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LA
PERSONALIDAD DE JESÚS
PARA
COMPRENDER a fondo el mensaje de Jesús no basta conocer lo que él dijo y lo
que él hizo. Además de eso, es necesario saber quién fue Jesús de
Nazaret. Es decir, se trata de comprender no sólo sus palabras y sus obras,
sino especialmente su personalidad. Es verdad que el misterio profundo que se
encierra en la persona de Jesús será objeto de estudio en el capítulo 6. Pero
también es cierto que ese misterio no será debidamente entendido sino a partir
de lo que vamos a estudiar en el presente capítulo.
Muchas
personas tienen una determinada imagen de Jesús, la imagen que mejor encaja con
sus inclinaciones personales y con la propia manera de ver la vida. Por eso unos
se imaginan a Jesús como una especie de ser celestial y divino, que poco tiene
que ver con lo que es un hombre de carne y hueso. Mientras que otros, por el
contrario, se figuran a Jesús como si hubiera sido un revolucionario socio-político
o un anarquista subversivo, que pretendió luchar contra la dominación romana
en Palestina. Evidentemente, Jesús no pudo ser ambas cosas. Lo cual quiere
decir que por un lado o por otro se falsea la imagen de Jesús. Pero lo más
grave, en este asunto, no es que se falsifique la imagen de Jesús. Lo más
importante es que esa imagen falsificada determina de manera decisiva la
espiritualidad de las personas y su propia comprensión fundamental del
cristianismo. Por eso hay quienes sólo piensan en el dulce Jesús del sagrario,
que les consuela en su intimidad y les mantiene alejados de las preocupaciones
del mundo. Mientras que en el extremo opuesto están los que sólo tienen en su
cabeza al Cristo luchador y violento que golpeaba con su látigo a los
comerciantes del templo. He ahí dos espiritualidades diametralmente opuestas,
basadas en dos cristologías también diametralmente contrarias.
Por
otra parte, esta diversidad de imágenes de Jesús nos da idea de un hecho: la
figura de Jesús, precisamente por su extraordinaria riqueza, se presta a toda
clase de imaginaciones y hasta de manipulaciones. De ahí la necesidad que
tenemos de estudiar a fondo quién y cómo fue Jesús de Nazaret. Es verdad que,
a tantos años de distancia, nadie podrá decir, con absoluta objetividad, que
él posee la imagen exacta de Jesús. Pero también es cierto que, analizando
los evangelios, en ellos se pueden descubrir, con suficiente claridad, los
rasgos más característicos de la personalidad de Jesús Ahora bien, yo creo
que esos rasgos son fundamentalmente tres: en primer lugar, su libertad; en
segundo lugar, su cercanía a los marginados, y en tercer lugar, su fidelidad al
Padre del cielo. El análisis de estos tres puntos será el contenido del
presente capítulo.
1. Hombre
libre
En
el capítulo 5 vamos a estudiar detenidamente por qué mataron a Jesús. Pero ya
desde ahora hay que decir algo que es enteramente fundamental: con relativa
frecuencia, los cristianos tenemos el peligro de dar una respuesta demasiado
simplista a la pregunta de por qué mataron a Jesús. Lo mataron –se suele
decir a veces– porque tenía que morir, ya que ése era el designio y la
voluntad del Padre del cielo. A mí me parece que eso es una respuesta demasiado
simplista, porque aquello tuvo una historia y en aquella historia hubo unas
razones, unos hechos, unas causas y unas consecuencias. Para decirlo brevemente:
a Jesús lo mataron porque él se portó de tal manera, habló y actuó de tal
forma, que en realidad terminó como tenía que terminar una persona que actuaba
como actuó Jesús en aquella sociedad. Quiero decir, el comportamiento de Jesús
fue de tal manera provocativo, desde el punto de vista de la libertad, que
aquello terminó como tenía que terminar en aquel pueblo y en aquella cultura.
Es
posible que a más de uno le parezca demasiado fuerte este juicio. Sin embargo,
enseguida se comprenderán las razones que tengo para hablar de esta manera. Por
eso vamos a analizar el comportamiento de Jesús en relación a las grandes
instituciones de su tiempo. Tales instituciones eran cuatro: la ley, la familia,
el templo y el sacerdocio. Pues bien, vamos a estudiar la conducta de Jesús
ante tales instituciones.
a) Jesús
y la ley
Ante
todo, la libertad en relación a la ley. Sabemos que la ley religiosa era la
institución fundamental del pueblo judío. Este pueblo era, en efecto, el
pueblo de la ley. Y su religión, la religión de la ley. De tal manera que la
observancia de dicha ley se consideraba como la mediación esencial en la relación
del hombre con Dios. Por eso violar la ley era la cosa más grave que podía
hacer un judío. Hasta el punto de que una violación importante de la ley
llevaba consigo la pena de muerte.
Pues
bien, estando así las cosas, el comportamiento de Jesús con relación a la ley
se puede resumir en los siguientes cuatro puntos:
1)
Jesús quebrantó la ley religiosa de su pueblo repetidas veces: al tocar a los
leprosos (Mc 1,41 par), al curar intencionadamente en sábado (Mc 3,1-5 par; Lc
13,10-17; 14,1-6), al tocar los cadáveres (Mc 5,41 par; Lc 7,14).
2)
Jesús permitió que su comunidad de discípulos quebrantase la ley religiosa y
defendió a sus discípulos cuando se comportaron de esa manera: al comer con
pecadores y descreídos (Mc 2,15 par), al no practicar el ayuno en los días
fijados en la ley (Mc 2,18 par), al hacer lo que estaba expresamente prohibido
en sábado (Mc 2,23 par), al no observar las leyes sobre la pureza ritual (Mc
7,11-23 par).
3)
Jesús anuló la ley religiosa, es decir, la dejó sin efecto y, lo que es más
importante, hizo que la violación de la ley produjera el efecto contrario, por
ejemplo al tocar a los leprosos, enfermos y cadáveres. Es llamativo, en este
sentido, la utilización del verbo "tocar" (áptomai) en los
evangelios (Mc 1,41 par; Mt 8,15; 14,36; Mc 3,10; 6,56; Lc 6,19; Mt 20,34; Mc
8,22; 7,33; 5,27.28.30.31 par; Lc 8,47). Las curaciones que hace Jesús se
producen "tocando". Ahora bien, en todos estos casos, en lugar de
producirse la impureza que preveía la ley (cf. Lev 13-15; 2Re 7,3; Núm.
19,11-14; 2Re 23,11s), lo que sucede es que el contacto con Jesús produce
salud, vida y salvación.
4)
Jesús corrigió la ley e incluso se pronunció expresamente en contra de ella
en más de una ocasión: al declarar puros todos los alimentos (Mc 7,19) y
cuando anuló de manera terminante la legislación de Moisés sobre el
privilegio que tenía el varón para separarse de la mujer (Mc 10,9 par).
Como
se ve, la lista de hechos contra la ley resulta impresionante. Pero todavía,
sobre estos hechos, hay que advertir dos cosas. En primer lugar en la religión
judía del tiempo de Jesús había dos clases de ley: por una parte estaba la Torá,
que era la ley escrita, es decir, la ley que propiamente había sido dada
por Dios; por otra parte, estaba la hallachach, que era la interpretación
oral que los letrados (escribas y teólogos de aquel tiempo) daban de la Torá.
Pues bien, estando así las cosas, es importante saber que Jesús no sólo
quebrantó la hallachach, sino incluso la misma Torá, es decir,
la ley religiosa en su sentido más fuerte, la ley dada por Dios. Así cuando
Jesús toca al leproso, se opone directamente a lo mandado por Dios en la ley de
Moisés (Lev 5,3; 13,45-46); cuando permite que sus discípulos arranquen
espigas en sábado y justifica esa conducta, se opone igualmente a la ley
mosaica (Ex 31,12-17; 34,21; 35,2); lo mismo hay que decir cuando vemos que toca
a los enfermos (contra Lev 13-15) y sobre todo a los cadáveres (contra Núm
19,11-14); más claramente aún cuando declara puros todos los alimentos (contra
Lev 11, 25-47; Dt 14,1-21) y expresamente contradice a Moisés cuando anula la
legislación sobre el divorcio (Dt 24,1). En todos estos casos, Jesús se
pronuncia y actúa contra la ley en su sentido más fuerte, llegando a afirmar
algo que para la mentalidad judía era asombroso y escandaloso: que no es el
hombre para la ley, sino que la ley está sometida al hombre, porque "el sábado
se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado: así que el hombre es señor
también del sábado" (Mc 2,28 par).
Por
otra parte, en todo este asunto hay que tener en cuenta que estos actos contra
la ley llevaban consigo, muchas veces, la pena de muerte. El caso más claro, en
este sentido, es la violación del sábado. El evangelio de Marcos nos cuenta, a
este respecto, cómo la primera violación se produce al arrancar espigas en sábado
(Mc 2,23-28). Y entonces Jesús es advertido públicamente de su delito (Mc
2,24). Pues bien, a renglón seguido, Jesús vuelve a reincidir y de manera pública
y provocadora, en la misma sinagoga, al curar al hombre del brazo atrofiado (Mc
3,1-6 par). De ahí que el evangelio termina el relato diciendo: "Nada más
salir de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el
modo de acabar con Jesús" (Mc 3,6). Jesús ya estaba sentenciado a muerte.
Es decir, Jesús ya se había jugado la vida, precisamente por mostrarse
soberanamente libre frente a la ley. Además, por si todo esto fuera poco, hay
que tener en cuenta que Jesús curaba a la gente preferentemente en sábado. Así
se desprende claramente del relato del evangelio de Lucas: cuando Jesús cura en
sábado a una mujer encorvada, el jefe de la sinagoga, indignado por aquella
violación de la ley, le dijo a la gente: "Hay seis días de trabajo;
vengan esos días a que les curen, y no los sábados" (Lc 13,14). Esto
quiere decir que la gente acudía a ser curada por Jesús precisamente los sábados,
cuando eso estaba estrictamente prohibido. Señal inequívoca de que era
precisamente el sábado el día en que Jesús curaba a los enfermos. Había seis
días en que se podía hacer eso sin el menor conflicto. Pero Jesús prefiere
hacerlo precisamente cuando estaba prohibido. Su comportamiento, en este
sentido, es claramente provocador. Y lo hace así por una razón muy sencilla:
porque de esa manera demuestra su absoluta libertad frente a una ley que era
esclavizante para el hombre, en cuanto que recortaba su libertad en muchos
aspectos.
La
libertad de Jesús frente a la ley contiene para nosotros una enseñanza
fundamental: el bien del hombre está antes que toda ley positiva. De tal manera
que ese bien del hombre tiene que ser la medida de nuestra libertad. Así fue
para Jesús. Y así tiene que ser también para todos los que creemos en él.
b) Jesús
y la familia
Las
palabras y la conducta de Jesús con respecto a la familia, son casi siempre críticas.
Cuando Jesús llama a sus seguidores, lo primero que les exige es la separación
de la familia (Mt 4,18-22 par), de tal manera que a uno que quiso seguir a Jesús,
pero antes pretendió enterrar a su padre, Jesús le contestó secamente:
"Sígueme y deja que los muertos entierren a los muertos" (Mt 8,22
par). Y a otro que también quería seguirle, pero antes deseaba despedirse de
su familia, Jesús le dijo: "El que echa mano al arado y sigue mirando atrás,
no vale para el reino de Dios" (Lc 9,62). Y es que como dice el mismo Jesús:
"Si uno quiere ser de los míos y no me prefiere a su padre y a su madre, a
su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede
ser discípulo mío" (Lc 14,26-27 par). Evidentemente, todo esto resulta
extraño desconcertante.
Pero
la cosa no para ahí. Porque Jesús llega a decir que él 1 venido para traer la
división precisamente entre los miembros de familia: "¿Piensan que he
venido a traer paz a la tierra? Les digo que no, división y nada más, porque
de ahora en adelante una familia de cinco estará dividida; se dividirán tres
contra dos y dos contra tres; padre contra hijo e hijo contra padre, madre
contra hija e hija contra madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la
suegra” (Lc 12,51-53). Es más, cuando Jesús anuncia las persecuciones que
van a sufrir sus discípulos, concreta esas persecuciones de la manera más
desconcertante: "Un hermano entregará a su hermano a muerte, y un padre a
su hijo; los hijos denunciarán a sus padres y los harán morir. Todos les odiarán
por causa mía" (Mt 10,21-22).
Sin
duda alguna, esta insistencia del evangelio al hablar de las relaciones
familiares de una manera tan crítica, se debe a que la familia del tiempo de
Jesús era una estructura sumamente opresiva. El modelo de aquella familia era
el modelo patriarcal. En ese modelo, el padre o patriarca tenía todos los
derechos y libertades mientras que la mujer y los hijos tenían que vivir en el
más absoluto sometimiento. El marido podía separarse de la mujer por cualquier
causa, hasta por el simple hecho de que a la mujer, un buen día, se le pegara
la comida. El padre era el único que podía casar a los hijos e hijas con quien
él quería y sin consultar a los interesados. El sometimiento era total y
esclavizante. Y eso es lo que Jesús no tolera. Por eso las relaciones
familiares del propio Jesús con su familia tuvieron que ser enormemente críticas.
En este sentido, el evangelio cuenta que sus parientes pensaban que Jesús
estaba loco (Mc 3,21). Y en otra ocasión se dice que los parientes y los
de su casa despreciaban a Jesús (Mc 6,4). De ahí que el propio Jesús afirmó
un día que su madre y sus hermanos eran los discípulos, los miembros de la
comunidad que le seguía (Mc 3,35 par). Para Jesús, la estructura comunitaria
basada en la fe está antes que la estructura de parentesco basada en la sangre.
Porque la estructura comunitaria era una estructura de igualdad, fraternidad y
libertad, mientras que la estructura familiar era una estructura de sometimiento
y por eso de opresión de la persona.
Pero
hay más. Un día dijo Jesús a sus discípulos: "No se llamarán ustedes
'padre' unos a otros en la tierra, pues su Padre es uno solo, el del cielo"
(Mt 23,9). Con estas palabras, Jesús rechaza el modelo de relación familiar de
sometimiento como modelo válido para sus seguidores. Porque en la comunidad de
los creyentes todos son hermanos (Mt 23,8), es decir, todos son iguales y no
hay, ni puede haber, sometimiento servil de unos a otros. El titulo
"padre" se usaba en tiempos de Jesús para designar a los rabinos y a
los miembros del gran consejo. "Padre" significaba transmisor de la
tradición y modelo de vida. Jesús prohibe a los suyos reconocer ninguna
paternidad terrena, es decir, someterse a lo que transmiten otros ni tomarlos
por modelo. Lo mismo que él no tiene padre humano, tampoco los suyos han de
reconocerlo en el sentido indicado. El discípulo de Jesús no tiene más modelo
que el Padre del cielo (cf. Mt 5,48) y a él solo debe invocar como
"Padre" (Mt 6,9)10, el Padre lleno de amor y no déspota, del que nos
habla ampliamente el evangelio.
En
definitiva, ¿qué quiere decir todo esto? Yo tengo la impresión de que, hasta
ahora, no se ha reflexionado suficientemente acerca de lo que significa el
tratamiento que el evangelio da al tema de la familia. En la reflexión
cristiana sobre la familia se ha puesto preferentemente la atención en la
doctrina de Pablo sobre este asunto, especialmente en la enseñanza de las
llamadas cartas de la cautividad (Ef 5,21-6,9; Col 3,18-4,1). Pero no se ha
tenido debidamente en cuenta que la enseñanza del evangelio sobre la familia va
por un camino muy distinto. Mientras que Pablo acepta la estructura de la
"casa" como unidad básica para la Iglesia, los evangelios se muestran
sumamente críticos a este respecto, como acabamos de ver. Por supuesto, no es
éste el momento de hacer una reflexión en profundidad acerca de lo que todo
esto significa, ya que eso nos desviaría de nuestro estudio. Pero, en todo
caso, debe quedar muy claro lo que el evangelio nos viene a decir, a saber: que
el mensaje de Jesús no tolera las relaciones de sometimiento y dominación de
unas personas sobre otras. Y es precisamente por eso, porque la relación
familiar se basaba en el sometimiento y la dominación, por lo que Jesús
rechaza ese modelo de relación como válido para los cristianos. El proyecto de
Jesús es un proyecto por la liberación integral del hombre. En la medida en
que la familia se oponía a eso, en esa misma medida Jesús rechaza a la
familia. He ahí la razón profunda de la libertad de Jesús con respecto a la
estructura familiar.
c) Jesús
y el templo
Si
sorprendente fue la libertad de Jesús con respecto a la familia, más lo es su
libertad con relación al templo. Para entender lo que esto significó en aquel
tiempo hay que tener en cuenta que el templo de Jerusalén era el centro de la
vida religiosa de Israel, como consta por las constantes alabanzas que se
dedican al templo en la literatura contemporánea del tiempo. El templo era el
lugar de la presencia de Dios. Y era, por eso también, el lugar del encuentro
con Yavé. De ahí su inviolabilidad y su sacralidad absolutas.
Pues
bien, estando así las cosas, lo primero que llama la atención es el hecho de
que los evangelios nunca presentan a Jesús participando en las ceremonias
religiosas del templo. Se sabe que Jesús iba con frecuencia al templo, pero iba
para hablar a la gente, porque era el sitio donde el público se reunía (cf. Mt
21,23; 26,55; Mc 12,35; Lc 19,47; 20,1; 21,37; Jn 7,28; 8,20;
18,20); por la misma razón, Jesús iba a veces a las sinagogas (Mc 1,21 par; Lc
4,16; Jn 6,59, etc.). Para orar al Padre del cielo, Jesús se iba a la montaña
(Mt 14,23; Lc 9,28-29) o al campo (Mc 1,35; Lc 5,16; 9,18), ya que eso
era su costumbre (Lc 22,39).
Pero
más importante que todo esto es el comportamiento y la enseñanza de Jesús en
lo que se refiere directamente al templo. En este sentido, lo más importante,
sin duda alguna, es el relato de la expulsión de los comerciantes del templo (Mt
21,12-13; Mc 11,15-16; Lc 19,45; Jn 2,14-15). Jesús se arroga el derecho
de expulsar violentamente del lugar santo a quienes proporcionaban los elementos
necesarios para los sacrificios y el culto. Y hasta llega a afirmar que aquel
templo se ha convenido en una cueva de bandidos. El gesto de Jesús resulta
especialmente significativo, ya que, como señalan los evangelios, tiró por
tierra las mesas de los cambistas (Mt 21,12 par), con lo cual se muestra en
total oposición al pago del tributo y al culto por dinero que se practicaba allí
de tal manera y hasta tal punto que, como es bien sabido, el templo era la gran
fuente de ingresos para el clero judío e incluso para toda la ciudad de Jerusalén
'3. De esta manera, el gesto de Jesús vino a tocar un punto neurálgico: el
sistema económico del templo, con su enorme aflujo de dinero procedente de todo
el mundo conocido, desde Mesopotamia hasta el occidente del Mediterráneo. Es más,
cuando le preguntan a Jesús con qué autoridad hace todo aquello, él responde
con una alusión a su propia persona ("destruyan este templo y yo..":
Jn 2,19-21), con lo que viene a decir que el verdadero templo era él mismo
Sin duda alguna, todo este comportamiento de Jesús produjo una impresión
muy profunda en la sociedad de su tiempo, especialmente entre los dirigentes
religiosos. Téngase en cuenta que, teniendo aquellos dirigentes tantas cosas
contra Jesús, la acusación más fuerte que encuentran contra él, tanto en el
juicio religioso como en la cruz, es precisamente el hecho del templo con las
palabras que Jesús pronunció en aquella ocasión (Mc 26,61 par; 27,40 par). Y
es que todo esto tuvo que resultar para aquellas gentes, tan profundamente
religiosas y apegadas a su templo, un hecho absolutamente intolerable.
Por
supuesto, Jesús tuvo que ser consciente de que, al actuar y hablar de aquella
manera, se estaba jugando la vida. Pero entonces, ¿por qué lo hacía?
Sencillamente porque el templo era el centro mismo de aquella religión. Y
aquella religión era una fuente de opresión y de represión increíbles. Por
eso Jesús anuncia la destrucción total del templo y de la ciudad santa (Mt
24,1-2). Porque para él todo aquello no era un espacio de libertad, sino una
estructura de sometimiento, dados los abusos que en él se cometían.
d) Jesús
y el sacerdocio
Aquí
la cosa resulta más llamativa, si cabe, que en los apartados anteriores. Por
una parte, está claro que los sacerdotes de la religión judía gozaban de la máxima
santidad y veneración en Israel. Por otra parte, siempre que aparecen los
sacerdotes en los evangelios es en contextos polémicos y normalmente en
contextos de enfrentamiento entre Jesús y aquellos sacerdotes. Eso hace que el
mensaje global de los evangelios sobre el sacerdocio judío sea un mensaje crítico,
incluso provocador. Pero veamos las cosas más de cerca.
Los
sacerdotes judíos se dividían en dos grupos: los simples sacerdotes y los
sumos sacerdotes. De los simples sacerdotes se ocupan poco los evangelios. Pero,
aun así, resulta significativo que, por ejemplo, en la parábola del buen
samaritano (Lc 10,25-37), los personajes que pasan de largo, y son por eso el
prototipo de la insolidaridad son precisamente un sacerdote y un levita. La
intención de Jesús de desprestigiar a la institución sacerdotal es muy clara.
Y algo parecido hay que decir por lo que se refiere al pasaje del leproso, que
termina con el envío del hombre curado, para que vaya a presentarse a los
sacerdotes (Mt 8,4 par). La intención del evangelio es manifiesta. Y viene a
indicar dos cosas: primero, que Jesús está por encima de los sacerdotes;
segundo, que mientras lo propio de Jesús es el amor misericordioso que acoge al
marginado social, lo que caracteriza a los sacerdotes es el mero trámite
ritual.
Pero
lo más chocante en todo este asunto es lo que los evangelios nos cuentan de los
sumos sacerdotes. De ellos se habla 122 veces en los evangelios y en el libro de
los Hechos. Y prácticamente siempre se habla de ellos desde un doble punto de
vista: el poder autoritario y el enfrentamiento directo y mortal con Jesús. En
este sentido es significativo que la primera vez que aparecen los sumos
sacerdotes en el ministerio público de Jesús, es precisamente en el primer
anuncio de la pasión y muerte del propio Jesús (Mc 16,21 par), y ahí es Jesús
mismo quien los presenta como agentes de sufrimiento y de muerte. Enseguida
vienen los enfrentamientos constantes entre Jesús y los sumos sacerdotes (Mt
21,23.45; Mc 11,27; Lc 20,19). Y al final, la intervención decisiva de los
sacerdotes en la condena y en la ejecución de Jesús (Mt 26,3.14.47.51.57-59
par).
No
hace falta insistir mucho en todo esto, porque ya es de sobra conocido, Lo
importante aquí está en comprender por qué Jesús se comportó así con los
sacerdotes judíos, es decir, por qué se comportó así con la institución
quizá más fuerte del judaísmo. Y por qué, también hay que decirlo, los
sacerdotes se comportaron de manera tan brutal con Jesús. Es evidente que allí
hubo un enfrentamiento, y un enfrentamiento mortal. Ahora bien, eso no fue
caprichoso. Si ese enfrentamiento se produjo es porque Jesús se comportó y
habló con una libertad absoluta respecto a los sacerdotes y a lo que ellos
representaban. Jesús no los venera. No los adula. Sino que, por el contrario,
los desprestigia ante el pueblo y se enfrenta directamente con ellos. ¿Por qué?
Otra vez nos volvemos a encontrar aquí con lo mismo de siempre: Jesús se
enfrenta directamente a las instituciones de su nación y de su pueblo, que, en
vez de servir al pueblo, se enseñoreaban sobre él y lo dominaban brutalmente.
En este sentido, sabemos que en tiempos de Jesús había en Israel dos grupos de
familias sacerdotales, las que eran legítimas y las que no lo eran. Pero
resulta que las legitimas estaban desplazadas de Jerusalén y del templo,
mientras que las ilegítimas eran las que se habían apoderado del poder desde
el año 37 antes de Cristo. Además, estas familias ilegítimas, que acaparaban
todo el poder, eran sólo cuatro. Y su poderío se basaba en la fuerza brutal y
en la intriga. De estas familias de sumos sacerdotes dice un testigo de la época:
"Son sumos sacerdotes, sus hijos tesoreros, sus yernos guardianes del
templo y sus criados golpean al pueblo con bastones". Se trataba, por
tanto, de una fuerza de dominación y de opresión sobre el pueblo. Y eso es lo
que Jesús no tolera ni soporta. Por eso él se rebela, toma postura frente a
aquellas cosas y se manifiesta en contra de semejantes procedimientos y
actitudes. Las palabras de Jesús a este respecto son tajantes: "Saben que
los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los
oprimen" (Mc 10,42 par). Para Jesús, lo propio de aquellos poderes era
tiranizar y oprimir. De ahí la severa prohibición que él impone a sus
seguidores: "No ha de ser así entre ustedes". De tal manera que
"el que quiera subir, sea su servidor, y el que quiera ser el primero, sea
esclavo de todos" (Mc 10,4344 par).
e)
Conclusión
Interesa
ahora deducir la última conclusión que se desprende de todo lo dicho. Jesús
sabía perfectamente que esta manera de hablar y de actuar contra los poderes
opresores le tenía que costar muy caro. Es más, él sabia que todo esto le
llevaría hasta la muerte. Y eso es precisamente lo más fuerte y lo más
llamativo en la figura y en la actuación de Jesús. En este sentido, sabemos
que Jesús anunció tres veces el final y la muerte que se le avecinaban (Mt
16,21 par; Mc 9,31; 10,33-34 par). Jesús era consciente del peligro que se le
venía encima. Pero él no retrocede ni un paso. Ni acepta componendas o
posturas oblicuas. Es más, cuando mayor es la tensión y el peligro, se dirige
a Jerusalén, entra en la ciudad santa, donde residían las autoridades
centrales, provocativamente expulsa a los comerciantes del templo y pronuncia el
discurso más duro contra los dirigentes, a los que llama "raza de víboras"
y "sepulcros blanqueados" (Mt 23,33.27). La suerte de Jesús estaba
echada. Lo demás ya sabemos cómo se desarrolló y cómo terminó.
Evidentemente,
todo esto quiere decir que Jesús fue el defensor más decidido de la libertad
que jamás haya podido existir. Su postura y su actuación frente a las
instituciones y los poderes de su tiempo y de su pueblo es elocuente en este
sentido. Pero en todo esto hay algo mucho más importante. Porque no se trata ya
solamente de que Jesús defendió la libertad frente a las instituciones y
poderes de aquel tiempo. Se trata sobre todo de que, al comportarse de aquella
manera, Jesús se mostró soberanamente libre frente a su propia muerte. Es
decir, ante el peligro que se le venía encima, Jesús no retrocedió ni cedió
absolutamente en nada. Él se mantuvo firme hasta el final, hasta la misma
muerte.
Pero
hay aquí una cuestión más delicada y más profunda, que no debemos olvidar.
Jesús murió desamparado y abandonado de todos: de su pueblo, de sus discípulos
y hasta de sus seguidores más íntimos. Sin embargo, no es eso lo más grave
del asunto. El evangelio dice que Jesús murió gritando: "Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46; Mc 15,34). Sea cual sea la
explicación que se dé a esas palabras misteriosas, una cosa hay absolutamente
clara: en su pasión y en su muerte, Jesús se sintió abandonado hasta del
mismo Dios. Es decir, murió sin la recompensa del consuelo divino. Por
consiguiente, su libertad fue total. Porque total fue su desamparo. Sin
compensación de ningún tipo, su muerte fue el acto más soberanamente libre
que puede poner un hombre, precisamente porque fue un acto que no tuvo
recompensa alguna.
En
definitiva, todo esto nos viene a decir lo siguiente: Jesús entendió que el
valor supremo de la vida no es el sometimiento, sino la libertad liberadora, que
pone por encima de todo el bien del hombre. Aunque eso lleve consigo el
enfrentamiento con las instituciones tanto sociales como religiosas. Y aunque
eso lleve consigo el adoptar comportamientos subversivos y escandalosos para la
mentalidad establecida. La libertad de Jesús es la expresión más fuerte de su
extraordinaria personalidad. Pero, más que eso, es la manifestación de una
nueva manera de entender la vida: una manera que consiste en poner por encima de
todo el bien del hombre y su liberación integral.
2. Cercano
a los marginados
a) Marginados
propiamente tales
En
la sociedad y en el tiempo de Jesús, marginados propiamente tales eran los
marginados por causa de la religión. A esta categoría de personas pertenecían
muchos ciudadanos de Israel: los que no tenían un origen legítimo, como eran
los hijos ilegítimos de sacerdotes, los prosélitos (paganos convertidos al
judaísmo), los esclavos emancipados, los bastardos, los esclavos del templo;
los hijos de padre desconocido, los expósitos; los que ejercían oficios
despreciados, como eran los arrieros de asnos, los que cuidaban de los camellos,
los cocheros, los pastores, los tenderos, los carniceros, los basureros, los
fundidores de cobre, los curtidores, los recaudadores de contribuciones, etc.;
pero especialmente se consideraban como impuros, y, por tanto, eran marginados,
los "pecadores", prostitutas y publicanos, y los que padecían ciertas
enfermedades, sobre todo los leprosos; además eran también fuertemente
marginados los samaritanos y los paganos en general. Como se ve, mucha gente,
gran cantidad del pueblo estaba "manchada" de ilegitimidad por una razón
o por otra.
Estas
divisiones no eran meramente teóricas. Por supuesto, afectaban al honor de las
personas. Pero la cosa era más grave. Porque todas las dignidades, todos los
puestos de confianza y todos los cargos públicos importantes estaban reservados
a los israelitas de pleno derecho. Los demás eran ciudadanos de segunda clase o
incluso de tercera, como era el caso de los pecadores, los publicanos, los
leprosos y los samaritanos. Se comprenden fácilmente las divisiones, tensiones
y enfrentamientos que todo esto llevaba consigo, sobre todo si tenemos en cuenta
que había de por medio grandes intereses de clase y enormes privilegios, que
eran defendidos con uñas y dientes por los bien situados.
Pues
bien, estando así las cosas, ¿cómo se comportó Jesús ante semejante situación?
Otra
vez aquí el comportamiento de Jesús tuvo que resultar, en aquella sociedad,
sorprendente, provocativo y escandaloso. Los evangelios nos informan
abundantemente en este sentido. Cuando le preguntan a Jesús si era él el que
tenía que venir (Mt 11,3 par), ofrece la siguiente respuesta: "Los ciegos
ven y los rengos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los
muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia" (Mt 11,5
par). Aquí se debe destacar la acción sobre los leprosos, porque ellos eran
los más marginados entre los marginados, hasta el punto de que no podían ni
tratar con el resto de la gente, ni siquiera vivir en las ciudades, de tal
manera que tenían que pasar la vida a la intemperie. Pues bien, sabemos que Jesús
curó a varios leprosos (Mc 1,40-45; Lc 5,12-16; 17,11-19), es decir,
reintegró a la convivencia social a los que se tenían por marginados. Es más,
sabemos también que dio a sus discípulos la orden de curar leprosos (Mt 10,8).
Y él no tuvo el menor inconveniente de alojarse en casa de uno que había sido
leproso (Mt 26,6 par). La intención de Jesús es clara: para él no existe
marginación alguna ni tolera en modo alguno la marginación. Por eso él actuó
en consecuencia con este planteamiento.
Esto
se ve, sobre todo, en el comportamiento de Jesús con los pecadores, las
prostitutas, los samaritanos, los publicanos y demás gente de mala fama. El
evangelio cuenta que Jesús y sus discípulos solían comer con pecadores y
gente de mala reputación (Mt 9,10-13 par; Lc 15,ls). Este hecho es muy
significativo. Porque, según la mentalidad judía, comer con alguien era tanto
como solidarizarse con él. De ahí el escándalo que produjeron estas comidas
de Jesús con gentes de mala fama (Mt 9,11 par; Lc 15,2). Y de ahí también que
a Jesús lo consideraban como amigo de recaudadores y pecadores (Mt 11,19 par).
Es más, Jesús llegó a decirles a los dirigentes judíos que los recaudadores
y las prostitutas estaban antes que ellos en el reino de Dios (Mt 21,31). Lo
cual era lo mismo que decir que el reino de Dios no sólo no tolera
marginaciones, sino además que los marginados por los hombres son los primeros
en el Reino.
Mención
especial merece el comportamiento de Jesús con los samaritanos 24 Esta gente
era considerada como hereje y despreciable por los judíos. Y las tensiones
entre unos y otros eran tan fuertes, que con frecuencia se llegaba a
enfrentamientos sangrientos. Cuando Jesús atraviesa Samaria, no encuentra
acogida (Lc 9,52-53) y hasta se le niega el agua para beber (Jn 4,9). Pero, a
pesar de todo eso, Jesús pone al samaritano como ejemplo a imitar, por encima
del sacerdote y del levita (Lc 10,33-37), elogia especialmente al leproso
samaritano (Lc 17,11) y se queda a pasar dos días en un pueblo de samaritanos (Jn
4,3942). Por eso no tiene nada de particular cuando insultan a Jesús llamándole
samaritano (Jn 8,48). Por su cercanía a los marginados, Jesús llegó a ser él
mismo un marginado.
Aquí
será importante hacer la aplicación de todo este planteamiento a nuestra
situación actual. Porque también hoy entre nosotros existen marginados. Piénsese
en los gitanos, los negros, los homosexuales, las madres solteras, etc. Como se
ha dicho muy bien, el comportamiento de Jesús frente a los marginados debe
interpelarnos seriamente. Pienso que lo que de verdad nos acusa a los cristianos
de hoy no son los templos vacíos, ni nuestra diversidad de opiniones en
materias dogmáticas -el así llamado pluralismo teológico-, ni nuestra tardía
incorporación, más o menos selectiva, al proceso de la modernidad. La acusación
realmente sustantiva contra nosotros la constituye el aspecto que ofrece el
mundo, ese mundo en el que tenemos la misión de ser sal y luz, fermento
poderoso de transformación integral en una línea de justicia, misericordia y
fraternidad. ¿Lo somos?
b) Los
pobres y otras gentes
Los
pobres no eran marginados religiosos. Pero silo eran desde el punto de vista
social, como ha ocurrido y ocurre en todos los pueblos y sociedades 27 Se sabe
que en Jerusalén abundaban los mendigos. Y junto a los mendigos, los tullidos,
lisiados, vagabundos y otras gentes de ínfima condición.
¿Cómo
se comporta Jesús con estas personas?
Cuando
Jesús anuncia su programa (Mt 11,5; Lc 4,18), indica que su ministerio y
su tarea preferente se dirige a los cojos, ciegos, sordos, leprosos, pobres,
cautivos y oprimidos. Lo que Jesús hace con estas gentes no es una simple labor
de beneficencia. Es verdad que Jesús exige, a los que le van a seguir, que den
sus bienes a los pobres (Mc 10,21 par; Mt 9,20.22; Le 5,11.18; 18,28; Mt 19,27);
y se sabe que en la comunidad de Jesús existía esta práctica (Mc 14,5.7; Jn
13,29; cf. Lc 19,8). Pero la acción de Jesús va mucho más lejos: se trata de
que los pobres y desgraciados de la tierra son los privilegiados en el Reino.
Teniendo en cuenta que, en todos estos casos, no se trata de pobres "de espíritu"
(ricos con el corazón despegado de tos bienes), sino de pobres reales, las
gentes más desgraciadas de la sociedad. En el banquete del reino de Dios entran
"los pobres, los lisiados, los ciegos y los rengos", no además de los
que tienen campos y yuntas de bueyes, sino en lugar de ésos (Le 14,15-24). Y
Jesús recomienda que cuando se dé un banquete, se invite precisamente a los
pobres (Lc 14,12-14), es decir, con ellos es con quienes debe estar nuestra
solidaridad.
Por
lo demás, sabemos que Jesús proclama dichosos a los pobres (Mt 5,3; Le 6,20).
Pero en este caso se trata de los discípulos que toman la opción de compartir
con los demás.
c) Teología
de los marginados
¿Por qué actúa Jesús de esta manera con los marginados? Hay una primera respuesta, que es muy clara: la nueva sociedad, que proclama el mensaje del reino de Dios, es una sociedad basada en la igualdad, la fraternidad y la solidaridad. Por consiguiente, en el reino de Dios no se toleran marginaciones de ningún tipo. Por eso no está de acuerdo con el mensaje del reino de Dios, ni una religión que margina a la gente, ni una sociedad que tolera tales marginaciones. Por el contrario, la sociedad que Jesús quiere instaurar es de tal manera solidaria y fraterna que en ella el que quiera ser el primero debe ponerse el último (Mc 9,35 par; Mt 19,30-20,16; Le 13,30). Y por eso en esa sociedad los preferidos son los más desgraciados. De esta manera, Jesús pone el mundo al revés, trastorna las situaciones establecidas y proclama la excelsa dignidad de todos los que el orden presente margina y desprecia.
Pero,
en todo esto, hay algo más profundo. Porque la actuación de Jesús con los
marginados entraña una profunda teología (palabra sobre Dios). En
efecto, con estas acciones salvíficas en favor de los marginados, Jesús revela
cómo actúa Dios y cómo es Dios. Si es el Padre de todos los hombres. Y de
sobra sabemos que un buen padre no quiere ni soporta marginaciones entre sus
hijos. Es más, para un buen padre, si alguien es privilegiado, ése debe ser el
más infeliz, el más desgraciado por la razón que sea. De ahí que, según los
evangelios, el hecho de sentarse a la mesa con los pecadores o curar a los
enfermos tiene el valor de una nueva revelación de Dios (cf. Mt 11,19.25;
20,1-16; Lc 15,1-32).
Este
aspecto teo-lógico se pone de relieve cuando se trata de marginadores,
es decir, los ricos. El dinero es el competidor de Dios, porque exige servicio
total y exclusivo; es como un ídolo, el ídolo "Mammón" (que
significa riqueza privada) y que tiene sus fieles (cf. Mt 6,24 par; Lc 16,9.11).
En
definitiva, todo esto quiere decir que, en el asunto de los marginados, nos
jugamos nuestro conocimiento de Dios. Aquí la ortodoxia se hace ortopraxis,
es decir, el verdadero conocimiento de Dios depende del grado de solidaridad
con los pobres y marginados. No conoce mejor a Dios el que más lo estudia y el
que mejor se ajusta a determinadas fórmulas teóricas, sino el que vive la
cercanía solidaria con los hombres y mujeres que la sociedad más desprecia. He
ahí el secreto del verdadero conocimiento de Dios.
3. Fiel
al Padre
La
libertad de Jesús y su postura ante los marginados tienen una raíz, un origen:
la profunda religiosidad del propio Jesús. Con lo cual venimos a tocar lo más
hondo de la personalidad de Jesús. Si él se comportó tan soberanamente libre
frente a las instituciones, y si, por otra parte, se comprometió en la más
total solidaridad con los marginados, todo eso tenía su explicación en la
profunda experiencia de Dios que vivió Jesús. Para él Dios era el único
absoluto. Por lo tanto, todo lo demás es relativo. He ahí el sentido de su
libertad. Además, Jesús vivió a Dios como Padre de todos. De ahí su
solidaridad con los marginados.
Pero
vengamos al asunto: ¿cómo fue la relación de Jesús con Dios?
Tenemos
un dato seguro: la cercanía, la familiaridad y hasta la intimidad de Jesús con
Dios ha quedado reflejada en su forma de orar. Jesús tenía por costumbre
llamar a Dios Abba (Mc 14,36; cf. Gál 4,6; Rom 8,15), de tal
manera que esta palabra aramea era la invocación usual en labios de Jesús al
dirigirse al Padre (Mt 11,25-26; 26,39.42; Lc 10,21; 11,2; 22,42; 23,34-46).
Además, en doce textos de los evangelios (sin contar los paralelos) se dice que
Jesús, al orar, se dirigía "al Padre": en la acción de gracias por
la revelación de Dios a la gente sencilla (Mt 11,25-26; Lc 10,21; cf. Jn
11,41); en Getsemaní (Mc 14,36; Mt 26,39.42; Lc 22,42), en la cruz (Lc
23,34.46); en la oración sacerdotal (Jn 17,1.5.11.21.24.25). Se trata, por
tanto, de un material muy abundante, que expresa un hecho prácticamente
cotidiano en la experiencia de Jesús.
Ahora
bien, sabemos que la palabra Abba era la expresión familiar de mayor
intimidad entre un hijo y su padre. En tiempos de Jesús, esta palabra era
utilizada por todos los hijos, fueran niños o adultos. Pero su origen provenía
del lenguaje balbuciente de los chiquillos pequeños cuando empiezan a hablar.
Equivalía a "papá" o "mamá" en castellano. De
ahí que a un judío jamás se le hubiera ocurrido utilizar esa palabra para
dirigirse a Dios, porque eso sería, en la mentalidad de ellos, una falta de
respeto. Sin embargo, ésa era la palabra con que Jesús se dirigía al Padre
del cielo. La intimidad entre Jesús y el Padre era total.
Pero
esta intimidad no era un mero sentimiento. Era una intimidad efectiva, que se
traducía en hechos. Concretamente esta intimidad se traducía en la fidelidad más
absoluta. Jesús educó a sus discípulos en esta fidelidad: "Hágase tu
voluntad así en la tierra como en el cielo" (Mt 6,10 par)4 Porque
era la actitud constante que mantuvo Jesús durante toda su vida, como ha
quedado reflejado en numerosos textos evangélicos: "Mi comida es hacer la
voluntad del que me ha enviado" (Jn 4,34); "aquí estoy yo para hacer
tu voluntad" (Heb 10,9); "no busco mi voluntad, sino la voluntad de
aquel que me ha enviado" (Jn 5,30); "no he venido para hacer mi
voluntad, sino la de aquel que me ha enviado" (Jn 6,38). Pero, sobre todo,
está la oración que Jesús dirigió al Padre en Getsemaní: "No se haga
mi voluntad, sino la tuya, Padre" (Lc 22,42; Mt 26,42).
Por
eso Jesús habló como habló y actuó como sabemos que actuó. Porque en eso él
veía el designio del Padre del cielo. Y aunque él vio claramente que todo
aquello le llevaba a la muerte y al fracaso, sin embargo no retrocedió ni vaciló
un instante. Así hasta soportar la persecución, la tortura y la muerte. En el
capítulo siguiente podremos comprender el heroísmo y la fidelidad que todo
esto supuso.
4. La
personalidad de Jesús
Si
ahora hacemos un balance de todo lo dicho en este capítulo, el resultado es ver
con claridad la sorprendente personalidad de Jesús. Esta personalidad está
marcada por tres características: su originalidad, su radicalidad y su
coherencia.
La
originalidad de Jesús se advierte claramente si se tiene en cuenta que
él no se adaptó ni se pareció a ninguno de los modelos existentes en aquella
sociedad. Me refiero a los modelos establecidos de acercamiento a Dios. El, en
efecto, no fue funcionario del templo (sacerdote), ni piadoso observante de la
ley (fariseo), ni asceta del desierto (esenio), ni revolucionario violento en la
lucha contra la dominación romana (zelota). Jesús rompe con todos los
esquemas, salta por encima de todos los convencionalismos, no se dedica a imitar
a nadie. De tal manera que su personalidad es irreductible a cualquier modelo
humano. Esta originalidad tiene su razón de ser en el profundo misterio de Jesús.
Porque en él es Dios mismo quien se manifiesta y quien se da a conocer.
"Quien me ve a mí está viendo al Padre" (Jn 14,9). Ver a Jesús es
ver a Dios. Por eso, en la medida en que Dios es irreductible a cualquier modelo
humano, en esa misma medida Jesús rompe todos los esquemas y está por encima
de todos los modelos preestablecidos. Y ésa es la razón por la que Jesús nos
sorprende constantemente y hasta nos desconcierta con demasiada frecuencia. Es
mas, si Jesús no nos desconcierta ni nos sorprende, seguramente es que hemos
intentado adaptarlo a nuestros esquemas simplemente humanos, a nuestros sistemas
de interpretación y a nuestros convencionalismos. Todo encuentro auténtico con
Jesús comporta la sorpresa y hasta el desconcierto. Porque su originalidad es
absolutamente irreductible a todo lo que nosotros podemos saber y manejar.
Esta
originalidad se pone de manifiesto, sobre todo, en la asombrosa radicalidad de
Jesús. Él, en efecto, fue absolutamente original porque fue absolutamente
radical. Pero radical, ¿en qué? Solamente en una cosa: su total dedicación y
entrega para buscar el bien del hombre, sobre todo el bien y la liberación de
los pobres y oprimidos por el mundo, por el sistema establecido. Por eso Jesús
quebrantó leyes, escandalizó a los piadosos observantes de la religión
convencional, se enfrenté a los dirigentes, soportó la persecución y murió
como un delincuente. En este sentido y desde este punto de vista, la radicalidad
de Jesús no tuvo límites. Porque no tuvo límites su amor y su fidelidad. Por
eso Jesús no fue un fanático, sino un apasionado radical por el bien del
hombre. El fanatismo consiste en anteponer ideas o proyectos a lo que es el bien
del hombre. Pero Jesús no tuvo más absoluto que la voluntad de Dios. Y la
voluntad de Dios es el bien de los hombres, sobre todo el bien y la liberación
de los pobres y oprimidos.
Y
por último, su coherencia. Me refiero a la coherencia con el plan de
Dios. Todo en Jesús fue coherente porque todo estuvo en él determinado por su
profunda experiencia de Dios, hasta el punto de que Dios mismo se reveló en Jesús,
en su persona, en su vida y en sus actos. En los hombres muchas veces falla esta
coherencia. Porque se entregan a Dios de tal manera que eso entra en conflicto
con el bien del hombre (a veces se ha llegado a torturar y matar por fidelidad a
Dios); o por el contrario, se entregan a ciertas causas humanas olvidándose de
Dios y marginando a Dios. En Jesús nada de esto ocurrió: él fue absolutamente
fiel al Padre y absolutamente fiel al hombre. Una fidelidad le llevó a la otra.
Porque sabía muy bien que cuando una de esas dos fidelidades falla, se termina
absolutizando lo relativo, lo cual es tanto como caer en el fanatismo y quizá
en la barbarie.