a Yahvé las palabras de este cántico el día que Yahvé le libró de todos sus enemigos y de las manos de Saúl, expresa este amor tan ardiente: «Yo te amo, Yahvé, mi fortaleza». Es el gran estribillo de su vida, su secreto.

— Pero a mí me parece que lo es sólo en apariencia. Si leemos, por ejemplo, el Salmo 18, no en el salterio —que representa una redacción textual más reciente—, sino en el segundo libro de Samuel (22,2ss), que lleva por título Salmo de David, encontramos algo sorprendente: «Yo te amo, Yahvé, mi fortaleza» se convierte en «Yahvé, mi roca, mi baluarte, mi liberador, mi Dios».

Veo aquí el principio y el fundamento más profundo de la vida de David: no es él el que ama a Dios y lo desea, sino que es Dios el que ama a David.

El Cantar de los Cantares habla de un joven que, en hebreo, siempre es llamado «Dod» o «Dodí», es decir, «Amado», «Mi amado». Las letras hebreas son las mismas que las del nombre «David», que es, pues, el amado, el amado de Dios, aquel a quien Dios ama.

Viene a la mente la designación del evangelista Juan: «aquel a quien amaba Jesús» (Jn 13,23).

La clave de la vida de David es que Dios lo ama. Dentro de esta perspectiva vamos a reflexionar sobre tres relatos de la elección de David.

Los exegetas discuten si se trata de tres tradiciones diversas; pero, en el espíritu global de la lectura global de la Biblia, podemos valorar este dato textual afirmando que existen, en efecto, tres maneras con las que Dios ama a David y lo llama a sí.

Las tres vocaciones se nos narran en el primer libro de Samuel, capítulos 16 y 17; os invito a que los leáis estos días con mucha calma.

Antes de verlos juntos, os propongo un pasaje de 2 Sam 7, que es el gran capítulo escrito para comprender de forma unitaria la historia de David. Probablemente se añadió más tarde, y es el más citado en los Salmos, en los Profetas y en el Nuevo Testamento: el anuncio a María, el cap. 17 de Juan y los Hechos de los Apóstoles son el eco de este capítulo.

Nos interesan aquí los versículos 8 y 9. El rey David quiere construir un templo, y el profeta Natán está de acuerdo. Pero, durante la noche, la palabra del Señor se dirige a Natán, que, obedeciendo a Dios, se la hará llegar a David:

«Ahora, pues, di esto a mi siervo David: Así habla Yahvé Sebaot: Yo te he tomado del pastizal, de detrás del rebaño, para que seas caudillo de mi pueblo Israel. Yo he estado contigo en todas tus empresas, he eliminado de delante de ti a todos tus enemigos. Yo voy a hacerte un nombre grande como el nombre de los grandes de la tierra» (2 Sam 7,8-9).

Toda la historia de David se resume en la iniciativa de amor de Dios, que en el párrafo citado es recordada por el mismo Señor: de pastor desconocido a personaje importante.

Podemos ahora considerar las tres vocaciones:

— la primera vocación es la elección divina;

— la segunda vocación procede de las circunstancias;

— la tercera es la vocación mediante la asunción de un riesgo por parte del elegido.

Se trata, por así decirlo, de tres caminos a través de los cuales se expresa el amor divino.

1. 1 Sam 16,1-13. Es uno de los relatos más conocidos. Samuel recibe la orden de marchar, de hacer un sacrificio y de buscar entre los hijos de Jesús al rey que el Señor ha elegido. La descripción, bellísima desde el punto de vista literario, muestra a Samuel haciendo pasar ante sí, uno tras otro, a todos los hijos de Jesé. Pero el Señor indica una y otra vez al profeta que no es ninguno de ellos el designado, hasta que mandan llamar al hijo más pequeño que está apacentando el rebaño. Cuando llega delante de Samuel, el Señor dice: «Levántate y úngelo, porque éste es» (v. 12).

No hay en el joven ningún mérito y ninguna predisposición. Más aún, queda descartada lo que podría haber sido una aptitud humana, como leemos en el v. 7 a propósito de Eliab: «No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado». Eliab, el mayor, era alto, fornido y algo presumido. Efectivamente, cuando, en el cap. 17, David quiere asumir el riesgo de aceptar el reto de Goliat, su hermano Eliab se encendió en cólera contra él y le dijo: «,Para qué has bajado y a quién has dejado aquel pequeño rebaño en el desierto? Ya sé yo tu atrevimiento y la maldad de tu corazón. Has bajado para ver la batalla» (v. 28), mientras que yo estoy aquí para cumplir con mi deber, para servir a la patria.

Es comprensible, pues, por qué el Señor prescinde de Eliab. Pero luego va rechazando a los demás hermanos, hasta que llega al más pequeño, «rubio, de bellos ojos y hermosa presencia» (16,12). La descripción subraya que no era el más idóneo para ser rey. Saúl había sido elegido porque, «de los hombros para arriba, aventajaba a todos» los hombres de Israel (cf. 1 Sam 9,2). El rey era entonces, sobre todo, un jefe guerrero. David, por tanto, rubio y de gentil aspecto, no puede ser hombre de armas y de guerra; no puede estar al frente del pueblo, no tiene la mirada de fuego, no es un dominador.

Es un buen amigo, un muchacho sencillo, pero es amado por el Señor: «Tomó Samuel el cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos. Y a partir de entonces vino sobre David el Espíritu de Yahvé» (v. 13). Hay una cierta armonía con la carta a los Romanos: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado» (Rom 5,5).

El primer componente de la vocación es la pura benevolencia de Dios.

En realidad, este relato no volverá a ser recordado en adelante. Seguirá siendo el secreto de Dios, cuyo designio pone el Espíritu sobre él.

2. 1 Sam 16,14-23. La segunda vocación, en cierto sentido, ignora la anterior y es expresada por las circunstancias.

Saúl es un neurótico que padece crisis de melancolía. En aquel tiempo está especialmente triste, porque sabe que ha sido rechazado por el Señor y sufre por el abandono de Samuel. Por consiguiente, quiere tener a su lado a una persona que toque la cítara para él. Alguien conoce a David y sus cualidades musicales; corre el rumor, llega hasta Saúl y éste le ordena venir a la corte»: «Despachó Saúl mensajeros a Jesé que le dijeran: Envíame a tu hijo David, el que está con el rebaño. Tomó Jesé cinco panes, un odre de vino y un cabrito y lo envió a Saúl con su hijo David. Llegó David donde Saúl y se quedó a su servicio» (vv.19-21). Desde aquel momento, David empezó a hacer carrera.

Las circunstancias fueron fortuitas, imprevistas, porque la elección de Saúl podría perfectamente haber recaído sobre cualquier otro; evidentemente, Dios se sirvió de la casualidad.

3. 1 Sam 17,12-39. El tercer modo de vocación requiere coraje; se trata de asumir un riesgo personal que, naturalmente, hay que añadir a los otros dos elementos. o sea, a la aceptación de la elección divina y a la percepción de la acción de Dios a través de las circunstancias.

La primera parte del capítulo es la descripción terrorífica de Goliat, que recuerda la que san Ignacio hace del Enemigo en la meditación de las Dos Banderas (cf. 2.a semana, n.140).

Viene luego la llegada casual de David, que acude a llevar queso, trigo y pan a sus hermanos que están en el campamento. Oye hablar de Goliat, escucha las palabras arrogantes del filisteo contra Dios y pregunta cómo es que le permiten insultar a los israelitas y por qué no sale nadie a recoger el desafío. Eliab —ya lo hemos visto— le responde que no se meta donde no le llaman, y David se extraña de la reacción de su hermano. Luego le hace a otro la misma pregunta. Entonces «fueron oídas las palabras que decía David y se lo contaron a Saúl, que le hizo venir. Dijo David a Saúl: "Que nadie se acobarde por ése. Tu siervo irá a combatir con ese filisteo". Dijo Saúl a David: "No puedes ir contra ese filisteo para luchar con él, porque tú eres un niño y él es hombre de guerra desde su juventud". Respondió David a Saúl: "Cuando tu siervo estaba guardando el rebaño de su padre y venía el león o el oso y se llevaba una oveja del rebaño, salía tras él, le golpeaba y se la arrancaba de sus fauces, y si se revolvía contra mí, lo sujetaba por la quijada y lo golpeaba hasta matarlo"» (vv.31-35).

De este modo, David asume el riesgo en nombre del Señor. Vale la pena meditar largamente sus palabras. Cuenta, además, con el hecho de que Dios lo ha protegido siempre. En cualquier caso, realiza un acto de coraje que ha de resultar decisivo para su vida. El suyo es un riesgo definitivo, dado que se trataba de vencer o de morir; no se trataba de una prueba, de un experimento.

Es en este momento cuando David acepta plenamente su vocación.

 

El principio y fundamento de mi vida

Reflexionemos ahora sobre el principio y fundamento de nuestra historia personal.

1. La elección divina: Dios me ha escogido y me ha amado. Eso es todo, es la verdad fundamental de mi vida, es la definición del hombre. Si él no me hubiera amado primero, yo no estaría hoy aquí. Podrá sucederme cualquier cosa, podré llegar a perder mi vocación, la gracia, incluso la fe, pero seguirá siendo verdad que Dios me ama y que sobre este principio y fundamento siempre puedo reconstruirlo todo.

Pablo canta la insondable y gratuita iniciativa divina con unas palabras insuperables: «Nos ha elegido en él antes de la creación del mundo... En él tenemos, por medio de su sangre, la redención... El nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad...: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza... Por él somos hechos herederos, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo..., para ser nosotros alabanza de su gloria» (Ef 1,3-14).

El versículo del Salmo 63, «Dios, tú mi Dios, yo te busco», resulta más claro. Es Dios quien no quiere perder nunca la iniciativa de mi salvación, de su misericordia y de su ternura para conmigo, y quien continuamente suscita en mí el deseo de buscarlo.

2. Reflexionando sobre nuestra vida, nos damos cuenta de que también para nosotros se han conjugado muchas circunstancias. Recuerdo a este propósito la respuesta de Hans Urs von Balthasar —que me llegó pocos días después de su muerte— a mi carta de felicitación por su nombramiento cardenalicio: «Han querido honrarme, pero podrían haber escogido a algún otro».

Pensemos, por ejemplo, en tantos de nuestros compañeros, amigos, mejores que nosotros, que no han sido llamados a la vocación sacerdotal o religiosa. Pensemos en los que, después de ser llamados, lo han dejado porque se han encontrado en circunstancias durísimas, quizá insoportables.

En nuestra vida, por el contrario, todo ha jugado, en definitiva, en favor nuestro. Pero es Dios quien nos ha amado en las diversas situaciones y nos ha permitido reconocer su acción. Yo mismo, si he recibido la gracia de estar rezando aquí ahora con vosotros, se lo debo a mi condición de obispo, que es absolutamente una circunstancia casual.

El amor divino está presente en cada detalle de nuestra existencia, y su designio se va manifestando poco a poco. Los sucesos parecen fortuitos, sin vinculación alguna entre sí, como sucedió con David; pero Dios actúa hasta la hora de nuestra muerte para realizar su proyecto secreto de misericordia.

De aquí ha de seguirse una confianza inmensa en la vida, a pesar de todo; y se sigue, además, la necesidad del discernimiento, de la atención a las circunstancias a través de las cuales somos guiados.

Alguno de vosotros me contaba las vicisitudes de la guerra, de la carestía, y cómo aquello le supuso un nuevo impulso espiritual. Momentos terribles que podrían haberse visto como bromas caprichosas del destino fueron considerados, por el contrario, como fruto de un juego del amor divino. Son dos modos de ver las situaciones y de comprender nuestra existencia.

3. Finalmente, nuestra vida se basa en el coraje de asumir un riesgo total. Cuando dejamos de asumir riesgos por el Reino, estamos acabados, somos ya viejos en el sentido psicológico de la palabra.

Y el riesgo requiere libertad de espíritu, gozo interior, espíritu juvenil.

Hoy, al menos en Occidente, los jóvenes carecen de este coraje. Buscan experiencias —en el amor, en la amistad—, pero temen la definitividad de la opción.

Me parece que es ésta una maldición de nuestro tiempo, porque el hombre es riesgo, y la vocación exige asumirlo. Cuando nos olvidamos del amor de Dios que nos guía, vemos los acontecimientos como expresión de un genio perverso y poderoso que nos aplasta, y entonces nos defendemos, lo calculamos todo, nos hacemos miedosos, incapaces de atrevemos a nada...

La figura de David nos muestra el coraje de ser un poco locos, de no detenernos demasiado a medir nuestras fuerzas, nuestra salud, las reacciones de la gente.

«Señor, te damos gracias porque nos has dado el coraje de aceptar un riesgo viniendo a las misiones, a esta parte del Africa, y te pedimos que nos des un gozo nuevo que sea alabanza de tu amor por nosotros».

Para vuestra oración personal, os sugiero que releáis con calma los textos de la Escritura, y luego vuestra propia historia hasta hoy.

Estoy seguro de que la Virgen María nos ayudará a comprender la importancia que tiene aceptar la iniciativa divina, las circunstancias y el riesgo que se nos propone cada día, ya que vivir significa dejarse llevar a lo que estamos llamados. La misma oración es un riesgo, cuando no tenemos un apoyo sensible. Creer, abandonarse, es el secreto de la existencia terrena que nos ha enseñado Jesús, el Hijo de David.